Edgar Viramontes Monay

 

Los soldados del

Rey Invisible

Image

 

Primera edición: octubre de 2018

 

© Grupo Editorial Insólitas

© Edgar Viramontes Monay

 

ISBN: 978-84-17467-56-2

ISBN Digital: 978-84-17467-57-9

 

Difundia Ediciones

Monte Esquinza, 37

28010 Madrid

info@difundiaediciones.com

www.difundiaediciones.com

 

IMPRESO EN ESPAÑA - UNIÓN EUROPEA


 

Índice

1 Eduardo

2 El ángel

3 Rey

4 Viaje

5 Beto

6 Nuevo integrante

7 Arturo

8 Osvaldo

9 Reunión de emergencia

10 Nieve

11 Ventisca

12 Alondra

13 Baño de Liberación

14 Espejos

15 Infiltración

16 Armadura eléctrica

17 Veneno interno

18 Hadas

19 Decisión

20 El globo de cristal

Agradecimientos

 

 

 

1
Eduardo

19 de febrero de 2007

Casa de la familia Gómez

 

La vida era más fácil para mí a los diez años. Por supuesto que tenía mis problemas como todo niño de mi edad: la escuela, los regaños de mis padres cuando no hacía lo que me pedían, las tareas y las odiosas maestras y sus castigos, eran solo una de las tantas cosas que un infante como yo debía soportar. Pero la maravilla de ser un niño no se quedaba sin su recompensa.

Algo que a mi hermano Beto y a mí nos encantaba hacer de pequeños (o al menos a mí) era jugar a pretender; jugábamos a los superhéroes, a los piratas, a los astronautas y todo lo que nuestra creatividad nos permitiera inventarnos.

Pero esa noche en especial —la noche en que nuestra primera infancia acabaría—, estábamos jugando a los espadachines.

Mi hermano Beto era un bebito de ocho años. Siempre callado y asustadizo como un gato, era el tipo de niño que no jugaba a la pelota y que le gustaba sentarse en las bancas de la cafetería, hasta que sonara el timbre que indicaba el final del recreo. Era esa misma timidez que no le dejaba negarse a participar en los escenarios que mi imaginación creaba, y no le quedaba otra opción que jugar conmigo a todo lo que yo me inventaba.

¡Eduardo, ya no puedo! —Beto jadeaba mientras bloqueaba mis espadazos, con su propia espada de juguete.

—Resiste un poco más —lo animaba yo, al tiempo que intentaba golpear sus costillitas con la punta de mi arma infantil—. Recuerda la historia de David y cómo derrotó a Goliat. No importa que seas chiquito, tú puedes hacer lo que te propongas. ¡Vamos!

La verdad era que, más que querer enseñarle a mi hermano a ser fuerte y valiente, yo no deseaba dejar de imaginarme como todo un héroe. Si podía lucir mi destreza superior ante mi hermanito y hacerla de mentor frente a él, mucho mejor todavía.

Unas sonoras pisadas se escucharon desde los escalones. Arturo, mi hermano mayor, aventó la puerta tan fuerte al momento de entrar, que casi le hace un hoyo a la pared con la perilla.

Su mirada rabiosa casi nos destaza a Beto y a mí.

¡¿Quién es el que está gritando?! —exigió saber.

—Pues… creo que eres tú —respondí.

Si había alguien que mandaba en esa casa, a excepción de mis papás, era nuestro hermano mayor. Con nada más trece años de edad, ya se había estirado lo suficiente como para tener casi la altura de un adolescente varón, por eso ya se sentía con la libertad de regañarnos cuando no había figuras paternas presentes.

¿Por qué hacen tanto escándalo? —preguntó—. Ya deberían de estar acostados.

—Ya cálmate —le dije—, nada más estamos jugando un rato. Además mis papás ni están en la casa y mañana es sábado.

Pero Arturo me ignoró y posó sus ojos amenazadores en Beto, quien pareció un conejito rechoncho acorralado por una fiera salvaje.

—Beto —mi hermanito menor se estremeció al escuchar hablar a Arturo—, ¿ya te metiste a bañar?

—Ahorita voy —Beto se miraba las puntas de los dedos de los pies—, es que Eduardo me pidió que jugáramos a las espadas y…

—Pues no es momento para jugar —Arturo no estaba dispuesto a escuchar explicaciones tontas—. Mi mamá te lo dijo, que no te fueras a acostar si no te bañabas primero.

—Ya voy —obedeció Beto con desánimo y salió del cuarto.

Yo tomé la espada de mi hermanito y la puse sobre su cama desarreglada. Fue entonces cuando me di cuenta de que Arturo me observaba.

¿Qué quieres? —le cuestioné, fingiendo que me ponía a tender la cama de Beto para no tener que verlo, pero yo ya sabía lo que me iba a decir.

—Creo que ya es momento de que empieces a madurar, ¿no te parece? Te ves ridículo jugando a las espaditas.

—Y yo creo que ya es momento de que te metas en tus…

Pero Arturo se marchó, cerrando la puerta en mis narices y dejándome a la mitad del enunciado en la boca.

Arrojé una almohada al suelo, sintiendo dentro de mí una impotencia horrible. ¿Por qué Arturo tenía que ser tan insolente? Iba por ahí fingiendo ser un adulto, cuando mis papás siempre le reprochaban lo infantil que se mostraba en ciertas ocasiones. Como una vez que quiso ir con sus amigos al cine, a una función que empezaba a las 11:30 de la noche. Cuando le dijeron que no, se encerró en su cuarto a envolverse en su propio coraje. Muy de adultos eso, ¿no?

El enojo que le estaba teniendo a Arturo se hacía cada vez más grande. Se estaba volviendo tan extenso, que mi cabeza estaba sintiendo unas pulsaciones muy severas, como cuando te da un dolor de cabeza tremendo.

Aventé mi espada de madera a un costado de la habitación y me recosté un momento. Comencé a sentir mareos y el techo pareció dar vueltas sobre mi persona. ¿En verdad el juego con Beto me había agitado tanto?

Minutos después, estuve a punto de quedarme dormido, cuando un golpeteo en la ventana interrumpió mi sueño. Me levanté a ver de qué se trataba y vi que el viento que entraba por la ventana movía las persianas, provocando que estas chocaran contra el marco.

De mala gana me quité las sábanas de encima y me dirigí a cerrar la ventana. Una vez que le puse el seguro, me di cuenta que no recordaba haber dejado la ventana abierta en primera instancia.

Quién sabe, a lo mejor había sido alguno de mis hermanos. Estaba tan cansado que al final decidí no darle mucha importancia y me regresé a la cama. Me movía de un lado para otro debajo de mis sábanas, como si eso pudiera aliviar el dolor en la cabeza que ahora se estaba volviendo más punzante.

Unos pensamientos inquietantes invadieron mi mente y no me dejaban conciliar el sueño. Creía en como mi hermano, tan adulto que se sentía, debía irse entonces a vivir el solo, para que ya no pudiera molestarnos a Beto y a mí con sus sermones ensayados.

El enojo y frustración por no haber podido responderle a Arturo fueron tales, que sentí cómo una presión me empezó a oprimir la cabeza.

Esa sensación era rara y anormal, como si unas… unas manos me estuviesen aplastando el cerebro.

Me levanté de un salto y me alejé de la cama lo más que pude. Una vez que estuve consciente por completo, vi una figura inmensa atrás de la cabecera de mi cama. Llevaba una capucha negra que le cubría el rostro y un manto largo que le tapaba los pies.

¿Un ladrón? Quise gritarle a Arturo por ayuda, pero el miedo de ver un desconocido en mi cuarto me petrificó completamente.

Una risa siniestra salió de la capucha, que no dejaba ver la cara del intruso.

—Mira, qué curioso. ¿Tú puedes verme, niño?

No comprendí a qué se refería con eso.

—Pero el poder verme no te va a servir de nada —me dijo, con una forma escabrosa de hablar—. Hubiese sido mejor para ti, que no supieses que yo estaba aquí.

Entonces, el intruso se quitó la capucha y reveló una terrible cara deforme llena de escamas grises y grietas faciales, que iban desde la frente hasta la barbilla. Su piel era como la corteza de un árbol enfermo.

Quise gritar y mis gritos tardaron en salir, pero al final llené toda la habitación con el estruendo de mi voz. Llamé y llamé a mis hermanos, pero no aparecieron por ningún lado.

El «hombre» empezó a burlarse de mí y me agarró del cuello con lo que parecía más una garra que una mano. El sujeto me levantó en el aire haciendo que mis pies colgaran. Traté de gritar más fuerte, pero mis llamados de auxilio se volvieron débiles alaridos, debido a la obstrucción de aire por los gruesos dedos que oprimían mi garganta. Intenté entonces liberarme dando pequeños golpecitos en su antebrazo, pero mis inútiles ataques no le hacían frente a la dureza de su piel de cocodrilo. Cada vez se me dificultaba respirar y mi visión se ponía borrosa.

¿Quién era ese intruso y por qué estaba en mi casa? ¿Por qué me lastimaba de esa forma? ¿Por qué no se llevaba lo que había venido a buscar y me dejaba en paz? Lo más seguro es que no quisiera testigos y una vez que se hubiera deshecho de mí, los siguientes serían Beto y Arturo. Los tres íbamos a morir, no sabía cómo ni por qué, pero íbamos a morir y eso era todo. No había esperanza.

Cerré los ojos.

 

 

2
El ángel

¡No! —escuché que alguien decía—. No debes rendirte, Eduardo. No importa qué tan mal vayan las cosas, uno nunca debe perder la esperanza.

Alguien que no lograba identificar se abalanzó sobre la cara de mi atacante, y le rasguñó los ojos con un objeto que yo al principio pensé era un desarmador. El intruso soltó un grito de dolor y me liberó. Yo caí entonces al suelo y empecé a toser como loco.

¿Quién era? ¿Beto? ¿Arturo? ¿Por fin habían venido a salvarme? Estaba todavía tan desconcertado por el estrangulamiento, que ni siquiera pude enfocar bien la mirada y descubrir la identidad de mi salvador. Solo podía ver a dos sombras: el intruso con cara deforme y la pequeña figura que intentaba defenderme, rodando por la alfombra en una enérgica pelea. También pude darme cuenta de que, de la espalda de mi defensor, sobresalía un bulto muy extraño, como si se tratara de… ¿una mochila?

Los dos contrincantes seguían combatiendo arduamente, cada uno repartiendo puñetazos y patadas sin medida. Yo estaba tan confundido por aquella escena tan fuera de toda realidad, que no se me ocurría qué hacer para ayudar.

Miré entonces el bate de béisbol de Arturo, a un lado del closet. Lo tomé, y sin pensarlo dos veces lo estrellé contra la nuca del intruso, pero al parecer él estaba hecho de acero, pues mi arma improvisada se partió en dos como si fuera cartoncillo.

El invasor, no muy contento con lo que había intentado hacer, dejó su oponente a un lado y me miró con su espantoso rostro deforme, acercándose a mí lentamente.

¡Perdón, perdón! —supliqué, con las rodillas temblando—. ¡De veras lo siento mucho!

Aquel monstruo se acercó lentamente, furioso, con su garra derecha alzada y dispuesto a descuartizarme con ella.

¡No puedes quedarte ahí parado, Eduardo! —me advirtió mi salvador—. ¡Tienes que pelear ya!

La persona que había atacado al monstruo se puso de pie y por fin pude ver de quién se trataba. No era ni Beto ni tampoco Arturo, sino una pequeña niña de cabello negro la que se había enfrentado valientemente contra el rufián. Vestía una túnica igual de larga que la de su enemigo, solo que esta era de un color blanco como el azúcar o la crema. No calzaba ningún tipo de zapato, y su cabello negro le acariciaba los talones.

Era impresionante el haber sido salvado por una niña que no parecía mucho mayor que yo, y mi lógica de niño de diez años no comprendía cómo alguien con un cuerpo tan fino como un fideo, hubiese sido capaz de hacerle frente a tremendo gorila. Pero lo que hizo que se me abriera la quijada por la impresión, fue que lo que yo había confundido con una abultada mochila, en realidad se trataba de un par de alas blancas de ave, que se abrían dominantes en el interior de mi habitación.

No podía ser posible, ¿o sí? ¿Un ángel de verdad había bajado del cielo para salvarme la vida?

El presunto ángel arrojó el desarmador, que en realidad resultó ser un cuchillo plateado, a la pantorrilla izquierda del monstruoso gigante quien cayó de rodillas. El hombre después se quitó el filoso objeto de su pantorrilla y se tambaleó hacia mí, dispuesto a acabar con su trabajo.

¿Qué vas a hacer, Eduardo? —preguntó el ángel con seriedad—. ¿Vas a pelear o vas a permitir que el ogro te coma?

¿Qué?

¡Te pregunté que si vas a pelear!

¿Y yo… yo qué puedo hacer?

El ángel se arrancó una pluma de una de sus alas, y la sujetó justo enfrente de mí. Contemplé fascinado cómo la pluma se volvía de un color blanco a un rojo brillante, como de las fresas recién lavadas de una madre. La pluma salió flotando de entre los dedos del ángel, hasta llegar adonde estaba yo en el cuarto.

La pluma roja se quedó suspendida en el aire unos instantes, como un colibrí que succiona el néctar de una flor. Hubiese contemplado esa pluma por más tiempo, pero luego recordé que un terrible monstruo venía a por mí para matarme.

—No te quedes ahí como tonto —reclamó el ángel—. Toma la pluma, ¡rápido!

Yo procesaba toda esa situación tan lento que apenas pude reaccionar a sus palabras.

¡Si no haces lo que te digo, ese ogro nos va a matar a los dos!

Cuando vi que la garra del monstruo estaba a menos de treinta centímetros de distancia, en contra de toda razón, tomé la pluma roja que flotaba en el aire.

Lo que sucedió a continuación fue tan extraño que me hizo olvidar todo el alboroto y los extraños personajes que estaban ahí. En cuanto tomé la pluma con mis manos, esta se disolvió y se convirtió en un polvo rojizo que me envolvió por todo el cuerpo. Una fuerza misteriosa me levantó del suelo, y me hizo girar como un trompo. Nada de eso tenía sentido, lo que me hizo pensar que todo lo que presenciaba era solo un sueño.

Cuando mi cuerpo dejó de girar, pude ver en el espejo que estaba cerca que mi ropa había cambiado por completo. Ya no llevaba puesta mi playera y mi short para dormir, sino que ahora usaba lo que parecía ser un uniforme militar rojo, con cinturón, botas y guantes de cuero negro.

Pero una vez más no tuve tiempo de entender nada, porque el monstruo nuevamente se dirigía hacia con sus largas garras. Me encontraba tan absorto en mi propio desconcierto, que apenas tuve tiempo de esquivar los ataques de mi agresor.

¿No vas a pelear o qué? —volvió a exigir el ángel—. Eduardo, eres un Soldado del Rey ahora, ¡el Soldado Rojo! ¡Debes acabar con el ogro!

¡Y qué puedo hacer yo! —por fin encontré las palabras adecuadas para contestar—. No pelear y tampoco tengo un arma.

—Claro que la tienes.

El ángel tomó mi espada de madera que estaba a un lado de mi cama, y esta brilló con una luz dorada. La hoja y la empuñadura de mi arma infantil dejaron de ser de madera, para pasar a ser ahora de metal duro y reluciente.

¡Eduardo, atrápala!

El ángel arrojó la espada y gracias a Dios alcancé a atraparla.

El ogro miró el arma que yo tenía en las manos, y fue cuando la desesperación se apoderó de él. Aquel monstruo se abalanzó sobre mí, con sus garras como púas, pero yo fui capaz de bloquear sus ataques con la espada. Yo en mi vida había usado una espada, pero de alguna manera fui capaz de manejarla a la perfección.

—Debes clavar la espada en el centro de su estómago —indicó el ángel—. Su punto débil está ahí.

¿Clavar la espada? ¿De verdad tendría el valor para herir a una persona así? Pero aquella criatura no era una persona, era un monstruo salido de un cuento de terror, que nos iba a matar a todos si no hacía algo.

¡Yo, el Soldado Rojo, no te permitiré seguir haciendo el mal!

Empuñé la espada lo mejor que pude, como si fuese a desaparecer si la soltaba. Dirigí la punta de la hoja contra el vientre del ogro, y la hundí sin ser capaz de mirar.

El monstruo berreó de dolor, pero sus lamentos quedaron ahogados cuando la criatura se convirtió en un montón de tierra blancuzca, en lugar de dejar un descomunal cuerpo sin vida.

Miré en silencio aquel montón de polvo sobre mi alfombra por varios minutos. Sin saber qué pensar, traté de unir las piezas de lo que acababa yo de atestiguar en mi dormitorio.

Volteé a ver al ángel para pedirle una explicación; algo que le diera sentido y lógica a todo eso.

Pero antes de que las miles de preguntas cruzaran siquiera mis labios:

¿Qué está pasando aquí?

Arturo entró por la puerta, acompañado del recién bañado Beto.

 

 

3
Rey

Todavía me pregunto qué tipo de pensamientos habrán cruzado la cabeza de mi hermano Arturo, cuando me vio a mí vestido de soldado, una niña con alas de ángel y un montículo de tierra blancuzca, parados a mitad de su habitación.

¿Qué estás haciendo? —me preguntó Arturo de la misma manera que alguien ve a su perro haciendo popó en el piso de la sala.

Yo traté de explicarme, pero caí en el hecho de que ni yo mismo comprendía nada de lo que acababa de pasar.

—Tu hermano acaba de matar un ogro hace unos momentos —explicó el ángel. El escuchar su voz era como el tintineo de una campanita que se oye después de un huracán que acaba de acontecer—. Eduardo nos salvó la vida a todos.

¿Quién eres tú y por qué estás en mi casa? —le preguntó Arturo.

El ángel resopló. No le gustaba explicarse tanto.

—Yo soy un ángel. Vi cómo un ogro irrumpió en esta casa, con el propósito de acabar con todos aquí. ¿Ven ese conjunto de tierrita ahí? Bueno, pues eso fue lo que quedó del ogro. Tu hermano se convirtió en el Soldado Rojo y mató al ogro con la espada que tiene en las manos.

—Lo que dice es cierto, Arturo —dije yo no muy convencido de mis propias palabras—. Esta cosa era la espada de madera con la que estábamos jugando, ¡es cierto! Se transformó en espada de verdad y maté un monstruo que estaba aquí. Bueno, creo que sí pasó eso.

La cara de incredulidad de mi hermano no cambió ni un poquito.

—Beto —dijo entonces Arturo con esa petulante voz autoritaria que molestaba a todos—, trae el teléfono en este instante. Tengo que decirle a mi mamá que Eduardo dejó entrar a una loca disfrazada a la casa.

Beto estuvo a punto de salir del cuarto para obedecerlo, pero yo lo detuve con una seña.

—Arturo, ya te dije que lo que ella te dice es verdad. Aquí había un monstruo… o un ogro, como ella dice, y se volvió en tierra cuando yo le encajé la espada.

Saboreé el significado de lo que había dicho. Yo solo había matado un ogro verdadero, utilizando solamente una espada y un traje como los héroes en los programas de televisión. Mi corazón latió tan fuerte, que pude sentir mi propio palpitar hasta en las orejas.

Pero mi hermano seguía sin creernos.

—Beto, si no vas tú por el tonto teléfono, yo mismo iré a marcarle a mi papá y a mi mamá.

Arturo se dirigió a la puerta, pero el ángel extendió sus alas y voló impresionantemente, hasta llegar primero que Arturo. El ángel, de un solo manotazo, cerró la puerta con un estruendo y miró a Arturo a los ojos, imponente.

—Ya te diste cuenta de que estas son alas reales y que funcionan a la perfección —le dijo el ángel—. ¿Me crees ahora, niño?

A Arturo le temblaron los labios, no por miedo, sino porque aunque estuviese atrapado en su asombro, mi hermano mayor todavía intentaba responder al atrevimiento de la niña con alas. Ángel o no ángel, Arturo no soportaba que alguien más pequeño lo desafiara.

—Ustedes tres —el ángel señaló la cama situada al centro—, siéntense ahí ahora mismo. Les voy a explicar todo y entenderán de una vez por todas qué es lo que está pasando.