Virginia Cobos Yuste

 

El amargo sabor de las rosas

 

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Primera edición: febrero de 2017

 

© Grupo Editorial Áltera

© Manuel Carrasco Moreno

ISBN: 978-84-17029-02-9

ISBN Digital: 978-84-17029-03-6

 

Difundia Ediciones

Monte Esquinza, 37

28010 Madrid

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IMPRESO EN ESPAÑA — UNIÓN EUROPEA

A Lucía y Araceli,

In memoriam

 

 

“Hay quienes vilipendian el esfuerzo de memoria. Dicen que no hay que remover el pasado, que no hay que tener ojos en la nuca, que hay que mirar hacia adelante y no encarnizarse en reabrir viejas heridas.

Están perfectamente equivocados. Las heridas aún no están cerradas.

Laten en el subsuelo de la sociedad como un cáncer sin sosiego. Su único tratamiento es la verdad. Y luego, la justicia.

Sólo así es posible el olvido verdadero. La memoria es memoria si es presente y así como Don Quijote limpiaba sus armas, hay que limpiar el pasado para que entre en su pasado.

Y sospecho que no pocos de quienes preconizan la destitución del pasado en general, en realidad quieren la destitución de su pasado en particular”.

Juan Gelman en la entrega del Premio Cervantes.

Alcalá de Henares, 23 de abril de 2008.

 

Seguramente (los novelistas) seamos los únicos que podemos contar sin atenernos a nada y sin objeciones ni cortapisas, o sin que nadie nunca nos enmiende la plana ni nos llame la atención y nos diga:

“No, esto no fue así”.

“De la dificultad de contar” de Javier Marías

De su discurso de ingreso en la Real Academia Española de la Lengua.

Madrid, 27 de abril de 2008.

 

1.- En Recondo, diez y veinte de la mañana del 15 de abril de 1931...

- ! Que te quites las bragas, coño... o ¿quieres que te las arranque yo mismo...?

- ¡Por Dios, señorito, que todavía soy... mocita...!

- ¿Mocita?... ¿No hablas con el hijo de la Genuina...? ¿Qué pasa, que además de vago, también es maricón? ¡Déjate de ñoñerías y ven aquí que hoy vas a saber lo que es un hombre de verdad... y no se te ocurra gritar que te pongo de patitas en la calle...!

Se había bajado los pantalones dejando sus vergüenzas al descubierto, pero ella sólo veía sus labios lujuriosos que bajo su bigote cano relucían por una baba viscosa, opaca y blanquecina que apenas si se llegaba a escapar por las comisuras de su boca....

Se agachó y se bajó las bragas hasta los pies. Las pisó con el pie derecho para sacar el izquierdo; después, de nuevo con el derecho, las apartó hacia detrás de la puerta.

-¡Ahora quítate la bata... y deprisa... que no tenemos todo el día!

De pie, en el centro de la habitación, tiritando, no sabía si de frío, vergüenza o repugnancia, tuvo que ahogar un sollozo que le llegaba a la garganta para que nadie la oyese y así evitar que el señorito la despidiese...

Era una habitación grande, demasiado grande para ser un dormitorio; con un techo alto de bovedillas con maderas pintadas en betún de Judea y aceite de linaza. El suelo ajedrezado de losetas blancas y negras, limpias y relucientes, en las que se reflejaba su cuerpo medio desnudo.

Dos balcones que daban a la fachada principal de la casa, con unos visillos de encaje y unas pesadas contraventanas de madera medio entornadas, que dejaban pasar la radiante luz de esta mañana ya primaveral. Una cómoda muy antigua, la única herencia que le había quedado a doña Margara de sus antepasados; con amplias cajoneras donde guardaba su ajuar y sobre la que había formado un pequeño altar con una imagen del Sagrado Corazón de Jesús y dos violeteros con unas flores de tela. Una silla descalzadora, un palanganero, dos mesillas a juego con la cómoda, sobre las que había una palmatoria con la vela casi gastada y un cenicero con los restos de un puro ya apagado, a medio terminar, que solía fumar todas las noches don Nicomedes antes de dormirse. La cama muy alta, con un grueso colchón de lana; con el cabecero y los pies de barrotes de forja negros y adornos dorados de latón que siempre estaban relucientes. En la pared, encima del cabecero un crucifijo de bronce con la cruz de madera. En el centro del techo una lámpara de cristal de cuatro brazos, con tulipas de pergamino y bombillas empavonadas, que ahora estaban apagadas. La luz que entraba por los ventanales iluminaba el cuerpo frágil y semidesnudo de la joven que apenas aparentaba los quince años.

Él la miró complacido. Su cuerpo menudo, ahora blanco y trémulo, contrastaba con el rubor que le había subido a la cara. Una leve camisa de franela apenas si cubría su pubis que intentaba ocultar con sus manos. El viejo se acercó hasta ella. Con un gesto enérgico rasgó la camisa por el cuello dejando al descubierto sus dos pequeños pechos que palpitaban estremecidos.

Acercó sus labios al pecho de la joven y empezó a mordisquear los pequeños pezones que se pusieron tensos y apretados. Ella sintió cómo su baba empezaba a resbalar hacia su vientre.

-Por favor, don Nicomedes, no me haga daño, que soy virgen, ¡de verdad!

La cogió por el brazo y la tendió sobre la cama en la que todas las noches se acostaba con su esposa. Pero eso para él no tenía demasiada importancia, y desde luego no era la primera vez que lo hacía. Sus manos resecas y arrugadas empezaron a recorrer todo su cuerpo, primero con una cierta parsimonia que alguien que no le conociese podría interpretar erróneamente como delicadeza, después con torpe ansiedad, que llegaba a lastimarla. Ella fijó los ojos en el techo y se quedó inmóvil, como si todos los músculos de su cuerpo hubiesen quedados paralizados por el miedo.

Ahora recordó lo que le había advertido su madre. No debía quedarse nunca sola con el señor. Hacía dos meses que había entrado a servir en el “Solar” y hasta hoy lo había conseguido. Esta mañana, cuando se ha querido dar cuenta ya no tenía remedio. Doña Margara, la señora, y sus dos hijas se habían ido a la iglesia; el señorito Nicolás y José el marido de Sacramento estaban en el campo; Tomasa, la criada vieja, había ido a la compra como todos los días. Mientras él desayunaba en el saloncito, ella quiso aprovechar para arreglar la habitación de los señores, que era lo que siempre le mandaba el ama. “Estando la cama hecha, toda la casa está arreglada”, solía decir doña Margara. Había entreabierto la puerta de uno de los balcones para ventilar la habitación. Por la mañana siempre olía a orín y a humedad. Luego olía a lavanda porque la señora ponía un ramito en un jarrón de cristal sobre la cómoda, junto con una rama de ajenjo de flores blancas que recogía del jardín..

Había barrido y limpiado el polvo, había sacado el orinal, y había entrado de nuevo a la habitación para hacer la cama; pero él sabía que se habían quedado los dos solos en la casa y para un depredador como él, era una oportunidad que no iba a dejar pasar.

Subió sigilosamente la escalera para no ser oído. Durante unos minutos se detuvo en el quicio de la puerta mirando cómo su bata dejaba al descubierto parte de sus piernas cuando se estiraba para retirar la colcha y las mantas de la cama. Ella se volvió sobresaltada al intuir su presencia. Ya era demasiado tarde. Había entrado en la habitación cerrando la puerta tras de sí.

Ahora, estaba allí tendida sobre las sábanas de la cama, con su camisa hecha jirones, dejando al descubierto todo su cuerpo que en vano quería tapar con sus manos, no sabía muy bien si para que él no la viese o por sentirse desnuda ante la imagen del Corazón de Jesús.

- Me gustan tus tetas... son pequeñitas, pero están duras y suaves... tienes tetas de putita joven...

Los dedos llegaron a su vientre que estaba húmedo por un sudor frío que bañaba todo su cuerpo. Ella había cerrado los ojos pero seguía intuyendo sus labios húmedos rezumando baba y concupiscencia. Pensó que iba a vomitar.

-No tengas miedo, joder, ya verás cómo te va a gustar....

La había cogido por el brazo para darle la vuelta sobre la cama dejándola boca abajo. Ahora sentía su mano recorriendo sus nalgas que ella apretó con fuerza para impedir que sus dedos entrasen entre sus piernas.

Así boca abajo, colocó la cara sobre la almohada para que sofocase su llanto. Su cuerpo temblaba mientras seguía sintiendo las manos que cada vez se hacían más torpes y más bruscas; las manos del viejo que, de pronto, se habían quedado quietas y habían dejado de tocarla. No podría decir cuánto tiempo permaneció así, ni se atrevía a volverse para ver lo que hacía; pero sabía, lo sentía, que seguía allí a su lado, jadeando y respirando entrecortadamente, como si estuviera masturbándose. ¡Así te mueras, viejo cabrón! pensó ella.

En realidad, don Nicomedes no era tan viejo. Tenía poco más de cincuenta y tres años, aunque su vida de crápula le hacía aparentar algunos más. De carácter adusto y serio, era enjuto como un sarmiento retorcido, pero con un vientre prominente harto de comilonas y excesos. De sombría expresión y de mirar torvo nunca miraba a nadie directamente a los ojos. Alguien podría pensar que era indicio de una cierta timidez, pero nada más lejos de la realidad, era más bien el ardid de un taimado depredador para coger desprevenido a sus presas y la expresión de su voracidad insaciable.

Sintió como las manos asían bruscamente sus brazos para voltearla de nuevo sobre la cama. Cuando abrió los ojos él estaba allí, medio desnudo, con los ojos rojos de ira, su boca entreabierta y con su sexo flácido y encogido, medio escondido entre la pelambre cana de su bajo vientre.

- ¡Chúpamela!, gritó, mientras la cogía del pelo para atraerla hacía él.

Ahora ya no lo pudo evitar. El vómito salpicó las piernas y los pies descalzos del hombre que se retiró instintivamente hacia atrás mientras sacudía una tremenda bofetada a la joven.

- ¡So puta, esto me lo vas pagar!... ¿Pero qué piensas?... ¡Trae inmediatamente agua y unas toallas, y lávame a mí y limpia todo esto!.... ¿Qué haces ahora?... ¡No te vistas.... sigue así desnuda... que esto no ha terminado....!

Cogió la jofaina del palanganero, vertió un poco de agua de la jarra, cogió dos toallas de la cómoda y se arrodilló delante de él para limpiarle.

Dos fuertes aldabonazos retumbaron en toda la casa. Durante unos segundos todo quedó de nuevo en silencio. El hombre de pié, desnudo desde la cintura, ella también desnuda y arrodillada con una toalla que había mojada en el agua. Ahora fueron tres, los golpes secos de la aldaba.

-No hagas caso, ya se cansarán de llamar... tú a lo tuyo...

Quien fuera debía tener prisa o el asunto debía ser importante, porque les llamadas se hacían más insistentes.

-Ponte la bata y sal a ver quién llama con tanta prisa....

Él mismo terminó de limpiarse, se colocó los calzoncillos y los pantalones que estaban sobre una silla, se puso las zapatillas y se llegó hasta donde estaban las bragas de la criada, las cogió del suelo y se las acercó a la nariz...

-¡Voy... ya voy....!

Sólo entonces cesaron las llamadas....

-Hola, Juanita, ¿está el señor?

Ella procuró taparse la cara, como pudo, para que no se notasen los efectos del bofetón que había recibido.

-Buenos días, señor alcalde, pase... ahora mismo le digo que es usted....

-Señorito, es el señor alcalde... le espera abajo... y dice que es urgente, añadió ella por su cuenta. Había subido corriendo las escaleras... pero respiró aliviada porque pensaba que había terminado su pesadilla... al menos por ahora....

- No te creas que esto va a quedar así, hija de puta... ya hablaremos más tarde.... y deja todo esto limpio como si nada hubiera pasado....

-Hola, Enrique, ¿qué asunto tan importante te trae por aquí tan temprano?

-Nicomedes, ha ocurrido algo muy grave.... En la capital han proclamado la República, el Rey ha tenido que abdicar y se ha marchado de España.

 

2.- En Recondo, sólo unas horas después...

-Debemos tomar medidas inmediatamente. En la capital habrán proclamado la República, pero aquí seguimos mandando nosotros. Lo primero, es impedir que a nadie se le ocurra alterar el orden. Cada uno de nosotros debe dejar bien claro a su gente y a sus criados que no ha cambiado nada. Ahora más que nunca debemos estar unidos.

En la sala de juntas del Ayuntamiento el señor alcalde recibió con estas palabras a los reunidos. Allí estaban los otros diez ediles, el señor cura, el notario, el secretario del Ayuntamiento y los quince mayores contribuyentes de Recondo. Entre ellos, don Nicomedes, que tomó inmediatamente la palabra. Su voz sonaba enérgica y airada; todos pensaron que era por la indignación que le había producido la proclamación de la república, pero esta no era la causa principal; lo que verdaderamente le enervaba era la contrariedad de no haber podido terminar la aventura con su criada. Aunque se quería centrar en la reunión, no lograba apartar de su mente la imagen desnuda de la Juanita tumbada sobre la cama, y sintió que ahora se estaba excitando, mientras que, cuando la tenía delante, apenas lo había conseguido.

- Es importante, señor cura, que usted desde el púlpito deje bien claro que los republicanos son los verdaderos enemigos de Dios. Cuente cómo en la capital están quemando las iglesias, cómo desprecian los mandamientos de Dios y de la Santa Madre Iglesia... usted sabe mejor que yo lo que tiene que decir, pero que todo el mundo sepa que el que apoye a la República irá directamente al infierno y que nosotros lo monárquicos somos los que defendimos antes, defendemos ahora y defenderemos siempre las leyes divinas. Seguro que a usted le hacen caso...

Nadie salía de su asombro. Aquí en Recondo, como en el resto de España, se habían celebrado las elecciones municipales. De las once circunscripciones del pueblo, todas habían sido ganadas por los monárquicos. De los mil doscientos treinta y seis votos escrutados sólo cuarenta y ocho habían sido para los republicanos. Y allí todos sabían quiénes eran.

Otro de los mayores contribuyentes era don Indalecio. Hombre de pocas palabras, pero de ideas muy claras, que le gustaba ser pragmático y directo:

-Hay que vigilarlos. Sobre todo a Fermín el Zapatones. Es el más peligroso. Hay que saber con quién habla, a quién visita, cuándo sale del pueblo. Todos deben saber que no es una persona de fiar y que puede ser peligroso ser su amigo... y que sería mejor que llevasen su calzado a reparar a otro zapatero...

Posiblemente el más joven de los allí reunidos era Pedrito Rodríguez; al morir su padre tuvo que hacerse cargo de la hacienda familiar. Como joven, era también impulsivo y vehemente, y siempre partidario de la acción directa.

-Debemos tener cuidado, también, con don Gregorio, el maestro. Ha colgado una bandera de la república en su ventana y seguro que aprovecha las clases para envenenar las mentes de los pobres niños... Por cierto, ¿no podríamos obligarle a quitar esa bandera?

- No, es mejor no tomar medidas precipitadas... dejemos que pasen unos días, para ver qué ocurre... Don Enrique, el alcalde pretendía que la situación no se desmandase, mantener la calma y dar sensación de normalidad.

-Pero, ¿no pensaréis ponerla aquí en el balcón del ayuntamiento? Apostilló Pedrito, aunque sus palabras se perdieron entre el murmullo de las diversas conversaciones de los reunidos.

Recondo tenía censados mil ciento setenta y cuatro vecinos, lo que suponía una población de derecho de unos tres mil quinientos habitantes. En la época de la vendimia y de la recolección de la aceituna llegaban unos doscientos cincuenta jornaleros de los alrededores, que permanecían en el pueblo durante toda la campaña, alojados en los grandes caserones de los terratenientes que les contrataban. Había siempre también un cierto trasiego de transeúntes que llegaban al pueblo por ser cabeza de partido y centro comercial de la zona. Había dos posadas, la de los Carrasco en la plaza y la del tío Comendador, junto a la fuente del abrevadero, donde se alojaban los tratantes de ganado, los charlatanes de feria, los mieleros de las Alcarria, los traperos, los sacamuelas, los choriceros de Candelario, los feriantes, los afiladores, los anticuarios y ese variopinto retablo de personajes que eran los que visitaban periódicamente el pueblo.

En la calle Grande, estaba la tienda de ultramarinos “La Colonial”, propiedad de don Ildefonso Herrero, que tenía un gran surtido de comestibles y conservas de gran calidad. Antes tenía que hacer un viaje al mes para traer las mercancías con carros desde la capital, ahora, desde que a principios de siglo se inauguró el ferrocarril, las recibía cada quince días en el tren. El primero y tercer lunes de cada mes, subía con su carro a la estación para recoger el pedido que había hecho por teléfono al almacén mayorista “La Transcontinental” que era su principal proveedor.

En la Plaza Mayor estaba la mercería “Paquita”; la barbería de Paco el de “La Higiénica”, la carnicería de Clemente, que tenía un rótulo sobre la puerta en el que se podía leer: “Carnecería y embutidos”; la taberna de la tía Feliciana y el “Café Moderno”. El casino de los ricos estaba en la calle Grande, y también estaba el “Bar de Toni” junto a la Puerta de la Villa, que era conocido como “El Casinillo”.

Además del vino y del aceite, Recondo tenía una buena huerta en las que se cultivaban hortalizas de excelente calidad y en su secano se recolectaba gran cantidad de trigo, cebada y centeno. A unos diez kilómetros estaba la vega con cultivos de regadío y árboles frutales, regada por un pequeño rió, subafluente del río Tajo, que casi todos los años llegaba a secarse en los calurosos estíos, a pesar de tener una excelente red de caces y caceras que decían podía datar de los tiempos de los visigodos.

Recondo se fundó en tiempos de la reconquista. Aquí se fueron reuniendo los distintos asentamientos que existían diseminados por la vega y que habían tenido que huir de las razias que organizaban los moros por haber estado durante más de cincuenta años en las fronteras con las taifas del centro de la península. Hasta aquí habían llegado los caballeros quiñoneros que pertenecían a la Municipalidad de Segovia y hasta aquí trajeron sus mesnadas y vasallos para repoblar la zona. Poco a poco fue creciendo hasta que recibió del rey el título de villa y llegó a ser uno de los más importantes concejos de los sexmos de Segovia. Después de haber pertenecido al Condado del mismo nombre, las tierras de los señores y de las órdenes religiosas que se habían asentado en su territorio, fueron vendidas a los grandes terratenientes cuando se fueron concretando las distintas y sucesivas desamortizaciones que tuvieron lugar en el siglo anterior. El nombre de Recondo le vino por la deformación de la palabra “recóndito” que se atribuía a estos parajes lejanos y de difícil acceso desde la civilización.

Como solía ocurrir en la mayoría de los pueblos, aquí también unas cuantas familias habían ido acaparando, desde hacía ya mucho tiempo, la mayoría de las posesiones. Con los matrimonios entre sus descendientes, habían logrado monopolizar prácticamente toda la red productiva del pueblo y un control efectivo de toda la producción, impidiendo la llegada de industrias para garantizarse una mano de obra barata y sin conflictividad. Seguían funcionando los viejos molinos harineros, las antiguas alquitaras y las prensas aceiteras, que también eran controladas por los mismos terratenientes. Tan solo quedaban algunos restos de las fábricas de jabón que habían alcanzado una notable pujanza en siglos anteriores, llegando a exportar sus productos hasta el nuevo mundo y un pequeño batán que aún fabricaba paños. Cada vez eran menos los alambiques destinados a filtrar los excedentes del vino para convertirlo en un aguardiente muy apreciado en la zona.

Aunque la propiedad de la mayoría del término municipal estaba en las manos de unos pocos, en Recondo casi todos eran propietarios, pequeños, muchos de ellos insignificantes, pero propietarios. No se sabía de quién había sido la idea, pero era costumbre antigua en el pueblo que los señores cediesen una pequeña finca a los criados de la casa cuando se casaban. Nunca solía ser mayor de una fanega y casi siempre en terreno de secano. Con esta medida se conseguían dos efectos; el primero, la gratitud de por vida del obsequiado hacia sus amos y la segunda que a partir de ese momento, al ser propietario, se hacía conservador, porque tenía algo que conservar. Esta era una de las causas que habían influido en los resultados de las pasadas elecciones municipales.

Y esta era una de las causas de la paz social que se vivía en el pueblo. Una paz social que se basaba en el miedo a perder lo poco que tenían y en asegurarse un trabajo en la casa del señor que, de alguna forma, era la garantía de la supervivencia de su familia. Es verdad que, en ocasiones, había que doblegar el orgullo y aguantar alguna que otra humillación, pero eso estaba ya en sus genes y había que admitir que eran más llevaderos los caprichos de sus amos actuales que la prepotencia de los antiguos señores a los que habían servidos sus padres.

Recondo tiene una Iglesia antigua de estilo románico, muy pequeña y casi en ruinas; un convento de madres franciscanas de Santa Clara, construido a principios del siglo XVII; la ermita de Santa Ana, junto al cementerio, la ermita de San Roque, el patrón del pueblo, y la Iglesia catedral que mandó construir el señor conde a finales del siglo XVI. Había otra iglesia, de la que sólo quedaba la torre que fue quemada por los franceses en la guerra de la independencia.

Recondo está construido en las estribaciones de tres colinas que confluyen en un valle central donde se encuentra la plaza, una amplia explanada que es, además del centro geográfico del pueblo, su centro comercial y su centro social y político porque allí está ubicado el Ayuntamiento. Allí se instalaban los mercados de ganado que se celebraban cada mes y los mercadillos agrícolas en los que se podían encontrar todos los productos de la zona. Y en la plaza, también se celebran sus corridas de toros, que tienen merecida fama no solo en la comarca, sino también en la mismísima capital. Por lo escarpado de su orografía, sus calles tienen grandes pendientes y algunas de ellas estaban escalonadas para salvar el desnivel. La mayoría eran estrechas y recientemente habían tenido que ensanchar algunas de las esquinas para facilitar el paso de los carruajes y de los primeros automóviles y camiones que ya empiezan a circular por el pueblo.

En el Ayuntamiento, la reunión estaba llegando a su fin, y a don Indalecio le gustaba decir siempre la última palabra:

-Entonces, estamos todos de acuerdo. Es imprescindible que nos mantengamos todos unidos y formemos un frente común para afrontar esta nueva situación política.

-Yo me comprometo, a teneros a todos informados de lo que vaya ocurriendo en la capital y os pido, como alcalde, que estéis todos a mi lado en esta difícil situación.

Esta mañana, había en la plaza más gente que de costumbre. Se había corrido la voz de que estaban celebrando una reunión las fuerzas vivas del pueblo y esperaban impacientes para saber lo que habían acordado. La mañana soleada animaba a que se hubiesen ido formando distintos corrillos, donde se procuraba no levantar demasiado la voz, porque nadie sabía lo que realmente representaba aquello de la república y era mejor enterarse de lo que habían dicho los señores para saber a qué atenerse. Apenas si había algunas nubes en el cielo y la temperatura era agradable. Las mujeres cruzaban camino de las tiendas ralentizando el paso para intentar enterarse de lo que comentaban los hombres.

Doña Margara después de salir de misa, mandó a sus dos hijas a casa, y aprovechó para pasarse a saludar a doña Clotilde, la mujer del alcalde. El saludo era una mera excusa; su intención era enterarse de lo que ocurría, porque lo que habían oído en la iglesia, no aclaraba demasiado la situación.

-Don Filomeno debe haber estado en la reunión del ayuntamiento, porque la misa la ha dicho el curita joven, que no ha dicho nada, por cierto, por eso vengo a que tú me cuentes...

En el gabinete, junto al amplio mirador desde el que se divisaba una extensa panorámica del pueblo y dominaba la calle Grande, la anfitriona había mandado traer dos tazas de achicoria con leche, unas pastas de manteca y unos bollitos de aceite hechos en casa. Ella prefería la achicoria porque el café le provocaba sofocos.

Las dos mujeres eran amigas desde hacía muchos años, cuando las dos aún estaban solteras. Incluso compartieron algunos pretendientes. Pero nunca hubo problemas entre ellas porque las dos tenían muy claro lo que cada una quería. Clotilde a Enrique de las Olivas Rodríguez, primogénito y heredero del mayor contribuyente de Recondo y primo segundo de Margara, que se había decidido por Nicomedes Gómez Carretero, que no tenía ascendientes de alcurnia pero poseía unas de las mayores fortunas de la comarca. Aunque todos la conocían como Margara, su nombre no provenía como muchos pensaban de Margarita, sino de María de la Amargura. Nunca perdonó a su abuela, que era la responsable de haber escogido para ella este nombre tan poco apropiado para una niña. De pequeña la llamaron Margarita pero desde que se casó con don Nicomedes, ya todos la llamaron ya Doña Margara.

-Dicen que con la república llegará el amor libre... ¡qué poca vergüenza! Además dicen que han matado a varios curas y que han asaltado los conventos.... ¡No sé a dónde vamos a llegar!

-Mi marido ha sabido la noticia esta misma mañana. Ha recibido un informe de la dirección del partido. No podíamos creerlo. Parece ser que las cosas por ahí no están como en Recondo. Dicen que había mucho descontento, sobre todo en las capitales. En casi todos los pueblos hemos ganado los monárquicos, pero los republicanos han obtenido mayoría en las ciudades. Aunque había igualdad en los resultados globales, en la capital han proclamado la república y han tomado el poder. El Rey se ha tenido que marchar de España.

-¿Y qué va a pasar ahora?

-Enrique dice que no hay que preocuparse... aquí todos nos respetan y harán lo que nosotros digamos... aquí estamos tranquilos....

-Dios te oiga, Clotilde, Dios te oiga... porque a mí me dan mucho miedo todas estas cosas... Tengo que hablar con don Filomeno para que organice unas misas rogativas para pedir a Dios que todo vuelva a su cauce....

-Que no te preocupes, Margara, que aquí nunca pasa nada... Ya verás...

Clotilde era de su edad; para ser más preciso había nacido seis meses antes, pero desde que eran pequeñas habían sido amigas y compañeras de juegos y colegio. Ella también venía de una familia de alcurnia que siempre había formado parte de la mejor sociedad de Recondo. Desde que su marido llegó a la alcaldía le gustaba que se dirigiesen a ella como “señora alcaldesa”, y presumía de estar siempre muy bien informada de todo lo que pasaba en el pueblo. Margara, quizás porque era su amiga, no pensaba que fuese justa la fama de cotilla que tenía entre sus amistades.

- Por cierto, Margara, hace mucho tiempo que no veo a Sacra, ¿No le viene familia todavía?

-Ahora mismo se iba a casa con Petronilita, que me han acompañado a Misa... y no, no dice nada de embarazos... Aunque son ya dos años desde la boda, dice don Marcial, el médico, que todavía son jóvenes y que no se deben preocupar....

-¿Y cómo le va en el matrimonio?

- José es muy buen muchacho. Ya sabes que nosotros, al principio no estábamos muy de acuerdo con la boda, porque, como ya sabes, su familia... muy trabajadora, sí, pero no era de los nuestros... Pero la niña se encaprichó y ya se sabe... lo que te piden los hijos... Pero los veo muy contentos y él es muy simpático y muy servicial.... En el campo está, con mi hijo Nicolás... entre los dos se encargan de supervisar todo....

- Por cierto, Nicolás está guapísimo. Da gusto verle… a mí me parece que se parece más a ti que a Nicomedes... Se ha convertido ya en un bueno mozo… He oído por ahí que le gusta Adelita, la hija de los Herrero. Harían una pareja estupenda…

- Pues, hija, no sé qué decirte… él es muy callado, y no habla de estas cosas en casa… a mí también me parecería bien que hablase con Adelita… pero ya sabes cómo son los chicos de ahora… No se les puede decir nada…

- Y la pequeña, ¿cuántos años tiene ya?

-Veintitrés acaba de cumplir... Pero no dice nada de pretendientes.... ni falta que hace, porque como dice Nicomedes ¿dónde va a estar mejor que en su casa y con sus padres...?

Cada una conocía casi todos los secretos de la otra y muchas tardes se reunían junto al mirador de Clotilde para recordar los buenos tiempos y reírse de sus aventuras juveniles y de las mañas que tuvieron que idear para conquistar a sus maridos. Pero eso era por las tardes, y ahora había que volver a casa para preparar la comida.

 

3.- En la Capital, unos treinta tres años antes…

Cuando él salió, cerró la puerta y se quedó con la mano en el pomo, con la vista fija en la mirilla, pero sin atreverse a mirar. Oyó cómo sus pasos se perdían escalera abajo y un poco después el ruido de la puerta de la calle que se cerraba. Luego, nada. Todo quedó en silencio y ella buscó una silla donde sentarse, sin atreverse siquiera a pensar en nada. Estuvo así un largo rato; debían ser las cinco o las seis de la tarde y ella estaba aún con el camisón sin nada más debajo. Tuvo ánimos para acercarse a la palangana, puso un poco de agua del jarro que estaba debajo, y fijó sus ojos en los ojos de aquella mujer que la miraba desde el espejo. Tenía las ojeras marcadas que apenas disimulaban el colorete de sus mejillas y el carmín medio desdibujado de sus labios. Se humedeció la cara con sus manos mojadas y el frescor del agua la hizo volver a la realidad. Tenía calor y se notaba en su piel. Se quitó el camisón y lo tiró sobre la cama; su cuerpo demasiado joven adquirió una luminosidad desacostumbrada. A ella misma le pareció atractivo a pesar de la ya incipiente prominencia de su vientre. Con las manos aún mojadas, se acarició los senos, los brazos y se detuvo en la tripa; le pareció, por primera vez, que algo se estaba moviendo dentro. Estaba muy delgada, y a pesar del poco tiempo, los signos del embarazo eran ya evidentes.

A finales de mayo en Madrid suele hacer calor. Aunque la casa era de construcción moderna, había estado cerrada durante mucho tiempo, con las contraventanas entornadas, y sin ventilación. Hacía sólo dos semanas que había llegado acompañada de sus padres, para hacerse cargo de la casa. Estaba amueblada. Los muebles eran sencillos, pero a ella le parecieron todo un lujo, comparándolos con los que tenían en la casa del pueblo. En una maleta y un hatillo habían traído dos juegos de sábanas y una colcha, una manta de franela, sus dos vestidos de diario y el de los días de fiesta, una bata vieja que le había regalado una vecina, dos o tres mudas de ropa interior, dos jerséis y unos visillos que colocaron en las ventanas de la salita y en la alcoba. Todo lo demás ya estaba allí. El amo se había encargado de prepararlo todo. La verdad es que no faltaba de nada. Los cubiertos, una pequeña vajilla de loza blanca, con tres platos hondos, tres llanos y otros pequeños que le dijo que eran de postre, dos pucheros de barro, unos cazos de zinc, una lechera, dos sartenes y media docena de vasos de cristal con unos pequeños adornos dorados en los bordes. Todo ello colocado en un armario blanco con las puertas verdes que estaba junto al fogón de la cocina.

Tanto a ella como a su madre le llamó la atención la cocina, que decían económica, de hierro, debajo de la que había un recipiente para almacenar la leña. Había una mesa de madera, también pintada de blanco, y dos sillas con el asiento de anea. En un basar encima de la cocina, varios tarros en los que se podía leer: “Sal”, “Azúcar”, “Harina” y “Garbanzos”.

Pero, sin duda, fue la pila del fregadero lo que más llamó su atención. ¡Tenía encima un grifo del que salía el agua con solo abrirlo! No obstante, también había a su lado una pequeña tinajita para acumular agua, porque el suministro no era constante y había veces que faltaba durante algunos días.

Y el lujo de los lujos: el retrete. Un pequeñísimo cuarto con una plancha de cemento en el suelo, con las huellas de dos pies en realce y un agujero en medio, sobre el que llegaba una cañería de plomo, con la terminación aplastada, para que el agua saliese con más fuerza.

Todos estos lujos sobrepasaban con creces sus mayores aspiraciones y contrastaban con las condiciones en las que había vivido en el pueblo.

En un aparte, su madre antes de marcharse dos días antes, le había dicho, sin que lo oyese su padre:

- Hija, sabe Dios, que al principio me diste un gran disgusto, pero, a lo mejor, esto puede ser la suerte de tu vida… ¡Quien sabe! A lo mejor el Amo termina casándose contigo… ¡Tienes que ser lista, hija mía!

La casa estaba en un edificio de tres plantas y piso bajo, en el número diez de la calle Leganitos de la capital. Se había construido unos años antes, cuando se derribaron las tapias de la Montaña del Príncipe Pío y parte de las de los Paúles con lo que se enlazaron las calles de Leganitos y Duque de Osuna con la calle de la Princesa. Era uno de los edificios que se estaban construyendo en los aledaños de lo que iba a ser la Gran Vía de Madrid, que se estaba proyectando siguiendo las nuevas tendencias de las grandes capitales europeas.

Para la fachada se había utilizado el ladrillo visto, con adornos de cerámica vidriada sobre las ventanas y los balcones y la rejería eran de fundición en hierro galvanizado. Las puertas y ventanas de madera noble y gruesas contraventanas con un nuevo sistema de cortinillas de madera, para regular la entrada de la luz.

Tenía acceso al nuevo alcantarillado recién construido en la zona y el suministro de agua disponía de una red de cañerías de plomo que ofrecían las mayores garantías de salubridad y durabilidad. Además había sido una gran oportunidad porque los padres del Amo lo habían comprado directamente al constructor que era un conocido de la familia. El precio, al contado, fueron diecisiete mil reales, y siempre estuvieron seguros que era una buena inversión.

La puerta de la calle daba acceso a un amplio portal del que partían tres escaleras. La escalera principal estaba en el centro, era amplia con grandes peldaños de madera y una barandilla de hierro de fundición, pintada de negro, con una bola dorada en el primer barrote, que era más grueso que el resto. Esta escalera daba acceso a las viviendas principales que tenían vistas a la calle, y era conocida por todos como la escalera de los ricos. A derecha e izquierda partían otras dos escaleras que accedían a las viviendas interiores, dos por planta, que eran totalmente interiores, con vistas a un amplio patio de luces. Eran las escaleras de los pobres y también daban acceso a las puertas de servicio de los pisos principales.

El patio tenía unos veinticinco metros de largo por catorce de ancho. El suelo era de grandes baldosas de granito prensado, que tenía un leve desnivel desde el perímetro al centro, donde había un gran sumidero con tapa de hierro fundido para evacuar las aguas pluviales. No tenía ningún otro adorno, como no fueran algunos trastos viejos que lo vecinos iban abandonando a su alrededor, hasta que los retiraban los traperos que pasaban por allí de vez en cuando. No había ninguna maceta que pudiera hacer recordar la naturaleza que poco a poco se iba desterrando del centro de la ciudad.

El piso de Consuelo, que estaba en la primera planta de la escalera principal, puerta dos; tenía una salita de estar, un dormitorio principal bastante amplio y dos más pequeños, una cocina, una terracita que se podía usar de tendedero, el retrete y un pequeño recibidor. Los pisos eran de baldosas blancas y rojas colocadas en ajedrez, los techos altos con bovedillas y vigas de madera pintadas en verde oscuro, dos balcones, en la salita y el dormitorio, que daban a la fachada de la calle y las demás habitaciones interiores, con ventanas al patio vecinal.

Se vistió despacio. No esperaba ya la visita de nadie y se puso lo que tenía a mano, sin preocuparse demasiado del aspecto que podría tener. Mulló el colchón de lana y estiró la colcha y las sábanas de la cama que estaba revuelta después de la siesta. Recogió los dos platos, los cubiertos y los vasos y los puso en el fregadero, abrió el grifo pero no salió agua y pensó que era mejor dejarlos para después.

Había sido su primer día con el Amo en Madrid, y era el primer día en el que habían podido refocilarse en la cama sin sobresaltos. Las tres veces anteriores habían sido otra cosa. Hoy, cuando él llegó a eso de las once y media de la mañana, le traía una cajita de polvos de colorete, un pintalabios y un camisón de hilo, dijo que se pintase y se pusiese el camisón, la llevó directamente al dormitorio y la poseyó sin contemplaciones y sin miramientos a su estado. Después de comer, en la siesta, todo fue bastante más pausado y ella llegó a sentir algo que podría llamarse satisfacción. Después él se tuvo que marchar a Recondo, porque nadie sabía que había venido a verla a Madrid.

Ya más calmada, cuando el sol empezaba a esconderse entre los visillos, entreabrió una de las contraventanas del balcón de la salita y se sentó enfrente, en una silla junto a la mesa camilla. Estaba sola y empezó a llorar.

En el mismo rellano, en la puerta número uno, vivía el señor Cosme y la señora Enriqueta, un matrimonio mayor, a quien le dieron el piso a cambio del cincuenta por ciento del solar del edificio que era de su propiedad. Vivían solos, porque los hijos eran ya mayores y se habían ido a vivir al ensanche.

En el número uno de la segunda plata, vivía don Emilio, un señor de unos cincuenta años que estaba soltero, a quien cuidaban el señor Braulio y la señora Susana, su esposa, a los que había cedido una habitación a cambio de sus servicios de limpieza y la comida. Después se enteró que era sastre especializado en trajes de torero y que los vecinos le apodaban “Figurines”.

Y en la número dos de esta planta, vivía Julita, que era la mantenida de don Bernardo, un industrial cerero que tenía un comercio junto a la Colegiata de San Isidro, en la calle de Toledo. Venía a verla los martes y los jueves, pero nunca se quedaba a dormir toda la noche. Ella también solía recibir algunas visitas masculinas el resto de los días, pero siempre con mucha discreción y no se le conocía ningún escándalo.

En la tercera planta de esta misma escalera, había dos viviendas que se habían reservado los constructores del edificio y que dedicaban al alquiler, por lo que por allí pasaban distintos inquilinos, que iban variando periódicamente.

En el bajo había un taller de zapatería de viejo, que regentaba el señor Justino, viudo y con cinco hijos, todos varones, que trabajaban con él en el taller. No paraba de entrar gente a traer o llevarse el calzado. El mayor de los hijos, Silverio, debía tener unos veinticinco años, moreno, apuesto y además muy simpático, siempre con una sonrisa en la boca y un requiebro en los labios. Sin duda era un inmejorable reclamo para la clientela femenina. No tenía acceso desde la calle, y los clientes tenían que acceder desde el portal.

En el otro local de la planta baja del edificio, que sí tenía puerta a la calle, había una bodega, que también era taberna, en la que se despachaba vino a granel. El vino llegaba desde la Mancha y desde Arganda, Recondo y Navalcalnero. También se vendía un buen vermú; sifón y agua de gaseosa en envases retornables. Este negocio daba un ambiente bullicioso a esa parte de la calle, aunque a veces los vecinos se quejaban del ruido que en ocasiones se prolongaba más de lo deseado. El señor Severiano que regentaba el local y al que ayudaba la señora Remedios, su esposa, no se había devanado demasiado los sesos para buscar un nombre a su establecimiento y sobre la puerta había encargado un cartel en el que sólo se leía “Bodega”. Hasta aquí llegaba cada semana el tío Francisco “Bigotes” para traer el vino de las bodegas de Recondo, después de hacer el reparto en otras bodegas de la zona y en el Mercado de la Cebada.

Cuando Consuelo llegó con sus padres para organizar la casa, se había traído legumbres, aceite, huevos, harina, algunas frutas, pasta de la que hacía su madre, algunas conservas de tomate en botellas de vino, patatas y un poco de la matanza: unas morcillas, algo de tocino, unos chorizos y un buen trozo de paletilla. Tenía que estar bien provista por si el Amo venía a visitarla. Además ayer, cuando él vino, dejó en un sobrecito los ciento ochenta reales correspondientes al mes, según había convenido, a razón de seis reales diarios, que era el sueldo de los mozos de la casa, y un poco más de lo que ganaba cuando era la criada en la casa de los padres del amo.

Tenía que salir a comprar el pan, la leche y un poco de carne, porque hoy iba a poner un cocido para comer, y así la sopa le podría valer para la cena, incluso le quedaría también para comer mañana. Cogió tres reales del sobre que había guardado en lo que ella decía su caja fuerte que no era otra cosa que una lata cuadrada de conserva de carne de membrillo, donde también había guardado su cédula y el documento que le había firmado el Amo, autorizándola a vivir en la casa. No tenía muy claro cuáles serían los precios en la capital, pero estaba segura que con los tres reales tendría suficiente.

Cogió el capacho. Se echó la toquilla por los hombros, porque la mañana era fresquita; se santiguó, cerró la llave de la puerta, bajo los dos tramos de escalera y salió a la calle. Lo de santiguarse era una costumbre que tenía arraigada del pueblo, donde las mujeres tenían la costumbre de hacerlo cuando salían de las casas, y estaba mal visto si alguna no lo hacía.

Todo le era extraño. No conocía a nadie ni nadie parecía fijarse en ella. En varias ocasiones estuvo a punto de saludar a dos señoras que se cruzaron con ella, como también estaba acostumbrada en el pueblo, pero allí nadie saludaba a nadie. Se dirigió hacia la Plaza de San Marcial; unas puertas más abajo había una tienda de ultramarinos, pero no pasó; quería explorar la zona. Cuando llegó a la plaza, cambió de acera y subió hacia la Plaza de Santo Domingo.

Una mercería en el número 21 que se anunciaba como la “Pettite Parisienne”, tenía tres blusas para señora en el escaparate junto con varias muestras de bordados, “entredoses” y botones cosidos en unos cartones de color negro. Se paró un momento, pero siguió su paseo. Enfrente una frutería y a cincuenta metros la “Panadería Vienesa”. Entró. No era como las panaderías de Recondo, donde sólo había pan candeal. Allí había “vienas”, barras, panecillos, bizcochos y el olor inconfundible del pan recién salido del horno.

- Buenos, días. Una barra de pan… pequeña.

- Buenos días… señora, ¿La quiere más o menos cocida?

La dependienta dudó en llamarla señora o señorita. Por su cara hubiera dicho señorita, pero se fijó en su vientre algo abultado, y ya no dudó en saludarle con una amplia sonrisa.

- Bien cocida, por favor.

- ¿Es nueva, por aquí, no?

- Si, ayer mismo llegué a Madrid. Vivo ahí abajo, en el número diez. ¿Qué le debo?

- Son cinco céntimos. Bienvenida, y espero verla a menudo por aquí.

Al salir le llamó la atención un calendario con la imagen del Sagrado Corazón de Jesús, igual que uno que había en su casa, con el año 1898 sobre la orla de la corona, y estaban tachados todos los números del mes de mayo hasta el día veinticinco.

Dos puertas más arriba, la “Lechería”, donde pidió un cuartillo de leche, que le pusieron en la lechera de zinc que sacó del capacho. Su madre había dicho que en su estado era necesario que todos los días tomase un vaso de leche, porque ahora tenía que tomar calcio para que el niño saliese fuerte y sano. Pagó los diez céntimos y se fijó como el lechero no apartaba los ojos de su tripa, aunque bien pudieron ser figuraciones suyas y no dijo nada.

Ya llegando a la Plaza de Santo Domingo, entró en “Carnecería Tomás” que ofrecía lustrosas piezas de carne colgadas en los ganchos que había encima del mostrador. El que debía ser el señor Tomás saludó con la vista cuando la vio entrar, aunque siguió atendiendo a las dos señoras que ya estaban en la tienda. Cuando terminó con ellas, y luciendo su mejor sonrisa, se dirigió a ella.

- ¿Qué le puedo poner a esta jovencita, tan guapa, a la que no conozco?

- Sólo quiero mitad de cuarto de carne de vaca… de morcillo, si puede ser…

- Por supuesto que puede ser. Las señoras tan jóvenes y tan guapas, aquí en Casa Tomás, pueden pedir lo que quieran y si no lo hay, lo fabricamos, faltaría más.

Pagó los treinta y cinco céntimos que le pidió el carnicero y salió un poco azorada sin atreverse a mirar hacia atrás, donde el señor Tomás se recolocaba el lápiz en la oreja izquierda y hacía un guiño malicioso al ayudante que estaba despiezando un costillar de cordero, mientras hacía signos del abultamiento de la tripa de la muchacha, y musitaba algo así como “que era demasiado joven para estar preñada”, aunque esto ella no lo llegó a oír.

Al volver a casa, se encontró a la señora Susana, la que cuidaba al sastre, a la que había conocidos unos días antes, cuando llegó con sus padres.

- Hola, hija mía, ¿Cómo te arreglas en la nueva casa?

- Muy bien, señora Susana, me estoy acostumbrando a todo esto, que es nuevo para mí.

- Ayer me crucé en la escalera con tu marido. Es un muchacho muy apuesto, aunque me pareció algo retraído.

- Sí, es un poco vergonzoso, pero cuando se le conoce, es muy diferente.

- ¿Pero se marchó muy pronto, verdad?

- Sí tuvo que marcharse ayer mismo, por razones de trabajo…

- Pues nada hija, que me alegro que te estés adaptando a la nueva vida… Y ya sabes, si necesitas algo de nosotros, no tienes más que pedirlo.

- Muchas gracias señora Susana, lo mismo le digo…

- Adiós Consuelito. Que tengas un buen día.

Abrió la puerta de la casa, la volvió a cerrar cuando entró y fue a dejar las compras en la cocina. Su madre se lo había repetido cientos de veces: “Consuelo, cierra la puerta cuando entres, que en Madrid nadie sabe lo que puede pasar”.

Aunque todos la llamaban Consuelo o Consuelito, en realidad se llamaba María del Consuelo Buitrago Martínez, aunque sólo su padre la llamaba así. Había nacido en Recondo el quince de febrero de 1877, por lo que hacía tres meses que había cumplido los veintiuno, aunque realmente aparentaba algunos menos.

La noche anterior había puesto en agua un puñado de garbanzos, con un poco de bicarbonato, que pronto se dio cuenta que no era necesario, porque el agua de la capital era mucho mejor que el del pueblo y no era necesario echar bicarbonato. Encendió unos trozos de papel de un periódico atrasado, puso unas tablitas encima y colocó unos troncos de madera en el hogar de la cocina, llenó de agua un puchero de barro y lo puso sobre las llamas. Iba a prepararse un buen cocido con toda la parsimonia del mundo, porque hoy tampoco tenía nada más que hacer.

Ya a la caída de la tarde le dio por llorar. Se había puesto el sol por detrás de los árboles de la plaza de San Marcial y se atrevió a abrir las puertas del balcón de la salita y con las luces apagadas se acodó en la barandilla con la vista perdida en el horizonte que aún teñía de escarlata las nubes que parecían huir del bullicio de la gran ciudad. En el pueblo también le gustaba mirar las estrellas asomada a la ventana de su habitación, pero allí había silencio y aquí mucho más bullicio, sobre todo en estas noches de principio del verano, cuando se empezaban a formar las tertulias en las puertas de las casas, que se prolongaban hasta las tantas. Muchas noches ésta iba a ser su compañía, aunque tardaría muchos años en incorporarse ella también a la reunión con los vecinos.

Sólo tenía veintiún años, antes no había salido del pueblo y siempre se había sentido acompañada y segura con sus padres y con su hermana. Aquí sola, tenía miedo y tenía horror a meterse en la cama y dar vueltas y más vueltas sin lograr conciliar el sueño. Además, por las noches siempre tenía mal cuerpo y algunas veces tenía que levantarse porque en la duermevela tenía sueños espantosos en los que un monstruo que se parecía al Amo, quería sacarle el niño de su vientre. Luego se calmaba y dormía tranquila hasta el día siguiente.

Notó que sentir el frescor de la anochecida en su cara le hacía bien y así estuvo hasta que el relente de la noche aconsejaba cerrar la ventana y prepararse el plato de sopa que le había quedado de la comida.