Manuel Úbeda

 

 

Rukeli, el boxeador gitano
que desafió al Tercer Reich

 

 

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Primera edición: febrero de 2017

 

© Grupo Editorial Áltera

© Manuel Úbeda

 

ISBN: 978-84-17029-06-7

ISBN Digital: 978-84-17029-07-4

 

Difundia Ediciones

Monte Esquinza, 37

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IMPRESO EN ESPAÑA — UNIÓN EUROPEA

Prólogo

Tras la Edad Media, los gitanos llegaron a Europa desde el norte de la India, atravesando todo el Asia Menor. Durante mucho tiempo la “cacería de gitanos’’ por diferentes estados europeos no fue considerado delito, pues se pensaba que constituían una singular mezcla de judíos y vagabundos. A principios del siglo XX, existían en Alemania alrededor de treinta mil Zigeuners (gitanos, en alemán), que llegaron a ser declarados como una seria amenaza para el país. La mayor parte de ellos vivía en pequeñas caravanas que se desplazaban por todo el territorio, trabajando principalmente en la venta ambulante —fundamentalmente, en mercadillos, vendiendo frutas y hortalizas—, realizando actuaciones callejeras —en números de equilibrio, recitando poesías, etcétera— y en ferias —en espectáculos de trapecistas o amestrando osos al son de violines, acordeones y címbalos.

 

Testigos de la catástrofe de la Primera Guerra Mundial, los veteranos de guerra que integraban el Nationalsozialistische Deutsche Arbeiterpartei (NSDAP), esto es, el Partido Nacionalsocialista Alemán de los Trabajadores —conocido popularmente como Partido Nazi, y del que desde sus inicios formaba parte Adolf Hitler como responsable de propaganda— buscaban de alguna manera una revancha a su amarga derrota. Su principal meta era constituir una sociedad que denominaban de “raza pura”, proclamando que únicamente los ciudadanos de sangre alemana —o, en su defecto, emparentada con ella— podían disfrutar de todos los derechos cívicos.

Tras el fracasado intento de derribo del gobierno de Baviera la madrugada del 8 al 9 de noviembre de 1923, durante una reunión en la Bürgerbräukeller —una conocida cervecería a las afueras de Múnich—, Hitler es condenado a cinco años de reclusión en la cárcel-fortaleza de Landsberg —localidad situada a unos cincuenta kilómetros de Múnich—, tiempo durante el cual escribe su libro Mein Kampf (Mi Lucha), una obra autobiográfica en la que expresa sin tapujos sus ideas racistas. En diciembre de 1924, nueve meses después de su ingreso en prisión, es puesto en libertad por buena conducta. A partir de ese momento, irá obteniendo un continuo y acérrimo apoyo popular mediante la exaltación del pangermanismo (doctrina que proclama la unión y predominio de los pueblos de origen germánico), el antisemitismo (tendencia al odio a la raza hebrea) y el anticomunismo.

En noviembre de 1925 se crea en Múnich la SS, o las SS, siglas que corresponden a las palabras alemanas Schutz (protección) y Staffel (escuadra), como guardia privada de Hitler. Con apenas 280 afiliados a principios de 1926, el número de miembros iría creciendo a una velocidad vertiginosa con el paso de los meses, llegando a tener doscientos cuarenta mil efectivos en 1939 y casi un millón doscientos cincuenta mil al final de la Segunda Guerra Mundial. Las SS serán las responsables, entre otras muchas funciones, de la administración y custodia de los Lagers, es decir, de los campos de concentración. Aunque la SS contó con cinco jefes durante sus años de actividad, sin duda el más relevante de todos ellos fue el SS-Reichsführer (Mariscal general de campo o Comandante supremo de las SS) Heinrich Himmler, que ocupó el cargo desde enero de 1929 hasta abril de 1945.

El 16 de julio de 1926, el estado de Baviera promulga una ley en contra de gitanos, trashumantes e individuos “sin hábitos de trabajo”, y que, entre otras cosas, incluía lo siguiente:

 

Artículo 1.

Los gitanos y demás que vagabundeen como gitanos, los llamados trashumantes, podrán solo circular con sus carros y caravanas si han obtenido permiso para ello de las autoridades policiales correspondientes. Esta autorización se concederá como máximo por el plazo de un año, y podrá ser cancelada en cualquier momento. […]

 

Artículo 2.

Los gitanos y trashumantes no podrán circular con niños en edad escolar. Se podrán hacer excepciones por parte de la autoridad policial si se considera que se han tomado las medidas necesarias para la buena educación del niño. […]

 

Artículo 9.

Los gitanos y personas trashumantes de más de 16 años que no puedan demostrar una ocupación duradera podrán ser enviados, por la autoridad policial competente, a correccionales por periodos de hasta dos años, para preservar el orden general.

 

Tras dos elecciones al Parlamento en las que no obtiene buenos resultados, el 6 de noviembre de 1932 el Partido Nazi gana las octavas elecciones parlamentarias de la República de Weimar, y el 30 de enero de 1933 es cuando Adolf Hitler —que unos meses antes había obtenido la ciudadanía alemana, pues su origen era austríaco— es proclamado canciller de Alemania —nombrado por el presidente Paul von Hindenburg tras un pacto de coalición con Franz von Papen—, dando así por finalizada la República de Weimar, periodo iniciado en 1919, tras el fin de la Primera Guerra Mundial. De inmediato, los judíos alemanes se percatan de la política antijudía de los nazis, que consideraban a los judíos los acaparadores de las riquezas del país y de ser los principales culpables de los problemas por los que estaba atravesando la nación, como la pobreza y el desempleo; e incluso por ser los responsables de la dolorosa derrota en la Primera Guerra Mundial.

El 26 de abril de 1933 es creada por decreto la Gestapo, siglas de Geheime Staats Polizei (Policía Secreta del Estado). Subordinada a la SS, contaba con dos ramas principales: la Ordnungspolizei (policía de orden), encargada de realizar las misiones “tradicionales”, y que englobaba otras fuerzas de protección, como bomberos, guardacostas y vigilantes nocturnos; y la Sicherheitspolizei (policía de seguridad), cuya misión era buscar y destruir movimientos que resultaran peligrosos para el Estado o el Partido Nazi.

El 14 de julio de 1933, el NSDAP es el único partido autorizado en Alemania, y, sin oposición, aprueba leyes tales como las que permiten la esterilización forzada de gitanos, minusválidos y alemanes “de color’’.

Durante 1933 comienzan a funcionar los Arbeitslager (campos de trabajo), como un sistema de represión dirigido contra los oponentes políticos del sistema nazi. A partir de 1935 también se utilizarán como centros de reclusión en los que las “razas inferiores” trabajarán para el país como mano de obra “gratuita”, dedicada, sobre todo, a la fabricación de armamento y uniformes militares.

El 1 de agosto de 1934, Hitler se proclama a sí mismo Führer (Guía del Pueblo Alemán) del Tercer Reich (Imperio) —el primero se fundó en el siglo X; y el segundo, en el siglo XIX—, y es ratificado mediante referéndum el 19 de agosto, obteniendo el 90% de apoyo de los electores.

El 15 de septiembre de 1935 se dan a conocer las conocidas como Leyes de Nurenberg, las cuales expresaban el sentimiento antisemita hacia los judíos, y que comenzaba a incrementarse en el país; si bien, también extendía sus ramas hacia otros estratos de la sociedad. Como consecuencia de estas y otras leyes —en la década de 1930 se establecieron más de cuatrocientas en contra de los judíos—, el 26 de noviembre de 1935 se decreta que los gitanos no pueden contraer matrimonio con personas de “sangre alemana”.

Con el pretexto de la Olimpiada de Berlín de 1936, en mayo de ese mismo año, la llamada “policía por el mantenimiento del orden” comenzó a detener a miles de gitanos y transportar a todas las familias, con sus carros, caballos y otras pertenencias, al llamado campamento Marzahn —un barrio periférico de Berlín—, precursor de los Zigeunerlager —o campos para gitanos—, para que permanecieran lejos de los visitantes a los Juegos. Se trataba de un campo de aguas residuales asentado entre un basurero y un cementerio, y rodeado de alambradas de púas. Las epidemias de diversas enfermedades, como la difteria y la tuberculosis, estaban a la orden del día. Pocos años después, los gitanos que sobrevivieron a la inanición y a las enfermedades en este asentamiento fueron deportados al campo de exterminio de Auschwitz (Polonia).

En mayo de 1938, Himmler ordena que la Zigeunerzentrale (Oficina Central para Asuntos Gitanos) se traslade de Múnich a Berlín para unirse al Reichskriminalpolizeiamt (Departamento del Reich de Policía Criminal) y se renombre como Reichszentrale zur Bekämpfung des Zigeunerunwesens (Oficina Central del Reich para la Lucha Gitana). Su principal tarea consistía en recoger la información sobre los gitanos en Alemania y actuar contra ellos con las medidas que fuesen necesarias: los gitanos eran considerados los responsables de los actos delictivos que se cometían. En este traslado a Berlín, se disponían de unas fichas con información de 18.138 gitanos (“puros” y “mixtos” sedentarios), 10.788 gitanos nómadas y 4.598 personas que se “comportaban” como gitanos.

El 29 de junio de 1939, más de cuatrocientas mujeres de raza gitana procedentes de Austria son deportadas al recién creado campo de Ravensbrück —a unos ochenta kilómetros al norte de Berlín—, cuando algunos campos de trabajo comienzan a denominarse campos de concentración; y el 20 de noviembre, Himmler ordena que todas las “adivinas” gitanas sean encarceladas.

El 1 de septiembre de 1939, Alemania inicia la invasión de Polonia —primer paso bélico en su pretensión de formar un gran imperio en Europa— con su potente Wehrmacht (conjunto de fuerzas armadas de tierra, mar y aire, renombrada oficialmente el 16 de marzo de 1935 a partir de la Reichswehr), produciéndose de inmediato la declaración de guerra por parte de Francia y la mayoría de los países del Imperio Británico y la Commonwealth.

A partir de abril de 1940, las oficinas de la Kripo —término utilizado para la Kriminalpolizei, o Policía Criminal, encargada en sus orígenes de investigar los delitos comunes, y dirigida desde 1939 por el SS-Gruppenführer (General de división) Arthur Nebe— comienzan a reordenar a los gitanos alemanes hacia nuevos reasentamientos.

Desde el 22 de marzo de 1941, los niños gitanos y “de color” no pueden acudir a escuelas alemanas.

El 29 de julio de 1941, el SS-Gruppenführer y jefe de la Gestapo Reinhard Heydrich —ascendido ese mismo año a SS-Obergruppenführer (Teniente general)—, y al que sus propios hombres llamaban la “bestia rubia”, recibe una carta del Reichsmarschall (Mariscal del Aire) —así como Comandante supremo de la Luftwaffe (Fuerza aérea alemana) y lugarteniente de Hitler— Hermann Göring para comenzar a preparar la Endlösung der Judenfrage (solución final al problema judío), término acuñado por el SS-Obersturmbannführer (Teniente coronel) Adolf Eichmann. El 20 de enero de 1942, en Wansee, un suburbio de Berlín, Heydrich preside una conferencia con altos cargos nazis para coordinar la “solución final”. Conforme a ese plan, se comienza a reestructurar los campos de concentración existentes y a detener y deportar a los judíos de toda Europa con el fin de trasladarlos a los recién creados campos de exterminio de Auschwitz, Belzec, Chelmno, Majdanek, Sobibor y Treblinka (todos ellos en Polonia), Jasenovac (Croacia) y Maly Trostenets (Bielorrusia) y proceder a su eliminación. No solo judíos, sino que homosexuales, masones, comunistas, testigos de Jehová, minusválidos físicos y psíquicos, “asociales” y otros individuos que no se adaptaban a la comunidad, o que eran biológicamente inferiores, fueron rápidamente deportados para su rápido exterminio.

El 16 de diciembre de 1942, Himmler firma el llamado Decreto de Auschwitz, por el cual los gitanos —tanto puros como mixtos— se equiparan a los judíos y se ordena su deportación inmediata hacia los campos de exterminio.

Algunos datos de los historiadores señalan que en los llamados campos de la muerte, los deportados que no eran conducidos directamente a la cámara de gas, fusilados, ahorcados o morían por inanición al poco tiempo o debido a los atroces experimentos médicos, llegaban con una media de 73 kilogramos de peso, y al cabo de once meses su promedio era de 31 kilogramos. Por la cifra de muertos, fue la comunidad judía la que más sufrió la barbarie nazi (probablemente, unos seis millones de fallecidos), y se estima que entre trescientos mil y quinientos mil gitanos de toda Europa hallaron la muerte, incluidos los eliminados por los Einsatzgruppen —escuadrones de ejecución itinerantes especiales formados por miembros de las SS, la Kripo y la Gestapo.

 

En su libro, Hitler hace especial hincapié en un deporte que ensalzaba los valores “arios”: el boxeo, que, en su momento, llegó a ser el deporte rey en Alemania, por encima incluso del fútbol. De hecho, era una de las actividades más importantes que se ejercitaba en la Junkerschule (escuela de élite para el entrenamiento de oficiales de alto rango de las SS) de Bad Tölz —localidad situada a pocos kilómetros de Múnich—. Algunos púgiles alemanes eran considerados héroes nacionales, como fue el caso del campeón del mundo del peso pesado Max Schmeling, quien, a pesar de servir como paracaidista en la Segunda Guerra Mundial —llegando a combatir en la Batalla de Creta, donde se rompió los tobillos durante un salto, lo que le acarreó graves problemas para continuar con la práctica del boxeo— y ser fotografiado junto a Hitler en una comida, nunca quiso afiliarse al Partido Nazi; de hecho, tras la Reichspogromnacht o Reichskristallnacht (la Noche de los Cristales, o la Noche de los Cristales Rotos), logró sacar del país a su entrenador y a la mujer de este, que eran judíos —se especula con el hecho de que, probablemente, también salvó la vida de dos niños judíos en 1938.

Muchas carreras deportivas de élite se vieron truncadas —algunas de ellas, de manera trágica— durante el Holocausto —término utilizado por los historiadores judíos: el genocidio gitano es conocido como “Porrajmos”, palabra proveniente del romaní— por motivos raciales, como fueron los casos del jugador internacional de fútbol alemán Julius Hirsch —que murió, probablemente, en la cámara de gas de Auschwitz nada más llegar al campo—, del esgrimista húngaro Oszkár Gerde —que murió en el campo de concentración de Mauthausen (Austria)—, las gimnastas holandesas Helena Nordheim, Anna Polak, Estella Agsterribe y Judikeje Simons —que murieron en la cámara de gas de Sobibor— o del nadador y esgrimista austríaco Otto Herschmann —que murió en el gueto de Izbica (Polonia)—. Su delito era ser judíos.

No solo había deportistas de élite de origen judío; también había gitanos, como fue el caso de Johann Wilhelm Gipsy Trollmann, conocido como el boxeador gitano que desafió al Tercer Reich. A pesar de su raza y de la oposición de los nazis para que continuara su carrera profesional, Rukeli —apodado así por su familia— era admirado por las mujeres alemanas que acudían a sus combates; no solo por su tez tan diferente —y atrayente para ellas— a la de los “arios”, sino por el espectáculo —nunca visto hasta entonces en un combate de boxeo— que regalaba a los asistentes desde que realizaba su salida del vestuario. Desafortunadamente, le tocó vivir la peor época conocida para los gitanos en Alemania, y, por extensión, en Europa. Sufrió en sus propias carnes —al igual que algunos miembros de su familia— las terribles atrocidades de los nazis. Recientemente, ha sido homenajeado por sus familiares, y reconocido por políticos y miembros de la Federación Alemana de Boxeo.

Esta es su conmovedora historia…

 

Capítulo I
15 de marzo de 1916

El niño gitano abarcaba con su tierna mirada toda la superficie del extenso gimnasio. Embelesado por los exigentes ejercicios que los boxeadores desarrollaban en aquel momento, deseaba con toda su alma ser uno de ellos algún día, en el futuro. Desde que tenía uso de razón, recordaba que siempre le había encantado el deporte, cualquier tipo de deporte, pero, entre todas las disciplinas, la que más le gustaba era el boxeo. El hermano mayor de uno de sus mejores amigos solía entrenar en el gimnasio casi todos los días de la semana y, desde el momento en que se enteró, no solía perderse sus entrenamientos. El amigo le había comentado en una ocasión que boxear no consistía simplemente en que dos energúmenos se pegaran sin más encima de una tarima a la vista de un público que había pagado con gusto para ver semejante espectáculo y que jaleaba con ganas a los contendientes para que se golpearan con dureza, sino que, por el contrario, había que aprender muchas técnicas defensivas y de ataque para enfrentarse en igualdad de condiciones frente a un oponente de peso parecido. Maravillado por el ambiente y el característico olor a linimento que le rodeaba, el muchacho disfrutaba viendo cómo los púgiles más avezados, junto con los jóvenes aspirantes, o prospectos, según rezaba el argot, desarrollaban la musculatura y mejoraban su condición física saltando a la cuerda o realizando sucesivas e interminables series de flexiones sobre el pavimento. Otros se dedicaban a perfeccionar golpes o a esquivarlos ante inexistentes rivales frente a un espejo, lo que en la jerga boxística se denominaba “hacer sombra”. No le quitaba ojo a dos de los más experimentados deportistas que sacudían sin descanso un par de sacos de golpeo instalados al fondo del local; pero lo que al chaval de ocho años le llamó más la atención era el magnífico cuadrilátero —el orgullo del club de boxeo Heros de Hannover— asentado en medio del gimnasio, y sobre el que un par de púgiles armados con unos lustrosos guantes de boxeo de cuero negro, de seis onzas, unas camisetas blancas de tirantes y unos calzones vaporosos, ejercitaban un simulacro de combate a las órdenes de un entrenador que les iba marcando las acciones más convenientes que debían ejecutar en cada momento.

Wilhelm Trollmann tenía cogido a su hijo Johann de la mano. No había sido fácil para el patriarca de la familia Trollmann acompañar a su vástago hasta el gimnasio. Las últimas noches las había pasado discutiendo con su mujer, Friederike, sobre la conveniencia o no de llevar a su hijo a que aprendiera a tan temprana edad la práctica del bóxeo para labrarse una profesión de la que muy pocos podían vivir con cierta seguridad. Eran muchos los que, con toda la ilusión del mundo, comenzaban a practicar el noble arte, y pocos los que se abrían camino en este deporte. El sueño de llegar algún día a ser un gran estrella estaba únicamente reservado para los mejores. La noche anterior, tras una ágria discusión, Wilhelm pudo convencer a su mujer de que podía ser lo mejor para Johann. La razón más poderosa que argumentaba para tal decisión era la de darle a su hijo un futuro diferente al que estaba destinado desde su nacimiento en el seno de una familia gitana. De alguna manera, quería darle una oportunidad para cambiar el único estilo de vida que el chico había conocido, y sacarlo, si era posible, de uno de los barrios más marginales de Hannover en el que residían. Hacía tiempo que la familia habían dejado el nomadismo que habitualmente los gitanos de la época practicaban en Alemania; ahora solían ganarse la vida vendiendo ropada usada en mercadillos o tocando sus antiguos instrumentos de música en las plazas de la ciudad, donde los transeúntes les lanzaban unas contadas monedas que apenas les daba para la comida del día.

—Disculpe, señor.

El padre del muchacho, cuya deslucida indumentaria —compuesta esta por un pantalón deteriorado y una chaqueta casi completamente deshilachada— delataba la modestia de su condición, se había acercado a uno de los boxeadores que hacía sombras ante uno de los espejos dell gimnasio. A pesar de su aspecto, Wilhelm Trollmann no estaba exento de educación: antes de interrumpir el ejercicio del deportista se había destocado de su sombrero de tipo mascota.

—Quisiera hablar con Franz Müller.

El boxeador, fuerte como un roble, poseedor de una mandíbula sólida y sudando a mares por el descomunal esfuerzo que estaba realizando, parecía no haber escuchado la demanda de Trollmann; seguía ejercitándose con ganas sin atender a la demanda del visitante, como si la cosa no fuera con él. Por su parte, el niño no quitaba la vista de encima al púgil que, con rápidos y hábiles movimientos, lanzaba incesantemente la izquierda en una serie de mecanizados jabs, salpicados con contundentes directos y swings de derecha que golpeaban un punto concreto frente a él.

Sin que diera tiempo a que el visitante le volviera a realizar la misma pregunta —Trollmann estaba dispuesto a volver a realizarla en la creencia de que no había dado a su voz el volumen suficiente para ser escuchado entre tanto barullo—, el boxeador dejó por unos instantes el ejercicio para volverse hacia el solicitante y señalar con su prominente mentón el cuadrilátero del gimnasio.

Tras dar el gitano las gracias por la información con un leve movimiento afirmativo de cabeza, padre e hijo se dirigieron hacia el ring, sobre el que un par de jovenzuelos aprendía a fuerza de soportar los golpes del otro el duro oficio de boxeador.

—¡Vamos, Klausen… levanta esa derecha, por Dios!

Desde uno de los laterales del cuadrilátero, el entrenador movía de un lado a otro la cabeza sin parar, dando a entender con esos ostensibles ademanes que le disgustaba sobremanera que uno de sus pupilos no acatara convenientemente sus órdenes, y que todo el trabajo que estaba desarrollando en aquel gimnasio no estaba sirviendo para nada.

Al tal Klausen, aun siendo avisado del evidente error táctico y técnico que estaba cometiendo, no le dio tiempo de ejecutar la acción defensiva que, con buen criterio, su instructor le había indicado. Un contundente croché de izquierda lanzado por su oponente impactó con violencia sobre la misma punta de su pera, haciendo que se trastabillara hacia atrás y sintiendo la extraña sensación de que bajo sus pies se estaba produciendo una especie terremoto que le provocaba una inevitable caída. El entrenador, con las manos pegadas a la cara para que nadie se diera cuenta de su profunda decepción, dio por concluida la sesión de forma prematura.

—Está bien, muchachos, es suficiente por hoy. Ya podeís ir a la ducha —ordenó a ambos contendientes.

Los alumnos obedecieron sus instrucciones sin ninguna objeción, tomando de inmediato el camino del vestuario: uno de ellos visiblemente contrariado, y el otro con la moral por las nubes por la victoria que había obtenido. El vencedor iba confiado en la más que segura posibilidad de que el entrenador contaría con él para futuros retos, pero era consciente de que para ello aún le quedaba mucho por aprender.

Trollmann había seguido con aparente interés las estéticas acciones de los contrincantes sin interrumpir el entrenamiento. Una vez que hubo visto que los boxeadores se alejaban hacia la puerta de los vestuarios, se acercó decidido con su hijo hacia el entrenador, que aún continuaba realizando ligeros movimientos de cabeza en clara señal de profundo disgusto.

—Perdone, ¿es usted Franz Müller? —preguntó Wilhelm, asiendo entre sus manos el sombrero que en contadas ocasiones se quitaba de la cabeza.

El entrenador miró con desconfianza hacia Trollmann y el niño de piel morena y cabello negro rizado que lo acompañaba. El aspecto un tanto desaliñado del adulto y el típico dikló —o pañuelo con que las mujeres casadas gintanas cubrían su cabeza, y que su madre le había dado esa misma para causar una mejor impresión— anudado alrededor del cuello invitaban a pensar al instructor que aquel tipo iba a solicitarle dinero con el fin de dar de comer a su mujer y a su prole. A causa de los difíciles tiempos por los que estaba atravesando Alemania, era frecuente que padres de familia —gitanos, en su mayoría— acudieran al gimnasio, o a otros lugares concurridos, con este tipo de peticiones y acompañados por alguno de sus hijos famélicos para provocar la mayor misericordia posible.

Müller cogió del suelo un cubo medio lleno de agua y arrojó en él un enérgico salivazo.

—Oiga, si viene a pedir dinero…

Wilhelm Trollmann levantó su mano derecha, la que sostenía el sombrero, dando a entender con el gesto que no era necesario que el entrenador concluyera la frase. No había acudido al gimnasio a solicitar limosna. Su dignidad estaba por encima de todo, y si bien una ayuda extra nunca venía mal, lo último que le apetecía en esta vida era dar sensación de pena y necesidad. Aún era capaz de mantener, no sin esfuerzo, a sus ocho hijos, más el que su mujer Friederike traía de camino.

—No he venido por eso —dijo Trollmann, tranquilo, de manera solemne y seguro de sí mismo. Con un leve movimiento de cabeza dirigido hacia su hijo parecía indicar a Müller que el motivo de su visita no era él, sino su vástago—. He visto la labor que realizan ustedes aquí, en el gimnasio, y me preguntaba si aceptaría que el chico comenzara a trabajar. —Volvió de nuevo la cabeza hacia el entrenador—. Se llama Johann.

No era la primera que un padre acompañaba a su hijo al gimnasio para que Müller, uno de los más afamados entrenadores de boxeo de la época, dirigiera una deseada y prometedora carrera que pudiera sacar de la miseria a la familia.

Al entrenador le sorprendió la dicción clara y limpia del gitano. No era común que los de su etnia lo hicieran de aquella manera tan instruida. Miró de arriba abajo a Johann, un chaval escuchimizado y con algún signo de malnutrición. Su vasta experiencia le decía que no iba a poder hacer nada por aquel chiquillo. En lugar de responder a la solicitud, Müller se llevó la mano derecha al bolsillo del pantalón y sacó un par de monedas que tendió discretamente al padre.

—Tenga, cómprele un bocadillo al chico.

Trollmann soltó la mano de su hijo y se atusó el poblado bigote, típico de los varones de su linaje. Miró de soslayo la mano tendida de Müller y, negando con la cabeza, respondió al ofrecimiento.

—Ya le he dicho que hemos venido aquí para pedirle una oportunidad —repitió, rotundo—. Espero que pertenecer a la etnia gitana no suponga ningún obstáculo —dijo, serio y con orgullo.

Sorprendido por la reacción y las firmes palabras del hombre, Müller devolvió las monedas a su bolsillo. Aunque Trollmann lo desconocía, para el preparador, la procedencia de los chicos que entrenaba era lo de menos. Aunque en toda Europa se respiraba un manifiesto rechazo hacia los gitanos, aquel gimnasio podía considerarse un terreno neutral en el que jóvenes de cualquier raza o religión, incluida la judía, tenían plena cabida. De momento.

En un repugnante gesto, al que él estaba acostumbrado, el entrenador sorbió ruidosamente y lanzó con puntería una nueva expectoración hacia el cubo. Su tiempo era oro, y aunque no estaba dispuesto a perderlo de manera absurda, solo por el hecho de la educada actitud que mostraba el padre de la criatura y los grandes y vivos ojos de color azabache del muchacho, decidió permitirle que se ejercitara ante un aparato durante unos segundos para comprobar su actitud.

—Está bien —concedió finalmente Müller—. Pero si no me convence, prométame que aceptará el dinero para que le compre algo de comer. ¿De acuerdo?

El buen corazón del entrenador conmovió el firme carácter de Trollmann, que ratificó a regañadientes con su cabeza la propuesta de Müller. Este examinó de un rápido vistazo diferentes partes del gimnasio.

—¡Wiener, deja que este chico golpee el saco un momento! —gritó el entrenador a un púgil desde la distancia.

Müller tenía una intuición privilegiada para decidir si un chico servía o no para el boxeo solo viendo sus acciones durante unos breves instantes. Aunque la técnica boxística se aprendía con el paso de los años a base de una dura y constante preparación, él solo necesitaba fijarse en la posición de los pies y las manos y la decisión del aspirante para lanzar el golpe. El entrenador desconocía que el muchacho, tras la salida del colegio, se pasaba las horas enteras en el exterior del gimnasio, acomodado sobre uno de los ventanales, estudiando las evoluciones de los deportistas durante sus entrenamientos. Sin nadie que le enseñara de forma conveniente, el niño había ido asimilando todos y cada uno de los movimientos pugilísticos que veía a través de la cristalera.

Johann miró a su padre, esperando su autorización para acercarse al saco. Wilhelm le indicó con un movimiento del sombrero, dirigido hacia el aparato que colgaba del techo, que podía empezar a demostrar a Müller sus cualidades.

Con la raída ropa que llevaba, inapropiada para los últimos coletazos del duro invierno que los habitantes de Hannover estaban sufriendo ese año, y sin ninguna protección en las manos que las salvaguardara del contacto con el sólido cuero del artificio, Johann comenzó a golpear el saco que tenía frente a él de una manera firme y enérgica. Los muchachos de más edad golpeaban ese mismo aparato hacia su mitad, pero la altura de Johann llegaba justo al extremo inferior del saco, así que sus puños, que comenzaban a adquirir una tonalidad rojiza por los intensos golpes que estaba propinando al artificio, apenas impactaban a unos centímetros por encima del fondo.

Wilhelm asentía desde la distancia, convencido de que aquello podía dar un giro a sus vidas; mientras que el entrenador Müller ladeaba la cabeza de un lado a otro, esta vez sorprendido gratamente por lo que estaba viendo. Hasta la persona más inexperta en temas pugilísticos que estuviera contemplado aquellas evoluciones se daría cuenta de que Johann desconocía por completo qué era un jab, un croché, un uppercut, un hook, un directo, un swing, realizar un ballesteo o esquivar al oponente, pues el chico se limitaba a lanzar, sin ningún tipo de coordinación, golpes al saco. Pero había que reconocer que el chaval tenía algo, y el entrenador se percató de ello de inmediato. Su olfato para descubrir nuevos talentos nunca le había fallado. Lo que más le impresionó fue, sin duda, el grácil juego de pies del niño. Cualquiera diría que el chico había tomado previamente unas lecciones sobre cómo debía desplazarse al mismo tiempo que golpeaba a su teórico rival. Eso era la parte del boxeo que resultaba más difícil de aprender; se podía considerar una cualidad innata, y parecía que aquel famélico crío lo llevaba dentro de sí desde sus primeros pasos en este mundo.

—Está bien… ya puedes dejar el saco —le indicó Müller, aflorando una ligera sonrisa en sus labios.

El chico, inspirando profusamente por el desacostumbrado esfuerzo que acababa de realizar, se aproximó a su padre. Su cara denotaba la satisfacción por haber podido enfrentarse por primera vez en su vida con un saco de golpeo y por demostrar su valía.

—¿Cómo te llamas, hijo? —preguntó Müller, una vez que el muchacho hubo llegado disciplinadamente al regazo de su padre.

El chaval miró a su padre con el fin de que le diera permiso para contestar. Su padre asintió levemente.

—Johann Trollmann, señor —respondió entre jadeos.

—En casa le llamamos Rukeli —apostilló su padre, mientras pasaba suavemente su mano por el ensortijado cabello del niño como muestra de lo orgulloso que estaba de él.

Müller frunció el entrecejo.

—¿Rukeli? ¿Qué clase de nombre es ese?

Wilhelm sonrió. Fuera de la cultura gitana, se trataba de una palabra desconocida.

—Es una expresión romaní, señor Müller. En nuestra lengua significa “árbol joven”.

El entrenador se pasó una mano por el mentón, mientras miraba a Johann, intentando comprender el motivo por el cual le habían puesto ese apodo al muchacho.

—Entiendo. —Se limitó a decir.

Müller cogió el cubo una vez más, pero ahora no lo usó para descargar en su interior una vez más una de sus repulsivas flemas.

—Habrá que ponerte un apodo más apropiado.

Era habitual en el ámbito boxístico que los púgiles poseyeran un mote adecuado a sus características, y el de “Rukeli” parecía no convencer a Müller.

Más calmado, Johann miró a su padre por enésima vez, pues no comprendía el motivo por el que el entrenador quería cambiarle su apodo. A Wilhelm no le importaba cómo llamaran a su hijo con tal de que lo admitieran.

—Empezamos mañana —añadió a continuación Müller, que se retiró con el cubo hacia los vestuarios sin desvelar aún el sobrenombre con que bautizaría al muchacho.

Trollmann se tocó de nuevo con su sombrero y posó una mano sobre el hombro de su hijo. Los dos salieron del gimnasio contentos: uno, por ver realizado por fin su sueño de boxear; y el otro, porque, seguramente, tendría una boca menos que alimentar en el futuro.

 

La pastelería del señor Bernstein era conocida en todo Hamburgo por sus famosos Stollen y Flammkuchen, unas típicas y sabrosas recetas alemanas. Aunque la primera se trataba de una delicia tradicional de la época navideña, en este establecimiento podía encontrarse durante buena parte del año. Quien caminaba al lado de la pastelería, no podía resistirse a los efluvios que aquellos pasteles horneados le regalaban, y no se resistía a saborear una buena porción de tales manjares.

Los tres muchachos que en ese momento tenían pegadas sus narices al cristal del escaparate del local, también deseaban poder deleitarse con aquellas exquisiteces; pero, a diferencia de la mayoría de las personas que pasaban junto a ellos, no disponían de los marcos suficientes para comprar siquiera las migajas que el señor Berstein abandonaba sobre el plato cada vez que cortaba un trozo de sus pasteles. A continuación, se separaron del cristal y formaron un corrillo para fijar el concienzudo plan que debían poner en práctica con el fin de obtener la preciada recompensa que tenían en mente.

—Bueno, ya sabéis lo que tenéis que hacer —dijo Emil a sus dos amigos.

Los chicos no superaban los nueve años, pero la necesidad les hacía parecer mayores para su edad. Su vida era la calle, y todo lo que sabían se debía a ella, pues nunca habían pisado un colegio. Sus padres se dedicaban a hurgar entre los desperdicios de las basuras para subsistir, y ellos echaban mano de su picaresca para llevarse también algo a la boca.

Podía considerarse a Emil el líder del pequeño grupo de raterillos. Sin tener un físico que supusiera una amenaza para los demás chicos de su edad, de lo que sí disponía era de una agilidad mental superior a los otros, y Edmund y Hagen, los dos secuaces del cabecilla, aceptaban su criterio cuando se trataba de elaborar y llevar a cabo alguna pillería que pudiera llenar sus estómagos vacíos.

Tras comprobar que la pastelería no tenía clientela en ese momento, Edmund fue el primero en entrar en ella, seguido de Hagen. La misión de ambos consistía en distraer a los dueños del establecimiento mientras Emil intentaba conseguir algunos trozos de los pasteles expuestos en el escaparate. La empresa entrañaba sus peligros, pues se exponían a ser aprehendidos y encerrados en un siniestro reformatorio hasta que cumplieran la mayoría de edad.

El pastelero y su mujer se percataron enseguida de la aparición de ambos muchachos, cuya andrajosa y maloliente indumentaria les hizo recelar de sus intenciones.

—Si no vais a comprar nada, más vale que os vayáis —fue la inmediata reacción de Bernstein ante la presencia de los chicos.

Edmund y Hagen no se dieron por aludidos ante la recomendación del dueño, y se dedicaban a mirar las estanterías repletas de panes.

—¿Cuánto vale aquella Laib Brot, señor? —preguntó Edmund denotando interés.

El dependiente echó una ojeada a la hogaza de pan que señalaba el muchacho.

—¿Tienes dinero para pagarlo? —inquirió Bernstein, desconfiado.

—Por supuesto, señor. —Edmund metió la mano en su bolsillo izquierdo, haciendo el ademán de sacar alguna moneda.

—Yo quiero otra barra —intervino Hagen, al mismo tiempo, en apoyo de su compañero y conforme al plan establecido.

Bernstein se lo repensó: quizá aquellos mocosos tenían algunas monedas, aunque fueran robadas, con qué pagar los panes solicitados. Aun sin estar del todo convencido, con la cabeza hizo un gesto a su mujer para que atendiera al otro muchacho.

Edmund aprovechó el momento para mirar hacia la calle y dar aviso con la mano a Emil para que entrara justo en ese instante en el establecimiento. Era la señal convenida. El tercer integrante del grupo hizo su aparición de inmediato. Con experto disimulo, viendo que Bernstein y su esposa estaban envolviendo las hogazas de pan en unos papeles, aprovechó la ocasión para coger del escaparate un suculento trozo de Stollen relleno de frutas y nueces. Al estar el pan en alto, al tratar de alcanzarlo, tiró la plataforma de metal sobre la que descansaba, produciendo tal ruido que los dueños de la pastelería levantaron de inmediato la cabeza de su quehacer, confirmando sus iniciales sospechas: les estaban robando su sustento de vida.

—¡Eh, tú! —exclamó Bernstein con indignación.

Con el sabroso pedazo de pan bajo el brazo, Emil gritó a sus compañeros:

—¡Vámonos!

Los tres muchachos salieron a toda velocidad del establecimiento, como alma que lleva el diablo. Bernstein tuvo que dar un rodeo al mostrador para perseguir a los ladrones, perdiendo un tiempo precioso que los chicos aprovecharon para poner tierra de por medio.

El pastelero se detuvo justo en la puerta de su local, no por el hecho de no tener ánimos —o fuerzas— de continuar la persecución de los saqueadores, sino porque al otro lado de la calle un policía tenía cogido por la solapa de la harapienta chaqueta a uno de los tres ladronzuelos, quien, con denodado esfuerzo, intentaba desasirse de las garras de su captor. Con firmeza, el agente llevó hasta la pastelería al chico que había cogido el pan del escaparate.

—Creo que esto le pertenece, señor Bernstein —dijo el policía, que devolvió al pastelero la mercancía que le había sido sustraída unos segundos antes.

—Sí, muchas gracias.

El pastelero cogió su pan y entró en el local para devolverlo al lugar de origen. No dijo nada al muchacho, pues estaba convencido de que el policía se encargaría del rapaz de la manera más apropiada. Sin embargo, el agente se limitó a reñir al muchacho y a amenazarle con que la próxima vez que lo pillara no sería tan indulgente con él. A continuación, propinó una suave y certera patada en el trasero del muchacho, al tiempo que le amenazaba con que no quería volver a verlo más por el barrio. El chico corría por la acera calle arriba alejándose del lugar a toda prisa. Antes de liberarlo, el policía le había preguntado cómo se llamaba, y pensó que el zagal, de nombre Emil Cornelius, tarde o temprano, iba a ser carne de presidio.

 

Capítulo II
3 de abril de 1928

—¿Quieres dejar de moverte de una vez?

Erich Seelig parecía estar desesperado. El joven Trollmann no paraba de moverse alrededor de él. Con un excelente y vistoso juego de piernas, se desplazaba como si flotara en el aire en el sentido de las agujas del reloj para evitar la mano buena —la derecha— de Seelig, a la par que lanzaba punteados jabs de izquierda para mantener la distancia y evitar el contraataque de su oponente. Seelig, por su parte, proyectaba sus guantes de seis onzas sin encontrar un objetivo claro.

Aunque se trataba de un simple entrenamiento, los dos púgiles se lo tomaban muy en serio. A sus veinte años, Johann Trollmann ya había ganado para entonces cuatro campeonatos regionales y el título de campeón del Norte de Alemania en las categorías del pluma y el ligero. Seelig, un boxeador judío con una prometedora carrera amateur, peleaba en una categoría superior, la del semipesado, pero esto no suponía ningún impedimento a Rukeli, que siempre le ponía las cosas difíciles.

—Bueno, muchachos, basta ya por hoy.

Müller seguía las evoluciones de sus dos pupilos desde abajo, en un lateral del cuadrilátero. Habían pasado doce años de duros entrenamientos diarios desde que Trollmann, acompañado por su padre, había pisado por primera vez el gimnasio y dejado boquiabierto al entrenador con sus llamativos movimientos.

Franz Müller le había explicado a Johann casi todo lo que sabía sobre el boxeo, pero aún le quedaba mucho por aprender. La manera en que se movía encima del ring era innata en Trollmann, y se trataba de lo único que el entrenador no le había enseñado. Parecía que el chaval lo llevaba en la sangre.

Rukeli y Erich se abrazaron, como los dos buenos amigos que eran, y se dispusieron a bajar del cuadrilátero.

—Johann, espera un momento. —El entrenador le agarró del brazo antes de que tomara el camino hacia las duchas—. He de decirte algo.

Rukeli cogió una toalla limpia colgada de las cuerdas del ring que utilizó para secarse el copioso sudor que recorría su estilizada figura. Con el transcurso de los años y el perseverante apoyo de Müller, había pasado de ser un muchacho famélico a un espigado adulto en el que, sin estar tan musculado como otros compañeros, podía advertirse la fortaleza que había adquirido.

El entrenador esperó pacientemente a que Trollmann recuperara el resuello. Posó un brazo sobre los hombros del púgil, como doce años antes lo había hecho su padre cuando abandonaban el gimnasio después de que Müller accediera a instruir al chico.

—No tengo buenas noticias para ti, Johann —dijo el entrenador, cabizbajo y en tono serio.

Rukeli arrojó al suelo la toalla empapada de sudor. Los limpiadores del local ya se encargarían de recoger todas las herramientas que los boxeadores dejaban por el local cuando concluían sus ejercicios. Sorprendido e intranquilo, el púgil miró a Müller.

—¿Le ha pasado algo a mi familia? —preguntó, alarmado.