Manuel Martín Hidalgo

 

 

Yo soy romano

 

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Primera edición: febrero de 2017

 

© Grupo Editorial Áltera

© Manuel Martín Hidalgo

 

ISBN: 978-84-17029-08-1

ISBN Digital: 978-84-17029-09-8

 

Difundia Ediciones

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IMPRESO EN ESPAÑA — UNIÓN EUROPEA

Parte I

 

I

Corduba. Año 665 a. u. c. (Desde la fundación de Roma).

 

Antes, mucho antes que Roma, fue Cartago; y yo, antes de llamarme Marcio Servio Metelo, me llamaba Hannón y era de importante y principal familia cartaginesa. Amparado por Baal Hamón y Tanit, había tenido la suerte de que mi nacimiento tuviera lugar en la ciudad más importante que se conocía entonces: ¡Cartago! Pero este principio de felicidad, que los dioses parecían haberme otorgado, se rompió muy pronto.

Transcurrió mi infancia en sucesivos días dorados, en los que los dulces y amorosos brazos de mi madre me acogieron y salvaguardaron de mis miedos infantiles. Sin embargo, ya a los pocos años de mi nacimiento, adquirí plena conciencia de quiénes eran nuestros enemigos.

Recuerdo, como un eco lejano de mi memoria que deja escapar ese pequeño retazo a pesar del tiempo transcurrido, escuchar, –mientras desplegaba a mis soldados de madera en la contigua estancia, bajo la atenta vigilancia de alguna esclava –, a los sufetes que visitaban a mi padre, nombrar, entre copa y copa de espeso y negruzco vino, a aquella maldita ciudad, Roma, causa de todas nuestras desdichas. El otro nombre odiado por mi corazón infantil era el de su aliado, y enemigo nuestro, Masinisa, el viejo rey númida que, al amparo de las cláusulas del tratado que se firmó tras la derrota del último ejército cartaginés en Zama, se apoderaba cada día de una parte de nuestro territorio. Maldito tratado que obligaba a Cartago a devolver al rey númida todo el territorio que había pertenecido a sus antepasados, sin precisar, sin embargo, hasta donde había de llegar en el tiempo, ni tampoco en los límites.

Escuchando a aquellos hombres venerables, entre los que mi padre destacaba por su elocuencia y la acidez de sus palabras hacia los dos enemigos, sentía aquellas ofensas del númida como si un niño vecino me robara mis preciados soldados de madera. Y, así, Masinisa, que llevaba más de dos décadas aprovechándose de esa indefinición, seguía anexionándose cada vez más territorio, hasta entonces cartaginés. Después de arrasar las ciudades de la costa occidental, dirigía sus ejércitos hacia las Grandes Llanuras.

- Masinisa no se conformará hasta poner sus pies en el mismo templo de Eschmún –decía el más viejo de los asistentes a la comida aquel día, cuyas palabras siempre he tenido presente en mi memoria, pues ellas serían como el anuncio de lo que el destino parecía tenerme dispuesto

- Ha sido enviada una nueva embajada a Roma con cartas para el Senado, pidiendo que le pare los pies a este viejo crápula. Pero me temo que será como la vez anterior –contestó mi padre.

- Roma no parará hasta destruir Cartago –era una voz cascada y cansada en la que reconocía a un anciano pariente de mi padre –. Y esta vez ha encontrado en el númida un aliado a su medida. Pero que no se fíe Masinisa; puede que el siguiente bocado romano sea su reino.

- Las delegaciones romanas enviadas a Cartago para mediar y arbitrar en el conflicto fallan siempre, de una manera injusta, a favor de su aliado. Y, además, nos exigen garantías de que el pueblo cartaginés no se levantará en armas contra el invasor númida –expuso el más joven de los reunidos, un hombre ancho de espaldas y de negra y recortada barba.

- El viejo Masinisa quiere dejarle a sus tres cachorros una buena herencia a costa de territorio cartaginés. De eso no nos tiene que quedar ninguna duda –volvió a interceder el pariente de mi padre con su cascada voz.

- Roma tampoco consentirá que emerja, aunque sea a costa de Cartago, un gran imperio númida. Es en ese equilibrio en el que se mueve ahora la diplomacia romana.

- Roma se va engrandeciendo a costa de sus vecinos. Ellos no son comerciantes – decía mi padre – como nosotros; su poderío militar, la tenacidad y la disciplina de sus legiones, acabará haciéndola dueña del Mediterráneo. Ya veis, ahora es dueña también de Iberia de donde los Bárcidas sacaron tantas riquezas.

- Todavía no nos han vencido del todo –respondió el de la barba negra –. Y levanto mi copa para que Baal Hamón nos dé fuerzas para resistir las próximas injerencias de Masinisa

- De cualquier manera, no me gusta –prosiguió mi padre – que nos mostremos tan confiados con los romanos. Cuando nosotros hemos ido en embajada a Roma, nos han retenido, casi como a prisioneros, hasta el momento de ir al Senado; nosotros, en cambio, a sus legados los tratamos como si fueran príncipes del lejano Oriente. Los agasajamos en nuestras propias casas y los invitamos a recorrer nuestra ciudad y nuestros mercados.

- Tampoco tienen de qué quejarse –contestó el anciano de voz quebrada –. Nuestros plazos de guerra se pagan en la cantidad y en el tiempo estipulado.

- Sí, es cierto –concluyó mi padre con cierto tono de tristeza en su voz –. Pero cuando se cumpla y paguemos el último plazo, ¿se conformará Roma?

Roma, Roma, siempre Roma. Yo, a pesar de estar enfrascado en mis juegos y en mis batallas con mis soldados de madera, cuando oía hablar de aquella odiada Roma me detenía en ellos, y dejaba que mi imaginación se desbordara, azuzada por estos y otros comentarios que escuchaba, sin llegar a sospechar que, muy poco tiempo después, yo pisaría sus estrechas calles.

Luego, tras ese breve instante, me olvidaba de las cosas de los mayores y reanudaba con más entusiasmo mis juegos, en los que mis soldados de madera volvían a vencer aquel día a las victoriosas legiones de Roma. Me abstraía tanto en mis particulares batallas que hasta mi llegaba ya sólo el murmullo de las voces roto por alguna eclosión de enfado, o una maldición de los comensales que estaban al otro lado de la puerta.

Estaba mi casa situada en el lujoso barrio de la colina de Byrsa, cerca del palacio en el que en otro tiempo ondeó el pendón leonado de los Bárcidas, y un poco más alejada del templo de Eschmún. Desde su terraza yo contemplaba entrar en el puerto a los grandes navíos comerciales, y a las naves de guerra hacia el circular puerto militar para ocupar sus correspondientes diques. Entonces mi sueño, mirando estas grandes naves entrar y salir del puerto, y que mi imaginación convertía en poderosas quinquirremes, era llegar a ser un gran general para liberar a Cartago, de una vez por todas, de nuestro secular enemigo, Roma, emulando las hazañas de Aníbal… ¡Sueños, sueños infantiles! ¿Pero quién de los mortales es capaz de vivir sin ellos, a esa edad?

Pero más aún que los barcos me gustaban los caballos. Solía irme al descampado de Megara donde, en un extremo, había un hombre al que llevaban a esquilar los caballos, y con el que yo, después de varias e insistentes visitas, trabé cierto conocimiento y me permitía ayudarle a cortar las crines. Voluntarioso, me ofrecía cada día a sujetar al animal por las bridas mientras le palmeaba el cuello y le deslizaba en su enorme oreja palabras tranquilizadoras; entonces un esclavo, con gran prontitud y habilidad, amarraba sus patas delanteras con una cuerda de esparto preparada para ello, y yo me entretenía en almohazarlo. Luego llegaba a mi casa con el olor a estiércol y caballo impregnado en mi túnica, y mi madre me regañaba aparentando mayor severidad de la que en realidad sentía por mis escapadas; luego, más amorosamente, me obligaba a bañarme y a cambiarme de túnica. Yo, entonces, era enormemente feliz. Como hijo único, era objeto de la atención constante de mis padres y de los criados y esclavos de la casa, pero, aún así, y pese a la estrecha vigilancia a la que me sometían esclavos y servidores, lograba burlarlos y escaparme a corretear por las calles en compañía de otros niños de mi edad.

Un acontecimiento que me sucedió una de aquellas mañanas me tuvo varios días sin salir de casa, y me hacía pasar atemorizado las horas del día. Por las noches todavía era peor. Preso del pánico por los sueños que me asaltaban, llamaba a voces a mi nodriza que, a pesar de su edad, dormía en el suelo cerca de la puerta, y no volvía a meterme en mi lecho hasta que me aseguraba, jurando por todos los dioses de Cartago, que no había ningún animal debajo de mi cama.

Lo que me ocurrió fue que, cuando marchaba hacia el barrio de Megara en busca del esquilador, me topé con un psilo que, como muchos de sus compatriotas que llegaban a Cartago, tenía un tenderete para cobijarse del sol, en el que se sentaba con varias serpientes que se le enroscaban en el torso, cuello y piernas. Alrededor del tenderete había mucha gente: hombres asombrados del poder que ejercía aquel encantador sobre los espeluznantes reptiles de ditintos tamaños; mujeres que observaban recelosas, y niños asustados. No obstante asomarme con precaución y cierto pavor que me infundían aquellos animales, el ipso me vio. Hizo varias en insistentes señas de que me acercara. Los que estaban delante miraban hacia atrás y, yo, sin saber por qué, como hechizado al igual que uno de aquellos repugnantes reptiles, me acerqué. Los que estaban delante se abrieron para dejarme pasar hasta situarme en primera fila. Era un hombre esmirriado; de cara afilada como las cabezas de sus animales; pero su mirada, proveniente de dos ojos negros y brillantes, sin pestañas ni cejas, se posó en mí, fría, dura, penetrante; el pelo abundante, pero sin llegar a una de esas melenas que gastaban los mercenarios celtiberos, era negro y crespo; un gran aro de oro pendía de una de sus orejas. Vestía una túnica oscura, mugrienta, que se sujetaba con un estrecho cinturón de placas.

- He aquí un muchacho, –me espetó delante de todos –, que pronto iniciará un largo viaje. Ven, acércate.

Hizo un movimiento con el cuerpo, como una especie de sacudida, tal vez imitando el movimiento de sus reptiles, y éstos se desenroscaron de su cuerpo. El más grande de aquellos animales se me acercó y se irguió hasta llegar a la altura de mi rostro. Pude sentir sus fríos y fenecidos ojos tan cerca de los míos que hasta percibí, al mismo tiempo, el hedor de su boca entreabierta por la que asomaba una lengua bífida y larga que amenazaba besarme. Quise correr hacia atrás, pero no pude; estaba paralizado. Mi sangre y toda la savia de mis músculos parecía que se me habían helado.

- Este virtuoso muchacho, –continuó diciendo a sus espectadores mientras yo permanecía inmóvil por el pánico –, aunque él todavía no lo sabe, iniciará un viaje largo, muy largo. Y será gente principal en tierra extraña –luego, volviéndose hacia sus asquerosos reptiles, pronosticó –: Vosotros no lo volveréis a ver. Yo, por los ojos que me ha concedido Melkart, lo haré dentro de muchos años, pero en unas más que desagradables circunstancias. Eso es lo que me dice Melkart. Así que despedíos de él.

Y todos aquellos repugnantes bichos, como si hubieran recibido la orden de un tretarca, se irguieron al unísono al mismo tiempo que él levantaba sus brazos. Por un momento pensé que de aquellos redondos y verdosos cuerpos iban a salir unas manos que yo había de estrechar. No sé cómo me repuse, pero creo que di un paso atrás y, luego, dando media vuelta, salí a todo correr, creyendo que me perseguían aquellos bichos inmundos. Y no me detuve hasta que me vi en el cobijo de mi lecho y arropado hasta la cabeza.

A mi espalda dejé risas y chanzas de los concurrentes, seguro de que luego, cuando el psilo pasara su escudilla de arcilla, tintinearían en ella algunas monedas más por el espectáculo ofrecido a costa de mi miedo.

Pero mi feliz y dorada infancia en Cartago se rompió, –como pronosticara el encantador de serpientes –, el día en que me presenté en casa, tras una de mis felices escapadas por las afueras de las murallas y el puerto, y en lugar de reñirme mi madre, como era lo habitual, me encontré con la imponente presencia de mi padre aguardándome. Su figura crecía ante mí como el silencio que se extendía a nuestro alrededor. Mi madre, por el contrario, convulsa por el llanto que no podía reprimir, estaba detrás de él empequeñecida, arrugada. Enseguida entendí que algo ajeno a mis escapadas y juegos ocurría.

- ¿Han atravesado los romanos las puertas de Cartago? –Se me ocurrió preguntar ante el temor de guerra que circulaba por todas partes

- No, hijo. Pero es algo muy grave… que debes saber –mi padre rehizo su figura irguiéndose aún más, como si buscara en el aire un punto donde sujetarse ante la terrible noticia que había de anunciarme –. Para que los romanos no destruyan la ciudad con sus enormes máquinas de guerra, ni degüellen a las mujeres ni a los niños cartagineses, los nuevos sufetes han acordado, como garantía para que esto no ocurra, la entrega de algunos de sus hijos como rehenes… Y…

Yo iba responder, pero me detuvo su profunda mirada al tiempo que escuché tras él el llanto incontenible de mi madre. Lo había dicho todo sin hacer ni una pausa, sin gestos en sus manos como era su costumbre, mirándome directamente a los ojos. Lo entendí antes de que él concluyera del todo…

- Y… Y tú también, hijo, deberás marchar a Roma con ellos.

Escuché romper, con un profundo quejido, en llanto profuso a mi madre… Asentí con la cabeza tratando de quitarle a mi padre aquel peso de encima. Creo que nunca lo quise tanto como en aquel momento… Ahora, con los muchos años transcurridos, se me ha borrado de la memoria su rostro, pero no aquel momento… Todavía lo sigo viendo, con su estatura y corpulencia, contraerse, después de sus palabras, como una verde espiga de trigo ante la helada traicionera.

Masinisa, el viejo y ambicioso rey númida, vuelto de Hispania donde se encontraba ayudando a los romanos, seguía recorriendo con impunidad, y con aquiescencia de sus aliados, el territorio púnico devastándolo y sitiando sus ciudades más importantes, sabiendo la imposibilidad de defenderse de los cartagineses por las imposiciones de guerra impuestas por la victoriosa Roma a Cartago, tras la derrota de Aníbal en Zama.

Sin embargo Roma seguía haciendo caso omiso de las ofensas inferidas por su anciano aliado, y, en su empeño de ver destruida Cartago, lo dejó actuar. Los embajadores que fueron a Roma, entre ellos mi padre, trajeron de nuevo duras condiciones para garantizar la libertad de los cartagineses. El Senado romano exigía a Cartago la entrega de trescientos hijos de las familias más influyentes y nobles, como garantía de que no se alzaría en armas contra Masinisa, aunque estuviera siendo atacado por éste, y sus jinetes amenazaran entrar en la ciudad por todas sus puertas.

Aquello ocurrió cuando yo tenía casi ocho años, y habían transcurridos 592 desde la fundación de Roma.

El jolgorio de días precedentes que reinaba en la ciudad se tornó en lamentos y llantos por todas las calles y los rincones de las casas de Cartago. Los niños de las familias elegidas fuimos entregados en el puerto por nuestras madres, entre llantos y lamentos desesperados, y a algunas de ellas las vimos lanzarse al mar intentando alcanzar la nave donde nos llevaban. Aunque niños, –nuestros labios, cerrados fuertemente para que no salieran los sollozos que nos ahogaban y no nos vieran llorar –, escupíamos las maldiciones contra los romanos hacia adentro, llenando de rabia nuestros convulsos pechos, y nuestra mente lanzaba silenciosos improperios e insultos: ¡Malditos romanos!

Yo ya sabía, por habérselo oído a mi padre, que en los pactos que se sellaban en la guerra, a veces, para obligar al cumplimiento de la palabra empeñada, éramos los niños o las mujeres, la moneda garante. El mismo gran Aníbal, en las viejas tierras de Iberia, había retenido, para el cumplimiento de la palabra empeñada por los fieros reyezuelos íberos, a hijos de éstos. Y, acordándome de aquellas palabras de mi padre, me sentí importante y orgulloso al principio, porque pensaba que así toda mi ciudad, Cartago, me recordaría en sus sacrificios a Moloc, Tanit y Eschmún por mi vuelta. Pero luego se apoderó de mí el miedo a la separacion, a lo desconocido…

- ¡Malditos romanos! Se me escapó de mis labios, y, todos los que junto a mí lo escucharon, me miraron sobresaltados, conociendo la crueldad de éstos en el castigo que podrían infligirme.

A mi madre la había dejado en el muelle, quieta, hierática, sin moverse ni llorar, intentando ser un ejemplo para las demás, como dama importante a quien su condición se lo exigía; otras madres, sin poderlo remediar, se desgarraban el rostro a arañazos y se arrancaban a tirones los cabellos. Mientras, los hombres, en un profundo silencio, pero con el corazón igualmente constreñido de dolor y sus puños cerrados en unas manos desnudas, sin las armas que ya habían entregado a los romanos, nos veían partir, impotentes, ante semejante y cruel exigencia.

Cartago, con nuestra entrega, quiso demostrar la buena voluntad que tenía hacia Roma, a la que pagaba puntualmente los plazos de la deuda adquirida tras la derrota de Zama, y con la que no quería entrar de nuevo en conflicto. Pero Roma, –yo no lo supe hasta mucho tiempo después –, ya había decido la destrucción de la única ciudad que podía hacerle sombra en cualquiera de las orillas del Mar Interior.

Yo, junto a mi miedo, que intentaba que no me traspasara hasta llegar de una forma clara y desmoralizadora a mis compañeros de cautiverio, ni mucho menos a mis enemigos, con el que pudieran regodearse, iba cargado con el doloroso recuerdo de mi madre en el muelle, quieta, sin ningún aspaviento, intentando mostrar una frialdad que en su corazón no había. Detrás de ella, apenas podía distinguir, conforme se alejaba la liburnia en la que nos llevaban, el contorno del puerto.

El viaje hacia Roma lo hicimos hacinados en el fondo de la bodega, donde en las tenebrosas noches sólo se escuchaba el susurro de mis compañeros que, al igual que yo, trataban de hacerse los valientes, intentando consolar a los más pequeños hasta que, no pudiendo soportarlo más, entre hipidos de llantos contenidos, se dejaban vencer por el cansancio y el sueño.

También mi determinación infantil de no llorar se rompió en cuanto la más absoluta oscuridad se adueñó de la bodega donde nos habían encerrado. Dentro de la nave, aquella oscuridad marina era tan larga que mi corazón se quedaba vacío, al igual que mis manos, apenas perceptibles a mis ojos… Unas manos que ya no atesorarían juguetes, ni caricias sobre el rostro de mi madre…

En una de las siguientes noches de navegación el recuerdo de mi casa se me hizo demasiado doloroso. Creo que entonces, en aquel momento, cuando el sol se iba ocultando y dejando que la noche se adueñara de aquella superficie que se iba haciendo negra y amenazaba con tragarnos a todos, se me vino de pronto, encima, todo el peso de mi desgracia, de mi desamparo y de mis sueños frustrados… Lloré sin que los demás se apercibieran de ello; lloré para mí solo, como alguien decía que hacían los hombres. Ya no iba a ser un general como Alejandro, como Aníbal. Al nudo que atoraba mi garganta y a la rabia que inundaba mi pecho no podía darles rienda suelta sino era con el llanto, pero no estaba dispuesto a ofrecer a extraños el espectáculo de verme llorar como una niña. Todos los huesos de mi cuerpo me dolían por el esfuerzo que tenía que hacer para aguantar el llanto y tragarme todo mi orgullo infantil, que era mucho. Pero aquella noche no pude más, y lloré; lloré arrebujado en mi cuerpo y refugiado en la oscuridad, tan desconsoladamente como sólo un niño desamparado puede hacerlo. A partir de entonces fui un niño que ya no soñaba, ni contaba estrellas en el cielo…

Cuando al fin logré reponerme, y volver a ser dueño de mí mismo, me prometí que no volvería a caer en tan baja y deplorable actitud. Seguro que Aníbal, en mis mismas circunstancias, no se habría portado de la misma manera. Me hice el propósito de ser duro en mi desgracia; me haría duro, pues únicamene así conseguiría sobrevivir. Si Aníbal había conseguido cruzar las inmensas montañas cubiertas de nieve fue porque se hizo duro desde niño, jurando odio a los que serían siempre sus enemigos. Y yo, al igual que él, sobreviviría alimentado de ese odio que había nacido en mi infantil pecho, jurándome venganza contra los que me alejaban de mi hogar. Y me prometí a mí mismo no dejarme embargar por la nostalgia. A las lágrimas que volvían a asomar a mis ojos, y al nudo que se me formaba de nuevo en la garganta, en lugar de claudicar ante lo que yo creía una nueva derrota, los ahogué apretando fuerte las mandíbulas y soñando que acompañaba a mi héroe a cruzar las inmensas cumbres nevadas… Y con aquel gesto duro, que yo quería que fuera de hombre, se deshacían las ilusiones del niño…

Durante la noche, a pesar de mi cansancio, yo seguía desvelado. Se había apoderado de mí una extraña excitación que aguzó mi instinto de supervivencia, así que, en cuanto escuchaba algo extraño, mis ojos, y todos mis sentidos, se abrían intentando adivinar lo que aquella insana oscuridad escondía.

Sin embargo, a pesar de mis angustias que me impedían conciliar el sueño, éste llegaba cogiéndome por sorpresa y hundiéndome en la más absoluta de las inconsciencia. Mis sueños entonces eran raros, llenos de situaciones espantosas, y en los que la mayoría de las veces aparecían persiguiéndome las serpientes de aquel encantador, sin que yo pudiera escapar a pesar de mis esfuerzos. Me despertaba entonces sobresaltado, terriblemente angustiado y, seguramente, gritando, pues alguna vez alguna cabeza de mis compañeros de infortunio asomaba a mis ojos, lo que me producía un espanto todavía mayor… hasta que volvía a percibir la realidad, que era la oscuridad de aquella lóbrega bodega del barco que nos llevaba como rehenes a Roma.

Los golpes de remo resonaban con fuerza en mi corazón al sentir que cada brazada que daban aquellos condenados galeotes sobre el mar, me alejaba, cada vez más, de mi casa y de los brazos de mi adorada madre. Entonces volvía a sentir el nudo en la garganta, tan opresivo, que sólo la promesa hecha a mí mismo, instantes antes, me impedía entregarme al llanto liberador. Mi corazón, estrujado, supuraba rabia y hiel contra el mundo y, sobre todo, contra aquellos malditos romanos a los que no dejaba de maldecir y pedir a los dioses que mandaran sobre su maldita ciudad rayos encendidos que la abrasaran hasta sus cimientos…

Recluidos en la pequeña porción de bodega de la ligera nave que nos llevaba, sentíamos sobre nuestras cabezas los pasos de los hombres y, sobre todo, el mazo del cómitre que marcaba el ritmo de los remeros, que acompasaban sus cuerpos al movimiento del remo. Y, atemorizados, oíamos el silbante sonido del látigo al caer sobre las espaldas desnudas y marcadas de aquellos desgraciados encadenados.

En mi desvelo, infinidad de escenas, recuerdos y detalles de mi casa, de mi familia y de mi dorada y añorada niñez, venían a confortarme. Yo sabía, por habérselo oído a mi padre en sus charlas en las noches de banquete con sus amigos, que los rehenes no éramos prisioneros ni esclavos, sino más bien una especie de invitados que garantizaban los acuerdos. Pero todos teníamos miedo y, con el paso del tiempo, hambre.

Por la mañana adivinábamos un día de sol radiante en medio del mar por los rayos que entraban por las rendijas y por las trampillas de cubierta.

Por fin, después de una infernal noche del viento en la que éramos empujado unos contra otros en el cabeceo de la nave, que alguna vez nos pareció que enfilaba directamente su proa hacia el Averno, se presentó, cuando ya las rayas de la luz se iban iluminando nuestra prisión, un hombre que a mí me pareció un gigante. Iba con el torso desnudo, y su voluminoso vientre lo sujetaba un ancho cinturón de cuero del que sobresalía una hebilla con el relieve de una enorme cabeza de león con sus fauces abiertas. Todos, asustados, retrocedimos hasta el fondo. Sin dirigirnos ni una palabra se apartó de la puerta y facilitó la entrada a dos esclavos, casi tan niños como nosotros, que traían unos cuencos de barro entre sus manos; tras estos dos entraron otros, casi de la misma edad, que portaba una gran orza de arcilla que dejaron en medio, llena hasta arriba. Luego apareció otro muchacho que llevaba a su espalda un gran cesto lleno de pan. Tan en silencio como el hombre gigante que había aparecido en primer lugar antes que ellos, los muchachos dejaron todo en el suelo de la nave y salieron.

Ninguno nos atrevimos a movernos cuando el gigante cerró la trampilla tras sí.

Cuando nos supimos solos, vi cómo los demás se lanzaron sobre el cesto de pan y se lo llevaban a la boca una y otra vez con ansia; los trozos grandes se quedaban en sus bocas dificultándoles el masticar… Y, junto al hambre que sentía, en mi pecho había otro aguijón que me punzaba tanto como el hambre pero que, sin embargo, me impedía comer: ¡el odio a los romanos! No masticaba pan, masticaba odio; un odio inmenso que personalicé en aquel gigantón que había asomado a nuestras vidas con las primeras luces del alba. Recé a Melkart y Astarté, tal y como mi madre me había enseñado, y me acordé entonces del gran Amílcar cuando llevó a Aníbal, con mi misma edad, al templo de Gadir, y le hizo jurar odio eterno a los romanos. Mi odio a Roma, desde aquel día, yo lo creí tan grande, al menos, como el de Aníbal.

Pero nada fue como yo pensaba. Mi suerte, mi hado o mi destino, o tal vez los dioses a los que no tuve especial devoción, luego otras veces tan crueles conmigo a lo largo de mi vida, me protegieron en aquella ocasión.

Al llegar a Roma fuimos encerrados en un antiguo edificio de piedra y de largos pasadizos. El frío y la humedad nos mantenían todo el día ateridos. Apenas nos llegaba un rayo de sol de los altos ventanucos. A partir de aquel día se moldeó mi carácter y hube de hacerme mayor a la fuerza, con una rapidez que ni yo mismo me esperaba, al enfrentarme a los acontecimientos en los que tuve que mudar mi piel de bondad para convertirme en un lobo voraz que tenía que defender mi vida contra todas las dificultades que se me presentaban.

Y junto a mí, que aparentaba mayor presencia de ánimo, se aglomeraban mis compañeros de infortunio; y como al guardián que nos vigilaba, un hombre de mediana edad, pero con una voz grave y autoritaria, de una gran envergadura, rudos modales para con nosotros, ancha cara y poderosos brazos, le pareciera el mayor, o tal vez el menos asustado, me responsabilizó del orden, y a mí se dirigía cuando quería que fuéramos todos al vomitorio o al comedor. Entonces yo organizaba las filas y los asientos en los bancos en los que nos sentábamos, hasta donde nos llevaban la comida varias esclavas que nos la vertían sobre unas escudillas que debíamos coger antes de sentarnos. Unas veces era el puls, harina de trigo diluida en agua, y otras veces habas hervidas, en las que alguna vez nos encontrábamos con un trozo de carne de oveja.

De aquellos días lo que más recuerdo era el llanto de los más pequeños, que todo el día estaban llenos de mocos y de sus propias heces, y que olían de tal manera que por todos eran rechazados cuando intentaban arrimarse a los mayores… Todos sufríamos la ausencia de nuestras madres y de nuestras casas, pero los más pequeños lloraban y lloraban hasta que los vencía el sueño. Y yo, haciendo oídos sordos a tantos lamentos y lloros, aprendí a ser egoísta, a mirar por mí en primer lugar, aunque ello no fuera con mi carácter, porque, por encima de todo, mi idea era sobrevivir a toda costa y volver con mis padres a mi adorada Cartago. Y desde allá abajo, desde lo más hondo, miraba hacia arriba buscando un asidero al que aferrarme y poder salir a la luz del sol.

Y, ese asidero, se presentó un día en la figura de un patricio romano.

 

II

Como he dicho, de aquel lugar vino a sacarme un hombre que se presentó, precisamente, cuando ordenaba la fila para dirigirnos a comer. El encargado de nuestra custodia, me llamó y, cuando llegué a su lado, me cogió por el cuello y me empujó hacia la puerta hasta presentarme a un romano de rostro ancho y afable, de impoluta toga que acrecentaba su prestancia viril, que parecía estar aguardándome, y que acogió mi llegada con una plácida sonrisa que me infundió confianza. Observé cómo no pudo reprimir el impulso de llevarse la mano para intentar impedir que el fétido aire del lugar dañara su perfecta nariz romana. Era un hombre de edad mediana, con el pelo ya gris por sus laterales, pero recio todavía en sus fuerzas:

- Soy Próculo Servio Metelo, –me dijo no sin esfuerzo en mi idioma, cuyas palabras rosonaron en mí como un hálito de esperanza –, y en nombre de la amistad que me brindó tu padre, en cuya casa he comido y dormido durante mis embajadas a Cartago, vengo a llevarte conmigo hasta que el Senado disponga de tu vuelta.

Me alegré infinitamente salir de aquellas frías y fétidas dependencias. Conmigo me llevé la mirada insolente del guardián que, al saber que me acogían, me dirigió sin pronunciar palabra. Yo, sin mirar atrás, y un tanto receloso, no creyendo todavía en mi suerte, seguí a aquel hombre camino de su casa. Las calles por las que me llevaba estaban repletas de gente que hablaba a voces con los que se cruzaban, y transeúntes que paseaban como si ya tuvieran hechos todos sus asuntos. Aquel hombre recibía y contestaba al saludo de otros que llevaban una toga como la suya. Yo observaba con delectación todo cuanto mis ojos podían abarcar. En la ciudad de Roma, un mundo nuevo y desconocido se abría ante mis infantiles ojos. Mi padre, como legado de Cartago, la había visitado en distintas ocasiones. Recuerdo que hablaban él y sus amigos con desprecio de aquella ciudad que, a pesar de estar hecha de ladrillo y madera, y sus habitantes hacinados en barrios de estrechas calles, nos había ganado en dos guerras, si bien nosotros la habíamos vencido en varias y renombradas batallas.

- Esto es el corazón de Roma, muchacho: El Foro –se volvió un tanto hacia mí el romano que me precedía, pues yo caminaba un paso retrasado mirando los edificios que se levantaba a ambos lados.

A mi espalda sentía la presencia de un vigilante esclavo que, atento a mis andares, nos seguía a corta distancia por si intentaba la huida. Pero me pareció inútil esta prevención por parte de mi salvador; ¿adónde podría ir un niño, sin conocer siquiera las palabras para pedir pan? Además, seguramente, no habría otro lugar más lóbrego y frío en toda Roma que aquél de donde me había sacado el hombre al que seguía.

Al llegar fui entregado a su esposa. Luego supe su nombre: Helvia. Una mujer delgada, mayor que mi madre, que también me pareció más fea y que me recibió a la puerta de una sala que se abría tras cruzar el atrium, en cuyo centro murmuraba plácidamente una fuente circular.

Se abrieron mis sentidos ante aquella visión de paz hogareña, de limpieza, de silencio y quietud. Por encima del impluvium se veía un cielo de una tonalidad distinta al vislumbrado tras los ósculos de la prisión de la que, sin entenderlo muy bien todavía, parecía haber escapado.

Poco después, ante la imposibilidad, cada día más cierta, de que el Senado autorizara al fin la vuelta de los niños rehenes a Cartago, aquel matrimonio sin hijos me adoptó. Sí, desde entonces fui romano, y Marcio Servio Metelo fue mi nombre, –como he dejado escrito antes –, perteneciente a la noble gens de los Metelo.

Muchos años después de la entrada en aquella casa romana, y de haber sido admitido en el seno de aquella noble familia, me enteraría que Roma exigió a Cartago más y más en sus codiciosas condiciones. Entonces, la muchedumbre enfurecida por el llanto de nuestras madres, que habían visto que la entrega de sus hijos no saciaba la voracidad de Roma como garantes de la paz, que los romanos no querían, lincharon a los sufetes responsables de la negociación de nuestra entrega.

Yo, –mientras se estrechaba más y más el cerco sobre Cartago, por la pinza que ejercían sobre mi ciudad Roma y Numidia –, crecía, ajeno a la tragedia que se cernía sobre ella, en el seno de aquella familia que me había acogido y rodeado de afecto y cariño y que yo, sin embargo, sentía como prestados y contra el que, a veces, me rebelaba…

El primer día, después de palabras de bienvenidas de Helvia, que no entendí del todo, conocí a Aucio, un joven esclavo hispano, que barría con movimientos enérgicos todas las dependencias de la casa que atravesaba yo por primera vez, para ahuyentar los malos espíritus de los que yo, sin duda, era portador. Con grandes aspavientos, gritos y algaradas, aquel joven esclavo, pocos años mayor que yo, levantaba la escoba amenazando a los invisibles espíritus para que huyeran y dejaran al mío libre... Unos días después de mi llegada los dos nos buscábamos intentando salvar, a escondidas de los mayores, la distancia existente entre mi nueva condición de amo y la suya de esclavo. Los dos nos dimos cuenta de que ambos no éramos sino dos piezas extrañas incrustadas a la fuerza en un mosaico que nada nos decía. Con él correteaba por la casa descubriendo sus rincones, y con él aprendí las primeras palabras de mi nuevo idioma, y otras propias que él recordaba de su pasado libre. Pero pronto recayeron sobre mis hombros las responsabilidades inherentes a mi nuevo nombre, y la separación de Aucio se fue entonces haciendo más larga conforme yo me asentaba en la casa.

Una casa amplia y lujosa, –una auténtica domus romana como correspondía al status social de mi benefactor –, pero en la que yo echaba de menos aquel rincón de la mía, allá en Cartago, del que había hecho mi fortaleza e inexpugnable refugio: la rama más gruesa de la vieja higuera del fondo del patio trasero, junto a un arroyo. Hasta sus más altas ramas trepábamos en busca de sus dulces frutos que negreaban a principio de verano. Entonces, en aquel tiempo, en mi mundo bullicioso y de juegos, todo era hermoso, y yo era feliz... ¡Inmensamente feliz! Con aquella imagen, que me recordaba cada noche mi infancia, me dejaba, al fin, vencer por el sueño. Y entonces, aún dormido, sentía como se me deshacía el nudo de la garganta y se me aliviaba la presión del pecho mientras se me humedecían las mejillas. Pero el llanto solitario de cada noche fue demoliendo los pilares que sujetaron mi feliz infancia en Cartago…

La relación con mis nuevos padres, mientras permaneció en mí el recuerdo de los verdaderos, fue distante. Yo, aunque no los odiaba, me defendía del cariño que me ofrecían, al tiempo que, asustado, contemplaba el cambio que se estaba dando en mi vida. Quise ser indiferente a todo cuanto me rodeaba, pero hasta mí llegó un halo de ternura y placidez, en medio de mi desesperanza, proveniente de los brazos de aquella matrona romana que me había adoptado como su hijo. Sus atenciones y sus cuidados, con los días, fueron bajando mis defensas. Los niños pronto olvidan, no están hechos para sufrir. De cualquier objeto sacan un juego de su despierta imaginación, y jirones de alegría se cuelan entre sus penas, aunque éstas sean muchas y muy dolorosas, como en mi caso. Comencé entonces a darme cuenta de que el sol volvía también a salir para mí, y que ese sol resplandecía de nuevo en mi frente dejando atrás la oscuridad de otros días, y me mostraba un horizonte que ya no era del todo tenebroso… Volvía a haber luz en mis ojos y en mi corazón…

Sí, mi capacidad de adaptación no tuvo límites, y muy pronto me di cuenta de que era querido por todos los de aquella casa con un sincero sentimiento. Los esclavos me respetaban e intentaban satisfacer los deseos que creían adivinar con mi mirada. Aucio, desde lejos, procuraba hacerse presente para prestarme algún servicio, y alguna vez pudimos burlar la vigilancia del severo atriense. Un juego un tanto simple, pero que llenaba nuestro alrededor de risas, consistía en señalar un objeto cercano y nombrarlo, él en su lengua íbera, y yo, en la púnica, riéndonos ambos con estridencia ante aquellas palabras extrañas pronunciadas por el otro, para terminar luego nombrándolo por tercera vez con el nombre latino… Luego tuve ocasión de comprobar cuánto me sirvió aquel simple y monótono juego. Y pronto, todo salvo la higuera y el rostro de mi dulce madre, me fue quedando lejos, cada vez más lejos en mi memoria...

Durante días, en habitaciones separadas, sirvientes y esclavos en distintos menesteres y oficios, revoloteaban a mi alrededor intentando darme una mínima instrucción para no desesperar a mis padres adoptivos. Me hacían lavar y cuidaban mis manos y mis cabellos; me probaban continuamente nuevas túnicas y me enseñaron a rezar a aquellos dioses desconocidos, de cara ancha y ojos escurridizos, ante un pequeño fuego alimentado continuamente. Así transcurrieron los tres siguientes años a mi llegada a Roma, sin que yo pudiera percibir cierto atisbo de mi vuelta.

Transcurrido varios días de aquel tercer año, –muchos sin duda, dado mi reacio y tardo aprendizaje –, me prepararon para mi adopción oficial. En el ritual que celebraron en mi honor, mis nuevos padres ofrendaron en sacrificio a los dioses de la casa un gran gallo blanco de cresta roja, delante de aquella especie de hornacina en la que estaban depositadas las máscaras de los antepasados, y quemaron incienso y hierbas olorosas. Mi madre adoptiva, Helvia, me colocó amorosamente al cuello la bulla y me vistió para la ocasión con un jitón de ancha raya azul a la altura de los muslos. Próculo, junto a su esposa, y rodeado de varios amigos, todos los sirvientes y esclavos de la casa, me puso las manos sobre la cabeza y me llamó Marcio Servio Metelo ante todos los presentes; los demás me llamaron el hijo de Metelo. Y para los niños, con los que iba a la academia, durante mucho tiempo, fui el bárbaro cartaginés.

Así me adoptaron Próculo y Helvia oficialmente como hijo ante sus amistades, y con esta ceremonia cambió totalmente mi vida. Desde entonces fui el hijo del senador Próculo Servio Metelo. A partir de aquella mañana acompañaba a mis adoptivos padres a sus oraciones ante el larario, – (supe luego que lo llamaban así) –, donde ambos rezaban con devoción y recogimiento ante aquellas informes figuras que representaban –según me dijeron el primer día que acudí a rezar con ellos – los espíritus protectores de la casa, los dioses patronos de la despensa, y los espíritus de los muertos de la familia.

Aquellos dioses ante los que ellos rezaban eran distintos a los que yo conocía, pero era en las oraciones a aquellos dioses desconocidos donde yo encontraba el consuelo que un niño, arrancado de los brazos de su madre y de su ciudad, ansía. Y en mi desesperanza ante los días que se me presentaban, aquellos dioses pusieron para acogerme en mi desesperación otros brazos, que fueron los amorosos de Helvia, ante cuyo inmenso cariño hube de rendir mi obstinación.... Aquella mujer me amó como si me hubiera parido, y se desvivió por mí como por un hijo pueda hacerlo una madre, aunque yo, ahora lo lamento, tardé mucho en llamarla así: madre.

En un hueco, al pie de la hornacina, estaban colocadas las armas de mi padre adoptivo, que un día, según me dijo, recibiera del suyo, y que yo contemplaba, en principio, con temor. Eran una espada y una daga romanas que podían haber vertido sangre cartaginesa. Luego me acostumbré, como a tantas cosas, a su presencia, y más tarde ya sólo tuve esa curiosidad infantil, que despiertan en los niños las cosas de los mayores, por poder contemplar aquellas armas fuera de la vaina. Cuando ya me sentí más partícipe en las cosas de la casa no paré hasta que una mañana, después de los diarios rezos ante aquellos dioses, Próculo me las enseñara.

- Algún día las llevarás tú –recuerdo que ante la vista de aquel acero puntiagudo retrocedí espantado –. No te asustes, cuando seas mayor, con ellas defenderás a Roma.

Por un instante me vi con aquella espada asaltando las murallas de Cartago y, sin poder contenerme, me giré y salí corriendo. De mi rincón y de mi llanto vino a sacarme Helvia. Como siempre, el consuelo de sus palabras, la delicadeza de sus manos al posarse sobre mi cabeza y el cariñoso abrazo con el que me estrechó, con más fuerza y sentimiento aún que otras veces, despertó en mí una inmensa ternura hacia ella. En mi corazón de niño asustado y desarraigado nacían una multitud de sentimientos complejos, de incertidumbres y de dudas.

Próculo Servio Metelo, era un hombre entregado totalmente a la causa de Roma. Vivía por ella y pasaba la mayor parte de su tiempo en el Senado o reunido con otros senadores. Pertenecía al clan que formaban las familias más antiguas de Roma, como la de los Escipiones, los Paulo, los Fabio, los Aurelio o los Metelo. Yo lo veía llegar, eufórico o malhumorado, según hubiera ido la sesión en el Senado. Pero en seguida se olvidaba de sus asuntos políticos para volcarse en los míos cotidianos. Al verme, se venía hacia mí, me saludaba con una amplia sonrisa –la misma sonrisa que vi por primera vez en su rostro cuando fue a recogerme a aquella prisión en la que seguramente hubiera muerto si no me hubiera rescatado de ella –, y me colocaba su mano sobre mi cabeza con un gesto de ternura. Con aquel gesto, que repetía cada tarde, parecía apagar su rudeza, sus desabridas inquietudes y su malhumor acumulado durante la sesión. Y yo me rendía a su afecto cada tarde un poco más.

Aquella cómoda felicidad que me iba ganando día a día, y la seguridad que me ofrecía aquel noble matrimonio, no impedía, sin embargo, que en un pequeño rincón de mi corazón se escondiera un dolor todavía punzante. ¡Cuánto echaba de menos los abrazos de mi madre, allá en Cartago, su olor, su cariño, y su inmensa ternura al abrazarme!...

Nunca se ha calmado en mí ese dolor tan especialmente afilado. Todavía hoy, a pesar de tantas vicisitudes y penalidades que he arrostrado en mi vida, y de tantos nuevos dolores incrustados, a veces siento esa punzada que aún se me hace más dolorosa cuando intento imaginarme su rostro y no lo consigo, borrado definitivamente por los años que han caído sobre mi memoria.

Pasado el tiempo, mi existencia en un principio forzada, comenzó a adquirir brillo propio aunque yo tuviera conciencia de que aquel brillo sólo era prestado. En aquella casa me sentía seguro, protegido, y, aunque me costó reconocerlo, querido. Vuelvo a decir que el corazón de un niño olvida pronto. Y pronto me acostumbré al ritmo de la casa y de sus moradores, a sus costumbres y a sus comidas, sintiendo que cada vez era más ancha la corriente de afecto que venía de aquellos padres hacia mí, al tiempo que menguaba el odio en mi corazón infantil y cicatrizaban las heridas que se abrieran en mi alma. Y con el transcurrir del tiempo, aquel odio que yo creía tan inmenso como el mar que veía desde la terraza de mi casa, allá en la colina de Byrsa, se fue diluyendo y quedé atrapado por Roma.

Se me hace ahora extraña mi vida al escribir estos rollos. Ahora cuando estoy listo para que mis ojos se cierren ante el infinito sueño de la muerte, pienso que, en verdad, me ocurrieron cosas en las que necesariamente tuvieron algo que ver la intervención de los dioses… Tuve dos patrias, dos madres que me amaron y a las que yo quise de forma distinta; dos padres que me educaron y amaron igualmente, y a los que yo correspondí, también… Y tres mujeres que me amaron intensa y apasionadamente, y a las que yo me entregué de forma, también, distinta… No puedo quejarme de la vida concedida por los dioses…

He comenzado a escribir estos rollos en la paz de esta tierra, a la orilla del Betis, en la que amé y sufrí, y en la tranquilidad de mis últimos días, en el año 665 de la fundación de Roma, año de los cónsules Lucio Cornelio Sila y Quinto Pompeyo Rufo…

 

III

Como hijo adoptivo de tan importante familia, mi educación estuvo orientada a hacer de mí un auténtico romano, si bien antes habría de pasar por el ejército. Para mi formación, mi padre escogió, como otras tantas y poderosas familias, la academia del famoso griego, asentado desde hacía mucho tiempo en Roma, Hipódamo. Él fue mi maestro y a él debo cuanto aprendí y, seguramente, lo que he sido. Sin sus enseñanzas, mi corazón, seguramente, hubiera sido otro.

Acepté de buena gana la impuesta asistencia a la academia del griego Hipódamo pensando que también mi héroe favorito, Aníbal, había tenido un preceptor griego. Nombres como los de Sócrates, Platón, Aristóteles eran asiduamente nombrados por aquel griego con más pinta de gladiador que de filósofo. En aquella academia, donde moraba la filosofía griega, la historia de Roma, la retórica, la oratoria y la gramática, pasé aquellos momentos difíciles y de iniciciación con mi nueva familia, en la que se hablaba otra lengua y había otras costumbres, y en cuyo seno nacían otros afectos ajenos que iban sustituyendo, poco a poco, a los míos naturales. Sin embargo, también fue mi más dorado refugio, pues escuchando a aquel hombre de aspecto rudo, me olvidaba de mi condición de rehén y me igualaba a mis selectos compañeros romanos.

Con este sabio maestro, traído a Roma como esclavo, de cuya época conservaba su atlética constitución, aprendí lo que era tener conciencia como individuo, único y exclusivo, independiente de los progenitores de cada cuál o del círculo de amistades en los que se desenvolvían sus familias, –cosa que me valió para sobreponerme a la desesperación en muchos momentos solitarios y difíciles por los que atravesaba en mi forzada niñez romana –, y me enseñó, sobre todo, dentro de mi individualidad, a ser único en virtud de mis pensamientos, diferente en mi personalidad a todos los demás, y, sin embargo, igual en otros muchos aspectos a mis semejantes; me enseñó a abrirme a los que me rodeaban, a ser parte de un todo, siendo único, rompiendo barreras de razas y religiones, y poniendo como objetivo final de la conquista humana la felicidad mediante la liberación de las pasiones y la práctica de la virtud. Hipódamo nos exigía una atención constante, una dedicación aplicada para que, a través del conocimiento y de la virtud, poder llegar a obrar con una recta conciencia. Nos hablaba de los filósofos griegos con auténtica veneración: del gran Parménides, con su frase célebre en la que Hipódamo nos ordenaba frecuentemente detenernos para pensar, tras las risas que nos produjo la primera vez que la escuchamos de sus labios, y que cada cual, en el silencio que imponía, pensara para sí y luego tratara de sacarle toda la savia que pudiera alimentar nuestras almas: “el ser es y el no ser no es”. ¿Qué podíamos sacar nosotros de aquellas extrañas palabras?... Del barbudo y dialéctico Sócrates. <<Él, –nos decía Hipódamo –, nos enseñó el empleo de la razón y de los valores morales en nuestra conducta, por los que podíamos conquistar y engrandecer nuestra naturaleza humana>>. De Platón: que dirigía todas las fuerzas morales a la conquista del bien, el summum bonum; o de Aristóteles. De todos ellos hablaba con una admiración que sobrepasaba la veneración. Hipódamo, apoyado en aquellas lecciones de los filósofos griegos, sus compatriotas, moldeó mi carácter, sin duda, mejor que nadie…

- << Tened presente que el hombre consta de dos naturalezas: una humana, terrenal y, por tanto, finita; la otra inmortal, a la que llamamos alma, y que no muere con el cuerpo… La vida del hombre –proseguía ante el asombro que en nosotos causaban sus palabras – no es más que la lucha entre sus dos naturalezas… >>. Aquella mañana no se escuchaba ni la respiración de los alumnos; había captado la atención de todos, incluso de los menos versados en el filosofar y más dados a guerrear a la salida de la clase…

Hoy bien sé cuánto le fallé a aquel griego, pues nunca conseguí aquella conquista de la que tanto nos hablaba: la felicidad. Cuantas veces la tuve al alcance, se me escapó de entre las manos como el agua…

El griego Hipódamo había sido comprado en el importante mercado de esclavos de Delos por un rico comerciante romano, emparentado con la poderosa familia de los Graco, para la educación de su hijo, y luego manumitido. Ya libre, fundó una academia de mucha fama, a la que acudían como alumnos los hijos de las más importantes familias de Roma. Allí conocí también al que iba a ser, luego, mi compañero de armas: Cayo Messius Aquino, un niño regordete pero que rebosaba vitalidad y alegría, en tal grado, que hasta fue capaz de romper mi obstinado aislamiento.