EL ÚLTIMO GUARDIÁN DE LA ISLA DE ELLIS

V.1: octubre de 2018


Título original: Le dernier gardien d’Ellis Island

© Les Editions Noir sur Blanc, 2014

© de la traducción, Claudia Casanova, 2018

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2018


Diseño de cubierta: Taller de los Libros

Imagen de cubierta: Malgorzata Maj / Arcangel


Publicado por Ático de los Libros

C/ Aragó, n.º 287, 2º 1ª

08009 Barcelona

info@aticodeloslibros.com

www.aticodeloslibros.com


ISBN: 978-84-16222-89-6

IBIC: FA

Conversión a ebook: Taller de los Libros


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Cofinanciado por el programa Europa Creativa de la Unión Europea


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El presente proyecto ha sido financiado con el apoyo de la Comisión Europea. Esta publicación (comunicación) es responsabilidad exclusiva de su autor. La Comisión no es responsable del uso que pueda hacerse de la información aquí difundida.

EL ÚLTIMO GUARDIÁN DE LA ISLA DE ELLIS

Gaëlle Josse



Traducción de Claudia Casanova

1

Agradecimientos


Si hay algo que he aprendido de esta extraña aventura de escribir es esto: la libertad del autor, tal como la he experimentado, no reside en la invención de figuras, de decorados y de intrigas, sino en la escucha y la acogida de los personajes que vinieron a visitarme un día, cada uno de ellos con una historia singular, atravesada por algunas de mis preguntas y algunas de mis obsesiones.

La libertad reside entonces en la elección de continuar o no, con este encuentro inexplicable, y de darle vida. Y, una vez más, esto es lo que me ha sucedido con El guardián de la isla de Ellis.


En agosto de 2012, fui a Nueva York y visité la isla de Ellis, que hoy se ha transformado en un museo sobre la inmigración, a pocos pasos de la Estatua de la Libertad. ¿Cómo explicar la fulgurante emoción que se apoderó de mí en aquel lugar cargado del recuerdo de todos los exiliados?

¿Cómo explicar el segundo estado en el que entré, de vértigo y apnea al mismo tiempo, al recorrer aquel lugar durante horas, desde las habitaciones, los pasillos y las escaleras desiertas hasta las salas donde se habían acumulado tantos objetos, recuerdos y fotografías?

Migrantes, emigrantes, inmigrantes. Tránsito. Palabras siempre cargadas de una actualidad aguda. Unas semanas más tarde, sin haber pensado o deseado escribir algo que hiciera referencia a ese tema en ningún momento, esta historia se impuso.


Todos los personajes de esta novela son ficticios, con la excepción de tres de ellos, que marcaron aquel lugar con su paso, pero con los que este libro se ha tomado las mayores libertades.

Se trata de Arne Peterssen, el marinero noruego de quien solo se sabe su nombre. Fue el último inmigrante en pasar por la isla de Ellis en noviembre de 1954, el día antes de que se cerrara el centro. Me permití imaginar una parte de su historia.

Luigi Chianese, el intérprete italiano, nunca existió, pero tomo prestadas algunas referencias de la carrera de Fiorello La Guardia (1882-1947), que trabajó como intérprete en la isla de Ellis y que, después, se convirtió en un abogado y en el alcalde de Nueva York (1934-1945), cuyo nombre lleva uno de los aeropuertos de la ciudad. En cambio, la forma en la que actúa el personaje y sus rasgos son totalmente imaginarios.

En cuanto a A. F. Sherman (1865-1925), él sí que era uno de los empleados civiles de la isla de Ellis. Ocupó un puesto de responsabilidad y, a título personal, de 1905 a 1925 tomó unos doscientos cincuenta retratos de inmigrantes, muchos de los cuales están expuestos en el mismo lugar. Hay muy poca información sobre él, y los rasgos y la personalidad que atribuí a este personaje son completamente inventados.

Reflejan la conmoción que sentí, casi malestar, ante todos esos rostros compungidos en lo que para ellos fue un umbral y una prueba, ante todas esas historias que imaginé, ante esos destinos que quedaron reducidos a simples documentos antropomórficos, si creemos en las intenciones de su autor.

Es verdad que esas fotografías se publicaron en revistas con fines de propaganda racial antiinmigratoria de la época, pero no se sabe qué papel tuvo Sherman en ese proceso.

Desde entonces, la dimensión humana e histórica de esas imágenes ha escapado a su fotógrafo y ha devuelto por fin a esas mujeres y a esos hombres su dignidad y su memoria. Es la mínima de las justicias.


G. J.

Sobre la autora

3

Gaëlle Josse empezó su carrera literaria como poeta y publicó su primera obra de ficción en 2011. Todos sus libros se han alzado con premios literarios, entre ellos el Alain Tournier y el Premio de Literatura de la Unión Europea. El último guardián de la isla de Ellis ganó el premio Grand Livre du Mois. La autora vivió siete años en Nueva Caledonia y, actualmente, reside en París.

El último guardián de la isla de Ellis

Novela ganadora del Premio de Literatura de la Unión Europea


Nueva York, 3 de noviembre de 1954. En unos días, el centro de inmigrantes de la isla de Ellis, un lugar de desembarco para millones de personas de toda Europa, cerrará sus puertas. John Mitchell, su director, se ha quedado a solas en este lugar desierto y escribe en un diario los recuerdos que lo persiguen desde hace años: no solo el de miles de hombres, mujeres y niños llenos de miedo y esperanza, sino también el de Liz, su amada esposa, y el de Nella, una inmigrante de Cerdeña con un pasado misterioso.

Su relato recoge una historia de exilio y transgresión, y la pasión amorosa de un hombre que debe enfrentarse a la elección más terrible de su vida. El sueño americano cobra vida a través de los recuerdos y los remordimientos de un alma solitaria presa de sus fantasmas. John Mitchell no solo es el último guardián de la isla de Ellis, sino también su último prisionero.




«Gaëlle Josse mezcla ficción y realidad y nos ofrece una novela melancólica y vibrante.»

Livres Hebdo


«A través de un alma presa de sus demonios, la autora nos hace sentir un fragmento de la historia estadounidense. Magistral y urgente.»

Page des Libraires


«Gaëlle Josse pinta una geografía íntima y colectiva, la historia de un hombre que se entrelaza con la de miles de personas.»

Transfuge


«El último guardián de la isla de Ellis es el texto más hermoso de Gaëlle Josse.»

La Croix

CONTENIDO


Portada

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Página de créditos

Sobre este libro


1. Isla de Ellis, 3 de noviembre de 1954

2. Ellis, 4 de noviembre de 1954

3. Ellis, 5 de noviembre

4. Isla de Ellis, 6 de noviembre

5. Ellis, 7 de noviembre

6. Ellis, 8 de noviembre

7. Ellis, 9 de noviembre de 1954

8. 10 de noviembre

9. Isla de Ellis, 11 de noviembre

10. Epílogo


Agradecimientos

Sobre el autor



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¿Qué es la totalidad de nuestra existencia,

sino el ruido de un amor terrible?

Louise Erdrich,

El último informe del padre Damien



[…] Aún pintamos a los hombres

sobre un fondo de oro,

como los primeros primitivos.

Se quedan de pie delante de lo indefinido.

A veces del oro, a veces del gris.

A veces dentro de la luz, y a menudo,

detrás de ellos, hay una oscuridad insondable.

Rainer Maria Rilke,

Notas sobre la melodía de las cosas

Epílogo


Los hombres del servicio de inmigración fueron los que encontraron el cuerpo cuando llegaron a la isla la mañana siguiente. Flotaba al lado del muelle y lo vieron incluso antes de atracar. Una canadiense morena fuerte y embutida en el uniforme mantuvo el cuerpo en la superficie, como si fuera una boya. Cuando descendieron del ferri, los hombres sacaron el cuerpo del agua y vieron que se trataba del director del centro. Un ahogamiento, en su opinión. La escalera seguía apoyada contra la farola y había una caja de herramientas abierta en el suelo.

El forense, Andrew Logan, fue enviado inmediatamente al lugar de los hechos. Tenía treinta y pico años, su cuerpo era todo brazos y piernas, sombrero inclinado, chubasquero puesto deprisa y corriendo, y con un aspecto como de setter delgaducho, de perro de caza de ronda, apresurado, torpe y avergonzado.

Andrew Logan desciende del ferri que acaba de dejarle en la isla y que ya parte hacia Manhattan, trazando una ligera elipse sobre el Hudson antes de desaparecer en el horizonte. Es la primera vez que viene aquí, aunque, como a todos, la presencia de la isla de Ellis en la bahía le resulta familiar. Se inclina sobre el cuerpo que los hombres han sacado del agua y dejado sobre los listones de madera del muelle. Rutina. No dice nada, pero para él, después de una rápida observación, John Mitchell no se ha ahogado. Su cara no tiene aspecto de ahogado; en ese caso, el agua que habría encharcado sus pulmones le habría hinchado el cuerpo como si fuera un globo. Nada de eso aquí. Al examinar el lugar y las herramientas desperdigadas, supone que el hombre se electrocutó al reparar la farola situada al final del muelle. Plantea la hipótesis de que la descarga eléctrica le hizo perder el equilibrio; la caída al agua helada, unida a la descarga, causó su muerte. Simple suposición. De todos modos, ya lo verá más de cerca mañana, en la tranquilidad de su laboratorio.


Los hombres tendrán que regresar durante los próximos días para continuar con el traslado de cientos de kilos de documentos y de muebles que se han vuelto inservibles: escritorios, mesas, sillas, camas y sillones. Tendrán que hacer el examen del lugar sin el director. Y volverán a la isla hasta que el centro quede completamente vacío y en orden. Por ahora, después de una larga mañana de trabajo, están agotados y hambrientos, y no se puede decir que se alegren de la presencia del cadáver que habrá que trasladar esta tarde a la morgue más cercana a las oficinas de los servicios federales. Y además está este tipo, el forense, que lo observa todo sin decir ni una palabra. Curiosas presencias.


Como un profesional acostumbrado a esta clase de situaciones, Logan efectúa varias entrevistas. En su libreta marrón, cerrada con una goma elástica, con páginas dobladas y un lápiz metido en una presilla de cuero, ya ha subrayado o destacado varias palabras y ha trazado flechas para conectar algunas de ellas.

Una ligera lluvia helada ha empezado a caer y ha hecho desaparecer el skyline de Manhattan en un halo de bruma que parece aislar la isla del resto del mundo. Logan entra ahora en el centro y, después de recorrer en todas direcciones los pasillos desiertos, se dirige al despacho aún iluminado de John Mitchell. Cierra la doble puerta acolchada y echa un vistazo a la estancia. Oye al lado a los hombres, atareados, que mueven, embalan, transportan, se llaman la atención o se insultan cuando uno de ellos se muestra torpe o vago. La doble puerta amortigua las voces y Logan avanza hacia el escritorio. Se está bien en esta habitación, debe de ser la única en todo el edificio que calientan. Se quita el impermeable, cargado de humedad, y coloca su sombrero en el asiento que está en frente del escritorio. Se da cuenta de la presencia de un montón de hojas con un bolígrafo al lado, bajo la luz de la lámpara de latón todavía encendida. Suspira, intenta deshacerse de la fatiga, del cansancio que empieza a apoderarse de él, y se sienta en el sitio de Mitchell, en la silla giratoria de madera, de respaldo alto, con el asiento tapizado de cuero rojo desgastado. El resto del despacho está en perfecto orden. En una mesa alargada perpendicular al escritorio, hay alineados varios dosieres de color verde oscuro, atados con correas, con grandes etiquetas blancas en las que han escrito con un rotulador negro. Un manojo de llaves con una indicación para cada una anotada en un rectángulo que había pasado por un anillo metálico. Vitrinas llenas de dosieres y de cajas de archivos, etiquetas clavadas con chinchetas en cada mueble. Logan piensa por un momento en el desorden que reina en el sitio donde trabaja, y eso lo hace sonreír.


Una pila de hojas está puesta en medio del escritorio, como si su redactor tan solo se hubiera ausentado unos momentos. Lee rápidamente la última página, luego le da la vuelta al montón y empieza a leer desde el principio. «Es por el mar que todo ha sucedido…». Todas las entradas del diario, datadas con precisión, están trazadas con claridad, con una caligrafía limpia, recta y con líneas espaciadas, aunque no es igual después de dos o tres páginas. El ritmo del texto se acelera, parece apresurado en algunos sitios, las letras se inclinan hacia la derecha, como si sujetaran el peso de la mano; las líneas están más juntas, los márgenes se reducen, como si el tiempo y el papel fueran a faltar, pero cada página está cuidadosamente numerada en la esquina superior derecha, con los números rodeados de un círculo nervioso. Tanto las fechas como las horas estaban anotadas con precisión, como si esas indicaciones hicieran las veces de últimos puntos de referencia, puentes construidos encima de un precipicio. Lo que más sorprende a Logan es que todas las entradas están escritas sin arrepentimiento, sin tachones, como si el escritor tuviera en la cabeza el desarrollo preciso de su historia y solo hubiera tenido que plasmarlo sobre el papel.

Logan suspira. La humedad ha calado toda su ropa: enciende un cigarro para calentarse y continúa con su lectura. En el exterior, todavía oye el ruido sordo de los muebles que chocan contra las paredes, de los cartones que se deslizan sobre las baldosas, las exclamaciones y las bromas de los empleados, entonces todo eso se desdibuja. Logan lee la historia de John Mitchell, de Liz y de Nella bajo el pequeño haz de luz que proyecta la lámpara. Levanta la vista y se fija en el lapicero del que sobresale el abrecartas, apuntando hacia abajo. Se recuesta en la silla, enciende otro cigarro. Más allá del halo de luz, la oscuridad ahora es total. De repente, se sobresalta. «Acqua e fuoco». Agua y fuego. Logan deja el montón de hojas, se levanta y se dirige hacia la ventana. La noche, nada más que la noche. Camina de un lado a otro de la habitación, busca dónde poner la mirada, trata de ralentizar los latidos de su corazón, que oye demasiado fuertes, demasiado rápidos.

Ya no hay nada más que hacer aquí. Se sienta de nuevo, luego se levanta demasiado deprisa y la silla se balancea hacia atrás con un crujido de madera seca. Se sobresalta otra vez. Se pone el impermeable pegajoso de humedad, agarra el montón de hojas y, después de dudar durante unos segundos, lo desliza en uno de sus bolsillos internos. Se pone el sombrero, abre la puerta y hace una señal a los dos hombres que están ahí, sentados en los peldaños de una escalera, tratando de resguardarse de las corrientes de aire.

—Ya he acabado, podéis vaciar esta habitación. Ya podemos regresar.

Tiene ganas de algo fuerte, ardiente, para contrarrestar el desconcierto que se ha instalado en él y que lo hace vacilar. Entonces, un rostro surge aquí, en esta fatiga que sentía, en esta humedad pegajosa, en esta oscuridad polvorienta. Mary. Es el rostro de Mary el que se impone ahí, de repente. Mary, que lo espera en casa. Mary, que le reprochaba, con un nerviosismo creciente, que vuelva tan tarde del trabajo, y que se harta y que trata de hacérselo entender. Y él, que sabe hablar tan poco. Ella le sonríe cada vez menos cuando Logan llega a casa, cansado, con un aspecto derrotado; ella lo observa tumbarse en su sillón, quitarse la corbata y servirse un whisky. Mary, que querría hablar, explicarle cómo le ha ido el día, escucharlo a él comentarle el suyo, que espera un gesto tierno, y él, que cierra los ojos y que solo pide, precisamente, olvidar su día.

Durante la noche, a veces, alarga los brazos hacia ella, hacia su vientre, hacia su calor. Cada vez más a menudo, ella se apartaba o empuja su mano; con dulzura, pero aun así lo hace, y él no insiste más. Esta noche le había prometido que llegaría temprano a casa, pero no había esperado que este hombre se freiría al cambiar la bombilla de una farola y que acabaría cayendo al Hudson. Mala suerte. Tampoco había planeado encontrar esos malditos papeles en su escritorio y toda esta historia que no puede archivar en una caja. Porque hay demasiado amor, demasiada tristeza en esas páginas. Se dice a sí mismo que este fin de semana se pondrá al día; le había prometido a Mary que pasarían el domingo los dos solos, que irían al cine, a comer a un restaurante y que, si no hacía mucho frío, pasearían por Central Park, que tanto le gusta a ella. De nuevo, suspira. Cierra los ojos durante unos instantes y ve el rostro de Mary, con el ceño fruncido y la frente arrugada, algo que no le sienta nada bien y que la envejece. Domingo. Prometido, Mary. Domingo. Prometido.


Ya es tarde y Logan sabe que Mary lo espera. Cuando por fin llega a Manhattan, todavía tiene que coger el metro, hacer transbordo y salir a la calle. Se dice también que le comprará un ramo de rosas si la florista ambulante que suele apostarse en la esquina de la estación sigue allí. Rosas cansadas, como él, como Mary, como ese hombre, ahí, que ha llegado al fin de sus días en este muelle, en el límite de esta isla, con esas dos mujeres en el corazón. Logan se ve a sí mismo llegando a la estrecha calle flanqueada de árboles, a su casa. En el tercer piso a la izquierda, Mary estará allí, peinada, maquillada y triste, con su vestido rojo, ese que le queda tan bien, inmóvil detrás de una cena ya fría. Lo sabe. También sabe lo que querría decirle: «Buenas noches, Mary. No te enfades. Hoy ha habido un caso gracioso, ¿sabes? Por favor, déjame abrazarte». Y sentir su piel, su pelo, sus brazos, su espalda, sus muslos, y estrecharla muy fuerte, tan fuerte como para aplastarla, como para hacerla entrar en él, en él toda entera, y ser uno solo, porque están vivos, sí, vivos, y eso es lo único que importa.


Andrew Logan es el último en embarcar en el ferri amarrado al muelle. Ya habían transportado el cuerpo de John Mitchell en una camilla, cubierto con una manta gris. El motor se enciende y una ráfaga de viento les trae un fuerte olor a gasolina que se le mete en la garganta. Ahora todo está apagado en la isla de Ellis. Sube a bordo poco a poco; un ligero oleaje lo obliga a agarrarse para recuperar el equilibrio y el comandante empieza a maniobrar para alejarse del muelle. Dirección: Manhattan.

Logan se instala en la parte trasera, de pie al lado de la barandilla, y se queda mirando la isla, que se aleja lentamente. Aún se distinguen los torreones y las cúpulas bulbosas, luego los revestimientos de la fachada pintados de blanco, y la isla parece disolverse en las tinieblas. Se fija en el extremo encendido de su cigarrillo, la última luz en la noche, y después en la estela triangular rodeada de espuma blanca que el ferri va dejando, como un hilo que lo lleva a tierra. Detrás de él, se alza la ciudad, de pie en su gloria, en sus luces, sus neones, sus insignias, sus escaparates. La ciudad en su vida, en su abundancia, en su nerviosismo, con su ruido de sirenas, de coches, de cláxones. En uno de sus bolsillos, Logan percibe el crujido del montón de hojas que se ha llevado y que hinchan su impermeable. Trata por última vez de distinguir el contorno de la isla. Ha desaparecido, cubierta por la noche, como una sábana puesta sobre las penas, los remordimientos y los recuerdos de los hombres, como si nada de esto hubiera existido jamás.


Septiembre 2012 – enero 2014


Isla de Ellis, 3 de noviembre de 1954


Las diez, esta mañana


Es por el mar que todo ha sucedido. Por el mar, con aquellos dos barcos que un día atracaron en esta orilla. Para mí, nunca se marcharon, y espolearon la vitalidad de mi ser y de mi alma con sus anclas y arpones. Todo lo que creía que había obtenido se vio reducido a cenizas. Dentro de unos días, por fin me libraré de esta isla que ha devorado mi vida. Ya no tendré nada que ver con este lugar, del que soy el último guardián y prisionero. Habré acabado con esta isla, por mucho que no sepa casi nada del resto del mundo. Solo llevo dos maletas y unos pocos muebles conmigo. Baúles de recuerdos. Son toda mi vida.

Solo me quedan nueve días, ni uno más, antes de que los hombres de la Oficina Federal de Inmigración vengan a cerrar de una vez por todas el centro de la isla de Ellis. Me avisaron de que llegarían pronto, muy pronto, el viernes que viene, el 12 de noviembre. Juntos, daremos una vuelta por la isla y examinaremos el lugar. Les entregaré todas las llaves que poseo —de puertas, verjas, almacenes, bodegas, oficinas— y partiré con ellos hacia Manhattan. 

Entonces, será hora de que cumpla con las últimas formalidades en uno de esos edificios de cristal y acero en los que, de lejos, las ventanas se parecen a las incontables celdas de una colmena gris vertical, un lugar que solo he pisado una decena de veces en todos estos años, y, después, por fin seré libre. En todo caso, eso es lo que me dirán, con esa mezcla de tristeza y envidia que uno utiliza para hablar con un colega que, a partir de un día y una hora en concreto, ya no forma parte del grupo ni comparte nada de lo que, día tras día, se había convertido en una especie de vida común, compuesta de preocupaciones y objetivos más o menos compartidos. Una persona abandona la manada, como un animal viejo que se retira para morir, y la tropa tiene que continuar sin ella. En general, una ceremonia deprimente marca ese momento. Discursos puestos en común, recordatorios de proezas compartidas, cerveza, whisky,