Salvador Bernal

 

Recuerdo de Álvaro del Portillo

Prelado del Opus Dei

 


ÍNDICE

 

    Presentación
1. Inesperada llamada de Dios
2. Un hogar cristiano
3. La primera juventud
4. Algunas aficiones
5. Ingeniero
6. La guerra de España
7. En Madrid y desde Madrid
8. Horas de dificultad
9. Sacerdote
10. En Roma
11. De Pío XII a Juan Pablo I
12. El Concilio Vaticano II
13. La muerte del Fundador del Opus Dei
14. La herencia de un espíritu
15. El relevo en la paternidad
16. Celo por las almas
17. Expansión apostólica
18. Prelado del Opus Dei
19. Pastor prudente y recio
20. La Beatificación de Josemaría Escrivá
21. Ante la cultura y la opinión pública
22. La ordenación episcopal
23. El cariño de Juan Pablo II
24. Tiempo mariano
25. Gracias a Dios
26. El encuentro definitivo con la Trinidad

Presentación

 

En la madrugada del 23 de marzo de 1994 fallecía en Roma Mons. Álvaro del Portillo, Obispo Prelado del Opus Dei. Conocí la noticia en Madrid unos minutos después de las nueve de la mañana. Cuando me quise dar cuenta, estaba escribiendo un artículo que debería entregar a un diario de la capital de España antes de las cinco de la tarde. En medio de la urgencia, afloraban en mí las mismas sensaciones que tuve el 26 de junio de 1975, cuando murió Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer. Incluso, escribía palabras semejantes, como comprobé al encontrar el comentario periodístico que había publicado casi veinte años atrás con el título Convertir las lágrimas en oración.

“Se llora cuando alguno muere, y se siente dolor y el corazón se aflige, y todo se vuelve amargura”, proclamaba en sus Confesiones San Agustín, gran conocedor de los contrastes del corazón humano y de la incapacidad de las cosas creadas para colmar las ansias de felicidad. No encontré un modo mejor para describir mis sentimientos aquella mañana de marzo. Esa impresión se agudizaba al tomar conciencia de que no volvería a ver la estampa amable de un hombre que, gastado en mil batallas, derrochó cariño a manos llenas y nunca perdió la juventud del amor.

Había pasado muchas horas a su lado, desde 1976 hasta muy poco antes de su fallecimiento: junto con otras personas, le acompañé bastantes veranos, en tiempos de trabajo y descanso, lejos de sus actividades ordinarias en Roma; y acudí con relativa frecuencia a la Ciudad Eterna, para ocuparme de tareas encomendadas por el Prelado del Opus Dei. Sentí muy pronto la necesidad de dar a conocer la figura afable y recia de Álvaro del Portillo, que había deseado esconderse, hasta desaparecer tras el Fundador del Opus Dei, de quien fue “fidelísimo hijo y sucesor”, según reza la oración para su devoción privada.

En octubre de 1976, vieron la luz mis Apuntes sobre la vida del Fundador del Opus Dei, que alcanzaron una amplia difusión. Por eso, al presentar ahora un libro sobre don Álvaro del Portillo, deseo advertir a los lectores que intento describir su personalidad a partir de mis recuerdos y vivencias, sin perjuicio lógicamente de mencionar otros hechos y datos objetivos. Mi información se agrupa en torno a momentos decisivos en la biografía de don Álvaro, inspirada y apoyada en secuencias de las que soy testigo presencial.

Otra advertencia me parece obligada: estas páginas presuponen un cierto conocimiento de la historia del Opus Dei y de su Fundador. Sólo incluyo los detalles imprescindibles para situar mi relato o encuadrar mis impresiones. Cuando es posible o necesario, el recuerdo personal se completa con testimonios cualificados, con algunos libros y documentos públicos o, en fin, con las noticias autobiográficas que surgen –muy de tarde en tarde, justo es reconocerlo– en los propios escritos de don Álvaro. Si se refería a sí mismo era por puro sentido del humor o porque, sin señalar su presencia, le habría resultado más difícil exponer con precisión fiel un rasgo concreto del Fundador. Y, ciertamente, la virtud humana y cristiana de la fidelidad –natural y heroica a la vez– compendia la vida de Álvaro del Portillo.

Además, he procurado tener presente una idea que aprendí de él en agosto de 1976, a propósito de los trabajos históricos que le ocupaban por aquella época: deseaba reflejar cómo Mons. Escrivá de Balaguer vivió in crescendo las virtudes teologales y morales a lo largo de las diversas etapas de su caminar terreno. Para lograrlo, consideraba muy importante relatar sucesos vivos; pero, también, evitar el peligro –sobre todo para los que llegaron al Opus Dei más recientemente, o no habían conocido físicamente al Fundador– de quedarse en cosas anecdóticas, sin calar en la profunda santidad de su respuesta cristiana.

Esta cautela resulta indispensable al escribir sobre Álvaro del Portillo: porque su existencia estuvo presidida por ese carisma de normalidad característico de las personas humildes, que alcanzan las cumbres de la perfección sin hacer nada raro ni llamativo. Una noche de 1985, anoté en Solavieya (Asturias): “un día más, muy normal en todo, con ese tono sereno –lleno de oración y de trabajo– que se vive siempre junto a don Álvaro”. Y es que encarnaba tan ejemplarmente la espiritualidad laical del Opus Dei que, a su lado, parecía cobrar vida un texto de San Josemaría Escrivá de Balaguer sobre la Virgen, en Es Cristo que pasa, 148: “María santifica lo más menudo, lo que muchos consideran erróneamente como intrascendente y sin valor: el trabajo de cada día, los detalles de atención hacia las personas queridas, las conversaciones y las visitas con motivo de parentesco o de amistad. ¡Bendita normalidad, que puede estar llena de tanto amor de Dios!”.

Al evocar escenas protagonizadas por don Álvaro, se funden en mi memoria ideas antitéticas: natural sobrenaturalidad, heroísmo en lo cotidiano, extraordinaria normalidad. Pienso sinceramente que su correspondencia a la gracia de Dios convertía en santas –divinas– las circunstancias comunes y corrientes de cada día. Transformaba realmente –me sirvo de palabras del Fundador del Opus Dei– en endecasílabo, en verso heroico, la prosa de la jornada. Vibraba con acentos de eternidad en la existencia ordinaria, en las cosas más pequeñas. Y, en todo, con una profunda humildad, que rebosaba mansedumbre y olvido de sí mismo. Se reproducía una vez más la paradoja de los hombres de Dios, que tratan de ocultarse, para que sólo Jesús se luzca –en frase también de San Josemaría Escrivá–, y las almas descubren la senda divina de su clamorosa humildad.

Ha pasado ya tiempo desde su muerte. Entre cuantos le conocieron, la coincidencia es unánime: Álvaro del Portillo fue fundamentalmente fiel, un hombre bueno, pleno de cariño. Lo sintetizó el comentario espontáneo de Mons. Stanislaw Dziwisz, secretario del Papa Juan Pablo II, cuando recibió las primeras estampas para la devoción privada de don Álvaro, impresas en polaco: “–¡Qué bueno era el Prelado!”.

Siempre recordaré la paz y el sosiego que vivía e infundía, muestra evidente de su unión con Dios. Pero, al observar ya en la madurez de su vida esa bondad y equitativa ecuanimidad –su serenidad deslumbrante–, me atrevo a sospechar que, más que fruto del temperamento, fueron consecuencia de la lucha ascética, de la victoria de la voluntad y del entendimiento, dóciles a la gracia divina, sobre los rasgos de un carácter enérgico. He procurado hacerlo ver a lo largo de estas páginas: don Álvaro fue un fidelísimo hombre de paz –aun en medio de las más graves dificultades–, con una personalidad afable y firme, leal y paciente, exigente y recia, llena de valentía y audacia, de exigencia consigo mismo y comprensión hacia los demás. Estos rasgos configuraron la imagen amable de un pastor ejemplar en el servicio a la Iglesia.

1. Inesperada llamada de Dios

 

El 6 de julio de 1993 estaba con don Álvaro, recién llegado de Roma para pasar una temporada en España. Era la víspera del 58° aniversario del día en que pidió su admisión en el Opus Dei. Cuando lo mencionamos, reaccionó enseguida, como quien lo tiene bien pensado:

“–¡Cuántos años! ¡Cuánta cuenta tengo que dar a Dios Nuestro Señor! ¡Cuánto tenéis que ayudarme!”.

A la mañana siguiente, después de celebrar Misa, volvimos a evocar el domingo 7 de julio de 1935, en que asistió a un retiro espiritual en la Residencia universitaria de Ferraz (Madrid), predicado por don Josemaría Escrivá. Don Álvaro no recordaba exactamente la hora en que pidió la admisión en el Opus Dei, pero sí que fue después de la segunda meditación de la mañana (en aquella época, durante los retiros mensuales, el Fundador dirigía tres meditaciones por la mañana y dos por la tarde). Y comentaba con humor que fue un lapsus del que le planteó su posible incorporación a la Obra, porque San Josemaría había dicho que esperasen a la tarde... Pero “dio una meditación sobre el amor a Dios y el amor a la Virgen, y me quedé hecho fosfatina”.

Poco más solía contar de aquella inquietud nueva que metió en su alma el Espíritu Santo, y –agregaba– le llevó a comenzar su verdadera existencia.

Alguna vez reconoció que ni en julio de 1935, ni en los meses anteriores, nada le hacía presagiar que el Señor estaba a punto de llamarle al Opus Dei. Había crecido en un ambiente cristiano –comulgaba casi a diario, y rezaba el Rosario todos los días–, pero no era hombre inclinado hacia asociaciones piadosas ni organizaciones eclesiásticas. Resumía el proceso como “la historia de la oración confiada y perseverante de nuestro Fundador, que durante unos cuatro años –sin conocerme siquiera, sólo porque una de mis tías le había hablado de mí– rezó para que el Señor me concediera esta gracia tan grande, el mayor regalo –después de la fe– que Dios podía haberme hecho”.

Se trataba de Carmen del Portillo, que era además su madrina. Vivía con su hermana Pilar en el mismo edificio de la calle Conde de Aranda en Madrid, donde radicaba el hogar familiar de Álvaro. Solteras las dos, profundamente cristianas, disponían en su casa de un oratorio privado, con buenas tallas de San José y de la Inmaculada Concepción. Se habían comprometido en diversas obras de caridad, y ayudaban especialmente en las iniciativas del Patronato de Enfermos, de las Damas Apostólicas. Tenían mucha relación con el Padre José María Rubio, S.J. –beatificado en 1985–, tan ligado a la fundación de Luz Rodríguez Casanova. Pronto conocieron también a don Josemaría Escrivá, capellán de la iglesia del Patronato de Enfermos, y le hablaron de su sobrino. Comenzó a rezar desde entonces por él.

Álvaro conocería al Fundador del Opus Dei no a través de sus tías, sino de Manuel Pérez Sánchez, compañero en la Escuela de Ingenieros de Caminos de Madrid. Manolo, que estudiaba unos cursos por delante, había facilitado la colaboración de Álvaro en las actividades asistenciales que protagonizaban estudiantes de esa Escuela y de la de Arquitectura en las Conferencias de San Vicente de Paúl.

Cuando Álvaro se interesó por esa iniciativa apostólica, Manolo le expuso el planteamiento general y, en concreto, que en la parroquia de San Ramón (Puente de Vallecas) había una Conferencia en la que participaban algunas personas mayores y cinco o seis estudiantes, en un edificio llamado “La Acacia”. Para imprimir nuevo ritmo al trabajo, se había creado otra Conferencia, compuesta sólo por jóvenes. Según Guillermo Gesta de Piquer, que formaba parte de ese grupo, la parroquia de San Ramón estaba en una zona casi de chabolas, construidas a base de chapa y cartón. Desde la Conferencia de San Vicente prestaban ayudas diversas: limosnas en metálico, bonos de alimentación canjeables en tiendas, medicinas, asistencia médica.

Después de su conversación con Manolo, Álvaro comenzó a asistir a las reuniones de los sábados por la tarde en la Casa Central de las Conferencias, en la calle de la Verónica. Hacían un rato de lectura espiritual y, a continuación, se exponían los resultados conseguidos y las necesidades advertidas durante las visitas realizadas a lo largo de la semana anterior; ponderaban luego con detalle los medios necesarios para atender a las personas o familias que visitarían en los próximos días. Iban siempre dos. Con mucha frecuencia, acudían juntos Álvaro y Manolo, pues les resultaba muy fácil ponerse de acuerdo en la Escuela de Caminos:

“–Desde el primer momento –evoca Manuel Pérez Sánchez– comprobé la dedicación de Álvaro por aquellas tareas, en las que destacaba por su amor y compasión por los niños”.

En ese grupo estaban Ángel Vegas, Alfredo Piquer, Guillermo Gesta de Piquer y su hermano, el Beato Jesús Gesta de Piquer, mártir en 1936. Participaban también –los datos proceden de Ángel Vegas Pérez– Carlos Valdés Ruiz, César Granda, Florencio Caballero, José María y Alfonso Chico de Guzmán, marqués de Campillo, y su primo Rafael Moreno. Se trataba de estudiantes universitarios de diversas carreras. Desarrollaban su labor en las barriadas más apartadas de Madrid, entre gente que vivía en condiciones infrahumanas, y en un clima frecuentemente hostil hacia la Iglesia.

Ángel Vegas Pérez, que fue Catedrático en la Facultad de Ciencias Políticas y Económicas de la Universidad Central (Madrid), recuerda entrañablemente aquel grupo lleno de inquietudes espirituales y humanas. Y señala que le sorprendía Álvaro del Portillo:

“–Tenía mucho prestigio humano e intelectual. Era verdaderamente ejemplar en aquella tarea que realizábamos con las gentes necesitadas. Digo que me sorprendía porque era uno de los alumnos más brillantes de la Escuela y, al mismo tiempo, una persona muy tratable y sencilla; muy inteligente, alegre, culto, simpático, amable, y sobre todo –esto es lo que me llamaba la atención– profundamente humilde, de una humildad extraordinaria, que dejaba huella (...), una huella de cariño, de bondad, de Amor de Dios”.

Desde luego, las condiciones externas no eran precisamente idílicas. Lo supe, al final de los años cincuenta, a través de Mercedes Santamaría, que estuvo empleada muchos años en el hogar de los Del Portillo en Madrid. La conocí en su casa de La Granja de San Ildefonso (Segovia), con el pelo completamente blanco y un porte señorial. Era madre de Carmen Fernández, que había sido alumna de mi propia madre, maestra en La Granja, y trabajó en la casa de mis padres en Madrid hasta su boda. Años después, al saber la señora Mercedes que yo era miembro del Opus Dei, me habló con inmenso cariño de don Álvaro, “que ahora trabaja en Roma, junto al Papa”–repetía, señalando orgullosa una foto en la que aparecía al lado de Juan XXIII y Mons. Escrivá de Balaguer.

Mercedes conservaba recuerdos nítidos de don Álvaro en los años treinta. Uno de los más agudos era de un domingo en que llegó a casa con una aparatosa herida en la cabeza, y la chaqueta empapada de sangre. El percance sucedió–lo he comprobado en diversas fuentes– el 4 de febrero de 1934. Sus padres habían salido y, para no alarmar a los pequeños, dijo simplemente que se había caído. A ella le pareció normal, pues ese día nevaba en Madrid. Pero, al advertir la extensión de la brecha, le acompañó a una Casa de Socorro en la calle de Claudio Coello.

El remedio pudo ser peor que la enfermedad: Mercedes lo sospechó enseguida, porque el sanitario que le atendió aplicó sobre la herida, sin más precauciones, un tubo que llevaba abierto en el bolsillo. De hecho, se le infectó, y Álvaro pasó una temporada con fiebre alta. Acudía a diario un médico, para hacerle las curas, que debían de ser dolorosas, aunque no se quejase.

Álvaro seguía sin ser muy explícito respecto de lo sucedido. Hasta que, al fin, la familia se enteró de que en el origen de todo estaba la agresión que había sufrido, junto con otros amigos, al acudir a la catequesis en la parroquia de San Ramón. Aquel domingo, un grupo de unas quince personas les aguardaba para darles una paliza. Lo habían preparado con antelación, porque había gente asomada a los balcones, dispuesta a presenciar el espectáculo. Álvaro recibió un golpe fortísimo en la nuca, producido por una llave inglesa. A otro le arrancaron prácticamente una oreja. “–Menos mal que había cerca una entrada del Metro –contó incidentalmente don Álvaro en Manila, en 1987. Nos refugiamos allí en el momento en que llegaba un convoy; subimos al tren, cerró las puertas y nos fuimos”.

Dios se sirvió de la generosidad de Álvaro en favor de los pobres, en aquellas barriadas extremas de Madrid, para encaminarle hacia el Opus Dei. Un día de 1935, se fijó en que tres o cuatro de sus compañeros iban charlando entre ellos. Le entró curiosidad y les preguntó de qué trataban. Le explicaron que de don Josemaría Escrivá y de la labor apostólica que realizaba. Les pidió entonces que se lo presentaran. Al cabo de los años, Manuel Pérez Sánchez sitúa con precisión la escena en el Madrid de la época: se dirigían hacia el Arroyo del Abroñigal a visitar a una familia desvalida, y pasaban por unos cultivos de trigo y cebada, donde se asienta hoy el Barrio de la Estrella; en ese campo habló a Álvaro del Fundador del Opus Dei –el Padre, como le llamaban con sencillez–, y le invitó a ir a verle.

Hasta entonces, Álvaro llevaba una sólida vida cristiana, pero no mantenía un trato habitual con sacerdotes, ni había advertido ninguna señal de una posible llamada de Dios. La primera entrevista con San Josemaría le impresionó profundamente, como evocaba en Roma en 1975:

“–Me preguntó enseguida: ¿cómo te llamas?, ¿tú eres sobrino de Carmen del Portillo? Era mi madrina, hermana de mi padre, que murió muy viejecita y había ayudado mucho al Padre visitando enfermos por los barrios más pobres de Madrid. Y como era mi madrina, además de mi tía, le había dicho al Padre que tenía un sobrino muy listo. Por esto el Padre se acordaba de mí, y de un detalle que mi madrina contaba. Decía que, de pequeño, me gustaban mucho los plátanos, pero por lo visto no sabía pronunciar bien esa palabra y decía palátanos. Por eso el Padre añadió: ¿entonces tú eres aquél al que le gustan mucho los palátanos?”.

Al margen de este detalle anecdótico, en aquella brevísima conversación de apenas cinco minutos, sintió que el Fundador del Opus Dei le tomaba en serio, y traslucía gran afecto. Le manifestó cordialmente su deseo de hablar más despacio, largo y tendido. Sacó su agenda, y quedaron citados para cuatro o cinco días después. Pero no estaba cuando acudióÁlvaro:

“–Me dio plantón –relataba divertido años más tarde. Se ve que le habían llamado para atender a algún moribundo, y no me pudo avisar, porque no le había dejado mi teléfono”.

Sin embargo, la imagen de aquel joven sacerdote se había grabado en el alma de Álvaro. Y, tiempo después, cuando ya terminaba el curso académico 1934-35, decidió verle de nuevo, con la idea de saludarle antes de irse ya de vacaciones:

“–Me recibió y charlamos con calma de muchas cosas. Después me dijo: mañana tenemos un día de retiro espiritual –era sábado–, ¿por qué no te quedas a hacerlo, antes de ir de veraneo? No me atreví a negarme, aunque mucha gracia no me hacía, porque no sabía de qué se trataba”.

Durante ese retiro en la Residencia de Ferraz, vio con claridad una llamada divina que no esperaba, y decidió comprometer su vida en el Opus Dei. El Fundador le explicó que debía ponerle unas letras. Seguramente fue la primera vez que se dirigió a San Josemaría con un querido Padre.

“–Escribí cuatro líneas –evocaba tanto tiempo después–, redactadas con estilo de ingeniero. Venía a decir: he conocido el espíritu de la Obra, y deseo pedir la admisión; algo así”.

Tres meses antes, el 11 de marzo, Álvaro había cumplido 21 años.

A pesar de lo agotado que estaba el Fundador en aquellas fechas de 1935, le dedicó bastantes horas para formarle en aspectos fundamentales del espíritu del Opus Dei. Como no había asistido a las clases de formación que San Josemaría impartía a la gente joven, organizó un curso sólo para él, de modo que recibiera enseguida los elementos básicos de ese plan.

Por su parte, Álvaro retrasó su salida de verano. Hacia agosto, se reunió con sus padres y hermanos en La Granja, mientras el Fundador seguía en Madrid. Estuvo allí cierto tiempo, y lo aprovechó para hacer apostolado con sus amigos. A alguno le expuso el amplio panorama de vida cristiana en lo ordinario que abría el espíritu del Opus Dei. Uno o dos se decidieron entonces también a formar parte de la Obra. En las Noticias de septiembre –hojas impresas a velógrafo, que mantenían unidos a los que se formaban humana y espiritualmente en torno a la Residencia de Ferraz–, se lee que Álvaro “se dedicó con éxito en La Granja, a la famosa pesca de que habla S. Marcos en el capítulo I de su Evangelio”.

A partir del 7 de julio de 1935, la biografía de Álvaro del Portillo se puede resumir en una frase: fidelidad a su vocación cristiana en el Opus Dei. Desde el primer instante, tuvo conciencia de que su sí a Dios le comprometía para toda la vida:

“–Señor, ¡qué bueno eres; qué bueno eres, que me has elegido, que me has escogido, entre tantas personas, sin ningún mérito especial de mi parte!”, le oí exclamar en Barcelona en agosto de 1991.

Su perseverancia –como su decisión– fue profundamente libre, compatible con la eventual ausencia de sentimientos o de ilusión humana. Ante su 50° aniversario en el Opus Dei, don Álvaro confesaba con sencillez que había aprendido la lección ya en sus primeros tiempos en la Obra:

“–Como suele hacer con los que comienzan, junto a una profunda alegría espiritual, el Señor me regaló al principio un entusiasmo sensible por la vocación recibida. Al cabo de los meses, esta componente humana fue apagándose, dejando paso a una ilusión sobrenatural que ha de estar siempre en la raíz de nuestra perseverancia. Se lo comenté a nuestro Padre, que me entendió perfectamente y tomó ocasión de esta confidencia mía para redactar unas consideraciones que pudieran servir a todos los hijos suyos”.

De ahí–reconocía– surgió el número 994 de Camino: “‘Se me ha pasado el entusiasmo’, me has escrito. –Tú no has de trabajar por entusiasmo, sino por Amor: con conciencia del deber, que es abnegación”.

Y don Álvaro sintetizaba en pocas líneas el significado profundo de la llamada divina y de la respuesta del hombre:

“–No es un estado de ánimo, ni depende de la salud, ni de la situación profesional o familiar en que uno se encuentre. Por encima del oleaje de la vida –con sus altos y bajos, con sus dolores y alegrías–, nuestra vocación divina brilla siempre como un lucero en la noche, señalando inequívocamente el rumbo de nuestro caminar hacia Dios. Esto es lo que cuenta, hijas e hijos míos. Esto es lo definitivo. Todo lo demás que pueda acaecernos, es transitorio. ¡No lo olvidéis nunca!”.

Encarnó la enseñanza de San Josemaría Escrivá, que entendía la respuesta a la Voluntad divina como un compromiso de amor: una persona enamorada llena el día de delicadezas, no soslaya el sacrificio ni la entrega, ni se deja llevar por excusas o regateos. Esa alma, aun siendo feliz, nunca está satisfecha de su entrega al amado: menos aún, cuando es Dios el término del amor.

2. Un hogar cristiano

 

Un día de julio de 1977, al comenzar el almuerzo, mientras se servía, absorto en la conversación, don Álvaro no advirtió que se ponía algunas patatas, además de las consabidas verduras. Al darse cuenta, se las pasó a don Florencio Sánchez Bella y a don Joaquín Alonso, sentados junto a él. Esto le recordó unas palabras que le decía de pequeño su madre. Álvaro tenía que comer rápidamente, para llegar a tiempo a las clases de la tarde en el colegio. Al despedirse, tomaba algo del plato de postre de su madre, y ella solía repetir:

“–De tu boca te lo quitarán a ti tus hijos”.

Agregaba don Álvaro que, cuando se acordaba de esa escena, pensaba que su madre se había equivocado; pero no...

Al Ayuntamiento de Zalla, en tierras de Vizcaya, pertenecía Sollano. Históricamente, fueron señores del lugar diez hermanos, que “tanto montaban los unos como los otros”, según rezaba su firma: “uno de los diez de Sollano”. De ahí procede el apellido Diez de Sollano (no Díez, con acento, como a veces se transcribe por error).

Clementina Diez de Sollano Portillo era guapa y distinguida, buena cristiana. Había nacido en Cuernavaca (México), donde vivieron sus padres hasta su regreso a España tras el proceso revolucionario que comenzó en 1910. Conservaba la nacionalidad mexicana, y el acento dulce y suave del habla de aquella tierra. Realizó parte de sus estudios en Londres, en el Colegio de las Esclavas del Sagrado Corazón: además de consolidar el inglés, que manejaría muy bien, tal vez aprendió allí a vivir su rectitud cristiana con flexibilidad, sin sentimentalismos, con sentido común y visión sobrenatural. Mujer culta y aficionada a la lectura, le gustaba leer biografías y libros de espiritualidad. Tenía siempre a mano el Kempis. Acudía diariamente a Misa.

Su hijo Álvaro heredó algunos de sus rasgos humanos, como la afabilidad y la delicadeza en el trato; la sonrisa que acompañaba sus decisiones, aun las más enérgicas; el acendrado espíritu de comprensión que le llevaba a no hablar mal de nadie ni criticar a ninguna persona. Y heredó algo mucho más elemental: la capacidad de tomar imperturbablemente las comidas europeas más picantes, nunca tan sabrosas para él como el viejo chile chipotle mexicano.

En el hogar familiar se forjó en su alma la devoción a la Virgen, a través del rezo del Santo Rosario. Y aprendió de labios de su madre una popular e ingenua oración a Santa María, que se acostumbró a recitar a diario:

Dulce Madre, no te alejes,
tu vista de mí no apartes,
ven conmigo a todas partes
y solo nunca me dejes.
Ya que me proteges tanto
como verdadera Madre,
haz que me bendiga el Padre,
el Hijo y el Espíritu Santo.

Cuando don Álvaro volvió a México en 1983, se sintió muy de aquella tierra: “aunque –bromeaba– ahora hable así, ‘tableteado’; de pequeño hablaba ‘dulcemente’, como ustedes”. Añadió muy divertido que su abuela le cantaba, como canción de cuna, nada menos que el himno nacional de esa República.

Evocaba también sus raíces mexicanas en agosto de 1977, a propósito del apelativo Santina–“señal de cariño, de confianza, de amor”–, con que se dirigen en Asturias a su Patrona. Nos confió que de pequeño llamaba a su madre mamasita; y que después aprendió de San Josemaría a invocar a la Santísima Virgen, diciéndole: ¡Madre! ¡Madrecita!

Unas semanas atrás, en ese verano de 1977 –no he conseguido recordar el contexto–, relató incidentalmente un detalle heroico de la vida cristiana de su madre. Aunque ella tenía la gran delicadeza de alma de no hablar de esto, su hijo se había dado cuenta de que se levantaba muy temprano –me pareció entender que a las cuatro de la mañana–, se bañaba con agua fría como mortificación y, luego, hacía una hora de oración. Don Álvaro asociaba estos detalles con la preocupación de doña Clementina por la fe de una persona próxima a la que quería mucho.

Su marido, don Ramón del Portillo Pardo, había nacido en Madrid, y estudió la carrera de Derecho en la entonces llamada Universidad Central. Trabajó en la compañía de seguros “Plus Ultra”. Hombre ordenado y trabajador, muy hogareño, era –según evoca su hija Pilar–“pulcro y correcto en todo, muy educado y elegante; sumamente puntual y muy minucioso”. Prevalecía en su carácter la precisión, la exactitud, la seriedad. “De todos modos –puntualiza otro hijo, Carlos–, era serio, pero no severo. No le recuerdo en absoluto como una persona adusta, envarada o fría”.

Aquel hombre, humano y entrañable, tenía gran afición a los toros y a la lectura. Con los años fue perdiendo la vista. Debía de ser mal de familia, por lo que oí contar a don Álvaro de su abuelo: vivía en la calle del Caballero de Gracia, y acudía con frecuencia al Real Oratorio situado junto a la Red de San Luis; un día, en el comedor, se dirigió a su mujer, más bien enfadado, porque le había atropellado una de esas beatas que van por la iglesia sin mirar... Y ella repuso:

“–Entonces, ¿fuiste tú el que casi me tira al suelo?”.

Clementina y Ramón vivieron también, al comienzo de su matrimonio, en la calle del Caballero de Gracia. Pero pronto se trasladaron a una casa más amplia en la calle de Alcalá 75, poco antes de llegar a la Puerta de Alcalá, subiendo desde Cibeles, a la izquierda. Allí nacióÁlvaro. Casi en frente, estaba “El Sotanillo”, una chocolatería castiza, hoy desaparecida, ligada a las actividades apostólicas del Fundador del Opus Dei en los años treinta. Más adelante, marcharon al último piso de otro edificio en la no lejana calle del Conde de Aranda, nº 16. Tuvieron ocho hijos: Ramón, Paco, Álvaro, Pilar, Pepe, Ángel, Tere y Carlos.

Álvaro nació el 11 de marzo de 1914, y fue bautizado seis días después en la parroquia de San José, situada en la calle de Alcalá, justo en el lugar donde arranca la Gran Vía de Madrid. Fueron padrinos sus tíos Jorge Diez de Sollano y María del Carmen del Portillo Pardo. Le impusieron el nombre de Álvaro José María Eulogio (este último, santo del día, según una costumbre muy arraigada entonces en España). El 28 de diciembre de 1916, recibió la Confirmación de manos del Obispo de Sigüenza, Mons. Eustaquio Nieto y Martín, en la parroquia de la Concepción. Lo apadrinaron el Conde de las Almenas y la Duquesa de la Victoria. Como es sabido, en aquella época era usual en España administrar enseguida este sacramento a los niños.

El 11 de marzo de 1989, cuando cumplía 75 años, don Álvaro celebró la Misa en la iglesia prelaticia de Santa María de la Paz. En la homilía, al repasar con gratitud tantos beneficios como había recibido del Señor a lo largo de su vida, evocó en primer término el hecho de haber nacido en el seno de una familia cristiana, donde aprendió a ser piadoso. Recordó a doña Clementina, “que me inculcó una devoción especial al Sagrado Corazón y al Espíritu Santo, y una particular veneración a la Santísima Virgen bajo la advocación de Nuestra Señora del Carmen”. Y añadía: “Dios Nuestro Señor quiso que fuera amigo de mi padre, y esto, evidentemente, evitó que tuviese malas amistades”.

Mercedes Santamaría me contó que Álvaro destacaba desde muy pequeño como un niño especialmente sociable: cuando le llevaba a pasear desde Conde de Aranda, camino del inmediato parque del Retiro, la gente se le quedaba mirando, pues llamaba la atención; más de uno se sentía movido a decirle algo, y él les contestaba con naturalidad, como animando a proseguir la conversación. Dudo que a Mercedes le traicionase su evidente cariño. Pero don Álvaro mencionó en ocasiones que había sido un chico tímido: por ejemplo, cuando sopesó ese motivo para no ser abogado, como su padre; o cuando aludía a su facilidad para ponerse colorado... Tal vez acudía a la timidez, como recurso de modestia, justamente en momentos en que dirigía su palabra con evidente vigor a miles de personas...

Pronto comenzó a padecer dolencias de cierta entidad. Sufrió ataques de reuma con apenas dos o tres años. Después de cenar, a sus dos hermanos mayores les hacían beber un vaso grande de leche con una yema batida; a él, una medicina. Y les decía con envidia, y con acento mexicano: “–Qué suertasa tenéis: a vosotros os dan yema de huevos, y a mí Sanatogén”. Se trataba de un preparado con salicilatos, de mal sabor. Debía de presentar cierta predisposición congénita hacia esa enfermedad, porque, tiempo después, ya con cerca de veinte años, le atacó de nuevo el reuma. Le atendió el Dr. Gregorio Marañón. Pilar del Portillo recuerda la receta, tal vez por su originalidad: unas gotas de ajos picados remojados en alcohol.

Don Álvaro se reía al recordar una anécdota de infancia, cuando quiso corregir el castellano de uno de sus hermanos pequeños. Pilar, o quizá Pepe, dijo un no cabo, tan típico en el despuntar de la lengua. Y Álvaro le explicó rotundamente:

“–No se dice caber; se dice queper”.

Cometía las travesuras y desaguisados normales de la infancia, y su padre se veía obligado en ocasiones a castigarle. Pero Álvaro se le escabullía: a veces, cuando don Ramón iba detrás de él y estaba a punto de agarrarle, para imponerle un castigo, se escapaba cruzando a toda velocidad por debajo de la gran mesa del comedor.

Mientras fue pequeño, don Ramón le llevaba a Misa los domingos por la mañana con sus hermanos. Iban desde la casa en Conde de Aranda hasta la cercanísima iglesia de San Manuel y San Benito. Luego, cruzaban la calle de Alcalá para dar un paseo por el parque del Retiro, donde les invitaba a patatas fritas y gaseosa. Según su hermana Pilar, que había nacido después de él, Álvaro era un niño apacible, alegre y sencillo, más bien gordito, con gesto simpático y risueño. No recuerda haberle oído mentir nunca. Sí, en cambio, algunas travesuras infantiles, así como, con el tiempo, muchas bromas más o menos divertidas. Su piedad incluía las manifestaciones normales de una familia cristiana. Pilar piensa que lo más acusado en Álvaro fue su continuidad a lo largo de los años; está convencida de que “siguió guardando, en el fondo de su alma, aquella inocencia, aquella sencillez, aquella búsqueda sincera de Dios que tenía cuando era muy pequeño”.

3. La primera juventud

 

Álvaro del Portillo completó su formación humana y cristiana en el Colegio de Nuestra Señora del Pilar, que los Marianistas regentaban en la calle Castelló, n° 50, de Madrid.

Por algunos rasgos de su temperamento, apuntaba más bien enérgico. En un boletín de notas del colegio, el profesor avisó por escrito a los padres: “Se dibuja algo brusco”. Y don Ramón apostilló:

“–¿Cómo que se dibuja? ¡Se esculpe!”, tan convencido estaba del fuerte carácter de su hijo.

Por aquella época debió de hacer un buen disparate en el colegio, porque un profesor, don Genaro, lo agarró de los pies, boca abajo, y lo sacó a una ventana de la clase, mientras le decía con mucha gracia, pues era hombre simpatiquísimo:

“–Si lo vuelves a hacer, te suelto”.

Siempre que oí a don Álvaro recuerdos del colegio, mencionaba su gratitud a tantos buenos maestros, que habían contribuido a su formación intelectual y a la práctica de la fe que recibió en el bautismo. Sólo he conseguido retener el nombre del profesor de Caligrafía, Eduardo Cotelo, autor de libros y cuadernos muy difundidos en el primer tercio del siglo XX. Andando los años, dio alegría a don Álvaro saber que el Fundador del Opus Dei había utilizado también en su colegio cuadernos de Eduardo Cotelo.

Antiguos compañeros, ya entrados hoy en años, recuerdan aún la figura de Álvaro, con quien compartieron tantos afanes en las aulas o en los patios del Pilar, cuando cursaban la enseñanza primaria y el bachillerato. Algunos no acaban de explicarse por qué no se les ha borrado de la memoria, aunque comprenden que pueda parecer sorprendente, especialmente si le trataron sólo durante la época escolar. Piensan que la razón estriba en la impresión que dejó en ellos su hombría de bien, su auténtica bondad.

Entre esos antiguos alumnos del Colegio está Alberto Ullastres, Catedrático en la primera Facultad de Ciencias Políticas y Económicas de Madrid, que sería Ministro de Comercio en 1957 y desarrollaría luego una amplia labor diplomática en Bruselas como Embajador de España ante la Comunidad Europea. Se acuerda de Álvaro del Portillo, a pesar de que Alberto era de un curso superior. Más bien suele suceder lo contrario, en todo caso: que los alumnos de cursos inferiores se fijen en algunos que van por delante. Pero, durante una larga temporada, los cursos de Alberto y Álvaro coincidieron día a día a la hora del recreo. Alberto iba casi siempre al fútbol, en una zona hacia arriba del patio. En la parte opuesta, otros se divertían jugando a la pelota en las paredes de frontón. Más o menos en una franja central, quedaban los intelectuales, los que –y esto no significa que no fueran aficionados al deporte– preferían dedicar ese tiempo libre a charlar de temas interesantes... Alberto Ullastres piensa que Álvaro tenía unos noventa compañeros, a los que él ha olvidado casi por completo:

“–Han pasado más de 65 años”, me decía el 6 de febrero de 1995, excusándose de no poder aportar más pormenores. Pero –me repetía–“no me explico cómo tengo tan grabada la imagen de Álvaro charlando con los demás, con aire reposado y tranquilo, mientras yo estaba dándole al balón en los campos de fútbol”.

Otro compañero recuerda perfectamente el día que le conoció en octubre de 1922, recién llegado al Pilar, su primer colegio:

“–Me destinaron a la clase de Elemental, que era la anterior a la de ingreso, y me senté tímidamente en la fila de pupitres que había más cerca de la ventana, creo que en la penúltima fila. A mi izquierda estaba un niño de ocho años, como yo, algo gordito, sonriente, de aspecto bondadoso y simpático. Se llamaba Álvaro del Portillo.

“Me dieron un libro de lecturas, y yo no sabía qué había que hacer. Abrí tímidamente el libro y miré por encima del hombro a Álvaro para ver lo que estaba leyendo. Era la descripción del león, escrita por el famoso naturalista francés Buffon. Como no conocía las costumbres de mi nuevo Colegio, pensé que debía ser obligatorio leer aquello, y me adentré en las agudas descripciones del famoso naturalista: tan agudas como inapropiadas para la mente de un niño, porque me produjeron, a los pocos minutos, un aburrimiento tremendo. Pero, a pesar de todo, siguiendo el comportamiento de mi vecino de pupitre, que debía ser ‘veterano’ en el Colegio, seguí leyendo”.

Se forjaron así hondas amistades. Muchos tienen grabada la sonrisa de Álvaro, “un niño bueno al que le gustaba ayudar a los demás”. Todo, con gran normalidad, porque un profesor apuntó una vez, en el boletín de notas escolares de Álvaro: “payaso”. Ninguno sabe el origen de ese calificativo. Imaginan que debió de tratarse de una broma infantil que a algún profesor más severo del Colegio no le haría gracia. Álvaro –concluye uno de ellos– era “un niño alegre, cariñoso y simpático; algo travieso y ‘payaso’, como todos los niños”.

“Los que le hemos conocido en el colegio –escribió José María Hernández de Garnica, alumno de un curso superior– le recordamos como un maravilloso compañero de gran nobleza de carácter y de gran valentía”.

Se le daban bien los idiomas: facilitó mucho el desarrollo de su aptitud natural la decisión paterna de buscar unos profesores, que acudían a diario a casa. Muchos años después, don Álvaro recordaba a sus profesoras de inglés, Mrs. Hodges; de francés, Mlle. Anne, y de alemán (Mons. Javier Echevarría, actual Prelado del Opus Dei, me facilitó los dos primeros nombres, pero no consiguió acordarse del último).

Desde pequeño, según evoca Pilar del Portillo, se advertía la gran capacidad intelectual de Álvaro. Pero no se daba ninguna importancia por sus cualidades: por ejemplo, “dibujaba muy bien, pero no alardeaba. Al contrario, era profundamente sencillo y de una grandísima humildad”.

Por lo demás, sacaba buenas notas. Pasaba muchas horas de la tarde estudiando, junto al balcón, en el cuarto que compartía con sus hermanos Pepe y Ángel. Comenzó el bachillerato en 1924 y lo acabó en 1931.

Quienes le trataron de joven, coinciden en una triple faceta de su carácter: normalidad, simpatía, continuidad al cabo de los años. De hecho, por su modo de comportarse externamente, cuando le veían tiempo después como ingeniero, sacerdote, Monseñor, Obispo..., descubrían el mismo trato natural, idéntica mirada abierta, igual interés por ellos que tanto tiempo atrás.

Profunda y acogedora resultaba ciertamente la mirada de sus ojos azules, apenas ocultos tras los cristales transparentes de las gafas. Pude advertirlo en su madurez: a veces, mientras charlábamos en tertulia familiar, con un ligero movimiento –espontáneo, rapidísimo– elevaba sus pupilas hacia lo alto, como si comentase en silencio al Señor su impresión de lo que le contábamos o le pidiera por las personas y labores apostólicas de las que se hablaba. Luego, un rápido gesto de la mano sobre la frente, y de nuevo podíamos contemplar la cordialidad de su rostro. También cuando llegaba el tiempo de oración, a solas con Dios, o al celebrar la Misa, la mirada se recogía, pero no se apagaba: tenía un particular y sereno encendimiento.

Álvaro era inteligente y ordenado. No le gustaban las improvisaciones. Más bien se le veía reflexivo, prudente. Una prima, por línea paterna, Isabel Carles Pardo, señala además que no era nada precipitado. Si le preguntaba o pedía algo que no podía resolver en el acto, contestaba:

“–Bueno, me lo pensaré”.

Pero no se trataba de excusa, ni de indecisión dubitativa, ni de un simple ganar tiempo, sino de capacidad de reflexión, de serenidad activa: porque no se olvidaba, sino que actuaba luego, con gran paz. Al contrario: en cuanto veía claro lo que debía hacer –a veces, en el acto– se ponía en marcha. Siempre, con sosiego, sonriente, viviendo y dando paz.

Tenía un aspecto externo simpático, cálido, atractivo. El Cardenal Ángel Suquía, Arzobispo de Madrid, que le había conocido en 1938, lo recordaba como “un joven universitario apuesto y agradable”. Y añadía: “era un hombre esencialmente bueno, entrañable en su conversación, muy prudente, y muy alegre y animoso. No recuerdo haber salido nunca de estar con él sin más alegría que antes de haber entrado”.

Recibió la primera Comunión el 12 de mayo de 1921 cuando era alumno del Colegio del Pilar. La ceremonia no se celebró en la capilla de ese centro educativo, sino en la parroquia de la Concepción, en la calle Goya: aquel día, comulgaron por vez primera ciento diez chicos y dos chicas.

Desde entonces, recibió a Jesús Sacramentado con mucha frecuencia, a pesar del esfuerzo que suponían las disposiciones vigentes para el ayuno eucarístico: de hecho, tenía que salir hacia el colegio en ayunas. Tomaba luego allí su desayuno, que llevaba envuelto con papel dentro del bolsillo. En El Pilar se celebraba a diario la Santa Misa, pero no era obligatoria: acudían sólo los que querían.

Como es natural, participaba activamente en otras devociones que se practicaban en el Colegio. En la madurez de su vida, no había olvidado los cantos que se entonaban durante el ejercicio del Vía Crucis:

“–En la última estación, la Sepultura del Señor –evocaba–, repetíamos unos versos muy malos, pero que ayudaban a remover el alma; a mí me siguen removiendo. Dice esa letra: al rey de las virtudes, / pesada losa encierra; / pero feliz la tierra, / ya canta salvación. Así es. Dios muere, para que nosotros vivamos; es sepultado, para que nosotros podamos llegar a todas partes. Por eso la tierra canta feliz la salvación”.

También iba a Misa durante las vacaciones de verano en La Granja, en esos años veinte, aunque no pertenecía a ninguna asociación de fieles. Ni siquiera le gustaba ayudar: nunca fue monaguillo; prefería asistir como uno más, desde los bancos del templo. Tampoco acudía a un lugar fijo, cosa normal en aquella época: alternaba entre la Colegiata, el convento de las Clarisas, la parroquia del Cristo y la ermita de los Dolores. Recordaba con afecto a esa Comunidad de Clarisas de La Granja, aunque a la vez con pena, porque habían tenido que abandonar ese monasterio: a ellas acudiría en el verano de 1935, unas semanas después de responder a la llamada divina, para pedirles oraciones por el Opus Dei.

Conocí algunos de estos detalles una tarde de julio de 1978, después de acompañar a don Álvaro en el rezo del rosario en la parroquia del Cristo. Habíamos llegado desde la carretera nacional de Soria a Segovia, a la altura de Torrecaballeros. Nos contó de pasada que por ese camino –entre La Granja y Torrecaballeros– dio de pequeño, durante un verano, sus primeras pedaladas en bicicleta. Evocó también sus visitas al Santísimo, ya adolescente, cuando volvía al atardecer de pasear con los amigos.

Muchos veranos pasó en La Granja, en una casa de la calle de la Reina, número 11, cerca de Palacio. No sé si era o no la misma casa de los abuelos paternos, que también veraneaban allí. Muchos años después, a propósito de la Eucaristía, don Álvaro mencionaría las puestas de sol en Castilla. Sin duda, se le había grabado la imagen durante sus vacaciones, y la había revivido luego, cuando acudía con el Fundador del Opus Dei a Molinoviejo, también en la falda de la Sierra, no lejos de Segovia:

“–Como aquello es una inmensa llanura, se ve el sol ponerse a lo lejos. Cuando ya parece tocar la tierra, es como un incendio: todo el cielo se tiñe de rojo, y el sol de mil colores. Aquello no es más que un efecto óptico, porque el sol no toca realmente la tierra... En cambio, cuando recibimos al Señor en la Eucaristía, que es mucho más que el sol –es el Sol de los soles–, y toca nuestro cuerpo y nuestra alma..., ¡qué maravilla ha de suceder en nosotros! ¡Cómo se encenderá nuestra alma, al contacto con Cristo! ¡Cómo la transformará la gracia!”.

Alguno de esos veranos acudió a un lugar de Asturias llamado La Isla. Pudo ser en los primeros años treinta, según le escuché incidentalmente en julio de 1976. Allí trabó amistad con la familia de José María González Barredo, nacido en la cercana Colunga. José María había solicitado la admisión en el Opus Dei hacia 1932. Y el conocimiento de su padre, llamado también Álvaro, resultaría decisivo –como se verá–, para que Álvaro del Portillo volviera a encontrarse con San Josemaría Escrivá, durante la Guerra civil española.

Cuando conocí La Isla, un pueblecito abierto a una grandiosa vista del Cantábrico, comprendí lo que había oído a don Álvaro: aquel verano de los años treinta, había pasado muchos ratos contemplando la naturaleza y –aun sin conciencia expresa de hacer oración–, hablaba con Dios, y le daba gracias por haber creado una naturaleza tan bella:

“–Ya comenzaba el Señor, por aquel entonces, a meterse en mi alma”, concluía.

Un hecho de entidad en su juventud sucedió en La Isla. Había quedado un día en salir con unos amigos de excursión en una motora. Pensaban hacer la travesía hasta Ribadesella. A última hora –don Álvaro no recordaba por qué–, decidió no ir. Y se desencadenó de improviso la galerna del Cantábrico. Antes de conseguir volver a puerto, naufragó la endeble barca y se ahogaron todos, excepto uno, el más joven, que logró arribar a la orilla, a pesar de la fuerza de las olas. Mientras luchaba con la mar, prometió que, si se salvaba, entregaría su vida al Señor: poco después, ingresaba en el Seminario de Valdediós.

Don Álvaro comentaba que se le grabó entonces un uso insospechado del adjetivo guapo, tan frecuente en Asturias. Después del sepelio –dramático, tremendo– de aquellos diez o doce amigos, oyó decir a una mujer del pueblo:

“–¡Qué entierro más guapo ha sido!”.

Otra tragedia había ocurrido años antes en Madrid. Cuando la evocó de pasada don Álvaro, pensé que, dentro de lo ordinario, manifestaba una cierta protección por parte de la providencia divina.

Un domingo al final de las vacaciones de verano, ya todos en Madrid, su hermano mayor deseaba llevarle al teatro Novedades, donde estaba en cartel una zarzuela del maestro Alonso. Al final no fueron –don Álvaro tampoco recordaba el motivo, como en la excursión desde La Isla–, y coincidió con el día del terrible incendio que destruyó por completo esa conocida sala de Madrid, con 900 localidades, inaugurada en 1857 por Isabel II. Sucedió el domingo 23 de septiembre de 1928. Y se representaba La mejor del puerto, música de Francisco Alonso, letra de Fernández Sevilla y Carreño. El teatro estaba completamente lleno. El incendio se propagó con inusitada rapidez, y provocó tal confusión que se hizo casi imposible el salvamento, a pesar de los esfuerzos de los bomberos, que sólo pudieron evitar que ardieran las casas contiguas. El fuego resultó dramáticamente espectacular: las llamas –según las crónicas de aquellos días– se veían desde pueblos como Vallecas, Getafe o Pinto. Hubo sesenta y cuatro muertos y centenares de heridos y contusionados. Más que por el fuego en sí, el mayor número de víctimas se debió al pánico al intentar huir: muchos murieron aplastados, pisoteados cerca de las puertas de salida.

No sé si don Álvaro aceptaría lo que se atribuye a Oscar Wilde: su patria era su infancia. Pero tuvo siempre un gran afecto hacia la ciudad en que había nacido. Se le notaba una alegría chispeante cuando llegaba a sus Madriles. Siendo tan universal, se encontraba muy a gusto en Madrid: se sentía realmente madrileño.

Plaza de la Alegríatan contentos