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Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 397 - diciembre 2018

© 2003 Stella Bagwell

Recuperar un amor

Título original: Should Have Been Her Child

© 2006 Christine Rimmer

Una boda sin noviazgo

Título original: Married in Haste

© 2006 Christine Wenger

Orgullo ciego

Título original: Not Your Average Cowboy

Publicadas originalmente por Silhouette® Books

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2007

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-757-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Recuperar un amor

åCapítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Una boda sin noviazgo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Epílogo

Orgullo ciego

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Si te ha gustado este libro…

åCapítulo 1

 

 

 

 

 

VICTORIA, algo ha ocurrido en el T Bar K!

La mujer de cabello oscuro que estaba sentada detrás del enorme escritorio no se molestó siquiera en levantar la cabeza de los documentos que estaba estudiando.

—Todo el tiempo ocurren cosas en el rancho. Si está sangrando, llévalo a la sala número uno para que lo examine. Si crees que podría tener algo roto, bájalo a rayos X y yo bajaré dentro de un momento.

—No, Victoria. No tenemos un vaquero herido en la sala de espera. Se trata de otra cosa.

La doctora Victoria Ketchum levantó la vista del historial que estaba leyendo y vio que su enfermera asomaba la cabeza por la puerta.

Nevada Ortiz habitualmente se mostraba imperturbable. Incluso cuando un paciente estaba sangrando en el suelo o se desmayaba en la sala de espera. Pero en ese momento, la tez color café con leche de la joven se había vuelto crema.

—¿Qué quieres decir? ¿Ha llamado alguien de mi familia a la clínica?

Nevada entró en el despacho y se acercó a la mesa de Victoria.

—No. Uno de los pacientes estaba escuchando su walkie cuando oyó por la frecuencia de la oficina del sheriff que éste enviaba varios hombres al rancho.

Al igual que Nevada, Victoria solía mantener la calma. Los médicos, simplemente, no podían permitirse el lujo de perder la sangre fría. Años de entrenamiento y disciplina la ayudaron en ese momento a centrar los pensamientos en buscar una razón lógica.

—No es propio de ti escuchar los cotilleos de los pacientes, Nevada.

La joven enfermera dirigió a su jefa una mirada de arrepentimiento.

—Tienes razón. Si me parara a escuchar todos los cotilleos que corren por esta clínica, no terminaría nunca mi trabajo. Pero creo que esta vez puede ser algo grave. ¿No te han llamado del rancho en la última hora?

—No. Y yo sería la primera a la que mi hermano Ross llamaría si hubiera habido un accidente grave o alguien estuviera herido. Lo cual me indica que no es el caso —cerró la carpeta de papel manila y se levantó—. ¿Sigue la señora Valdez en la sala dos?

Nevada se hizo a un lado mientras su jefa se levantaba de su escritorio.

—Sí, pero, Victoria, ¿no vas, al menos, a llamar al rancho? —preguntó la chica llena de asombro—. Si los hombres de la ley se dirigen hacia allí, algo debe haber ocurrido.

Victoria sonrió indulgentemente a su enfermera y amiga.

—Probablemente hayan encontrado al semental que se perdió hace un par de semanas. Y si es así, todos en el rancho lo celebrarán esta noche —se acercó a Nevada, invitándola a salir del despacho con ella—. Deja de preocuparte y sígueme. Si no me equivoco, aún me quedan tres pacientes antes de salir. Tenemos trabajo.

A lo largo de la siguiente hora, Victoria apartó de la mente el T Bar K mientras escuchaba quejas y dolores, tomaba notas y escribía recetas. Aunque ella fuera una Ketchum y aún viviera en el rancho, primero era médico y siempre anteponía a sí misma el bienestar de sus pacientes.

Pero al final de la tarde, tras salir de la clínica, una extraña sensación de pavor le atenazó el estómago. Lo más probable era que la policía hubiera ido al rancho para hablar con su hermano del semental. No imaginaba que hubiera otra razón. Sin embargo, no se podía considerar algo urgente que requiriese que el sheriff enviara a alguien por radio, razonó para sí.

«No busques problemas», se riñó mientras trataba de relajar los dedos sobre el volante. ¿Quién decía que su paciente cotilla no se había hecho un lío? Y, en cualquier caso, aunque los hombres del sheriff hubieran ido al rancho, no significaba que Jess fuera uno de ellos.

No, Jess Hastings, el adjunto del sheriff del condado de San Juan, probablemente tendría cosas mucho más importantes que hacer que ir a la casa de un antiguo amor.

Un antiguo amor. Santo Dios, ¿cómo podía pensar en sí misma en esos términos? Hacía más de cuatro años que Jess estaba fuera de su vida. Ella ya no era nada para él. Y era obvio que nunca lo había sido.

Tras varios kilómetros, salió de la autopista y tomó un camino de grava que se metía en las montañas del desierto.

Con el mes de mayo, el clima se había templado mucho en el norte de Nuevo México. La nieve de los picos había empezado a derretirse y descendía en forma de arroyos y ríos. El río Animas, que atravesaba el T Bar K, corría al lado izquierdo del zigzagueante camino de tierra. De vez en cuando, Victoria veía los rápidos que se formaban y, finalmente, comenzó el ascenso por la colina hasta el rancho.

Cuando atravesó las puertas tras las que se llegaba a la laberíntica construcción de madera, el sol primaveral se estaba ocultando tras las montañas. Sombras de color morado oscuro envolvían la casa construida en lo alto de una elevación desde la que se tenía una vista parcial del valle. Las tierras de los Ketchum. Más allá de lo que alcanzaba la vista.

Pero en ese momento, Victoria no veía nada más que dos vehículos oficiales del departamento del sheriff aparcados a unos metros de la barandilla que rodeaba la casa.

Mientras llevaba el coche a la puerta trasera, Victoria pensó que Nevada tenía razón. Algo había ocurrido. Sólo rogaba que no fuera nada malo. La familia Ketchum ya había sufrido lo suyo el pasado año. La muerte de Tucker, la carga económica que había supuesto la sequía y la desaparición del semental; no podía imaginar nada peor.

Como siempre, la temperatura en la cocina era cálida y olía a comida especiada. Junto a los fogones estaba la cocinera, Marina, quien miró por encima del hombro al oír los pasos de Victoria.

—Será mejor que no vayas al salón, chica. Están todos allí reunidos —le advirtió la mujer.

Conteniendo un suspiro, Victoria se quitó el pasador dejando que la mata de gruesos cabellos color chocolate oscuro cayera sobre sus hombros. Mientras se masajeaba el cuero cabelludo, se acercó al armario y sacó un vaso.

—He visto los coches fuera. ¿Qué hacen aquí? ¿Han encontrado al semental?

Marina dejó escapar una risa burlona mientras metía la cuchara de madera en un puchero en el que hervía salsa de queso.

—Han encontrado algo, pero no es un caballo, chica.

—¿Qué? ¿Y cuánto tiempo llevan aquí? —preguntó, deteniéndose antes de llenar el vaso.

Marina dejó la cuchara y la miró. La mujer mexicana llevaba trabajando en el rancho más de lo que Victoria recordaba. Siempre se mostraba alegre, amable y compasiva. Y ahora que Tucker y Amelia ya no estaban, era la última de la antigua guardia. A pesar de no tener estudios, Victoria respetaba su sabiduría.

—Tres horas, quizá. Yo estaba…

Marina se detuvo bruscamente al oír que alguien entraba en la cocina.

Victoria miró por encima del hombro de la cocinera y se quedó inmóvil al ver a Jess Hastings entrando tranquilamente en la habitación. Aunque iba vestido con vaqueros y una camisa blanca de manga larga, la pistola que llevaba en su funda en la cadera y la placa en el pecho le decían que estaba de servicio.

Cuando la vio, tensó los labios y entornó los ojos. Aun desde esa distancia, Victoria comprobó que no había cambiado nada en cuatro años. Seguía siendo alto, delgado y lujuriosamente viril. Y, de pronto, el corazón empezó a latirle a toda velocidad.

Afortunadamente, a Marina no le afectaba aquel hombre. Con la mano en la cadera, se dio la vuelta y lo miró.

—¿Se ha perdido?

Ignorando el sarcasmo de la cocinera, inclinó la cabeza hacia Victoria.

—Me gustaría hablar con la señorita Ketchum. A solas.

Santo Dios, ¿cuántas veces había tratado de olvidar aquella voz? La forma en que se volvía áspera por la pasión o suave como terciopelo. Ahora arrastraba las palabras, sin embargo, lo que le recordó que había vivido en El Paso los últimos cuatro años.

Avanzó un paso hacia él y se obligó a hablar.

—Marina está ocupada con la cena. Podemos hablar en el estudio.

Él asintió mientras ella pasaba a su lado con paso ligero, saliendo de la cocina y dirigiéndose, a lo largo de un pasillo poco iluminado, hasta el ala este de la casa.

Aunque no oyera el taconeo de sus botas sobre el suelo de madera de pino pulida, Victoria habría sabido que estaba detrás de ella. Podía sentir su presencia. Grande, masculina, amenazadora.

Una vez en el estudio, encendió la luz de la mesa, inspiró profundamente y lo miró.

—¿Qué ocurre? —preguntó sin preámbulo.

El hombre curvó los labios y, de nuevo, Victoria recayó en los rasgos que le eran tan dolorosamente familiares. La mandíbula cuadrada, la barbilla sobresaliente y los ojos de un color gris de cielo de tormenta. No era un hombre guapo. Era, sencillamente, muy viril. Tosco. Pero tan irresistible. Nunca había deseado a otro hombre como a él. Y desde él, no había deseado a ninguno.

—Debí imaginar que no dirías: «Hola, Jess» o «¿Qué tal estás, Jess?».

Jess la miró directamente a los ojos retándola a desviar la vista, pero Victoria alzó la barbilla imperceptiblemente ante el desafío.

—No esperaba que quisieras que te saludara.

Él avanzó hacia ella sin detenerse hasta que estuvo a un palmo de distancia.

—Espero simples modales de cualquiera. Incluso de un Ketchum.

El corazón de Victoria bombeaba sangre a tal velocidad que se sintió un poco mareada. Pero consiguió no asirle de la pechera de la camisa blanca para evitar caer.

—Tampoco he oído que tú te hayas interesado por saber cómo estoy yo—respondió ella.

Jess estudió detenidamente el largo pelo oscuro, la blanca tez, los ojos azul verdosos y los carnosos labios rojos. Estaba tan bonita como recordaba. Incluso más.

Había pasado cuatro años intentando olvidarse de esa mujer. Olvidar la sensación de tenerla en sus brazos, en su cama. Pensó que, con el tiempo, sería capaz de desterrarla de su mente. Y había días en que lo conseguía, durante unas horas. Pero siempre volvía, obsesionándolo con su pasado, echando a perder su futuro.

—Hola, Victoria. ¿Cómo estás?

La pregunta, suavemente formulada, no fue lo que ella había estado esperando. Notaba la mente dispersa, pero se esforzó por que él no se diera cuenta de lo que estaba pensando. Sintiendo. Verlo de nuevo no debería afectarla tanto en ella. Maldijo a Jess Hastings por ser lo único que lograba perturbarla.

—Si realmente quieres saberlo, estaba bien hasta que me enteré de que los hombres del sheriff habían invadido el T Bar K.

Él la miró con un conato de sonrisa.

—Yo no lo llamaría invasión. Sólo somos dos, mi ayudante Redwing y yo.

Victoria sintió la desesperada necesidad de salir de allí. De poner distancia entre ambos para poder respirar sin aspirar su seductor aroma, y poder mirar cualquier otra cosa que no fueran sus labios cincelados y sus inequívocos ojos. Pero para ella, Jess siempre había sido como un imán. No podía moverse.

—Así que ahora eres el adjunto del sheriff —dijo con suavidad—. ¿Qué pasó con tu trabajo en la patrulla fronteriza?

Los surcos a ambos lados de sus labios se hicieron más profundos al forzar una mueca.

—Dimití. Por razones personales.

Aunque estaba expuesta a los cotilleos al tratar con tanta gente por su trabajo, nunca había oído decir a nadie por qué Jess Hastings había regresado al condado de San Juan cuatro meses atrás. Y no había tenido el valor de preguntar. Pero ahora tenía la pregunta en la punta de la lengua y tuvo que morderse los labios para no hacerla.

—¿Qué tal la práctica médica?

—Mucho trabajo.

Su breve respuesta le bastó para darse cuenta de que no quería hablar de su vida privada con él. Lo que no lo sorprendía. Hacía mucho tiempo que había dejado de querer compartir cosas con él.

—Supongo que quieres saber qué estoy haciendo aquí.

—Ayudaría.

Para sorpresa de Victoria, Jess la tomó del brazo y la acompañó hasta un cercano sillón de cuero. No se había sentado y se dio cuenta de la debilidad que sentía en las piernas y de cómo le ardía la piel donde la había tocado.

Sentándose a su lado, Jess se quitó el Stetson y se peinó el cabello corto, de color rubio ceniza con los dedos.

—Supongo que sabes que los trabajadores del rancho han estado buscando el semental de Ross —comenzó.

—Sí. Pero Marina me ha dicho que no lo han encontrado.

Jess se pasó los dedos por un lado de la mandíbula mientras estudiaba los ojos expectantes de ella.

—No. Los hombres encontraron otra cosa —dijo él con aire lúgubre—. Un cuerpo.

Habría dado un grito ahogado si no fuera porque el aire había quedado atrapado en sus pulmones.

—¿Has dicho un cuerpo?

—Eso es. Parcialmente descompuesto, pero se ve que es un cuerpo humano, creemos que un hombre —dijo él, sin dejar de estudiar el rostro de ella.

—Dios mío. ¿Quién…?

—He estado preguntando a tu familia y a algunos trabajadores del rancho —dijo él, contestando a su pregunta incompleta—. Nadie parece tener idea de quién podría ser o qué estaba haciendo en el T Bar K. esperaba que tú pudieras decirme algo.

Incrédula, Victoria posó la mirada en la suya.

—¿Yo? ¿Por qué habría de saberlo?

—Tú también vives aquí —dijo él, arqueando una ceja con gesto sarcástico.

—Sí, pero no sé… —se detuvo, entornando los ojos con gesto suspicaz—. Ese cuerpo… ¿Piensas que se trató de algo sucio o que pudo morir por causa natural o por un accidente?

Jess deslizó los dedos índice y pulgar por el ala del sombrero, aplanando las abolladuras del caro fieltro. Ella trató de no mirar sus grandes manos y de no recordar el placer que una vez le diera con ellas.

—Tú eres médico. Sabes que lleva tiempo determinar esas cosas.

Inspiró profundamente el aire tan necesario y lo dejó salir lentamente.

—Sí, pero, debe haber algunas pistas…

Él sonrió perezosamente y con demasiada indulgencia en opinión de Victoria. Claro, que ella no quería que Jess Hastings le sonriera de ninguna otra manera ni por ninguna otra razón. Era un lobo de lengua de plata que le había comido el corazón y luego había escupido los trozos.

—Pistas que compartiremos en la oficina del sheriff —dijo él escuetamente—. No con la familia Ketchum.

Sintió deseos de levantarse y alejarse de él, pero temía que las piernas no se lo permitieran y por eso se quedó donde estaba, tratando de no perder los estribos. Discutir con Jess no la llevaría a ningún lado.

—Pues, lo siento, pero no tengo nada que decirte.

—Te sorprenderías —dijo él, tranquilamente.

Victoria trató de controlar el escalofrío que le recorrió la espina dorsal.

—No creerás que sé algo de esa persona.

La expresión de Jess no varió.

—Pues no lo sé. Tengo la costumbre de creer cosas que no debería. ¿Alguien te ha hecho enfadar en los últimos meses? ¿Tanto como para querer matarlo?

Victoria lo miró con estupefacta fascinación.

—No lo dirás en serio.

—Encontrar un cuerpo no es motivo de broma —dijo él sin pestañear.

Desde luego que hablaba en serio. El miedo y luego la rabia se apoderaron de ella, provocándole frío y calor a continuación.

—Me acabas de decir que no sabes si se trataba de un crimen o no. ¿Por qué quieres saber si alguien me ha hecho enfadar tanto como para cometer un asesinato?

Jess sonrió aunque no había humor tras la curva que se dibujó en sus labios.

—Siempre fuiste demasiado aguda para mí, ¿no es cierto, Tori?

—¡No me llames así! —susurró ella con tono helado. Él era la única persona que había utilizado ese diminutivo con ella y, a su juicio, había perdido todo derecho a tratarla de manera tan íntima—. Y en cuanto a tu pregunta, nadie me ha hecho enfadar en los últimos meses. Sin embargo, hace unos años… podría haberte matado. Si hubiera tenido la oportunidad —añadió.

Jess era conocido por mantener fría la cabeza. Era una de las razones por las que eran tan bueno en su trabajo. Nunca perdía detalle de lo que ocurría a su alrededor. Pero siempre había habido algo en Victoria que le había hecho hervir la sangre. Y no se trataba sólo de sus formas exuberantes y femeninas. Una mirada, una palabra suya eran capaces de hacerle explotar. Y acababa de hacerlo.

—Supongo que la sangre Ketchum debe ser más fuerte que el juramento Hipocrático que hiciste.

Victoria se sorprendió al ver que tenía los puños apretados y se obligó a relajarse y respirar.

—¿Qué se supone que quieres decir?

Deslizó los ojos grises hasta posarlos en los pechos que presionaban contra el jersey de cachemir de color azul claro. El tejido era suave como su piel y se le formó un nudo en la garganta al recordar aquellos pechos exuberantes entre sus manos, los rosados pezones ansiosos por ser besados. Miró entonces al suelo y, de nuevo, la miró a la cara.

—El juramento tiene que ver con salvar vidas, no con llevártelas. Pero, en lo referente a mí, siempre me viste a través de los ojos de los Ketchum.

—Mi familia nunca te tuvo aversión.

Jess dejó escapar una risa áspera y, a continuación, se puso en pie y atravesó la habitación hasta la chimenea de piedra en la que crepitaba un fuego suave.

—Tucker no podía soportar la idea de verte conmigo.

Victoria quería decirle que eso no tenía nada que ver con el motivo de su visita, pero no lo hizo. Llevaba cuatro meses sabiendo que llegaría el momento de enfrentarse a él, de descubrir por sí misma si seguía teniendo un amargo recuerdo del pasado. Ya no tendría que seguir preguntándoselo.

—Mi padre no trató de evitar que estuviera contigo.

Jess volvió entonces la cabeza y le clavó una mirada llena de odio.

—No con palabras. No, el viejo era demasiado astuto para eso. Sabía por dónde pillarte. Y lo hizo.

Victoria apretó la mandíbula.

—Pensé que cuatro años te habrían servido para ver lo equivocado que estabas. ¡Pero es obvio que sigues tan ciego y testarudo como entonces!

—Tú eres la ciega, Victoria. Lo estabas entonces. Y sigues estándolo ahora.

Si se lo hubiera dicho furioso, lo habría entendido. Pero no había animosidad en su voz. Tan sólo era una especie de serena advertencia.

Sin pensar en lo que hacía, se levantó y se acercó hasta él.

—¿Qué se supone que quieres decir con eso?

Jess inspiró profundamente y extendió la mano hacia un marco que había sobre la encimera. Era una foto de Tucker y Amelia cuando eran jóvenes, cuando los cuatro hijos menores eran aún pequeños y el mayor, Hugh, aún estaba vivo.

—Todos menos tú saben que Tucker Ketchum era un hombre de carácter dudoso…

—No te atrevas…

—Ésa es una de las razones por las que este rancho es tan grande y tan rentable. Y me temo que también pueda ser una razón por la que se haya descubierto un cadáver boca abajo en un arroyo dentro de las tierras del T Bar K.

—¡Eres un ser despreciable! No eres digno de ser el adjunto del sheriff de este condado —añadió, retirándose un oscuro rizo que le caía sobre el ojo.

—¿Por qué? ¿Porque me fui y no dejé que el viejo me corrompiera, también?

Movida por la furia más descarnada levantó la mano dispuesta a abofetearlo, pero Jess la sujetó por la muñeca y la atrajo hacia sí.

—Todo esto te hace feliz, ¿no es así? —dejó caer ella—. Has estado esperando el momento para venir a escupir sobre mi familia. ¡Y ahora lo tienes delante en forma de cadáver humano!

Jess deslizó el brazo por la espalda de Victoria para evitar que se retorciera.

—Nada de esto me hace feliz, Victoria —sus ojos se fijaron, de pronto, en sus labios y entonces inclinó la cabeza—. Y menos esto.

Un beso era lo último que habría esperado de aquel hombre y, por un momento, se quedó conmocionada al sentir el duro contacto de sus labios sobre los suyos. Pero entonces subió las manos y las apoyó en sus anchos hombros y lo empujó. El débil gesto de desaprobación hizo que Jess aflojara el ritmo un poco, pero no la soltó. Al cabo, su abrazo se hizo más firme hasta que sintió los pechos aplastados contra el torso de él y su cadera se arqueó a su encuentro.

—Jess…

Si hubiera sido una queja, la habría soltado. Pero en la voz de Victoria había lujuria que no hizo sino alimentar su propio deseo, como un fuego atizado por el viento.

El tiempo se detuvo cuando Jess buscó su boca con sus labios, le acarició la espalda con manos y luego las introdujo entre sus rizos.

Mucho antes de que él levantara la cabeza, ella ya estaba sujetándole de la pechera con ambas manos, luchando por mantener firmes las rodillas. Tenía la respiración entrecortada y el pulso acelerado como el de un caballo salvaje galopando por la meseta. Nadie más la hacía sentir tan impotente y tan viva. Tan mujer.

Santo Dios, nada había cambiado, pensó llena de desesperación. Cuatro largos y solitarios años no habían logrado borrar a aquel hombre de su corazón.

—¿Es así como interrogas a tus sospechosas ahora? —consiguió preguntar al fin.

Lentamente, Jess retiró el brazo que le rodeaba la espalda y Victoria se apresuró a poner distancia entre ellos.

—No era una pregunta, Tori. Era una afirmación.

—¿A qué te refieres? —preguntó ella, presionando con el dorso de la mano contra los labios ardientes.

Jess sonrió, pero una vez más, su expresión estaba desprovista de calidez o sinceridad.

—Que ahora yo estoy al mando. Y el hecho de que seas una Ketchum no significa nada en lo que a la ley se refiere.

Sintió una puñalada de dolor en el pecho, pero consiguió mantenerle la mirada.

—¿Es así como me has besado? ¿Como un hombre de la ley? ¿O como el Jess que conocí?

Durante un largo momento, Jess contempló con sus ojos grises el rostro acalorado de Victoria. Abrió entonces los labios, pero antes de que pudiera decir nada, un golpe en la puerta lo interrumpió.

Mirando por encima del hombro, Victoria vio a un joven indio nativo vestido de forma muy similar a Jess, de pie en la puerta abierta del estudio. Victoria se dio cuenta de que a su mirada oscura y curiosa no le pasó inadvertida la situación, Jess y ella, juntos, al lado de la chimenea.

—Perdona que te interrumpa, Jess. Pensé que te gustaría saber que el vaquero encargado del rancho ha vuelto. Está esperando en el barracón.

El vaquero jefe dentro del rancho T Bar K era Linc Ketchum, el primo de Victoria. Al igual que el resto de la familia, Victoria dudaba mucho de que Linc tuviera algo que decir a aquellos hombres de la ley.

—Enseguida voy, Redwing —dijo Jess.

Asintiendo con la cabeza, el ayudante desapareció. Junto a ella, Jess hizo ademán de salir también, pero antes de hacerlo, Victoria estiró la mano y lo sujetó por el brazo.

Jess se detuvo y la miró, enarcando una ceja en señal de burlona curiosidad.

—¿Qué significa todo esto, Jess?

La desesperación que impregnó a su bajo tono de voz fue como un pinchazo en las costillas, doloroso e irritante.

—Ya veremos, ¿no crees, Tori?

Victoria dejó caer la mano, helada al notar el sarcasmo que había en su voz.

—No eres el hombre que conocí.

Los labios de Jess formaron una fina línea, las aletas de la nariz se le inflaron mientras le abrasaba el rostro con el rayo de sus ojos grises.

—No. Nunca volveré a ser ese hombre.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

EL aire nocturno había refrescado y los mosquitos estaban dándose un festín con los antebrazos desnudos, pero Victoria se resistía a moverse del patio.

Jess y su ayudante se habían ido del rancho hacía más de dos horas y, sin embargo, el lugar aún bullía; ella aún bullía por dentro. Y no le gustaba.

No se le había ocurrido que ver a Jess de nuevo la conmocionaría de esa forma. Trató de convencerse de que eran las circunstancias de su aparición lo que la había perturbado. Después de todo, no se hallaba todos los días un cadáver en las tierras de la familia de uno, sin explicación de por qué ni cómo había llegado hasta allí.

—¿Victoria? No sabía dónde estabas.

Desde la silla, miró hacia atrás y vio a su hermano Ross, y de nuevo miró hacia las oscuras montañas cubiertas de pinos, los centinelas del T Bar K.

—Llevo una hora tratando de reunir las fuerzas para levantarme —dijo ella.

Ross le puso la mano en el hombro y le dio un suave apretón.

—Apenas has cenado. ¿Te encuentras bien?

Trató de reírse pero no había alegría en ella.

—Recuerda que yo soy el médico aquí, Ross. Se supone que soy yo quien debe preguntar eso.

Ross acomodó su largo cuerpo en una silla de jardín a su lado.

—Eso es lo malo contigo, Victoria. Tú siempre te ocupas más de los demás que de ti misma.

A sus treinta y cinco años, cinco más que ella, Ross era el hijo menor de los Ketchum. Desde que su hermano mayor, Hugh, muriera en un accidente con un toro seis años atrás, Ross había tomado las riendas del rancho. Además de ser hábil para los negocios, Ross era guapo hasta decir basta y algunos decían que tan duro como su difunto padre, Tucker. Pero con ella siempre había sido amable, su apoyo cuando nadie más había estado.

—Estoy bien, Ross. Simplemente ha sido un día… largo —dijo ella, dirigiéndole una triste mirada.

—Un horrible y largo día —convino él.

—¿Has podido hablar con Seth?

—No. Está fuera. Probablemente esté ocupado con algún caso.

Su hermano mayor, Seth, había abandonado el rancho varios años atrás para unirse a la Policía Montada de Texas. En caso de que surgiera algún problema con el cadáver, Seth sabría qué hacer. Sólo cabía esperar que no tuvieran que molestar a su hermano.

—Da igual. No hay ningún problema. Y no preveo ninguno —dijo ella.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Ross.

Victoria se frotó el brazo para sacudirse un mosquito.

—Es obvio que se trata de un hombre que pasaba por aquí y murió de causa natural o se cayó por alguna razón. No hay nada siniestro en eso.

Ross se acarició la barbilla con gesto pensativo.

—Me sorprende que hayas usado esa palabra. Las palabras de Jess no dieron a entender que se tratara de algo siniestro.

Su mente empezó a dar vueltas mientras contemplaba los fuertes rasgos de su hermano.

—Pues a mí no me dio esa impresión.

—Tal vez lo hayas interpretado mal —dijo Ross, enarcando las cejas.

—La única vez que interpreté mal a ese hombre fue hace cuatro años. Cuando se fue del condado de San Juan.

Pero esta noche Victoria lo había interpretado alto y claro. Especialmente su beso. Había vuelto para hacerle daño, como pudiera. Y la idea le dolía pensarlo.

—Dios santo, Victoria —la riñó su hermano suavemente—. Creía que ya habías echado a Jess Hastings de tu ser hace tiempo.

Victoria se levantó con la intención de entrar en la casa.

—Y así es. Simplemente, no he olvidado la dura lección que me dio.

Ross la observó durante largo rato.

—Espero que seas lo suficientemente sensata como para no enfadar a ese tío, Victoria. Su posición le permite ayudarnos o hacernos mucho daño. Y no me gustaría que fuera esto último.

A Ross no se le ocurrió que Jess ya le había hecho a ella más daño del que nadie pudiera imaginar. Pero Ross no sabía toda la historia de lo suyo con Jess. Nadie la sabía. Y, en lo que a ella se refería, nadie la sabría.

—Si Jess decide buscar el lado negativo a este asunto, no podremos hacer nada para detenerlo —dijo ella y, a continuación, se metió en la casa sin dar tiempo a su hermano a decir nada.

 

 

Los suaves rizos de bebé rodeaban el rostro de la niña como un halo de color cobrizo. Largas y rizadas pestañas del mismo color se recortaban contra las mejillas sofocadas por el calor de la chimenea cercana.

La hija de Jess llevaba tiempo dormida en sus brazos, pero éste se quedó un rato más en la mecedora, saboreando la sensación de aquel cuerpo cálido acurrucado contra su pecho. Era lo único bueno que había hecho en su vida. Lo único para lo que realmente vivía. Su hija y sus abuelos.

—¿Está dormida Katrina? Te estoy calentando la cena en el microondas.

Jess levantó la vista del rostro de su pequeña y se encontró con Alice, su abuela, a pocos pasos de él en la habitación tenuemente iluminada. Era una mujer alta y delgada, con la piel curtida tras setenta años de duro trabajo y el clima de Nuevo México. Tenía unas manos grandes y fuertes y el pelo gris e hirsuto. Pero poseía un corazón suave como el viento Chinook que derretía las nieves del invierno.

Siendo muy joven, el padre de Jess había muerto de neumonía complicada por el alcoholismo, dejó atrás a un hijo de cinco años y una esposa que nunca quiso tener hijos. Tras ser enterrado Jim Hastings, su mujer se marchó en busca de pastos más verdes.

Afortunadamente, Alice y William estaban allí y se ocuparon de criarlo como si fuera su propio hijo. Ma y Pa, como Jess los llamaba, eran los únicos padres que había conocido. Y ahora lo estaban ayudando a criar a su propia hija. Pero se estaban haciendo mayores para ir detrás de una revoltosa niña de dos años y medio, aunque Jess la llevara a la guardería de Cedar Hill casi todo el día.

—Sí, está dormida. Sólo la estaba acunando. Pensando en lo mucho que ha crecido desde que los dos volvimos al rancho.

Alice sonrió con cariño al ver a su nieto y su bisnieta.

—Está empezando a hablar. Pero Pa tuvo que reñirle hoy por decir una palabra fea.

—Me pregunto dónde habrá podido oírla —dijo él, riéndose mientras se levantaba con cuidado.

—Pa dice que de mí —dijo Alice—. Pero los dos sabemos que yo nunca he dicho una palabra fea en mi vida.

—Sólo si estás sola o con alguna otra persona —bromeó Jess.

La risa de Alice lo acompañó por el pasillo camino de una pequeña habitación situada junto a la suya.

Tras colocar a su pequeña en la cuna blanca, se aseguró de que estuviera bien tapada y se dirigió a la cocina.

A pesar de lo tarde que era y de que Will se había ido a la cama hacía ya dos horas, su abuela estaba esperándolo.

—No tenías que esperarme, Ma. Puedo hacerlo yo solo —le aseguró él, pero ella ya le había colocado el plato, los cubiertos y un vaso de té helado en la mesa.

La mujer se sentó a su lado sin hacer caso a sus palabras y apoyó la cabeza gris en una mano.

—Me iré a la cama en un momento. Quería preguntarte qué ha ocurrido en el T Bar K.

—Veo que las noticias se mueven rápido a pesar de vivir a veinticuatro kilómetros de la ciudad. No es propio de ti estar cotilleando por teléfono.

—¿Quién tiene tiempo para eso? Fui a Aztec a comprar unas cosas y Ed lo mencionó cuando estaba pagando en la caja.

Jess se metió una cucharada de judías en la boca.

—¿Qué te hace pensar que sé algo?

—Eres el adjunto del sheriff —dijo ella, orgullosamente—. Si algo importante ocurre por aquí, lo sabrás.

—Se ha encontrado un cadáver en las tierras del T Bar K —dijo él, sacudiendo la cabeza brevemente.

—Eso es lo que he oído.

—No hay mucho más que decir. Tendremos que esperar a ver qué dice el forense.

Alice suspiró.

—Supongo… lo que me preguntaba era… si has visto a Victoria mientras estabas en el rancho.

Jess levantó la cabeza y vio que su abuela lo miraba con silenciosa preocupación. Desde que volviera de Texas, no le había sacado el tema de Victoria. Aunque tampoco había nada que sacar. Esa parte de su vida había pasado hacía años. Desde que Victoria le diera la espalda, él se había casado y había perdido a su mujer.

—¿Por qué querrías saberlo?

—¿La has visto o no? —preguntó la mujer ahora impaciente.

Jess volvió la mirada al plato.

—Sí. Estuve interrogándola.

—¿Interrogándola? ¿Por qué? —preguntó ella, sorprendida.

—Ma —dijo él, cansado—. Es mi trabajo.

Pasaron unos minutos en los que Jess siguió comiendo y finalmente, Alice volvió a preguntar.

—¿Y ella… se alegró de verte?

Jess empuñó el tenedor con fuerza al recordar el impulsivo beso que había compartido con Victoria. Por un momento, sus labios le habían dicho que se alegraba de tenerlo cerca otra vez. Pero sus palabras habían dicho algo muy diferente. Y Jess no pensaba repetir el error de permitir que su cuerpo le nublara el juicio.

—Nadie se alegra de ver a un hombre de la ley, Ma. A menos que esté en problemas y necesite ayuda.

Levantándose de la silla, Alice se acercó a la cocina de gas y encendió un fuego sobre el que reposaba una cafetera de granito rojo.

—¿Se te ha ocurrido pensar que pueda ser ése el caso de Victoria?

—Victoria es una Ketchum —bufó él—. Tienen dinero y poder. Y ahora es doctora y tiene aún más dinero para poder comprar lo que se le antoje.

Alice lo miró disgustada mientras sacaba una taza de un armario de madera de pino.

—No me refiero a que tenga problemas con la ley, Jess.

—¿De qué hablas, Ma? —preguntó él, deteniendo el tenedor a medio camino.

—Creo que eso tienes que averiguarlo tú mismo —dijo su abuela colocándole la taza al lado de la mano.

Jess se dio cuenta de que no tenía sentido preguntarle qué quería decir con eso. Le había gustado siempre dejar que él mismo llegara a sus propias conclusiones.

«Pero esta vez no te funcionará, Ma».

Victoria Ketchum era un mal recuerdo del pasado. Y si ahora tenía problemas, tendría que pedir ayuda a otro. No tenía la intención de involucrarse con esa mujer nunca más. Y a juzgar por la reacción de ella esa tarde, tampoco iba a dejarle.

Se terminó la cena y el café y, tras fregar los platos, salió al establo. En el extremo sur del edificio, dos caballos se movían agitadamente en sus parcelas correspondientes. Normalmente, en esa época del año, los caballos estaban sueltos por las praderas, pastando la hierba nueva de la primavera. Pa había dejado a los caballos en el corral a la espera de que Jess pudiera ayudarlo a recuperar las reses extraviadas.

A sus setenta y un años, Will estaba sano y fuerte y era más útil en un rancho que muchos con treinta años menos. Jess no quería pensar en el momento en que su abuelo ya no pudiera echar el heno, construir alambradas o marcar ganado. En cuanto a lo de montar a caballo, el viejo moriría feliz encima de una silla.

Jess comprobó el estado de los abrevaderos y los cubos con el pienso que colgaban de la barandilla aunque sabía que Will ya se habría ocupado. Simplemente estaba haciendo la ronda, satisfaciendo al policía que llevaba dentro.

Por la mañana, le diría a Pa que le diera dos o tres días más y lo acompañaría a las praderas. Como estaban los dos solos, les llevaría tres días de duro rastreo por las montañas y arroyos que rodeaban el rancho recuperar el ganado extraviado.

Los Hastings no tenían un barracón lleno de vaqueros que trabajaban para ellos, pero, aunque tuviera los medios, Will no querría que fuera así. Al igual que Jess, el viejo era un orgulloso solitario. No quería que nadie hiciera su trabajo. Había acogido de buena gana la compañía y la ayuda de Jess porque era de la familia. Y algún día, todo aquello sería suyo.

En los últimos cuatro años, la ayuda que Jess había prestado para que el rancho siguiera adelante, había sido en forma de dinero. Y si la madre de Katrina no hubiera muerto en un accidente de coche, suponía que seguiría viviendo en El Paso.

Suspirando con cansancio, se levantó el sombrero de fieltro y se pasó los dedos por las gruesas ondas aplastadas contra su cabeza.

Debía ser cierto eso de que las cosas ocurrían por una razón, pensaba mientras volvía a la pequeña casa. Regina no había sido el amor de su vida. Se había casado con ella creyendo que podría llenar el hueco dejado tras ser rechazado por Victoria. Pero no había sido así. Y suponía que no podía culparla por el divorcio.

Él no había sido capaz de darle su corazón ni el rico estilo de vida que ella había soñado.

Su muerte prematura había dejado huérfana de madre a su pequeña, pero lo había hecho volver a Nuevo México, con sus abuelos y un trabajo que se adaptaba mejor a su persona.

Sí, las cosas ocurrían por una razón. A veces buena, a veces mala. Ahora sólo podía preguntarse qué significaría el asunto del T Bar K. Para él y para los Ketchum.

 

 

Victoria no podía más. En vez de hablar de sus problemas de salud, tres cuartas partes de sus pacientes preferían oír las noticias relativas al cadáver hallado en el T Bar K. ¿Quién era? ¿Qué había ocurrido? ¿Qué estaba haciendo la ley? Si la oficina del sheriff lo consideraba asesinato.

No podía trabajar y mucho menos encontrar un momento para aclarar sus pensamientos. A las seis de la tarde cuatro días después de la visita de Jess al rancho, estaba a punto de ponerse a gritar.

Se le debía notar en la cara que tenía los nervios de punta cuando Nevada tocó suavemente a la puerta de su despacho.

—¿Corro peligro si entro?

—¿Desde cuándo te preocupa entrar en mi despacho? —preguntó Victoria con el ceño fruncido.

—Desde hace dos minutos. Parecía que ibas a retorcerle el cuello a alguien.

Victoria firmó en la parte inferior del documento que estaba leyendo y puso el papel encima de una pila que llevaba queriendo retirar de la mesa los últimos dos días.

—Ha sido un día duro —trató de explicarse.

Nevada apoyó la cadera contra el escritorio.

—Pareces exhausta.

—Yo no tengo veintedós años como tú, Nevada —dijo ella, riéndose—. Tengo treinta. A las seis de la tarde parezco mustia.

—No es por la edad. Es por lo mucho que trabajas —dijo Nevada, señalándola con un dedo.

—No soy la única que trabaja mucho por aquí —dijo, sonriendo a la joven con gesto agradecido—. ¿Se ha ido Lois a casa ya?

—La recepcionista se ha ido, la puerta principal está cerrada y las luces apagadas. Tú también deberías irte —dijo Nevada.

Victoria se levantó del sillón de cuero y se puso a recoger varios informes médicos que quería repasar por la noche.

Nevada se sentó en el sillón. No parecía tener intención de dejar allí a Victoria. Y ésta pensó que no era propio de la joven. Normalmente, tenía mucha prisa por ir a hacer algún recado por no hablar de salir con sus numerosos novios.

—¿Has encontrado algo malo en los resultados de los análisis de la señora Barton?

—No —dijo ella, sonriendo a la joven para darle ánimos—, la señora Barton se pondrá bien. Los análisis muestran un corazón sano y fuerte. Forzó demasiado un músculo pectoral jugando al béisbol con su hijo de diez años. Por el dolor, parecía una angina de pecho, simplemente.

—Qué buena noticia. Pensé que… bueno, como te he visto un poco deprimida estos días, temí que pudiera tratarse de algún paciente. Los tratas a todos como si fueran miembros de tu familia.

Tras la muerte de su madre, su hermano y su padre, en los últimos años había visto cómo su, una vez enorme familia, quedaba reducida a dos hermanos. Suponía que se había dado a sus pacientes cada vez más para poder llenar el vacío.

—Te preocupas demasiado por mí, Nevada.

—Eres mi jefa. Y mi amiga. Prefiero verte sonreír —dijo la joven, sonriendo con cariño.

A continuación, Victoria hizo el ademán de salir del despacho y, tras apagar las luces, las dos se dirigieron hacia la salida trasera del edificio de ladrillo.

—Me cuesta sonreír cuando no dejo de oír preguntas y especulaciones sobre el cadáver hallado en el rancho. Estoy harta de que la gente me pregunte.

—Ha sido toda una noticia, Victoria —razonó Nevada, encogiéndose de hombros—. Ha despertado la curiosidad de toda la ciudad. Pero es natural.

—Eso lo puedo comprender, pero es imposible hablar de tratamientos, medicamentos y problemas de salud cuando mis pacientes solamente quieren cotillear.

—Sé lo quieres decir —se rió Nevada—. Yo no puedo ni tomar la tensión sin que la gente me bombardee a preguntas. Puede que las autoridades hayan recabado más información y todos se tranquilicen.

—Lo que necesito es información concreta, datos que satisfagan la curiosidad de los vecinos.

—Tienes razón en eso —dijo Nevada al llegar a la puerta y las dos se detuvieron—. ¿Cuánto tiempo crees que tardarán las autoridades en solucionarlo? A veces tardan meses, incluso años, en resolver estos casos de identidad desconocida.

Victoria gimió al pensar en ello. Varios meses así y se acabaría tirando de los pelos.

—No puedo soportar una semana más, mucho menos meses. Tengo que hacer algo.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Nevada, impaciente.

—En cuanto salga de aquí, iré a la oficina del sheriff —dijo Victoria con firmeza—. Quiero respuestas. Y si no las hay, al menos quiero tener la seguridad de que la ley está haciendo algo.

 

 

 

Minutos después, conforme atravesaba la ciudad, la asaltaron las dudas sobre su decisión de visitar la oficina del sheriff. Meter la nariz en la investigación no haría sino empeorar las cosas. A juzgar por la actitud de Jess de unos días antes, nada le gustaría más que hacerle sufrir. Más de lo que ya lo había hecho.

Pero lo cierto era que todo ese asunto estaba interfiriendo en su trabajo. Y no estaba dispuesta a dejar que nada se interpusiera entre sus pacientes y ella. Ni siquiera Jess Hastings.

Aparcó en el primer sitio libre que vio cerca de la oficina del sheriff, se quitó la bata de la clínica y se miró en el espejo retrovisor. Excepto por algunos mechones sueltos, aún llevaba el pelo recogido en lo alto de la cabeza.

Se retiró un mechón suelto de la frente, pero no se empolvó la cara o ni se pintó los labios. Si por casualidad se encontrara con Jess, no quería que pensara que se había acicalado para él o para algún otro agente.

Entró y se acercó al escritorio más cercano. Detrás, una mujer rubia, de mediana edad, vestida con uniforme de policía, hablaba por teléfono.

—¿Puedo ayudarla en algo? —preguntó, tapando con la mano el auricular un momento.

—Soy Victoria Ketchum. Me gustaría hablar con el ayudante Redwin, si es posible.

—Lo siento. No se encuentra aquí en este momento —dijo la mujer, negando con la cabeza—. Puedo pasarle con alguna otra persona… ¿Ha dicho que su nombre es Ketchum?

A Victoria no le pasó inadvertida la chispa repentina en los ojos de la mujer al reconocerla.

—Sí. Doctora Victoria Ketchum. Quería…

—Creo que la señora quiere hablar conmigo.

Las dos se dieron la vuelta al oír la voz masculina y Victoria sintió que el corazón se le aceleraba al verlo acercarse a ella.

—No quiero robarle su tiempo, agente Hastings —dijo con frialdad.

Jess sonrió con la misma frialdad con que Victoria le había hablado.

—Estoy seguro de que de lo que tenemos que hablar no nos llevará más que unos minutos —dijo él, haciéndole un gesto para que lo precediera a través del corto pasillo—. Venga a mi despacho.

Preferiría meterse en la madriguera de una serpiente de cascabel que encerrarse a solas con él en un despacho. Pero no podía montar un escándalo bajo la mirada de la otra mujer.

—No me pases llamadas en los próximos minutos, Sharon. Me encargaré de los mensajes que haya cuando termine con la señora Ketchum —dijo Jess antes de seguirla hacia su despacho.

Cuando termine con la señora Ketchum. Victoria pensó, desalentada, que tenía razón. Hacía mucho tiempo que lo había hecho. Pero según avanzaba hacia el despacho, se preguntaba por qué no sentía que las cosas entre ellos hubieran terminado, sino todo lo contrario, pues tenía el mal presentimiento de que la historia comenzaba de nuevo.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

EL despacho de Jess era la segunda puerta a la derecha de un enorme recibidor. La sala era pequeña. Entre el desorden había un gran escritorio y un cómodo sillón de cuero, dos muebles archivadores altos y un par de sillas de madera de respaldo alto para las visitas. Bajo el amplio ventanal en la pared sur de la habitación, había una mesa con una cafetera y un servicio completo para café. Encima de uno de los archivadores, había una radio con el volumen muy bajo. Tras un momento, se dio cuenta de que era una emisora de música country.

—Siéntate, Victoria —dijo, cerrando la puerta.

Una orden más que una invitación. Decidió ignorarla y se quedó de pie.

—No quiero… robarte mucho tiempo —razonó ella.

—Ya lo has dicho —dijo él, acomodando su esbelto cuerpo en el sillón de cuero detrás de la mesa al tiempo que le hacía un gesto para aceptar su invitación—. ¿Por qué no dejas que sea yo quien se preocupe de mi tiempo?

Aquél era su terreno. Victoria decidió que si trataba de resistirse demasiado, terminaría poniéndose en ridículo. Además, sería mejor hacer lo que le decía Jess pues siempre había conseguido que le temblaran las rodillas en su presencia.

—Y ahora —dijo Jess cuando Victoria se hubo acomodado en la silla—, ¿para qué buscabas al ayudante Redwing?

Victoria se obligó a mirarlo. Y, al igual que unos días atrás, una sacudida le recorrió todo el cuerpo.

—Por el cadáver, claro.

Jess recorrió con sus ojos grises su rostro con gran interés, descendió hasta llegar al jersey amarillo y más aún hasta las piernas que se veían allí donde se abría la raja de su falda marrón.

—¿Qué pasa con él?

—¿Cómo va la investigación? ¿Habéis averiguado algo? —preguntó, dejando escapar un suspiro impaciente.

Cruzando los brazos, Jess se reclinó en el sillón y aún la estudió detenidamente uno segundos.

—Tiene gracia, cuando encontramos el cuerpo hace unos días no creías que hubiera nada que investigar. Y ahora quieres respuestas.