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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2018 Lisa Childs

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Atracción legal, n.º 11 - febrero 2019

Título original: Legal Attraction

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-515-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

«¡Condenación!».

Ronan Hall la veía en todas partes. Porque Muriel Sanz estaba en todas partes: en todas las vallas publicitarias de Times Square y en la portada de todas las revistas de todos los kioscos de la ciudad. Mejor dicho, de todas las ciudades.

No obstante, no esperaba verla allí, en el vestíbulo del bloque de apartamentos del que se disponía a salir. Ella entraba cuando él salía, pero se había vuelto y la había seguido hasta el ascensor. Quizá debería haber sabido que estaría allí, puesto que sabía que Bette y ella eran amigas. Su amistad podría costarle a él su licencia para ejercer, si el Colegio de Abogados creía las mentiras de Muriel y las pruebas que había fabricado contra él.

«Maldita mujer».

Cuando empezaba a cerrarse la puerta del ascensor, introdujo la mano y la mantuvo abierta. No la dejaría escapar. Aunque, en honor a la verdad, no parecía que ella intentara hacerlo. No parecía que hubiera notado su presencia al cruzar el vestíbulo de aquel edificio del Garment District, pues mientras caminaba por el suelo de terrazo pulido, iba mirando su teléfono móvil y escribiendo un mensaje.

¿A quién le escribía? ¿A su amiga Bette? ¿A un amante? Teniendo en cuenta lo que Ronan sabía de ella y de sus insaciables apetitos, probablemente a un amante.

La puerta empezó a cerrarse de nuevo… contra sus dedos. Lanzó una maldición y utilizó ambas manos para abrirla y poder entrar.

Muriel estaba sola en el ascensor, pulsando el botón que cerraba la puerta. Definitivamente, ya le había visto. Su piel bronceada se veía sonrojada y sus ojos verdes pálidos brillaban de rabia.

¡Era tan increíblemente hermosa! Tal vez la mujer más hermosa que había visto en su vida. Por eso tenía tanto éxito como modelo. Llevaba mechas de distintos tonos en el pelo y su rostro mostraba pómulos altos, labios exuberantes y unos hermosos ojos grandes. Y su cuerpo…

Aunque llevaba un suéter largo y ancho y mallas negras, el tejido de lana verde se pegaba a todas las curvas de sus pechos, caderas y trasero. No era justo que tuviera una figura así.

Y Ronan sospechaba que todo en ella era natural, sin cirugía. De no ser así, la prensa lo habría descubierto y se habría cebado con eso, igual que hacía con todos los demás aspectos de su vida.

Por eso la veía en todas partes, incluso en sueños.

—¿Qué demonios haces tú aquí? —preguntó ella.

Él había ido allí a hablar con su amiga, Bette Monroe. Los socios del bufete, con excepción de Simon Kramer, el socio administrador, habían ido a hablar con ella en nombre de este último. Bette era la antigua asistente de Simon y este se sentía desgraciado sin ella, más en lo personal que en lo profesional. Y Ronan tenía la culpa de que Bette hubiera roto su relación personal y profesional con Simon.

Por eso se había quedado atrás después de la marcha de los socios, para tratar de decidir si tenía que volver a disculparse otra vez. O quizá por primera vez. No estaba seguro de si se había disculpado ya o no. Por otra parte, tampoco estaba seguro de si le debía una disculpa o no.

—Voy a ver a tu amiga —contestó, tomada ya la decisión. Alzó la mano hacia el panel de botones.

Había un botón iluminado, pero no era el del décimo piso, donde estaba el apartamento de Bette. Antes de que Ronan pudiera pulsar este, Muriel colocó ambas manos sobre el panel, escondiendo los botones, pero pulsándolos a la vez. Se cerraron las puertas y el ascensor empezó a subir. Era pequeño, con espejos ahumados, latón pulido y un suelo a juego con el terrazo del vestíbulo.

—¿Qué demonios haces? —preguntó él.

El ascensor se detuvo y se abrió la puerta chapada en latón. Pero ella no salió, sino que pulsó el botón para volver a cerrarla. A continuación pulsó el botón del vestíbulo, pero todos los demás pisos estaban ya iluminados. Tendrían que parar en todos al subir antes de que el ascensor los llevara de vuelta abajo.

—No acosarás más a Bette —dijo Muriel—. No fue ella la que me dio las pruebas que envié al Colegio de Abogados.

—Pruebas —él resopló—. Eso no son pruebas, son mentiras falsificadas y eso se va a demostrar fácilmente.

Muriel entrecerró los ojos y lo miró con recelo.

—Si eso es cierto, ¿por qué estás tan tenso? ¿Tan nervioso?

—Porque me cabrea que llegues a tales extremos con tal de difamarme —contestó él.

Ronan había huido de su casa de niño y había vivido un tiempo en la calle. Había trabajado duro para conseguir lo que tenía y no quería que nada, y menos las mentiras de ella, pudieran poner en peligro su carrera y el bufete de sus socios.

Esa vez fue ella la que soltó un bufido.

—¿Que yo llegue a tales extremos por difamarte a ti? Tú contrataste una empresa de relaciones públicas para destruir mi imagen. ¿Y para qué? ¿Solo para conseguir un acuerdo mejor para el baboso de mi ex en el divorcio? —preguntó. Sus largas pestañas aletearon, pero él dudó de que quisiera flirtear. ¿Estaría reprimiendo las lágrimas?

Sintió una punzada de algo. ¿Simpatía? No. No tenía ninguna simpatía por mujeres como ella. Lo único que debía sentir por ella era recelo y cautela. No dudaba de que intentaría jugar con él, igual que había hecho con su exmarido, al obligarle a firmar aquel ridículo acuerdo prematrimonial antes de casarse. El único modo de esquivarlo había sido demostrar quién y cómo era en realidad Muriel Sanz.

El ascensor se detuvo y la puerta se abrió de nuevo. La joven pulsó el botón para cerrarla.

—¿Cómo puedes dormir por la noche? —le preguntó.

«Últimamente, no muy bien», pensó él. Porque ella estaba siempre en su mente, incluso cuando se encontraba con otra mujer. Imaginaba su hermoso rostro, su cuerpo sexy como el pecado…

¿Cómo podía atraerle tanto una mujer así? ¿Qué demonios le ocurría a su polla?

—Yo podría preguntarte lo mismo —respondió—. Tú eres una manipuladora de primera. ¿Fue así como convenciste a Bette de que te diera el papel de oficina con el membrete de Street Legal?

Había empezado a creer que la antigua asistenta de su socio no había tenido nada que ver con el plan enfermizo de Muriel. Bette Monroe se había mostrado muy sorprendida cuando le había contado la denuncia que había presentado su amiga ante el Colegio de Abogados.

—Ya te dije que Bette no me dio nada —repuso Muriel despacio, como si él fuera demasiado obtuso para entenderlo.

—¿Se lo quitaste tú sin que lo supiera? —preguntó él.

Le habría resultado fácil hacerlo, si hubiera visitado las oficinas de Street Legal. Pero él había comprobado que ella no había ido allí. Tal vez Bette se hubiera llevado papeles a su casa. Tenía que preguntárselo.

El ascensor se detuvo y la puerta volvió a abrirse. Muriel apretó el botón para cerrarla.

—Yo no le he quitado nada a nadie —repuso.

Ronan hizo una mueca.

—Veré si Bette recuerda algo.

Ya la había interrogado una vez y, por supuesto, ella había negado haber ayudado a su amiga. Pero quizá recordara a Muriel revisando su bolso o llevándose algo de su apartamento. ¿Pero se lo diría a él o seguiría protegiendo a su amiga?

—Tu socio administrador y tú ya habéis tratado a Bette como a una basura —dijo Muriel—. No permitiré que le hagas más daño —pulsó el botón de parada y el ascensor se detuvo de pronto entre dos pisos.

—¿Qué demonios haces? —preguntó él cuando empezó a sonar la alarma. La cabeza comenzó a palpitarle casi tan fuerte como le palpitaba el corazón desde que la había visto cruzar el vestíbulo como si caminara por una pasarela de moda.

A Ronan no le gustaban los espacios cerrados, y menos verse atrapado con ella. Pulsó el botón para poner en marcha el ascensor. Este hizo un movimiento brusco hacia arriba y luego empezó a caer, junto con su estómago. Le había preocupado perder su licencia, pero, al parecer, eso no era lo único que podía robarle Muriel Sanz. Tendría suerte si sobrevivía a un viaje en ascensor con ella.

 

 

 

Muriel soltó un grito cuando sus pies abandonaron el suelo. El ascensor caía más deprisa que ella, desplomándose por el hueco. Luego se detuvo con tal brusquedad que ella cayó hacia delante con fuerza. Pero no aterrizó sobre el suelo de terrazo, sino que golpeó un cuerpo muy musculoso que había caído antes que ella.

Ronan Hall estaba tumbado cuan largo era en el suelo, con las piernas estiradas. Su espalda y sus hombros habían golpeado una de las paredes de cristal ahumado y latón. Quizá su cabeza hubiera golpeado también la pared, pues tenía los ojos cerrados.

¿Estaba inconsciente?

Muriel, que había aterrizado en su pecho, alzó la vista hasta el atractivo rostro de él. Sus rasgos parecían tallados en granito. Tenía la mandíbula cuadrada y los pómulos tan afilados como la nariz. Sus pestañas eran largas, espesas y negras. Y no se movían.

A pesar de sí misma, y de las miles de razones que tenía para odiar a aquel hombre, lo miró con preocupación.

—¿Estás bien? —preguntó.

—No sé —repuso él con voz baja y ronca—. ¿Hemos dejado de caer ya?

Muriel tenía miedo de moverse, por si seguían cayendo. Ese miedo era la única razón de que siguiera encima de él, con las piernas de ambos entrelazadas. De no ser por eso, se habría apartado. Pero no se atrevía por si el ascensor empezaba a caer de nuevo.

Respiró hondo y su olor le llenó el olfato y la cabeza. Olía de maravilla. No a la colonia cara que siempre llevaba su ex, no. Ronan olía a jabón y…

Y a un olor que era solo suyo.

¿No solo era atractivo como un demonio, también tenía que oler bien? No era justo, pero eso no debería haberla sorprendido. La vida no había sido muy justa con ella últimamente.

No obstante, era demasiado positiva para dejarse hundir por eso. Tampoco seguiría allí tumbada, una vez que estuviera segura de que el ascensor no iba a caer hasta el fondo del hueco y a quedar aplastada como una lata de refresco debajo de la rueda de un vehículo.

—¿Estás bien? —preguntó la voz de Ronan impregnada de preocupación.

Muriel alzó la vista y vio que tenía los ojos abiertos y la observaba. Se encogió de hombros y dio un respingo cuando el ascensor crujió. Ronan la rodeó con sus fuertes brazos para que no se moviera. O quizá era que ella estaba rígida por el contacto de él. Fuera como fuera, estaba paralizada por el miedo, miedo a caerse y miedo a lo que él le hacía sentir.

—No te muevas —murmuró él con una voz que parecía retumbar hondo en su pecho.

Muriel no tenía intención de moverse, pero no podía controlar los latidos frenéticos de su corazón. Este le golpeaba con tanta fuerza en el pecho que tenía la sensación de que todo su cuerpo temblara. Y el suyo no era el único. El de Ronan latía al unísono con el de ella, que tenía los pechos aplastados en el torso musculoso de él.

—¿Puedo respirar? —preguntó. Le dolían los pulmones de intentar controlar el pánico, lo que hacía que quisiera tragar aire.

—No sé si deberíamos —murmuró él, pero su aliento le acarició el pelo cuando susurró esas palabras.

Tenía un mechón de pelo en las pestañas, pero no se atrevía a levantar la mano. Lo que implicaba que sus manos se quedaron donde estaban, y ella acababa de darse cuenta de dónde era eso y lo que tocaba. Las había extendido instintivamente para frenar la caída y, como había caído encima de él, sus manos estaban sobre él. Una en el bíceps y la otra en el muslo. Ambos músculos se movieron bajo su contacto, como si él acabara de darse cuenta también de dónde lo tocaba ella.

Y el cuerpo de él, rígido ya por la tensión, se volvió más duro todavía. Muriel sintió su erección en el abdomen, empujando contra la cremallera del pantalón del traje.

Debía de haber venido directamente desde el despacho, pues llevaba traje. En las fotos que había visto de él en su tiempo de ocio, solía vestir vaqueros y camiseta. Aunque no había visto tantas fotos de él en momentos de ocio. Si sus socios del bufete Street Legal y él no hubieran tenido la mala fama que tenían en Manhattan, seguramente no los habrían fotografiado. Pero tenían fama de ser despiadados, tanto en los tribunales como en la cama. Cuando los fotografiaban en las puertas de los juzgados, normalmente iban acompañados de mujeres famosas: actrices, modelos o diseñadoras.

Intentó mover las caderas para que su pubis no presionara tanto la polla de él, pero Ronan lanzó un gemido. Deslizó un brazo por la espalda de ella y le agarró la cadera.

—No te muevas —le advirtió entre dientes.

El ascensor había dejado de caer. Había dejado, incluso, de emitir ruidos de crujidos.

—No creo que caiga más —dijo ella.

—No me preocupa el ascensor —repuso él.

—¿Y por qué estamos en el suelo con miedo a movernos? —preguntó ella.

Ronan volvió a gemir y sus dedos apretaron más la cadera de ella. Pero Muriel dudaba de que tuviera dolores, porque su boca mostraba una leve sonrisa de picardía.

—Porque estoy disfrutando de que te hayas echado encima de mí.

Muriel respiró con fuerza e intentó apartarse. Pero la mano de él la sujetaba y solo consiguió mover las caderas contra la entrepierna de Ronan. Y que se balanceara el ascensor.

Los cables chirriaron, pero aguantaron. El ascensor no iba a seguir cayendo. Ya no le preocupaba morir, le preocupaban más sus reacciones con Ronan Hall.

Su corazón, en lugar de frenar, latía aún con más fuerza. Le cosquilleaba la piel en todos los lugares donde su cuerpo estaba en contacto con el de él, que era básicamente en todas partes porque él era un hombre muy grande y musculoso.

Y cuando respiraba, inhalaba su olor y este llenaba su cabeza como llenaría él su cuerpo si…

Su erección era larga y dura. El núcleo de ella se llenó de calor húmedo. ¿Por él?

No. No era posible. No podía sentirse atraída por el hombre que había destruido su reputación y casi también su carrera y su vida.

—¡Suéltame! —exigió.

—¿Adónde vas? —preguntó él—. Estamos atrapados en un ascensor. Lo mejor será aprovechar al máximo esta oportunidad —subió la otra mano a la cabeza de ella, se la sujetó con la palma y la besó en la boca.

Cuando sus labios se encontraron, Muriel sintió una descarga que quería atribuir a la sorpresa. Pero sabía que era algo más. Algo que le endurecía los pezones y llenaba su cuerpo de calor: lujuria.

Él la besó, al principio dudoso, con un simple roce de los labios en los de ella. Luego Muriel lanzó un respingo al sentir otra descarga de deseo y él profundizó el beso y deslizó la lengua en la boca de ella. Su beso era caliente, apasionado y salvaje.

Y hacía que Muriel se sintiera así: caliente, apasionada y salvaje. No quería desear a aquel hombre, pero ¡era tan atractivo! ¡Tan musculoso y tan diestro!

Era un maestro besando, tan bueno que ella casi estaba al borde del orgasmo solo con un beso. Pero luego empezó a tocarla también, a subir la mano desde la cadera hasta uno de los pechos.

La joven inhaló con fuerza, lo cual empujó su pecho contra la mano de él.

Ronan apretó con gentileza y ella soltó el aire entre los labios, fundidos con los de él, que gimió en respuesta. Se apartó levemente para abrirle los botones del suéter.

Muriel llevaba un top debajo, pero era un diseño de su amiga, un top muy sexy, sujeto con lazos en los hombros. Ronan le bajó el suéter por los hombros y agarró uno de los lazos.

Si lo soltaba, el top se bajaría y los pechos femeninos quedarían libres para que él los viera y tocara…

Ella quería que la tocara. Lo deseaba.

Pero no podía. No después de lo que él le había hecho a su reputación, a sus ahorros y a su autoestima.

Lo único que quería de Ronan Hall era verlo de rodillas implorando su perdón. Y sabía que era muy poco probable que ocurriera eso, al menos hasta que le hiciera pasar por el mismo infierno por el que la había arrastrado a ella.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

La fuerza de la bofetada hizo que la cabeza de Ronan cayera hacia atrás. Pero sonrió. Aunque le escocía la mejilla, aquel beso había valido la pena. Todavía podía saborearla en sus labios y era pura dulzura.

¿Cómo podía saber tan bien una mujer tan dura y despiadada? Sí, la bofetada le había venido bien, le había impedido hacer una estupidez, como soltarle aquel lazo del hombro.

¿Qué haría ella si lo hacía? ¿Volvería a abofetearlo? Verla sin el top bien valdría otra bofetada. Veía cómo empujaban los pezones la seda fina. Debajo de la blusa no llevaba nada, excepto su piel de color miel. Ronan quería cerrar los labios en torno a uno de los pezones y tirar de él hasta que ella gritara y pidiera más.

Jugueteó con los dedos con el extremo del lazo. Solo tenía que tirar.

Pero entonces ella le apartó la mano y lo empujó hacia atrás con la palma en el pecho.

—¡Ni se te ocurra!

—No me retes —le advirtió él. Era de los que lamía de niño el mástil helado de la bandera ante el primer amago de reto. Volvió a alzar la mano hacia el hombro de ella.

Muriel se subió el suéter y se lo abrochó con fuerza, como si se lo hubieran arrancado a su pesar. Como si eso fuera necesario. En las vallas publicitaras y las portadas de las revistas, casi no llevaba nada más que su sonrisa seductora. Normalmente, solo algunos retales de encaje o seda.

—¿Cuál es tu juego? —preguntó él. No era una mujer modesta, pero sí era astuta. Los documentos falsificados así lo demostraban.

—¿Juego? —la voz ronca de ella sonaba más aguda que de costumbre—. Eres tú el que me ha besado.

—Tú nos has dejado encerrados en este ascensor y te has subido encima de mí —comentó él. ¿Intentaba seducirlo? ¿O solo quería volverle loco sexualmente?

—Me he caído encima de ti —puntualizó ella—. Y yo no te he encerrado aquí.

Ronan resopló.

—No he sido yo el que ha jugado con el panel de los botones y se ha dedicado a apretarlos todos para después parar el ascensor.

—Lo he parado porque quería evitar que siguieras acosando a Bette —explicó ella.

—Yo no voy a acosar a Bette —contestó él.

Para empezar, porque Simon lo mataría si lo hiciera. Ya estaba furioso con él por algunas cosas que le había dicho. El pobre Simon se había enamorado de su tímida asistenta.

Aunque, por otra parte, Bette no era tan tímida… para un hombre al que le gustaba el estereotipo de bibliotecaria sexy.

Aquel no era el estilo de Ronan. Él no quería una mujer reprimida, quería a alguien tan salvaje, aventurera y adicta al sexo como él.

Muriel se colocó delante de la puerta del ascensor como si así pudiera detenerlo.

—No. Tú no hablarás más con Bette.

Ronan no quería hablar con Bette. No quería hablar con nadie. Quería volver a tener a Muriel en sus brazos, con su cuerpo apretado contra el de él. Ella era la hembra que quizá podría por fin corresponder a sus apetitos en la cama y en todos los demás sitios donde osaran hacerlo.

—Estamos atrapados aquí —le recordó. Y cuando lo dijo, el ascensor se balanceó y crujió.

Muriel dio un respingo y se lanzó hacia delante… directa a los brazos de él.

—¿Te has caído otra vez? —se burló Ronan—. Jamás habría creído que una supermodelo fuera tan torpe.

Aunque ella lo miró de hito en hito, siguió abrazada a sus hombros.

—¿No has notado nada? Estamos colgados.

—Yo nunca me he colgado de nadie —repuso él—. Y no voy a empezar ahora —y menos con una devorahombres como Muriel Sanz.

—Me refería al ascensor —murmuró ella. Se echó a reír y retrocedió. Y al hacerlo, dejó caer los brazos alrededor de los hombros de él—. No me refería a mí. No puedes pensar que yo me vaya a colgar de ti.

Ronan entrecerró los ojos y la miró de hito en hito. Hablaba como si fuera ridículo que pudiera gustarle él. Muchas otras mujeres opinaban diferente. Pero, por otra parte, él no había tenido con otras la mala relación que tenía con ella. De hecho, no había tenido una relación de pareja con nadie.

Solo sexo.

Y le gustaría tenerlo con ella, a pesar de que intentaba destruir su carrera. Porque, a juzgar por su beso, sabía que se entenderían a ese nivel. ¡Qué narices!, estaba seguro de que el sexo entre ellos sería fantástico.

Hacía tiempo que no tenía sexo fantástico. Era probable que porque últimamente cada vez que estaba con una mujer imaginaba que esa mujer era Muriel y se llevaba una decepción al darse cuenta de que no lo era.

—Jamás cometería el error de pensar que podrías amarme —le aseguró—. Creo que eres tan incapaz de enamorarte como yo.

—He estado casada —repuso ella—. Hasta que tú acabaste con mi matrimonio.

—Lo acabaste tú con tus infidelidades.

Muriel alzó la mano, pero Ronan se la agarró antes de que pudiera abofetearlo.

—Yo no fui infiel —dijo ella entre dientes.

Él soltó un bufido, casi divertido por el espectáculo de indignación mojigata de ella. Podía ser una de esas modelos que se convertían en actrices. Desde luego, tenía aptitudes para ello.

—Y entonces, ¿cómo encontró tu ex tantos testigos que declararon otra cosa?

Muriel abrió mucho sus ojos verdes.

—¿Mi ex? ¿Los testigos los encontró él? Yo creía que habías sido tú. O esa empresa de relaciones públicas.

—Sí, ese fue tu segundo error cuando falsificaste esas circulares que supuestamente procedían de mis casos —repuso él—. Hiciste que pareciera que yo había encontrado a los testigos —movió la cabeza—. Y eso no era verdad.

Muriel lo miró de hito en hito.

—Lo que dijeron esos testigos no era verdad. Cometieron perjurio y tú lo sabías.

—Y ese fue tu primer error —contestó él. Se acercó más, hasta apretar los pechos de ella con su torso—. Intentar echarme la culpa de tus malas decisiones.

—¿Malas decisiones? Mi única decisión mala fue casarme.

Ronan asintió.

—En eso estamos totalmente de acuerdo. El matrimonio siempre es un error —el matrimonio de sus padres le había enseñado eso. Sus peleas constantes eran la razón por la que había huido de casa un tiempo en su adolescencia—. La gente no ha nacido para ser monógama.

—Muchas personas lo son.

Ronan negó con la cabeza.

—La gente como tú y yo, no —le pasó los dedos por la barbilla, los bajó por su cuello, le apartó el suéter de uno de los hombros y volvió a jugar con el lazo del top. Sentía muchas tentaciones de soltarlo. Muchas.

Movió los dedos y el lazo empezó a aflojarse. Entonces el ascensor hizo un ruidito y se abrió la puerta.

Muriel salió por ella, pero, al hacerlo, apretó un botón en el panel y la puerta se cerró cuando ella se volvía y se alejaba corriendo por el pasillo.

Ronan no sabía en qué piso habían parado, si era el piso de ella o si simplemente quería alejarse de él. Antes de que pudiera mirar los números de encima de la puerta, el ascensor empezó a bajar y no se detuvo hasta el vestíbulo.

Dudó un momento antes de salir. Había cambiado de idea sobre intentar disculparse de nuevo con Bette. Probablemente sería mejor para Simon que no hablara con ella. Sospechaba que Bette le había dicho ya todo lo que sabía. No. Si quería llegar al fondo de los documentos que habían sido entregados al Colegio de Abogados, tenía que hablar con Muriel, pero tendría que ser otro día, porque si la buscaba en aquel momento, después del beso y de ver cómo empujaban los pezones contra el top, haría mucho más que hablar con ella.