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Pensar la salud mental: aspectos clínicos, epistemológicos, culturales y políticos

Cali. Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, Universidad Icesi, 2016.

228pp.; 17x23cm. ISBN: 978-958-8936-17-8
ISBN EPUB: 978-958-8936-44-4

Palabras Clave: 1. Salud mental | 2. Atención (Psicología) | 3. Psiquiatría |

4. Psicoanálisis | 5. Psicología patológica y clínica

Sistema de Clasificación Dewey 616.89-ddc 21

 

© Universidad Icesi

Primera edición / Octubre de 2016

Facultad de Derecho y Ciencias Sociales

Colección «El sur es cielo roto»

Rector: Francisco Piedrahita Plata

Secretaria General: María Cristina Navia Klemperer

Director Académico: José Hernando Bahamón Lozano

Decano de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales: Jerónimo Botero Marino

Directora de la Oficina de Publicaciones: Natalia Rodríguez Uribe

Asistente Editorial: Adolfo A. Abadía

Comité Editorial

Roberto Gargarella [Ph.D.]

Universidad Torcuato Di Tella, Argentina.

Victor Lazarevich Jeifets [Ph.D.]

Universidad Estatal de San Petersburgo, Rusia.

Antonio Cardarello [Ph.D.]

Universidad de la República, Uruguay.

Javier Zúñiga [Ph.D.]

Universidad del Valle, Colombia.

Juan Pablo Milanese [Ph.D.]

Universidad Icesi, Colombia.

Diseño y Diagramación

Cactus Taller Gráfico | www.cactus.com.co

Natalia Ayala Pacini

Revisión de Estilo: Sarah Ángela Nieto

Foto de Portada: Vincent Van Gogh, Ward in the Hospital in Arles, 1889.

(Tomada de: http://www.vggallery.com/painting/by_period/arles.htm)

 

Universidad Icesi | Calle 18 No. 122-135 (Pance), Cali – Colombia

Teléfono: +57 (2) 555 2334 | E-mail: editorialIcesi@correo.icesi.edu.co

http://www.icesi.edu.co/publicaciones_derecho_ciencias_sociales

Diseño de ePub: Hipertexto - Netizen Digital Solutions

El material de esta publicación puede ser reproducido sin autorización, siempre y cuando se cite el título, el autor y la fuente institucional.

Índice

Presentación

Prólogo

La acción terapéutica: de lo singular a lo colectivo (Notas para otra salud mental)

Manuel Desviat

Contextos de vulnerabilidad y salud mental: una perspectiva de la determinación social, la salud y el cuidado territorializado

Magda Dimenstein, Jader Ferreiro Leite, Candida Bezerra Dantas, Kamila Almeida, João Paulo Sales Macedo

Violencia epistémica y categorías diagnósticas de la psiquiatría. Contribución a una etnopsiquiatría crítica

Roberto Beneduce

Salud mental y atención psicosocial. Reflexiones a partir de la experiencia de un dispositivo de escucha y su impacto en la rehabilitación de la cronicidad mental

Ximena Castro Sardi

Psiquiatría en atención primaria. Experiencia del Programa de Psiquiatría Comunitaria de la Universidad del Valle

María Adelaida Arboleda Trujillo

Salud Mental Comunitaria y Política Criminal. Aporte de la Psicología Jurídica a la construcción de un espacio común

Flavio Andrés D’Angelo

Representaciones sociales sobre usuarios de drogas entre trabajadores de salud de la Red de Salud de Ladera ESE de Cali

Omar Alejandro Bravo, María Adelaida Arboleda Trujillo, Diana María Castrillón Libreros, Eliana Morales

Sobre los autores

Presentación

Este libro surge, principalmente, de las presentaciones, diálogos y debates sucedidos en el II Foro Internacional en Salud Mental e Intervención Psicosocial, realizado en la Universidad Icesi, de Cali, entre los días 30 y 31 de julio del año 2015 y organizado por la Maestría en Intervención Psicosocial y el Centro de Atención Psicosocial (CAPSI) de la misma universidad.

Dicho evento, en sus dos ediciones, tuvo como propósito general discutir las políticas en salud mental, en lo que hace a sus bases epistemológicas y teóricas y a sus efectos prácticos, considerando cómo las mismas se inscriben en determinados contextos institucionales que les otorgan grados diferentes de viabilidad y consenso.

Al mismo tiempo, en estos dos encuentros se expusieron experiencias locales e internacionales de intervención, que mostraron las tensiones, atravesamientos y particularidades presentes en estas políticas, en lo que concierne a sus aspectos políticos, culturales, institucionales y subjetivos.

De esta manera, la presente publicación apunta a rescatar los aspectos principales de estos debates, que muestran una pertinencia indiscutible, considerando las dificultades que enfrentan hoy las políticas de carácter progresista en el campo de la salud mental y la lucha antimanicomial, tanto en el ámbito local como internacional.

En el libro, el orden de los capítulos obedece a la intención de ofrecer, en primer lugar, algunas consideraciones generales en torno a los aspectos éticos, epistemológicos, teóricos y prácticos que las políticas en salud mental deben considerar.

En este sentido, el texto que abre la publicación, de autoría del psiquiatra español Manuel Desviat, hace una consideración apropiada y precisa sobre el sentido político de la acción terapéutica y sus efectos en los sujetos a los que se dirige. Al mismo tiempo, el autor propone, desde un enfoque general situado en la salud mental colectiva, la posibilidad de pensar otras formas de intervenir en este campo desde la perspectiva de una clínica del sujeto ampliada que considere los deseos, derechos, particularidades territoriales y culturales de las personas o grupos.

Asimismo, Magda Dimenstein, Kamila Almeida, João P. Macedo, Jader Leite y Candida Bezerra Dantas analizan en el capítulo siguiente los contextos de vulnerabilidad en salud mental desde la perspectiva de la determinación social de la salud y el cuidado territorializado, tomando como referencia la realidad de ese país y, en particular, la del medio rural brasileño.

El capítulo de autoría del psiquiatra y antropólogo italiano Roberto Beneduce, titulado Violencia epistémica y categorías diagnósticas en psiquiatría. Contribuciones a una etnopsiquiatría crítica, muestra la incidencia de los discursos coloniales en el campo de la psiquiatría y el sentido y consecuencias prácticas de algunos diagnósticos, cuyo sentido político aparece con frecuencia disimulado por los modelos teóricos que intentan justificarlos.

En el capítulo siguiente, Ximena Castro Sardi, desde la experiencia concreta de atención en salud mental que ofrece el Centro de Atención Psicosocial de la Universidad Icesi, analiza la experiencia de este dispositivo de escucha y su impacto en la rehabilitación de la cronicidad mental, desde una perspectiva psicoanalítica, poniendo en un plano concreto los aspectos principales del debate planteado por los autores/as anteriores.

De un modo similar, la psiquiatra María Adelaida Arboleda Trujillo propone, a continuación, un análisis de la experiencia del programa de psiquiatría comunitaria de la Universidad del Valle, desde una lectura crítica que permite entender las dificultades que encuentran las políticas de salud mental comunitaria para lograr su hegemonía y continuidad como referencia en atención en este campo.

Seguido a esto, el capítulo de autoría del psicólogo Flavio Andrés D’Angelo –titulado Salud Mental Comunitaria y Política Criminal. Aporte de la Psicología Jurídica a la construcción de un espacio común– sitúa este debate general anterior en una perspectiva original e interesante, al ofrecer una reflexión sobre la posible articulación entre el campo de la salud mental y el de la psicología jurídica, desde su experiencia concreta de trabajo en el ámbito judicial en la ciudad de Neuquén, Argentina.

Las tensiones entre la atención en salud mental y los dispositivos públicos de atención se expresan, en el capítulo final de autoría de Omar Alejandro Bravo, María Adelaida Arboleda Trujillo, Diana María Castrillón Libreros y Eliana Morales, en el análisis particular de las representaciones sociales sobre usuarios de drogas realizado entre trabajadores de salud de la Red de Salud de Ladera ESE de Cali, en donde se muestran las dificultades de acceso a la atención en salud para esta población y desde la perspectiva analítica mencionada.

Esta publicación tiene entonces como propósito general ampliar los márgenes del debate en torno a las políticas de salud mental, sus características y efectos, así como permitir visualizar las múltiples perspectivas que a este respecto existen. Desde un enfoque ético-político común, se coincide en el propósito general de aportar a modelos de atención y prevención en salud mental basados en el cuidado y el respeto por los sujetos y comunidades a los que se dirigen.

Omar Alejandro Bravo

Mayo, 2016

Prólogo

Salud mental en la comunidad, acción con bases científicas e ideológicas. He aquí el desafío. Este libro lo asume.

La literatura sobre este tema peca de magra, por lo menos si se la compara con la biológica. Compárese, por ejemplo, el porcentaje de revistas profesionales con temas biológicos con las de orientación comunitaria. Esto es un déficit que es menester llenar de manera integral, de tal forma que los agentes de salud mental en la comunidad cuenten con herramientas de trabajo basadas tanto en la evidencia empírica como en un claro conocimiento de los determinantes sociales, económicos, históricos y culturales (en algunas regiones, también religiosos). En ausencia de una concepción integral, la acción es parcial y, como se conoce en algunos círculos, reduccionista, que en buen romance significa mirar al mundo desde la mirilla de una puerta sin posibilidad de transformarlo. Además, esto implica que las estrategias de intervención al servicio del agente de salud mental son solo un fragmento de las muchas posibles. Es decir, se empobrece la práctica. Este libro asume ese desafío.

En efecto, no obstante la existencia de valiosas contribuciones de autores de todos los continentes (ningún continente está ausente en la literatura), es frecuente que el abordaje sea exclusivamente teórico –donde la ideología predomina– o, limitado a la descripción de programas y servicios, pero con raquíticas piernas científicas. Se preguntará el lector, ¿cuál es la importancia de estas consideraciones? Simplemente que la acción por falta de fuentes que la alimentan se agota al tiempo de empezarse. El entusiasmo que habitualmente se nota en los agentes de salud mental en la comunidad decae con el tiempo, muchas veces cuando el líder carismático que iniciara la tarea se retira de la dirección del servicio o programa. El líder carismático es una coyuntura bienvenida, pero temporaria; la acción, para que sea sostenida, debe calar hondo. Este libro asume el desafío.

Por otra parte, las acciones de salud mental en la comunidad frecuentemente están limitadas al nivel curativo, raramente al nivel de la rehabilitación psicosocial y, con algunas excepciones, casi ausentes en las de promoción y prevención primaria. La naturaleza misma de la acción en la comunidad demanda que los determinantes antes citados, con sus respectivos impactos, no sean soslayados sino que abordados dentro de los alcances de la acción de la salud mental y con las técnicas apropiadas, que raramente son adquiridas en los claustros de las universidades. Este libro asume el desafío.

Cabe resaltar que es en la comunidad donde el agente de salud mental encuentra otros actores relevantes. Los primeros con los cuales es esencial una alianza democrática y sin reservas son los usuarios de los servicios y familias, en particular en cuanto a los niveles secundario y terciario de la prevención; pero no son los dos citados exclusivamente. En la acción comunitaria hay otros aliados que requieren ser identificados y con los cuales es menester compartir autoridad, poder y responsabilidades. Este libro asume este desafío.

Por último, de una muestra de temas de un universo mayor, en la acción comunitaria la defensa de los derechos humanos cobra una dimensión no solo prioritaria sino múltiple ya que dicha defensa y el fomento de los mismos son de dominios diversos, tal como lo reflejan las variadas convenciones de las Naciones Unidas, frecuentemente vinculantes y que por tanto no permiten ser soslayadas. Este libro asume ese desafío.

En cuanto este libro asume un número de desafíos escasamente abordados conjuntamente, la lectura de sus capítulos, muy bien elegidos y articulados en una trama densa y con visión didáctica, enriquece los fundamentos de las acciones de salud mental en la comunidad así como su aplicación. Para América Latina, esta publicación es particularmente bienvenida. Desde que la región adoptara la Declaración de Caracas (1990) y seguidamente las convenciones mundiales y americanas, las necesidades de capacitación se han multiplicado. Los lectores quedamos endeudados con los autores.

Itzhak Levav

01

La acción terapéutica: de lo singular a lo colectivo (Notas para otra salud mental)

Manuel Desviat

Universidad a Distancia de España | desviatm@gmail.com

 

Paradójicamente la ciencia psicológica, en su afán por devenir científica, paga el costo de la deshumanización de la mente (Bruner, 1990).

Yo digo: tiene una enfermedad, y usted dice: es un enfermo… Lo que puede parecer un simple juego de palabras, es en realidad el punto de partida de dos concepciones completamente diferentes de la psicopatología (Enry Ey H, s.f.).

No hay una filosofía de la acción terapéutica en psiquiatría, en psicología o en salud mental, porque no hay una verdad tecno-científica, un paradigma que la respalde. No la hay si entendemos la filosofía como un conjunto sistemático de razonamientos que nos permiten pensar la acción terapéutica, sus principios e ideas como una actividad o ciencia determinada, por mucho que se empeñen los ideólogos de la psiquiatría biológica con sus DSM, guías y protocolos. Hay formas diversas de entender las herramientas y las causas, el porqué del sufrimiento psíquico, verdades parciales y contradictorias. Esto señala una debilidad, hace a la acción en salud mental frágil, muy vulnerable a las modas e intereses del poder financiero y político, y al tiempo, le permite una gran creatividad, una incesante necesidad de búsqueda. El conocimiento siempre ha crecido gracias a la duda, a la incertidumbre.

La verdad es que los tiempos predican una filosofía del prêt â porter, de no saber del porqué de las cosas. Basta con poder manejarlas y cuantificarlas. El conocimiento se centra en el cómo funcionan. La ciencia en lo medible, en el dataísmo. Pero en los datos no hay una narración, no se encuentra el sentido; no hay filosofía alguna. Tampoco se la quiere. Los datos sustituyen a la teoría y a la historia. No es casual que el DSM se declare, a partir del DSM III (APA, 1990), ateórico e ahistórico en su intento de convertir al trastorno mental en mero hecho natural e universal. Aunque, como escribe el historiador Rafael Huertas (2005), es «casi obsceno que definan su clasificación como científica gracias a prescindir de la reflexión teórica y de la historia» (p. 14). Una filosofía que se pretende del sentido común, que en el fondo nos remite a la ideología de la época. Hay quien dice que la filosofía, en última instancia, sea filosofía de la ciencia, de la técnica o filosofía del acontecer, trata del deseo y del poder.

Si buscamos lo que sustenta las diferentes corrientes terapéuticas nos encontramos con un ancestral debate filosófico, lo que se ha dado en llamar «el error de Descartes»: la separación del cuerpo y el alma (Damasio, 2010). Lo que traducido a nuestro campo, viene a ser: cerebro y mente, subjetividad o biología. Esta es la primera escisión que marca, con vaivenes, la historia del hacer terapéutico en el campo de la sanidad y, más particularmente, de la salud mental. Dependiendo de la opción que tomemos, la acción terapéutica será diferente. De un lado, tenemos una alteración del cerebro, de su función neuroquímica, que nos conduce a un tratamiento médico que no entiende del sentido del síntoma, que no se preocupa por la persona, que trata una abstracción del sufrimiento psíquico hecha por la misma medicina-psicología, que es la enfermedad, donde no cabe la subjetividad, donde no cabe la persona concreta. No hay escucha, y la acción terapéutica se suele centrar en la farmacología, en tranquilizantes más o menos potentes (antidepresivos, ansiolíticos), basada en la propia construcción de un cuerpo teórico con la mirada puesta en el cuerpo biológico, sus conexiones internas y fluidos, que considera enfermedades como hechos naturales y universales para no centrarse en el enfermo concreto. Es por ello que la acción terapéutica termina siendo contra la enfermedad, no hacia el enfermo.

Del otro lado, tenemos una persona con su biografía, sus emociones, sus fracturas, sus duelos y sus deseos. Asimismo, tenemos unos síntomas que cobran sentido en la vida de la persona que aqueja esas alteraciones. Donde impera la escucha, donde la acción terapéutica empieza por la escucha, la «enfermedad» se nos presenta en su correlato biopsicosocial como una entidad construida histórica y socialmente. Ahí está la fibromialgia o la misma esquizofrenia, como enfermedades de la modernidad, por no hablar de ese invento reciente de la empresa farmacéutica que es el TDH.

Pero ¿qué es la acción terapéutica?, ¿cuál es su función social?, ¿quiénes intervienen en ella?, ¿cuáles son sus límites?

Supongo que todos estaremos de acuerdo en que la acción terapéutica es aquella que tiene por objeto producir salud. Esta es una actividad que posee, como otros bienes y servicios, un valor de uso en cuanto atiende necesidades sociales expresadas en demandas: sanar o mitigar, restablecerse, no sufrir o sufrir menos, rehabilitarse, no morir, morir dignamente. Se establece así una relación: la autoridad sanitaria y los profesionales tienen cosas que ofertar –el trabajo en salud o el poder de la autoridad sanitaria– y la sociedad civil tiene malestar, sufrimiento y necesidades que piden ser atendidas. La cuestión es, por un lado, cómo se expresa esa necesidad, cómo se expresa hecha demanda; por otro, cómo se construye la respuesta. Demanda y respuesta van a estar condicionadas históricamente. Se enferma y se trata según te deja tu época, la historia de tu pueblo y aun de tu tribu. El individuo tiende a expresar las situaciones de malestar por medio de formas aceptables y significativas para su propia cultura. Cada momento histórico escenifica sus representaciones, sean las enfermedades mentales, la manera de entender la familia, la sexualidad o los credos religiosos. Sea cual sea la metáfora que utilicemos para dar cuenta de la enfermedad –el inconsciente y las pulsiones, los circuitos cibernéticos cognitivistas, la teoría general de sistemas o la biología molecular– la enfermedad se integra en la experiencia humana como una realidad construida significativamente (Desviat, 2010).

Más ¿qué espera la sociedad del profesional de la psiquiatría, de la psicología, de la salud mental? Nuestro mundo está dirigido cada vez más por supuestos especialistas y un conjunto de guías, protocolos y libros de autoayuda. Allí donde el individuo no reconoce nada por sí mismo será formalmente tranquilizado por el experto (Debord, 1990, p.23). En este primer mundo del just it, del hágalo ya, lleno de expectativas a satisfacer con recetas, pócimas y gimnasios, una ilusión puebla el imaginario colectivo: para todo puede haber un remedio. No perdamos el tiempo, no queramos saber: basta una receta, un medicamento y todo lo más unas prescripciones de psicología positiva. La felicidad está al alcance de la mano. Salud y placer sin introspección, sin compromiso, sin riesgo, en el marco de los atributos idealizados de la felicidad que la maquinaria comercial organiza como representación de la realidad.

Una ilusión que los profesionales de la salud hemos ayudado a forjar. La psiquiatría y la psicología se introducen por el resquicio de la frustración social, invadiendo poco a poco la escuela, la vida familiar, la cama, los sueños. La sociedad nos exige no solo controlar la locura, el acto psicótico imprevisible, sino remedios eficaces para el malestar cotidiano. Nos exige, una vez más, hacer frente a sus males: toxicomanía, delincuencia. Psiquiatrizar el mal: violadores, torturadores, psicópatas. «¿No es acaso tranquilizador para la humanidad», escribe Daumezón, «poder atribuir a una debilidad mental algunos de los crímenes que la deshonran? […] Admitir tan fácilmente la existencia de monstruos razonables que cometen crímenes inauditos, sin interés y por la sola necesidad de bañarse en la sangre de sus semejantes ¿no es rebajar la dignidad del hombre?» (Daumezon, 2000, p. 20).

Nos encontramos, por tanto, en una encrucijada. Por un lado, la sociedad y el poder nos piden que atendamos ciertos malestares de la vida cotidiana, en buena parte provocados por las propias condiciones del sistema social, y cuya verdadera solución está fuera de nuestro alcance; por otro, nos tropezamos con unos determinantes en nuestra práctica que favorecen la cronificación de los trastornos: entre otros, el abuso y mal uso de la medicación psiquiátrica, o la propia estructura, por lo general, de los servicios de salud mental.

Pues al final, tanto por la presión social como por la insuficiencia de la estructura (escenario, técnicas) del encuentro en la clínica actual, se trabaja por lo general con la tríada médica diagnóstico, prescripción y consejo; rara vez, psicoterapia. Clínica precaria cuando no negada como predican algunos programas de rehabilitación. La rehabilitación psicosocial es otra cosa, plantean, privilegiando unos protocolos estandarizados que pretenden la «normalización» de los pacientes. La supuesta eficacia técnica, instrumental, ha renunciado a la psicopatología; el apaciguamiento o supresión de los síntomas se ha logrado renunciando a la comprensión de los enfermos. Se ha hecho a expensas de la negación de la psicopatología y la clínica. En el mejor de los casos, la clínica ha pasado a un segundo plano, confundiéndola con la psicofarmacología.

Sin lugar a dudas, hacen falta protocolos, guías que regulen la actividad; procedimientos que protocolicen su seguimiento y evaluación; en suma, que informen y reglamenten el tratamiento de los pacientes. El problema no está en los protocolos ni en las guías, está cuando estos se constituyen en la única atención al paciente, cuando sustituyen el entendimiento de sus síntomas como parte de su biografía, cuando la inevitable transferencia se desplaza a un cuestionario a rellenar puntualmente, cuando no en normas disciplinarias que fuerzan al paciente a esconder su sintomatología. No hay negociación, el contrato terapéutico se reduce a un cumplimiento de tareas y normas de convivencia. Está el riesgo de convertir los programas en escuelas, donde el paciente termina aceptando pautas que le infantilizan, como sucede en etapas que describe Goffman en la instituciones totales (Goffman, 1970). Foucault habla de «poder pastoral», una atribución de origen religioso, que pretende «conducir y dirigir a los hombres a lo largo de la vida y en cada una de las circunstancias de esa vida y todo ello para obligarlos, en cierta manera, a comportarse de determinada forma, a conseguir su salvación» (Foucault, 1999, p.124). Aquí el rebaño serían los pacientes y los que tienen el derecho de ejercer la tutoría los profesionales de la salud mental, con el objetivo de la recuperación-salvación de la enfermedad.

Pero la «recuperación» debe ser otra cosa. Debe asumir los riesgos que la propia vida tiene, riesgos para el paciente y riesgos para el terapeuta –si este considera como un fracaso a su hoja de servicios una nueva crisis de «su» enfermo, un nuevo brote, o como nos gusta decir, una descompensación–. El tratamiento es la reversión de los síntomas que hacen sentirse mal al paciente, o la devolución o adquisición de habilidades y competencias, pero siempre que sirva para atribuirle sentido a lo que le sucede, dentro del respeto a la dignidad y a los derechos de la persona, sin convertir la curación-salvación en una tutela de por vida que controla toda la existencia de la persona, para evitar los riesgos. Estar «sano» no debe ser –o es– hacerse el muerto en vida. Una perniciosa idea terapéutica de lo que es la normalidad psicótica o de cualquier trastorno grave, que niega la diversidad. ¿Pero, además, qué entendemos por normalidad? Freud afirma en Análisis terminable e interminable (Freud, 1937) que es una «ficción ideal». Un delirio, afirma Ximena Castro, por la imposibilidad de alcanzar normas comunes (Castro, 2013).

El caso es que, a pesar del largo camino recorrido desde instancias reformadoras respecto a la atención al trastorno mental, la consideración del paciente como ciudadano es tan proclamada como escasamente considerada. Con la reforma psiquiátrica, la desinstitucionalización y la salud mental comunitaria se han creado herramientas eficaces para enfrentar las crisis y la cronicidad psiquiátrica, pero en repetidas ocasiones su aplicación ha terminado por ser poco respetuosa con la autonomía del paciente y sus derechos esenciales. La eficiencia, en muchos programas, ha relegado a la clínica, y de forma mucho más habitual, a la subjetividad, no solo desde focos de ceguera por exacerbación de lo social, como escribe Rosana Onocko (Onocko Campos, 2013), sino por la insuficiencia del modelo biopsicosocial. La urgencia técnica y ética de cerrar los hospitales psiquiátricos, la exigencia de una rápida construcción de utillajes útiles para atender a los nuevos perfiles, a los viejos y nuevos crónicos de la desinstitucionalización, hizo que las experiencias de la Reforma descuidaran, cuando no simplemente omitieran, la subjetividad con su correlato en la distintas modalidades de asistencia. No es algo que concierna solo a la psiquiatría centrada en el cuerpo o al cognitivismo más duro, es una ausencia que se da en buena parte de las prácticas que se definen como biopsicosociales. El sujeto queda fuera como, por lo general, queda fuera la voz de los pacientes y de la comunidad de las prácticas de la salud mental comunitarias.

De la desinstitucionalización a la salud mental colectiva

La desinstitucionalización convierte el hacer comunitario en el modelo asistencial de las reformas psiquiátricas, forjando, en la diversidad de las experiencias, una cultura teórico-técnica para los procesos de transformación. La salud pública –con sus niveles de actuación, grupos de riesgos, diagnóstico poblacional…–; el psicoanálisis –psicoterapia institucional, piscología del yo, crisis…–; la psiquiatría social; la rehabilitación psicosocial (por un lado y por otro), la creación de sistemas de salud nacionales (universales, públicos, descentralizados) y el desarrollo de la Atención Primaria y de la Nueva Promoción de la Salud van a constituir el marco donde se fraguan las bases del modelo comunitario. La locura salta los muros de los psiquiátricos y se hace visible socialmente. Es difícil que hoy alguien niegue las mejoras asistenciales y en derechos humanos y ciudadanos que ha aportado la Reforma a las personas con sufrimiento psíquico, las ventajas de la desinstitucionalización y creación de recursos en la comunidad. Por mucho que aún persistan enormes carencias en todos los países y una brecha inmensa en el desarrollo de los servicios de salud mental. Aunque persistan, más o menos disfrazados en muchos lugares, los hospitales psiquiátricos o manicomios, la reforma psiquiátrica rompió su hegemonía y obligó a crear una red de recursos y prestaciones en el territorio, en la comunidad. Esta obligó a ampliar el eje clínico a un eje social, al tiempo que forzaba el cambio del jerárquico servicio de psiquiatría al más plural equipo de salud mental. Lo anterior significó mucho más que un cambio de nombre. La reforma cambió el imaginario social en torno a la enfermedad mental, y se promovieron políticas de defensa de los derechos humanos de las personas con problemas de salud mental. Surgieron poderosos movimientos de familiares y usuarios, exigiendo su espacio, su lugar, su reconocimiento.

La reforma psiquiátrica rompió la hegemonía de los manicomios y de un modelo ineficiente y poco ético en la asistencia. Para algunos, quizás sin duda para el sistema político económico que predomina hoy en el mundo, la reforma ha finalizado aquí sus objetivos. Sin embargo, había más ambición en sus orígenes. El propio proceso desinstitucionalizador abrió nuevas expectativas. Se convirtió desde el inicio en un proceso social complejo, que exige recomponer saberes y técnicas, un proceso técnico-ético que origina nuevas situaciones que producen nuevos sujetos, nuevos sujetos de derecho y nuevos derechos para los sujetos, como señala Paulo Amarante (2003). Un proceso que, dejado a su propio discurrir, va a dinamitar las bases conceptuales de la psiquiatría hecha en el adentro de los muros hospitalarios, de una psiquiatría que entroniza el signo médico y considera la enfermedad como un hecho natural, prescindiendo del sujeto y de su experiencia de vida, promoviendo una práctica trabada entre la normalización y la disciplina. Dejado su propio desarrollo, el modelo comunitario de la Reforma, crea la necesidad de transformar, de subvertir la psiquiatría-psicología biocibernética, de amplificar la mirada incluyendo un eje subjetivo, un eje social y un eje político. Una nueva manera de afrontar la salud mental que tiene que encontrar su desarrollo en dos pilares: por una parte en el avance de la psicopatología, desde esta nueva perspectiva, que incluye una elaboración desde una dialéctica que una a la teoría con la práctica, que rompa la brecha entre quienes investigan y quienes ven pacientes, y, por otra parte, en el desarrollo de unos servicios públicos eficientes y empoderados por la ciudadanía, donde se respeten la autonomía, la voz y los derechos de los pacientes.

Es claro que así la reforma no es una mera reordenación y optimización de los servicios de atención, como también que hay que ir más allá de la desinstitucionalización, lo que significa un cambio de marco socio-político que haga posible una nueva práctica. La reforma ha encontrado los límites que establece el sistema vigente, aun forzando a contracorriente muchas de sus líneas rojas. El trabajo social, comunitario, ha sido una conquista, espacios de contrapoder arrebatados al poder del capital, de ahí la continua presión para minimizarlo por parte de las autoridades sanitarias y sociales. Su progreso será siempre una lucha dentro de un frente social por hacer más equitativa y solidaria la sociedad.

Otra clínica. Una clínica del sujeto, ampliada

[…] mi educación médica me había enseñado un montón de datos, pero poco acerca de los espacios que existen entre esos datos. Aprendí que ante una enfermedad pulmonar severa, deberíamos prescribir oxigenoterapia domiciliaria, pero no qué hacer ante un paciente que, avergonzado por no tener hogar, me da una dirección equivocada (Mukherjee, 2011).

Entre las directrices principales que se aprueban en la III Conferencia Nacional de Salud Mental (Brasil, 2002), –organismo participativo que establece las líneas de actuación de la Reforma Psiquiátrica Brasileña– está la red de servicios territoriales que substituyen al hospital psiquiátrico, integrados en la red de salud general, la consideración del usuario como ciudadano en todos los espacios, sea cual sea su diagnóstico y estado, la priorización de la ética en todo momento, y la participación del paciente en su plan terapéutico. Al tiempo, reafirma a los Centro de Atención Psicosocial (CAPS) como el eje del trabajo en el territorio, articulando la atención de los distintos dispositivos de la red sanitaria y social. En cuanto a la asistencia:

Es fundamental, también, que las nuevas modalidades asistenciales substitutivas [al hospital psiquiátrico] desarrollen prácticas reglamentadas en relaciones que potencien la subjetividad, la autoestima y la ciudadanía y busquen superar la relación de tutela y las posibilidades de reproducción de la institucionalización o cronificación (Brasil, 2002, p.24).

Según Taís Bleicher, son características principales de la actividad del CAPS: la integración con las políticas sociales; la reflexión crítica de los trabajadores sobre sus teorías y prácticas; el intercambio práctica/investigación científica; la actuación política en la comunidad, y la disminución de las jerarquías dentro del equipo de salud, y entre este y el paciente con consecuencias sobre la calificación de la ciudadanía y la autonomía de los pacientes (Bleicher, 2015, p. 138).

Tenemos con esto bases para el proyecto de una nueva clínica, para otra asistencia en salud mental que incorpora la subjetividad y supone la devolución de la plena ciudadanía al enfermo psiquiátrico, pero una ciudadanía que no es la simple restitución de sus derechos formales, sino, como reclama Benedetto Saraceno, la construcción de sus derechos sustanciales (Saraceno, 1999), y es dentro de esta construcción donde se encuentra la única resolución de la crisis o recuperación posible, desde otra práctica clínica, que ya no sea patrimonio de psiquiatras y psicólogos, sino de todos aquellos que participen en la atención al sujeto de la demanda, y el sujeto mismo. Una clínica del sujeto en su contexto, una clínica de la dignidad.

No obstante, construir una nueva clínica exige romper la cerca en la que el pensamiento de la época, pragmático, mercantilista, insolidario, nos encierra. Exige volver a relacionarnos con los saberes que constituyen nuestra realidad la filosofía, la antropología, la literatura, con el arte; con aquello que estuvo en el origen de la psiquiatría y que hoy se ha perdido enfangado en un utilitarismo inculto, pero no inocente, pues intenta dominar el pensamiento del mundo para procurar ganancias a unos pocos. Es por lo que, una nueva clínica, exige una praxis que se interrogue sobre la producción de la salud y, por tanto, sobre la producción del saber. En suma, sobre el poder.

La globalización financiera pretende una realidad única: pretende que no haya un afuera ni científico, ni cultural, ni social, del ideario neocapitalista. En psiquiatría y en psicología tenemos el DSM, ahora en su V versión (APA, 2014), breviario propedéutico que impone una universalización para todos y para todo, que en nada se diferencia de una máquina expendedora de etiquetas y reponedora de medicación. Con estos diagnósticos nos estamos acercando a un antiguo deseo de los fabricantes de elíxires y fórmulas médicas: hacer fármacos para gente sana (El «síndrome del riesgo de psicosis», el «trastorno mixto de ansiedad depresiva», «el trastorno cognitivo menor», «trastorno disfuncional del carácter con disforia»,«trastorno de hipersexualidad»)

Una globalización que fragmenta los problemas mentales hasta un sinfín de trastornos. Todos enfermos, todos trastornados, cualquier manifestación de malestar será medicalizada de por vida. Se da el salto de la prevención a la predicción. Umbrales diagnósticos más bajos para desordenes existentes y nuevos diagnósticos. La hegemonía del modelo llamado biológico sobrepasa los límites de la medicina y coloniza el sufrimiento y la falla social, lo define, lo clasifica en categorías diagnósticas y suministra respuestas. La empresa farmacéutica se encarga de ello, fidelizando asociaciones de usuarios y familiares, como viene haciendo con psiquiatras y revistas científicas (Vasconcelos, 2012).

En el DSM V las categorías se desdibujan en espectros y dimensiones. Sin embargo, no nos engañemos, detrás de la difusión de limites ya iniciada con la construcción del trastorno bipolar, en el que desaparece la melancolía y se psiquiatriza la tristeza, no hay un intento epistemológico de búsqueda, no se persigue la continuidad entre los distintos trastornos, comunicando lo patológico con lo normal, la intención es abrir el mercado a lo todavía no diagnosticable como enfermo, a supuestos signos precoces de enfermedad, a medicalizar la presunción de un trastorno futuro. El trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDAH) es buena prueba.1 La medicina se ha convertido en una gran productora de riqueza, en cuanto la salud, la mente y el cuerpo se vuelven objetos de consumo. En manos de los mercados esta es una herramienta de normalización. Entendiendo por normal lo que dictan los intereses del Capital. Qué comer, qué vestir, qué tomar, cómo juntarnos, cómo amar. El cuerpo, en esa medicalización indefinida de la que habla Foucault, se convierte en espacio de intervención política.

La sociedad de consumo crea un conformismo generalizado y pegadizo: todos iguales. Individualidades frágiles, serializadas, carentes de verdadera diferencia u originalidad El minusválido como modelo de una ciudadanía que viene, en una sociedad donde todo parece adquirir un aspecto terapéutico y en el que la enfermedad es de nuevo una contingencia individual, un castigo de los dioses. Es lo que ha venido denunciando Stop DSM, la campaña contra el DSM-V como criterio único en el diagnóstico de las sintomatologías psíquicas, avisando que nadie quedará a salvo de poder ser diagnosticado, sobre todo porque los nuevos clínicos estarán formateados deliberadamente en la ignorancia psicopatológica.

El territorio. La cuestión de la comunidad

La sociedad lo es en sentido estricto solo donde el individuo actúa y tiene vigencia. Siempre que el individuo sea aplastado o malogrado se recaerá en un tipo de comunidad inferior; ya superada entre nosotros; será un verdadero regreso histórico (Zambrano, 1996, p. 135)

Una comunidad empoderada para la salud es aquella cuyos individuos y organizaciones aplican sus habilidades y recursos en esfuerzos colectivos destinados a abordar las prioridades sanitarias y a satisfacer sus necesidades sanitarias respectivas (Organização Mundial de Saúde, 1986)

Si hablamos de atención comunitaria, la primera condición, como en cualquier otra actividad que se quiera comunitaria, está en la presencia de la comunidad, el protagonismo de la ciudadanía, de la población organizada, sobre su salud, sobre las políticas que afectan a la vida de las personas que la constituyen. Parece obvio, pero con frecuencia hay ausencia de la comunidad en las prácticas que se consideran comunitarias, pues para que exista «comunidad» se precisa que el entramado poblacional pueda participar, tenga acceso a las decisiones y capacidad para involucrarse. La salud comunitaria requiere que la comunidad se convierta en sujeto sociológico; un sujeto social que pueda gestionar o participar activamente en la administración de aspectos fundamentales de las necesidades colectivas, atento a la potenciación de su capacidad, de su empowerment, término malamente traducido al castellano por empoderamiento, y que viene a significar el traspaso a los ciudadanos, grupos, organizaciones y comunidades del poder y la capacidad de tomar decisiones que afectan sus vidas.

La Carta de Ottawa, redactada por la primera Conferencia Internacional sobre la Promoción de la Salud celebrada en 1986 y dirigida a la consecución del objetivo «Salud para Todos en el año 2.000», pone de relieve que:

La promoción de la salud radica en la participación efectiva y concreta de la comunidad en la fijación de prioridades, la toma de decisiones y la elaboración y puesta en marcha de estrategias de planificación para alcanzar un mejor nivel de salud. La fuerza motriz de este proceso proviene del poder real de las comunidades, de la posesión y del control que tengan sobre sus propios empeños y destinos.

El desarrollo de la comunidad se basa en los recursos humanos y materiales con que cuenta la comunidad misma para estimular la independencia y el apoyo social, así como para desarrollar sistemas flexibles que refuercen la participación pública y el control de las cuestiones sanitarias. Esto requiere un total y constante acceso a la información y a la instrucción sanitaria, así como a la ayuda financiera (Conferencia Internacional sobre la Promoción de la Salud, 1986).2

¿Pero de qué hablamos cuando hablamos de comunidad? Ferdinand Tönnies diferenció las relaciones sociales de las colectividades humanas en comunitarias y societarias. Siendo estas últimas agregaciones de individuos que promueven un contrato social, que organizan el orden y la seguridad en sus relaciones sociales y económicas, y comunidad, cuando entre las personas hay valores, lazos de sangre, vecindario, esperanzas y necesidades comunes, donde hay una identidad común (Tönnies, 1988). Podríamos decir, siguiendo a Tönnies, que hablamos de comunidad cuando hay un destino común, cuando un grupo de personas participa en un bien o en una necesidad. Ya sea esta la comunidad de los amantes, una comunidad científica o un asentamiento humano. Hay una división clásica de las comunidades: comunidades de sangre (la más natural y primitiva, de origen biológico, como la tribu, la familia o el clan), comunidades de lugar (cuyo origen es la vecindad, como las aldeas y asentamientos rurales) y comunidades de espíritu (su origen es la amistad, la tradición y la cohesión de espíritu o ideología). Hoy podríamos añadir un nuevo tipo de comunidad, o comunidades, que surge con la globalización y con la red informática, donde se desdibujan las fronteras. La identidad de cada comunidad, de cada grupo humano se constituye ante la necesidad de reconocimiento, de defensa de unos derechos, de unos principios, de una diferencia. La sociedad es un conjunto de grupos humanos, de comunidades diversas, a veces artificialmente separadas. Existe el riesgo de confundir identidad con grupo separado: viejos, homosexuales, negros, mujeres, enfermos mentales, levantando vallas, fronteras que solo sirven para fragmentar la sociedad. Una identidad que se repliega, se enroca en su idiosincrasia, institucionaliza su diferencia tornándose sectaria, fundamentalista; no tolera la diferencia, teme la mezcolanza, al extranjero. Esta se aparta de la ciudadanía como derecho colectivo, donde es posible lo singular. La comunidad basada en la ciudadanía es el respeto a la diversidad de identidades, de subjetividades, de comunidades separadas.

Pero la irrupción de estos valores ciudadanos nos lleva a re-pensar el «seren-común», lo que entendemos hoy por comunidad. En la obra de Tönnies, en la necesidad de comunidad que plantea hay, como dice Daniel Álvaro, unas veces deseo romántico por una supuesta comunidad perdida, y otras veces, deseo por una comunidad futura (Álvaro, 2010), por otra sociedad más social e igualitaria. No olvidemos que Álvaro es un crítico de la sociedad capitalista, cercano a los postulados de Marx. Hoy los cambios en las grandes ciudades, la omnipresencia de las redes sociales, la gran movilidad en el trabajo, exigen redefinir qué representa hoy la comunidad y lo comunitario. Se debe empezar a trabajar con conceptos que sean capaces de contener a la multiplicidad social y de lugares que se están formando, que permitan actuar en común conservando las diferencias, en un mundo, donde, como escribe Marc Augé en La communauté illusoire (Auge, 2010), todas las fronteras sean reconocidas, respetadas y franqueables, sin falsas identidades societarias. Lo que nos acerca al término multitud, que definen Hardt y Negri en su libro Multitud: Guerra y Democracia en la era del imperio, multiplicidad de diferencias singulares que se agrupan respetando sus diferencias para trabajar en común (Hardt y Negri, 2004).

Quizás sea el concepto de ciudadanía, junto con el de territorio, los que recojan mejor la multiplicidad con la que nos encontramos en la comunidad, pues de lo que se trata es de favorecer la apropiación por el ciudadano y de los colectivos de un determinado lugar, de la gestión de sus vidas y, por tanto, de su salud. Es el ciudadano el principal actor en las políticas sociales si hablamos de las sociedades democráticas, aunque solo sea porque vota cada cuatro años. De hecho, por esa presión del voto, la ciudadanía empieza a tener un papel cada vez más importante a la hora de la definición de las necesidades y en la creación de servicios para satisfacerlas. Los consumidores de los servicios sanitarios y sus familiares quieren ser algo más que receptores pasivos de los servicios o cuidadores informales de los pacientes mentales. Esta presión ciudadana va a condicionar la expresión de la necesidad, la demanda. El hecho es que nos encontramos con una disyuntiva cuando hablamos de la demanda y los movimientos ciudadanos. Por una parte, tenemos la medicalización de la sociedad en el mundo desarrollado y un imaginario social llenos de prejuicios, en una ciudadanía cada vez más fragmentada, que confunde identidad con grupo separado por color, raza, credo, género, edad, nacionalidad, levantando vallas, fronteras que solo sirven para fragmentar la sociedad. Una identidad que institucionaliza su diferencia tornándose sectaria: no tolera la diferencia, teme la mezcolanza, al extranjero. Esta se aparta de la ciudadanía como derecho colectivo donde es posible lo singular. Tenemos demasiados ejemplos en la historia pasada y reciente de fundamentalismos donde el sujeto desaparece en una identidad que le cerca y le define. Pues aunque la identidad común es una exigencia para que exista comunidad, también de una sola identidad se muere o se mata (Saraceno, 2004).

En salud mental se muestra la progresiva fragmentación de las asociaciones de familiares y usuarios de la salud mental frente a la unidad inicial al principio de la reforma psiquiátrica, ahora tenemos bipolares, esquizofrénicos, límites, trastornos de la conducta alimentaria, identidades artificiales creadas por la lógica del sistema, que compiten en sus demandas, dejándolas a merced de aquellos lobbies societarios que tengan mayor capacidad de influencia en el poder político. Algo que puede pervertir la asignación de recursos (véanse la proliferación de unidades de fibromialgia o trastornos de la conducta alimentaria en los países centrales, fagocitando recursos de la atención a la psicosis o las neurosis graves), y que sitúa a las personas con problemas de salud mental en territorios definidos por fronteras infranqueables, diagnósticos, asociaciones e instituciones.

A lo que debemos añadir como amenaza, si hablamos de las asociaciones de familiares y usuarios, la política progresiva de las multinacionales farmacéuticas, financiando asociaciones de familiares e intentando comprar a sus líderes al igual que lo vienen haciendo con los psiquiatras. El Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad (TDAH) es, como ya se ha planteado, buena prueba de esta alianza de la industria farmacéutica con las asociaciones de familiares y de su capacidad de presión sobre instancias gubernamentales. En Brasil, Eduardo Vasconcelos (Vasconcelos, 2010a) refiere en un estudio de la ONG norteamericana Essential Action, dedicada a la salud pública, que por lo menos nueve entidades brasileñas de defensa de los derechos de los usuarios de salud son financiadas por fabricantes de fármacos (Vasconcelos, 2010). También tenemos el informe de Andrew Herxheimer (de la UK Cochrane) sobre la Children and Adults with Attention/Deficit/Hiperactivity Disorder (CHADD), una de las asociaciones más reconocidas, que solo en 2002 recibió medio millón de dólares de las compañías farmacéuticas (Herxheimer, 2003).3

El otro lado lo representan los movimientos ciudadanos y de enfermos que exigen el empoderamiento, su total involucración en la gestión de la salud mental o de su enfermedad en el marco de una salud pública y una salud mental colectiva. Conceptos como recovery, abogacy