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Rojas Bolaños, Omar Eduardo

Ejecuciones extrajudiciales en Colombia 2002–2010: Obediencia ciega en campos de batalla ficticios/ Omar Eduardo Rojas Bolaños y Fabián Leonardo Benavides Silva, Bogotá: Universidad Santo Tomás, 2017.

251 páginas; cuadros, ilustraciones, gráficos,

Incluye referencias bibliográficas

ISBN: 978-958-782-061-4

E-ISBN: 978-958-782-062-1

1. Ejecuciones - Ajusticiamientos y Verdugos 2. Obediencia – Ética 3. Colombia - Política social 4. Delitos contra la persona - Colombia 5. Personas desaparecidas - Colombia. I. Universidad Santo Tomás (Colombia).

CDD 323.4 CO-BoUST
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© Omar Eduardo Rojas Bolaños

Fabián Leonardo Benavides Silva

© Universidad Santo Tomás

Ediciones USTA

Carrera 9 n.º 51-11

Bogotá, D. C., Colombia

Teléfonos: (+571) 587 8797 ext. 2991

editorial@usantotomas.edu.co

http://www.ediciones.usta.edu.co

Coordinación de libros: Karen Grisales Velosa

Corrección de estilo: Matilde Salazar Ospina

Diagramación: Kilka Diseño Gráfico

Diseño de cubierta: Kilka Diseño Gráfico

Imágenes de cubierta y portadillas de Julio César Aristizábal

Hecho el depósito que establece la ley

ISBN: 978-958-782-061-4

E-ISBN: 978-958-782-062-1

Primera edición, 2017

Primera reimpresión, 2018

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio, sin la autorización previa por escrito del titular de los derechos.

Al perder su memoria, la gente es incapaz de plantear un cuestionamiento crítico de sí mismos y del mundo circundante. Al perder los poderes de individualidad y asociación, pierden su sensibilidad moral y política básica. En última instancia, pierden su sensibilidad ante otros seres humanos.

Leonidas Donskis

A las madres, padres, hermanos, familiares y amigos de los miles de víctimas de las ejecuciones extrajudiciales en Colombia, quienes no han logrado verdad, justicia, reparación y compromiso de no repetición.

Esta obra es resultado del proyecto de investigación titulado “Construcción de la memoria histórica en virtud de las ejecuciones extrajudiciales en Colombia” (código 17050525), avalado y financiado por el Instituto de Estudios Socio-Históricos Fray Alonso de Zamora (Iesfhaz) del Departamento de Humanidades y Formación Integral, Universidad Santo Tomás.

Contenido

AGRADECIMIENTOS

PRÓLOGO

PREÁMBULO

Capítulo 1. APROXIMACIONES METODOLÓGICAS PARA UN ESTUDIO NATURALISTA

Capítulo 2. LEALTADES IMPUESTAS, OBEDIENCIA CIEGA: EN LAS PROFUNDIDADES DE CAMPOS DE BATALLA FICTICIOS

Las ejecuciones extrajudiciales en el período de la política de seguridad democrática

En las profundidades de las ejecuciones extrajudiciales

Engranaje criminal para el desarrollo de ejecuciones extrajudiciales

Modalidades de las ejecuciones extrajudiciales

El holocausto que había podido evitarse

Capítulo 3. COSMOVISIÓN GUERRERISTA DE UNA SOCIEDAD CON SUEÑOS PACIFISTAS

Las plantaciones del miedo, del mal

La geografía simbólica del mal

En las puertas de la insensibilidad

Entre el deber, la obediencia ciega y la insensibilidad

La obsesión por la seguridad en una sociedad con sueños pacifistas

“A pesar de que los muertos fueron los nuestros, la memoria no vive acá, vive en otros lugares”

Una lectura a las ejecuciones extrajudiciales desde la cosmovisión militar y policial

Capítulo 4. A MANERA DE CONCLUSIÓN. A LAS PUERTAS DEL POSTCONFLICTO

BIBLIOGRAFÍA

Libros consultados y citados

Documentales consultados

Investigaciones y artículos periodísticos consultados

Referencias judiciales

ANEXOS

Lista de cuadros

Cuadro 1. Relación reporte de muertos por las Fuerzas Militares en combate con muertos ejecuciones extrajudiciales investigados por la Fiscalía General de la Nación

Cuadro 2. Percepción de militares y policías, activos y de la reserva, frente a la razón por la que se desarrollaron los falsos positivos durante el periodo 2002-2010

Cuadro 3. Percepción de militares y policías, activos y de la reserva, frente a cuál debe ser la actitud de la sociedad con los involucrados en los falsos positivos

Cuadro 4. Percepción de militares y policías, activos y de la reserva, frente a cuál debe ser la actitud de las Fuerzas Armadas alrededor de los falsos positivos

Cuadro 5. Percepción de militares y policías, activos y de la reserva, frente a qué merecen las víctimas de los falsos positivos

Cuadro 6. Percepción de militares y policías, activos y de la reserva, frente al interrogante en representación de quién actuaron los actores materiales de las ejecuciones extrajudiciales

Cuadro 7. Percepción de militares y policías, activos y de la reserva, frente al número de eventos y víctimas de las ejecuciones extrajudiciales registradas en el periodo 2002-2010

Lista de figuras

Figura 1. Percepción de grupos sociales frente a los denominados falsos positivos (ejecuciones extrajudiciales) desarrollados durante el periodo 2002-2010

Lista de gráficos

Gráfico 1. Reporte oficial de Muertos en Combate Fuerzas Militares comparado con el número de víctimas por homicidio en investigaciones de la Fiscalía General de la Nación con presunto responsable miembros del Ejército – Periodo 2002-2011

Gráfico 2. Alertas y acontecimientos que rodearon las Ejecuciones Extrajudiciales ejecutadas por las Fuerzas Armadas de Colombia durante el periodo 2002-2010

Gráfico 3. Causas de los falsos positivos (ejecuciones extrajudiciales) durante el periodo 2002-2010

Gráfico 4. Actitud que debe asumir la sociedad en relación con los involucrados de los falsos positivos

Gráfico 5. Actitud esperada de las fuerzas militares frente a los casos de falsos positivos

Gráfico 6. Percepción en la población entrevistada sobre el número de asesinatos cometidos en los denominados falsos positivos durante el período de 2002-2010

Anexos

Anexo 1. Proceso metodológico del estudio

Anexo 2. Instrumento de percepción frente a los falsos positivos (ejecuciones extrajudiciales) desarrollados durante el periodo 2002-2010

Anexo 3. Gráfico 1: Reporte oficial Fuerzas Militares – Actores armados ilegales muertos en combate. Período 2002-2011

Anexo 4. Gráfico 2: Reporte oficial de muertos en combate Fuerzas Militares comparado con el número de víctimas por homicidios en investigaciones de la Fiscalía General de la Nación con presunto responsable miembros del Ejército – Periodo 2002-2011

Anexo 5. Comunicado de militares privados de la libertad frente al proceso de paz

Anexo 6. Fragmento de la entrevista a Pablo Hernán Sierra García, alias Alberto Guerrero, Comandante Bloque Metro, sobre falsos positivos

Anexo 7. Sentencia que califica los asesinatos denominados “falsos positivos” como “crímenes contra la humanidad” 227

Agradecimientos

Nuestro total gratitud a fray Juan Ubaldo López Salamanca, O.P., Rector General de la Universidad Santo Tomás por su decidido apoyo a las investigaciones adelantadas por el Instituto de Estudios Socio-Históricos Fray Alonso de Zamora (Ieshfaz).

A fray Alberto René Ramírez Téllez, O.P., Decano de División de Ciencias Económicas y Administrativas, Director del Departamento de Humanidades y Formación Integral y del Ieshfaz, con quien estaremos en deuda por su constante acompañamiento y apoyo respecto a las iniciativas académicas del Instituto.

Al Doctor Miguel Ángel Beltrán Villegas, profesor de la Universidad Nacional de Colombia, por leer detenidamente la presente obra y darnos, además de alientos para seguir adelante, acertadas sugerencias respeto a la temática abordada.

A Julio César Aristizábal por su valioso y brillante aporte pictórico contenido en la portada, contraportada e ilustraciones internas del libro.

Al Comité Editorial del Departamento de Humanidades y Formación Integral, bajo la dirección de Jenny Marcela Rodríguez, por el acompañamiento académico y administrativo para sacar adelante esta obra.

A Ediciones USTA, en cabeza de Karen Grisales Velosa por el cuidadoso y bello trabajo de curaduría de esta obra. Nuestra gratitud a los investigadores del Ieshfaz, Carlos Alberto Moya Guerrero y Carlos Alberto Ortiz Herrera, por el trabajo de recopilación y sistematización de fuentes primarias y secundarias.

Prólogo

A finales de septiembre de 2008, cuando promediaba el segundo gobierno del presidente Álvaro Uribe Vélez (2006-2010), y transcurrían seis años de la aplicación de la mal llamada política de “seguridad democrática”, fueron hallados en el departamento del Norte de Santander los cuerpos sin vida de 19 jóvenes provenientes del sur de Bogotá, que habían sido reportados como desaparecidos. Tras el hallazgo, el comandante de la Brigada 30 del Ejército, general Paulino Coronado se apresuró a declarar ante un reconocido medio de comunicación, que se trataba de personas muertas en enfrentamiento con el ejército, y concluía enfáticamente: “Estamos cumpliendo con nuestra obligación, después de producida la baja, citamos al CTI para que practicaran las diligencias de rigor. No hay nada irregular en el proceder, las investigaciones las ha iniciado la Fiscalía y están debidamente sustentadas dentro de los cánones legales establecidos” (Radio Santa Fe, 2008).

Las denuncias interpuestas por los familiares de las víctimas y las inconsistencias que fueron aflorando en las versiones presentadas por los mandos militares apuntaban, sin embargo, a que las víctimas habían sido desaparecidas y luego asesinadas para ser exhibidas como “bajas en combate”, lo cual poco después se comprobó, poniendo al descubierto ante la opinión pública una modalidad conocida como “los falsos positivos”. En realidad se trataba de crímenes perpetrados por agentes del Estado en contra de jóvenes provenientes de estratos populares que atraídos con promesas de empleo eran llevados a zonas de conflicto donde efectivos militares se encargaban de ultimarlos para reportarlos luego como guerrilleros muertos en combate. Al mismo tiempo que ocurrían estas ejecuciones extrajudiciales, el primer mandatario de la nación señalaba que los derechos humanos constituían una prioridad para su gobierno y el director general de las Fuerzas Militares, general Freddy Padilla de León, pregonaba que el ejército colombiano sería el primero en la historia en ganar una guerra “con la preocupación fundamental del respeto al Derecho Internacional Humanitario” (Padilla de León, 2008), la Constitución y las leyes.

En contraste con lo afirmado en los discursos oficiales, los informes realizados por los organismos defensores de derechos humanos fueron colocando de presente que estos actos no eran hechos aislados sino que respondían a una vasta empresa criminal de tráfico de personas a las que se hallaban vinculados miembros de la Fuerza Pública. Como agravante, el Estado colombiano, lejos de garantizar derechos fundamentales, pretendía ganar una guerra a toda costa, recurriendo a estrategias no convencionales que arrojaran resultados contundentes en término de número de golpes y bajas al enemigo, y aunque no se conocía con exactitud la magnitud de esta práctica criminal que para aquellos años se había generalizado en todo el país, el hecho concreto es que hacia mediados del 2013, la Fiscalía General de la Nación reportó 4.716 denuncias por homicidios presuntamente cometidos por agentes públicos, de los cuales 3.925 correspondían a asesinatos extrajudiciales perpetrados durante los dos períodos del presidente Uribe.

Para comprender cómo se llegó a estos hechos es necesario investigarlos desde principios del presente siglo, cuando el llamado a aplicar “mano dura” contra la guerrilla por parte de los enemigos de la solución política al conflicto interno colombiano, encontró terreno fértil en un ambiente internacional de lucha contra el terrorismo, tras los ataques a las torres gemelas de Nueva York y, en el orden interno, por el fracaso de los diálogos de paz entre el gobierno de Andrés Pastrana y la guerrilla de las FARC-EP. Negociaciones que fueron suspendidas por decisión unilateral del presidente Pastrana (1998-2002) poco antes de concluir su mandato, cediendo así a las presiones de los sectores militaristas que con apoyo de los medios masivos de comunicación venían desarrollando una intensa campaña desinformativa. Esta campaña logró posicionar una imagen maniquea del proceso de paz de ese momento, donde el jefe del ejecutivo aparecía asaltado en su “buena fe”, por una guerrilla que —según esta misma interpretación— había convertido la “zona de despeje” en un santuario para el reclutamiento de menores de edad y la ejecución de todo tipo de prácticas arbitrarias contra la población civil.

Estas acusaciones pretendían desviar la atención sobre el hecho incontrovertible de que el presidente Pastrana, a tiempo que desarrollaba los diálogos con la insurgencia armada, preparaba minuciosamente el terreno para la guerra. Lo anterior lo logra no solo a través de la aplicación de las ayudas procedentes del “Plan Colombia” orientadas, hoy se sabe claramente, hacia la lucha contrainsurgente sino, adelantando una profunda modernización de las Fuerzas Militares, con la asesoría y la ayuda financiera de los Estados Unidos y que se constituiría en la pieza fundamental sobre la cual el presidente Álvaro Uribe erigiría su política de “seguridad democrática”. Esto sin mencionar la tolerancia frente al accionar criminal de los grupos paramilitares que habían incrementado sus ataques contra la población civil y las organizaciones sociales a lo largo y ancho de la geografía nacional.

Tras la ruptura de los diálogos de paz, las FARC-EP pasaron a ser parte de las organizaciones consideradas terroristas por la comunidad europea; y aunque en un principio esta decisión contó con la negativa de países como Suecia y Francia, al momento de la posesión del presidente Álvaro Uribe (7 de agosto de 2002), esta guerrilla ya había sido incluida como tal, gracias a la gestión del gobierno anterior. De esta manera, las FARC fueron colocadas al mismo nivel de organizaciones paraestatales como las autodenominadas “Autodefensas Unidas de Colombia” (AUC), que habían crecido numérica y organizativamente al amparo del ejército, grandes latifundistas, los gremios económicos, así como de sectores políticos nacionales y regionales.

El planteamiento básico que sustentará el nuevo gobierno del presidente Uribe —que desde su campaña electoral había agitado la idea de que no era posible dialogar ni viabilizar acuerdos con una guerrilla dedicada al terrorismo— apunta a fortalecer el “mito” de que Colombia es una democracia garantista donde no existe un conflicto armado y social sino una “amenaza terrorista”; planteamiento que aparece plasmado en los “lineamientos para el enfoque de los proyectos de cooperación internacional”, suscritos por la presidencia de la República. Dicho postulado hace parte de una tesis mayor que servirá de base a la política de “seguridad democrática” y del “Estado comunitario”, y es que la principal amenaza contra la estabilidad del Estado y la democracia colombiana es el terrorismo, en el que se incluye a todos los grupos armados irregulares que “de manera expresa acuden a la violencia, acuden al terror, para intimidar a los ciudadanos y para tratar de instrumentar sus propósitos” (Seminario Cartagena de Indias, 2004, p. 348) y cuya derrota —y la de su principal aliado, el narcotráfico— requieren de la colaboración de todos los ciudadanos y la solidaridad internacional de otros países especialmente de la región.

En este sentido, uno de los pilares fundamentales de la política de “seguridad democrática” del presidente Uribe fue la apuesta por una derrota militar a la insurgencia armada —caracterizada como “terrorismo”—, y para cristalizar este propósito diseñó —con el apoyo logístico y financiero de los Estados Unidos y la asesoría británica e israelí— el “Plan Patriota” y, posteriormente, el “Plan Consolidación”. A lo cual sumó la firma de un “acuerdo” para el establecimiento de siete bases militares en territorio colombiano, en el marco de la “cooperación para enfrentar las amenazas comunes a la paz, la libertad y la democracia”. La decisión tomada unilateralmente por el primer mandatario fue justificada como una extensión del “Plan Colombia” —en el preciso momento en que una disposición soberana del presidente Rafael Correa en el Ecuador clausuraba la base de Manta— y generó el repudio no solo de sectores progresistas y democráticos del país, sino la protesta de gobiernos latinoamericanos, particularmente de Venezuela y Ecuador, que con justa razón vieron en el incremento de la presencia militar norteamericana un acto de amenaza y agresión contra sus intereses nacionales. Si bien el acuerdo de las bases fue impugnado por los tribunales colombianos, esto no fue obstáculo para que la presencia de militares norteamericanos en Colombia se incrementara.

Es precisamente en este contexto guerrerista que cobra fuerza la práctica de los llamados “falsos positivos”, que buscaba proyectar en el colectivo social los éxitos de una política de seguridad, sobre la base del incremento de los resultados operacionales de las Fuerzas Armadas. Este mecanismo fue concebido para que, de acuerdo al número de golpes y bajas al enemigo, los integrantes de la Fuerza Pública recibieran reconocimientos oficiales a través de felicitaciones, condecoraciones, licencias y todo tipo de prebendas. El rubro presupuestal creado y destinado por el gobierno de la época para recompensas garantizaba que esto fuese así. Además de ello, estaban los gastos reservados de las Fuerzas Militares que, como lo ilustra la Directiva Ministerial Permanente número 29 de 2005, “desarrolla criterios para el pago de recompensas por la captura o el abatimiento de cabecillas de las organizaciones armadas al margen de la ley, material de guerra, intendencia o comunicaciones e información sobre actividades relacionadas con el narcotráfico y el pago de información que sirva de fundamento para la continuación de labores de inteligencia y el posterior planteamiento de operaciones” (Semanario Voz, 2009, p. 8).

Esta directriz, expedida por el entonces ministro de Defensa Camilo Ospina Bernal, dejó al descubierto varios hechos: por un lado, la contravención al artículo 11 de la Constitución Política Colombiana que prohíbe la aplicación de la pena de muerte, dado que se establecía un sistema de recompensas por información que contribuyera al abatimiento de insurgentes, desplazando las capturas a un segundo plano y privilegiando las “estadísticas” donde se daba cuenta del número de terroristas, guerrilleros o criminales dados de baja. En segundo lugar, la inclusión en ese perverso sistema de recompensas, de miembros de la Fuerza Pública que ahora no solo se veían estimulados por el reconocimiento de “méritos” en su hoja de servicios —“bajas propinadas al enemigo”— sino, también, por el incentivo pecuniario, que a su vez redundaría en un fortalecimiento de la red de alianzas entre el ejército regular y cabecillas de grupos paramilitares.

¿Qué circunstancias motivaron a oficiales, suboficiales y soldados rasos a asesinar personas no combatientes en los denominados falsos positivos?, ¿qué percepción tienen sobre estos hechos los militares responsables de estas ejecuciones extrajudiciales?, ¿cuál es, a su vez, la percepción de los familiares de las víctimas frente a esta práctica institucional que segó la vida de sus seres queridos?, ¿cómo ha actuado la justicia penal militar frente a estos hechos que lesionan la dignidad y la integridad humana?, ¿cuáles han sido las respuestas del Estado, la sociedad y el ente castrense, para erradicar de las Fuerzas Armadas estas estrategias que atentan contra la vida y la integridad de los ciudadanos? Estos son algunos interrogantes cuyas respuestas irá deshilvanando el lector a lo largo de este libro que sin duda se constituye en un aporte fundamental para la comprensión de uno de los capítulos más oscuros y dolorosos de la historia reciente del conflicto armado y social colombiano.

Partiendo de un amplio trabajo de campo adelantado en diferentes regiones del país, los autores ofrecen pistas claves para comprender este fenómeno, incorporando la subjetividad de los implicados en los mismos. El resultado es un texto estructurado en cuatro capítulos lógicamente conectados entre sí; en el primero se presentan, a manera de introducción, algunas aproximaciones metodológicas para el estudio de las ejecuciones extrajudiciales; en el segundo, se contextualizan los “falsos positivos” en el marco de la política de “seguridad democrática”; en una tercera parte, indagan en lo que los autores denominan la “cosmovisión guerrerista de una sociedad con sueños pacifistas”, donde tratan de penetrar en la dimensión subjetiva, simbólica militar, que les permitirá avanzar hacia algunas conclusiones que condensan los resultados más sobresalientes de la investigación.

A lo largo del libro, los autores van revelando al lector cómo los falsos positivos no han sido producto de errores militares, ni de actuaciones aisladas de individuos pertenecientes a las Fuerzas Militares, sino que constituyen una práctica sistemática que compromete a los comandantes de brigadas, batallones y unidades tácticas, “Detrás de cada falso positivo —enfatizan— existe documentación oficial que autoriza el suceso, la orden de mover los soldados para el operativo y la autorización de pagos de recompensas, descansos y otros permisos” (capítulo 4). Procedimientos que siendo desarrollados de manera sistemática y recurrente se erigen en una política institucional para garantizar el orden social vigente, difuminando las claras fronteras entre combatientes y no combatientes, bajo el manto protector de una justicia que actúa como instrumento de impunidad, a través de mecanismos como el “fuero militar”, y la expedición de fallos judiciales que amparan procedimientos violatorios de la dignidad humana.

Así mismo, queda claro para el lector que la práctica de los falsos positivos constituyó una empresa criminal en la que participaron no solo miembros de las fuerzas militares —cuya responsabilidad queda plenamente establecida— sino también paramilitares, desmovilizados, integrantes de la redes de informantes del ejército, taxistas, finqueros, desempleados, reservistas, quienes en su rol de reclutadores prestaban sus servicios criminales a diferentes brigadas recibiendo a cambio de ello una remuneración económica. Ahora bien, en el nivel del planeamiento y ejecución de las operaciones ficticias, estas ejecuciones subrayan los autores “contaron no solamente con el apoyo de unidades operativas sino también de unidades no combatientes como el batallón de ingenieros, además de áreas administrativas como se evidencia en la asesoría brindada por algunos integrantes de la justicia penal militar quienes asesoraban (sic) a los soldados en el lugar de los hechos y en sus despachos para eludir la acción de la justicia […], contaron, antes, durante y después de los eventos con el apoyo de altos mandos militares además de funcionarios civiles al servicio del Estado como magistrados, jueces funcionarios del CTI de la fiscalía, funcionarios de medicina legal y líderes políticos” (capítulo 4).

Dichas consideraciones están sustentadas en una contrastación de fuentes escritas y orales (vb. Gr. Entrevistas a militares y familiares de los mismos), y aunque estas últimas no aparecen desplegadas en toda su extensión —quizás para no fatigar al lector— tienen el mérito de aproximarnos hacia la cosmovisión de la institución militar y policial, revelando situaciones paradójicas —pero ciertamente explicables— como que los perpetuadores de estos crímenes, en su vida cotidiana, suelen comportarse como padres responsables, amantes de su profesión y afables en el trato con los demás; o que los familiares de los militares involucrados en los “falsos positivos”, no solo tienden a negar la comisión de estos hechos por parte de sus seres queridos, sino que aprueban estos repudiables procedimientos como un mecanismo válido para enfrentar la subversión, el terrorismo y el incremento de la delincuencia organizada. Conductas que, vale la pena recordar, estuvieron presentes en la vida de algunos criminales nazis, como bien lo ilustra la escritora francesa Tania Crasnianski en uno de sus recientes libros.1

En el análisis de este fenómeno los autores recurren a explicaciones que incorporan los aportes de sociólogos como Zygmunt Bauman y Leonidas Donskis, quienes hablan de la insensibilidad e indiferencia ante el sufrimiento humano como una característica de la modernidad líquida en la cual el mal aparece “difuso y disperso, desregulado e impersonal, pulverizado y diseminado por todo el enjambre humano” (Bauman y Donskis, 2015, p. 40). Así mismo, recuperan el concepto de instituciones voraces, acuñado por el sociólogo norteamericano Lewis Coser para referirse a aquellos colectivos humanos que exigen de sus miembros una adhesión absoluta. Comportamientos tan caros para la institución castrense como la obediencia ciega, la lealtad, y el código de silencio, que pueden englobarse dentro de esta caracterización, devela a su vez un tipo de instrucción y formación que está en la raíz misma de los “falsos positivos”.

De allí que la verdadera garantía para la no repetición de estos dolorosos crímenes pasa por una profunda restructuración de las Fuerzas Militares colombianas que erradique de su accionar sus concepciones contrainsurgentes y de “enemigo interno”. Esto supone —como lo sugiere uno de los investigadores de la Comisión Histórica del Conflicto y sus víctimas— “una desmilitarización de la sociedad colombiana, que posibilite que nuevas fuerzas sociales y políticas se organicen y se expresen libremente sin el temor a ser víctimas de la persecución y estigmatización desde doctrinas contrainsurgentes y/o de la seguridad nacional” (Vega, 2015, p. 435). Conclusión que expresan los autores desde las primeras páginas del libro al señalar que “además de la verdad y el perdón, la reestructuración de las Fuerzas Armadas acompañado de un trabajo ontológico en su interior, es una tarea prioritaria máximo al encontrarse la sociedad en un proceso de construcción de paz y armonía social” (capítulo 1).

Afirmación que cobra mayor fuerza cuando uno de los autores —el sociólogo Omar Eduardo Rojas Bolaños— estuvo durante más de treinta años vinculado a la Policía Nacional, primero como suboficial y posteriormente como oficial, alcanzando el grado de Teniente Coronel. En este sentido, resulta valerosa su decisión de balancear con espíritu crítico sus vivencias y poner en tela de juicio los lineamientos de una institución donde aquellos que se atreven a plantear cuestionamientos son estigmatizados como “traidores”, “sapos” e incluso de “conniventes con el terrorismo”. Esto permite que en la construcción del relato aparezcan entretejidas experiencias personales de una gran riqueza etnográfica, como las que reconstruyen las representaciones de la institución policial frente a las prácticas de las ejecuciones extrajudiciales.

La mirada sociológica que acompaña la explicación de “los falsos positivos” se complementa con los procedimientos propios de la investigación histórica, validados por una sólida trayectoria en este campo de otro de los autores del libro: Fabián Leonardo Benavides Silva, quien en los últimos años se ha desempeñado como coordinador del Instituto de Estudios Socio-Históricos Fray Alonso de Zamora en la Universidad Santo Tomás de Bogotá. Esta combinación de perspectivas interdisciplinarias, le da solidez al texto y hacen de él un significativo aporte para el debate en torno a hechos que siguen siendo invisibilizados por una academia que justifica su silencio invocando una dudosa “neutralidad valorativa”.

Pero analizar las estrechas conexiones entre el pasado y el presente no solo es un ejercicio académico, también hace parte de las numerosas luchas que libran las clases subalternas en el campo político, jurídico y cultural. Establecer las causas del conflicto y su verdad histórica constituye una condición sine qua non para el reconocimiento de la víctimas, la justicia y la reparación. Así se deriva de las experiencias de paz vividas en El Salvador y Guatemala, y así ha quedado consignado en el texto del Acuerdo Final para la terminación del Conflicto y la Construcción de una Paz Estable y Duradera suscrito en La Habana (Cuba) entre los representantes del gobierno Nacional presidido por el Presidente Juan Manuel Santos y los delegados de la guerrilla de las FARC-EP.

El libro Ejecuciones extrajudiciales en Colombia 2002–2010. Obediencia ciega en campos de batalla ficticios, sale a la luz pública gracias a los compromisos editoriales con proyección social que se ha trazado la Universidad Santo Tomás y contribuye generosamente a este loable propósito.

MIGUEL ÁNGEL BELTRÁN VILLEGAS

Docente e Investigador Social

Universidad Nacional de Colombia

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1 Para más información ver: Crasnianski (2016); en ese mismo sentido puede consultarse el diario del genocida Heinrich Himmler, uno de los principales organizadores del exterminio judío, descubierto recientemente y divulgado por el periódico alemán Bild.

Preámbulo

No hay nada más duro que escribir acerca de situaciones que no solo no has experimentado, sino que tampoco quieres experimentar.

ZYGMUNT BAUMAN

Zygmunt Bauman postula a la sociología como un relato de la experiencia humana como lo es también la novela. Así como los escritores despiertan en el lector sensaciones similares a las experimentadas por sus personajes, ubicándolo dentro de un contexto cultural, geográfico e histórico, la sociología de Bauman transporta al lector hacia una realidad no constituida por héroes sino por personas comunes, por pequeños humanos desterrados, por los perdedores de la modernidad, por aquellos “actores menores y tácitos del drama de la historia que otorgan figura y sustancia a nuestras propias formas de ansiedad, ambigüedad, incertidumbre e inseguridad” (2015, p. 13). En tal sentido, Leonidas Donskis, su compañero en el libro Ceguera moral, argumenta que la pérdida de la sensibilidad en la sociedad líquida, demuestra que la sociología al tiempo que emite sonidos, mira directamente a la cara, puesto que la perspectiva baumiana es ética al incorporar el principio de un espejo ético. Sustenta además que la sociología “lo que te devuelve son todas tus actividades, tu lenguaje y todo lo que dijiste o hiciste sin pensar, en un proceso perfectamente imitativo: todo el mal no reflexionado, pero silenciosamente aprobado” (2015, p. 11).

No existe muralla que separe la sociología de Bauman con el nuevo historicismo y la contrahistoria —microhistoria, historia pequeña— propuestos por Stephen Greenblartt, Carlo Ginzburg y Catherine Gallaher, como lo sostiene Donskis, en la medida en que rechazan la historia como un gran relato; todos ellos “construyen la anécdota histórica, un relato detallado y significativo sobre la gente real, une petite historie” (2015, p. 12). No hay una situación social inequívoca, del mismo modo como no hay actores no comprometidos en el contexto mundial; resulta imposible y grotesco mirar las ópticas social y política en blanco y negro, y tratar de interpretar el mundo en términos de categorías como el bien y el mal. Para Donskis la localización del mal en una nación o país específico es un fenómeno mucho más complejo que vivir en un mundo de estereotipos y conjeturas de ahí que “la destrucción de la vida de un extraño sin la menor duda de que cumples con tu deber y que eres una persona moral es la nueva forma del mal, la forma invisible de maldad en la modernidad líquida” (2015, p. 19).

Durante el período 2002–2010, los militares colombianos responsables del asesinato de 4.475 jóvenes no combatientes, según datos de la Fiscalía General de la Nación para enero de 20151; 5.763 de acuerdo a los datos de la Coordinación Colombia-Europa-Estados Unidos; cerca de 10.000,2 producto de las proyecciones realizadas con los testimonios de los victimarios, convalidan la tesis de Zygmunt y Donskis. Si décadas atrás el mal comenzó a manifestarse en las esquinas de ciudades y pueblos al momento en que se ejecutaron personas señaladas de pertenecer a grupos subversivos, sin esperar a ser capturados, judicializados y condenados (Semana, 21 de noviembre de 2011), durante la primera década del 2000, el mal transformó la guerra sucia al exterminar no al enemigo ideológico, sino a personas no deliberantes ni combatientes provenientes de los estratos más bajos de la sociedad. La maldad no reflexionada de soldados, suboficiales y oficiales, respondiendo a discursos anticomunistas, los encaminó a asesinar a todo aquel que se apareciera, enceguecidos tanto por las recompensas económicas, la presión de comandantes y dirigentes, como por el miedo a ser delatados. No se llegó a ser consciente de los crímenes, no se pensó ni se midieron las consecuencias; se presionó para que los soldados rasos actuaran convencidos de que se encontraban cumpliendo un deber patriótico al representar la moral social, y todo ello, dentro de un proceso imitativo reflejando en cada uno de los crímenes un carácter generalizado y sistemático.

El actuar respondía a la adiáfora de la modernidad líquida siendo éste el evento de situar ciertos actos o categorías de los seres humanos fuera del universo de evaluaciones y obligaciones morales. La adiáfora implicó una actitud de indiferencia frente a las víctimas, manifestándose en un absoluto silencio por parte de quienes veían en los postulados de la seguridad democrática la única forma de erradicar la subversión y reprimir, de una vez por todas, pensamientos liberales y los sueños de una sociedad más incluyente y participativa. La aprobación de la maldad era popularizada, alcanzando y silenciando sectores sociales, hasta el grado de que medios de comunicación, olvidándose de su rol y tomando partido, elogiaban los alcances logrados por el gobierno en los supuestos campos de batalla sin profundizar en los eventos (González, 18 de septiembre de 2006). Mientras que la iglesia católica, en nombre de Dios, bendecía en los cuarteles los fusiles de los victimarios, sus feligreses militares y policiales no dudaban en jurarle lealtad al gobernante por encima de los postulados constitucionales; otras iglesias alababan desde el púlpito, con discursos incendiarios, al supuesto pacificador y liberador.

Pero no solamente religiosos guiñaban sus ojos ante el accionar militar. Mientras que la justicia penal militar, órgano judicial encargado de investigar penalmente a los militares, era condescendiente con los militares involucrados en los denominados “falsos positivos”3 (Federación Internacional de Derechos Humanos, 2012, p. 40), funcionarios del Cuerpo Técnico de Investigaciones apoyaban, validaban y legalizaban los asesinatos como lo evidencia, entre otros, el general Rodríguez Barragán quien contrató servidores públicos de policía judicial para que acomodaran la escena donde se presentaban los supuestos combates antes de que llegaran los investigadores de la Fiscalía para iniciar las pesquisas judiciales (El Tiempo, 24 de junio de 2015).

Acerca de la manipulación de la escena del crimen por los mismos autores, la Coordinación Colombia-Europa-Estados Unidos recalcó que, en algunos de los casos, los mismos militares fotografiaron a las víctimas después de asesinarlas, vestirlas y ponerles armamento, así como otros materiales de intendencia a su lado. Las víctimas eran enterradas sin que se tomaran previamente todas las medidas necesarias para identificarlas; no se tomaban las huellas digitales, ni las improntas dentales como tampoco se practicaba el respectivo examen antropológico-forense para establecer el sexo, la edad, el grupo étnico y las medidas del cuerpo. Asimismo, trasladaban los cadáveres dificultando las diligencias de levantamiento, generando pérdida de buena parte de la prueba técnica sobre la escena del crimen y el cuerpo de la víctima, no se recogía evidencia sobre tortura o violencia sexual y no se dejaba constancia de la posición del cadáver ni de la condición de la vestimenta (Coordinación Colombia-Europa-Estados Unidos, 2012, p. 40).

Así, los jueces militares acudían a los campos de batalla ficticios con el propósito de asesorar a los soldados frente a la escena del delito, al tiempo que en sus despachos los orientaban acerca de las versiones a rendir en las investigaciones judiciales, administrativas y disciplinarias (Human Rights Watch, 2015) encubriendo así, tanto los delitos como sus promotores. Ante el conocimiento de “muertes en combate” juzgados de instrucción penal militar proferían autos inhibitorios o decisiones de archivo para que acusaciones de violación de los derechos humanos pasaran rápidamente a ser “cosa juzgada” reflejando ante la sociedad, y entes de control, que los hechos habían sido investigados. En sus despachos, los jueces militares se dedicaban a recibir cuidadosamente versiones creíbles de los hechos por parte de los mismos protagonistas, relatos éstos cuidadosos, técnicamente preparados y coincidentes, los que legitimaban frecuentemente la privación de la vida, mostrando que la agresión de la insurgencia se había respondido con fuego, en legítima defensa, y que habían tenido el suficiente cuidado de recoger el armamento y demás materiales de guerra para que las autoridades judiciales los examinaran y archivaran como trofeos de guerra (Centro de Investigación y Educación Popular, 2011, p. 284).

El silencio y beneplácito por el accionar criminal alcanzó el Comando del Ejército Nacional además de las puertas del Consejo Superior de la Judicatura, donde uno de sus magistrados se ingeniaba, con la complicidad de algunos generales, la manera de saltarse las barreras de la legalidad obstaculizando el accionar de la justicia por los crímenes extrajudiciales cometidos por los militares (Semana, 19 de febrero de 2014). No había reunión de empresarios, industriales o comerciantes donde no se aprobara la gestión del gobernante. Aquellos que dentro de las Fuerzas Armadas se atrevían a cuestionar los lineamientos, eran rotulados de estar enfilados hacía los terroristas, y señalados por sus compañeros y la sociedad de desleales, así entonces, si querían seguir con vida, no tenían otra opción que abandonar las filas de las Fuerzas Armadas. Algunos de los “sapos”, como eran etiquetados por sus compañeros de armas, fueron asesinados y presentados como bajas producto del enfrentamiento entre el ejército regular y las tropas de la insurgencia, otros, con la vergüenza ajena y el honor militar o policial desbaratado, voluntaria y forzosamente colgaron el uniforme (BBC Mundo, 24 de junio de 2015; Las 2 orillas, 21 de septiembre del 2015).

A pesar de la austeridad que se gritaba desde la casa de Nariño, sede del gobierno, la majestuosidad de ceremonias religiosas y militares se encargaban de darle un provechoso aliento de satisfacción a los sectores leales al gobierno; entre ellas, familiares de los integrantes del ente militar y policial, en nombre de sus hijos, esposos o padres, rodeaban al comandante de las Fuerzas Armadas toda vez que sus allegados, aparentemente, no podían expresar públicamente la devoción hacia la persona que los capitaneaba, más no así su lealtad. La maldad hacia el otro, así fuera de los suyos, se evidenció dentro del cuerpo castrense sin importar que los que cayeran abatidos hubieran sido antiguos compañeros de armas. Cientos de los asesinados en las ejecuciones extrajudiciales, años atrás, le habían jurado amor a la patria al prestar el servicio militar obligatorio,4 otros todavía portaban el uniforme militar o policial.

La insensibilidad por el dolor y el sufrimiento del otro se expandió no solamente en el ente castrense sino por toda la sociedad. Oficiales, suboficiales y soldados de brigadas, batallones y unidades militares menores, tanto operativas como administrativas, de inteligencia y de la justicia penal militar, además de ex militares y ex integrantes de grupos paramilitares y funcionarios del Cuerpo Técnico de Investigadores, entre otros servidores públicos, distribuidos en 31 departamentos administrativos del país, se dejaron llevar no solamente por las recompensas económicas legalmente aprobadas (Decretos: 128 de 2003, 2767 de 2004, 1400 de 2006, 1058 de 2008 y Directivas del Ministerio de Defensa Nacional No. 029 del 2005 y 015 y 016 del 2007) sino por preseas, estudios, descansos, vacaciones y viajes al exterior. El Ejército, como lo promocionaba el gobierno y el Comando de las Fuerzas Militares, se encontraba ganándole la guerra a la guerrilla más vieja del mundo, contando con la aprobación social, para ello recurrió a estrategias no convencionales como alianzas con los enemigos de sus enemigos (Human Rights Watch, noviembre 1996).

Bien sustenta Donskis (2015) al momento de mirar que el mal habita en los servicios secretos, y en la sociedad colombiana rondó al Ejército, cuando integrantes del ente castrense motivados supuestamente por el amor al país, el sentido del deber, y algunos por no querer seguir siendo insignificantes en el ente castrense, se dedicaron a destruir impávidamente la vida de seres humanos. Para ellos no había otro camino toda vez que debía demostrarse la lealtad y la dedicación al sistema, es decir, al Estado y sus estructuras de control. La tesis frente al asesinato de personas por parte de agentes del Estado se basa en que éstos ejecutan a sus víctimas convencidos de que cumplen con un deber, ya que ellos son las personas que representan la moral social, acto éste en el que se manifiesta la nueva forma del mal. Es “la forma invisible de maldad en la modernidad líquida, junto a un Estado que se rinde o se entrega completamente a esa maldad, un Estado que solo teme la incompetencia y quedar rezagado respecto a sus competidores, pero que ni por un momento duda de que las personas no son más que unidades estadísticas” (Donskis, 2015, p. 19).

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1 Más de cinco mil agentes del Estado son investigados por falsos positivos. Para ampliar la información se puede ver en: Fiscalía, El País.com.co, 25 de junio de 2015.

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