Por el mundo

POR EL MUNDO

Infancia, guerra y principio de un exilio afortunado
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© 2007, Carlos Blanco Aguinaga



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Tomo mi título, Por el mundo, en recuerdo del de un gran pasodoble, En el mundo, uno de los mejores. Creo que lo oí alguna vez de niño, y luego mucho en México, donde, con su trompetista Arteta, lo tocaba la Banda Madrid, que había sido la banda del Quinto Regimiento. No hace mucho lo he oído en una dolorosa película, La lengua de las mariposas. No puedo, claro, estar seguro de que ahí tuviera el mismo significado que tenía para nosotros en México en los años cuarenta del siglo pasado, pero sí sonaba con la misma nostalgia.

Triana, Triana,

¡qué bonita está Triana

cuando le ponen al puente

bandera republicana!

La Niña de los Peines



Esta sensación de pertenecer a otro lugar...

George Santayana

Irún y la Guerra

Claro que de muy pequeño, tres, cuatro, cinco años, no me acuerdo de casi nada. Pero sí –para siempre– de mi calle, la calle Santiago de Irún. La vida toda se centraba en aquellos doscientos o doscientos cincuenta metros que iban de la parte de atrás de la iglesia del Juncal a La Bañera. O, al revés, de La Bañera a la iglesia. Y digo que “iban”, y no que “van”, porque ya La Bañera no existe: era un abrevadero doble al que, como no pocas de las casas de la calle tenían cuadras en el entresuelo, llevaban a beber a las vacas a cualquier hora del día, y a los bueyes a su vuelta de las huertas, cuando llegaban con las carretas llenas de quién sabe cuántas cosas y sedientos. Los críos de la calle jugábamos constantemente alrededor de La Bañera y, en los días de calor, nos echábamos unos a otros de su agua. A veces, cuando creíamos que los mayores no nos veían, algunos nos metíamos dentro para hacer reír a los demás.

Pero aunque La Bañera ya no existe, la calle Santiago –tan renovada que algunos dicen que parece otra, que ya no es aquélla– es hoy de lo poco de siempre que queda de Irún, ciudad entonces de unos 18.000 habitantes y ahora ya de más de 50.000. Mi calle bordea un pequeño, insignificante, afluente del Bidasoa que va a dar al río cuando éste, cerca del puente internacional, quiere ya empezar a ser ría. Más allá del puente, la ría se ensancha durante un par de kilómetros, deja a Francia, Hendaya, a su derecha y a Fuenterrabía a su izquierda. Es la bahía de Chingudi, por donde la mar entra en el Bidasoa cuando sube la marea y hace llegar su fuerza hasta poco más allá de Behobia. Con marea baja, la ría, reducida a un no muy ancho canal, es una gran extensión de arena y fango (de ahí que la llamáramos Playaundi: playa grande) en la que los mayores iban a coger almejas y nosotros, los críos, ya con siete u ocho años, a coger carramarros, cangrejos.

Ya no hay allí almejas y, según dicen, muy pocos carramarros. No me extrañaría, por tanto, que los niños de la calle Santiago de hoy no sepan cómo coger carramarros, cómo se cogían. Y, sin embargo, era, es, elemental. Cosías de cualquier manera un trozo de saco a un aro cualquiera que habíais cogido por ahí de algún barril desechado, atabas luego al aro una cuerda por tres o cuatro partes, echabas dentro del saco la cabeza ya casi podrida de algún corrocón o un cacho de carne inútil que os había dado el carnicero de la esquina, bajabas aquel retel improvisado al agua entre las rocas de un lugar especialísimo del canal, esperabas unos minutos, lo sacabas, y dentro había siempre cinco o seis carramarros que habían caído en la trampa. Cuando ya tenías doce o quince, los llevabas a casa, donde la amatxo, la madre, los hervía con un algo de sal para comer a media tarde, como de merienda. Porque aquello, claro, no era una comida seria; sólo algo sabroso para darse gusto y, a veces, para entretener un poco el hambre.

En la calle Santiago de hoy, como en el resto de Irún, como en gran parte del mundo globalizado, las gentes comen comprando unas cosas y otras con los dineros que ganan en sus trabajos. Normal, ¿no es así? Ya. Pero en aquella calle Santiago de entonces, todavía hacia fines del primer tercio del siglo xx, gran parte de lo que se comía se cultivaba en las huertas, se ordeñaba, se mataba en casa (conejos, gallinas), se pescaba o se cazaba. El dinero necesario para comprar la sal o el aceite o el café o un filete de ternera se sacaba de vender la leche, algo de la cosecha (alubias, patata temprana) o, muy en otro ámbito, trabajando unas cuantas horas de cobrador de la luz o de un banco, como hacían los tíos Fermín y Josetxo (Josetxo fue también bombero en 1934); o, por supuesto, del contrabando, al que se dedicaban no pocos santiagotarras. Una economía a caballo entre el mundo de la autosuficiencia y el del trabajo-mercancía. Cierto que mi abuelo materno Carlos Aguinaga Artiz era cartero, que sus hijos Matías, Guillermo y Segundo Aguinaga Gainza trabajaban en la aduana, así como que mi padre trabajaba en Pasajes recibiendo y despidiendo barcos de carga; pero eran los menos en aquella calle en la que, a diferencia de ellos, tantos tenían huertas o alguna vaca que ordeñar, o gallinas productivas y conejos. Los más de aquella calle –trabajadores incansables, individualistas redomados, zorros y siempre un tanto marrulleros: corrocones del Bidasoa– apenas iban entrando en la economía del dinero, por más que algunos de ellos hubiesen ya hecho la mili “en el Moro” de los desastres del grotesco colonialismo español post-imperial.

Visto y recordado hoy todo aquello –desde el alto de Mendíbil o, más lejos, desde el monte San Marcial o, todavía más lejos, desde dentro de ti mismo–, no puedes menos que darte cuenta de cuánto ha cambiado el mundo. Déjate de las tantas guerras como ha habido desde entonces, me digo; déjate del invento de la televisión, del de los ordenadores y del Internet; déjate de democracias monárquicas (cuando recuerdo aquella primera niñez, se vivía una ilusionadora república); y déjate –incluso– de la ETA de hoy, que ya es dejar. La diferencia notable para los de la calle Santiago está en que han desaparecido aquellas hermosas huertas siempre protegidas por espantapájaros; en que la gente se gana hoy su dinero trabajando en empresas; y en que en aquel barro de las mareas bajas del Bidasoa ya no hay almejas y apenas carramarros. Muchos años después, en el muy lejano México, y nunca se sabía por qué –dolorosos recuerdos suyos, sin duda–, mi madre salía de repente de la cocina y anunciaba, casi cantándolo como una jota, que “Hondarrabiko kampandorre, karramarro dantza” (o sea, que “en el campanario de Fuenterrabía baila un carramarro”). Pero para entonces, mi padre, mi hermana y yo entendíamos perfectamente que lo que mi madre quería decir era que aquellos tiempos sólo quedaban en la memoria, que habían muerto para nosotros con el exilio y que era ya hora de sentarse a la mesa.

Pero no sólo es cuestión de vacas, huertas y carramarros. Si contemplas hoy esa bahía de Chingudi, que de bahía no tiene nada porque en ella, salvo por el canal, apenas pueden entrar los menores pesqueros, ves enseguida que los barcos grandes de la flota hondarrabitarra ya no están donde estaban, en el pueblo mismo, enfrente mismo de la cofradía de pescadores. Apenas si se encuentran fondeadas ahora ahí unas cuantas motoras; pero los barcos que van lejos están todos más allá, en un puerto artificial construido al pie del faro, bajo el mismísimo cabo de Higuer (cantando a coro la geografía de España en el colegio, decíamos: “Los cabos de España son: Higuer en Fuenterrabía, Machichaco en Vizcaya...” y, tras un largo recorrido, rematábamos a gritos: “¡Y Creus en Gerona!”), donde, en los tiempos aquellos míos de la calle Santiago, mi madre, que todos los días de verano en que no llovía, nos llevaba a Fuenterrabía, me enseñó a nadar entre las rocas. Había allí peces por todas partes, incluso pequeños pulpos, y de lo que se trataba, básicamente, no era de llegar a ser campeón olímpico de natación, o cosa así, sino de aprender a flotar para no ahogarse; y se trataba, sobre todo, de acostumbrarse a no tener miedo al mar, pero a tenerle siempre respeto. Porque no es que el mar, la mar, sea traicionero o traicionera: las nubes y los vientos lo anuncian todo, y hay que saber mirar, medir, confiar en uno mismo; y hay que ser siempre prudente.

* * *

Pero volvamos a nuestros borregos. Nací del lado de la calle Santiago (“Santiago kalea”, la llaman ahora) que da al agua, y desde el balcón de atrás de aquel primer piso nuestro, al otro lado del minúsculo afluente del Bidasoa que estaba ahí mismo, se veían las huertas, algunas de las cuales eran de mis tíos los Lecuona Gainza. Creo recordar que, incluso antes de ir a los párvulos, yo pasaba mucho tiempo en aquel balcón. Luego me han dicho –y me lo recontaban siempre los viejos de la familia– que eso es verdad, pero que no es que yo saliera a aquel balcón para contemplar nada, sino porque allí, creyéndome a escondidas de todos, lo que hacía era rascar la pared con la uñas y comerme la cal. Si tantas veces me lo dijeron a lo largo de los años unos y otros de los que se fueron muriendo –primero la tía Rosario, años después los tíos Segundo y Guillermo, luego, mucho después, el tío Matías, el tío Vicente, el tío Fermín, el tío Marcelino, la tía Pachica y, el último de los tíos en morir, el buenazo del tío Josecho–, supongo que ha de ser verdad. ¡Vaya uno a saber qué vitaminas sentía yo, instintivamente, que me faltaban!

Salvo la de la tía Rosario, todas aquellas muertes ocurrieron después de la muerte del abuelo, mi aitona, el único abuelo que he conocido, Carlos Aguinaga. Porque a mi abuelo paterno, Felipe Blanco, el ferroviario nacido en Oropesa, no lo conocí: murió el día en que tomó las riendas de la Patria el padre disoluto y borrachín del falangista aquel de quien decían que siempre estaría “Presente”, pero que ya ha desaparecido, aunque siga su nombre en paredes de la catedral de Burgos y algunas otras paredes de la España que –por segunda vez en cien años– ha restaurado a los Borbones. Y tampoco conocí a mis dos abuelas, muertas antes de nacer yo por enfermedades de aquellas que nadie sabe lo que fueron. Es decir, que, salvo las de dos abuelas y un abuelo, aquellas muertes ocurrieron después de la Guerra Civil, las más después de la muerte de mi padre y, luego, de mi madre. Los unos, incluso el abuelo, murieron todos en su calle, mi calle; los otros murieron lejos: el tío Guillermo en Barcelona, el tío Segundo en el exilio en París, el tío Matías en el sur de España, donde había vuelto después de un largo exilio en Chile y en México, y mi padre y mi madre en México. Ninguno de los exiliados murió cerca de aquel balcón en el que, según dicen, yo me aislaba del mundo; todos ellos lejos de aquella agua y aquellas huertas y, sin duda, como yo aquí y ahora, recordando –convencidos– que aquel rincón del Mundo, no otro, era su mundo.

Porque, por mucho que trotemos, ¿dónde si no en los orígenes ha de estar la realidad que podemos apresar como indiscutiblemente nuestra, si es que alguna vez apresamos o entendemos algo?

Y escribo aquí:

“Yo nací en el 28 de la calle Santiago de Irún, en el pequeño piso de mi abuelo Carlos Aguinaga Artiz, viudo, donde, junto a él y sus hijos Guillermo, Segundo y Matías Aguinaga Gainza, vivían también mis padres, Margarita Aguinaga Gainza y Anastasio Blanco Elola. Mis otros tíos y tías, los Lecuona Gainza, y la tía abuela Manuela vivían en el 40 de la calle Santiago”.

¿Se puede, acaso, ser más concreto, más preciso, más seguro de cuál es, en verdad, el mundo original, básico, fundacional de uno? Basta ver con qué tranquilidad, con qué seguro aplomo, con qué certeza de su ser, salen hoy de sus casas de la misma calle los hijos e hijas, nietos y nietas, sobrinos y sobrinas de aquellos tíos míos para entender, sin lugar a dudas, que el Mundo se origina siempre en una casa, en una calle; calle a la cual vuelven a morir quienes de ella han salido al Mundo, aunque –¡tantas veces!– vuelvan sólo en la memoria.

Una memoria que, por supuesto, siempre nos da sus datos de manera fragmentada; pero en ella, sin embargo, todo es coherente, aunque se confundan lo vivido con lo oído, lo real con lo inventado, para entender, explicar, justificar todas las zonas oscuras que sólo mitificando (o sea: falsificando) algún dato se aclaran y arrullan al ser que somos y nunca acabamos de conocer para darle estabilidad, esa calma o beatitud que llena la cara de los niños mecidos en brazos de sus madres, o de sus tías, o de un abuelo, o de unos tíos que les hacen gracias para que puedan estar en el mundo como si nunca fuese a romperse el cordón umbilical de la madre, de la tribu, de la calle en la que esos niños han nacido.

Pero, aunque apenas te acuerdes de tus principios, entre tus cuatro y seis años se te aparecen datos que, situados en ese tiempo neblinoso, parecerían querer indicar, como los faros, la cercanía de algún puerto, aunque en realidad son como boyas sueltas que, desamarradas, flotan en una mar que apenas reconoces. ¿Qué significa –por ejemplo– el que, de repente, como una pequeña explosión, te veas corriendo hacia la puerta del 40 de Santiago, no hacia la del 28, tu casa, que quedaba más allá, y llames desesperadamente con la aldaba para que te abran porque vienen hacia ti dos bueyes enloquecidos? Piensas, tratas de reconstruir, y años después se lo cuentas en México a tu madre. Tu madre se ríe, recuerda ella también, y te explica:

“Según me dijo la Pachica, venía Alsúa –no te acordarás de quién era Alsúa– con su carreta tirada por sus dos bueyes, ¡hermosos eran!, traía patatas, y maíz, y quién sabe qué más, y cuando estaban pasando por el puentecillo aquel por el que se iba de la calle a las huertas encima del río –ahí aprendí yo a nadar y a echarme chorrochas con los chicos de la calle, y yo era la mejor nadadora, una vez tuve que sacar al pequeño de los Lasalde que se estaba ahogando–, de repente, el puentecillo empezó a temblar, no sé si por el peso de la carreta de Alsúa, los bueyes se asustaron y, ¡fíjate!, rompieron lo que les ataba a la carreta y, así, juntos los dos bajo la yunta, echaron a correr por toda la calle y no les pararon hasta la fuente, casi al pie de la iglesia. Y según me contó también tu tío Fermín, que lo vió todo, porque él también estaba volviendo de la huerta, los críos que estabais jugando allí os asustasteis, cada uno tiró para su casa y tú, como el cuarenta te quedaba más cerca que el veintiocho, empezaste a llamar con la aldaba en casa de los tíos como un loco, hasta que abrió la tía Pachica. Tenías cuatro años”.

“Sí, es verdad”, te diría la Pachica años más tarde. “¡Qué susto tenías! Aquellos bueyes no le harían nunca daño a nadie, pero se habían asustado y, claro, si te cogen en el camino te atropellan o te dan una cornada”.

“¡Jo! Cómo no iba yo a asustarme...”.

“¡Claro, maitia! ¡Si tenías cuatro años!”.

Cuatro años no es nada –que podría haber dicho el tango–, pero eran todo un mundo porque, cuando entrabas al 40 de Santiago, en los bajos, ahí mismo enfrente, como en muchas de las casas de la calle, estaba la cuadra en la que casi siempre había dos vacas entre gallinas que revoloteaban y una especie de jaula para los conejos. A veces estaba la tía Rosario ordeñando y tú, antes de subir al primero, te ponías a su lado, asombrándote siempre de ver y oír aquellos fuertes chorros de leche que caían en un cubo. Aquella leche, pero ordeñada por la mañana, era la misma que todos los días llevaba la Rosario a tu casa antes de ir vendiéndola a otros vecinos de la calle y hasta de la plaza de Urdanibia.

He dicho que “casi siempre” había dos vacas y me ha venido a la memoria la plaza de Urdanibia (a la que durante años después de la Guerra llamaron plaza de Moscú, y luego se verá por qué). Y es que muchos sábados, el tío Fermín cogía una de las vacas y a eso de las doce la llevaba a la plaza de Urdanibia, que era entonces, no sé ahora, una especie de mercado de intercambio de ganado. Hablaba con unos y con otros de vender la vaca, explicaba sus cualidades y discutía el precio, pero –evidentemente– no se podía hablar de esas cosas sin tomarse un chiquito aquí y otro allá en las varias tascas que rodeaban la plaza. Los chiquitos –claro está– los pagaba siempre el interesado en comprar la vaca, y unas veces Fermín volvía sin vaca pero con dineros más que suficientes para comprar una mejor, y otras con la misma vaca con que había salido de Santiago 40, pero contento con los cuatro o cinco chiquitos que se había tomado gratis a costa de un comprador a quien ni por asomo había pensado vender la vaca. El tío Fermín (“Beltza”, le llamaban, porque era el más moreno de la familia): ciudadano de Irún, pero de la calle Santiago y, por tanto, medio casero y –¡faltaba más!– un tanto marrullero, que por eso, decía él, no le mataron cuando estuvo en la Guerra de África. Y esto aparte de contrabandista, que lo fue por muchos años.

Por supuesto que estas historias no las supe hasta mucho tiempo después (¿quién va a explicar esas cosas a un niño de cuatro años?), pero según estoy hablando con la tía Pachica es como si lo hubiera vivido todo yo mismo. Lo que explica que –¡vaya usted a saber por qué asociaciones!– pegue mi memoria un salto y pregunto a la tía:

“Oye, tía, yo creo recordar que, no sé si entonces o un poco después, cuando ya estaba en párvulos y venía aquí, que ya sé que era todos los días, había unas revistas de fútbol argentinas o uruguayas en las que veía las fotos y me hacíais practicar un poco la lectura. ¿Qué coño hacían aquí unas revistas de fútbol suramericanas? ¿O es que me equivoco?”

“¡Ay, ay, ay! Habéis estado lejos tanto tiempo y dices que ya no vas a volver, que, claro, no me extraña que no sepas. Pero ¿no te han contado tu madre y tu padre? ¿Y tu tío Matías, no te ha dicho nada? Yo, de fútbol no sé ni me importa, pero, ¡madre mía!, lo que han hablado de fútbol los hombres de esta casa. Sobre todo del fútbol de aquel entonces, que fue cuando vino por aquí un equipo argentino, Boca Juniors, o así, les llamaban, y ahí, ahí al lado, en el Estadium Gal, el Real Unión les metió cuatro goles. Cuatro a cero les ganaron, que tus tíos Fermín, Marcelino, Vicente y Josetxo vinieron como enloquecidos a merendar después del partido, y que los cuatro goles los había metido Errazquin, el de Fuenterrabía, ya sabes. Dicen que entonces el Real Unión era o había sido campeón de España”.

“Ya, tía, ya. Esas cosas me las han contado, y no sólo en la familia, sino todos los iruneses de México. Pero eso no me explica por qué había aquí revistas de fútbol argentinas o uruguayas, lo que fueran”.

La tía Pachica vuelve al fogón –porque, cuando de esto cuento, en el 40 de Santiago todavía hacían la comida en una cocina de hierro, fabricada en Beasain en 1927–, sopla un poco el fuego, mueve una cazuela para aquí, otra para allá, y me pregunta:

“No te acordarás de la tía Manuela, ¿verdad?”.

“Sé que se murió por entonces, cuando yo tenía cuatro o cinco años”.

“Sí, claro. Y ya sabrás que es la tía que se fue a América de muy joven, de ama de llaves de unos parientes, los Gainza, no sé si de Uruguay o de Argentina, muy ricos, decían que los dueños de un periódico muy importante...”.

“Ya, ya me han contado. Y que fue la que volvió con muchos ahorros y compró esta casa y algunas de las huertas de los tíos...”

“Pues, eso”.

“Ya. Pero eso no me explica por qué había por aquí revistas de fútbol”.

“Supongo que porque las mandaban los Gainza de allí, que sabían que el Real Unión era un equipo importante, que a todo Irún le gustaba el fútbol con locura, y que tu tío Matías había sido uno de los mejores jugadores”.

Le digo que sí, que supongo que eso lo explica todo, pero me quedo pensando en lo extraño que resulta suponer que la contribución de Argentina o de Uruguay a la calle Santiago haya sido, además de una casa con una pequeña cuadra y unas huertas, unas revistas de fútbol de principios de los años treinta. Porque todo ello –Santiago 40, las huertas junto al Bidasoa y el fútbol, afición mía afortunadamente incorregible– ha sido, sin duda, determinante en mi vida.

No mucho después de aquella conversación, comiendo en Fuenterrabía tras la boda de una sobrina, el tío Marcelino –un memorioso– me explicó, si no lo de las revistas, sí un fragmento de la historia de la familia que los más parecían haber olvidado. Antes de irse a América, aquella tía-abuela mía había sido “sirguera”. Es decir, una de las mujeres que a lo largo del lezón del Bidasoa –estrecho camino que bordea o bordeaba el río– con gruesas cuerdas al hombro, y según los hombres empujaban a bordo con una larga garrocha, tiraban de las gabarras que venían de Mina Suri cargadas de mineral que descargaban en la calle Santiago.1 Durísimo trabajo para mujeres que, de no salir de él, y por ser tan “machas”, según se diría en México, acababan siempre de “neska zarras”, solteronas. Hasta que un día, aquella lejana parienta mía, que no quería ese destino y que murió de noventa años con toda su dentadura, según decían con orgullo unos y otros, se las arregló para irse de ama de llaves de unos Gainza de Buenos Aires. Y de eso también estaba seguro Marcelino: Buenos Aires, no Montevideo. Y que el periódico de aquellos parientes era El Nacional.

Pero dejemos esa historia familiar y su relación con aquellas revistas de fútbol que me fascinaban de niño. Debo recordar también que mucho más determinante que aquellas revistas fue en mi vida la llegada de la Segunda República el 14 de abril de 1931.

* * *

Porque aquel 14 de abril es, sin duda, la fecha española más importante del siglo xx. Hasta que llegó el 18 de julio de 1936, claro, dirán algunos. Desde luego, pero sin el 14 de abril del 31 no habría habido 18 de julio del 36. Ni marzo-abril del 39. Ni 20 de noviembre de 1975. Ni, por supuesto (y como consecuencia), eso que se ha llamado “Transición”, que no fue un volver a la Segunda República, electoralmente establecida en abril de 1931, sino un volver a los Borbones, como en 1875 contra la Primera República.

Pero ¿por qué si en 1875 se trataba de volver al “orden” anterior a aquella Primera República, la vuelta al “orden” en 1975-1977 no llevó a la “restauración” de la Segunda República cuyo “orden” constitucional era, es, indiscutible? Ya lo sabemos: los “poderes fácticos”, etcétera. Es decir: lo importante, lo intolerable del siglo xx español fue la República. Lo que significa que el 14 de abril de 1931 es la fecha clave, central, de la historia española del siglo xx, y que es, por tanto, la fecha central en las vidas de, por lo menos, tres generaciones de españoles, sean castellanos, vascos, gallegos, catalanes o andaluces. Así, es la fecha que preside todo mi destino, si destino se puede llamar a lo que uno ha vivido, visto y oído a partir de aquellos inocentes primeros años de la calle Santiago.

La pena, sin embargo, es que no recuerdo nada, absolutamente nada, de aquel 14 de abril. Por supuesto que me han contado –¿a quién no?– que la primera bandera republicana de toda España se izó en Eibar, y eso fue un orgullo guipuzcoano que llevé dentro durante muchos años y que, si me apuran, estoy dispuesto a llevar hasta la muerte. Pero de aquel día y de aquellos primeros meses republicanos sólo recuerdo que ya mi padre había salido de la cárcel de Ondarreta, donde le habían encerrado, creo que en diciembre de 1930, por aquello del fracasado levantamiento republicano de Gabriel y Galán, dirigidos, en parte, por Indalecio Prieto, con la no poco disparatada ayuda local de unos anarquistas de Behobia y de Ramón Franco (novio por entonces de una irundarra, con quien acabó casándose).

Mi padre, Anastasio Blanco Elola, no era irunés “de toda la vida”, sino sólo desde que se casó con mi madre. Había nacido en Villabona, hijo de aquel ferroviario de Oropesa que nunca conocí y de una Elola, pariente pobre de aquel Elola que, luego, con Franco, fue ministro de Deportes. Parece ser que los Elola se dividían en ricos y pobres, y la madre de mi padre era de la rama pobre de la familia. “¡Afortunadamente!”, me digo cuando pienso en aquello, que, si no, tal vez yo habría resultado fascista. Pero, en fin, el caso es que mi padre trabajaba en Pasajes en una empresa de transportes marítimos, que conoció a mi madre en unos San Marciales (la gran fiesta de Irún, digo para los no iniciados), se casaron y, como ya he dicho, vivieron en el 28 de la calle Santiago junto con mi abuelo Carlos, que era uno de los carteros de Irún, viudo ya entonces, y con los tres hermanos de mi madre, Guillermo, Segundo y Matías. Para colmo, en aquel excesivamente poblado piso de Santiago 28, llegué yo al mundo para ocupar un cierto espacio. Cómo vivíamos tantas personas en aquel piso minúsculo –tres habitaciones pequeñas, una cocina, un retrete, y el balcón que daba al pequeño afluente del Bidasoa– es algo que nunca he sabido explicarme. Menos mal que también por entonces se casaron los tíos Guillermo y Segundo y se mudaron a sus propios pisos.

Del tío Guillermo no recuerdo prácticamente nada. Pero a veces creo ver al tío Segundo, un hombre robusto tirando a gordo que usaba chalina porque decía que él era bohemio y anarquista. Se casó con la tía Manolita, que tenía en la calle Mayor una paragüería por la cual pasábamos bastante a menudo ya que, bien se sabe, es común que por aquellas tierras se rompan varillas de los paraguas en los días de lluvia con viento o vendaval. En el exilio de París, el tío Segundo sobrevivió hasta finales de 1957 haciendo de chamarilero y vendiendo de puerta en puerta chorizos que fabricaba otro refugiado español. El y la tía Manolita hacían de porteros de un edificio cochambroso de Clichy, y en aquella minúscula, fría y oscura portería, vi por última vez a la tía Manolita en marzo de 1958, toda vestida de negro con la falda hasta el suelo y un grueso chal deshilachado, despeinada y desdentada, sucia, arrimada a un pequeño brasero, chapurreando francés entre frases españolas y diciendo que lo único que pedía ya a la vida era morir pronto, lo que le ocurrió en el verano del mismo 1958.

De aquel pequeño piso de la calle Santiago 28 recuerdo, sobre todo, dos cosas. La primera, que después de la cuna yo dormía con mi abuelo, quien me hablaba en vasco. Ya he dicho que el abuelo era cartero, pero, además, tocaba el bombo en la banda municipal y salía todos los años de “hachero” en el “alarde” de los San Marciales. Verle, uniformado, con la banda municipal, era importante, pero más lo era verle desfilar de hachero. Porque los hacheros son algo muy especial en los San Marciales. En las muy mitificadas batallas victoriosas contra los franceses que los San Marciales celebran los hacheros debieron de ser algo así como un actual cuerpo de zapadores: los que abrían las brechas en los bosques, los que arreglaban puentes de madera, etcétera. Por tanto, los hacheros de los San Marciales son, en general, hombres fuertes y –curiosamente– maduros. Desfilan como compañía aparte de las compañías de las calles, barrios y sociedades populares, y visten de manera muy distinta que el resto de la “soldadesca”: boina roja, chaqueta negra y pantalones blancos como los demás, por supuesto; pero llevan una especie de polainas de lana negras sobre las alpargatas, un gran delantal de cuero que les cubre desde el pecho hasta algo más abajo de las rodillas, y lo que cargan al hombro no son escopetas sino sierras, picos, palas y hachas. Son, por lo general, los que más admiración reciben cuando desfilan, como si de verdad fuesen al monte a talar las hayas y a abrir trincheras, y difícilmente podría recuperar aquí la emoción que yo sentía cuando, entre aquellos hombres, veía pasar a mi abuelo Carlos, no muy alto, pero ancho y fuerte, de poblado bigote ya entonces casi blanco, y con la sierra al hombro.

Se me cruzan demasiadas imágenes del abuelo, las últimas, ya en el exilio, desconsoladoras, pero no estoy todavía en ellas; me quedo ahora viéndole desfilar entre los demás hacheros y en cómo fue él quien me llevó a la escuela durante los primeros dos o tres días de los párvulos: de la mano, pian pianito, desde casa hasta la Cuesta de la Iglesia (nada: unos 100 metros), para dejarme a media cuesta (otros veinticinco metros) en el patio para mí entonces enorme, con su tejavana y el griterío de los demás niños. Me daba un beso, me decía hasta luego, y se iba. Y el “hasta luego” era y fue exactamente eso durante todo mi primer año en aquella escuela. Porque todos los días a media mañana el abuelo se plantaba en mitad del patio, chiflaba y la maestra, ya bien instruida por él, me dejaba salir a recibir la ensaimada que no dejó de traerme cotidianamente hasta que pasé a la escuela Viteri, en la avenida de Francia.

El segundo recuerdo de aquel piso y durante –más o menos– el primer año de la República es el de mi tío Matías –empleado de Aduanas, interior izquierda del Real Unión y fundador, con Ormazábal y otros, del Partido Comunista en Irún– haciéndome travesuras tremendas, como, por ejemplo, tirarme al aire sin que yo supiera dónde iba a aterrizar. Pero, tras mi susto y mis gritos, nos reíamos los dos como locos cuando –¡por fin!– caía yo en una de las camas o me cogía él en sus brazos. Desde entonces, y aunque después de la Guerra no nos vimos durante unos veinte años, el tío Matías fue siempre mi tío predilecto. Alguna vez creí encontrar el motivo de mi predilección en las teorías de Lévi-Strauss sobre la estructura familiar (¿“primitiva”?) y el papel que en ella cumple el tío materno, pero la realidad es que yo no tuve uno, sino tres tíos maternos y, sin embargo, el único que recuerdo que me hiciera caso (es decir, que jugara conmigo) es el tío Matías.

Por lo que respecta al tío paterno, el tío Luis, el único hermano que le había quedado a mi padre, se había dedicado al ferrocarril, como su padre, era entonces jefe de estación en Tafalla y al parecer venía bastante por Irún, a ver a mis padres y, según las malas lenguas (¡todavía hoy!), a ocuparse de algún amor que tenía por allí. Era un hombre alto y buen mozo, simpático y dicharachero, con un algo de pícaro, y cuando aparecía por Irún daba grandes abrazos a mi padre y besos a mi madre, para luego desaparecer como había llegado. Mi padre siempre le quiso mucho y ya en México, aunque no le había vuelto a ver desde –creo– 1935 o principios de 1936, cuando hablaba de él era siempre como del hermano pequeño a quien hay que ayudar y proteger. Y por lo que supe cuando, muchísimos años después, volví a ver al tío Luis, el afecto era mutuo. Seguramente aquella relación se debiera a que los dos eran los únicos sobrevivientes de los hijos que tuvieron mis abuelos paternos. Y tal vez porque el tío Luis, el pequeño de aquellos hijos, era, a más de inteligente, lo que se llama “listo”, y fue un sobreviviente. Tanto así, que cuando empezó la Guerra y él, socialista como mi padre, era jefe de estación en Tafalla, no sólo se las arregló para que no lo fusilaran los carlistas, sino que, cuando cayó Irún en septiembre del 36, entró por nuestras calles con las tropas de Mola. Pero nadie jamás, ni mi padre, ni mi madre, ni los tíos de Santiago 40, ni siquiera el comunista tío Matías le condenó por ello: “¿qué prefieres –le han de haber dicho, más o menos, los carlistas–: que te fusilemos o ir para Guipúzcoa con nosotros? “Cosas de la Guerra”, decía mi madre, que siempre le tuvo mucho afecto. Cuando años y años después me reencontré con él en Hendaya, y luego en Zaragoza, donde era inspector de la RENFE, su afecto por todos nosotros era indudable, como clara era su nostalgia por los ideales que había abandonado para evitar su fusilamiento. “Cosas de la Guerra...”.

Según divagando como voy divagando llegaba a mi tío Luis, ¿cómo no pensar en uno de sus hijos, mi primo Óscar, oficial de la marina mercante en su mejor juventud y hoy hombre de “pequeña y mediana empresa” en Zaragoza, el único de los tres hijos del tío Luis que ha sobrevivido más allá de los cuarenta? ¿Qué pensará Oscar si un día lee lo que acabo de escribir? ¿Qué cosas distintas creemos saber él y yo de su padre, mitificado por el mío en la memoria, así como el mío, según he sabido, era mitificado por el suyo?

Preguntas tontas, tonterías en las que cae uno en cuanto coge un lápiz, un bolígrafo, una máquina de escribir o un ordenador y, sólo por eso, llega a creer que alguien va a leerle. Dejemos, pues, eso ahí y sigamos adelante.

* * *

Veo ahora a dos chavales frente a frente en la calle Beraun, ya no en la calle Santiago; tendrán unos ocho años. Desde donde miro, al fondo está el monte San Marcial, coronado por su ermita blanca; bastante a la derecha y mucho más lejos, las Peñas de Aya; a mis espaldas, por tanto, ha de estar la ría del Bidasoa. En esta imagen, que tan a menudo se me ha repetido, todo es luminoso, el cielo azul, los montes, la conocida ría. Tiene que ser –por tanto– a la entrada del verano o en uno cualquiera de los hermosos días de septiembre. Uno de los críos habla con mucha convicción, el otro escucha atento, yo diría que atentísimo. El que habla es más alto que bajo para su edad, rubio y tostado por el sol de que tanto disfruta en la playa de Fuenterrabía y cogiendo carramarros en la ría; el que escucha es un poco más bajo (¿será un año menor que el otro?) y tiene el pelo negro. El rubiales está explicando al otro dos cosas muy importantes: que Dios no existe y que en el Mundo hay ricos y pobres, lo cual es injusto.

No me extraña que el otro escuche con tanta atención, pocas cosas de mayor importancia se revelan a esa edad. Pero sospecho que en el interior de esa atención todo ha de ser difuso, nebuloso y confuso, como sé que quien habla está diciendo cosas que, desde luego, cree sentir por dentro, sí, pero que las dice con palabras aprendidas –estamos ya en plena República–, palabras que sólo muchos años después entenderá y que, aunque ha resultado que responden a su verdadero ser, sentir, vivir, haber vivido, inevitablemente le llegaban de fuera de sí mismo. Pero es que –recordemos lo más obvio– el lenguaje todo nos llega desde fuera de nosotros mismos, de modo que si quitamos lo recibido de fuera por nuestro “verdadero ser” para descubrir cuál es éste en su fondo último, resulta que no hay ser “propio”. Somos más como una cebolla, que si le vas quitando capas no hay nuez interior, como sí la hay en las aceitunas, o en los melocotones, o en los aguacates. Pero entonces el niño rubio aquel no sabía de estas cosas. Es decir: que es la realidad –momento histórico, clase social, género sexual, ideología– la que nos hace

Lo que sí está claro según veo aquella escena es que el rubiales soy yo, y que lo que le estoy diciendo al otro niño es el primer pensamiento político que recuerdo en mí. El otro ya no sé quién era, salvo –eso sí– que era hijo de un carabinero. Ya no hay carabineros en España, pero ha de recordarse que –entre otras cosas– eran quienes guardaban las fronteras. Contra el contrabando, por supuesto. ¡Y que no tenían poco trabajo a lo largo del Bidasoa, tierra de contrabandistas! Luego les sucedieron en esas labores los auténticamente represores guardias civiles. Cuando la Guerra, los más de los guardias civiles estuvieron con Ellos, los más de los carabineros con Nosotros, y esa diferencia tal vez explique por qué, con Franco, desaparecieran los carabineros y en las fronteras, como en todas partes, sólo quedaron los guardias civiles.

Como era normal, según lo entendía cualquier bidasotarra, los carabineros eran todos de fuera, no sólo porque pertenecían al ejército, sino porque, ¿quién de la tribu iba a oponerse al contrabando? Sin contrabando, Irún no habría existido como fue en sus mejores tiempos, mucho menos Behobia o Vera del Bidasoa. Contrabando por el río y por los montes. Y hasta los mismos empleados de agencias de aduana contrabandeaban, sin excluir a mis tíos Marcelino y Matías. Eso lo sabíamos todos desde el momento de nacer, tal vez muy especialmente en la calle Santiago. No había más que salir al lezón con el pretexto de ir a ver a sus huertas a los tíos Fermín o Josetxo, y a lo largo de todo el río –cada cien metros, o así– estaban los carabineros en sus garitas. Cuando pasabas frente a ellos, mirándolos un poco de reojo, te decían: “hola, chaval”, tú les decías “hola”, y a la vuelta de las huertas saludaban también a Fermín y a Josetxo, ya entonces excelentes contrabandistas como, según tanto me han contado, también lo fueron después, bajo Franco. Por eso, cuando estoy explicando el Mundo a aquel amigo de nuestros tan pocos años, nacido tal vez en Extremadura, entiendo, sé perfectamente, que es de los Nuestros, no un enemigo. Es decir, que tiene que ser republicano, hijo de republicanos.

Esas cosas las teníamos claras porque, ya digo, es que estábamos en la República. La Segunda República española para quienes sabían algo de historia, la Primera y única no sólo para nosotros, sino para la inmensa mayoría de los españoles. Y mi padre representaba –en no sé qué función– al Partido Socialista (¿o era a Izquierda Republicana?) en el ayuntamiento. Lo que quiere decir que, además de ir y venir todos los días en el Topo a su trabajo de Pasajes, ahora iba y venía a reuniones del ayuntamiento. No es que fuera personaje importante, pero era bastante conocido en Irún porque, además, hacía también por entonces de corresponsal deportivo de un periódico de Madrid, no sé si El Sol. Lo que quiere decir que mandaba a Madrid reseñas de los partidos del Real Unión (de cuya directiva también fue miembro), aquel glorioso club histórico de fútbol que por entonces iba ya a bajar a segunda división, hasta que bajó a tercera, para instalarse hasta hoy en Segunda B. Habían pasado ya los tiempos de Patricio (Arabolaza), de Errazquin, de Gamborena, de René Petit, de Echeveste y de mi tío Matías. Y los nuevos y extraordinarios hermanos Regueiro, Luis y Pedro, como eran estudiantes en la capital del país, habían abandonado al Real Unión y fichado por el Real Madrid. Principio de lo que hasta hace ya algún tiempo fue una ley fija en el fútbol español: cantera vasca para los grandes equipos de otras partes.

Pero hay más sobre las actividades de mi padre en aquellos tiempos. Anastasio Blanco Elola también escribía con cierta regularidad artículos para La Voz de Guipúzcoa, entre ellos, según me informa mi amigo el investigador Pedro Barruso, cuatro sobre “La República y los carabineros”, publicados en el otoño de 1933, por los que fue procesado en marzo de 1934 acusado de “sedición” y sentenciado a dos meses y un día de arresto. Barruso también me informa que ha encontrado otra sentencia anterior contra mi padre, fechada el 4 de marzo de 1932, en la que se le condena también a dos meses y un día de arresto por “delito de desacato”.2 Si sumo estos datos al hecho de su encarcelamiento en Ondarreta a finales de 1930 no puedo sino llegar a la conclusión de que mi padre fue, en el nivel local, bastante activo políticamente desde por lo menos finales de la década de 1920 cuando, según contaba, solía acompañar a Prieto en sus visitas a Unamuno, exiliado entonces en Hendaya.

Por su parte, mi madre era de Izquierda Republicana y –según supo una de mis hijas en México cuarenta o cincuenta años más tarde de lo que estoy contando– fue también la organizadora y presidenta de la agrupación de mujeres republicanas de Irún.

“¿Sabías que tu madre fue feminista en aquellos tiempos?”, me dijo un día esa nieta de mi madre con asombrado entusiasmo.

No, no lo sabía, ¿cómo iba a saber eso aquel chaval de unos ocho años que está predicando al otro ideas de justicia? Y, luego, ya en el exilio, cuando quien esto escribe correteaba por las calles de México Distrito Federal, la madre –como, por lo demás, también el padre–, hablaba lo menos posible de la política de aquellos tiempos, aunque a la menor oportunidad se lanzaban los dos entre iruneses a recordar historias, chistes, personajes de aquel su tiempo de ilusiones y esperanzas. Historias como la de aquel a quien llamaban Catrán porque había vivido cuatro años trabajando en Francia durante la Primera Guerra Mundial y siempre decía que había vivido allí “quatre ans”. Catrán, contaban aquellos iruneses en México, era un borrachín empedernido que vivía cerca del puente internacional, algo más allá de la calle Santiago, y cuando ya pasado de “txoperas”, iba trastabilleando a cenar para su casa bordeando el río por el lezón, se decía a sí mismo en voz alta: “Catrán: a la izquierda, que a la derecha hay agua”. Recordando entre risas y sonrisas alegrías de otros tiempos, recordaban también la historia de un tal Casimiro, creo que era un tal Casimiro, que al volver un día de un paseo por Hendaya, decía que no entendía por qué si los franceses llamaban al pan pen, y al vino ven, llamaban al sombrero cha-pe-a-u. Y añadían que aquel Casimiro era el mismo que al ver pasar un día por el puente internacional un elegante coche de matrícula CH, Confederación Helvética, había ido corriendo a contar a sus amigos que había visto pasar un coche ¡con matrícula de China! Recuerdos, historias reales o inventadas de lo estrictamente local era lo que seguía uniendo a aquellos exiliados con la tribu a cuyo seno ya no volverían. De esas cosas, sí, hablaban los refugiados de Irún en el exilio de México: de sus cosas, como –supongo– los de Almansa hablarían de las suyas y los de Villafranca del Penedés de las suyas...

Por tanto, no, yo no sabía lo que me dijo de mi madre mi hija Alda; pero la noticia, en verdad, no me extrañó demasiado. Porque sé muy bien –lo veo– que mi madre no sólo andaba en bicicleta, como tantas y tantas mujeres vascas, sino que usaba aquellas que se llamaban faldas-pantalón, y que fumaba, como las atrevidas mujeres de las películas. Y cuando en verano, tras haber hecho la compra temprano por la mañana, nos llevaba a mi hermana Margari y a mí en el tranvía a la playa de Fuenterrabía, se hablaba allí con todos los hombres jóvenes amigos suyos, jugaba con Marichu a la paleta y hacía lo que llamaban “gimnasia sueca”, a veces junto a Tobalina, campeón por entonces de Guipúzcoa de 110 metros vallas, para llevarnos luego, como he dicho, a las rocas del faro, donde nos enseñaba a nadar. Y yo sentía que todos aquellos hombres de su edad le tenían de verdad afecto y respeto. Por lo que no me extrañó que, ya en México, me contara que cuando era pequeña, quince, dieciséis años, su hermano Matías la llevaba a los entrenamientos del Real Unión, en los que a menudo le ponían bajo los tres palos de la portería para que pareciera que había un portero, mientras unos y otros disparaban sus cañonazos. Una chavala así, una joven madre así, ¿no había de sentir que no podía ser sólo una etxecoandre, ama de casa?

Pero hay más. Desde que recuerdo, en México, cuando de vez en cuando mi madre –por lo que fuera– decía algo de Clara Campoamor, aquella feminista notable entre las muy notables feministas españolas de los años 20 y 30 del siglo pasado, la llamaba siempre “Clarita”. ¿De dónde aquella familiaridad?

Resulta que cuando mi padre estuvo preso con otros en la cárcel de Ondarreta, la abogada de varios de ellos era Clara Campoamor, con quien mi madre hizo entonces una entrañable amistad. Y recuerdo aún –casi, casi la veo, pero no llego a ello– que “Clarita” nos visitó varias veces en casa, que regaló a mi hermana una muñeca que yo destrocé, y que parecía tener mucho afecto a mi madre, quien, para que no hubiera dudas, siempre estuvo de acuerdo con Campoamor sobre la entonces tan discutida cuestión del voto de la mujer: a favor, aunque ello ayudara a las derechas, como de hecho ocurrió en 1933. ¿Dónde se encuentran las fuentes de las ideas del Mundo que sostienen a las personas? El radicalismo igualitario y el ateísmo que siempre caracterizaron a mi madre no dudo que tuvieran sus orígenes en ser la única mujer entre tres hermanos juguetones y de izquierdas que la incorporaban, en lo aceptable entonces, a sus cosas; pero, luego, lo sospecho, ha de haber pesado mucho la influencia de “Clarita”. Faldas pantalón, cigarrillos (en el trasfondo, es de suponer, películas de Greta Garbo o de Joan Crawford), relación de tú a tú con los hombres de su edad, amistad con Clara Campoamor... No está mal para la hija de un cartero de Irún, para una joven esposa y madre guipuzcoana, que nunca estudió más allá de la primaria y que, sin embargo, siempre fue una gran lectora, luego valiente y triste exiliada que no tuvo más remedio que morir a miles de kilómetros de su calle, habiendo perdido ya –para más inri– la memoria. La única justificación de estas páginas, si alguna tienen, no puede ser sino ésa: antes de perder la memoria, bien sea en vida o con la muerte, todos y cada uno de nosotros tendríamos que grabarla.

* * *

Pero ¿por qué estoy yo, santiagotarra de nacimiento, en la calle Beraun, no ya en la calle Santiago, echándole aquel sermón republicano (republicano de izquierdas, diría yo hoy) al otro inocente que, por lo visto, me escucha en serio? El cambio de escenario podría tener dos explicaciones, una fácil, la otra seguramente más compleja. El hecho carente de toda ambigüedad es que nos habíamos mudado de Santiago a Beraun, a un piso amplio de una llamada “Villa Alai”. Las dos razones obvias que explican la mudanza son –por obvias– muy sencillas. La primera, que en aquel piso de Santiago 28, aunque ya no vivían allí mis tíos Guillermo y Segundo, había nacido ya mi hermana Margari y no cabíamos bien tanta gente. Pero para mudarse de Santiago a Beraun –calle que se eleva unos treinta metros sobre la calle Santiago y socialmente “superior” al Irún Viejo– hacía falta, a más de la necesidad de mudarse, unos ciertos medios. “Medios” que había ido adquiriendo mi padre.

Mi padre fue siempre –¡y cómo me lo repitieron a lo largo de los años mis tíos y tías!– un hombre trabajador, de ideas y emprendedor. Que luego, en el exilio de México, sus ideas acabaran siempre en el fracaso, no quita que en aquel momento optimista de la España inmediatamente posterior a la “Dictablanda” acertara al abandonar su trabajo de contable en una gran empresa de transportes marítimos de Pasajes para dedicarse –con un préstamo– a crear una empresa de transportes Pasajes-Madrid. Empezó transportando huevos que el padre de los hermanos Regueiro importaba creo que de Bélgica, tal vez fuera de Holanda. A partir de ahí fue creando una flotilla de camiones (en julio de 1936 eran ya cuatro), en la cual él y los chóferes eran socios por igual, que no en vano mi padre era un socialista cooperativista. De modo que cuando estoy yo sermoneando a aquel otro chaval, mi padre gana ya lo suficiente como para haber podido mudarse a Beraun, a un piso de una casa que era (y sigue siendo, porque todavía existe) mucho más amplio y cómodo que el piso de Santiago 28. Además, cosa entonces muy moderna por comparación con las casas de la calle Santiago, en aquella casa de Beraun había cuarto de baño, con bañera y todo. Por lo demás, aquel piso tenía para mí algo especial: desde el balcón se veía la calle Santiago, con el balcón delantero del 28 justo enfrente, de modo que al levantarme todos los días, yo me asomaba, el abuelo estaba allí abajo, y nos saludábamos. A sabiendas, claro, de que en cuanto saliera de la escuela por la tarde iría a verle y a merendar con él.