Felicidad perfecta

FELICIDAD PERFECTA

Título original: Zorion perfektua



© 2002, Anjel Lertxundi

© De la traducción: 2006, Jorge Giménez Bech

© De la presente edición: 2009, ALBERDANIA, S.L.

Plaza Istillaga, 2, bajo C. 20304 IRUN

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Fax: 943 63 80 55

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© Diseño de la colección: Antton Olariaga

Digitalizado por Comunicación Interactiva Adimedia, S.L.

www.adimedia.net



ISBN edición impresa: 84-96643-10-7

ISBN edición digital: 978-84-9868-118-5

ISBN edición digital Mobipocket: 978-84-9868-117-8

Depósito legal: SS. 1.044/06

Creo que hay que cultivar la conciencia del recuerdo.

Julio Caro Baroja



Sin la conciencia, no seríamos sino animales,
poseedores de cierta suerte de felicidad perfecta.

Petri

1

Cierro la puerta y enciendo la luz. La escalera y el portal, mal iluminados por una bombilla solitaria y débil, se mantienen en penumbra. También el olor a cerrado es el de siempre. Sujeto con la barbilla la tapa de la mochila mientras guardo las partituras. Bajo las escaleras a toda prisa, con ganas de salir de allí cuanto antes. Quiero dejar atrás los arpegios y las escalas, las digitaciones, la academia y a la profesora de piano.

Un viento cortante azota mi rostro. Me siento mejor. Alzo el cuello de la zamarra para protegerme la garganta, y pongo rumbo hacia el barrio de la playa, en lugar de tomar, como todas las tardes, el camino de la estación. No oigo ya las piezas para piano ni los ejercicios de digitación, pero sí la amenaza que apenas cinco minutos antes he oído de labios de la profesora:

“No te voy a poder dar el pase para presentarte al conservatorio. No, al menos, mientras no domines por completo Bonheur parfait”.

Y tras una breve demostración de cómo debo proceder, ha colocado mis manos sobre las teclas:

“La mano derecha debe ceder el protagonismo a la izquierda, la izquierda es la que manda, la izquierda manda, la izquierda manda…”.

Recuerdo cómo me cohibía el convencimiento de que nunca sería capaz de mecanizar el diálogo entre las dos manos que viene en la última parte de la pieza de Schumann, y eso es precisamente lo que aún hoy me pierde: a fuerza de prestar tanta atención a la mano izquierda, uso la derecha sin energía o a destiempo o con brusquedad. No hay equilibrio entre ambas. Mi mano izquierda es débil, y desde que empecé a tocar el piano, siempre he debido dedicar especial atención al adiestramiento de esa mano. Así, y gracias al trabajo de muchos años, no tengo problemas especiales cuando toco sólo con la izquierda: puedo tocar indistintamente con cualquiera de ambas manos los pasajes escritos para una sola mano, nadie notaría que no soy zurda. Al tocar las piezas de un repertorio normal, no hallo, por tanto, más dificultades que las propias de cada pieza. Los problemas se me plantean cuando manda la izquierda y la derecha acompaña, porque la derecha se me vuelve torpe y no sabe someterse a la izquierda. La derecha se resiste, eso es todo. Al parecer, es algo que nos ocurre a la mayoría de los diestros, pero ése no es un consuelo para un pianista.

Me parece estar oyendo a la profesora de la academia, tan dada a los ejemplos retóricos:

“¿Cuándo coinciden, en qué punto coinciden el flujo y el reflujo de la marea? No se ve ese punto, nadie puede captar ese momento, pero se trata de un milagro que, desde que el mundo es mundo, se obra dos veces cada día. Así es como una mano debe ceder el protagonismo a la otra, como la pleamar a la bajamar. Sin violencia ni sobresaltos, con sottiglieza, nuestro oído no ha de percibir nada especial”.

Me gusta Schumann, sobre todo sus piezas para piano. Me parecen sencillas y naturales: no son difíciles de tocar, las teclas responden sin esfuerzo a los dedos. Pero, por paradójico que parezca, ahí está precisamente la mayor dificultad que entrañan esas piezas: si se ejecutan sin sutileza, pierden todo su encanto; en el mejor de los casos, se quedan a medio camino, no provocan melancolía. Y Schumann, sin la melancolía, pierde mucho.

En lo que a mí respecta, yo era de esos intérpretes que, al tocar algunas piezas de Schumann, y especialmente Bonheur parfait, se quedan a medio camino, incapaces de alcanzar el grado preciso de melancolía. Avanzaba en la ejecución de la pieza temerosa del momento en que llegara el cambio de tono; presa de la ansiedad, no me concentraba en la partitura. ¡Ya llega! Ahora, ahora… Y, cuando llegaba el instante de afrontar la dificultad, atacaba el cambio con excesiva brusquedad. O demasiado rápido. El caso es que el fallo no pasaba desapercibido para los oídos de la profesora –ni tampoco para los míos.

La profesora me daba el mismo consejo que Schumann diera en su día a su amante Clara Wieck:

“Disfrutarás muchísimo tocando estas piezas, si es que logras olvidarte de la técnica”.

Esas palabras, en lugar de ayudarme, me ponían más nerviosa.

No resultaba fácil, no, para mí; y es que mi forma de tocar el piano es fundamentalmente técnica, más que intuitiva o virtuosa.

Tendría que estudiar también el siguiente curso en el instituto del pueblo. Y, lo que era peor, tendría que seguir en la misma academia de música. Un año más aguantando a la profesora, con sus imágenes y metáforas sobre la marea.

Bonheur parfait!

De pronto, suenan las campanas, oscuras, lentas. Una, dos…, hasta ocho veces. Miro mi reloj de pulsera. Las campanadas coinciden con la hora. Como todas las tardes, un hombre cierra el portón de hierro del atrio de la iglesia, para que los drogadictos no pasen la noche allí.

Avivo el paso, porque de poco me valdrá pretextar, para vencer el maniático respeto que mi madre profesa por la hora, que me he demorado en los ejercicios de piano. Por encima de todo, la hora fijada: incluso los imprevistos insoslayables son para mi madre meros pretextos. Aunque se pruebe lo contrario.

El atardecer huele a lluvia, oscuros nubarrones ennegrecen el cielo, y el viento, al pasar entre las casas, zumba con rabia. Hundo la cabeza entre los hombros y aprieto con ambas manos el cuello de la zamarra contra las mejillas.

De un pequeño bar sale la voz áspera de un cantante de moda y los topetazos metálicos de un flipper.

Miro a derecha e izquierda para ver si hay por los alrededores algún conocido de mis padres. La oscura silueta de un hombre avanza hacia el bar. Nadie más. No hay peligro. Cobijada bajo un balcón frente al bar, enciendo un cigarro. Aspiro con ansia la primera bocanada de humo.

En ese mismo instante, una especie de sombra sale del portal contiguo al bar. Se acerca al hombre de oscura silueta.

De pronto, oigo, ¡paum!, un pequeño estampido, un sonido seco, parecido al choque de una contraventana al cerrarse por un golpe de viento.

El hombre de oscura silueta lanza un grito ahogado y me mira. Se me cae el cigarro al suelo. Sus ojos parecen a punto de estallar, brillantes como un cristal expuesto a la luz. El hombre me mira. Abre la boca: me hace un gesto de dolor que podría interpretarse como una sonrisa alelada. Parece no comprender qué es lo que le está ocurriendo. Comienza a desplomarse, poco a poco, con las cejas levantadas, como quien hace una pregunta muda. Las rodillas le fallan, y, para evitar el golpe, extiende una mano hacia el único asidero que se le ofrece: una jardinera urbana de piedra salpicada de blancuzcas deposiciones de gaviotas.

En la jardinera, flores moradas plantadas en pequeños grupos. Desprenden un aroma de vainilla. Al hombre le mana un hilillo de sangre por la comisura de los labios. La voz áspera del cantante de moda y el ruido del flipper se han apagado de pronto.

Siento unos pasos acercándose a mí, a la carrera. Imagino qué viene ahora. Aprieto los puños contra la boca y cierro los ojos. ¡Paum!, oigo de nuevo. ¡Paum! ¡Paum! No reacciono. No puedo hacerlo. Tampoco salgo de mi rigidez al oír a mi espalda el chirriar de unos neumáticos.

Al cabo de un rato, abro los ojos.

Las manos y los ojos del hombre siguen como indecisos entre asirse o no a la jardinera.

La sombra de una gaviota avanza desde el mar hacia el pueblo. Traza un par de círculos, en busca de un lugar donde posarse. Bate las alas, y se dirige de nuevo al mar. El viento se arremolina entre las casas, mezclando trozos de plástico, arena y hojas secas en locos torbellinos.

De pronto, el cuerpo del hombre de oscura silueta golpea el pavimento con un ruido de saco de arena.

Se queda con la boca abierta, más, seguramente, para dejar salir a la vida que para respirar. La mirada se le ha extraviado en algún punto entre la jardinera y yo, y las ojeras de piel reblandecida acentúan lo oscuro de su mirada. En un breve movimiento impotente, separa la cabeza del suelo apenas un par de centímetros. Alrededor del cuello, un cordón negro del que cuelga un lauburu1 de plata.

Cierro de nuevo los ojos.

Y oigo cómo golpea el suelo la cabeza del hombre tiroteado.

Todo ha terminado.

El muerto está a dos metros de mí. Lo miro atónita. Una suerte de estremecimiento me oprime la garganta y la boca, como si se hubiera deslizado hasta allí desde algún rincón del corazón. Pero no lloro, no acierto a llorar.

Por explicarlo de alguna manera, un mero sentimiento de ternura exento de gestos externos.

Mis ojos siguen el camino dibujado por la sangre que mana de la comisura de los labios del muerto: desde su cara, a través de las oquedades del pavimento, hasta mis pies.

Retrocedo un paso.

El hilillo rojo sigue su camino, veloz, y el polvo apelmazado que se acumula bajo la jardinera comienza a engrudarse.

Cuatro o cinco jóvenes salen, en completo silencio, del pequeño bar: sus sombras se alejan encorvadas y confundidas con la pared. Como si quisieran hacerse invisibles.

De pronto, una sirena. No sé cuánto tiempo llevo ante el cadáver, con la mirada fija en la mancha que la sangre ha dibujado en el suelo. Al principio, la sirena no es más que un mero sonido que, al igual que la sangre en el pavimento, busca su lugar entre las casas. Un ruido más entre otros muchos. Inmediatamente, la sirena, cuyo sonido ha crecido hasta acallar el del mar, sube a la acera y se detiene justo frente a mí. Tras ella, llega otro coche.

Del primer auto bajan tres ertzainas, con las manos en el cinturón y rastreando los alrededores con los ojos, acechando el peligro. Los del segundo coche ocupan posiciones estratégicas en las esquinas de la manzana. Cuando les parece que tienen los alrededores bajo control, hacen una señal a los del primer coche, y dos de éstos, lentamente y mirando a todos lados, se acercan al muerto. Como si la llegada de los ertzainas fuera una señal, algunos hombres y mujeres salen de los portales y de las esquinas, como salen las cucarachas de las grietas de las paredes en una vieja casa vacía. Con el miedo pintado en el rostro, se acercan como jugando al escondite y hablando casi sin voz.

Los ertzainas empiezan a dar órdenes con voz enérgica, ¡atrás!, ¡atrás!, y, mientras dos de ellos se dedican a examinar los alrededores del cadáver, otros dos extienden una cinta roja y blanca de plástico, a fin de separar a la gente del cadáver. La barrera de murmullos, quedos al principio, más y más ruidosos cada vez, se interpone entre el muerto y yo más eficazmente que la cinta de los ertzainas. La cinta me aleja del muerto; la curiosidad y murmullos de la gente me sumen en la confusión.

Tengo que escapar. Irme lejos de allí; perderme en la negrura de la noche, como la sangre del muerto bajo la jardinera; entrar en un cine y, por muchos ¡paum!, ¡paum! que puedan oírse en una hora y media, comer palomitas y beber Coca-Cola con toda tranquilidad.

Sin embargo, las piernas no me responden.

La cabeza me ordena una y otra vez que huya de allí, pero las piernas no pueden obedecer, no tengo fuerzas para moverme.

Más sirenas vienen a agitar el aire de la calle. De las ambulancias salen enfermeros con bolsas de sangre y camillas. Se presentan más ertzainas: ¡atrás!, ¡atrás todos! También se acerca un fotógrafo, flaco y vestido cuidadosamente a la moda, que sostiene un cigarro entre los labios. Pasa por debajo de la cinta roja y blanca, y dispara su cámara. Consumido por completo el cigarro, lo escupe a sus pies. La colilla despide unas diminutas chispas al chocar contra el suelo. El fotógrafo propina una patada a la colilla. Ahora no saltan chispas.

Mira hacia donde yo me encuentro, con un ojo entornado, como si cavilara algo. Lo pierdo de vista. De pronto, ¡chist!, oigo tras de mí. Me giro, doy la espalda al muerto. Ahí está de nuevo el fotógrafo, con la cámara a la altura de los ojos.

¡Flash!

Me hace un guiño de agradecimiento. Se da la vuelta, y desaparece tan rápido como ha venido.

2

Sigo en el mismo sitio, mirando al cadáver, clavada al suelo, paralizada como si hubiera echado raíces.

Se acerca un médico. Se pone en cuclillas junto al muerto y le busca el pulso; aplica el oído al pecho del muerto; vuelve a buscarle el pulso. Luego, ya en pie, hace una señal a los camilleros para que cubran el cuerpo. El más próximo tapa el cadáver con una manta.

Me quedé observando aquella manta, y, sin apenas darme cuenta, comencé a rememorar las particularidades del rostro del muerto, como cuando tratamos de recordar una vieja foto que debe de estar guardada en algún cajón perdido: pelo entrecano; ojos pequeños y hundidos y, bajo ellos, dos pequeñas bolsas apergaminadas; labios finos y manchas de tabaco en los dientes.

También recordé la palidez del muerto, pero no sabía si había perdido el color a causa del tiro o si su tez siempre había tenido aquel color de cera.

En cuanto a su edad, calculé que rondaría la de mi padre. Tal vez no estuviera tan en forma como él, pero era musculoso y magro. Unos cuarenta y cinco años, decidí, atribuyéndole la edad de mi padre.

Todas aquellas características, sin embargo, parecían pertenecer a un cadáver disecado. Los gestos y perfiles del muerto estaban detenidos en el tiempo como los de una estatua de bronce. Me resultaba imposible recordar el conjunto de su rostro: no podía insuflarle aliento y encenderle la mirada. Los labios que recordaba carecían de expresión, y el hilillo de sangre que, minutos atrás, manaba entre ellos se había secado ya, tanto en el suelo como en mi memoria.

No duraron mucho mi soledad y mis cavilaciones: se estaba acercando más y más gente, y la curiosidad y murmullos iniciales se habían convertido en una algarabía a la que cada cual aportaba, sin reparo alguno y en voz alta, sus preguntas y cábalas: al parecer, el muerto era el dueño de un bar; debía de llevar poco tiempo en el pueblo; se afirmaba que era retraído, callado, que no tenía amigos…

…mira que ir a morir así… siempre andaba solo… ¿y el juez?, ¿cuándo demonios va a venir el juez?… no se metía con nadie, pero vete a saber…

Veo una pareja de jóvenes cogidos de la mano que, entre empujones y disculpas, trata de abrirse paso entre la gente. Oh, hemos llegado tarde, ¡qué pena!, está tapado. Idas y venidas de ertzainas, camilleros, fotógrafos y demás, la cháchara de los espectadores, sirenas y flashes… El ambiente que se está formando parece cada vez más el de las escenas que tan a menudo veo por televisión.

–¿Qué hace esta cría aquí?

Me vuelvo muy despacio. A pocos metros de mí, un ertzaina me observa. Actitud de mando. La gente se ha dado cuenta de que la cría en cuestión soy yo, y comienza a apartarse para abrir camino al ertzaina. Todos me miran. Sólo veo sus ojos. Ojos escrutadores, inquisidores: ¡eso, eso, a ver qué hace esta cría aquí! Esto no es para ella, debería estar en casa.

El ertzaina llega hasta mí. Echa para atrás la cabeza y me mira de forma distinta a como lo hace el resto de la gente. Serio y desde arriba, desde muy arriba. El viento le levanta los escasos mechones de pelo que disimulan su calvicie incipiente. Pero no me asusto: el ertzaina es estrábico, como Perti, el profesor de Química. El ertzaina, igual que Perti, se ve obligado a echar hacia atrás la cabeza, porque sólo así logra fijar en un único punto las direcciones divergentes de sus ojos. Y, en una de éstas, los ojos estrábicos del ertzaina han dado con mi cara.

Con todo, yo no estaba asustada. Aunque sí enfadada. No me había molestado que el ertzaina me hubiera llamado cría, ni era su mirada estrábica lo que me había hecho retroceder, sino el tono que había empleado. Y también el hecho de que hubiera puesto en duda mi derecho a estar allí. Yo tenía más derecho que nadie; es cierto que hasta ese momento yo nunca había visto al hombre que yacía en tierra, pero haber presenciado su muerte suponía para mí un vínculo indeleble; yo era el único testigo de su última mirada; yo sería una cría para el ertzaina estrábico, pero fue la mía, y la de nadie más, la última mirada que vio el muerto; había sido mi mirada, y no un tiro, su última vivencia. Y eso era precisamente lo que yo estaba haciendo allí: guardar en mi memoria los últimos instantes del muerto.

Gracias a mí, el que yace en el suelo no se ha ido con la mirada del asesino en sus ojos, ¡ya ve usted!

Pero al ertzaina le importan un comino mis cavilaciones. Ahí sigue todavía, con los brazos en jarras, mirándome desde el punto más alto de su estrabismo.

Se le acerca otro ertzaina y le dice algo al oído. Aprovecho la ocasión para mirar de soslayo hacia el lugar donde yace el cadáver. Me tranquiliza ver el bulto cubierto por una manta: el muerto sigue donde estaba.

Cuando murió el abuelo –yo apenas tenía siete años–, no me dejaron ver su cadáver, pero recuerdo el sueño que tuve uno de aquellos días tan nítidamente como si lo estuviera viendo. El abuelo era ancho de hombros, tranquilo, afable. Así lo soñé en el ataúd: ajeno al llanto de la abuela y de mis padres, parecía a punto de preguntar: “¿Es que hoy no se cena?”; en éstas, levanta un poco la cabeza del ataúd y me da un beso. Asustada, rompo a llorar. El abuelo me reprende con suavidad: “Tontorrona; ¿es que no ves que soy tu abuelo?”.

La cuestión es que yo no podía creer que no iba a verlo más. De vez en cuando, miraba bruscamente atrás, convencida de que vería al abuelo siguiéndome a escondidas, o esperándome a la puerta del bar cercano a casa. Pensaba que estaría observándome; por eso me volvía bruscamente y lo buscaba detrás de las puertas o en los armarios.

Estaba convencida de que lo habían obligado a desaparecer, a ocultarse: o sea que eso que llaman muerte consiste en jugar al escondite. Cuando uno abandona un lugar, sabe que las personas y cosas que se han quedado allí están vivas, sólo que uno no las ve. La muerte del abuelo era no ver al abuelo. Nada más.

–¡Vete, haz el favor! –me dice el ertzaina con autoridad impostada. Tiene los dientes amarillentos. Desalineados.

Busco alguna palabra de protesta. Se me ocurren dos o tres, pero todas demasiado vulgares.

Vuelvo la espalda al ertzaina y tomo el camino de casa, ligera y tambaleante, como si avanzara en sentido contrario a la marcha por el pasillo de un tren lanzado a toda velocidad. Voy con la mirada baja, incapaz de ordenar los sucesos recientes. Abro paso a mis cavilaciones como quien desprende telarañas de la pared.

La noche se cierne sobre los tejados. El acre olor a papel viejo del aire anuncia lluvia.

La alameda contigua a la playa, el hotel de los alemanes, las casas próximas a la vieja serrería… Un cuarto de hora hasta casa. Se me ha hecho más tarde de lo que creía. Aligero el paso.

De pronto, veo a un muchacho acercándose hacia mí. ¡No, ahora no! Estoy avergonzada, no sé qué hacer. A saber qué aspecto tengo, no tiene que verme. Agacho la cabeza; una de mis manos se aferra al cordón de la zamarra.

Empieza a caer una lluvia plácida y menuda.

El chico llevaba apenas seis meses en el pueblo. Recién llegado de no sé dónde, lo vi por primera vez descargando de un camión los muebles y trastos de su familia. Otros dos jóvenes descargaban el camión con él. Y también un hombre de cierta edad, que supuse padre de los tres jóvenes. Pero yo elegí a mi chico desde el primer golpe de vista. En su mirada había algo que rendía todas mis defensas. Tan flexible como ligero, de paso suave, parecía completamente dueño de sí mismo…

La llovizna, cada vez más gruesa, va tejiendo una tupida red. El chico abre con cierto apresuramiento el paraguas que llevaba bajo el brazo y acelera el paso.

Yo ignoraba de dónde era, y tampoco conocía su nombre, sólo sabía que estudiaba en la facultad de Periodismo. Desde el día en que lo vi descargando muebles, no cesé de buscar ocasiones de cruzarme con él. Solía acechar la llegada del autobús. Inventaba una casualidad inexistente, y, de improviso, surgía el encuentro. ¿Es éste el autobús de San Sebastián? La sangre agolpándoseme en el cerebro, el corazón a punto de estallar. Sudor. Al cruzarnos, nos saludábamos. Siempre sin palabras. Un leve gesto con la cabeza, una tímida sonrisa recíproca, nada más.

Nada más: es decir, el vacío interior que me dejaba el arrepentimiento por no haberme atrevido a nada más.

No es posible comparar el vacío que sentí al ver al chico que se me acercaba casi corriendo y con el paraguas abierto y el que me había dejado el muerto. El chico, junto con el vértigo, me dejaba también la agridulce esperanza de llenar el vacío. El vacío que me dejaba el muerto era muy distinto, casi opuesto: nada en la nada.

De pronto, me doy cuenta de que estoy a punto de cruzarme con él. La lluvia ya es muy gruesa, y cae insaciable, como si el cielo quisiera vaciarse.

¡No, por favor, ahora no!

Me he puesto la bolsa de los libros sobre la cabeza, y he simulado no verlo al cruzarme con él. Ni lo he mirado, a pesar de que me ha parecido que levantaba el paraguas no sé si con intención de saludarme o de ofrecerme protección. No le he dirigido ni el más leve gesto.

Un rayo ilumina el manto de agua. Siento el chapoteo de sus pasos al alejarse. Parece que no me ha reconocido. Siento un inmenso alivio.