Para Diego, Federico
y
Lolita y mis nietos

GUADALUPE LOAEZA POR ELENA PONIATOWSKA


¿Quién examina a los yupis, a los fresas, a las niñas de la Ibero, a las que traen una bolsa Hermès, un traje Chanel, un perfume Dior y se derrumban como la Cenicienta después de las doce de la noche porque en vez de Nueva York dicen Nueva Yor? ¿Quién camina con zapatos Gucci y llega tarde a presentaciones y conferencias y se conquista al público obviamente guadalupano con su intervención graciosa y desparpajada? ¿Quién se peina como un paje y siempre tiene una palabra de trigo rubio para los demás? Es fácil adivinar que se trata de Guadalupe Loaeza que ahí viene corriendo estupendamente vestida, llena de proyectos y de entusiasmos, envuelta en las noches tibias y calladas de Veracruz, el hastío es pavorreal que se aburre de luz por la tarde y Granada, tierra soñada por mí, aunque en el caso de Lupita, Granada sería París porque, Caballero de la Legión de Honor, no hay mexicana más devota de Francia que ella, después de Charles Trenet (claro, exagero, pero Guadalupe incita a los excesos).

Abre todas las puertas, sube a montañas y picos nevados, atraviesa precipicios y glaciares con una sonrisa juguetona, arenga a las multitudes para convertirse en su representante y luego se va al salón de belleza a que le pinten las uñas de los pies. Compra demasiado, es excesiva, cena a la luz de la luna en el restaurante de El Lago, corre a Cuernavaca a encerrarse a terminar su último libro porque ya el editor anda tras de ella, vende mucho, se expone mucho, llora porque México no es una democracia, tiene puerta abierta a la oficina de Marcelo Ebrard y le habla en francés, le da indicaciones a Andrés Manuel López Obrador para sus giras y sus discursos, felicita a Obama y de haber llegado a la cámara habría entrenado a senadores y diputados en el Manual de Carreño que ella sustituyó por el “Manual de la gente bien”, y nos habría evitado espectáculos bochornosos y gritos de mala educación. A pesar de no tener barba ni anteojos, ni ser académica, es ya una autoridad en los usos y costumbres del México que antes aparecía en la revista Social y terminó durmiendo en la cárcel de Almoloya.

Las niñas bien salieron a la calle en 1987 pero ya Guadalupe Loaeza tenía más de cuatro años analizándolas en sus artículos, primero en unomásuno y luego en La Jornada. Guadalupe las sacó de Las Lomas, de San Ángel y las catalogó: niña bien fresa, niña bien, universitaria, niña bien pobretona pero con tipo de gente decente, niña bien hija de político, altanera y déspota con sus guaruras. Las “niñas bien” se ofendieron, sus papás se enojaron, los lectores se regocijaron. Por fin una visión crítica, fresca y original de quienes figuraban en la sección de “Sociales” que los domingos se transformaba en “Ensalada Popoff”. Hasta entonces, a los “Trescientos y algunos más” los retrataban con mucho comedimiento los cronistas de las páginas de “Sociales” de los cuatro grandes periódicos: El Universal, Excélsior, Novedades, y el más gobiernista de todos El Nacional. Las crónicas eran anodinas y elegiacas, el Duque de Otranto, Carlos León, Agustín Barrios Gómez, Rosario Sansores, Armando Valdés Peza, reflejaban en sus reseñas un mundo plateado como la cubierta de la revista Social. Guadalupe Loaeza invirtió los términos e hincó su ingenio y su capacidad de observación en las mejillas sonrosadas de festejadas y consumistas y su análisis resultó demoledor porque era juez y parte, es decir, escribía desde adentro y enjuiciaba a su propio mundo.

Lola Tovar, mamá de Guadalupe, decía que la vida es de los audaces y les enseñó a sus ocho hijos a creer en sí mismos y a atreverse. Guadalupe se lanzó, no le importaron los frentazos, el rechazo de su propia familia, la competencia, las misivas demoledoras, los insultos. Dominó su miedo, recorrió noches de insomnio, días y tardes de esfuerzo, se atoró en los embotellamientos, escribió contra el reloj, leyó y tomó notas. Ridiculizó. Ningún obstáculo la arredró hasta volverse capaz, en 2002, de pasarse cinco días en la sierra de Chiapas esperando una entrevista con el subcomandante Marcos y abrazarlo durante cinco horas sin que él se sacara la pipa de la boca. Expuesta a todos los vientos, sus amigos fueron el expresidente José López Portillo que además era su pariente, Cuauhtémoc Cárdenas, Amalia García, Carlos Fuentes, Francisco Martín Moreno, Fidel Herrera Beltrán, Humberto Mussachio, Lino Korrodi, Elena Cepeda, Pedro Friedeberg, Antonio Saldívar, Philippe Faure —el embajador de Francia—, Los Tigres del Norte, que hoy le cantan las mañanitas cada 12 de diciembre. Agustín Lara le cantó al oído y se acostumbró a que todos volvieran la cabeza al verla entrar. La vida la premió, desde Diego, Federico y Lolita, sus tres hijos, hasta Enrique, su pareja que la complementa y la venera.

Desde que se inició en el periodismo, sus hijos fueron sus cómplices y sus fans. Lolita, niña de tobilleras y trenzas rubias, la apuraba a que escribiera: “Mamá, no has hecho tu artículo y ya es muy tarde”, Federico la asesoró en todo en su campaña como candidata a diputada del PRD, Diego es su máxima inspiración. Los tres son humoristas como ella y recurren mucho a la risa y a la sonrisa que a ella le caracteriza y la ha hecho célebre. Su ironía, su ingenio deleitarían a Winston Churchill y a Bernard Shaw y esto no es poco decir. Guadalupe actúa sus escritos, los representa en el escenario, ríe, llora y grita, es la protagonista de cada una de sus palabras. Cuando se aburre de escuchar a gente que repite el guión dictado por las buenas maneras o la clase social a la que pertenece echa una gota de nitroglicerina para cambiar la placidez de los rostros. Todo lo incendia.

Guadalupe puede permitirse escribir sobre cosas frívolas o sin ninguna trascendencia y darle un enfoque que lo vuelve trascendente y festivo. Su estilo desenfadado y coloquial proviene de su formación autodidacta y sus recursos que son la imaginación y la frescura, hacen que miles de lectores la sigan, la busquen, la llamen por teléfono, le escriban. Los editorialistas suelen ser solemnes y analíticos, Guadalupe es el otro lado de la medalla y los que se graduaron en Harvard o en Yale se quedan con un palmo de narices. La candidez de sus primeros artículos todavía desarma al crítico más fiero. Comparte con Germán Dehesa la devoción de los lectores y la de todas las mujeres de clase media y alta de México. Al igual que Dehesa, mecanografía sus avatares y su inmensa esperanza. Impulsiva, generosa, la carga emotiva de Guadalupe sólo puede compararse con su carga física ya que corre de un lado a otro y se obliga a escuchar y quedarse quieta durante reuniones interminables, el ritornello de lamentaciones y propuestas, como le sucedió durante su candidatura a diputada del PRD. Allí sí que se puso al servicio de una causa embriagante: la de los demás. Ningún obstáculo la arredró y recorrió al lado de la magnífica Alejandra Frausto plazas y calles, mercados y estadios en vez de regresar a la protección de su casa.

Al periodismo mexicano, Guadalupe le aportó un estilo desenfadado, antisolemne y le dio importancia a lo que aparentemente no importa: las hombreras, las medias negras, los anteojos para el sol, los vestidos y los zapatos, el perfume y los polvos de arroz, los sacadólares y la depilación de las cejas. Salió a la pública palestra a romper esquemas establecidos, irritó y llamó la atención. Rosario Castellanos era una humorista en su conversación pero no lo era en su literatura. María Lombardo de Caso, esposa de Alfonso Caso, pudo ser la Jorge Ibargüengoitia femenina pero su célebre marido la tragó y la encerró en la tumba 7 de Monte Albán. Guadalupe le dio un enfoque tan diferente a lo que suele leerse, que Las niñas bien sigue siendo, después de un cuarto de siglo, un verdadero triunfo. Guadalupe gusta mucho, la gente la llama mucho, le escribe mucho al periódico Reforma. Su contraparte, a quien llama Sofía y con la que dialoga de día y de noche, puede estar muy orgullosa. Siempre hay una intención en lo que ella escribe, no esconde nada, es muy clara y eso el lector lo agradece. Dentro del periodismo, siempre lleno de malas intenciones, Guadalupe es un soplo de aire fresco, un ramo de alcatraces, una ollita de barro de caldo de camarón que se ofrece como aperitivo, un buen tequila, y la certeza de un diálogo dadivoso y espléndido.

¿TE ACUERDAS, SOFÍA?


Sí, lo recuerdo per-fec-to, viene a mi memoria la película completa y a todo color… Era la última década del siglo XX, una época que hizo vibrar a las niñas bien. Fueron los años más importantes para los yuppies y los juniors: por fin llegaban la globalización y… ¡las drogas!, las procesadas, claro… algo raro para nosotras, como de ciencia ficción. Era como estar dentro de un film de Tarantino. Nunca pensé —y muchas niñas bien de mi generación tampoco lo imaginaron— que después de la Maryjane (como llamaban sutilmente a la marihuana en la época de los beatniks) y el peyote aparecieran drogas sintéticas, hechas en fábricas clandestinas y con efectos mucho más fuertes que las otras.

Fueron los últimos años del siglo XX, la década que sellaría el milenio más interesante en cuanto al desarrollo del hombre, la ciencia, la sociedad, las tecnologías y la economía mundial.

En los años noventa, Sofía, que siempre ha querido conservar su espíritu avant-garde, era la que más me empujaba a estar atenta a cuanto sucedía en el mundo. Ella me hacía interesarme por las novedades y los temas que se discutían en otros círculos, donde conocí intelectuales, a los nuevos escritores, los nuevos ricos, las boutiques recién inauguradas en Presidente Masaryk (nuestro Rodeo Drive), los nuevos anticonceptivos, el avance en la medicina y los nuevos retos para el siglo XXI.

Era el tiempo de la crisis económica que a toda niña bien le había pegado en los ochenta. Entonces resultaba muy chic referirse al outlet, las tiendas que acababan de surgir en Estados Unidos con ropa de marca fuera de temporada.

¿Te acuerdas, Sofía, cómo me regañabas porque no me quería caer el veinte de nuestras crisis y te la pasabas quejándote de mi compulsiva forma de gastar?… Pero yo hacía, y sigo haciendo oídos sordos; mi consigna predilecta, desafortunadamente, continúa siendo: “Compro, luego existo”.

Compraba y compraba y me sentía la niña bien, globalizada. Era emocionante ser parte del final de un siglo. “Tenía un aire esperanzado y misterioso”, habría dicho uno de tus autores preferidos, especializados en literatura ecológica, que tanto se puso de moda en esa década.

¿Te acuerdas, Sofía? Habías comenzado evitando el consumo de ciertas especies catalogadas en vías de extinción o en reserva. Luego empezaste a comprar todos tus productos orgánicos. Tenías una hortaliza en tu terraza. Usabas cremas de pepino, shampoo de sábila, lavabas con detergentes biodegradables, insistías en recomendarles a tus nueras los pañales de tela y te polveabas el rostro con harina de arroz. Dejaste de comer pollo y carne, y comenzaste a consumir más nueces, frutas, verduras de la estación y arroz integral.

Era el último respiro del siglo XX. Se empezaban a publicar autobiografías de mujeres; la nueva ola femenina en primera persona. Así te referías tú, Sofía, a esa generación que había tomado las páginas de los periódicos y revistas para hablar de los temas que les preocupaban como mamás, esposas, mujeres trabajadoras e incluso como activistas sociales y políticas. Querías formar una ONG, “para politizar a las niñas bien”. Pasabas horas leyendo la Constitución y a tus amigos intelectuales les preguntabas con aire cándido: “Ay, qué onda con México. ¿Por qué nunca salimos adelante?”.

En Estados Unidos habían dejado atrás las novelas de Faulkner, Fitzgerald, Hemingway y Steinbeck para darle paso a los temas de los yuppies extremosos, a los jóvenes urbanos deprimidos, desesperanzados, psicóticos, dueños de un montón de cosas menos de ellos mismos; jóvenes para los que el futuro sería aún peor de lo que expresaban: la Generación X.

¿Te acuerdas, Sofía?… Tú, que fuiste mi musa para escribir la primera mirada de las niñas bien, en 1985. Tú, Sofía, que me llevaste a observarlas, con esa mirada crítica, a ellas, a las que vivían en una jaula de oro pendiente de un balcón; tú fuiste la que me asomó a otras realidades: las causas justas, la democracia, la lucha de las mujeres en el poder… Fuimos juntas a manifestaciones. Mandábamos cartas de protesta a la sección de correo en los periódicos. Nos aprendimos de memoria los poemas de Sabines. Íbamos al Bar León y a la Cueva de Amparo Montes.

¡¿Te das cuenta de que han pasado veinticinco años?! Dos décadas y media. Cinco lustros. ¡Toda una generación! Y te confieso que muchas de esas niñas bien no han cambiado en absoluto. Conservan la misma esencia, se siguen sintiendo las dueñas del mundo, de un mundo virtual pero totalmente deteriorado. A pesar de ello, la vida de muchas dio un giro de ciento ochenta grados gracias a La píldora, el divorcio, el psicoanálisis, el aborto y la reeducación recibida por parte de sus hijos.

Sí, Sofía, muchas, las más jóvenes, empezaron a abortar de forma clandestina. No querían que su vida se truncara a los veintidós años.

Como en cualquier final de siglo, teníamos una nueva forma de nombrar a la generación que cruzaría el milenio con la tecnología en sus manos. Nadie sabía si las “personas X” lo eran por su carácter desenfadado y las consecuencias de ser hijos del divorcio y las tachas, o si se adaptaban un way of life que suponían original y auténtico, porque era el discurso noventero del siglo pasado: ser niños y niñas bien originales, bien y auténticos.

Esos niños bien, producto de los divorcios y la vida solitaria; los que probaron —antes de los quince años— sus primeras drogas sintéticas, pertenecían a una generación que se estaba documentando en la literatura gringa. Douglas Coupland acababa de publicar un libro llamado Generación X. Los jóvenes mexicanos comenzaron a devorarlo, especialmente los de la Universidad Anáhuac (oh!, my god, ¿do you remember al padre Maciel con sus alumnos abusados?).

Acerca de esta lectura hubo diferentes reacciones; no faltaron los asombrados, los incrédulos que no aceptaban que esos mismos niños bien eran los protagonistas del mundo de las drogas sintéticas que modificaron el siglo XX y nos sumieron en crisis e inseguridades cuyas consecuencias hoy estamos pagando: ¡el narcomenudeo!

La Generación X recibía la herencia de sus padres: una mirada —presente y futura— de incertidumbre, desencanto, inseguridad, miedo, confusión y ausencia. Vivíamos una era de conflictos asfixiante. Sofía, ¿cómo olvidar tus depresiones; cómo olvidar la época en que se te vino el mundo encima cuando tu hijo mayor te anunció que se divorciaría; tus idas y venidas con los psiquiatras; cómo dejar de lado esos periodos en que tus problemas existenciales oscilaban entre que te divorciabas, tenías un amante o te hacías un lifting?

Fue el cierre de un siglo del que nadie nos advirtió que tendría tantos cambios. A veces, tú, Sofía, me decías, muy serena, que era pasajero. “No te azotes. ¿Por qué no piensas en lo que solía decirse Scarlett O’Hara, la heroína de Lo que el viento se llevó: I’ll think about it tomorrow…? Cada día tiene su propio afán…”.

Un buen día nos despertamos con el nacimiento de la generación In: incomprendida, independiente, incierta, insatisfecha, inestable, insoportable, inesperada, inacabada, inmadura, indiferente, inexpresiva, inagotable, insumisa… en una palabra, infeliz. He allí la generación Indi. Un siglo que se abría para las niñas y los niños bien con la esperanza de encontrarse en una aldea global que los identificara y, a la vez, los diferenciara. Una sociedad más incluyente toda vez que más diversificada en sus expresiones.

Era el nuevo siglo, Sofía, el que imaginamos durante aquellas larguísimas conversaciones en nuestros primeros celulares. Afortunadamente, llegó la computadora y empezaron tus mails, siempre llenos de anécdotas de algunas de tus amigas azotadas, divorciadas, gastadas, amargadas, golpeadas, restiradas, endeudadas y muy enojadas con la vida. La mayoría vivía perennemente nerviosa, fingiendo que no pasaba nada, a pesar de que sus hijos estaban internados en Oceánica. Todo eso nos pasó… ¿Te acuerdas, Sofía, que juntas compartimos momentos crudos de esa otra realidad milenaria: tu divorcio y el mío; tu hija anoréxica y la mía, bulímica; tu hijo gay, y el mío obsesionado con hacerla en la vida; tu exmarido vuelto a casar dos veces y con hijos con cada mujer; y el mío, que ya no quería saber nada de mí; tus dietas, que siempre rompías, y mi obsesión por conservarme eternamente joven?

¡Feliz nuevo siglo, doctor Consumo!

¿Te acuerdas, Sofía, que un día te escribí un correo en el que te decía que había visto un anuncio del Palacio de Hierro con el que me identifiqué plenamente? “Ningún terapeuta sabe del poder curativo de un vestido nuevo”, decía la campaña. Ese lema se designó para inaugurar el siglo XXI. Tú y yo fuimos una síntesis de las “marcas”, de la firmas, tratamos de huir de los productos pirata, de las imitaciones. Recuerdo que tu primer pleito durísimo con tu marido fue cuando te regaló una vil copia de Louis Vuitton, made in China. Te ofendió tanto que no le hablaste en tres días. En esa época yo no dormía, preocupada por mis tarjetas de crédito. Pasaba horas consumiendo de todo, buscando nuevas formas de hacer del pago a meses, sin intereses, mi aliado. Vivía con los catálogos en la bolsa, y a la mínima provocación quería compartirlos contigo para elegir mi próxima compra. ¡Con cuánta facilidad me evadía! Sentía que me curaba de un eterno malestar. Como bien dice la artista del performance mexicano, Astrid Hadad: “Estamos en este mundo para el shopping”. Así lo entendí, y lo defendí a toda prueba de tarjetas de crédito. Había momentos en que me sentía metida en uno de esos cuadros de abstracción geométrica de Pedro Friedeberg. Me veía subiendo y bajando escaleras sin fin. Corría por laberintos interminables. Aparecían por doquier pequeñas manos, indicándome, señalándome, todas diferentes y totalmente opuestas. “¿Qué camino debo tomar?”, me preguntaba en mis noches de insomnio. Todo me parecía una confusión como las de Friedeberg, ¡impecable!

¿Sabías, Sofía, que tú y yo representamos el siglo más consumista de la historia del planeta Tierra? Según un informe de Eurostaf, publicado en Forbes, al cierre del siglo XX surgió un mercado mundial para inaugurar el año 2000. ¿Sabes cuánto se gastó en festejos?: 590 millares de francos, o sea, 90 mil millones de euros; es decir, ¡el mundo entero se compró un atuendo milenario para recibir al siglo XXI!… Qué felices se ponían las niñas bien cada vez que estrenaban en París, en Estados Unidos y hasta en Santa Fe; era como un lujo curativo. Lástima que Freud nunca pudo explicar el poder curativo de estrenar. Es evidente que el padre del psicoanálisis jamás supo del milagro que significa ser dueña de la tarjeta American Express, “la llave del mundo”. No, el doctor Freud nunca entendió el bendito poder que da la firma, que libera tensiones cuando salimos de la tienda, imaginando cómo nos veremos en la comida con ese vestido nuevo o los zapatos que hacen juego con la bolsa y el collar. Lástima, de lo que se perdió…

“Para muchas, el lujo rompió la lógica animal del cazador y recolector de la era de las tabernas”, me dijo Sofía, al evocar las tesis de nuestro filósofo consentido, Gilles Lipovetsky. Estábamos en el aeropuerto, perdiendo tiempo para abordar el avión rumbo a la feria de Guadalajara. La escuchaba mientras me probaba frente al espejo una mascada Hermès (gracias a estos viajecitos al interior de la república y a la impuntualidad de los vuelos nacionales… y a seis meses sin intereses, me he hecho de una amplia y envidiable colección de mascadas de esa marca francesa). “No se te ve nada mal…”, dijo con un aire de indiferencia, sin poder evitar la llamada “mordida de la envidia”. Con un leve rictus en la boca, agregó: “Esta mascada que te estás probando, no vale por el costo; sino por el orgullo que te provoca poder comprarla… Gastas demasiado, Guadalupe”. No me gustó su comentario, en particular el tono que había empleado. “¿Sabías que mi consumo es parte de mi equilibrio?” Me miró con un aire burlón y añadió: “¡Ay, pues, qué desequilibrada eres!”. De puritito coraje, me compré dos mascadas, una grande y una más pequeña, plisadita para el cuello.

Al siglo XX le aprendimos que el lujo tiene el espíritu de intercambio de prestigio, de necesidad de derroche, de voluptuosidad acompañada de anorexia corporal. Paradójicamente, si el lujo es derroche, los cuerpos ahora son excesivo ahorro: ¡talla cero! La misma que usa la niña bien lujosa y milenaria.

Por todo lo anterior, habría que exclamar: ¡Feliz nuevo siglo, doctor Consumo! Pienso en lo religiosamente terapéutico que resultó el siglo XX para el consumo de los artículos de lujo. Yo me daba el lujo de pensar en ello, a la vez que pensaba en los lujos que muchas niñas bien se daban en sus ideologías, ya en pleno siglo XXI: el lujo de descalificar las diferencias, el lujo de no votar (los obsesivos discursos de Sofía por el voto nulo), el lujo de ser intolerantes, el lujo de discriminar, el lujo de mentirle a un pueblo, el lujo de no respetar el voto ni los semáforos en rojo, el lujo de abusar, el lujo de ocultar y desinformar, el lujo de estacionarse en doble fila, el lujo de censurar el cuerpo y la individualidad… el style life de los noventa y el siglo XXI. “¡Feliz nuevo siglo, doctor Freud!”, diría Sabina Berman (obra de teatro que, por cierto, Sofía nunca fue a ver). La entrada del nuevo siglo estaba anticipando que seríamos niños y niñas bien milenarias, bien consumidoras de otras ideologías y formas de convivir.

Acuérdate, Sofía, que nosotras fuimos niñas bien, pero del siglo pasado, es decir, de otra generación y otro tiempo, de otra sociedad y otras formas de consumo. De alguna manera, el shopping nos unió, diferenció y determinó. Queramos o no, debemos adaptarnos a otro mundo, con otros valores, otros puntos de vistas, otro vocabulario y otra manera de vivir. Ya no existen los pecados ni los remordimientos. Ahora todo se vale. Todo el mundo hace lo que se le da la gana. Vivimos en otro México, mucho más complejo y desigual. Vivimos aterradas, soñando con tener un coche blindado. Vivimos a crédito. Vivimos reinventándonos diariamente. Creemos en todo y en nada. Debemos sentirnos orgullosas de ser testigos de la llegada del nuevo siglo. Tenemos muchas cosas que contarles a nuestros nietos. ¿Querrán escucharnos?

Por último, quiero decirte cuán agradecida estoy contigo. Te debo mi otra mirada hacia la nueva generación de los niños y las niñas bien. Por ello, quiero dedicarte este libro. Las niñas bien celebra veinticinco años de nuestras mutuas obsesiones. Veinticinco años de nuestras pulsiones recurrentes. Veinticinco años del primer artículo que se publicó en el periódico unomásuno, titulado “Con el alma en un hilo”, para el que también me asesoraste. Qué tiempos aquellos, porque ni tú ni yo sabíamos en qué nos íbamos a convertir… es decir, en unas abuelas, que ya no son ni tan niñas ni tan bien…