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Frank MacShane (1929-1999) cursó estudios universitarios en Harvard, obtuvo un máster en Yale y un doctorado en Oxford en 1955. Fue profesor en Hotchkiss School, en Vassar College, en la Universidad de California en Berkeley y en Williams College. En 1967 fundó el Departamento de posgrado de escritura creativa en la Universidad de Columbia y es ampliamente reconocido como uno de los primeros académicos en estudiar Raymond Chandler y su obra. Para MacShane, Raymond Chandler era más que un escritor de misterio y novela negra, ya que marcó un estilo literario propio y fue un gran observador del estilo de vida norteamericano.

Raymond Chandler fue, junto con Dashiell Hammett, el renovador y el maestro indiscutido del género policiaco. Sus siete novelas tienen una categoría literaria sorprendente en un campo en el que nadie, hasta aquel momento, esperaba calidad. Y es que Chandler era, ante todo, un escritor inteligente.

Despedido de su empleo como ejecutivo de una compañía petrolera por su afición a la bebida, el hombre que reveló el lado oscuro de la opulenta sociedad californiana en novelas como El sueño eterno, La ventana siniestra y El largo adiós no empezó a escribir hasta los cuarenta y cuatro años. Poco tiempo después, el detective Philip Marlowe, héroe de sus novelas, había conquistado al público de todo el mundo. Pero Chandler no se dejó seducir por el éxito: junto con su esposa Cissy —casi veinte años mayor que él— llevó una vida de insólito aislamiento. Por ello, porque muy poco se había sabido de Chandler hasta el momento, es especialmente interesante el estudio de Frank MacShane, basado en el testimonio de quienes conocieron al gran escritor, en su correspondencia y en sus textos inéditos.

LA VIDA DE RAYMOND CHANDLER

Frank MacShane

Traducción de Pilar Giralt

Prólogo de Àlex Martín Escribà y Jordi Canal i Artigas

Epílogo de Lorenzo Silva

 

 

 

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Primera edición en esta colección: Editorial Alrevés, 2017

Para Josep Forment, siempre con nosotros

www.alreveseditorial.com

© Fotografía de la portada: Getty Images

Este libro ha contado con la colaboración de los siguientes festivales de novela negra: Getafe Negro; Granada Noir; Las Casas Ahorcadas; Pamplona Negra; Salamanca Novela y Cine Negro; y Valencia Negra.

Producción del ebook: booqlab.com

 

 

 

 

A Lynn y Nicholas

ÍNDICE

Prólogo: Raymond Chandler estuvo aquí

Nota del autor

De Nebraska a Dulwich

El regreso a América

Black Mask

El sueño eterno

La ley está donde la compras

El cementerio dorado

El suburbio reacio

Sin tercer acto

El largo adiós

Nocturno

De vez en cuando y para siempre

Bibliografía y filmografía de Raymond Chandler

Notas

Epílogo: Pasión y humildad

RAYMOND CHANDLER ESTUVO AQUÍ

Su nombre se asocia al gran detective de ficción por antonomasia, con permiso —claro está— del Sherlock Holmes de Arthur Conan Doyle. Convertido en la actualidad en un arquetipo literario y cinematográfico, fruto de numerosas reescrituras y franquicias literarias, es el investigador de novela negra más citado —que no leído— de todos los tiempos.

Bastaron siete novelas completas y algunos relatos para alcanzar un éxito sin precedentes: heredero del caballero andante y del cowboy, solitario y justiciero, Philip Marlowe sacó licencia como detective privado después de ser expulsado del cuerpo policial por insubordinación. Cínico, duro, irónico y sentimental, se mueve como pez en el agua en las sórdidas calles de Los Ángeles, donde traza una completa crónica de la sociedad norteamericana de los años cuarenta y cincuenta. En definitiva, unas novelas narradas en primera persona, con diálogos chispeantes, que mostraron un mundo corrupto e hipócrita, cuya podredumbre moral crece a medida que avanzan sus investigaciones. En ese viaje al infierno, el detective parece solo estar a salvo en su viejo despacho destartalado o consumiendo bebidas alcohólicas y recordando a rubias antológicas.

Para poder entender la esencia de este personaje de ficción es necesario conocer bien a su creador. Bajo el título La vida de Raymond Chandler (1976), firmado por el prestigioso crítico y escritor Frank MacShane (1929-1999), y publicado en España en 1977 por la editorial Bruguera con espléndida traducción de Pilar Giralt y ahora reeditado por Alrevés, el lector tiene entre manos la primera1 y excelente biografía creada a partir de testimonios directos y abundante documentación, manuscritos y correspondencia de Chandler que le permitirá entender la excéntrica vida de un escritor que se crio en Inglaterra pero que supo captar el espíritu californiano como pocos lo han hecho. Hombre de carácter huraño y solitario, depresivo, mujeriego, adicto al alcohol, tuvo una vida repleta de sucesos e incidentes de todo tipo: abandonado por su padre, casado con una mujer dieciocho años mayor que él, despedido traumáticamente de una compañía petrolera, tuvo que realizar diferentes oficios antes de poderse dedicar a la escritura con casi cincuenta años.

Un libro que nos cuenta también sus inicios literarios, su paso por emblemáticos pulp magazines como Black Mask y Dime Detective, la canibalización de algunos de sus relatos para la escritura de las novelas, sus encuentros y desencuentros con escritores de la talla de Dashiell Hammett o James M. Cain, o los interesantes procesos de las adaptaciones cinematográficas de algunas de sus obras y su doloroso paso por Hollywood como guionista.

En definitiva, una biografía necesaria y de referencia que —si nos lo permiten— deben complementarse con dos imprescindibles ensayos más, que todo amante de Raymond Chandler debería conocer. Primero, El simple arte de matar, un excelente tratado que permite revisar los arquetipos universales del escritor —donde critica el mal estilo de sus colegas—, define el rol del detective privado y plantea las necesarias fórmulas sobre cómo escribir novelas duras y realistas. El segundo, su extensa correspondencia publicada en El simple arte de escribir, una sucesión de cartas y contradicciones del escritor con la industria del cine, además de las siempre difíciles y conflictivas relaciones que mantuvo con editores, agentes y abogados.

No les entretenemos más. Pasen y lean. El libro que se disponen a leer supone un retrato exhaustivo de un escritor que, entre muchas otras facetas, creó a uno de los detectives más universales de todos los tiempos. Para comprobar y entender su repercusión, pregunten a los lectores más ávidos o simplemente lean a la mayoría de los investigadores actuales. Observarán cómo todos ellos son, en mayor o menor medida, hijos de Philip Marlowe… porque, no lo duden, Raymond Chandler estuvo aquí.

ÀLEX MARTÍN ESCRIBÀ

JORDI CANAL I ARTIGAS

 

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1 Más tarde han aparecido otras biografías, entre las que cabe destacar Raymond Chandler: A Biography (1997), de Tom Hiney; The Long Embrace: Raymond Chandler and the Woman He Loved (2007), de Judith Freeman; o The Life of Raymond Chandler (2012), de Tom Williams.

NOTA DEL AUTOR

Lo primero que me gustaría decir es que en este libro trato a Raymond Chandler como novelista y no simplemente como un escritor de relatos policíacos. Así es como Chandler se veía a sí mismo y con razón. Por consiguiente, exceptuando las referencias necesarias a la literatura sobre el crimen y a la relación de Chandler con dicha literatura, este libro no contiene una consideración extensa de escritores de novelas detectivescas pasados o presentes, aparte del propio Chandler.

En la medida de lo posible he intentado que sea Chandler quien cuente su propia historia y me he remitido con frecuencia a los centenares de cartas que dejó escritas. En las notas del final del libro cito las cartas individualmente y describo su fuente y grado de fiabilidad. Con objeto de que el libro sea lo más ameno posible, no indico las omisiones en los pasajes citados, pero no he desvirtuado en modo alguno la intención del autor. Las únicas omisiones son pasajes irrelevantes para el propósito principal de la cita.

Los orígenes de este libro se remontan a 1961, cuando yo vivía en California. Alguien dijo: «Si quieres saber cómo es California, lee a Raymond Chandler». Así lo hice, y enseguida se despertó mi entusiasmo. El momento no era oportuno para una biografía de Chandler, pero posteriormente la señora Helga Greene, heredera y albacea de Chandler, y su hijo, Graham Carleton Greene, me propusieron que escribiera este libro. La señora Greene me dio acceso a todos los papeles, manuscritos y cartas de Chandler, así como a las fotografías de que disponía, y me prestó la mayor parte de todo ello mientras trabajaba en el libro. También invirtió mucho tiempo en hablarme y prestarme la ayuda que necesitaba. Su socia, Kathrine Sorley Walker, coeditora de Raymond Chandler Speaking, fue asimismo muy generosa con su tiempo. El libro en su forma presente no podría haber sido escrito sin su ayuda.

En segundo lugar, deseo agradecer a los editores ingleses de Chandler, Hamish Hamilton y Roger Machell de Hamish Hamilton, Ltd., que me permitieran tener a mano el archivo de su correspondencia con Chandler entre 1939 y 1959. También deseo agradecer a mi agente, Carl Brandt, que me dejara disponer de todo el archivo Chandler de Brandt y Brandt, que incluye una extensa correspondencia entre Chandler y su padre, y entre Chandler y Bernice Baumgarten.

Deseo expresar mi gratitud a las numerosas entidades y a las personas de dichas entidades que me ayudaron a reunir información sobre Chandler. En particular, quiero dar las gracias al administrador de National Banks de Washington; a la Oficina de Archivos del Almirantazgo de Londres; al Alleyn Club y a su secretario, señor T. E. Priest; a la Academia Americana de Artes y Ciencias Cinematográficas; al Atlantic Monthly; al Banco de Montreal y a su archivero, señor Freeman Clowery; a la señorita Pamela Döerr, del Barclays Bank de San Francisco; a la Biblioteca Mugar de la Universidad de Boston; al Museo Británico; a la señorita Mary Esworthy del Civil Service Commission; al Daily Express; al Dulwich College y a su bibliotecario, señor Austin Hall; a Houghton Mifflin and Company y, en particular, a la señora Ellen Joseph, señor David Harris y señor Austin Olney; a la Biblioteca Houghton de la Universidad de Harvard; a Alfred Knopf, Inc., y sobre todo al señor William Koshland; a la señorita Elfrieda Lang y al señor William Cagle, de la Biblioteca Lilly de la Universidad de Indiana; al Ministerio de Defensa de Londres; al Air Historical Branch (RAF); al Servicio de Información del Ministerio de Defensa Nacional de Ottawa; al señor F. J. Dallett, de los Archivos de la Universidad de Pennsylvania; a Archivos Públicos de Canadá; al muy reverendo Howard Lee Wilson, deán de la catedral de St. Matthew de Laramie, Wyoming; al Screen Actors Guild; a la Research Library de la Universidad de Los Ángeles de California y, en especial, a la señorita Hilda Bohene y los señores James Mink y Brooke Whiting, del Departamento de Colecciones Especiales; al señor David Farmer y al Humanities Research Center de la Universidad de Texas; a Universal City Studios, Inc.; al señor Alan Rivkin y otros de la junta del Writers Guild; y a la señora Judith Feiffer y señor Mort Lichter, de Warner Brothers.

También me gustaría dar las gracias a las numerosas personas que se tomaron la molestia de escribirme acerca de Raymond Chandler o de contestar preguntas personalmente. Estoy reconocido en especial a la señora Vera Adams, señora Ruth Babcock, señora Kay West Becket, señora de Nicolas Bentley, señorita Leigh Brackett, señora Ruth A. Cutten, señorita Jean de Leon, señorita Dorothy Gardiner, señora Jean Bethel (Erie Stanley) Gardner, doctora Evelyn Hooker, señora Juanita Messick, señora Ruth Morse, señora Marian Murray, señora Sonia Orwell, señorita Dilys Powell, señorita Jocelyn Rickards, señora Meta Rosenberg, señora Hana M. Shaw, señora Katherine Sistrom, señora Stephen Spender, señora Marjorie Suman, señorita Jessica Tyndale, señores John McClelland Abrams, Eric Ambler, Dwight Babcock, W. T. Ballard, Nicolas Bentley, Walter Bruington, James M. Cain, Teet Carle, Edgar Carter, Whitfield Cook, George Harmon Coxe, Keith Deutsch, Ernest L. Dolley y señora Dolley, señores Patrick Doncaster, William Dozier, Philip Durham, William E. Durham, José Ferrer, Steve Fisher, James M. Fox, Frank Francis, Philip Gaskell, William Gault, Michael Gilbert, Maurice Guinness, E. T. Guymon Jr., John Houseman, Christopher Isherwood, Jonatham Latimer, Gene Levitt, doctor Paul E. Lloyd, señores Daniel Mainwaring, Kenneth Millar, Robert Montgomery, Neil Morgan, E. Jack Neuman, Lloyd Nolan, Frank Norman, sir Alwyne Ogden, doctor Solon Palmer, señores Eric Partridge, S. J. Perelman, George Peterson, Milton Philleo y señora Philleo, señores Robert Presnell Jr., J. B. Priestley, Steve Race, James Sandoe, Joseph T. Shaw, doctor Francis Smith, señores H. Allen Smith, H. N. Swanson, Julian Symons, Cecil V. Thornton, Harry Tugend, Irving Wallace, Dale Warren, Hillary Waugh, Billy Wilder, Maxwell Wilkinson, Prentice Winchell, John Woolfenden, Leroy Wright y el difunto sir P. G. Wodehouse.

Otros me han ayudado de diversas maneras, y me gustaría darles las gracias por su cortesía y eficaz asistencia: señora D. Beach, señorita Patricia Blake, señora Bernice Baumgarten Cozzens, señorita Patricia Highsmith, señorita Barbara Howes, señora de John Steinbeck, señores Michael Avallone, Jacques Barzun, J. Frank Beaman, Harry Boardman, Carl Brandt, Richard S. Bright, Pliny Castanian, Howard Dattan, comandante A. R. Davis, señores Michael Desilets, Digby Diehl, Osborn Elliott, John Engstead, Donald Gallup, Arnold Gingrich, Hercule Haussmann-Smith, Dan Hilman, Alfred Hitchcock, E. J. Kahn Jr., Jascha Kessler, David Lehman, Clifford McCarty, Theodore Malquist, William F. Nolan, John Pearson, Ross Russell, Bernard Siegan, Ted Slate, Lovell Thompson y Timothy Williams. Pido perdón a quienquiera cuyo nombre haya sido involuntariamente excluido de esta lista.

Debo gratitud a Robert y Susan Nero, quienes me ayudaron en mis pesquisas en California, en especial cuando no podía buscar material por mí mismo. Su ayuda fue inestimable para mí. También estoy agradecido al señor James Neagles, que investigó por mí en los Archivos Nacionales de Washington.

Ya han sido publicados varios libros con material hasta ahora inédito de Chandler o acerca de él y, como es natural, también estoy en deuda con ellos. Me gustaría mencionar en particular Raymond Chandler Speaking, editado por Dorothy Gardiner y Kathrine Sorley Walker (Hamish Hamilton y Houghton Miflin, 1962). Matthew Bruccoli ha editado dos libros pequeños pero útiles: Raymond Chandler, A Checklist (Kent State University Press, 1968) y Chandler Before Marlowe: Raymond Chandler’s Early Prose and Poetry 1908-1912 (University of South Carolina Press, 1973). El estudio pionero de la obra de Raymond Chandler es el libro de Philip Durham Down These Mean Streets a Man Must Go (University of North Carolina Press, 1963); estoy en deuda tanto con el libro como con su autor.

Deseo asimismo expresar mi agradecimiento a Helga Greene, Kathrine Sorley Walker, Ursula Vaughan Williams, Seymour Lawrence, William Jay Smith, y a mi esposa Lynn, que leyeron el texto mecanografiado de este libro, entero o en parte, y tuvieron la amabilidad de hacer sugerencias para mejorarlo, y cuyo aliento fue muy necesario. También deseo hacer constar mi agradecimiento a mis editores: Graham Carleton Greene y John Macrae III.

Finalmente, debo dar las gracias a la Fundación John Simon Guggenheim, que hizo posible este libro al darme sencillamente el tiempo para escribirlo.

Ahora, al final, he de rendir asimismo homenaje al paisaje y el ambiente de una isla italiana donde pude completar el libro en paz y aislamiento. Mi experiencia allí fue casi mágica, por lo que no diré nada más acerca de ella, limitándome a consignarla.

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DE NEBRASKA A DULWICH

Dos años antes de morir, Raymond Chandler escribió a su agente de Londres: «He vivido mi vida al borde de la nada». Sentía la vida con gran intensidad, y esto contribuyó a hacer de él uno de los mejores novelistas de su tiempo, con un alcance emocional que pocos de sus coetáneos pudieron conseguir. Como principal exponente de la escuela del «hombre duro» en los relatos de misterio, Chandler era también un poeta romántico. Durante su vida alcanzó la fama como novelista, y el héroe de sus libros, Philip Marlowe, era conocido por millones de lectores. No obstante, la sensibilidad emocional que hizo posible este logro literario también le hizo desgraciado como ser humano. El escritor galés Jon Manchip White, que conoció a Chandler en el hotel Connaught de Londres, donde solía alojarse hacia el final de su vida, le describió como «un hombre extraordinariamente completo y profundamente desdichado. En su carácter no había resignación, y era incapaz de aceptar el hecho de que ninguno de nosotros, y menos aún los artistas, encuentra jamás lo que busca y ha de conformarse al final con lo que tiene y es». Raymond Chandler era temperamentalmente incapaz de esta clase de aceptación. «Supongo que todos los escritores están locos —escribió—, pero si hay algunos buenos, creo que tienen una terrible honestidad.»

Chandler era honesto en su modo de percibir la existencia ordinaria, pero también poseía un sentido de las posibilidades y aspiraciones humanas. Era en parte un soñador, un poeta de los ideales de amor, belleza y generosidad. Debido a su gran conciencia del abismo existente entre estos dos niveles de la realidad, sufría intensamente. También estaba sujeto a impulsos contradictorios, que controlaba lo mejor que podía mediante el orden excepcional de su mente. No es ninguna sorpresa que este exponente de la ficción «dura» llevase una vida retirada y extremadamente íntima. Era tímido y retraído, suspicaz con los extraños e incluso hostil hasta que descubría que podía confiar en ellos. En terreno seguro, se mostraba amable y ocurrente, tan gracioso como sus libros. Pero al igual que su detective de ficción, siempre estaba en guardia y al mismo tiempo era consciente de sus propias peculiaridades. «Soy estrictamente el tipo del todo o nada —escribió a Hamish Hamilton, su editor londinense, contestando a una invitación a una cena en su honor—, y mi carácter es una desagradable mezcla de timidez externa y arrogancia interior.»

Lo bastante cínico para considerar la vida «una palmada en el hombro, hoy, un puñetazo en los dientes, mañana», era también extraordinariamente sentimental. Sintiera lo que sintiese, siempre lo hacía de modo apasionado. Le costó casi cincuenta años aprender a reunir en una obra de ficción los impulsos contradictorios de su naturaleza, pero cuando por fin lo consiguió, supo crear obras de valor y amenidad perdurables. A los sesenta y cinco años escribió: «Espero haberme desarrollado, tal vez sólo estoy cansado y reblandecido, pero en modo alguno maduro. Al fin y al cabo, tengo un cincuenta por ciento de sangre irlandesa».

Es probable que tuviera todavía más. Su madre, Florence Thornton, era totalmente irlandesa, habiendo nacido en Waterford, y su padre, Maurice Benjamin Chandler, de Philadelphia, también llevaba sangre irlandesa en sus venas. Descendía de cuáqueros llegados de Irlanda que se establecieron cerca de Philadelphia en los siglos XVII y XVIII. Anteriormente, durante el período de Cromwell, los Chandler se habían trasladado de Inglaterra a Irlanda, donde muchas de las antiguas propiedades eran vendidas por una cantidad ínfima a los colonizadores, o «aventureros», como se llamaban entonces.

Maurice Chandler nació en 1859, y en 1880 se matriculó como estudiante especial de ingeniería en la Escuela Científica Towne de la Universidad de Pennsylvania. Maurice vivió solo en casas de huéspedes durante su estancia en la universidad, y en los archivos no se hace mención de sus padres. Al cabo de dos años obtuvo un certificado de aptitud de la Escuela Towne, pero no recibió título universitario.

Entonces se fue a Chicago, donde trabajó para una de las compañías de ferrocarriles Western, probablemente la Union Pacific, y vivió en distintos puntos de la línea. En Omaha, que por aquel tiempo era un gran centro ferroviario que requería los servicios de ingenieros jóvenes, conoció a Florence Dart Thornton, que había viajado desde Irlanda hasta Plattsmouth, Nebraska, para vivir con su hermana Grace, casada con un hombre llamado Ernest Fitt. La amistad de Chandler y Florence maduró, y en 1887 contrajeron matrimonio en Laramie, Wyoming, que también estaba en la línea de la Union Pacific. La ceremonia fue celebrada en la iglesia episcopaliana de St. Matthew por el reverendo George Cornell, y los únicos testigos fueron William y Nettie Comley, que a su vez estaban de paso en esta ciudad fronteriza donde casi no se había plantado ningún árbol para suavizar la aridez de los nuevos edificios de madera.

Maurice y Florence Chandler se instalaron en Chicago, y allí, el 23 de julio de 1888, dos días antes del primer aniversario de su matrimonio, nació Raymond Thornton Chandler. «Fui concebido en Laramie, Wyoming —observó más tarde Chandler—, y si me lo hubieran preguntado, yo habría preferido nacer allí. Siempre me han gustado las grandes altitudes, y Chicago no es un lugar donde un anglófilo desearía nacer.» Como Maurice viajaba por negocios muy a menudo, Florence y su hijo pasaban los veranos en Plattsmouth, en casa de los Fitt. Años después, Chandler recordaba algunas de sus experiencias allí: «Me acuerdo de los robles y de las elevadas aceras de madera junto a los caminos fangosos, del calor, las luciérnagas, los bastones y un montón de extraños insectos, de la vendimia en otoño, del ganado muerto, de algún que otro cadáver flotando río abajo y del elegante retrete de tres agujeros que había detrás de la casa. Me acuerdo de Ak-Sar-Ben (Ak-Sar-Ben —Nebraska escrito al revés— es una sociedad filantrópica de la clase media) y de los días en que aún intentaban elegir a Bryan. Me acuerdo de las mecedoras al borde de la acera, todas en fila frente al hotel, y de la saliva del tabaco por todas partes. Y recuerdo un recorrido de prueba en un vagón con una máquina inventada por mi tío para recoger el correo sin detenerse, pero alguien le robó la idea y no le dieron ni un céntimo».

Chandler tenía buen ojo para la gente que conocía, incluyendo a su tío Ernest Fitt, que era «un político de poca monta, y deshonesto, si entiendo algo de carácter». Chandler le recordaba como «inspector de calderas o algo por el estilo, al menos de nombre. Cuando llegaba a casa por la tarde (durante el período de Plattsmouth), solía colocar el pentagrama en el atril e improvisar mientras lo leía. Mi tío tenía talento, pero ninguna educación musical. Su hermano era un personaje sorprendente. Había sido empleado o director de un banco en Waterford, Irlanda (de donde procede toda mi familia materna, aunque ninguno de sus miembros era católico), y había hecho un desfalco. Un sábado vació el cajón y, con ayuda de los masones, escapó de la red policial y huyó al continente, a Europa. En un hotel de Alemania le robaron el dinero, o casi todo. Cuando yo le conocí, mucho tiempo después, era un tipo extremadamente respetable, siempre impecablemente vestido y de una parsimonia increíble. Una vez me invitó a cenar y a los festejos de la Ak-Sar-Ben. Después de la cena se inclinó hacia mí y me dijo en tono de confidencia: “Cada uno pagará lo suyo”. Y no es que tuviera una sola gota de sangre escocesa. Era puro irlandés protestante de la clase media».

Chandler nunca contó gran cosa de su propia infancia en América, excepto que a la edad de siete años tuvo la escarlatina en un hotel. «Recuerdo sobre todo el helado y el placer de arrancarme la piel durante la convalecencia», escribió. Tal vez su reticencia se deba a recuerdos de la discordia entre sus padres. Ausente con frecuencia, su padre bebía además con exceso. A su debido tiempo se produjo la inevitable separación y el divorcio. Chandler hablaba raramente de su padre y a veces le llamaba «un completo cerdo». Su desaparición total de la vida de Chandler, y el hecho de que no siguiera manteniendo a su exesposa y a su hijo, le hicieron un hombre reprobable, y Chandler nunca le perdonó las dificultades que todo ello causó a Florence.

Pese a la división de la familia, los recuerdos de Chandler del Medio Oeste revelan cierto deleite por la vida modesta e informal de Plattsmouth. Era indolente y tranquila, y al mismo tiempo un terreno abonado para los embaucadores. El Nebraska de la adolescencia de Chandler parece haber sido una preparación muy adecuada para la ciudad de Los Ángeles que describiría posteriormente.

Después del divorcio, Florence y su hijo de siete años embarcaron con destino a Inglaterra, donde se instalaron en una casa de Upper Norwood, un suburbio al sur de Londres, cerca del Palacio de Cristal. La casa había sido adquirida originalmente por el tío de Chandler, Ernest Thornton, un abogado de Waterford, como un lugar donde su madre podría vivir después de la muerte de su marido. El hogar de Irlanda no había sido feliz porque no lo era la propia familia. «Todas las chicas menos una —escribió más tarde Chandler— eran bellezas, y todas menos una (la misma) se casaron desventajosamente para abandonar el hogar.» La única hermana poco agraciada vivía ahora sola con su madre en Upper Norwood, y ninguna de las dos recibió a Florence y su hijo con mucho entusiasmo. Años después, Chandler recordaba las diversas humillaciones impuestas a su madre por su hermana Ethel y por su propia madre: durante la cena, sentada al extremo de la mesa, la abuela de Chandler ofrecía vino a todo el mundo menos a Florence. Era su manera de recordarle su posición de dependencia, y quizá también a su exmarido.

Entre las dos, la abuela Annie y la tía Ethel, llevaban la casa de forma muy estricta. El sur de Londres había sido un barrio elegante en otros tiempos, y se habían construido algunas mansiones. Pero a poco estas propiedades fueron vendidas y divididas en pequeños solares, y en el siglo XIX se levantaron en ellos hileras de casas que, aunque respetables, ofrecían un triste aspecto. La vecindad tenía decoro pero no elegancia, y para un niño llegado directamente del ambiente casual de Plattsmouth y Chicago, el cambio debió de ser un impacto. Al principio, como alumno de una escuela local e inmerso en la rutina habitual de la infancia, es probable que no se diera cuenta del profundo cambio operado en su vida, pero no tardó mucho en sentirlo. Viviendo en una familia matriarcal, nunca podía relajarse completamente. Era el hombre de la casa. Nadie le apoyaba, nadie le guiaba como sólo un padre puede hacerlo. Colocado a la fuerza en una posición de responsabilidad mucho antes de que fuera capaz de aceptarla, adquirió una exagerada conciencia de su soledad. Abandonado por su padre, sentía una extraordinaria lealtad hacia su madre, y un sentido de la justicia que se convirtió en parte central de su carácter y le confirió las actitudes que más tarde expresaría a través de su personaje Philip Marlowe.

Durante las vacaciones de verano, Chandler y su madre visitaban Waterford, donde el tío Ernest dirigía el negocio familiar de I. Thornton e Hijo, Procuradores y Notarios Públicos, con oficinas en Cathedral Square, Waterford, y también en Dublín. El tío Ernest despreciaba la ley, pero se sentía obligado a llevar adelante la firma, una actitud equivocada que originaba gran parte de la tensión existente en la familia Thornton. «¡Malditos esnobs! —exclamó Chandler respecto a ellos muchos años después—. Mi abuela se refería a una de las mejores familias que conocíamos como “gente muy respetable” porque había dos hijos, cinco hijas rubias pero incasables y ningún sirviente. Tenían que sufrir la humillación máxima de abrir su propia puerta. El padre pintaba, cantaba con voz de tenor, construía hermosos modelos de yate y navegaba en balandro por toda la costa.» Comparada con esta alegre confusión, la familia Thornton rebosaba hostilidad y petulancia. El ama de llaves, señorita Groome, hacía muecas al tío Ernest detrás de su escritorio porque sólo era procurador y no abogado. Para ella no existían más que cuatro profesiones: la Iglesia, el Ejército, la Marina y el Tribunal. Como observó Chandler:

«Era una gran casa de las afueras de Waterford, entre grandes jardines, vivía una tal señorita Paul que de vez en cuando, muy de vez en cuando, invitaba a la señorita Groome a tomar el té porque su padre había sido canónigo. La señorita Groome consideraba este hecho como el espaldarazo supremo porque la señorita Paul era de la nobleza del condado, lo cual no parecía preocupar a la señorita Paul, pero emocionaba terriblemente a la señorita Groome.

»Sería un consuelo añadir que era un ama de llaves eficiente, pero no lo era. Mi tío tuvo una colección de horribles doncellas y cocineras irlandesas protestantes, siempre protestantes, ya que no quería tener nada que ver con los católicos a ningún nivel. Recuerdo haber jugado un partido de cricket con uno de mis primos y uno de los chicos era católico, probablemente de una familia bastante importante. El caso es que llegó en carruaje con cochero y lacayo, y se marchó inmediatamente después del juego sin tomar siquiera el té con los dos equipos. Mi tío tenía en ocasiones bastante mal genio. A veces, si la cena no era de su gusto, ordenaba que la retirasen y nos quedábamos sentados en un silencio sepulcral durante tres cuartos de hora mientras la frenética señorita Croome regañaba a la servidumbre; al final se servía otra cena al dueño de la casa, probablemente mucho peor que la que había rehusado; pero todavía puedo sentir aquel silencio.»

Las experiencias irlandesas de Chandler le marcaron para toda la vida. Era americano, un muchacho cuyo padre se había entregado al vicio, pero su origen también le dio una gran perspicacia para las distinciones sociales y el efecto del sistema de clases anglo-irlandés. Su sentido americano de la libertad le inducía a ridiculizar la rigidez de sus parientes, pero tampoco él estaba libre de esnobismo. No le gustaba que le llamaran americano irlandés, porque esto significaba en general católico y de clase trabajadora. Al discutir más tarde la cuestión con su editora, Blanche Knopf, explicó que «las clases profesionales del sur de Irlanda no son ni han sido nunca católicas en su mayoría. Los pocos patriotas irlandeses que han tenido cerebro, a la vez que rencor, tampoco han sido católicos. No me gustaría decir que en Irlanda el catolicismo alcanzó su más bajo nivel de ignorancia, suciedad y general degradación del clero, pero ocurrió algo parecido durante mi adolescencia».

La actitud de Chandler hacia Irlanda y los católicos en particular revela su modo de pensar, la intensidad de sus sentimientos y al mismo tiempo su conciencia de sí mismo. «Crecí con un terrible desprecio por los católicos, y me sigue incomodando incluso ahora», observó una vez. Pero también tenía los ojos abiertos para los anglo-irlandeses y los católicos entre los que vivían. De estos últimos dijo: «Honra mucho a los irlandeses que de esta chusma locuaz compuesta de embusteros y borrachos no haya surgido ninguna persecución real de los elementos no católicos».

No discutía la religión, sino la clase y la educación. Ir a la iglesia formaba parte de la rutina semanal, y Chandler recordaba que había sido monaguillo y confirmado por el obispo de Worcester. «De adolescente —escribió— era muy cumplidor y devoto. Pero —añadió— llevaba la maldición de una mente analítica.»

En 1900, la familia Thornton-Chandler se trasladó a una casa llamada Whitfield Lodge en el 77 de Alleyn Park, en Dulwich. El edificio ya no existe, pues fue bombardeado durante la Segunda Guerra Mundial, pero debió de ser bastante grande porque fue a lo largo de cinco años sede de la Escuela Preparatoria de Dulwich. El traslado a Dulwich se realizó probablemente para que Chandler pudiese asistir al instituto de segunda enseñanza que estaba a poca distancia de la casa, al otro lado de los campos de juego. Hacia fines del siglo XIX, Dulwich empezó a descollar como una de las mejores escuelas públicas de Inglaterra. En 1870, un gran bloque de edificios construidos en estilo gótico victoriano fue inaugurado por el príncipe de Gales a medio kilómetro de la antigua escuela, que había sido fundada en 1617 por Edward Alleyn, director teatral y cortesano durante el reinado de Elizabeth. Alleyn compró un valle de 1.500 acres llamado Dulwich Manor, y como era un hombre religioso estableció una fundación denominada Colegio del Don Divino, en agradecimiento a su buena suerte. Durante unos doscientos cincuenta años, Dulwich fue una oscura escuela provinciana, pero bajo la dirección de A. H. Gilkes, que la tuvo a su cargo durante casi treinta años, incluyendo los que Chandler pasó en ella, aumentó en alumnos y tamaño. Socialmente, Dulwich no era, como recordó el propio Chandler, «de lo mejor entre las escuelas públicas», y no tenía la misma categoría que Eton, Winchester y Harrow. Sin embargo, académicamente era muy buena, ganaba numerosas becas para Oxford y Cambridge e introdujo reformas educacionales como cursos de estudio en ingeniería y comercio, por considerarles útiles para sus alumnos, que en su mayoría pertenecían a la clase media.

En otoño de 1900, Chandler entró en el primer grado de Dulwich y recibió su número escolar: 5.724. Como todos los demás muchachos, llevaba chaqueta y chaleco negros, corbata azul marino y negra representando los colores de la escuela, y cuello de Eton. En primavera, con el tiempo más benigno, cambió la gorra que llevaba al matricularse en el período de otoño por un sombrero de paja. Chandler era uno de los veintiocho muchachos de su clase, y al finalizar el trimestre ocupaba el segundo lugar. Además de matemáticas y música, que estudiaba con profesores especiales, aprendía latín, francés, teología y lo que se llamaba asignaturas inglesas. Estas incluían la historia de Inglaterra desde Guillermo el Conquistador hasta el rey Juan, y un estudio de Geografía de las Islas Británicas, de Lawson. Durante el período de primavera, en el segundo grado superior, mantuvo su posición en la clase y continuó estudiando las mismas asignaturas del principio.

En las tardes de otoño e invierno, Chandler jugaba a rugby; en primavera, a cricket. Como medio pensionista estaba menos íntimamente ligado a la vida escolar que los internos, pero no cabe duda de que asistía a los partidos de la escuela y al concierto navideño en el Gran Salón, donde se tocaba el Elías, de Mendelssohn, pues Dulwich era famosa por sus actividades musicales. Probablemente, Chandler era demasiado joven para pertenecer al Cuerpo Escolar, que impartía entrenamiento militar a la mitad de los muchachos bajo la dirección de un sargento mayor retirado de los Guardias Granaderos, pero es seguro que debió de unirse a todos los demás muchachos para saludar a lord Roberts, el héroe de la guerra sudafricana, cuando pasó por la escuela en mayo antes de visitar el Palacio de Cristal.

Actualmente, muy pocos condiscípulos de Chandler viven en Dulwich, y sólo uno de ellos le recuerda. Sir Alwyne Ogden relata que Chandler siempre insistió en usar su nombre de pila, Raymond, al estilo americano, en lugar de sus iniciales, R. T., como es costumbre en Inglaterra. También llevaba encima una pequeña libreta en la que iba anotando cosas de interés a medida que se le ocurrían. Sir Alwyne nunca descubrió el empleo que daba a esta información, pero supuso que revelaba un ansia de adquirir conocimientos.

Durante su segundo año en Dulwich, Chandler se dedicó a lo que se llamaba «lado moderno», un curso de estudios planificados, según rezaba el anuncio de la escuela, para «muchachos destinados a los negocios». Estos estudios no preparaban para la universidad, pero tenían fines más prácticos. Se prescindía de los clásicos y en su lugar se estudiaba francés, alemán y castellano, con especial énfasis en la conversación y la correspondencia. En los años finales, los muchachos matriculados en el «lado moderno» recibían cursos de economía política, historia comercial y geografía. En esto Chandler mantuvo e incluso mejoró su aplicación, y pasó al primer puesto de su clase, el tercer grado superior moderno. Ganó un premio de aplicación general y también un premio especial en matemáticas.

En la primavera de 1903, Chandler ya había vuelto al «lado clásico». Su puesto en la clase no figura en los archivos de Dulwich, lo cual sugiere que tal vez tuvo que recuperar conocimientos de latín y griego para puntuar. También es posible que estuviera enfermo, porque era un niño algo débil y propenso a frecuentes dolencias de la infancia. Sufrió una serie de ataques de tonsilitis folicular que a veces tardaban hasta tres semanas en curarse. Chandler parece haber sido un muchacho tenso y algo nervioso, estudioso, enérgico y un poco impulsivo. En deportes, por ejemplo, como recordó más tarde: «Jugué algo a rugby, pero nunca fui un campeón porque era temperamentalmente el tipo furioso de irlandés y carecía de la fuerza física necesaria para respaldar mi furia. En aquellos días no pesé nunca más de sesenta y tres kilos, y con este peso hay que tener muelles de acero para sobrevivir». Lo mismo le ocurría con el cricket; boleaba bien, pero admitió que «no tenía control».

El tercer año de Chandler fue un año memorable para la escuela, el de la inauguración de la nueva biblioteca, construida en honor de los antiguos alumnos que habían perdido la vida en la guerra sudafricana. La escuela tuvo además un éxito excepcional en fútbol, pues derrotó incluso al Merton College de Oxford y jugó dos partidos victoriosos contra la Ecole Albert le Grand, uno en París y el otro en Dulwich. Finalmente, el director pudo anunciar en el Día del Fundador que muchachos de Dulwich habían ganado diecisiete becas para Oxford y Cambridge, bastante más de lo habitual.

Chandler permaneció en el quinto grado inferior durante el período de otoño de 1903 y pasó a quinto superior en la primavera siguiente. En cada uno de ellos demostró sus facultades en los clásicos, pues fue respectivamente primero y segundo de su clase. Aparte de matemáticas y alemán, que conservaba del «lado moderno», leía, en latín, a César, Livio, Ovidio y partes de la Eneida de Virgilio; en griego, a Tucídides, Platón y Aristófanes; en teología, el Evangelio según San Marcos (también en griego) y algunos ensayos teológicos; en francés, diversos ejercicios gramaticales y el Cinq-Mars de Alfred de Vigny; en inglés, Enrique V de Shakespeare, Spectator Papers de Addison, Comus de Milton y algunos de sus ensayos, y la historia romana, en particular relatos de la segunda guerra púnica y de las guerras macedonias y sirias.

Durante su último año en Dulwich, Chandler estuvo en una clase llamada «la mudanza», destinada a muchachos que no pasaban a la universidad, y el profesor de su clase fue H. F. Hose, un hombre que enseñó en Dulwich durante treinta y cinco años. Una vez más, Chandler no apareció en la lista de la clase, lo que parece indicar que sufrió períodos de enfermedad. Los archivos de la escuela muestran que Chandler abandonó Dulwich en abril de 1905, de acuerdo con una decisión familiar de enviarle al extranjero para proseguir sus estudios de lenguas modernas.

Chandler sentía un gran respeto por la educación que recibió en Dulwich, en especial el conocimiento de los clásicos. Como a otros muchachos de la escuela, también le afectó el ambiente del lugar. El director, Gilkes, cuya influencia era insólitamente profunda, creía que la literatura era una fuente de instrucción moral. «Cicerón —decía a los alumnos— tenía una gran planta de fatuidad en el corazón, y la regaba todos los días.» Gilkes odiaba el dogmatismo y era justo hasta la abnegación. Los muchachos inventaron un lema personal para él: Magna est veritas et praevalebit. Para Gilkes y generaciones de profesores de escuelas públicas, las asignaturas impartidas eran parte de un orden moral básicamente cristiano, con una dosis de virtudes griegas y romanas, especialmente al servicio público, el honor y el sacrificio de sí mismo. La Biblia y los clásicos ilustran estas virtudes, y el caballero de la escuela pública era alguien que vivía según un código que las incorporaba. La hombría significaba el olvido de sí mismo: como lo expresaba Gilkes, un hombre de honor es aquél «capaz de comprender lo que es bueno; capaz de subordinar la parte inferior de su naturaleza a la parte superior». Este código, familiar a generaciones de hombres de clase media y alta que estudiaban en las escuelas públicas de Inglaterra, afectó ciertamente a Chandler. Contribuyó a moldear su propio carácter y, trasplantado a América, ayuda a explicar la conducta de Philip Marlowe, el héroe de ficción de Chandler.

El tono moral de las escuelas como Dulwich no excluía los intereses estéticos. De hecho, Gilkes se distinguía entre otros directores de escuela por su pasión por la literatura inglesa y por ser un novelista con obras publicadas. Solía leer a los muchachos uno de sus pasajes favoritos y después les preguntaba si era de su agrado y por qué. A veces los alumnos consideraban inútiles estas enseñanzas, ya que no tenía nada que ver con los exámenes; pero más tarde comprendían que estaban aprendiendo algo fundamental. Gilkes era también un apasionado de la prosa clara. Hacía escribir composiciones a sus estudiantes y después las repasaba frase por frase, tachando los adjetivos innecesarios y simplificando las frases largas y complicadas. Otro ejercicio corriente en el dominio del lenguaje que se imponía repetidamente en Dulwich era traducir, por ejemplo, un pasaje de Cicerón, y más tarde, alrededor de una semana después, volver a escribir en latín las versiones inglesas.

No se sabe si Chandler fue influenciado por Gilkes en alguna forma. P. G. Wodehouse, que le precedió por varios años en Dulwich, tenía dudas al respecto y negaba cualquier influencia en sí mismo. Es cierto que Chandler no mostró ningún indicio de capacidad literaria mientras estuvo en la escuela. Sin embargo, la educación recibida allí le afectó definitivamente, como él mismo reconoció. «No sólo soy literato, sino también intelectual, por mucho que me disguste el término —escribió—. Puede parecer que una educación clásica es una base poco adecuada para escribir novelas en un duro idioma vernáculo, pero se da el caso de que yo pienso lo contrario. Una educación clásica te salva del engaño de la presunción, que es lo que le sobra a la mayor parte de la ficción actual.» Después de haber estudiado lenguas muertas en Dulwich, sin ninguna perspectiva de utilidad inmediata, pudo contemplar más tarde las modas literarias con cierta dosis de escepticismo. «En este país —escribió de los Estados Unidos—, se considera al escritor de novelas de misterio como subliterario, solamente porque escribe novelas de misterio y no tonterías de significación social, por ejemplo. Para un clasicista, aunque sea mediocre, esta actitud refleja meramente la inseguridad del advenedizo.» No obstante, también hubo un resultado práctico. Cuando leyó por primera vez a Chandler, J. B. Priestley observó: «En Dulwich no se escribe así». A lo que Chandler replicó: «Puede ser, pero si yo no hubiera estudiado latín y griego, dudo que supiera trazar tan bien la línea divisoria entre lo que llamo estilo vernáculo y lo que calificaría de estilo iletrado o faux naif. En mi opinión, existe una enorme diferencia».

Mientras que el logro intelectual de Chandler está a la vista de todos, resulta difícil saber cómo era su vida privada en una casa de mujeres solas, sin hombres maduros. John Houseman, que conoció a Chandler en Hollywood en los años cuarenta y asistió a una escuela pública similar, Clifton, pensaba que «el sistema de la escuela pública inglesa, que tanto le gustaba, había dejado en él su marca sexualmente destructora. La presencia de mujeres jóvenes —secretarias y muchachas que entraban y salían de los estudios— le turbaba y excitaba. Su voz era normalmente baja, y hablaba en un ronco susurro al pronunciar esas obscenidades juveniles que él hubiera sido el primero en reprobar de haber sido pronunciadas por otro». Pero Chandler no era, en los años cuarenta, el mismo muchacho que había sido en Dulwich. Fue precoz incluso de niño: «Siendo muy joven pertenecí a una pandilla del barrio (que no era criminal en ningún sentido) y me encontré emparejado con una niña muy simpática a la que solía desnudar hasta cierto punto, solamente por curiosidad y porque ella lo esperaba a medias. También solía bajar las bragas de una prima mía en Nebraska, más o menos de mi edad, y como se encontraba con nosotros su hermano de cuatro años, le bajábamos también a él los pantalones para que no se sintiera excluido. Lo curioso, tal como lo veo ahora, es que yo no estaba nada interesado (o al menos no lo sabía) en sus órganos genitales, sino únicamente en su bonito, firme y redondo trasero. Supongo que en cierto modo era un incipiente impulso sexual, pero nunca se me antojó algo malo, sino bastante agradable. Creo que era un chico extraño en muchos aspectos, porque tenía un enorme orgullo personal. Nunca me masturbé, por considerarlo sucio. (Sin embargo, tuve muchos sueños húmedos.) El director, que realizó las entrevistas previas a la confirmación, nunca se creyó que yo no me había masturbado jamás, y yo vi claramente su incredulidad. La razón era que prácticamente todos los chicos lo hacían. No sé cómo adopté una idea que debí de leer u oír alguna vez en alguna parte. “Cuando haces esto, te imaginas que tienes en tus brazos a una mujer hermosa e inasequible. Cuando la tengas de verdad, lo encontrarás muy decepcionante.”».

El autocontrol de Chandler, o el «orgullo personal» que menciona, pudo deberse en parte a la clase de ignorante noción que cita a propósito de la masturbación. Otra causa era probablemente su posición solitaria como el único varón responsable de la familia Thornton-Chandler. No podía correr riesgos: tendría que cuidar de su madre en cuanto le fuera posible, y en cierto modo casi tenía que ser su propio padre. No abusó de fantasías sexuales en parte debido a este sentido del deber y en parte a causa de su ignorancia y temor. «Cuando contaba dieciséis años —escribió— me enamoré de una chica, pero era demasiado tímido para hablarle siquiera de ello. Solía escribirle cartas. Habría sido un éxtasis cogerle la mano. Un beso era algo casi inconcebible.» La sublimación parece haber sido la respuesta, una solución corriente para los muchachos de las escuelas públicas a finales del remado de Victoria, niños que además habían sido instruidos asiduamente en las virtudes de la abnegación.

Dulwich afectó a Chandler mucho más profundamente de lo normal en un hombre de su inteligencia. El código de la