POSITIVO,
Crónicas con VIH

 

 

Pablo Pérez

 

 

 

DeParado

Pablo Pérez nació en Buenos Aires en 1966. Publicó las novelas Un año sin amor (Perfil, 1998; Blatt & Ríos, 2015), El mendigo chupapijas (Mansalva, 2005) y Querido Nicolás (Blatt & Ríos, 2016).

 

 

 

DeParado

Soy positivo

L sospechaba que era portador de VIH. “Garché a lo loco, sin cuidarme, quería contagiármelo, quería morirme”. De pronto sintió que todo había sido una estupidez: uno no muere de un día para otro por infectarse con el virus, puede ser asintomático por años o puede tener una enfermedad que lo agobie por mucho tiempo. Ahora que quería vivir, L no se animaba a hacerse el test por temor al resultado; le sugerí que cuanto antes lo hiciera, más pronto se liberaría de las dudas que lo atemorizaban: si daba negativo, su miedo ya no tendría razón de ser; y si daba positivo, cuanto antes lo supiera, mejor: en ese caso, lo importante es empezar con el tratamiento cuanto antes. L juntó coraje y fue al hospital.

Ya nadie respeta el misterio del sobre cerrado. Nos tentamos con abrirlo antes y ver si podemos adivinar algo: por lo general, los resultados de los análisis de sangre vienen con los parámetros normales, y si los propios guarismos están en ese rango, respiramos porque todo salió bien; en cambio, si sospechamos que algo está mal y tenemos que esperar varios días hasta que llegue el turno con el médico, podemos comenzar una búsqueda frenética en Google tratando de encontrar un alivio. Por suerte, con el test de detección del VIH no es así. A L, como a todos los que alguna vez pasamos por ese trance, el resultado le fue entregado en un consultorio por un médico: cuando el resultado es positivo, es necesario que haya alguien ahí para explicarnos qué tenemos que hacer. L no se sorprendió, había hecho todo lo posible por infectarse con el virus; en cambio sí le hubiera resultado extraño que el test diera negativo. El médico le explicó todos los pasos a seguir: análisis de carga viral y CD4; y a partir de los resultados evaluar cuál será el tratamiento adecuado. Es importante seguir estas instrucciones al pie de la letra. Uno puede dudar de la eficacia de los tratamientos propuestos, temer por los efectos secundarios… Puedo asegurar que no es para tanto. Sin embargo es importante que cada uno se informe bien, que lea todo lo que encuentre a su alcance acerca de los progresos en la investigación sobre VIH/sida y despeje las dudas con su médico, que tome parte activa de su proceso de sanación.

Tal vez no todos tengan la suerte de L, que se encontró con un buen médico que le dio un trato cálido y amoroso. Puede tocarnos uno que no nos guste. Es importante, en ese caso, buscar uno con el que podamos sentirnos cómodos y en quien podamos confiar.

Es gracioso, porque al referirnos a nuestra condición de portador de VIH decimos “soy positivo” y, a mi entender, después de veinte años de convivir con el virus, puedo decir que fue esa la actitud que me salvó. Es importante poder hablar con alguien de lo que nos pasa. L no quería contarles a sus familiares ni a sus amigos lo que le estaba pasando, por temor a perderlos. “¿Qué clase de amigo sería aquel que ante una situación así se borrara?”.“No es sólo por el HIV. Ninguno de mis amigos sabe que soy homosexual”, me contestó L. Decir la verdad sería un gran alivio, ocultar lo que somos también nos enferma. Sé que muchas veces no es fácil. En ese caso, sería bueno unirse a un grupo de reflexión en alguna de las asociaciones de lucha contra el sida, donde nos encontraremos con gente que nos podrá escuchar y comprender.

Dilaciones, dilataciones

P no se imaginaba la noche que le esperaba. Iba a la casa de T, para su segunda cita. Mientras miraba abstraído el paisaje por la ventana del colectivo, pensaba en las palabras de su amiga M y en cómo sacarle el tema de conversación a T: quería que dejaran de usar preservativos. M le había contado sobre las conclusiones de la reciente Conferencia sobre Sida, en Viena, de las que sobre todo le había interesado una: el riesgo de transmisión del VIH para una persona tomando el cóctel y con carga viral indetectable se reducía en un 90 por ciento, y no solamente para la fellatio (como le había dicho T en su cita anterior), que en realidad era de muchísimo menor riesgo, sino incluso en la penetración anal.

T, mientras tanto, pensaba en cómo sorprender a su nueva conquista. Hasta el momento, no habían hablado de fantasías sexuales, no sabía mucho sobre las de P. Las de T incluían el cuero y todas las prácticas del sexo fuerte, de las cuales, considera, la mayoría son prácticas sin riesgo de contagio del VIH ni de enfermedades venéreas: ataduras, cera de vela, juego de tetillas, juego con cigarros, control de respiración, juegos de roles (esclavo-amo, médico-paciente), dildos… La lista es larga… Para aquella segunda cita decidió no proponer ataduras, que suelen asustar a los que no están familiarizados con el tema, y empezar por los dildos. Tenía una importante colección, desde los más pequeños hasta los enormes (incluso dos que ni él mismo, que había experimentado por años con su orto, había podido meterse); tenía también un rosario (disculpas por el uso de esta palabra en este contexto, pero a algún impío se le ocurrió llamarlo así, dado que consiste en varias pelotitas, por lo general de goma, unidas por un cordel) y su mejor aliado, un dildo inflable, especial para abrir los culos estrechos de los principiantes.

P, ya con su propuesta para dejar de usar preservativos mentalmente armada, golpeó impaciente a la puerta de T, que lo recibió vestido con un pantalón de cuero; en el living la luz era tenue y matizada con algunas velas encendidas; se dieron un beso que estremeció a los dos hasta que casi se desmayaron asfixiados. “¡Qué buen recibimiento! Siempre me dio morbo el cuero y me moría de ganas de tener una experiencia así…”, dijo P y se arrodilló a lamerle los borceguíes. P estaba siendo gratamente sorprendido y también lo estaba siendo T, porque P había resultado ser más conocedor en la materia de lo que se esperaba. Antes de que se levantara, T le vendó los ojos, le sacó la ropa, lo acompañó hasta la mesa donde lo hizo acostarse boca arriba y, para que estuviera cómodo por un buen rato, le enganchó las piernas en correas de cuero suspendidas con cadenas desde el techo. Comenzó su paciente tarea con mucho lubricante y un dildo pequeño; comprobó que P tenía una excelente dilatación y que no necesitaría de la ayuda de su amigo inflable. Luego el rosario provocó los gemidos de P, que no sabía qué era lo que le estaban metiendo en el culo; estaba excitadísimo y se había olvidado de todos los temas que venía pensando en el colectivo. Para P, ahora, la sensación, además de un excitante ardor, era la de una luz, cálida, destellante, que se irradiaba desde su culo a todo el cuerpo y le dejaba la mente en blanco. T, ahora concentradísimo, le metía casi hasta el fondo el menos grande de los dos dildos gigantes. Ninguno de los dos pensaba en otra cosa.

El gusto de los forros

En un primer encuentro casual en el cine porno X, P le chupó la pija a T sin preservativo. No se tragó la leche, pero sí un poco de líquido preseminal. Cuando los dos acabaron, el romanticismo se apoderó de ellos y tomaron juntos una cerveza acurrucados en un sillón, camuflados en la oscuridad. “¡Qué lindo sos!”, le dijo P a T, aunque en realidad por más que hubiera querido, en aquella negrura donde apenas llegaba el reflejo de la pantalla, nunca habría podido verlo bien. Igual, por no romper aquel clima de amor que se había generado, prefirió decir eso y no “¡Qué rica pija tenés!”. T le contestó: “Vos también”. Y aunque tampoco había podido verlo bien, agregó: “Me gustaría volver a verte”. Y ahí mismo intercambiaron números de teléfono.

P le contó de su encuentro con T a su amigo Q, una loca malísima, tan mala que de su veneno nadie se salvaba, ni amigos, ni amigas, y que le dijo: “Sabías que T tiene sida, ¿nooooo?”. P palideció y de sus ojos asomaron lágrimas de miedo. “¿Y de dónde conocés a T?”, le preguntó con la voz temblorosa a Q, que le contestó: “Neeeeena, esa loca es más puta que todas nosotras juntas, ¡y además ya se los cogió a L, a E y a O!”. P pasó del pálido al colorado, le daba bronca y se ruborizaba cada vez que sus amigos le hablaban en femenino y mucho más cuando Q lo trataba de nena: además de que, por su culpa, ahora se veía atrapado en un torbellino de emociones negras como una bandada de buitres y sentía su corazón desgarrado por la guadaña. Al ver su rostro ensombrecido, Q, a la que es difícil callar por más de medio minuto, se mantuvo en silencio, mirándolo. “Ella se lo había dicho por su bien –pensaba–. ¡P tenía que hacerse el test urgente!”.

Esa misma noche, P le mandó un mensaje a T: “Necesito hablar con vos. ¿Cuándo podemos vernos?”. Se encontraron en un bar del centro y ambos parecían verse por primera vez, a la luz del día también se gustaban, aunque P seguía con bronca porque T lo había dejado chuparle la pija sabiendo que era portador. Juntó coraje y fue lo primero que le dijo, a lo cual T (que de loca no tiene nada, pero sí mucho de Don Juan), con la frialdad que lo caracteriza y minimizando el asunto, le contestó que no se preocupara, que estaba tomando el cóctel y que tenía la carga viral indetectable. T nunca avisa en un encuentro casual que es portador de VIH, no le gusta presentarse así, entiende que el que quiere cuidarse debería tomar los recaudos que crea necesarios siempre. Siempre usa forro cada vez que coge y cree que si por una chupada de pija se transmitiera el virus, todos los putos estarían infectados. Además acababa de leer en el diario que, según investigadores de la Universidad de Washington, con la carga viral indetectable, el riesgo de transmitir la infección disminuye en un 92 por ciento. “De todas maneras, cada uno debe evaluar cuál es la mejor manera de cuidarse”, concluyó T. “Si pensás que chupar una pija sin forro es riesgoso, no lo hagas, porque es muy fácil encontrarse con un portador, incluso con uno que ni siquiera sepa que está infectado”. “¡Chupar la pija con forro es horrible!”, dijo P, y para tratar de poner fin al clima incómodo que se había generado, agregó: “Mi amiga FL dice que en vez de hacer forros con gusto a frutilla… ¡tendrían que hacerlos con gusto a pija!”. Los dos se rieron y se miraron a los ojos con franqueza. Aquel amor que los había flechado en el cine seguía intacto.

P en nuestra piel

La noche fue larga, las velas ardieron y la pasión entre P y T aumentó dildo tras dildo. Ya relajados, mientras cenaban una pizza con cerveza, P, mirando a T a los ojos, se animó a decir lo que venía pensando: “Quería hacerte una propuesta… ¿Vos estás tomando el cóctel y tenés la carga viral indetectable, ¿no?”. “Sí, ¿por?…”, respondió T, desconcertado. “Vos me habías dicho que por una chupada de pija el riesgo de contagio era ínfimo, pero ¿sabías que además, en el Congreso de Viena, dijeron que con la carga indetectable, en la penetración el riesgo es menor al 10 por ciento?”. T asintió. “Me gustaría que cojamos sin forro. Bueh… Ya lo dije”, soltó P de un tirón y suspiró.

T se tomó su tiempo para responder, era la hora de contarle que, además de ser seropositivo, tenía hepatitis B y C. Que las vías de contagio eran las mismas que las del VIH. “Y contame algo: ¿gozaste hoy con los dildos?”, dijo T para distender un poco la conversación. “¡Siiií, gocé como loco! ¡Me hiciste ver las estrellas!”. “¡Sí, putito, te comiste entero el XXL!”. P se sonrojó. “Y cuando te cogí, te cogí con forro. ¿Disfrutaste?”. “Siií, muchísimo”. “Mirá, P, vos sos seronegativo, tenés que cuidarte. ¿Te imaginás cómo me sentiría si te contagiaras algo? Hay algo que todavía no te conté, tengo hepatitis B y C. Para la B hay vacuna, pero para la C, no. Si querés, la próxima vez que vaya al hospital te aviso y me acompañás, así lo consultamos con mi médico. Me sentiría más tranquilo si siguiéramos cogiendo con forro. Ya estoy acostumbrado y no me molesta usarlos. ¡Es más, cuando era pendejo y los descubrí, me excitaba con sólo comprar la cajita o cuando veía un forro usado tirado en la calle! ¡Gasté cientos de forros sólo para hacerme la paja!”. “¡Jaja! ¡Qué boludo pajero!”, dijo P. “Yo me sigo calentando cada vez que me pruebo un calzoncillo nuevo”. “Ah, mirá vos, qué putito fetichista… ¿Y qué más te calienta?”. Las botellas de cerveza vacías ya eran dos, iban por la tercera. T se estaba aguantando las ganas de mear, no tenía ganas de desperdiciar toda aquella cerveza que se había tomado, estaba casi seguro de que a P le gustaría la idea. “¿Probaste alguna vez la lluvia dorada?”. P dudó; él también venía juntando meo y sabía muy bien de qué le estaba hablando T. Nunca lo había experimentado, pero tenía ganas de probar. “¿Sabés qué? Yo también tengo muuuuchas ganas de mear. ¿Y sabés otra cosa? Que me parece que, esta vez, el que va a ir abajo sos vos”, dijo P y se levantó del sillón donde estaban sentados. P se sacó el cinturón, se lo ajustó a T alrededor del cuello, lo llevó en cuatro patas hasta el baño y lo hizo meterse en la bañera. Sacó la verga que después de tanta estimulación anal parecía haberse agrandado y de la que brotó un chorro potente, dorado, que golpeaba cálida la piel de T y le bajaba como cascadas por el cuello, las tetillas, los abdominales electrizados, y terminaba en su pija al palo. Después la lluvia fue blanca y abundante, y T jugó a dispersar con su pis la acabada de los dos.

Aterriza en mí

Después de haber recibido el resultado positivo de su test de VIH, L estuvo varios días deprimido, había tomado la decisión de no coger más. Pero una mañana se despertó caliente y apenas se levantó, antes incluso de prepararse el mate como todas las mañanas, encendió la computadora y se metió al sitio de contactos gays g4me. Abrió su perfil, sexoydiversion, y enseguida pensó que ya no lo representaba, sentía necesidad de cambiarlo, a los treinta años y con el nuevo estado de situación era hora de dejar la joda y buscar una relación estable. Le dio de baja a sexoydiversion para comenzar de cero, con perfil nuevo y nueva dirección de correo electrónico. Elegir un nickname siempre le había resultado difícil: encontrar una o dos palabras que sintetizaran cómo era, qué sentía y qué buscaba. Estaba todavía un poco deprimido, pero eso no tenía que notarse. Tampoco quería que fuera un nick de dos palabras como el que tenía antes y el de una gran parte de los que tienen su perfil ahí: machitopiola, pasivosumiso, morboyvicio… Quería una sola palabra, lo más neutral posible, que no remitiera a nada sexual, pero que fuera sexy. Lo pensó mucho, mucho, durante más de una hora lo intentó, hasta que se acordó de una vieja canción que decía: “Yo soy el planeta y tú eres la nave, amor, aterriza en mí”. Ya lo tenía: aterrizaje. El sustantivo lo eximía de definir si él era el planeta o la nave, y además de representar aquella canción que siempre le había gustado y parecido muy sensual, hablaba de cómo se sentía él, aterrizando de un viaje de locura en la nueva pista que se le presentaba: desde que se había enterado de que era seropositivo había decidido hacer una vida más prolija, alimentarse y dormir bien, dejar el descontrol. Completó sus datos: 30 años, 70 kg, 1,74, activo, sin vello facial ni corporal… hasta que se encontró con un ítem en el que no había reparado cuando había abierto sus anteriores perfiles. Ahora que lo leyó, le pareció escuchar los redoblantes de una sentencia: HIV. Había cuatro opciones ineludibles: “no”, “sí”, “no lo sé” y “prefiero no contestar”. Se sintió molesto: ¿no se supone que ser portador de HIV es un secreto médico? Es cierto que también podía optar por no abrir un perfil ahí por considerarlo discriminatorio. “Ya que estamos en el baile, bailemos”, se dijo; desafiante, optó por poner “sí” y pasó a redactar su mensaje personal. Reconsideró su intención inicial de dejar la joda y buscar una relación estable… estaba caliente, quería sexo ya. “Muy calentón. Busco sexo sin compromisos con pasivos que disfruten a full de la pija en la boca o en el culo”, escribió y se fue a preparar unos mates. Cuando regresó al escritorio, tenía cinco respuestas, cinco planetas, cinco culos y bocas ardientes que esperaban su aterrizaje.

Fasoterapia

De los cinco perfiles que lo habían contactado, L eligió para empezar el de Osogoloso: 45 años, 90 kg, 1,86, pasivo, con barba y muy peludo… contestó “no” en el ítem HIV. Sobre todo le atrajo la foto donde se lo veía desnudo, recostado boca abajo al borde de una pileta de natación, parando el culo ¡peludísimo!, emanaba feromonas a través de la pantalla. Arreglaron una cita en el café Q de Congreso a las cinco de la tarde. L tendría que aguantarse unas horas más la calentura: se había levantado al palo, y después de haber visto varias veces la foto de OG, su excitación se había quintuplicado. Algo más tranquilo, L se acordó de tomar las pastillas de la mañana de su cóctel de drogas, todavía no tenía el hábito, casi se olvidaba, tenía que tomarlas tres veces por día, lejos de las comidas, las primeras antes del desayuno.

Al rato empezó a sentir náuseas, las pastillas le caían pésimo. Como no quería perderse por nada la cita, se puso de inmediato a buscar una solución. Entró a thebody.com, una página sobre HIV y sida que le había recomendado una chica con quien se había puesto a conversar en el Ministerio de Salud mientras esperaban su turno para retirar los medicamentos. Allí encontró información acerca del uso medicinal de la marihuana: ayudaba a estimular el apetito y a calmar las náuseas. Se acordó de su amigo B, que le había ofrecido varias veces una pitada. Estaba decidido, lo llamó por teléfono y le preguntó si podían encontrarse. B lo invitó a almorzar.

Mientras B (un sesentón jovial que andaba siempre con un porro en la mano) cocinaba la pasta dominguera, le ofreció, como tantas otras veces, una seca a L, que para su sorpresa esta vez aceptó. “Hey, ¡qué pasó!, ¡al fin te decidiste!”, dijo B. “Sí…, en realidad pasaron cosas. Estoy tomando unos medicamentos que me provocan náuseas y leí por ahí que el porro sirve para eso, qué sé yo…”. “¿Medicamentos?”, preguntó preocupado B. “Sí…, ¿cómo te lo digo…? Tengo HIV”, soltó al borde del llanto. “¡Qué bajón! –le dijo B y le dio un abrazo–. Tomá, fumá que te va a hacer bien… Viste que ahora si tomás los medicamentos la manejás como cualquier enfermedad crónica…”. “Sí, lo sé; igual es un bajón”. “¡Arriba el ánimo! –le contestó B, que estaba enamorado de L pero nunca se lo había dicho–, sabés que podés contar conmigo cuando quieras”. “¡Esto no hace nada!”, dijo decepcionado L. “Fumá una seca más y esperá, esta hierba es de lo mejor, ¡no puede no hacerte nada!”. L fumó una seca más; al rato se olvidó de las náuseas y empezó a sentir hambre. Agarró un pan y lo mojó en la salsa bolognesa, ¡estaba exquisita! De pronto se acordó de la foto de OG y tuvo una erección muy notoria, era dotadísimo. B, que a sus años ya parecía tener incorporado un radar para detectar bultos, se dio cuenta. “¡Epa! ¡¿Qué pasó?! ¡Se te subió la salsa de tomate a la cabeza!”. L sonreía, coloradísimo.

Efectos secundarios de la fasoterapia

L trataba de comer los tallarines, le parecían larguísimos. B lo miraba expectante: sentía curiosidad por ver cómo le pegaba su primer porro, y además pensaba que la erección de L en la cocina había sido por calentura con él. “¡Voy a buscar una cuchara, estos fideos son difíciles de enrollar!”, dijo L; no se daba cuenta de que ya estaba colocado. Con ayuda de la cuchara devoró los fideos en dos minutos.

Para la sobremesa, B armó otro porro. Estaban sentados los dos en el sillón del living. La rodilla de L contra su muslo le producía un cosquilleo en todo el cuerpo. Se colgó mirando los ojos achinados de L, que estaba radiante y más conversador que nunca. No prestaba atención a lo que decía, con la mirada recorría desde los labios hasta el bulto atrevido en reposo de L. Cuando se animó a pasarle el brazo sobre los hombros, L miró el reloj, eran las cuatro y media y tenía cita con Oso Goloso a las cinco. “Tengo que irme”, dijo. Al despedirse en la puerta, B se le prendió en un abrazo y le dio un beso húmedo en el cuello. “¡Tranquilo, amigo!”, dijo sonriente L.

Era una tarde primaveral. En la calle, L se dio cuenta del efecto del porro, podía percibir el lento crecimiento de los pimpollos del jardín de al lado, sus pies flotaban y, para llegar hasta Rivadavia desde aquel caserón perdido en Flores, se dejó guiar por el ruido del tránsito; “un torrente, música urbana”, pensó. Su oído lo orientó bien: apenas llegó a la parada del 86, apareció un colectivo que en veinte minutos lo dejó a dos cuadras del café Q. Se asombró de estar tan sincronizado con la vida.

En el bar le costó reconocer a OG, que en un gesto maniático se desinfectaba las manos con alcohol en gel. Nada de feromonas osunas, olía más bien a perfumería de shopping. L se sintió incómodo: con la corrida para llegar a la cita, había transpirado; OG revoleaba la nariz rastreando el vaho. “¡Estás empapado!”, dijo. “¡Y vos parecés una perfumería ambulante!”, contestó desfachatado y no pudo contener un ataque de risa. “¿Te comiste un payaso?”, preguntó OG sacudiendo los hombros. Se acercó el mozo y L pidió una cerveza de litro; a su turno, OG pidió con voz de pito una lágrima. “Una láaagrima y un recuerdo…”, canturreó L. “¡¿Estás drogado?!”, preguntó OG. “Sí. Uso terapéutico de la marihuana para el HIV”, respondió L desafiante. “¡No sabía que tenías HIV! ¡Hubieras avisado!”. “¡Pero si lo puse en mi perfil!”. “¡Bueno, no lo leí! –dijo OG prolongando la ‘i’ en un gritito–. Mirá, no lo tomes a mal, pero mejor me voy. Si por lo menos estuvieras sobrio…”, agregó mientras inspeccionaba una mancha de rouge en su pocillo. La apartó con desagrado, dejó diez pesos en la mesa y se levantó cabeceando como una diva ofendida. A L no le importó: al fin, después de tanta depre, se estaba divirtiendo. Quiso servirse más cerveza, pero la botella estaba vacía. Se dejó llevar por el canto de los gorriones, que lo invitaban a tomarse otra en la plaza.

Lunes otra vez

El despertador sonó a las siete. L interrumpe la alarma y vuelve a dormirse, está resacoso, el despertador vuelve a sonar a los cinco minutos, lo vuelve a apagar, es su estrategia, lo apaga tres o cuatro veces cada mañana, la “fiaquita” que se permite hasta un rato antes de las siete y media, cuando se despereza y sale de la cama. Hoy no va a hacer abdominales, ya hizo anoche bastante ejercicio: bajo el efecto del porro que había fumado con B, intensificado por la última cerveza en la plaza y empujado por los latidos de su pija morcillona, decidió ir a un cine porno. La cita se le había frustrado y la leche tenía que sacársela. Exprime un limón que toma en ayunas para combatir la resaca y se mete en la ducha. Los garches de anoche en el cine resurgen, el chorro caliente y el vapor lo envuelven y lo excitan. ¿Será un efecto rebote del faso de ayer?, se pregunta.

Desde que se enteró de que es portador, desayuna bien: café, yogur con muesli y germen de trigo; jugo de naranja con levadura virgen y un omelette de claras, receta que le pasó La Masa, un compañero de oficina fisicoculturista, apodado así por su contextura similar a la del luchador de la tele. L cree que La Masa se le insinúa, ignora que es toquetón de puro campechano hétero que es, La Masa es de esos que viven tocándose el culo entre amigos. Y L, perturbado, no quiere mezclar las cosas: nadie en la oficina sabe que es homosexual.

Por ser lunes se siente bastante bien de ánimo; siempre que el clima acompaña, va a la oficina caminando. “¡A disfrutar del último solcito del día!”, se dice en chiste y con resignación a las nueve menos cinco. Le espera otra jornada bajo la vigilancia de la maldita Sargenta, su jefa, que no permite conversaciones personales en horario de trabajo; otra vez él y sus compañeros vestidos de traje gris o azul. “Nada más gris que el gris combinado con el azul”, piensa y mete la tarjeta en el reloj, siempre puntual para cobrar por presentismo. La Masa, al verlo tan sonriente, se le acerca a decirle: “¡Qué cara de feliz cumpleaños, papá, parece que la pusimos! ¡Je je!”. “Je je”, responde L, que acelera el paso para llegar al sector Emisión; para salir del apuro, nada mejor que aquel silencio obligado en los dominios de la Sargenta. Como siempre, apenas se pone a trabajar su humor cambia, abrocha las pólizas y estampa los sellos con odio, cae en la cuenta de lo infeliz que es en esa cueva, harto de la parodia y de inventarle historias a La Masa, que cada vez que lo encuentra en el baño le pregunta cómo son las minas que se coge, si tal o cual tiene la concha apretadita, los pezones en parche o en puntita… Hasta que se calienta y le mete mano: “Con esa herramienta las debés tener locas”. L, incómodo, no quiere calentarse porque no lo puede disimular, no sabría dónde meterse si en el trabajo se enteraran de que es gay, mucho peor ahora, que encima es portador de HIV. “Chick, chick, chicken”, murmura entre dientes apretando la abrochadora; “pum, pum, pum”, se desquita con los sellos.

Chorizos, morcillas y chinchulines

Antes del horario de salida L fue al baño; La Masa estaba ahí, meando. L deja siempre un mingitorio de por medio porque le da vergüenza que lo miren, todos en la oficina sienten curiosidad porque La Masa, desde su metro noventa, puede vérsela aunque esté en la otra punta de los mingitorios y ya le hizo fama de pijón. “¡Pelando la nutria!…”, le dijo jodón mientras la sacudía. La Masa es buen tipo, y tras esa máscara chistosa hay un hombre que también ha sufrido. Al contrario de lo que supone L, La Masa sabe bien lo que es el VIH, su mejor amigo murió por eso hace diez años: de adolescentes se picaban juntos todo lo que podían, merca, quetalar… Su amigo estaba infectado y La Masa por mucho tiempo pensó que él también, más de una vez habían compartido la jeringa. Pero no, y por eso siente que tiene un dios aparte y vive agradecido de la vida. Tiene seis hermanos, o mejor dicho, cinco hermanos y una hermana, la séptima, el séptimo para la tradición que se cumple por más travesti que sea: además de famosa por ser la única ahijada protocolar del presidente Perón, todos en el barrio la llaman La Loba.

Mientras La Masa se acomodaba el uniforme frente al espejo, le comentó a L que estaba planeando una fiesta para festejar sus treinta años. “No me podés fallar, amigo. No te vas a arrepentir, mi hermana es la mejor asadora de Pablo Nogués y ya encargué diez kilos de asado, el festejo se viene con todo”. Sin que L tuviera tiempo de inventar una negativa, La Masa le alcanzó un planito dibujado de puño y letra. El gesto conmovió a L.

El domingo siguiente llegó puntual al asado. Para L, rata de ciudad, el fondo de la casa de La Masa era fascinante. Había unos veinte invitados, L era el único de la oficina y el único rubio de la fiesta. La Masa le presentó primero a su esposa F y a sus dos hijos, G de cinco y H de siete; luego a sus hermanos, M, N, O, P, Q y... ¡Z! “La Loba”.

—¡Encantada! –dijo acomodándose el vestido floreado y le extendió la mano–. ¡Qué bombón, tu compañerito!

Las mejillas de L ardieron.

—¡No seas tímido! –le dijo La Masa–. Vení que te presento a los demás. ¿Qué querés tomar?

Al rato estaban casi todos sentados a una larga mesa, bajo la sombra de tres ciruelos. “¿Quién come chorizo?”, preguntó La Loba en tono cantarín desde su puesto de asadora. “¡A mí me gusta más la morcilla!”, gritó La Masa aflautando la voz. Y de pronto saltó de abajo de la mesa su hijo, el más chico, haciendo morisquetas. “Y a míiiii… ¡me gusta el chinchulín!”, gritó y salió corriendo. Todos a las risotadas, los vasos y las botellas se sacudían de risa también. El vino había sensibilizado a L, que estaba a punto de lagrimear de emoción cuando un olorcito le hipnotizó la nariz. Era La Loba que, con discreción, antes de empezar a servir, le daba una seca a un porrito en la soledad de la parrilla. “Cosecha propia”, le dijo cómplice La Masa mientras le servía más vino.

El cultivo de la amistad