TRES CUENTOS ESPIRITUALES

 

 

PABLO KATCHADJIAN

 

 

 

Blatt & Ríos

Pablo Katchadjian nació en Buenos Aires en 1977. Publicó las novelas En cualquier lado (Blatt & Ríos, 2017), La libertad total (Bajo la luna, 2013), Gracias (Blatt & Ríos, 2011) y Qué hacer (Bajo la luna, 2010); el libro de relatos El caballo y el gaucho (Blatt & Ríos, 2016); otros libros de género más dudoso como La cadena del desánimo (Blatt & Ríos, 2012), Mucho trabajo (Spiral Jetty, 2011), El Aleph engordado (IAP, 2009) y El Martín Fierro ordenado alfabéticamente (IAP, 2007); y cuatro libros de poesía: el cam del alch (IAP, 2005), dp canta el alma (Vox, 2004) y, en colaboración con Marcelo Galindo y Santiago Pintabona, La Gioconda (Iván Rosado, 2016) y los albañiles (IAP, 2005).

Su obra fue traducida al inglés, francés, portugués, armenio y hebreo. En Blatt & Ríos dirige la colección La nariz.

 

 

 

Pablo Katchadjian en Blatt & Ríos

 

Gracias

La cadena del desánimo

El caballo y el gaucho

En cualquier lado

 

 

 

Colección La Nariz (dirigida por Pablo Katchadjian)

 

Últimos ritos

Aram Saroyan

 

El obelisco

Vasil Bykov

 

Arena Movediza

Robert Ashley

 

Un prisionero del Cáucaso

Andrei Bitov

 

Nota del autor

“Tres” es, en principio, indiscutible: los textos que componen este libro son tres. “Cuentos” es dudosa: ¿qué es un cuento? Para mí son cuentos, pero entiendo que fácilmente se me podría rebatir. De todos modos, no me preocupa tanto esto como la tercera palabra: “espirituales”. ¿Qué significa? Tengo que decir que el título, como casi todo lo que me gusta, se me ocurrió antes de pensarlo. Y que después, cuando quise pensarlo, me di cuenta, sin sorpresa, de que era problemático. El problema mayor es la palabra “espirituales”, porque es una palabra que perdió, de alguna manera, el significado y peso que pudo haber tenido durante un tiempo indefinido –los últimos mil quinientos años, por ejemplo– y ganó un significado liviano y un poco tonto que es el que la hace circular actualmente en todos los terrenos, incluidos el empresarial y el político. La palabra me gusta por su movimiento de pérdida y ganancia, pero ninguno de los dos significados –el perdido y el ganado– me interesan. Lo que me interesa es que, por estar la palabra entre un significado perdido y pesado y otro ganado pero liviano y blando, uno se vea obligado a pensarla cuando la dice: vibra si no se la piensa. Pero también vibra cuando se la piensa. ¿Qué quiero decir, entonces, cuando digo, en el título, que estos tres cuentos son espirituales? No lo sé, y quizá no se pueda saber con precisión.

Pero sé que es la palabra adecuada. En los cuentos hay un poeta, hay un santo, hay fantasía mítica, pero no es eso lo que los puede hacer “espirituales”. Hay transformación radical, pero tampoco es eso. Ni tampoco es la oposición a “materiales”, porque no hay tal oposición: los cuentos no surgen de una idea y, creo, resultan más materiales mientras más se alejan de las cosas que los rodean. ¿Qué significa esto? Así dicho, muy poco, aunque tiene que ver, pienso –para permanecer en el mismo terreno semántico–, con la oposición entre misticismo y mesianismo.

Misticismo y mesianismo… Vuelvo antes a la preocupación que me genera la palabra “espirituales”. Cada época reconfigura un poco la estupidez para que no se vea del todo. Cuando se ve del todo es… El otro día, estaba en un bar y escuché que un hombre de unos cuarenta años le decía a una pareja de ancianos de otra mesa: “El inglés es la base de todo”. Seguí haciendo lo mío, pero cada tanto me llegaba una frase y la anotaba. El hombre dijo: “Mis cuarenta son los treinta de antes”. Un rato después el hombre dijo que era amigo de una ministra del gobierno nacional. Entonces el viejo le dijo al hombre: “Ese diputado, el zurdo ese, tiene una cuatro por cuatro”. El hombre hizo un gesto de desdén hacia el diputado y en respuesta el viejo empezó a elogiar a “Pinochito”, que “si viviera boletearía a un par”. Cuando su esposa –a quien yo no podía escuchar bien porque hablaba bajo y estaba de espaldas– le dijo al viejo que no dijera esas cosas en voz alta, él le respondió que no le importaba, y entonces el hombre joven, cómplice, dijo: “Pinochito, el de Disney”. Todos se rieron.

“El inglés es la base de todo” podría haber sido el título de algo. De este prólogo, por ejemplo. “Pinochito” que “boletearía a un par” podría ser la base de un relato hermoso, aunque ya está escrito. ¿Y qué decir de “mis cuarenta son los treinta de antes”? Lo digo yo ahora: “Nací en 1977, pero mis cuarenta son los treinta de antes”. ¿Y de “el zurdo ese tiene una cuatro por cuatro”? Bueno, dejo a estos ciudadanos que hablaban en el bar. Quiero decir algo sobre la oposición entre misticismo y mesianismo: el mesianismo mira hacia afuera –la Historia, el mensaje, la coherencia del mensaje, la aceptación del mensaje por parte de los que lo escuchan– y el misticismo hacia adentro, hacia el centro donde están todos los sentidos apilados y fundidos en un único sentido que no se puede conocer. No soy yo el místico, pero pienso que los tres cuentos sí, al menos en un aspecto: van de afuera hacia adentro. Son como telarañas. Es lo que terminó quedando y lo que, quizá, justifica la tensión del título.

Pero no del todo. Porque pienso ahora que si se alejan debe ser para poder acercarse. Estuve poniendo y sacando durante la corrección dos epígrafes que finalmente no quedaron. El primero era una frase de Alain Badiou que me pareció afín a los cuentos: “una infernal agitación inmóvil”. O no afín: es como si los cuentos partieran de esa situación. “Una infernal agitación inmóvil” nos envuelve cuando estamos en un intervalo entre dos acontecimientos con la sensación –falsa– de que nada comienza ni va a comenzar. El otro epígrafe era una parte de un poema de Santiago Pintabona: “No tan lejos retumban las olas / Florece la espuma y el aire se / Quiebra y se derrama la imaginación / En la fantasía independiente”. La imaginación, la fantasía independiente, no tan lejos: así se sale del intervalo, podrían decir los cuentos. ¿Eso dirían? No sé. Pero si lo dijeran, o si dijeran cualquier otra cosa, los cuentos irían, también, de adentro hacia afuera, porque estarían diciendo algo, y entonces misticismo y mesianismo no serían una oposición sino una tensión o apenas distintos aspectos de un mismo movimiento que va hacia adentro para ir hacia afuera. O que se aleja de las cosas para ir hacia las cosas. El movimiento es lo único que se puede leer. Un movimiento ambivalente. Y la ambivalencia es la ventana por la que entran los espíritus.

 

 

P. K., 2018

Informe sobre la muerte del poeta

Menos mal

 

 

 

 

 

 

 

 

Tras dos días de búsqueda, lo encontramos al poeta en la espesura, escondido en el hueco de un tronco. “Salí de ahí”, le dijimos, pero él, temblando, nos respondió que lo dejáramos dormir. “¡No es hora de dormir!”, le dijimos, y, entre risas, lo sacamos de su hueco. Entonces él se tiró al suelo hecho un ovillo, protegiéndose la cabeza como si fuéramos a patearlo. Quizá por eso lo pateamos un poco y después, satisfechos, lo agarramos de los brazos, lo levantamos y, a empujones, lo obligamos a caminar. Ahí fue que el poeta, magullado y con la nariz sangrando, se enderezó y nos dijo: “Les va a pasar algo...”. “¿Ah, sí? ¿Qué nos va a pasar?”, le preguntamos. “No sé”, nos respondió con una sonrisa torcida. Uno de nosotros le dio un golpe seco y contundente en la nuca y todos nos reímos. “¿Qué nos va a pasar? ¿Eh, poeta?”, insistimos. Pero él se quedó callado, quizá confundido por el golpe, y nosotros volvimos a reírnos.

Cuando llegamos al pueblo, la multitud que nos esperaba empezó a aplaudir al ver que el poeta estaba con nosotros. “¡Burro!”, le gritaban. Y también: “¡Mentiroso!”. Risas y aplausos, en general, pero también algunas caras de preocupación, ya que lo que hacíamos tenía un riesgo: si el poeta era un verdadero poeta, el castigo caería sobre la comunidad. Pero los sabios ya habían dicho, cuando nos ordenaron buscarlo, que él no era un verdadero poeta sino un burro y un mentiroso, y que eso, sumado a la desaparición –que los sabios habían interpretado como una muerte– de la chica joven y atractiva que estaba enamorada de él, los habilitaba a perseguirlo; habían dicho: “¿No sólo es un burro y un mentiroso sino que además provoca la muerte de una chica joven y atractiva que lo quiere y, así, desprecia no sólo la poesía sino también el amor? ¿Y, además, luego escapa para evadir las consecuencias de sus acciones?”.

Siguiendo el ritual acostumbrado, dejamos al poeta atado a un palo en la plaza central para que la gente lo insultara durante un día. Y lo insultaron sin tregua. Nos dio un poco de pena en cierto momento, porque el poeta lloraba, pero los sabios dijeron que no debía darnos pena y le dijeron al poeta que era un burro. Ahí, por suerte, el poeta empezó a insultar también. No a insultar, en verdad, sino a responder cosas absurdas. Dijo, por ejemplo: “Burro es el que les da el material”. Y también: “En unos años sus nietos se comerán el guiso que ustedes dejaron preparado”. Algunos, incómodos y asustados, trataron de discutir con él: le leyeron los versos que había publicado y le preguntaron si realmente le parecían valiosos. Entonces el poeta se puso serio y respondió que el único error suyo había sido no prever que se esforzarían tanto por no entender sus humildes escritos. “Pedante, además de burro y mentiroso”, dijo uno de los sabios. Algunos poetas oficiales dijeron, para sostener esta idea, que sus versos eran malísimos, y explicaron de una manera puntillosa y marcial por qué no había nada que entender en ellos. Hubo gestos de aprobación, y entonces alguien le preguntó al poeta si quería discutir con los poetas oficiales, pero el poeta se negó: dijo que sería como si un ganso discutiera con los ratones que debe comerse. Esto provocó risas e insultos.

Al otro día, a la mañana, el poeta se había escapado. Cuando los sabios inspeccionaron el palo para descubrir si alguien lo había desatado o si él se había desatado solo, encontraron una frase raspada en la madera que los enervó: “El que chupa flores se convierte en abeja”. ¿Hablaba de él o de nosotros? ¿Quién chupaba flores? “Los malos poetas chupan flores”, dijeron los sabios, e interpretaron el mensaje como una mala metáfora sobre su huida: se había ido volando. Y, dijeron, había grabado el mensaje con su aguijón, por lo que, como las abejas cuando lo usan, se estaba muriendo en algún lugar solitario. No teníamos ganas de volver a buscarlo, y nos esperanzó la idea de que quizá, si se estaba muriendo, los sabios nos eximirían del esfuerzo, pero una de ellos dijo: “No, estamos interpretando mal, esto es otra provocación: nos está llamando chupaflores, abejas, a nosotros”. “¿Qué tiene de malo ser llamado abeja?”, preguntamos, y otro sabio dijo: “Las abejas son trabajadoras, viven en comunidad, construyen, etc. Pero, para él, eso es chupar flores y ser un insecto. Otra vez, el poeta se burla de todos nosotros con un verso malo”. Así que nos mandaron a buscarlo de nuevo.

Fuimos al tronco donde lo habíamos visto la vez anterior pero no estaba ahí. Seguimos camino y llegamos a un mercado de un pueblo vecino donde compramos cosas con dinero de la comunidad. Pero esas cosas no eran para nosotros: nuestra intención no era comprar sino buscar al poeta, y pensamos que él podía estar escondido en el mercado y que, para buscarlo, debíamos actuar como compradores normales. También comimos en una taberna y bebimos, porque nos pareció que de esa forma bohemia podríamos atraer al poeta o, en todo caso, pensar como él y, así, descubrir su escondite. Pero se nos había dicho que el poeta no bebía. Quizá como producto de este olvido al otro día amanecimos con dolor de cabeza y culpa. Esto no nos detuvo en nuestra búsqueda. Nos internamos en la espesura y, sin mucha expectativa, volvimos al tronco donde lo habíamos encontrado la primera vez. Seguía sin estar ahí, pero nos había dejado una nota, escrita con ramitas partidas pegadas con baba de caracol, que decía: “No soy yo el que está acá en este momento”. Furiosos, dimos vueltas por el bosque todo el día sin éxito. Cuando volvimos a nuestro pueblo, agotados, el sol ya caía tras el horizonte nebuloso. El horizonte nebuloso indica un futuro espeso. No malo ni bueno sino espeso. Eso dicen nuestros sabios. ¿Significaba que debíamos dejar al poeta libre? ¿O el futuro espeso se debía a nuestro fracaso? Se interpretó lo segundo y se nos conminó a encontrar al poeta de la forma que fuera, sin reparar en medios ni gastos ni formas. Se nos permitió descansar esa noche y salir al día siguiente. Y se nos aclaró que sin el poeta nos estaría prohibida la entrada al pueblo. “Maldito poeta”, dijimos. “¿Quién liberó al poeta de su palo?”, preguntó uno de nosotros. “¿Se habrá desatado solo?”, preguntó otro. “¿Y quién lo ató?”, preguntó otra. Lo habíamos atado entre todos. “Bueno, basta de discutir”, decidimos, y nos fuimos a descansar.

Soñamos con el poeta, que se burlaba de nosotros, que nos escupía la cara y los dioses lo aplaudían. Preocupados, comentamos el sueño con los sabios antes de salir y ellos nos explicaron que el sentido del sueño, contra lo que podía parecernos, no era que estábamos equivocados sino que el poeta nos daba miedo, pero que debíamos notar que el poeta sólo podía escupir, es decir, que era inofensivo; quizá los dioses aplaudían por ese espíritu travieso que a veces tienen, es decir, esa costumbre de disfrutar de las desdichas de los que están abajo, explicaron, pero de ninguna manera podía pensarse que los dioses aplaudían al poeta. ¿No habíamos leído sus versos? Sí, habíamos leído algunos, pero nos resultaban tan extraños que… Los sabios nos leyeron unos versos que decían “me como la mano de mi enemigo” en cierto momento, y en otro momento “me como la mano que me da de comer”. Estas ideas tan sencillas y transparentes nos enervaron, y así, enervados, salimos a buscarlo sin saber bien por dónde empezar ni qué criterio seguir. ¿No podía ser que el poeta estuviera ya demasiado lejos? A mayor distancia, mayor cantidad de espacios donde esconderse. Primero pensamos en separarnos; nos asustó la idea, así que miramos el cielo para encontrar una señal, pero no la vimos. “¡Perros!”, dijo uno de nosotros. “¿Qué?’”, le preguntamos. “Perros, necesitamos perros que nos guíen”. ¿Cómo no se nos había ocurrido antes? Volvimos al pueblo. “¿Tan pronto?”, nos dijeron los guardias de la puerta. “No tenemos al poeta”, les dijimos. “Entonces no pueden entrar”, nos dijeron. “Tenemos que comentar algo con los sabios”, dijimos. “No se puede, nos dieron esta orden: que no los dejemos pasar si no traen al poeta”, dijeron. “¿Ni siquiera para comentar algo con los sabios?”, preguntamos. “No, ni siquiera”, nos respondieron. Eso nos afectó, pero nos repusimos y dijimos: “Está bien. Sólo queremos entrar para buscar perros”. “¿Perros? ¿Para qué?”, nos preguntaron. “Para que nos guíen”, dijimos. “Ah, es una buena idea, pero igual no pueden entrar así que no van a tenerlos”, dijeron. “¿Y no podrían traerlos ustedes?”, preguntamos. “Ah, claro, por qué no, podemos tratar”, dijeron. “Bueno, queremos perros que hayan olido el palo donde el poeta estuvo atado y también otras pertenencias que pueda haber del poeta, como por ejemplo sus escritos”, aclaramos. Los guardias dijeron que averiguarían y enseguida nos dirían. Esperamos mucho tiempo en la puerta y eso nos hizo sentir unos desterrados, es decir, desterrados por culpa del poeta, y el pensamiento nos deprimió. Finalmente llegaron los guardias con varios perros de apariencia peligrosa; nos dijeron que los sabios estaban de acuerdo con la idea pero que les parecía, al mismo tiempo, que llevar perros nos quitaría mérito a nosotros. Dijimos que no nos importaba, que los queríamos igual, y nos los dieron.

Los perros al principio parecían desorientados y tristes; olfateaban pero distraídamente, como derrotados; se rascaban y se quedaban quietos, volvían a olfatear, lloriqueaban… Hasta que eligieron sin dudar una dirección. ¿Cómo podían elegir? Si el poeta seguramente estaba lejos, ¿qué podían oler? Nos dejamos llevar con desgano durante un buen rato: si nadie sabía, daba lo mismo cualquier dirección. Parecía, incluso, que los perros nos hacían caminar en círculos. “¿Los círculos son cada vez más chicos, quizá?”, preguntó uno de nosotros. “No parece”, dijimos todos. Por eso nos sorprendió cuando, con la tarde ya caída, los perros se arrojaron contra un árbol y comenzaron a ladrar enloquecidos: era el mismo árbol de siempre, pero el poeta no estaba en el hueco sino en la copa, muy alto. “¡La copa!”, dijimos. “¿Quiénes son estas cotorras que chillan bajo mi árbol?”, gritó él. Nos reímos de alegría: ese era nuestro poeta, nuestro enemigo, y estaba en nuestras manos de nuevo. “¡Bajá porque si no deberemos subir a buscarte!”, le gritamos. “¡No voy a bajar, estoy pensando!”, gritó él. Los perros ladraban rabiosos y arañaban el tronco. Uno de nosotros empezó a trepar, pero en cierto momento dijo que le daba vértigo y bajó. Así que empezamos a tirar piedras. El poeta se cubría y cada tanto atrapaba una piedra y la devolvía. Parecía un juego hasta que una de las piedras le dio en la cabeza a uno de nosotros. La cabeza ensangrentada nos puso en un estado parecido al de los perros y empezamos a trepar todos juntos; alcanzamos al poeta y nos colgamos de sus ropas, y el poeta cayó al suelo ruidosamente. Mientras bajábamos, el poeta trató de escapar y los perros lo retuvieron mordiéndolo por todo el cuerpo. “¡No lo maten!”, gritamos. Tuvimos que golpear a los perros para que lo soltaran. El poeta estaba muy magullado pero seguía vivo. Cubierto de sangre, rengueando, nos dijo: “Estaba imaginando unos versos sobre sus vidas”. “¡Sus vidas!”, repetimos furiosos, y le pegamos un poco, lo atamos y, satisfechos, volvimos al pueblo.

Llegamos en medio de la noche, agotados, envueltos en una nube de ladridos. Al poeta lo habíamos hecho avanzar a patadas, y eso nos había cansado mucho las piernas. Los guardias nos felicitaron y se llevaron a los perros. Fuimos recibidos con alegría, pero los sabios nos dijeron que nuestro mérito era menor por haber llevado perros. “No nos importa, ahora sólo queremos que el poeta reciba su merecido”. “Primero habrá que curarlo”, dijeron, “ya que los perros, además de encontrarlo, lo lastimaron mucho, y no sólo los perros, por lo que vemos”. “¿No se podrá obviar la curación y proceder directamente al castigo?”, preguntamos preocupados. “No, debieron haber evitado las heridas, porque, como ustedes ya deberían saber, el reo no puede ser castigado de una manera mientras ya está castigado de otra”. “Ustedes no pueden castigarme”, dijo el poeta, y uno de los sabios le respondió: “Nosotros sólo somos el brazo ejecutor del castigo del que vos mismo te hiciste merecedor”. “Merecedor”, repitió el poeta, y empezó a reírse como un loco, y después dijo “brazo ejecutor