Título original inglés: Howl’s Moving Castle

© de la obra: Diana Wynne Jones, 1986

© de la traducción: Irina C. Salabert, 2018

© de los detalles que acompañan el texto: Lehanan Aida, 2018

© de la presente edición: Nocturna Ediciones, S.L.

c/ Corazón de María, 39, 8.º C, esc. dcha. 28002 Madrid

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Primera edición en Nocturna: junio de 2019

Edición digital: Elena Sanz Matilla

ISBN: 978-84-17834-10-4

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EL CASTILLO AMBULANTE

sombrero

Capítulo 1

En el que Sophie habla con los sombreros

En el país de Ingary, donde existen cosas como las botas de siete leguas o las capas de invisibilidad, ser el mayor de tres hermanos es bastante desafortunado. Todo el mundo sabe que serás el primero en fracasar, y de la peor manera, si los tres vais en busca de fortuna.

Sophie Hatter era la mayor de tres hermanas. Ni siquiera era la hija de un carpintero pobre, cosa que podría haberle concedido cierta posibilidad de éxito. Sus padres eran personas acomodadas y poseían una sombrerería femenina en la próspera ciudad de Market Chipping. Bien es verdad que su madre murió cuando Sophie tenía cuatro años y su hermana Lettie, uno, y su padre se casó con la dependienta más joven de la tienda, una chica rubia muy guapa que se llamaba Fanny. Poco después, Fanny dio a luz a la tercera hermana, Martha. Eso debería haber convertido a Sophie y Lettie en las hermanastras feas, pero en realidad las tres jóvenes embellecieron al crecer, aunque todo el mundo decía que Lettie era la más hermosa. Fanny trataba a las tres con el mismo cariño y no privilegiaba a Martha en modo alguno.

El señor Hatter estaba orgulloso de sus tres hijas y las envió al mejor colegio de la ciudad. Sophie era la más estudiosa: leía mucho, y pronto se dio cuenta de las pocas perspectivas que tenía de un futuro interesante. Eso le supuso una decepción, aunque siguió sintiéndose satisfecha al cuidar de sus hermanas y preparar a Martha para cuando le llegara el momento de ir a buscar fortuna. Como Fanny siempre estaba ocupada en la tienda, Sophie era quien se encargaba de cuidar a las pequeñas. Entre esas dos se producía una cantidad considerable de gritos y tirones de pelo. Lettie no se resignaba en absoluto a ser la que, después de Sophie, estuviera destinada a tener menos éxito.

—¡No es justo! —gritaba—. ¿Por qué tiene Martha que llevarse lo mejor simplemente por ser la más joven? ¡Yo me casaré con un príncipe, para que os enteréis!

A lo que Martha siempre replicaba que ella sería asquerosamente rica sin necesidad de casarse con nadie.

Entonces Sophie tenía que separarlas y arreglarles la ropa. Era muy hábil con la aguja. Con el tiempo, pasó a coserles ella misma las prendas. A Lettie le hizo un vestido rosa oscuro, en la fiesta del primer día de mayo anterior al comienzo de esta historia, que Fanny dijo que parecía salido de la tienda más lujosa de Kingsbury.

Fue por esa época cuando todo el mundo volvió a hablar de la Bruja del Páramo. Se rumoreaba que había amenazado la vida de la hija del rey y que este había ordenado a su hechicero personal, el mago Suliman, que fuese al Páramo y se encargara de la bruja. Y, por lo visto, el mago Suliman no sólo había fallado al encargarse de la bruja: ella lo había matado.

Así que cuando, unos meses después, apareció en las colinas que se recortaban sobre Market Chipping un castillo negro y alargado, despidiendo nubes de humo negro por sus cuatro altas y estrechas torrecillas, a nadie le cupo duda de que la bruja había salido nuevamente del Páramo y estaba a punto de aterrorizar al país, tal como había hecho cincuenta años atrás. Desde luego, la gente se asustó mucho. Nadie salía solo, en especial de noche. Lo que más miedo daba era que el castillo no permanecía quieto en un sitio. A veces era una mancha negra y alta en los páramos del noroeste, a veces se alzaba sobre los peñascos al este y a veces descendía por la colina para situarse en el brezal, un poco más allá de la última granja al norte. Incluso a veces era posible ver cómo se movía, con las torres expulsando humo en bocanadas de un gris sucio. Durante un tiempo, todo el mundo se convenció de que el castillo no tardaría en bajar al valle, y el alcalde mencionó la posibilidad de pedir ayuda al rey.

Pero el castillo siguió deambulando por las colinas y se descubrió que no pertenecía a la bruja, sino al mago Howl. Y con el mago Howl ya tenían suficiente. Aunque no parecía desear salir de las colinas, se lo conocía por entretenerse coleccionando jovencitas para absorberles el alma. Algunos decían que se comía su corazón. A Sophie, Lettie y Martha, al igual que a todas las demás chicas de Market Chipping, se les advertía que no salieran solas de casa, lo que les resultaba un gran fastidio. Se preguntaban para qué utilizaría el mago Howl todas las almas que recolectaba.

Sin embargo, pronto tuvieron otras preocupaciones, pues el señor Hatter murió de improviso justo cuando Sophie llegó a la edad suficiente para dejar el colegio. Entonces se demostró que el señor Hatter había estado verdaderamente demasiado orgulloso de sus hijas: las cuotas escolares que había ido pagando habían sumido la tienda en deudas considerables. Cuando terminó el funeral, Fanny tomó asiento en el salón de la casa colindante con la tienda y explicó la situación.

—Me temo que las tres deberéis abandonar el colegio —dijo—. He estado haciendo cuentas de todo tipo, y lo único que se me ocurre para seguir con el negocio y ocuparme de vosotras es colocaros de aprendizas en algún sitio prometedor. No sería práctico teneros a las tres en la tienda, no puedo permitírmelo. Por tanto, esto es lo que he decidido. Primero Lettie…

Lettie alzó la vista, resplandeciente de salud y belleza que ni siquiera la pena ni la ropa de luto podían ocultar.

—Quiero seguir aprendiendo —musitó.

—Y así será, cariño —respondió Fanny—. Lo he organizado para que seas aprendiza de Cesari, el pastelero de Market Square. Allí tienen fama de tratar a sus novicios como a reyes y reinas, y deberías ser muy feliz, además de aprender un oficio útil. La señora Cesari es una buena clienta y una buena amiga, y ha aceptado hacerte un hueco a modo de favor.

Lettie se rio de una forma que dejaba claro que no estaba contenta ni por asomo.

—Vaya, gracias —contestó—. ¿No es una suerte que me guste cocinar?

Fanny pareció aliviada. En ocasiones, Lettie podía llegar a ser desagradablemente tenaz.

—Y tú, Martha —continuó—, sé que eres demasiado joven para trabajar, así que he pensado en algo que te aporte un aprendizaje duradero y tranquilo, y que te siga siendo útil para lo que decidas hacer después. ¿Conoces a mi vieja amiga del colegio Annabel Fairfax?

Martha, que era esbelta y rubia, fijó sus grandes ojos grises en Fanny con una tenacidad casi equiparable a la de Lettie.

—Te refieres a la que habla mucho —dijo—. ¿No es una bruja?

—Sí, con una casa bonita y clientes por todo el valle Folding —aseguró Fanny con vehemencia—. Es una buena mujer, Martha. Te enseñará todo lo que sabe y es muy probable que te presente a las personas distinguidas que conoce en Kingsbury. Estarás preparada para la vida cuando termine contigo.

—Es una señora agradable —concedió Martha—. De acuerdo.

Mientras escuchaba, Sophie sintió que Fanny lo había dispuesto todo tal y como debía ser. Lettie, al ser la segunda hija, nunca había sido probable que llegara muy lejos, por lo que Fanny la había colocado donde podría conocer a un aprendiz joven y guapo, y vivir feliz por siempre jamás. Martha, que estaba destinada a destacar y hacer fortuna, dispondría de hechizos y amigos ricos que la ayudarían. Y en cuento a ella misma, a Sophie no le cabía duda de lo que le aguardaba. No le sorprendió cuando Fanny dijo:

—Y en tu caso, Sophie, querida, creo que lo más apropiado y justo es que tomes las riendas de la sombrerería cuando me retire, dado que eres la mayor. En consecuencia, he decidido tomarte de aprendiza para que tengas la oportunidad de familiarizarte con el negocio. ¿Qué te parece?

Sophie, que no podía decir que lo único que sentía por el comercio de los sombreros era resignación, le dio las gracias con verdadera gratitud.

—Entonces, ¡todo resuelto! —exclamó Fanny.

Al día siguiente, Sophie ayudó a Martha a meter la ropa en una caja, y la mañana del día después todas contemplaron cómo se alejaba en el carruaje, donde se la veía pequeña y muy erguida y nerviosa. El camino hacia Upper Folding, donde vivía la señora Fairfax, se extendía por las colinas más allá del castillo ambulante de Howl y, comprensiblemente, Martha tenía miedo.

—Estará bien —dijo Lettie.

Luego rechazó su ayuda para hacer la maleta. Cuando el carruaje se perdió de vista, Lettie embutió todas sus pertenencias en la funda de una almohada y pagó seis peniques al chico de los recados del vecino para que cargara con ellas en una carretilla hasta la tienda de Cesari en Market Square.

Al emprender la marcha tras la carretilla, su aspecto era mucho más alegre de lo que Sophie se esperaba. De hecho, parecía ir sacudiéndose el polvo de la sombrerería con cada paso que daba.

El chico de los recados trajo de vuelta una nota garabateada de Lettie en la que explicaba que ya había colocado sus cosas en el dormitorio de las chicas y que la tienda de Cesari parecía un sitio divertido. Una semana después, el cochero del carruaje vino con una carta de Martha en la que les informaba de que había llegado bien y la señora Fairfax era «un encanto y usa miel para todo. Tiene abejas». Eso fue todo lo que Sophie supo de sus hermanas por un tiempo, pues su aprendizaje comenzó el mismo día que Martha y Lettie se fueron.

Por supuesto, Sophie ya conocía bien el comercio de los sombreros. Desde niña había estado entrando y saliendo del amplio taller al otro lado del patio, donde los sombreros se humedecían y moldeaban, y se hacían flores, fruta y otros adornos encerados y de seda. Conocía a los trabajadores de allí. La mayor parte de ellos ya se hallaba ahí cuando su padre era un muchacho. Conocía a Bessie, la única dependienta que quedaba. Conocía a las clientas que compraban los sombreros y al hombre que conducía el carro en el que traían del campo sombreros de paja para darles forma con los moldes del taller. Conocía a los demás proveedores y sabía cómo se hacía el fieltro para los sombreros de invierno. No había mucho que Fanny pudiera enseñarle, excepto quizá la mejor forma de conseguir que una clienta comprara un sombrero.

—Guíalas hasta el sombrero adecuado, cariño —le recomendó Fanny—. Primero enséñales los que no les vayan a sentar bien para que vean la diferencia nada más ponerse el adecuado.

En realidad, Sophie no vendió muchos sombreros. Al cabo de un día, más o menos, prestando atención en el taller y otro día dando una vuelta con Fanny para visitar a los mercaderes de telas y seda, Fanny la puso a decorar sombreros. Sophie se sentaba en una pequeña alcoba de la trastienda y cosía rosas en los tocados y velos sobre el velvetón, alineándolos con seda y distribuyendo frutas enceradas y cintas por el exterior como dictaba la moda. Eso se le daba bien. Disfrutaba haciéndolo. Aun así, se sentía sola y un tanto aburrida. Los trabajadores del taller eran demasiado mayores para que su compañía fuera divertida y, además, la trataban como a alguien distinto que algún día heredaría el negocio. Bessie también la trataba así. En cualquier caso, de lo único que hablaba Bessie era del granjero con el que se iba a casar la semana siguiente a la fiesta de mayo. Sophie envidiaba bastante a Fanny, que podía salir a comerciar con el mercader de seda siempre que le apetecía.

Lo más interesante eran las conversaciones de las clientas. Nadie puede comprar un sombrero sin cotillear. Sentada en su alcoba, Sophie cosía y se enteraba de que el alcalde nunca quería comer verduras y de que el castillo del mago Howl había vuelto a deambular por las colinas: en serio, ese hombre…, susurro, susurro, susurro. Las voces siempre bajaban cuando salía a colación el mago Howl, pero Sophie dedujo que había atrapado a una chica el mes pasado. «¡Barba Azul!», dijo uno de los susurros, y luego todos volvieron a convertirse en voces para afirmar que Jane Farrier iba muy ridícula con el peinado que llevaba. Esa sí que nunca atraería al mago Howl, por no hablar ya de un hombre respetable. Luego se produjo un susurro breve y temeroso sobre la Bruja del Páramo. Sophie empezaba a pensar que el mago Howl y la Bruja del Páramo deberían acabar juntos.

—Parecen hechos el uno para el otro. Alguien debería concertar el matrimonio —le dijo al sombrero que estaba cosiendo en ese momento.

Pero a finales de mes todos los cotilleos de la tienda giraron de repente en torno a Lettie. Al parecer, la tienda de Cesari estaba atestada de caballeros de la mañana a la noche, cada uno de ellos comprando grandes cantidades de pasteles y exigiendo que le atendiera Lettie. Para entonces ya acumulaba diez propuestas de matrimonio, cuyo rango iba desde el hijo del alcalde hasta el muchacho que barría la calle, y las había rechazado todas con el pretexto de que aún era demasiado joven para decidirse.

—A eso lo llamo yo ser sensata —le dijo Sophie al tocado que estaba adornando con seda plisada.

A Fanny le complació la noticia.

—¡Sabía que le iría bien! —exclamó con alegría. Entonces Sophie se percató de que a Fanny le alegraba que Lettie no siguiera allí.

—Lettie es inconveniente para la clientela —le dijo al tocado mientras plisaba la seda color champiñón—. Sería capaz de conseguir que incluso un sombrerito pasado de moda como tú pareciera sofisticado. Algunas señoras ven a Lettie y pierden las esperanzas.

Con el paso de las semanas, Sophie se dedicó a hablar más y más con los sombreros. Tampoco es que hubiera casi nadie más con quien hablar. La mayor parte del día, Fanny estaba fuera comerciando o intentado atraer a la clientela y Bessie estaba ocupada atendiendo e informando a todo el mundo de sus planes nupciales. Sophie había adquirido la costumbre de colocar cada sombrero, nada más terminarlo, en su correspondiente perchero, donde se quedaba con pinta de ser una cabeza sin cuerpo, y hacía una pausa mientras le explicaba al sombrero cómo debería ser su cuerpo. También adulaba un poco a los sombreros, porque siempre se debe adular a los clientes.

—Tú tienes un encanto misterioso —le dijo a uno cubierto por un velo con algunos brillos. Y a otro ancho, de color crema y con rosas por la parte inferior del ala, le soltó—: ¡Tú vas a casarte por dinero! —Y a uno de paja, de color verde oruga y con una pluma rizada—: Tú eres tan joven como una hoja primaveral.

A los tocados rosas les decía que tenían un encanto de hoyuelos y a los sombreros elegantes, ribeteados de terciopelo, les decía que eran ingeniosos.

—Tienes un corazón de oro, y alguien de alto rango lo verá y se enamorará de ti —le dijo al tocado champiñón con partes plisadas, pues ese en concreto le daba pena. Parecía muy quisquilloso y corriente.

Jane Farrier entró en la tienda al día siguiente y lo compró. En efecto, llevaba un peinado un poco raro, pensó Sophie al echar un vistazo desde la alcoba, como si se lo hubiera enrollado en una fila de atizadores. Era una lástima que hubiese escogido ese tocado. Aunque últimamente todo el mundo parecía querer comprar sombreros. Tal vez se debiera a cómo lo promocionaba Fanny al charlar con la gente o tal vez a que se acercaba la primavera, pero no cabía duda de que el negocio se estaba recuperando.

—Creo que no debería haberme dado tanta prisa en mandar a Martha y Lettie lejos de aquí —empezó a decir a Fanny con cierta culpabilidad—. A este ritmo nos las hubiéramos apañado.

Había tanta clientela para cuando abril se aproximaba a la fiesta del primer día de mayo que Sophie tuvo que ponerse un modesto vestido gris e ir también a ayudar en la tienda. Pero tanta era la demanda que se esforzaba por adornar a conciencia los sombreros en los huecos que le quedaban entre las clientas, y al atardecer se los llevaba a la casa, en la puerta de al lado, donde trabajaba a la luz de una lámpara hasta bien entrada la noche para terminar los sombreros y poder venderlos al día siguiente. Los sombreros verde oruga, como el que llevaba la mujer del alcalde, estaban especialmente solicitados, así como los tocados rosas. Y un día, la semana anterior al primer día de mayo, vino alguien pidiendo uno color champiñón con partes plisadas como el que Jane Farrier llevaba cuando se fugó con el conde de Catterack.

Esa noche, mientras cosía, Sophie admitió para sí misma que su vida era bastante aburrida. En vez de hablar con los sombreros, se los fue probando uno a uno al terminarlos y se miró al espejo. Aquello fue un error. El modesto vestido gris no le sentaba bien, particularmente ahora que tenía los ojos enrojecidos de tanto coser; y, dado que su pelo era cobrizo, tampoco le favorecía el verde oruga ni el rosa. El champiñón plisado directamente le daba una apariencia aburrida.

—¡Como una solterona! —exclamó Sophie.

No es que quisiera fugarse con condes, como Jane Farrier, o que le atrajese mínimamente la idea de que media ciudad le propusiera matrimonio, como a Lettie. Pero quería hacer algo, aunque no estuviera segura de qué, un poco más interesante que adornar sombreros. Al día siguiente, pensó, haría tiempo para ir a hablar con Lettie.

Pero no fue. Ya fuera porque no encontraba el momento adecuado, porque no se veía con la energía suficiente, porque parecía haber una gran distancia hasta Market Square o porque se acordó de que sola estaría en peligro por el mago Howl, la cuestión es que cada día parecía costarle más ir a ver a su hermana. Aquello era muy extraño. Sophie siempre se había considerado casi tan tenaz como Lettie. Ahora estaba descubriendo que había cosas que sólo podía hacer cuando no le quedaba más remedio.

—¡Esto es absurdo! —dijo—. Market Square está a sólo dos calles de aquí. Si voy corriendo… —Y se juró que daría una vuelta hasta la pastelería de Cesari cuando la sombrerería cerrase el uno de mayo.

Entretanto llegó un nuevo cotilleo a la tienda. Según se decía, el rey había discutido con su hermano, el príncipe Justin, y este se había ido al exilio. Nadie sabía el motivo de la disputa, pero el príncipe había pasado de incógnito por Market Chipping dos meses atrás y nadie se había dado cuenta. El conde de Catterack había ido a buscarle por orden del rey cuando se topó en su lugar con Jane Farrier. Sophie escuchó todo esto con tristeza. Al parecer, sí que pasaban cosas interesantes, sólo que siempre a los demás. Fuera como fuese, sería agradable ver a Lettie.

Llegó el uno de mayo. El regocijo se adueñó de las calles desde el amanecer. Fanny salió temprano, pero a Sophie antes le quedaban un par de sombreros que terminar. Mientras trabajaba se puso a cantar. Al fin y al cabo, Lettie también estaría trabajando: Cesari abría hasta medianoche los días festivos.

—Compraré uno de sus pasteles de crema —decidió—. Hace siglos que no los pruebo. —Contempló cómo la gente se apiñaba al otro lado de la ventana con toda clase de atuendos coloridos, algunos vendiendo artículos de recuerdo o caminando con zancos, y se sintió llena de entusiasmo.

Pero, cuando por fin se colocó un chal gris sobre su vestido gris y salió a la calle, ya no sintió entusiasmo. Sintió agobio. Había demasiada gente andando a toda prisa, riéndose y gritando, un exceso de bullicio y empujones. Sophie se sintió como si los últimos meses, al no haber hecho otra cosa que quedarse sentada y coser, la hubieran convertido en una anciana o en casi una inválida. Se cubrió más con el chal y avanzó lentamente pegada a las casas, tratando de evitar que la gente la pisoteara con sus mejores zapatos o le diera codazos con sus ondeantes mangas de seda. Cuando de algún lugar en lo alto llegó una súbita ráfaga de estallidos, Sophie pensó que se iba a desmayar. Levantó la vista y vio el castillo del mago Howl en la ladera de la colina que se alzaba justo sobre la ciudad, tan cerca que parecía haberse posado en las chimeneas. Sus cuatro torrecillas escupían llamas azules, acompañadas de bolas de fuego azul que explotaban en el cielo de un modo espantoso. Al mago Howl parecía ofenderle la fiesta, o quizás intentaba unirse a la celebración a su manera. Sophie estaba demasiado asustada como para que le importara; de no ser porque se hallaba a medio camino de Cesari, se hubiera ido a casa. Así que echó a correr.

—¿Qué fue lo que me hizo pensar que quería una vida más interesante? —masculló mientras corría—. Me daría demasiado miedo. Esto me pasa por ser la mayor de tres hermanas.

Cuando llegó a Market Square, aquello estaba todavía peor, si es que eso era posible. La mayor parte de las posadas se concentraba en la plaza. Montones de jóvenes achispados iban pavoneándose de un lado a otro, ondeando sus capas de largas mangas, estampando en el suelo botas de hebillas que jamás hubieran soñado con ponerse en un día laborable, soltando piropos a voces y abordando a las chicas. Las chicas paseaban refinadamente de dos en dos, preparadas para que se les acercasen. Eso era perfectamente normal para la fiesta de mayo, pero a Sophie también le daba miedo. Y cuando un joven con un espléndido traje azul y plateado la divisó y decidió abordarla, Sophie se encogió contra la entrada de una tienda e intentó esconderse.

Él la miró sorprendido.

—No pasa nada, ratoncita gris —dijo, riéndose con aire compasivo—. Sólo quiero invitarla a beber algo. No se asuste tanto.

Su mirada de compasión le dio mucha vergüenza. Era un joven apuesto, con un rostro delgado de apariencia sofisticada, algo mayor…, bueno, de veintitantos años, y con el cabello rubio muy cuidado. Sus mangas ondeaban más que ninguna otra en la plaza, con los bordes festoneados y brocados de plata.

—Oh, no, gracias…, si me disculpa, señor —balbució Sophie—. Voy…, voy de camino a ver a mi hermana.

—Entonces vaya, por supuesto —se rio el adelantado joven—. ¿Quién soy yo para separar a una muchacha bonita de su hermana? ¿Le gustaría que la acompañase, ya que parece tan asustada?

Se ofreció por amabilidad, y eso hizo que Sophie se avergonzara más todavía.

—No. ¡No, gracias, señor! —soltó sin aliento, y salió huyendo.

Al pasar junto a él notó que iba perfumado. El aroma de los jacintos la siguió mientras corría. ¡Qué caballeroso!, pensó mientras se abría paso entre las mesas de la terraza de Cesari.

Las mesas estaban abarrotadas y el interior, tan lleno y ruidoso como la plaza. Sophie detectó a Lettie entre la fila de dependientas tras el mostrador por el grupo de evidentes hijos de granjeros que, con los codos apoyados en él, le gritaban piropos. Lettie, más guapa que nunca y quizás un poco más delgada, metía los pasteles en las bolsas tan rápido como podía, cerrando hábilmente cada una con una pequeña trenza y devolviendo la mirada por debajo del codo con una sonrisa y una respuesta por cada bolsa que trenzaba. Se oían muchas risas. Sophie se abrió camino con dificultad hasta el mostrador.

Lettie la vio. Por un momento, pareció sobresaltarse. Luego abrió mucho los ojos, ensanchó la sonrisa y gritó:

—¡Sophie!

—¿Puedo hablar contigo? —chilló Sophie—. ¡En otro sitio! —añadió con cierta impotencia mientras un codo grande y bien vestido la apartaba a empujones del mostrador.

—¡Un momento! —gritó Lettie. Se volvió hacia la chica que tenía al lado y le susurró algo.

La joven asintió, esbozó una gran sonrisa y ocupó su lugar.

—Ahora os atenderé yo —anunció a la multitud—. ¿A quién le toca?

—¡Pero yo quiero hablar contigo, Lettie! —chilló uno de los hijos de granjeros.

—Habla con Carrie —replicó Lettie—. Yo quiero hablar con mi hermana.

Eso a nadie pareció importarle. Empujaron a Sophie a lo largo del mostrador hasta el final, donde Lettie mantenía sujeta una puerta abatible y le hacía señas, y le dijeron que no retuviera a Lettie todo el día. Cuando Sophie bordeó la puerta, Lettie le agarró de la muñeca y la arrastró a la trastienda, a una habitación rodeada de estantes y más estantes de madera, todos ellos cubiertos por hileras de pasteles. Lettie sacó dos taburetes.

—Siéntate —dijo. Examinó distraídamente el estante más cercano y le alargó a Sophie un pastel de crema—. Puede que necesites esto.

Sophie se desplomó en el taburete y aspiró el delicioso olor del pastel, sintiéndose al borde de las lágrimas.

—¡Oh, Lettie! —exclamó—. ¡Me alegro tanto de verte!

—Sí, y yo me alegro de que estés sentada —contestó Lettie—. Verás… No soy Lettie. Soy Martha.

castillo

Capítulo 2

En el que Sophie se ve forzada a ir en busca de fortuna

—¿Qué?

Sophie clavó la mirada en la chica del taburete frente a ella. Era idéntica a Lettie. Llevaba el segun-do mejor vestido de Lettie, uno precioso de color azul que le quedaba de maravilla. Tenía el pelo oscuro y los ojos azules de Lettie.

—Soy Martha —dijo su hermana—. ¿A quién pillaste haciendo trizas su ropa interior de seda? Yo jamás se lo confesé a Lettie. ¿Y tú?

—No —respondió Sophie, estupefacta. Ahora notaba que era Martha: la cabeza de Lettie la inclinaba a la manera de Martha, y entrelazaba las manos en torno a las rodillas para juguetear con los pulgares, igual que Martha—. ¿Por qué?

—Me daba miedo que vinieras a verme —explicó Martha— porque sabía que tendría que contártelo. Ahora que lo he hecho, es un alivio. Prométeme que no se lo dirás a nadie. Sé que no lo harás si lo prometes: eres muy honrada.

—Lo prometo —musitó Sophie—. Pero ¿por qué? ¿Cómo?

—Lettie y yo lo preparamos todo —dijo Martha, jugueteando con los pulgares— porque Lettie quería aprender brujería y yo no. Lettie es lista y quiere un futuro en el que pueda sacar partido a su inteligencia… ¡Pero intenta explicarle eso a madre! Le tiene demasiada envidia a Lettie como para admitir siquiera que es lista.

Sophie no creía que Fanny fuera así, pero lo dejó pasar.

—¿Y qué hay de ti?

—Cómete el pastel —contestó Martha—, es bueno. Ah, sí, yo también puedo ser lista. Sólo necesité dos semanas en casa de la señora Fairfax para encontrar el hechizo que estamos utilizando. Me levantaba por la noche y leía sus libros a escondidas, y fue fácil, en serio. Luego le pedí permiso para visitar a mi familia y me lo concedió. Es un encanto, se pensó que añoraba mi hogar. De manera que me vine con el hechizo y Lettie se marchó con la señora Fairfax haciéndose pasar por mí. Lo más difícil fue la primera semana, cuando no sabía todo lo que se suponía que debía saber. Fue horrible. Pero descubrí que yo a la gente le gustaba (a las personas les gustas, ya sabes, si también te gustan ellas) y eso hizo que todo fuera bien. Y la señora Fairfax todavía no ha echado a Lettie, así que supongo que se las habrá apañado.

Sophie masticó el pastel que ni estaba saboreando.

—Pero ¿a ti qué te impulsó a hacer esto?

Martha se balanceó en el taburete, con una sonrisa de oreja a oreja pintada en la cara de Lettie, y dio vueltas a los pulgares en un alegre remolino sonrosado.

—Yo quiero casarme y tener diez hijos.

—¡Aún no eres lo bastante mayor! —profirió Sophie.

—Aún no —convino Martha—. Pero está claro que tengo que empezar bastante pronto para hacer hueco a diez hijos. Y esto me da tiempo para esperar y ver si a la persona que quiero le gusto por ser como soy. El hechizo se desvanecerá gradualmente y mi verdadero aspecto se irá mostrando poco a poco, ¿sabes?

Sophie estaba tan atónita que se terminó el pastel sin fijarse en de qué era.

—¿Por qué diez hijos?

—Porque esos son los que quiero —dijo Martha.

—¡No tenía ni idea!

—Bueno, no tenía sentido que te incordiara con esto cuando estabas tan ocupada apoyando a madre en su idea de que yo debía hacer fortuna —aclaró Martha—. Tú pensabas que ella tenía buenas intenciones. Yo también, hasta que padre murió y vi que sólo estaba tratando de librarse de nosotras…, ¡colocando a Lettie donde no le quedaría otra que conocer a muchos hombres y casarse, y enviándome a mí tan lejos como pudo! Me enfadé tanto que pensé: ¿por qué no? Y hablé con Lettie, que estaba igual de enfadada, y lo resolvimos. Ahora nos va bien, aunque nos sentimos mal por ti. Eres demasiado lista y buena para estar encerrada en esa tienda por el resto de tu vida. Lo hablamos, pero no se nos ocurría qué hacer.

—Yo estoy bien —objetó Sophie—. Sólo un poco aburrida.

—¿Bien? —exclamó Martha—. Sí, ¡has demostrado de sobra que estás bien no viniendo aquí durante meses y ahora apareciendo con un espantoso vestido gris y ese chal, con pinta de que hasta yo te doy miedo! ¿Qué es lo que madre te ha estado haciendo?

—Nada —dijo Sophie, incómoda—. Hemos estado bastante atareadas. No deberías hablar así de Fanny, Martha. Es tu madre.

—Sí, y me parezco lo suficiente a ella para entenderla —repuso Martha—. Por eso me envió tan lejos… o lo intentó. Madre sabe que no es necesario ser desagradable con una persona para aprovecharse de ella. Sabe lo responsable que eres. Sabe que se te ha metido en la cabeza que estás abocada al fracaso sólo por ser la mayor. Te controla a la perfección y ha conseguido que te mates a trabajar por ella. Apuesto a que no te paga.

—Todavía soy una aprendiza —protestó Sophie.

—Yo también, pero cobro un salario. Los Cesari saben que me lo merezco —dijo Martha—. Esa sombrerería se está haciendo de oro estos días, ¡y todo gracias a ti! Fuiste tú quien hizo ese sombrero verde que le da a la mujer del alcalde la apariencia de una colegiala deslumbrante, ¿verdad?

—El verde oruga. Lo adorné yo —asintió.

—Y también el tocado que llevaba Jane Farrier cuando conoció a ese noble —prosiguió Martha—. ¡Tienes un don con los sombreros y la ropa, y madre lo sabe! Sellaste tu destino cuando le hiciste a Lettie ese vestido el pasado uno de mayo. Ahora te dedicas a ganar dinero mientras ella se limita a pasear a sus anchas…

—Sale a hacer la compra —la interrumpió Sophie.

—¡La compra! —gritó Martha. Sus pulgares se arremolinaron—. En eso sólo tarda media mañana. La he visto, Sophie, y he oído lo que se comenta. ¡Va por ahí en un carruaje alquilado con la ropa que se ha comprado gracias al dinero que ganas, visitando todas las mansiones del valle! Dicen que va a comprarse esa casa tan grande por la parte baja de Vale End y a instalarse allí por todo lo alto. ¿Y eso dónde te deja a ti?

—Bueno, Fanny tiene derecho a gozar de la vida después del duro trabajo que le ha supuesto criarnos —dijo Sophie—. Supongo que yo me quedaré con la tienda.

—¡Menudo destino! —exclamó Martha—. Escucha…

Pero, en ese momento, dos estantes corredizos sin pasteles se deslizaron a un lado al otro extremo de la estancia y un aprendiz asomó la cabeza por detrás.

—Me pareció haber oído tu voz, Lettie —comentó, sonriendo de la manera más simpática y coqueta posible—. La nueva hornada está lista. Avísales.

La cabeza, de pelo rizado y un tanto enharinado, volvió a desaparecer.

A Sophie le dio la impresión de ser un chico agradable. Deseó preguntarle a Martha si era ese el que le gustaba de verdad, pero no tuvo ocasión. Martha se levantó de un salto a toda velocidad, sin dejar de hablar:

—Necesito que las chicas vengan a llevar esto a la tienda —dijo—. Ayúdame con este extremo. —Tiró del estante más cercano y Sophie la ayudó a cargar con él por la puerta hasta la ruidosa y concurrida tienda—. Debes hacer algo con tu situación, Sophie —continuó Martha, casi sin aliento, mientras avanzaban—. Lettie insistió mucho en que no sabía qué sería de ti cuando no estuviéramos cerca para darte algo de amor propio. Tenía razón al estar preocupada.

Una vez en la tienda, la señora Cesari agarró el estante que llevaban con sus enormes brazos mientras gritaba instrucciones, y una fila de gente pasó a toda prisa junto a Martha para traer más. Sophie se despidió a voces y se deslizó entre el gentío. No le parecía bien quitarle más tiempo a Martha; además, quería estar a solas para pensar. Echó a correr en dirección a casa. Ahora había fuegos artificiales sobre el prado junto al río, donde se hallaba la feria, que competían con los estallidos azules del castillo de Howl. Al verlos, Sophie se sintió más impedida que nunca.

Durante la siguiente semana, pensó y pensó, y todo lo que logró fue sentirse más confundida e insatisfecha. Las cosas ya no parecían ser como creía antes. Lettie y Martha le habían sorprendido; llevaba años malinterpretándolas. Pero no daba crédito a que Fanny fuera la clase de mujer que aseguraba Martha.

Disponía de mucho tiempo para pensar, porque Bessie muy oportunamente se había marchado a casarse y Sophie pasaba casi todo el rato sola en la tienda. Fanny se encontraba fuera muy a menudo, ya fuese para pasear a sus anchas o no, y en el comercio había poca actividad tras el primer día de mayo. Al cabo de tres días, Sophie reunió el valor para preguntarle a Fanny:

—¿No debería tener un salario?

—¡Por supuesto, cariño, con todo lo que haces! —contestó Fanny con calidez mientras se ponía un sombrero adornado con rosas ante el espejo de la tienda—. Lo vemos esta tarde, en cuanto termine de hacer las cuentas.

Acto seguido, salió y no regresó hasta que Sophie hubo cerrado la tienda y recogido los sombreros de ese día para adornarlos en casa.

Sophie al principio se sintió mal por haber hecho caso a Martha, pero, cuando Fanny no mencionó un salario ni esa tarde ni durante el resto de la semana, empezó a pensar que Martha tenía razón.

—Puede que sí esté aprovechándose de mí —le dijo a un sombrero al que estaba adornando con seda roja y un puñado de cerezas enceradas—, pero alguien tiene que hacer esto o no habrá más sombreros que vender. —Terminó con ese y empezó con uno más austero, blanco y negro y muy elegante, y entonces se le pasó por la cabeza otra cosa—: ¿E importa si no hay sombreros que vender? —Miró alrededor, a los sombreros que había allí reunidos, tanto en percheros como apilados en un montón, a la espera de que los adornase—. ¿De qué servís todos vosotros? —les preguntó—. Desde luego, a mí no me habéis hecho ningún bien.

Y ya estaba dispuesta a marcharse y emprender el camino en busca de fortuna cuando recordó que era la mayor y, por tanto, no tenía sentido. Cogió el sombrero de nuevo, suspirando.

Aún seguía insatisfecha y sola en la tienda a la mañana siguiente cuando una joven nada atractiva irrumpió, agitando bruscamente por las cintas un tocado champiñón con partes plisadas.

—¡Mira esto! —chilló—. Me dijiste que este era el mismo tocado que llevaba Jane Farrier cuando conoció al conde. Y mentiste: ¡a mí no me ha pasado nada en absoluto!

—No me sorprende —replicó Sophie, antes de poder contenerse—. Si es usted tan necia como para ponerse semejante tocado con esa cara, no sería lo bastante aguda para reconocer al mismísimo rey ni aunque viniera suplicándole, y eso suponiendo que no se hubiera convertido en piedra nada más verla.

La clienta la fulminó con la mirada. Luego le arrojó el tocado y salió hecha una furia de la tienda. Sophie lo echó con delicadeza en la papelera, respirando entrecortadamente. La norma era: pierde los estribos, pierde un cliente, y acababa de demostrar que era cierta. Le preocupó darse cuenta de lo agradable que le había resultado.

No tuvo tiempo de recuperarse. En ese momento captó el sonido de ruedas y cascos de caballo, y un carruaje ensombreció la ventana. La campanilla de la puerta tintineó y dio paso a la clienta más majestuosa que había visto, con un mantón de marta cibelina cayéndole desde los codos y un tupido vestido negro en el que destellaban muchos diamantes. Lo primero en lo que se fijó Sophie fue en el sombrero que llevaba, uno con plumas de avestruz auténticas y teñidas para reflejar los rosas, verdes y azules que titilaban en los diamantes, aunque sin dejar de parecer negras. Era un sombrero caro. El rostro de la mujer era delicadamente hermoso y el pelo castaño le daba un aire juvenil, pero… Sophie posó la vista en el joven que iba detrás, de cara algo amorfa y pelo rojizo, bastante bien vestido, aunque pálido y obviamente disgustado. Él clavó la mirada en ella con una especie de pavor suplicante. Era a todas luces más joven que la mujer. Sophie estaba desconcertada.

—¿Señorita Hatter? —inquirió la dama con un tono musical pero autoritario.

—Sí —asintió Sophie. El chico parecía inmensamente disgustado. Tal vez la mujer fuera su madre.

—He oído que vende unos sombreros espléndidos. Enséñemelos.

Sophie no se fiaba de sí misma para contestar en su estado actual, así que fue a sacar los sombreros. Ninguno de ellos llegaba a la categoría de la recién llegada, pero notaba la mirada del joven siguiéndola y eso la incomodaba. Cuanto antes descubriera la mujer que esos sombreros no eran adecuados para ella, antes se marcharía esa extraña pareja. Decidió seguir el consejo de Fanny y comenzar por los menos apropiados.

Al instante, la mujer empezó a rechazar sombreros:

—Hoyuelos —espetó al tocado rosa—. Juventud —le soltó al verde oruga. Y al de los brillos y velos—: Un encanto misterioso. Vaya obviedad. ¿Qué más tiene?

Sophie sacó el sombrero elegante de color blanco y negro, que era el único remotamente capaz de suscitarle interés.

La mujer lo contempló con desdén.

—Este no aporta nada a nadie. Señorita Hatter, está haciéndome perder el tiempo.

—Sólo porque usted ha entrado y querido ver sombreros —dijo Sophie—. Esta es una tienda pequeña en una ciudad pequeña, señora. ¿Por qué… —detrás de la dama, el joven ahogó un grito y le hizo un gesto como de advertencia— se ha tomado la molestia de entrar? —terminó, preguntándose qué estaba pasando ahí.

—Siempre me tomo la molestia cuando alguien pretende enfrentarse a la Bruja del Páramo —replicó la mujer—. He oído hablar de usted, señorita Hatter, y no me importa su rivalidad o su actitud. He venido a detenerla. Ya está. —Alargó la mano en un movimiento veloz hacia Sophie.

—¿Quiere decir que usted es la Bruja del Páramo? —balbució Sophie. Su voz parecía sonar de una manera distinta por el miedo y la perplejidad.

—Así es. Y que esto le enseñe a no inmiscuirse en los asuntos que me corresponden a mí.

—No creo que lo haya hecho. Debe de tratarse de un error —graznó Sophie. El chico ahora la estaba mirando con verdadero horror, aunque no entendía por qué.

—No hay ningún error, señorita Hatter —espetó la bruja—. Vamos, Gaston. —Se giró en dirección a la puerta. Mientras el joven se la abría con humildad, se volvió hacia Sophie—. Por cierto, no podrá contarle a nadie que se encuentra hechizada —dijo, y la puerta repicó como la campana de un funeral cuando salió.

Sophie se tocó la cara con las manos, preguntándose qué habría observado el chico con tanta fijeza. Palpó arrugas suaves, curtidas. Se miró las manos: también estaban arrugadas y enjutas, con grandes venas marcadas en el dorso y nudillos semejantes a bultos. Se aplastó la falda gris contra las piernas y bajó la mirada por dos tobillos huesudos y decrépitos con pies que hacían que sus zapatos parecieran llenos de protuberancias. Esas piernas eran las de alguien de unos noventa años y todo apuntaba a que eran reales.

Sophie se aproximó al espejo y descubrió que iba cojeando. La cara del reflejo estaba bastante serena, pues era lo que se esperaba ver: la cara demacrada de una anciana, consumida y morena, enmarcada por cabellos blancos y ralos. Sus ojos, amarillentos y llorosos, la observaron con aire trágico.

—No te preocupes, viejecita —le dijo Sophie a la cara—. Se te ve bastante sana. Además, esto se parece mucho más a lo que eres.

Reflexionó sobre su situación con calma. Todo parecía haberse vuelto tranquilo y distante. Ni siquiera estaba demasiado enfadada con la Bruja del Páramo.

—Bueno, por supuesto que tendré que vérmelas con ella cuando surja la oportunidad —se dijo en voz alta—, pero entretanto, si Lettie y Martha pueden soportar ser la una la otra, yo puedo soportar ser así. Aunque no puedo quedarme aquí, a Fanny le daría un ataque. Veamos… Este vestido gris es bastante apropiado, pero necesitaré mi chal y algo de comida.

Renqueó hasta la puerta y colgó con minuciosidad el cartel de CERRADO. Las articulaciones le crujían al moverse, tenía que caminar encorvada y despacio. Pero le alivió comprobar que era una anciana bastante robusta. No se sentía débil ni enferma, sólo agarrotada. Cojeó hasta su chal y se envolvió con él la cabeza y los hombros, igual que las ancianas. Luego arrastró los pies al interior de la casa, donde recogió su bolso con unas cuantas monedas y un paquete de pan con queso. Salió, escondió cuidadosamente la llave en el sitio habitual y se fue renqueando calle abajo, sorprendida por lo tranquila que aún se sentía.

Por un momento, se preguntó si debería despedirse de Martha. Pero no le gustaba la idea de que su hermana no la reconociera. Lo mejor sería irse sin más. Sophie decidió que escribiría a ambas hermanas cuando llegara a dondequiera que estuviese yendo, y continuó arrastrando los pies por el prado donde había estado la feria, por el puente y por los senderos de más allá. Era un cálido día de primavera, y descubrió que ser una vieja no le impedía disfrutar de la vista y el aroma de las flores de espino en los setos, pese a que veía algo borroso. La espalda le empezó a doler. Caminaba con la suficiente robustez, pero necesitaba un bastón. Examinó los arbustos en busca de algún tipo de estaca suelta.

Evidentemente, sus ojos ya no eran los de antes. Creyó ver un palo a algo más de un kilómetro de allí, pero, cuando tiró de él, resultó ser el extremo inferior de un espantapájaros que alguien había arrojado a un seto. Sophie lo puso recto. Tenía un nabo arrugado por rostro y descubrió que sentía hacia él cierta camaradería. En lugar de hacerlo pedazos y quedarse con el palo, lo clavó entre dos ramas del seto, de tal manera que se asomaba alegremente sobre las flores de espino, con las mangas andrajosas que cubrían sus brazos de madera ondeando sobre el arbusto.

—Listo —dijo, y su voz cascada le sorprendió tanto que se desternilló de risa con carcajadas similares a graznidos—. Ninguno de los dos estamos para muchos trotes, ¿eh, amigo mío? Quizá consigas volver a tu campo si te dejo donde la gente pueda verte. —Retomó la marcha sendero arriba, pero entonces se le ocurrió una idea y se dio la vuelta hacia el espantapájaros—. Ahora bien, si no estuviera condenada al fracaso por mi posición familiar, podrías volver a la vida y brindarme tu ayuda para hacer fortuna. Sea como sea, te deseo suerte.

Volvió a reírse mientras continuaba andando. Tal vez estuviera un poco loca, pero, en fin, las ancianas a menudo lo están.

Encontró un palo en torno a una hora más tarde, cuando se sentó en la ladera para descansar y tomarse el pan con queso. Se oían unos ruidos en el seto a su espalda: grititos ahogados, seguidos de tirones que sacudieron varios pétalos de las flores de espino. Sophie gateó sobre sus huesudas rodillas para echar un vistazo entre las hojas, las flores y las espinas, y descubrió dentro un perro flaco y gris. Estaba atrapado por una vara en la que de algún modo se había enredado la cuerda que le rodeaba el cuello. La vara se había quedado enganchada entre dos ramas del arbusto, por lo que el perro apenas podía moverse. Al ver cómo Sophie lo escudriñaba, movió los ojos frenéticamente.

De joven le habían dado miedo los perros. Incluso ahora, de anciana, le inquietaban las dos hileras de colmillos blancos que mostraban las mandíbulas abiertas del animal. Pero se dijo: «Dado mi estado actual, casi no merece la pena preocuparse», y tanteó su bolsa de la costura hasta dar con las tijeras. Luego se inclinó hacia el seto y comenzó a cortar la cuerda que le rodeaba el cuello.

El perro estaba furioso: retrocedió y empezó a gruñir. Pero Sophie siguió cortando con valentía.

—Te morirás de hambre o te estrangularás, amigo mío —le dijo con voz cascada—, a menos que me dejes soltarte. De hecho, creo que alguien ha intentado ya estrangularte. Tal vez a eso se deba tu furia.

La cuerda estaba bastante apretada y la vara se había enganchado con saña en ella. Hicieron falta bastantes cortes hasta que la cuerda se partió y el perro pudo arrastrarse por debajo de la vara.

—¿Quieres algo de pan con queso? —le preguntó entonces Sophie.

Pero el perro le gruñó, se abrió camino a duras penas por el extremo opuesto del seto y se escabulló.

—¡Menuda gratitud! —exclamó, frotándose los brazos llenos de espinas—. Aunque me has dejado un regalo sin querer.

Tiró de la vara que lo había atrapado para sacarla del seto y descubrió que era un verdadero bastón, bien tallado y con la punta de hierro. Sophie terminó de comer y retomó la marcha. El sendero se volvió más y más empinado, y el bastón resultó serle de gran ayuda. Además, también era algo con lo que hablar. Al fin y al cabo, la gente mayor a menudo habla sola.

—Ya van dos encuentros —dijo—, y ni un ápice de gratitud mágica en ninguno. Aun así, tú eres un buen bastón; no me quejo. Pero no cabe duda de que me espera un tercer encuentro, ya sea mágico o no. De hecho, insisto en que se produzca. Me pregunto con qué será.

El tercer encuentro tuvo lugar al final de la tarde, cuando Sophie ya había avanzado bastante por las colinas. Un campesino bajó silbando por el sendero hacia ella. Un pastor, pensó Sophie, que volvía a casa tras ocuparse de sus ovejas. Era un joven agraciado de unos cuarenta años.

—¡Dios mío! —farfulló Sophie—. Esta mañana me hubiera parecido un viejo. ¡Hay que ver cómo cambian los puntos de vista!

Cuando el pastor la vio murmurando para sí misma, se apartó con cautela al otro lado del sendero y la llamó con gran cordialidad:

—¡Buenas tardes, madre! ¿Adónde se dirige?

—¿Madre? —repitió Sophie—. ¡Yo no soy su madre, joven!

—Es una forma de hablar —dijo el pastor, bordeando el extremo opuesto del sendero—. Sólo pretendía preguntárselo respetuosamente, al verla recorriendo las colinas al final del día. No llegará a Upper Folding antes de que anochezca, ¿eh?

Sophie no había tenido eso en cuenta. Se detuvo en el camino, pensativa.

—La verdad es que da igual —dijo, a medias para sí misma—. Una no puede ser quisquillosa cuando va en busca de fortuna.

—¿No, eh, madre? —musitó el pastor. Ya había adelantado a Sophie al descender y parecía sentirse mejor por eso—. Entonces le deseo suerte, madre, siempre y cuando su fortuna no tenga nada que ver con hechizar el ganado de la gente.

Y se impulsó camino abajo a zancadas, casi a la carrera, aunque sin llegar a correr del todo.

Sophie lo miró fijamente, indignada.

—¡Me ha tomado por una bruja! —le dijo al bastón.

Por un momento se planteó asustar al pastor gritándole cosas desagradables, pero le pareció que sería un poco cruel y retomó el ascenso por la colina, murmurando para sí. Pronto, los arbustos dieron lugar a laderas desnudas y, más allá, a tierras altas llenas de brezos, con infinidad de pendientes cubiertas de hierba amarilla y ondulante. Sophie avanzaba sombría. A esas alturas ya le dolían los abultados y viejos pies, así como la espalda y las rodillas. Estaba demasiado cansada para murmurar y se concentró en avanzar, jadeante, hasta que el sol se encontró bastante bajo. Y de golpe le quedó claro que no podía dar ni un paso más.