Título original inglés: House of Many Ways

© de la obra: Diana Wynne Jones, 2008

© de la traducción: Gema Moraleda, 2010, 2018

© de los detalles que acompañan el texto: Lehanan Aida, 2018

© de la presente edición: Nocturna Ediciones, S.L.

c/ Corazón de María, 39, 8.º C, esc. dcha. 28002 Madrid

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Primera edición en Nocturna: junio de 2019

Edición digital: Elena Sanz Matilla

ISBN: 978-84-17834-12-8

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LA CASA DE LOS MIL PASILLOS

elfos

Capítulo 1

En el que presentan voluntaria a Charmain para vigilar la casa del mago

—Tiene que hacerlo Charmain —dijo tía Sempronia—. No podemos permitir que el tío abuelo William se enfrente a esto solo.

—¿Tu tío abuelo William? —repitió la señora Baker—. No es… —Tosió y bajó la voz porque eso, bajo su punto de vista, no era demasiado agradable—. ¿No es mago?

—Por supuesto —asintió tía Sempronia—. Pero ha… —En este punto, ella también bajó la voz—. Ha envejecido, ya sabes, por dentro, y sólo los elfos pueden ayudarlo. Tienen que llevárselo para curarlo, ya sabes, y alguien tiene que cuidar de su casa. Los hechizos, ya sabes, se «escapan» si no los vigila nadie. Y yo estoy demasiado ocupada para hacerlo. Sólo mis obras de caridad con los perros abandonados…

—Yo también. Este mes estamos hasta arriba de encargos de pasteles de boda —dijo enseguida la señora Baker—. Sam me estaba diciendo que sólo esta mañana…

—Entonces tiene que hacerlo Charmain —decretó tía Sempronia—. Ya tiene edad.

—Eh… —balbuceó la señora Baker.

Ambas miraron al otro lado del salón, donde estaba sentada la hija de la señora Baker, enfrascada en un libro, como siempre, con su largo y delgado cuerpo inclinado bajo la luz del sol que entraba por entre los geranios de la señora Baker, con su melena pelirroja recogida en una especie de nido de pájaros y sus gafas colgando de la punta de la nariz. Tenía en la mano una de las jugosas empanadas de su padre y la masticaba al tiempo que leía. No dejaban de caer migas sobre el libro y ella las apartaba con la empanada cuando aterrizaban en la página que estaba leyendo.

—Eh…, ¿nos estabas escuchando, cariño? —preguntó la señora Baker con nerviosismo.

—No —respondió Charmain con la boca llena—. ¿Qué?

—Quedamos así, pues —intervino tía Sempronia—. Dejo que seas tú quien se lo explique, Berenice, querida. —Se levantó planchando majestuosamente los pliegues de su tieso vestido de seda y, después, los de su sombrilla, también de seda—. Volveré a buscarla mañana por la mañana —dijo—. Ahora será mejor que vaya a contarle al pobre tío abuelo William que Charmain cuidará de sus cosas.

Atravesó el salón con decisión y dejó a la señora Baker deseando que la tía de su marido no fuese tan rica ni tan mandona, y preguntándose cómo se lo iba a explicar a Charmain, por no hablar de Sam. Sam nunca dejaba a Charmain hacer nada que no fuese intrínsecamente respetable. Tampoco la señora Baker, excepto cuando tía Sempronia se entrometía.

Mientras tanto, tía Sempronia se subió a su pequeño y elegante carro de ponis y ordenó a su lacayo que la llevara más allá del otro extremo del pueblo, a casa del tío abuelo William.

—Lo he arreglado todo —anunció mientras discurría por los pasillos mágicos hasta donde estaba el tío abuelo William escribiendo tristemente en su estudio—. Mi sobrina nieta Charmain vendrá mañana. Te verá cuando te vayas y cuidará de ti cuando vuelvas. Y, mientras tanto, cuidará de tu casa.

—¡Qué amable! —exclamó el tío abuelo William—. Asumo que tiene buenos conocimientos de magia, ¿verdad?

—No tengo ni idea —replicó tía Sempronia—. Lo que sí sé es que nunca saca la nariz de los libros, que nunca ayuda en su casa y que sus padres la tratan como si fuese un objeto sagrado. Le irá muy bien hacer algo normal, para variar.

—Vaya, querida —dijo el tío abuelo William—, gracias por avisarme. En ese caso, tomaré precauciones.

—Hazlo —dijo tía Sempronia—. Y más te vale asegurarte de que haya mucha comida. Jamás he conocido a una chica que coma tantísimo. Y aun así, se mantiene delgada como la escoba de una bruja. Nunca lo he entendido. Bien, pues la traeré mañana antes de que vengan los elfos.

Dio media vuelta y se fue.

—Gracias —dijo débilmente el tío abuelo William a su rígida y siseante espalda—. Vaya —musitó al tiempo que se cerraba la puerta principal—. Bueno, bueno. Supongo que hay que ser agradecido con los parientes.

Contra todo pronóstico, Charmain también estaba bastante agradecida a tía Sempronia. No es que le agradeciera, en absoluto, que la hubiese presentado voluntaria a cuidar de un mago viejo y enfermo al que no conocía.

—¡Podría habérmelo preguntado! —le dijo bastantes veces a su madre.

—Creo que sabía que te habrías negado, cariño —acabó sugiriendo la señora Baker.

—A lo mejor —contestó Charmain—. O a lo mejor no —añadió con una sonrisa misteriosa.

—Cariño, no te estoy pidiendo que te guste —dijo la señora Baker con voz temblorosa—. No es que sea agradable. Es sólo que sería muy generoso por tu parte…

—Ya sabes que yo no soy generosa —repuso Charmain, y subió a su habitación blanca con adornos, donde se sentó en su bonito escritorio y miró por la ventana los tejados, las torres y las chimeneas de High Norland, y después, más allá, las montañas azules. La verdad es que aquella era la oportunidad que había estado esperando. Estaba cansada de su respetable colegio y muy cansada de vivir en su casa, con su madre tratándola como si fuese una tigresa que nadie estuviera seguro de si estaba domada y su padre prohibiéndole hacer cosas porque no eran adecuadas o seguras o normales. Era su oportunidad para irse de casa y hacer algo, la única cosa que Charmain siempre había querido hacer. Valía la pena cargar con la casa de un mago sólo por eso. Se preguntó si tenía el valor necesario para escribir la carta que correspondía.

Durante un buen rato, no lo tuvo. Se sentó a mirar cómo las nubes se juntaban con las cimas de las montañas, blancas y moradas, creando formas de animales gordos y dragones voladores. Las miró hasta que las nubes se disolvieron en una simple niebla que contrastaba con el azul del cielo. Entonces se dijo: «Ahora o nunca». Después suspiró, cogió las gafas que le colgaban de una cadena del cuello y sacó una buena pluma y su mejor papel de carta. Escribió con su mejor caligrafía:

Majestad:

Desde que, de pequeña, oí hablar por primera vez de su gran colección de libros y manuscritos, he deseado trabajar en su biblioteca. Aunque sé que usted mismo, con la ayuda de su hija, su alteza real la princesa Hilda, se encarga personalmente de la extensa y difícil tarea de ordenar e inventariar el contenido de la biblioteca real, espero, sin embargo, que agradezca mi ayuda. Dado que ya tengo edad, me gustaría presentarme al puesto de ayudante de bibliotecario en la biblioteca real. Espero que su majestad no considere presuntuosa mi solicitud.

Suya,

Charmain Baker

Calle Corn, 12

High Norland

Charmain se apoyó en el respaldo de la silla y releyó su carta. Era imposible, pensó, que una carta escrita así causase al viejo rey otra cosa que sonrojo, pero le parecía que estaba bastante bien. Lo único de lo que dudaba era del «ya tengo edad». Sabía que esa frase implicaba que tenía veintiún años —o, al menos, dieciocho—, pero ella opinaba que no era del todo mentira. Después de todo, no estaba diciendo qué edad «tenía». Y tampoco decía que tuviese amplios estudios o estuviese altamente cualificada, porque no lo estaba. Ni siquiera había dicho que amaba los libros más que cualquier otra cosa en el mundo, aunque fuese completamente cierto. Tendría que confiar en que su amor por los libros se intuyese.

«Estoy bastante segura de que el rey se limitará a arrugar la carta y tirarla al fuego —pensó—. Pero al menos lo habré intentado».

Salió a echar la carta al buzón sintiéndose intrépida y desafiante.

A la mañana siguiente llegó tía Sempronia en su carruaje de ponis y subió a Charmain en él, acompañada de una pequeña bolsa de tela en la que la señora Baker había guardado la ropa de Charmain, y otra mucho más grande y abombada en la que había metido empanadas, bollos, flanes y tartas. La bolsa era tan grande y olía tanto a hierbas, caldo de carne, queso, fruta, jamón y especias que el mozo que conducía el carro se dio la vuelta y aspiró, sorprendido; incluso las fosas nasales de la gran nariz de tía Sempronia se ensancharon.

—Bueno, al menos de hambre no te vas a morir, niña —dijo—. Vámonos.

Pero el mozo tuvo que esperar a que la señora Baker abrazase a Charmain y le dijese:

—Cariño, sé que puedo confiar en que serás buena, ordenada y educada.

«Eso es mentira —pensó Charmain—. No confías absolutamente nada en mí».

Entonces el padre de Charmain se apresuró a estamparle un beso en la mejilla.

—Sabemos que no nos decepcionarás, Charmain —añadió.

«Otra mentira —pensó Charmain—. Sabéis que sí lo haré».

—Y te vamos a echar de menos, cariño —dijo su madre a punto de llorar.

«¡Eso podría ser verdad! —pensó Charmain un poco sorprendida—. Aunque no acabo de entender siquiera por qué les caigo bien».

—Vámonos —ordenó tía Sempronia con dureza, y el mozo obedeció. Cuando el poni empezó a pasear tranquilamente por las calles, dijo—: Muy bien, Charmain, ya sé que tus padres te han dado siempre todo lo mejor y que no has tenido que mover un dedo por ti misma en toda tu vida. ¿Estás preparada para cuidarte sola, para variar?

—Sí, claro —dijo Charmain con entusiasmo.

—¿Y de la casa y del pobre anciano? —insistió tía Sempronia.

—Lo haré lo mejor que pueda —respondió Charmain. Tenía miedo de que tía Sempronia diese media vuelta y la llevase de vuelta a casa inmediatamente si no decía eso.

—Has recibido una buena educación, ¿verdad? —preguntó tía Sempronia.

—Hasta clases de música —admitió Charmain con cierta frialdad—. Pero no se me daba muy bien, así que no esperes que toque dulces melodías para el tío abuelo William.

—No lo esperaba —replicó tía Sempronia—. Dado que es mago, seguramente puede producir sus propias melodías. Intentaba saber si tienes la formación necesaria en magia. La tienes, ¿verdad?

A Charmain se le cayó el alma a los pies y le pareció que arrastraba consigo la sangre de su rostro. No se atrevió a confesar que no tenía la más mínima idea de magia. Sus padres —especialmente la señora Baker— consideraban que la magia no era algo adecuado. Y vivían en una zona tan respetable de la ciudad que en el colegio de Charmain nunca se había enseñado magia. Si alguien quería aprender algo tan vulgar, tenía que buscarse un profesor particular. Y Charmain sabía que sus padres jamás pagarían ese tipo de clases.

—Pues… —empezó Charmain.

Por suerte, tía Sempronia se limitó a continuar:

—Vivir en una casa llena de magia no es ninguna broma, ya lo sabes.

—Jamás me lo tomaría a la ligera —aseguró Charmain muy seria.

—Bien —dijo tía Sempronia, y se acomodó en el respaldo.

El poni continuó la marcha. Atravesaron la plaza Real, pasaron por la mansión real, deformada en un extremo y con su tejado dorado brillando al sol, y cruzaron la plaza del Mercado, donde casi nunca dejaban ir a Charmain. La niña miró pensativa las paradas y a la gente que compraba y charlaba, y se dio media vuelta para seguir mirando mientras se adentraban en la parte antigua de la ciudad. En aquella zona, las casas eran tan altas, de tantos colores y tan diferentes entre sí —cada una parecía tener el tejado más inclinado y las ventanas situadas de un modo más extraño que la anterior— que Charmain empezó a albergar la esperanza de que vivir en la casa del tío abuelo William se convirtiese, después de todo, en algo muy interesante. Pero el poni siguió por las zonas más pobres y descuidadas y después, por donde las casas adosadas y, aún más allá, por entre campos y setos, donde un gran acantilado bordeaba el camino y sólo había pequeñas casas dispersas entre filas de setos y las montañas eran cada vez más altas.

Charmain empezó a pensar que iban a salir de High Norland e irse a otro país. ¿Adónde? ¿Strangia? ¿Montalbino? Deseó haber estado más atenta en las clases de geografía.

Mientras pensaba en eso, el mozo paró en una pequeña casa de color indefinido escondida al fondo de un largo jardín. Charmain la miró a través de la pequeña puerta metálica y se sintió profundamente decepcionada. Era la casa más aburrida que había visto jamás. Tenía una ventana a cada lado de la puerta principal, de color marrón, y el tejado, de color indefinido, descansaba sobre ellas como si la fachada frunciese el ceño. Parecía que la casa sólo tenía planta baja.

—¡Ya hemos llegado! —anunció tía Sempronia alegremente. Se bajó, abrió la pequeña puerta metálica y emprendió el camino hacia la puerta principal. Charmain se deslizó melancólicamente tras ella mientras el mozo las seguía con las dos bolsas de Charmain. El jardín a ambos lados del camino parecía contener exclusivamente hortensias azules, turquesa y malva.

—No creo que tengas que cuidar del jardín —comentó tía Sempronia con regocijo.

«¡Eso mismo espero yo!», pensó Charmain.

—Estoy casi segura de que William tiene jardinero —añadió tía Sempronia.

—Ojalá —dijo Charmain. Lo único que sabía sobre jardinería era gracias a su propio patio trasero, donde había una enorme zarzamora y un rosal, además de las cajas transparentes donde la señora Baker cultivaba judías. Sabía que debajo de las plantas había tierra y que en la tierra había gusanos. Se estremeció.

Tía Sempronia golpeó con energía la aldaba de la puerta principal y después entró en la casa al grito de: «¡Eo! ¡Te he traído a Charmain!».

—Eres muy amable —contestó el tío abuelo William.

La puerta principal daba a un lóbrego salón, donde el tío abuelo William estaba sentado en un lóbrego sillón de color indefinido. A su lado tenía una gran maleta de piel, como si estuviera a punto de marcharse.

—Encantado de conocerte, querida —le dijo a Charmain.

—¿Cómo se encuentra, señor? —respondió Charmain educadamente.

Antes de que ninguno de los dos pudiese añadir nada más, tía Sempronia dijo:

—Pues, bueno, con todo el cariño, aquí te quedas. Deja sus cosas por ahí —le ordenó al mozo. El mozo dejó obedientemente las bolsas al lado de la puerta y salió de nuevo. Tía Sempronia le siguió, envuelta en el rumor de su cara ropa de seda, y dijo: «¡Adiós a los dos!».

La puerta principal se cerró de golpe y dejó a Charmain y al tío abuelo William mirándose mutuamente.

El tío abuelo William era un hombre menudo y casi calvo, excepto por algunos mechones de fino pelo plateado repartidos por su bastante esférica cabeza. Estaba rígido, encorvado y contraído, lo que permitió a Charmain adivinar que sufría mucho dolor. Se sorprendió al descubrir que sentía lástima por él, pero le hubiera gustado que
no la mirase tan fijamente. Le hacía sentirse culpable. Tenía la piel de debajo de los ojos caída y mostraba su interior rojo como la sangre. A Charmain la sangre le daba casi tanto asco como los gusanos.

—Bueno, pareces una jovencita muy alta y competente —dijo el tío abuelo William. Su voz era cansada y amable—. A mi entender, que seas pelirroja es una buena señal. Muy buena. ¿Crees que te las arreglarás mientras yo no esté? Me temo que esto está un poco desordenado.

—Eso espero. —Le pareció que la lóbrega habitación estaba bastante ordenada—. ¿Puede decirme algunas de las cosas que debo hacer?

«Aunque espero no estar aquí mucho tiempo —pensó—. Cuando el rey conteste mi carta…».

—Ah, eso —dijo el tío abuelo William—. Pues las tareas habituales de la casa, pero mágicamente. Como es natural, la mayoría de cosas son mágicas. Como no estaba seguro de cuál era tu nivel de magia, he previsto algunas eventualidades…

«¡Qué desastre! —pensó Charmain—. ¡Cree que yo sé magia!».

Intentó interrumpir al tío abuelo William para explicárselo, pero, entonces, algo les interrumpió a ambos. La puerta principal se abrió de par en par y una sucesión de elfos muy, muy altos entró silenciosamente. Casi todos iban vestidos de blanco, como los médicos, y sus rostros no mostraban expresión alguna. Charmain se quedó mirándolos turbada por su belleza, su altura, su indiferencia y, por encima de todo, su total silencio. Uno de ellos la echó cuidadosamente a un lado y ella se quedó donde la dejaron, sintiéndose torpe y desordenada, mientras el resto se arremolinaba en torno al tío abuelo William con sus brillantes cabezas rubias inclinadas sobre él. Charmain no estaba segura de qué estaban haciendo, pero al momento el tío abuelo William estaba vestido con una túnica blanca y le estaban levantando de la silla. Llevaba lo que parecían tres manzanas rojas pegadas a la cabeza. Charmain vio que estaba dormido.

—Esto…, ¿no se dejan su maleta? —inquirió ella mientras se lo llevaban hacia la puerta.

—No la necesita —replicó uno de los elfos mientras sujetaba la puerta para que el resto sacase al tío abuelo William.

Después, todos siguieron por el camino del jardín. Charmain se lanzó hacia la puerta y les gritó:

—¿Cuánto tiempo va a estar fuera?

De repente, le pareció urgente saber cuánto tiempo iba a estar a cargo de aquello.

—El que haga falta —contestó otro de los elfos.

Luego, antes de alcanzar la puerta del jardín, desaparecieron.

perro

Capítulo 2

En el que Charmain explora la casa

Charmain se quedó mirando el camino vacío un rato antes de cerrar la puerta de un golpe.

—¿Y qué hago yo ahora? —preguntó a la lóbrega habitación desierta.

—Lo siento mucho, querida, pero tendrás que ordenar la cocina —contestó la cansada y amable voz del tío abuelo William surgiendo de la nada—. Te pido disculpas por haber dejado tanta ropa por lavar. Para instrucciones más precisas, abre mi maleta.

Charmain lanzó una mirada a la maleta. Así que el tío abuelo William había pretendido dejarla ahí.

—Enseguida —le dijo—. Aún no he deshecho las mías.

Cogió sus dos bolsas y se dirigió con ellas a la otra puerta. Estaba al fondo de la habitación y, cuando Charmain intentó abrirla con la mano que sostenía la bolsa de la comida, después con la misma mano y las dos bolsas en la otra y, finalmente, con ambas manos y las bolsas en el suelo, vio que daba a la cocina.

La observó un momento. Luego arrastró las dos bolsas a través de la puerta, mientras esta se cerraba, y volvió a mirar.

—¡Vaya caos! —exclamó.

Antes debía de haber sido una cocina grande y cómoda. Tenía una gran ventana que daba a las montañas por donde entraba la cálida luz del sol. Por desgracia, la luz del sol sólo servía para destacar las grandes pilas de platos y tazas que había en el fregadero, el escurridor y el suelo al lado del fregadero. La luz del sol siguió adelante, y los desesperados ojos de Charmain con ella, para lanzar un brillo dorado sobre las dos bolsas de lona llenas de ropa sucia apoyadas al lado del fregadero. Estaban tan llenas que el tío abuelo William las había estado usando como estantería para un montón de cacerolas sucias y una sartén o algo parecido.

Los ojos de Charmain viajaron de allí a una mesa que había en medio de la habitación. Ahí era donde parecía que el tío abuelo William guardaba su reserva de unas treinta teteras y el mismo número de jarras de leche —por no hablar de unas cuantas que alguna vez habían contenido aceite—. Todo estaba bastante ordenado a su manera, pensó Charmain, sólo estaba amontonado y sucio.

—Supongo que estabas realmente enfermo —refunfuñó Charmain al aire.

Esta vez no hubo respuesta. Con cuidado, se acercó al fregadero, donde le dio la sensación de que faltaba algo. Le llevó un momento percatarse de que no había grifo. Seguramente esta casa estaba tan lejos de la ciudad que no llegaban las cañerías. Cuando miró por la ventana, vio un pequeño patio con una bomba de agua en el centro.

«Así que se supone que tengo que salir, bombear agua, traerla dentro y, entonces, ¿qué?», se preguntó Charmain. Miró la oscura y vacía chimenea. Era verano, después de todo, así que, naturalmente, no estaba encendida ni vio nada que quemar. «¿Caliento el agua? —se dijo—. En una cacerola sucia, supongo, y ahora que lo pienso, ¿cómo lavaré? ¿Podré bañarme? ¿No hay ninguna habitación? ¿Ni siquiera un lavabo?».

Se apresuró hacia la pequeña puerta de detrás de la chimenea y la empujó para abrirla. Parecía como si hiciese falta la fuerza de diez hombres para abrir todas las puertas de casa del tío abuelo William, pensó enfadada. Casi podía notar la fuerza de la magia que las mantenía cerradas. Se descubrió observando una pequeña despensa. No había nada en sus estanterías, aparte de un cuenco de mantequilla, una hogaza con pinta de llevar mucho tiempo allí y una bolsa grande con el enigmático nombre de CIBIS CANINICUS que parecía estar llena de escamas de jabón. Y, apiladas al fondo, había otras dos bolsas más de ropa sucia tan llenas como las de la cocina.

—Tengo ganas de gritar —dijo Charmain—. ¿Cómo ha podido hacerme esto tía Sempronia? ¿Cómo ha podido madre permitírselo?

En ese momento de desesperación, Charmain sólo podía pensar en hacer lo que hacía siempre en medio de una crisis: sumergirse en un libro. Arrastró sus dos bolsas a la atestada mesa y se sentó en una de las dos sillas que había. Abrió la bolsa de tela, cogió las gafas, se las puso sobre la nariz y empezó a buscar entre la ropa los libros que le había dado a su madre para que los metiera en el equipaje.

Todo lo que tocaban sus manos era blando. Lo único duro resultó ser la pastilla de jabón entre sus cosas de higiene. Charmain la lanzó al otro de la habitación, directamente a la chimenea vacía, y siguió buscando.

—¡No me lo puedo creer! —exclamó—. Debe de haberlos metido al principio, al fondo de todo.

Puso la bolsa boca abajo y dejó caer todo el contenido en el suelo. Cayeron cuidadosamente doblados montones de faldas, vestidos, medias, blusas, dos jerseys de punto, pololos con lazos y ropa interior para un año. Encima de todo cayeron sus zapatillas nuevas. Después de eso, la bolsa quedó plana y vacía. Aun así, Charmain palpó todo el fondo de la bolsa antes de arrojarla a un lado, dejar caer sus gafas colgando de la cadena y echarse a llorar. Efectivamente, la señora Baker se había olvidado de meter sus libros en el equipaje.

—Bueno —dijo Charmain después de parpadear un poco y tragar saliva—. Supongo que nunca antes he estado realmente fuera de casa. La próxima vez me haré yo misma la maleta y la llenaré de libros. Ahora tendré que conformarme con lo que tengo.

Intentando conformarse con lo que tenía, subió la otra bolsa a la atestada mesa y empujó para hacerle sitio. Eso hizo que cayeran al suelo cuatro jarras de leche y una tetera.

—¡Y me da igual! —gruñó Charmain mientras caían. Para su alivio, las jarras estaban vacías y sólo se abollaron, y la tetera tampoco se rompió: se quedó reposando de lado y goteando té en el suelo—. Seguramente eso es lo bueno de la magia —dijo a la vez que sacaba tristemente de la bolsa el pastel de carne de la parte superior. Puso sus faldas hechas un ovillo entre sus rodillas, apoyó los codos en la mesa y le dio un enorme, sabroso y reconfortante bocado a la empanada.

Algo frío y vibrante le rozó la pierna derecha desnuda.

Charmain se quedó paralizada, sin atreverse ni siquiera a tragar. «Esta cocina está llena de babosas mágicas», pensó.

La cosa fría rozó otra parte de su pierna. Esta vez el roce vino acompañado de un leve lamento.

Muy despacio, Charmain apartó la falda y el mantel y miró al suelo. Bajo la mesa estaba sentado un perro blanco extremadamente pequeño y de pelo largo que la miraba con aire lastimero, temblando como una hoja. Cuando se percató de que Charmain lo estaba mirando, se apartó torpemente, con las blancas orejas denotando su miedo, y golpeó el suelo con su corta cola peluda. Entonces, volvió a emitir un gemido quedo.

—¿Y tú quién eres? —preguntó Charmain—. Nadie me comentó nada de un perro.

La voz del tío abuelo William volvió a surgir del aire:

—Es Waif. Sé muy buena con él. Lo recogí de la calle y parece que todo le da miedo.

Charmain nunca había sabido qué pensar de los perros. Su madre decía que eran sucios, mordían y que nunca tendría uno en casa, de modo que Charmain siempre se ponía muy nerviosa cuando se encontraba con uno. Pero ese perro era tan pequeño… Parecía muy blanco y limpio. Y parecía tenerle mucho más miedo a Charmain del que Charmain le tenía a él. Seguía temblando.

—Oh, por favor, deja de temblar —le pidió—. No voy a hacerte daño.

Waif siguió sacudiéndose y mirándola con pena. Charmain suspiró. Cogió un gran trozo de su empanada y se lo tendió a Waif.

—Toma —le dijo—. Esto es por no haber sido una babosa, a pesar de todo.

La naricilla negra de Waif husmeó el trozo. La miró para asegurarse de que iba en serio y entonces, muy educadamente, se metió el trozo en la boca y se lo comió. Después, volvió a mirar a Charmain pidiéndole más. Ella estaba fascinada por su buena educación. Cogió otro trozo. Y otro. Y acabaron comiéndose a medias la empanada.

—Se acabó —dijo Charmain sacudiéndose las migas de la falda—. Tenemos que hacer que esta bolsa dure, porque parece que no hay más comida en la casa. Ahora enséñame qué tengo que hacer, Waif.

Waif trotó decidido hacia lo que parecía la puerta trasera, donde se paró, agitó su peluda cola y emitió un lamento. Charmain abrió la puerta, que fue tan difícil de abrir como las otras dos, y siguió a Waif al patio trasero, convencida de que eso quería decir que tenía que sacar agua de la bomba. Pero Waif pasó de largo alegremente de la bomba de agua y se dirigió a un escuálido manzano situado en la esquina, donde levantó su corta pata y orinó contra el tronco.

—Ya veo —dijo Charmain—. Esto es lo que tú tienes que hacer, no yo. Y tampoco parece que le estés haciendo mucho bien al árbol, Waif.

Waif la miró y siguió correteando de un lado a otro del patio, husmeando y levantando la pata sobre matas de césped. Charmain vio que se sentía seguro allí. Y, ahora que lo pensaba, ella también. Flotaba una sensación de cálida seguridad, como si el tío abuelo William hubiese puesto protecciones mágicas alrededor de aquel lugar. Ella se quedó de pie al lado de la bomba observando las puntiagudas montañas de más allá de la verja. Una leve brisa soplaba desde sus cimas, trayendo consigo el aroma de la nieve y las flores nuevas, que de algún modo le recordó a Charmain a los elfos. Se preguntó si se habían llevado al tío abuelo William allí arriba. «Y mejor que lo traigan pronto de vuelta —pensó—. ¡Me volveré loca como tenga que pasar más de un día aquí!».

Había una pequeña cabaña en la esquina, al lado de la casa. Charmain se acercó a investigar murmurando: «Palas, supongo, y tiestos y demás». Pero una vez que consiguió desplazar su pesada puerta, se encontró con un enorme recipiente de cobre, una planchadora de rodillos y un sitio donde encender un fuego bajo el recipiente. Se quedó mirando el conjunto como quien mira una extraña pieza en un museo hasta que recordó que había un cobertizo similar en el patio de su propia casa. Era un lugar tan misterioso para ella como aquel, porque siempre le habían prohibido entrar, pero sí que sabía que una vez por semana una lavandera de manos rojas y cara violeta generaba mucho vapor en el cobertizo y que, de alguna manera, de él salía la ropa limpia.

«¡Ah! El lavadero —pensó—. Creo que hay que meter las bolsas de colada en el recipiente y hervirlas, pero ¿cómo? Empiezo a pensar que hasta ahora he llevado una vida entre algodones».

—Y no estaba mal —dijo en voz alta, pensando en las manos enrojecidas y la mala cara de la lavandera.

«Aunque esto no me servirá para fregar los platos —pensó—. Y ¿qué hay de tomar un baño? ¿Se supone que tengo que hervirme ahí dentro? Y, por el amor de Dios, ¿dónde voy a dormir?».

Dejó la puerta abierta para Waif y volvió adentro; pasó de largo el fregadero, las bolsas de colada, la mesa llena de cosas y su propia pila de cosas en el suelo, y arrastró la puerta de la pared del fondo. Tras ella volvía a estar la lóbrega sala de estar.

—¡No hay manera! —exclamó—. ¿Dónde están las habitaciones? ¿Dónde está el lavabo?

La cansada voz del tío abuelo William surgió de la nada:

—Para llegar a las habitaciones y al baño, gira a la izquierda en cuanto abras la puerta de la cocina, querida. Por favor, perdona el desorden.

Charmain miró la cocina a través de la puerta abierta.

—Ah, ¿sí? —murmuró—.Vamos a verlo.

Caminó atrás hacia la cocina y cerró la puerta. Después la empujó para abrirla de nuevo, con lo que empezaba a pensar que eran los problemas habituales, y giró rápidamente a la izquierda hacia el marco de la puerta antes de tener tiempo de pensar que era imposible.

Se encontró en un pasillo con una ventana abierta al fondo. La brisa que por ella entraba olía mucho a montaña con su nieve y sus flores. Charmain miró boquiabierta el ondeante prado verde y el azul a lo lejos, mientras se ocupaba de girar el pomo y empujar con la rodilla la puerta más cercana.

Se abrió fácilmente, como si se usara con frecuencia. Charmain se vio inmersa en un aroma que le hizo olvidar al momento los que entraban por la ventana. Se quedó quieta levantando la nariz, aspirando encantada. Era el delicioso y mohoso aroma de los libros. Cientos de ellos, según vio al mirar toda la habitación. Los libros se alineaban en las cuatro paredes, se apilaban en el suelo y en la mesa. La mayoría de ellos eran antiguos y estaban encuadernados en cuero, aunque algunos de los que estaban en el suelo tenían cubiertas de colores que parecían más modernas. Aquello era, obviamente, el estudio del tío abuelo William.

—¡Oooh! —exclamó Charmain.

Sin prestar atención a lo que se veía por la ventana, que eran las hortensias del jardín delantero, se sumergió en el estudio de los libros que había sobre la mesa. Eran grandes, gordos y fragantes, y algunos tenían cierres metálicos para mantenerlos cerrados, como si fuera peligroso abrirlos. Charmain ya casi había cogido el más cercano cuando vio un papel rígido cubierto con una escritura temblorosa sobre el escritorio.

«Mi querida Charmain», leyó, y se sentó en la silla acolchada frente al escritorio para leer el resto.

Mi querida Charmain:

Muchísimas gracias por acceder a cuidar de esta casa en mi ausencia. Los elfos me han dicho que estaré fuera unas dos semanas. («¡Gracias a Dios!», pensó Charmain). O tal vez un mes, si hay complicaciones. («¡Oh!»). De verdad que tienes que perdonar el desorden que encontrarás. Llevo bastante tiempo enfermo. Pero estoy seguro de que eres una jovencita con recursos y que enseguida te adaptarás. En caso de dificultad, he dejado instrucciones orales donde parecían necesarias. Lo único que tienes que hacer es preguntar en voz alta y obtendrás tu respuesta. Las cosas más complicadas las encontrarás explicadas en la maleta. Por favor, sé buena con Waif, no lleva conmigo el tiempo suficiente para sentirse seguro; y, por favor, coge cualquier libro que quieras del estudio, excepto los que hay en este escritorio: la mayoría son demasiado poderosos y avanzados para ti. («¡Bah!, como si eso me importase», pensó Charmain). Mientras tanto, te deseo una feliz estancia aquí y espero poder darte las gracias en persona muy pronto.

Con cariño de tu tío bisabuelo político,

William Norland

—Sí, supongo que es político —dijo Charmain en voz alta—. En realidad, debe de ser tío abuelo de tía Sempronia, y ella se casó con el tío Ned, que es tío de papá, aunque ahora está muerto. Qué lástima. Empezaba a tener la esperanza de haber heredado alguna de sus habilidades mágicas.

Y dijo educadamente al aire:

—Muchas gracias, tío abuelo William.

No hubo respuesta. «Bueno, tampoco debía haberla», pensó Charmain. No era una pregunta. Y se puso a explorar los libros sobre la mesa.

El libro gordo que tenía en la mano se titulaba El libro del vacío y la nada. No le sorprendió, al abrirlo, encontrar sus páginas en blanco. Pero notó al tacto cómo cada página en blanco murmuraba y, de algún modo, se retorcía mágicamente. Lo dejó enseguida y cogió otro titulado La guía Wall de la astrología. Este le decepcionó bastante porque estaba lleno de diagramas con líneas de puntos negras con cuadrados rojos saliendo de ellas, formando diferentes patrones, pero casi nada que leer. A pesar de ello, Charmain le dedicó más tiempo del esperado. Los diagramas debían de tener algo hipnótico. Pero, finalmente, con un movimiento brusco, lo dejó y se decidió por otro titulado Brujería seminal avanzada, que no iba para nada con ella. Tenía las letras apretadas en largos párrafos, la mayoría de los cuales parecía empezar: «Si extrapolamos mis descubrimientos en trabajos anteriores, estaremos preparados para un acercamiento a la extensión de la fenomenología paratípica…».

«No —pensó Charmain—, no creo que estemos preparados».

Dejó también ese y cogió el pesado libro cuadrado de la esquina de la mesa. Se titulaba Das Zauberbuch y resultó estar escrito en un idioma extranjero. «Seguramente el que se habla en Ingary», decidió Charmain. Pero lo más interesante era que ese libro había estado haciendo de pisapapeles de unas cartas provenientes de todo el mundo. Charmain se pasó un largo rato estudiándolas con curiosidad, cada vez más impresionada por el tío abuelo William. Casi todas eran de otros magos que querían preguntarle al tío abuelo William sobre sutilezas de la magia —hablando claro, le consideraban un gran experto— o felicitarle por su último descubrimiento mágico. Todos y cada uno de ellos tenían la caligrafía más horrorosa que imaginarse pueda.

Charmain frunció el ceño, concentrada en mirarlas y, después, levantó la peor de ellas para ponerla cerca de la luz.

Querido mago Norland (decía, o al menos eso le pareció leer):

Su libro Cantrips imprescindibles ha sido de gran ayuda para mí en mi trabajo dimensional («¿o pone demencial?», se preguntó Charmain), pero me gustaría explicarle un pequeño descubrimiento mío relacionado con su sección sobre la mano de Murdoch («¿o es la vara de Merlín?, ¿la ley de Murphy? ¡Yo abandono!», pensó Charmain). La próxima vez que vaya a High Norland, ¿tal vez podríamos vernos y hablar?

Reverencialmente («¿tangencialmente?, ¿incidentalmente?, ¿rotundamente? ¡Por Dios, qué letra!», pensó Charmain) suyo,

Mago Howl Pendragon

—¡Madre mía! ¡Debe de escribir con unas tenazas! —dijo Charmain en voz alta, al tiempo que cogía otra carta.

Esa era del rey en persona y su letra, aunque ondulante y anticuada, era mucho más fácil de leer:

Apreciado Wm (leyó Charmain con sorpresa y admiración crecientes):

Ya vamos por la mitad de nuestra Gran Tarea y aún no hemos aprendido nada. Confiamos en usted. Confiamos ciegamente en que los elfos que os enviamos podrán devolverle la salud y que volveremos a contar pronto con el inestimable beneficio de sus consejos y ánimos. Le mandamos nuestros mejores deseos.

Suyo, con toda la esperanza,

Adolphus Rex High Norland

¡Así que fue el rey quien mandó a los elfos!

—Vaya, vaya —murmuró Charmain ojeando el último montón de cartas.

Todas ellas estaban escritas con las mejores caligrafías de personas diferentes. Todas parecían decir lo mismo de diferentes maneras. «Por favor, mago Norland, me gustaría ser su aprendiz. ¿Me aceptaría?». Algunas llegaban al extremo de ofrecer dinero al tío abuelo William. Una decía que podía darle un anillo de diamantes mágico y otra, que parecía de una chica, decía con patetismo: «Yo no soy muy guapa, pero mi hermana sí, y dice que se casaría con usted si acepta enseñarme». Charmain se puso tensa y sólo miró por encima el resto del montón. ¡Le recordaban tanto a sus propias cartas al rey! «Y son igual de inútiles», pensó. Le pareció evidente que eran el tipo de cartas a las que un mago famoso contestaría inmediatamente «no». Las volvió a amontonar todas bajo Das Zauberbuch y miró el resto de libros sobre el escritorio. Al fondo de la mesa había una hilera de libros gordos, todos con el nombre Res mágica, y que pensó en mirar más tarde. Cogió otros dos libros al azar. Uno se titulaba El camino de la señora Pentstemmon: Indicadores a la verdad, y le dio la impresión de que era un libro de trivialidades moralizantes. El otro, una vez que hubo abierto los cierres metálicos y desplegado el libro por la primera página, vio que se titulaba El livro del palimpsesto. Cuando pasó las siguientes páginas, vio que cada una tenía un hechizo diferente, y comprensible, con un título descriptivo y, debajo de este, una lista de ingredientes seguida de pasos numerados con explicaciones.

—¡Esto ya es otra cosa! —dijo Charmain, y se acomodó para leer.

Mucho después, mientras estaba decidiendo si era más útil un «Hechizo para distinguir a amigos de enemigos», un «Hechizo para ampliar la mente» o un «Hechizo para volar», Charmain se dio cuenta de repente de que tenía la necesidad imperiosa de ir al baño. Eso solía pasarle cuando había estado abstraída leyendo. Se levantó de un salto, juntando las rodillas, y entonces se dio cuenta de que aún no había encontrado el baño.

—Eh…, ¿cómo llego al baño desde aquí? —gritó.

La amable y frágil voz del tío abuelo William surgió del aire al momento para tranquilizarla:

—En el pasillo, gira a la izquierda, querida; el baño es la primera puerta a la derecha.

—¡Gracias! —murmuró Charmain, y echó a correr.

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Capítulo 3

En el que Charmain lanza varioshechizos al mismo tiempo

El baño era tan tranquilizador como la amable voz del tío abuelo William. Tenía el suelo de piedra verde desgastada y una pequeña ventana en la que se agitaba una cortina de red verde. Y tenía el mismo equipamiento que Charmain conocía de su casa.

«Y en casa sólo hay de lo mejor», pensó. Aún más importante: había grifos y la cisterna funcionaba. Era cierto que la bañera y los grifos eran raros, con formas un poco abombadas, como si la persona que los había instalado no tuviese muy claro lo que estaba buscando; pero cuando Charmain los abrió para probarlos, salió agua fría y caliente, como debía ser, y había toallas templadas en una barra bajo el espejo.

«Tal vez pueda meter una de las bolsas de colada en la bañera —pensó Charmain—. Pero ¿cómo la escurriré para secarla?».

Al otro lado del pasillo, enfrente del baño, había una fila de puertas que se perdían en la distancia. Charmain se dirigió a la más cercana y la empujó para abrirla, esperando que la llevase a la sala de estar. Pero en lugar de eso, tras ella se encontró con una pequeña habitación, la del tío abuelo Williams, evidentemente, a juzgar por el desorden. La colcha blanca estaba tirada sobre la cama sin hacer, casi encima de unos cuantos pijamas de rayas desperdigados por el suelo. Las camisas colgaban fuera de los cajones, al igual que los calcetines, que parecían ropa interior larga, y del armario abierto colgaba una especie de uniforme que olía a humedad. Bajo la ventana había otras dos bolsas llenas hasta arriba de ropa sucia.

Charmain gruñó en voz alta.

—Supongo que ha estado enfermo mucho tiempo —dijo; intentaba ser comprensiva—. Pero, por el amor de Dios, ¿por qué tengo que ser yo quien se ocupe de esto?

La cama empezó a moverse espasmódicamente.

Charmain se dio la vuelta de un salto para mirarla. Los espasmos eran obra de Waif, que estaba hecho un ovillo cómodamente encima del montón de ropa de cama, rascándose en busca de una pulga. Cuando vio que Charmain lo miraba, agitó su frágil cola y se humilló; bajó las orejas con un gesto asustado y dirigió un débil y lastimero lamento a Charmain.

—No deberías estar ahí, ¿verdad? —dijo ella—. Bueno, veo que estás cómodo y yo tendría que estar loca para dormir en esa cama.