Título original: The Forbidden Wish

© de la obra: Jessica Khoury, 2016

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© de la traducción: Carmen Torres y Laura Naranjo, 2019

© de los detalles: notkoo, makar (Shutterstock)

© de la presente edición: Nocturna Ediciones, S.L.

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Primera edición en Nocturna: junio de 2019

Edición Digital: Elena Sanz Matilla

ISBN: 978-84-17834-22-7


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EL TERCER DESEO

CAPÍTULO 1

Percibo al muchacho en cuanto pone un pie en la cueva.

Por primera vez en siglos, me agito.

Soy humo dentro de la lámpara, y me encojo y me estiro para desembarazarme del letargo acumulado durante quinientos años. Tengo la sensación de haberme medio convertido en piedra. El sonido de sus pisadas me traquetea como el estallido de un trueno y me despierto por completo de un brinco.

Me aprieto contra los laterales de la lámpara y lo llamo a voces, pero, por supuesto, no me oye. No es más que un chaval normal y corriente. No puede oír el grito de una yinn, una genio dentro de una lámpara, una otorgadora de deseos.

El joven va solo y noto sus pisadas cautelosas cuando franquea la entrada de la recóndita cueva. Despliego mi sexto sentido y lo sigo cuando baja la estrecha escalera cortada en la arenisca mientras sus dedos recorren una antigua pared llena de símbolos esculpidos cuyo significado se ha perdido en el tiempo. Qué extraño resulta sentir su presencia aquí después de esta larga soledad, habiba: es como una luz en las profundidades insondables y oscuras del mar.

Llego tan lejos como me resulta posible y siento su respiración tranquila, su corazón palpitante. ¿Quién es? ¿Cómo ha encontrado este lugar? No es más que un muchacho, un momento en el tiempo que pronto pasará. He conocido a mil y uno como él. Conoceré a mil y uno más. No es nada. Me lo repito para no hacerme ilusiones con él. No me está permitido albergar esperanzas. Se me prohíbe tener deseos propios. Así no pensaré en el mundo de ahí arriba, en el cielo infinito, en el aire fresco y en la luz del día. No daré muestras de la profunda y absoluta desesperación con la que quiero que ese chico saque mi lámpara de esta maldita oscuridad. En vez de eso, me doblo y me desdoblo, me arremolino y me enrollo mientras espero con el alma en vilo. Mi sexto sentido está emborronado, como cuando observas a un pez que nada en un estanque con ondas y debes concentrarte mucho para verlo.

Lleva una pequeña antorcha, que levanta para escrutar la gran caverna: en realidad no se trata de una cueva, sino de una vasta sala llena de eco que una vez perteneció a un gran palacio perdido para siempre en las entrañas de la guerra y el tiempo. Ahora yace en las profundidades del desierto, como una ruina más, enterrado bajo capas de arena y de recuerdos.

Las columnas se alzan por encima de mi intrépido visitante, sujetando un techo que se pierde en las sombras. Los pilares lucen tallas en espiral: leones con las fauces abiertas, caballos alados, dragones que escupen fuego. Las joyas incrustadas en sus ojos emiten un ligero resplandor, como si contemplaran al joven con silenciosa malicia, del mismo modo que en su día observaron a la gente radiante y colorida que vivió aquí hace siglos, antes de que la ciudad se sumergiera en la arena. Este lugar está poseído por fantasmas, y yo soy uno de ellos.

—Por todos los dioses —murmura el chico, y sus silenciosas palabras reverberan en la enorme bóveda. Levanta la antorcha y la luz se derrama ante él como un charco dorado.

No me extraña que esté anonadado, pues no se trata de una sala cualquiera, sino de lo que en su día fue un santuario en las profundidades del palacio real de Nerubia, donde, hace mucho tiempo, una reina joven y hermosa deseó tener un jardín sin igual en el que poder descansar y meditar.

Fue uno de los mejores deseos que he concedido.

El suelo está alfombrado con delicadas briznas de hierba, cada una de las cuales ha sido tallada en la esmeralda más pura. Unos árboles achaparrados con hojas de jade destellan bajo una alta bóveda tachonada de resplandecientes diamantes que parecen estrellas en un cielo nocturno. De los árboles cuelgan frutas: manzanas rubíes, limones dorados, ciruelas amatistas y bayas de zafiro. Millones de joyas, talladas con una precisión que ningún arte mortal podría igualar, brillan y centellean. Abajo, en la hierba, refulgen delicadas flores de topacio y lapislázuli. Debes observarlas de cerca para darte cuenta de que no son árboles ni flores reales, sino piedras preciosas de incalculable valor.

El muchacho camina como en sueños, sin pestañear, sin respirar. No hay ni una sola planta natural y, sin embargo, el jardín parece más vivo que ningún otro en el mundo exterior. Durante los últimos siglos, estas frutas joya han sido mi única y constante compañía, un tesoro sin parangón que ofrece tan poco consuelo como la luz a los ciegos.

Se entretiene demasiado.

El aire está cargado de vieja magia yinn, un vestigio de la gran guerra que se libró aquí hace muchos siglos. Pende de las paredes, gotea del techo, forma charcos entre las raíces doradas de los árboles enjoyados. Abarrota las ruinas vacías que ya se hallan medio hundidas en el desierto, los largos pasillos derruidos que se bifurcan como si fueran raíces y que comunican las torres, los salones y los almacenes. La ciudad está a un suspiro de derrumbarse por completo. Durante quinientos años, esta magia se ha revuelto y retorcido por sus cámaras, aumentando como el gas bajo la tierra, a la espera de que una chispa la prenda.

Este muchacho es esa chispa. Caerá en una trampa tendida hace mucho tiempo, desencadenará una explosión de magia acumulada y el desierto nos engullirá a ambos. Yo me perderé para siempre en esta prisión de magia y arena y me convertiré en un mito, en un sueño. No se me ocurre destino más aciago. Creía que me había resignado a este sino hacía mucho tiempo, cuando parecía que nadie me localizaría. Ahora sé que no es así, que esa esperanza latía en mi interior como una semilla durmiente a la espera de florecer a la primera señal de escapatoria.

Pero entonces los encantamientos vibran como las cuerdas de un laúd y mi frágil esperanza se desvanece. Desde la oscuridad se levanta un viento que agita las hojas de piedra hasta que la cueva al completo resuena con su traqueteo. La trampa está tendida.

El muchacho, como presintiéndolo, se apresura, deja atrás los preciosos árboles y flores y salva un riachuelo en el que centellean pepitas de oro y de plata. La cámara se ilumina, pues los diamantes de arriba restallan de luz cegadora. El jardín enjoyado resplandece con destellos hermosos pero letales. El joven esquiva las hojas que cortan el aire como cuchillos y sisea cuando una de ellas le hace un tajo en el dorso de la mano.

Al fin llega a la colina que hay al fondo del jardín encantado y allí se detiene bajo las ramas bamboleantes de un sauce labrado en cobre del que cuelgan hojas de esmeralda. Le da vueltas a un anillo en el dedo y sus ojos se agrandan cuando se posan en la lámpara.

Esta reposa en una especie de trono forjado en hierro y rubíes en el que el metal está retorcido para que se asemeje a los tallos de un rosal. Hubo una vez en que la reina de esta ciudad se pasaba las horas ahí sentada leyendo y meditando, aunque eso fue hace mucho tiempo. Ahora sólo está la lámpara, que resplandece a la luz diamantina. Dentro, yo me expando y lleno cada recoveco con mi humo brillante, urgiéndolo a darse prisa. Me estremezco de impaciencia ante la perspectiva de que esta oportunidad de escapar se me escurra entre los dedos. Nunca antes la lámpara me había parecido tan pequeña.

El chico sube la colina jadeando y suelta un leve suspiro cuando llega al trono. Se queda allí un instante, sacudiéndose el polvo de las manos, con la vista clavada en la lámpara.

La cueva retiembla. De las paredes comienzan a caer hilillos de arena que tintinean en las pilas de monedas de oro. Los encantamientos zumban y las joyas de los árboles empiezan a traquetear. El muchacho no parece darse cuenta. Está absorto en la lámpara.

—Así que es esta —susurra.

Estira la mano y yo paso del humo al fuego de puro nerviosismo. Cuando las puntas de sus dedos tocan los laterales broncíneos de la lámpara, un estallido de energía me traspasa y siento los latidos de su corazón, fuertes y desbocados.

—¿Qué eres? —susurra—. ¿Por qué me has llamado?

Como aturdido, recorre el metal con los dedos; su palma traza la curva del pitón y su calor humano traspasa las paredes.

Estoy a punto de estallar. Me expando. Me encojo, me arracimo y me preparo; el humo rojo se torna dorado.

El joven frota la lámpara.

Y yo contesto.

Salgo disparada por el largo y oscuro túnel del pitón. Soy un penacho de humo, un torbellino de fuego. Me abro, me multiplico y me hincho hasta convertirme en una gran nube sobre su cabeza. Empujo el techo de piedra de la cueva con un millar de manos vaporosas. Abro mil ojos enfervorecidos y estiro mil piernas rutilantes. Me despliego una vez, y otra, y otra. ¡Pero qué bien sienta estar fuera! Restallo de energía y entusiasmo; mi sangre es un relámpago y mi aliento, un trueno.

Podría pasarme horas estirándome, deleitándome con el espacio que me rodea, pero, como el tiempo es oro, me encojo, me endurezco y recojo mis caprichosos zarcillos. Por primera vez en quinientos años, asumo la forma que más me gusta.

Tu forma, Roshana, habiba mía. Hermana querida. La de corazón puro y risa alegre, la que me enseñó la dicha y me llamaba «amiga». Una princesa entre los hombres y una reina entre su gente.

Me visto con tu aspecto. Adopto tu pelo, largo y negro como el río de la noche. Asumo tus ojos, grandes, rasgados y resplandecientes. Adquiero tu cara, fina y recia. Tu precioso cuerpo es mío. Tus manos, rápidas y diestras, y tus pies, gráciles y raudos. Llevo tu rostro y finjo que tu corazón también es mío.

Y, al fin, el humo se disipa y me veo plantada en el jardín que creé para ti. Aunque humana en apariencia, por dentro no soy más que humo y energía. Me estiro, suspiro y lenta, muy lentamente, sonrío al muchacho.

Está tumbado de espaldas, boquiabierto y con los ojos desorbitados. Abre y cierra la boca hasta tres veces antes de farfullar por fin:

—¡Por todos los dioses!

Este amuleno es joven, debe de tener diecisiete o dieciocho primaveras. Sus pobres y finas vestiduras delatan un cuerpo que no tiene ni pizca de grasa. Es todo piel, huesos y músculos torneados y duros; un muchacho que, sin duda, ha robado a los arrieros de camellos, en los puestecillos de fruta y en los bajos fondos para sobrevivir. Que sabe que los días no son regalos, sino premios que hay que ganarse.

—Eres…, eres…

«Dilo, muchacho. —Un demonio de fuego. Un monstruo de humo. Un diablo de arena y ceniza. Una servidora de Narduja. Una hija de Ambadia. La que no tiene nombre, ni rostro ni límite. Una esclava de la lámpara—. Una yinn».

—¡… una chica! —remata.

Me lo quedo mirando perpleja durante un instante, pero me recupero enseguida.

—¡Tiembla, mortal! —declaro, y dejo que mi voz retumbe por la caverna—. Soy la esclava de la lámpara, la poderosa yinn de Ambadia. Tengo el poder de concederte tres deseos. Ordena y tu esclava responderá, hijo del hombre, pues tal es la ley de Narduja.

Ah, Narduja, poderoso rey de los genios. Amo de todos los amos. Malditos sean sus huesos de humo y fuego.

—Una yinn —murmura el joven—. Ahora lo entiendo todo.

Se calla cuando un hilillo de arena le cae en el hombro. Se lo sacude y se echa a un lado, pero empieza a lloverle alrededor. El suelo se inclina, las joyas repiquetean y ruedan. Él pierde pie.

—¿Qué ocurre? —pregunta sin aliento mientras se levanta como puede.

—Estas ruinas son antiguas. La magia que las impregna lo es aún más y muy pronto te matará. —De nada sirve suavizar la dura realidad—. Pero, si lo deseas, puedo salvarte la vida.

Él sonríe de oreja a oreja, descarado como un cuervo.

—¿Por qué iba a desearlo cuando puedo echar a correr? ¿Podrás seguirme el ritmo, chica yinn?

Al oír esas palabras, no puedo más que reír y, en un abrir y cerrar de ojos, me transformo en un halcón y empiezo a aletear por las copas de los árboles. Las ramas se mecen y se parten con el vendaval que arrasa la sala. Las frutas enjoyadas se estrellan contra el suelo. El aire se colma con el sonido del cristal al romperse y con el rugido del viento.

El muchacho se desliza colina abajo y corre por la hierba. Las ramas tratan de alcanzarlo, de agarrarlo por los brazos y por el cuello, pero yo las arranco con mis garras. Del riachuelo salen unas manos siniestras que se le aferran a los tobillos. Yo las aparto golpeándolas con mis alas.

El chico es rápido, pero ¿lo conseguirá? Lo conduzco por encima y alrededor de pilas de joyas, a través de arcos hechos de arena brillante que cae en cascada. Debo reconocerle una cosa a mi joven amo: es ágil y no se rinde fácilmente.

La salida ya no está lejos. Caen cortinas de arena, tan densas que derriban al muchacho y lo postran de rodillas. Él se asfixia y tose con la boca llena de arena. Sin embargo, no se da por vencido: sus piernas se debaten por volver a ponerlo en pie; sigue adelante con los ojos cerrados y a tientas, como un ciego.

Me transformo de halcón en chica mediante un remolino de humo y me dejo caer a su lado. Lo cojo de la mano y tiro de él, tratando de ignorar la calidez de su contacto. Llevo sin tocar a un humano…, oh, mucho tiempo, habiba. Sus dedos se aferran a los míos, su palma está seca y rasposa por la arena, sus venas palpitan llenas de vida. Como siempre ocurre cuando toco a un humano, los latidos de su corazón me abruman. Reverberan en mis oídos y resuenan con sorna en mi pecho vacío, donde, en lugar de corazón, no hay más que humo.

¡Ahí está por fin!, medio enterrado en la arena, el vano de la puerta que una vez condujo a tu salón del trono, habiba, pero que ahora da a un oscuro cielo del desierto tachonado de estrellas. Hace mucho que la puerta de teca se pudrió, y las piedras están partidas y carecen de lustre, pero, tras quinientos años de solitaria oscuridad, es lo más bonito que he visto jamás.

La magia hace un último esfuerzo por detenernos y esta es la trampa más peligrosa de todas. La arena se convierte en llamas que se precipitan hacia nosotros con avidez desde las entrañas de la gran cámara. Yo, que ya saboreo el dulce aire de la noche, redoblo mis esfuerzos para sacar de allí al muchacho con vida. Si no lo consigo, sé que jamás tendré otra oportunidad de escapar.

—¡Más rápido! —lo urjo, y el joven vuelve la vista hacia el fuego y avanza a la desesperada. Corre tan rápido que me adelanta y ahora soy yo de la que tiran. El fuego me lame los talones. Me convierto en humo y los dedos del muchacho se cierran en el espacio que antes ocupaba mi mano.

—¿Qué haces? —grita.

—¡Vete! —Me expando y vuelvo a cambiar de forma, convirtiéndome en un muro de agua que hace frente al raudal de llamas y las mantiene a raya. Viento, fuego, agua, arena… ¡y cielo, cielo, cielo!

El chico es el primero en salir. Franquea la puerta de un salto y rueda con mi lámpara aferrada al estómago. Yo me transformo en humo en cuanto estoy al aire libre: una gran nube de un violeta rutilante. Las llamas salen despedidas por la arena, como un millar de manos demoníacas que rasgaran la tierra en busca de un asidero en el mundo. Unas garras feroces rastrillan el desierto y arañan el cielo a nuestro alrededor.

El joven se encoge de dolor y levanta una mano cuando una explosión de calor estalla sobre él. De las puntas del pelo le suben unos zarcillos de humo allá donde el fuego lo ha chamuscado. Durante un terrible instante, estamos completamente cercados por las llamas, así que rodeo al muchacho, asfixiándolo con mi humo, pero salvándolo del fuego.

La magia al fin se extingue, como una llama que se ha quedado sin combustible. El fuego vuelve a convertirse en la arena de la que procedía y cae en forma de niebla blanca y brillante a nuestro alrededor. El desierto gira en torno a la puerta y se hunde en ella hasta que, por último, la arena se traga el vano.

Ante nuestros ojos se yerguen las ruinas de Nerubia, la que una vez fue una ciudad grandiosa y resplandeciente. Con el paso de los siglos se ha desmoronado y ahora se asemeja más al esqueleto de un animal que murió hace mucho tiempo. En ese momento, los pocos vestigios que quedan empiezan a retumbar y a estremecerse. De las torres medio derruidas comienzan a caer piedras enormes y los muros se hacen añicos. El desierto se hincha como el mar y se traga las ruinas piedra por piedra, sacudiendo las dunas de un lado para otro. Lenta y ruidosamente, la ciudad se hunde bajo el desierto y restalla cuando la vieja magia yinn da los últimos coletazos.

La última vez que vi la ciudad desde la superficie, esta permanecía orgullosa bajo un cielo colmado de humo negro y en el aire resonaban la lucha y los gritos de los moribundos, tanto humanos como genios. Muchos murieron ese día fatídico. Yo debería haberme contado entre ellos.

Ahora la ciudad se hunde de una vez por todas, enterrando a sus muertos con ella.

El muchacho lo contempla todo arrodillado y boquiabierto, y yo me arremolino por encima de él. Poco después, la tierra se traga la última punta de la última torre, y la ciudad, que una vez fue la más grandiosa del mundo, una ciudad de reyes y conquistadores, desaparece por completo.

El desierto se sacude, tirando al joven de espaldas. Yo cambio a mi forma humana, me planto a su lado y contemplo las arenas que me habían mantenido cautiva durante siglos. Cuando el aire se aclara de polvo, no queda más que un centelleante estrecho de arena azul, pura y virgen, atravesada por las ondas que forma el viento. La única prueba de que una vez hubo allí un jardín de maravillas, el único testimonio de la gran ciudad perdida bajo la arena, es una sola moneda pálida que yace en la superficie, guiñando a la luna.

Y, por supuesto, estoy yo.

Uno: el ladrón

Tras la batalla, la reina y sus guerreros entraron en el salón del trono de los vencidos akbanides, donde hallaron los grandes tesoros de aquel reino desplegados en pedestales de mármol. Y la reina, a la que poco le interesaban las joyas y el oro, pasó por el lado de todo esto hasta que al fin llegó al centro de la estancia. Y allí, en una sábana de seda, encontró una lámpara de aspecto humilde, forjada en bronce y sin una gota de aceite en su interior.

La cogió con gran reverencia y, al tocarla, una terrible yinn salió de ella envuelta en una brillante nube de humo. Y todo cuanto la rodeaba se estremeció y tembló, aunque la reina permaneció incólume. En sus ojos, sin embargo, había un destello de asombro.

—Soy la yinn de la lámpara —dijo aquel ser—. Tres deseos tendréis. Enunciadlos y os serán concedidos, incluso los más profundos de vuestro corazón. ¿Deseáis tesoros? Vuestros serán.

—Ya poseo oro y plata —respondió la reina.

—¿Deseáis reinos y hombres a los que gobernar? —le preguntó la yinn—. Pedidlos y vuestros serán.

—También los tengo —replicó la reina.

—¿Deseáis juventud eterna, no envejecer jamás, nunca enfermar? Pedidlo y vuestro será.

—¿No dice el poeta que las canas son más valiosas que la plata y que en la juventud reside la estupidez?

La yinn se postró ante la reina.

—Veo que sois sabia, oh, mi reina, y no os dejáis engañar fácilmente. Pedidme lo que gustéis, pues soy vuestra esclava.

—Dadme vuestra mano —le propuso ella— y seamos amigas, ¿o acaso no dice el poeta que un amigo verdadero vale más que diez mil camellos cargados de oro?

La yinn reflexionó antes de contestar:

—El poeta también dice: «Ay del hombre que traba amistad con los genios, pues con ello le estrecha la mano a la muerte».

Extracto de La canción de la caída de Roshana,

última reina de Nerubia,

de Paris zai Mura,

guardiana y escriba de la reina Roshana

CAPÍTULO 2

Estamos perdidos en mitad de un mar de arena iluminada por la luna; el silencio es tan infinito como el espacio que media entre las estrellas. La noche es serena y engañosamente apacible; la ciudad que se erigía en este punto hace apenas unos instantes no es más que un recuerdo.

Por dentro, me muero de miedo. ¿Sabrán los genios que he escapado? ¿Cuánto tardarán en venir a por mí? Podrían agarrarme en cualquier momento con sus ávidas manos y acribillarme con sus ojos rojos de furia. Espero a que vengan a doblegarme y a encadenarme de nuevo en la oscuridad, pero no lo hacen.

Levanto la cabeza y dejo escapar un lento suspiro.

No veo a ningún genio surcando el cielo. Ni oigo ninguna campana de alarma repicar en el desierto. En ese momento, me asalta una certeza: «He escapado. He escapado de verdad».

Estamos rodeados por la arena infinita del gran desierto Mahali: dunas, montañas y valles teñidos de un pálido azul por la luz de la luna. La vertiginosa inmensidad del espacio vacío me deja estupefacta tras mi largo confinamiento. Mientras el joven recupera el resuello, me giro por completo e inspiro el aire nocturno. Hace ya mucho tiempo que dejé de confiar en que volvería a ver el cielo. ¡Y qué cielo! Estrellas tan numerosas como granos de arena, estrellas de todos los colores —azul, blanco, rojo—, las joyas de los dioses dispuestas en un tapete de seda negra.

Ansío estirarme, reptar como el humo por esa gloriosa arena azulada, esparcirme como el agua y plantar una mano en cada horizonte. Y luego subir muy alto, hasta las estrellas, para apretar mi cara contra el cielo y sentir el frío beso de la luna.

Noto la mirada del joven clavada en mí y me vuelvo hacia él. Sigue tumbado en la arena, apoyado sobre un brazo, contemplándome como un pescador que ha atrapado por sorpresa a un tiburón en sus redes.

Le devuelvo la mirada con la misma franqueza, evaluándolo. Tiene una mandíbula fuerte y un poco torcida con barba incipiente, unos ojos cobrizos grandes y expresivos y unos labios carnosos. Y en el lóbulo de la oreja izquierda lleva un arete barato. Un joven apuesto con el cuerpo de un hombre, ya desarrollado. De haber sido un príncipe o un renombrado guerrero, tendría harenes enteros compitiendo por su atención. Pero resulta que su ruda belleza se esconde entre sus ropas harapientas. Me fijo en las cicatrices de sus manos y sus piernas. Los dioses no le han prestado la debida atención.

Suspiro y digo:

—Parece que te hubiera pateado un caballo. Anda, levántate.

Le ofrezco mi mano, pero se aparta de mí con ojos desorbitados y recelosos.

Por un momento, nos miramos en silencio bajo las estrellas titilantes. Su respiración entrecortada se debe en parte a la fatiga, pero está tan tenso como un gato acorralado, listo para saltar, a la espera de mi próximo movimiento. La cabeza aún me da vueltas por la rapidez con la que todo acaba de ocurrir: el primer humano al que veo en quinientos años, la frenética huida del derrumbe de las ruinas, la inmensidad del desierto tras tantos siglos confinada en mi lámpara. Me tambaleo ligeramente y me tomo un momento para distinguir la tierra del cielo.

—No puedo hacerte daño —le aseguro. Tengo los puños cerrados a ambos lados y obligo a mis dedos a abrirse sin reservas—. La misma magia que nos une impide que te hiera. No tengas miedo.

—No tengo miedo.

—¿Habías visto a un yinn alguna vez?

El joven se aclara la garganta y clava sus ojos en los míos.

—No, pero sí que he oído historias sobre ellos.

Le doy la espalda y alzo la vista hasta las estrellas.

—Ya me lo imagino. Seguro que historias de guls, que devoran las almas y se visten con la piel de su presa. O de ifrits, todo fuego y llamas y desprovistos de cerebro. O quizá de márids, pequeños y dulces hasta que te ahogan en sus aguas.

Asiente despacio y se pone en pie al tiempo que se sacude la arena de las manos.

—Y del shaitán, el más poderoso de todos —añade.

Un escalofrío me recorre la espina dorsal.

—Ah, por supuesto.

—¿Así que son ciertas? ¿Todas esas historias?

Me vuelvo hacia él y hago una pausa antes de responder:

—Como dice el poeta, las historias son verdades que se cuentan a través de mentiras.

—Entonces, ¿no vas a devorar mi alma? —me pregunta, como si quisiera desafiarme—. ¿Ni a ahogarme? ¿Qué tipo de genio eres tú?

Creo un remolino de humo y me convierto en un tigre blanco que se tiende ante él y mueve la cola adelante y atrás. El chico me mira sorprendido y retrocede un poco al ver mis ojos dorados y mis garras extendidas.

—¿Qué eres? —susurra.

¿Debería decirle qué —quién— soy en realidad? ¿Que legiones enteras de genios enfadados —guls, márids y una docena de horrores similares— podrían estar dirigiéndose hacia nosotros en este preciso instante? Si tiene algo de sentido común, se deshará de la lámpara en el acto y se alejará de mí todo lo posible…, lo que me dejaría totalmente desamparada. Al menos, mientras conserve la lámpara, tendré la oportunidad de luchar.

—¿Cómo me encontraste? —inquiero. Tantos siglos encerrada y este desdichado es el único que me encuentra. Después de aquella batalla final, de tu caída, habiba, los míos me arrojaron al jardín que había creado para ti. «Te quedarás ahí sentada en la oscuridad hasta que te pudras, traidora», me dijeron. Y, durante años y años, estuve segura de que ese sería mi destino. Hasta que, contra todo pronóstico, el muchacho apareció.

—Soy de Partenia. —Como permanezco inexpresiva, aclara—: A dos semanas a caballo de aquí en dirección oeste. En la costa. Y en cuanto a cómo te encontré… Me vi guiado hasta aquí. Por esto.

Se quita el anillo al que antes le había estado dando vueltas y se lo pone en la palma de la mano. Tras una leve vacilación, lo cojo. Siento un hormigueo en los dedos que me dice que ha sido forjado con magia. Hay algo en él que me resulta familiar, pero estoy convencida de que no lo he visto antes. Es de oro liso, salvo por unos símbolos que lleva inscritos en el interior, unos símbolos que se han medio borrado por el fuego y el paso del tiempo.

—¿Y dices que te ha conducido hasta mí?

Me enderezo y lo miro con dureza.

Él me quita el anillo de la palma.

—Cuando lo…, hmmm, encontré, empezó a susurrarme cosas. Sé que suena descabellado, pero no pude hacer que parase. Seguía oyéndolo incluso cuando me lo quitaba y lo tiraba para deshacerme de él. Así que pensé: ¿por qué no le hago caso, a ver qué quiere?

—¿Y qué decía?

—No mucho… —Encierra el anillo en su mano con rostro embelesado—. Sólo sé que quería que lo siguiera, que me conduciría hasta algo importante. No sabía qué era. Sólo sabía que tenía que averiguarlo, como si me hubiera hechizado o algo así. Cuando descubrí tu lámpara, se calló por primera vez desde hacía semanas, de modo que supuse… que pretendía conducirme hasta ti.

Me pregunto si de verdad es tan inocente como parece. Quizá sólo se trate de un simple mendigo que ha dado con un talismán antiguo y poderoso sin comprender su verdadero valor. El anillo está encantado; su propósito es guiar hasta mí a su portador. Pero ¿quién lo creó? Es muy antiguo, probablemente fuera forjado allá por la misma época en que me abandonaron a mi suerte en aquel jardín engalanado de joyas hace quinientos años. ¿Por qué nadie lo ha utilizado hasta ahora? ¿Y por qué lo ha hecho precisamente este pobre infeliz?

—¿Y seguiste a un anillo mágico hasta Nerubia por mera curiosidad?

—Bueno —dice con aspereza, y desvía la vista—, no es tan sencillo. Digamos que no soy el único que está interesado en el anillo. Sabía que me conduciría hasta algo valioso, y encontrar objetos de valor es mi… —Su voz se apaga y abre los ojos como platos—. Espera un momento. ¿Qué has dicho?

Frunzo el ceño.

—He dicho que me parece muy raro que por mera curiosidad…

—No, eso no. Acabas de decir que esta ciudad se llamaba Nerubia.

—Ajá.

Inspira hondo, retrocede medio paso y me escudriña de la cabeza a los pies como si me viera por primera vez. Cuando retoma la palabra, lo hace con voz tensa, excitada, jadeante.

—Sé quién eres —dice.

Algo en su tono hace que mi corazón de humo se estremezca como respuesta, así que me pongo en guardia.

—Ah, ¿sí? ¿Y quién se supone que soy, oh, hijo de Partenia?

Él asiente como para sí con ojos chispeantes.

—Eres ella. Eres esa yinn. ¡Por los dioses! ¡Por los malditos dioses! ¡Eres la que empezó la guerra!

—¿Disculpa?

—Eres la yinn que traicionó a aquella famosa reina… ¿Cómo se llamaba? ¿Roshana? Intentaba sembrar la paz entre los yinns y los humanos, pero tú te volviste contra ella y empezaste las Quinientas Guerras.

Me quedo helada. Quiero que pare, pero no lo hace.

—He oído las historias —continúa—. He oído las canciones. Te llaman la Bella Traidora, que encantaba a los humanos con su… —Se interrumpe para tragar saliva—. Su belleza. Se lo prometías todo y luego los arruinabas.

Mil y una respuestas acuden a mi lengua, pero me las trago todas y las entierro en lo más profundo de mi corazón de humo. Habiba, ¿fui una ilusa al pensar que quinientos años serían suficientes para enterrar mi pasado? Cantan canciones sobre nosotras, querida amiga. Ahí donde lo ves, este muchacho, pobre y andrajoso, sabe quién soy, sabe quién eras, sabe lo que te hice. Y ¿cómo voy a negarlo? Las ruinas de tu ciudad yacen bajo nuestros pies. Las ha visto con sus propios ojos. Además, ¿por qué iba a esconder quién soy? La Bella Traidora. El nombre me viene de maravilla. Lo añado a la larga lista de los que he ido recogiendo en mi estela a lo largo de los años, muchos de ellos menos halagadores.

Dejo escapar un largo suspiro y encojo un hombro.

—Y ahora ¿qué? ¿Vas a librarte de mí? ¿Me vas a enterrar de nuevo?

Él se echa a reír con una risa fría y aguda.

—¿Librarme de ti? ¿Cuando puedes concederme tres deseos? ¿Me desharía de una bolsa de oro sólo porque la hubiera encontrado en una montaña de estiércol? —Hace una mueca—. No pretendía… Es sólo que… Necesito pensar.

Lo observo mientras camina formando un pequeño círculo y se pasa las manos por el pelo una y otra vez hasta que casi se lo pone de punta. Cuando por fin se detiene, me noto mareada de sólo mirarlo. Casi he olvidado lo frenéticos que sois los humanos, siempre de acá para allá, como abejas libando néctar. Y este joven lo es más que la mayoría: la energía que irradia calienta el aire a su alrededor.

Parece haber llegado al fin a una conclusión, porque detiene sus pasos enloquecidos y me mira a los ojos apretando la mandíbula en un gesto resoluto. Tengo que echar la cabeza un poco hacia atrás para aguantarle la mirada.

—Así que… tres deseos. ¿Cualquier cosa que se me antoje?

—Cualquier cosa de este mundo si estás dispuesto a pagar el precio.

Entorna los ojos.

—Explícame lo de ese precio.

Exhalo una pequeña vaharada con la que hago aparecer una llamita en mi mano y dejo que esta me baile entre los dedos como la moneda de un charlatán.

—Todos los deseos tienen un precio, amo. Aunque es probable que ni tú ni yo sepamos cuál es hasta después de haberlo pagado. Tal vez desees una gran riqueza y luego te la roben unos ladrones. O quizá desees un poderoso dragón que te lleve por el cielo y este te devore en cuanto aterrices. Los deseos son bastante retorcidos y no hay nada más peligroso que conseguir aquello que tu corazón ansía. La cuestión es: ¿estás dispuesto a jugar? ¿Cuánto estás dispuesto a perder? ¿Por qué lo arriesgarías todo?

Ante eso, su mirada se endurece y me doy cuenta de que sabe exactamente lo que quiere. Se da la vuelta y comienza a andar resbalándose por la arena. Lo sigo a poca distancia con los ojos posados en su capa raída, que el viento que azota las dunas hace ondear a latigazos. Mientras aguardo su respuesta, me paso la llamita de mano a mano.

—Destruiste una monarquía en una ocasión —dice al cabo de un rato en voz baja y peligrosa: una oscura corriente bajo un mar en calma—. Quiero que me ayudes a hacerlo de nuevo.

Cierro los dedos y la llama desaparece dejando una nube de humo.

—Así que eres un revolucionario…

Me corresponde otra vez con esa risa breve y amarga. Sigue andando y el viento se lleva sus palabras.

—Un revolucionario solitario, ese soy yo.

—Muy bien. —Corro hasta adelantarlo, me giro y camino hacia atrás para poder mirarlo a los ojos—. ¿Cuál es tu primer deseo, amo?

—Pues, para empezar, que dejes de llamarme «amo», como si yo fuera un esclavista desalmado o algo así. Tengo un nombre.

Los nombres son peligrosos. Son personales, y la última vez que entablé una relación personal con un humano, las cosas acabaron fatal. La prueba está enterrada a unos pocos palmos bajo mis pies.

—Prefiero no conocerlo.

Mejor así.

—Si te digo mi nombre —me tienta—, debes decirme el tuyo.

Dejo de caminar.

—Yo no tengo nombre.

Se detiene a mi lado y me observa con la cabeza un poco ladeada, como un ajedrecista que espera a que haga el próximo movimiento.

—No te creo.

¿Cómo puede un simple mortal ser tan sumamente exasperante?

—¿Tus canciones no mencionan mi nombre?

Dibuja con los labios una media sonrisa y reanuda la marcha mientras el pelo se le viene a la cara por culpa del viento.

—Ninguno que te gustaría oír, creo.

Continúa andando y yo lo sigo: un muchacho y una genio cruzando a zancadas las dunas teñidas de azul por la luz de la luna. La arena se mueve traicioneramente bajo nuestros pies. Cuando ya he subido la mitad de una pendiente bastante escarpada, de improviso cede y resbalo hacia atrás soltando un grito.

Pero una mano agarra la mía y evita que caiga, aunque ya casi me había convertido en humo para evitarlo.

—Cuidado, Nubecilla —dice el chico, y tira de mí hasta la cima de la duna—. Todavía no me has concedido ningún deseo. No puedo dejar que desaparezcas.

—No me llamo Nubecilla. —Le suelto la mano de un tirón. Su tacto todavía me quema, me deja temblorosa, y el eco de su corazón reverbera a través de mí. Aparto la vista y me sacudo la arena del vestido. He transformado mis ricas sedas en un basto algodón blanco, más acorde con el desierto.

—Pues te llamaré así mientras no me des alternativa.

—¿Adónde vamos?

—¿Por qué? ¿Ya te has aburrido? Creía que tendrías ganas de estirar las piernas después de haber estado encerrada en esa cueva durante… ¿cuánto tiempo, por cierto?

—Desde que la guerra acabó. Hace quinientos años.

Lanza un silbido y resbala por el otro lado de la duna. Yo me transformo en un gatito plateado y salto tras él, aunque vuelvo a convertirme en una chica en cuanto llego abajo.

El joven se queda quieto un momento mientras me mira. Se ha atado la lámpara al cinto y la acaricia involuntariamente con la mano: un gesto de lo más común entre los que logran hacerse con ella y que, al parecer, ya se le ha pegado.

—¿Qué edad tienes? —me pregunta.

El frío viento que sopla entre las dunas me revuelve el pelo y agita su capa remendada.

—Tres mil y mil más.

—¡Por todos los dioses! —exclama en voz baja—. ¡Pero si no pareces mayor que yo!

—Las apariencias engañan. —No le cuento que la cara que luzco es robada, que su dueña lleva muerta quinientos años. Por supuesto que tengo una cara propia, una que es una pizca más joven que la tuya. Tenía diecisiete años el día que me metieron en la lámpara, cuando dejé de envejecer y me convertí en la esclava intemporal que soy ahora. No tengo ningún deseo de volver a mostrar esa cara. Es la que te traicionó y te llevó a la muerte, habiba. La cara de un monstruo.

A veces me siento tan vieja como las estrellas, pero en general me siento exactamente igual a como me sentí aquel día: perdida, insignificante y temerosa. Aunque me lo guardo para mí. Alzo la barbilla y lo miro a los ojos en actitud desafiante.

—Qué extraño… —murmura.

—¿El qué es extraño?

—Nada, sólo que… —Se echa el pelo hacia atrás—. No eres la yinn de la que hablan las historias y canciones. Esa yinn era un monstruo. Tú pareces… distinta.

Da media vuelta y, tras envolverse en la capa para que el viento no la haga jirones, empieza a escalar la siguiente duna.

Yo me quedo inmóvil durante unos instantes, contemplándolo.

—Zahra.

Él se detiene y mira por encima del hombro.

—¿Qué?

—Mi nombre —tartamudeo—. En fin…, uno de ellos. Puedes llamarme Zahra.

Él se gira del todo y me brinda una sonrisa tan ancha y brillante como la luna.

—Yo soy Aladdín.

CAPÍTULO 3

Caminamos durante dos horas más hasta que Aladdín al fin dice:

—Hemos llegado.

Acto seguido, se pone a cuatro patas, sube lentamente el lateral de una duna y, cuando llega a la cima, se agazapa y me hace señas para que lo imite. Despacio y con sumo cuidado, echa un vistazo por la cresta de la duna barrida por el viento y su expresión se torna ceñuda.

—Ahí —murmura.

Miro hacia donde señala y veo un pequeño campamento encajado en una hondonada arenosa al resguardo del viento. Hay varios soldados sentados alrededor de una pequeña fogata para la que han utilizado excrementos de caballo, y sus monturas se encuentran trabadas no muy lejos. También se ve a un joven de elegantes vestiduras, de pie entre dos tiendas, con los hombros encorvados mientras estudia un mapa a la luz de la hoguera.

—Ese es. Darian rai Aruxa, príncipe de Partenia.

—¿Es amigo tuyo?

Aladdín suelta un bufido y se resbala un poco hacia abajo, hasta que la cresta de la duna oculta el campamento.

—Lleva siguiéndome dos semanas, desde que salí de Partenia. La verdad es que no lo culpo. Va detrás de esto.

Lanza el anillo al aire y lo coge al vuelo.

Yo arqueo una ceja.

—Se lo has robado.

Sus ojos son duros como diamantes y brillan a la luz de las estrellas. Algo cambia en su rostro y de repente parece mayor, más duro, más enfadado. Como cuando una nube pasa por delante del sol, algo tan fugaz que estoy a punto de pasarlo por alto, pero que me deja fría.

—Zahra, si deseara que alguien muriera, ¿podrías hacerlo?

En apariencia, soy una roca, pero por dentro me sacudo como un mar embravecido. Detesto más este deseo que casi cualquier otro. Es cruel y cobarde, y me hace reevaluar a este ladronzuelo. Posee una oscuridad en su interior de la que no me había percatado.

—Podría hacerlo, pero el precio sería alto.

Él traga saliva con mirada turbia y penetrante.

—¿Cuál es el precio?

—No lo sé, pero creo que pronto lo descubrirás. ¿Deseas que ese tal Darian muera?

—Se lo merece —susurra Aladdín.

—Entonces, ¿a qué esperas? Adelante, amo. Pronuncia las palabras. Desea la muerte de un hombre.

Él aparta la mirada.

—Tampoco hace falta que te pongas así.

—¿No es lo que quieres? —Me levanto y camino hacia la cumbre de la duna, lo que provoca que un río de arena se precipite por la ladera. Aladdín, aterrorizado, me hace señas para que me agache.

Conque desea la muerte de alguien y quiere que yo le haga el trabajo sucio mientras él espera sentado en la sombra, ¿no? De eso nanay. Me coloco a plena vista del campamento y digo a voz en grito:

—¡Venga, Aladdín! ¡Esta es tu oportunidad! Di las palabras…, no cuesta nada. Deseo, deseo

—¡Zahra! ¡Agáchate!

Pero es demasiado tarde. Me han visto. Los hombres de abajo empiezan a gritar y sus espadas de acero resuenan cuando las desenvainan. Me ordenan que me detenga.

Aladdín se precipita hacia la cima de la duna con la capa arrebujada bajo un brazo para que no se le enrede entre las piernas. Con la otra mano se arranca la lámpara del cinto.

—¡Criatura insensata! —Derrapa y se detiene, maldiciendo al ver que los hombres montan a toda prisa en sus caballos—. ¡Y pensar que empezabas a caerme bien!

Yo hago un amplio movimiento con la mano.

—Ahí lo tienes. ¡Tu enemigo mortal! Adelante. ¡Formula el deseo!

—Yo…

Me clava la mirada; se ha quedado completamente pálido.

—¿A qué esperas?

En la falda de la duna, los hombres giran los caballos en nuestra dirección. Los lidera el príncipe, que empuña una curvada cimitarra.

Aladdín. ¡Los tenemos encima! ¡Será mejor que te decidas!

Él desvía la vista de los soldados y la posa en mí, con la boca abierta pero sin ningún deseo en la lengua. Ignorando a los hombres que vienen al galope, lo agarro de la capa y me lo acerco de un tirón. Su mirada de pánico se fija en la mía.

—Decídete —le digo—. ¡Decídete ya! ¿Qué tipo de hombre eres? ¿De verdad eres de los que desean la muerte de sus enemigos desde las sombras?

—Deseo… —Se calla y se humedece el labio inferior.

—¡Zahra, agáchate!

Se me tira encima y una flecha destinada a mi corazón se le clava en el hombro. Cae dando un grito, resbala por la duna y la lámpara sale rodando.

En un instante, pierdo el control de mi cuerpo. Mi carne se transforma en humo y siento que me aspiran, que entro por el pitón de la lámpara y que termino tirada en el fondo. Allí doy vueltas y más vueltas, convertida en un humo escarlata, y despliego mi sexto sentido tan lejos como me es posible.

Mi lámpara ha llegado rodando al pie de la duna, cerca de Aladdín. Él gatea hacia mí y yo siento el dolor que irradia su hombro en forma de pinchazos calientes y feroces. Pero, antes de que pueda alcanzarme, nos dan caza. Los jinetes se arremolinan en torno a nosotros a lomos de sus caballos, que jadean y echan espuma por la boca. No son más que formas confusas que se ciernen a mi alrededor, figuras que siento más que veo mientras me estiro hasta el límite para seguir los acontecimientos, que se desarrollan con gran rapidez.

Los jinetes nos rodean y sus gritos se solapan en medio de la algarabía. Se mantienen a escasa distancia de la lámpara y acorralan a Aladdín lejos de ella. Él los maldice y siento que se tambalea por el dolor del hombro herido.

—¡Silencio! —truena una voz.

Los hombres detienen a sus caballos y se callan cuando uno de los jinetes desmonta. No distingo su aspecto, pero noto la vibración de sus pasos. Cuando habla, su voz suena joven y melodiosa:

—Te diré una cosa, escoria. Eres escurridizo como una sombra. Hasta te ofrecería un trabajo si no estuviera a punto de rebanarte la garganta.

—Darian. —El tono de Aladdín suena exhausto, pero burlonamente civilizado—. Te ha costado lo tuyo alcanzarme.

—Para ti, príncipe Darian, ladrón.

—¿Qué dijo tu padre cuando descubrió que había robado tu preciado anillo mágico? ¡De tu propio dedo mientras dormías! Eh, chicos, ¿sabíais que vuestro príncipe ronca como una vieja?

Incluso a través de las paredes de bronce de la lámpara oigo la sonora bofetada que Darian le da con la mano vuelta y que lo tira al suelo. Siento una oleada de calor cuando recogen mi lámpara de la arena. Unos dedos curiosos exploran la superficie broncínea y trazan la sensual curva del largo y estrecho pitón.

Darian da un resoplido y sus dedos se tensan alrededor de la lámpara. Sus latidos me martillean y resuenan en el pequeño espacio. Yo me aprieto contra la pared y me tapo los oídos.

—Para ser tan preciada y poderosa, es bastante fea, ¿no te parece?

—No tiene ningún valor —dice Aladdín—. No es más que una reliquia vacía.

—Para lo que te ha servido, mejor que así sea. Veamos… Según la leyenda…

Empieza a restregar la lámpara y, con la facilidad de una exhalación, me transformo en humo y salgo por segunda vez esa noche. Mi nuevo amo deja escapar un largo suspiro de admiración cuando me desenrollo en el aire: una deslucida exhibición comparada con mi primera aparición para Aladdín. Estoy un poco decepcionada con el chico de la calle por haberme perdido tan rápido.

Me fusiono en un tigre tan blanco como la luna y me tiendo en la arena ante este tal Darian. No es mucho mayor que Aladdín, pero su rostro, aunque agraciado, es más redondo y suave.

Aladdín está postrado en una rodilla ante él presionándose el hombro con la capa. Se ha arrancado la flecha y esta yace en la arena a su lado. Está pálido, pero sus ojos destellan. Me observa en silencio.

—Tiembla, mortal —digo con la cavernosa voz de un tigre, y mis ojos se desvían del viejo amo al nuevo—, pues soy la yinn de la lámpara…

En ese instante, Aladdín se lanza desesperadamente a por la lámpara dando un grito furibundo. Antes de alcanzarla, uno de los jinetes, el arquero, coge impulso con su arco, le mete un golpetazo en la oreja y lo vuelve a tirar al suelo. Darian, rápido como una serpiente, se le echa encima, le pega una patada en el estómago y luego le planta un pie en el hombro herido. Aladdín se queja y parece estar a punto de desmayarse, pero no se achanta y trata de agarrarle el tobillo con la otra mano. El príncipe suelta una risotada ante esta débil tentativa y vuelve a patearle, esta vez en el pecho. Aladdín se encoge dando un gruñido y escupe sangre en la arena.

Observo como una estatua y me digo a mí misma que no importa, que nada de esto importa, que no puedo hacer nada al respecto. Además, ¿por qué iba a sentirme mal por ese muchacho? No lo conozco. No debería importarme. Pero me encojo cuando Darian le da una última patada, esta vez por pura malicia.

«No ha formulado el deseo.

Podrían matarlo y, aun así, no ha formulado el deseo de muerte».

Entonces, el príncipe se cierne sobre él con la respiración entrecortada y sus ojos pasan de mí al muchacho herido. Se inclina y le saca el anillo del dedo de un tirón. Lo lanza al aire, lo atrapa y se lo mete en el bolsillo. Acto seguido, escupe a Aladdín.

—Esto me pertenece, pedazo de escoria ladrona.

Lo agarra por la pechera de la camisa y lo levanta hasta ponerlo de rodillas. Al joven le cuelga la cabeza, pero se las apaña para mirar al príncipe.

—¿Quién te contó lo del anillo? —le pregunta Darian—. ¿Por qué funcionó contigo y no conmigo?

Aladdín se limita a soltar una risotada, aunque suena estrangulada. El fuego de sus ojos no se ha apagado. Darian se saca una daga curvada del fajín y se la pone en la garganta.

—Adelante —lo conmina Aladdín con los dientes apretados y una mirada feroz y cargada de desafío—. Hazlo. Ensúciate las manos por una vez en tu vida. Pero ten cuidado, papaíto no está aquí para limpiarlo todo después.

—No mereces ni un minuto más de mi tiempo. Considérate afortunado, bastardo. Nadie me roba y se va de rositas.

A continuación, le aprieta la hoja en el cuello, que empieza a sangrar. Yo me tenso y aparto la mirada. He visto morir a miles de hombres, habiba, pero el asesinato siempre me hace sentir fría y vacía. ¡Qué crueles pueden llegar a ser los humanos! Este ladronzuelo me da pena. Tiene un espíritu fuerte y salvaje, pero parece que no le queda otra.

«No tiene por qué».

El pensamiento sale de la nada y se parece tanto a algo que dirías tú que casi creo que tu fantasma está detrás de mí. Vuelvo a mirar al ladrón, que se debate contra la daga del príncipe.

Hay algo de ti en él, habiba. Cierto acero inflexible. Se llevó una flecha por mí.

Y sabes que nunca he podido resistirme a meter cizaña.

Me alzo sobre mis cuatro patas y me preparo, aunque mi mente se rebela. «¿Qué estás haciendo, yinn estúpida? Ya has tropezado antes con esta piedra… ¡Sabes que acabará en desastre! ¿Te acuerdas de Roshana? ¿Te acuerdas de la guerra?».

Pero ya lo he decidido. Le lanzo un poderoso rugido al príncipe y tanto lo sobresalto que suelta a Aladdín antes de que pueda rebanarle las venas. El joven ladronzuelo, rápido como un rayo, se echa hacia atrás y le tira un puñado de arena a los ojos. El príncipe chilla y tropieza, blandiendo el cuchillo a ciegas. Sus hombres gritan y se abalanzan, pero no antes de que Aladdín le arrebate la lámpara a Darian esquivando sus erráticas cuchilladas.