Elias Canetti

 

El otro proceso

Las cartas de Kafka a Felice

 

 

Traducción de Carlos Fortea

 

019

 

 

Elias Canetti (Rustschuk, Bulgaria, 1905-1994).

Nació en el seno de una familia judía de origen sefardí. Su lengua materna fue el ladino, un dialecto del castellano. En 1911 su familia se trasladó a Manchester (Reino Unido). El fallecimiento repentino de su padre, en 1912, marcaría la trayectoria del escritor, que conservó hasta sus últimos días un miedo casi irracional a la muerte. En alemán escribió en 1936 la que sería su primera y única novela, Auto de fe. La anexión de Austria por parte de Alemania le ofreció la posibilidad de estudiar de cerca el fenómeno del nazismo. A partir de entonces se dedicaría exclusivamente a terminar la que sería la gran obra de su vida, Masa y poder. En 1981 recibió el Premio Nobel de Literatura.

 

 

 

Título original: Der andere Prozeß. Kafkas Briefe an Felice

 

© 1975, 1976 by Elias Canetti

1994 by the heirs of Elias Canetti
Published by kind permission of Carl Hanser Verlag GmbH
& Co. KG München

 

© De la traducción: Carlos Fortea

Edición en ebook: septiembre de 2019

 

© Nórdica Libros, S.L.

C/ Fuerte de Navidad, 11, 1.º B

28044 Madrid (España)

www.nordicalibros.com

 

ISBN: 978-84-17651-92-3

 

Diseño de colección: Filo Estudio

Corrección ortotipográfica: Victoria Parra y Ana Patrón

Composición digital: leerendigital.com

 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

 

El otro proceso

 

 

CubiertaEl otro proceso. Las cartas de Kafka a Felice es uno de los ensayos más lúcidos de Elias Canetti. Nadie mejor que Canetti, premio Nobel de Literatura, para comentar las Cartas a Felice de Franz Kafka. Canetti, quien, como Kafka, ha descrito magistralmente las funciones del poder, nos ofrece en este lúcido ensayo un detallado análisis del sufrimiento del escritor durante los cinco años de su correspondencia con Felice Bauer. «Hay una medida inimaginable de intimidad en estas cartas: son más íntimas de lo que lo sería la representación completa de la dicha. No existe un relato comparable de una persona dubitativa, ninguna exposición pública de semejante fidelidad. Una persona primitiva difícilmente podría leer esta correspondencia, tendría que parecerle el espectáculo desvergonzado de una impotencia emocional; porque todo lo que esta supone reaparece una y otra vez: indecisión, miedos, frialdad, falta de amor descrita con todo detalle, un desvalimiento de tales dimensiones que solo la extrema exactitud de la descripción lo hace creíble».

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Índice

 

 

Portada

El otro proceso

Capítulo I

Capítulo II

Promoción

Sobre este libro

Sobre Elias Canetti

Créditos

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El otro proceso

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de Hjalmar Söderberg

 

I

«No soporto la idea

de que alguien me esté esperando»

Lydia solía bañarse sola.

Lo prefería así y, además, ese verano tampoco tenía con quién bañarse. Y no tenía por qué tener miedo: su padre estaba sentado en la cima de la colina, a escasa distancia, y pintaba su Motivos del litoral, sin quitarle ojo a Lydia para que ningún inoportuno se acercara más de la cuenta.

Se encaminó hacia el agua, hasta que le cubrió ligeramente por encima de la cintura. Allí se quedó quieta, con los brazos erguidos y las manos entrelazadas detrás de la nuca, hasta que los remolinos de agua se allanaron y las ondas le devolvieron el reflejo de sus dieciocho años.

Entonces se inclinó hacia delante y nadó en las profundidades color esmeralda. Disfrutaba con la sensación de dejarse llevar por el agua; se sentía tan ligera. Nadó tranquila y en silencio. Ese día no vio ninguna perca; si no, solía jugar un poco con ellas. Una vez había estado tan cerca de atrapar una con la mano que se había pinchado con su aleta dorsal.

De vuelta en tierra se pasó rápidamente la toalla por el cuerpo y dejó luego que el sol y la brisa estival la terminaran de secar. Se tendió junto a la orilla, sobre una roca lisa que las olas habían erosionado y pulido. Primero se tumbó boca abajo y dejó que el sol le abrasara la espalda. Ya tenía el cuerpo muy bronceado, tan bronceado como la cara.

Y dio rienda suelta a su pensamiento. Pensó que pronto sería la hora de la comida. Tomarían jamón cocido a la plancha y espinacas. Y estaba bien, pero de nada serviría, porque la comida era de todos modos el momento más aburrido del día. Su padre no decía precisamente mucho y su hermano Otto se mantenía callado y serio. Otto también tenía sus preocupaciones. En Suecia los ingenieros encontraban muy pocas salidas y en otoño se iría a América. El único a la mesa que solía hablar era Filip. Pero jamás decía algo que a ella le apeteciera escuchar, casi siempre se limitaba a hablar de precedentes jurídicos y artimañas de abogados y ascensos y bobadas por el estilo que a nadie podían importar. Era como si hablara solo porque alguien tuviera que decir algo. Y entretanto buscaba con sus ojos miopes las mejores tajadas de la fuente.

Y, sin embargo, sentía tanto aprecio por su padre y sus hermanos. Qué curioso que sentarse a una mesa puesta con sus seres más allegados, por los que tanto aprecio sentía, pudiera ser tan tedioso.

Se dio la vuelta, se tumbó boca arriba con las manos detrás de la nuca y alzó la vista al cielo.

Y pensó: «Cielo azul, nubes blancas. Azul y blanco; azul y blanco. Tengo un vestido azul con encajes blancos. Es el más bonito que tengo, pero no por eso me gusta tanto. Es por otra razón. Es porque era el vestido que llevaba aquella vez».

Aquella vez.

Y siguió pensando: «¿Me ama? Sí, sí. Por supuesto que sí».

«Pero ¿me ama de verdad —de verdad—?».

Recordó un episodio no muy lejano, una noche en que estaban sentados los dos solos bajo los lilos del cenador. De repente, él había intentado envolverla en una caricia audaz, y eso la asustó. Pero, por supuesto, al instante había comprendido que no iba por buen camino, pues la había cogido de la mano, de la misma mano con la que ella se había defendido, y la había besado como queriendo pedir perdón.

«Sí —pensó Lydia—, seguro que me ama de verdad».

Y siguió pensando: «Lo amo. Lo amo».

Pensaba con tal fuerza que sus labios se movían al compás de sus ideas y la idea se volvió susurro: «Lo amo».

Azul y blanco. Azul y blanco. Y el agua ploc, ploc, ploc.

De repente se puso a pensar que, por primera vez ese verano, había descubierto lo bonito que era bañarse sola. Se preguntaba por qué sería así. Pero era bonito. Cuando las muchachas se bañaban juntas tenían siempre que gritar y reír y montar alboroto. Pero era mucho más bonito bañarse sola y en completo silencio y tan solo escuchar el ploc del agua contra las rocas.

Y mientras se vestía se puso a tararear una canción.

Un día a mi lado

el pastor te preguntará

si tú mi amigo especial

quisieras ser.

Pero no articulaba las palabras, tan solo tarareaba la melodía.

*

Desde tiempos inmemoriales, el artista Stille alquilaba todos los veranos la misma cabaña pesquera en un rincón apartado del archipiélago. Pintaba pinos. En su día se le había atribuido a él el hallazgo del pino del archipiélago, igual que Edvard Bergh había descubierto la fronda de abedules propia de Svealand y Norrland. Prefería los pinos cuando después de haber llovido los bañaba el sol y las ramas brillaban húmedas bajo la luz. Pero para pintarlos así no necesitaba ni que lloviera ni que brillara el sol: podía hacerlo de memoria. Tampoco le disgustaba que la luz del atardecer emitiera reflejos rojos sobre la fina corteza rojiza cercana a la cima y sobre el ramaje nudoso y trenzado. En la década de los sesenta había recibido una medalla en París. Su pino más famoso estaba colgado en la Galería de Luxemburgo y había un par más en el Museo Nacional. Ahora —a finales de los noventa— ya sobrepasaba con creces la sesentena y, con los años, se había ido quedando relegado a un segundo plano ante la creciente competencia. Pero trabajaba tenaz e infatigablemente como había hecho durante toda su laboriosa vida, y también estaba versado en el arte de vender sus pinos.

—Pintar no es ningún arte —solía decir—, hace cuarenta años ya se me daba igual de bien que ahora. Pero vender, eso sí que es un arte que lleva su tiempo aprender.

El secreto era bastante sencillo: vendía barato. Y así había sacado adelante a su esposa y a sus tres hijos con relativa soltura, y había sido justo hacia Dios y hacia el prójimo. Hacía un par de años que había enviudado. Menudo, fibroso y delgado, con retazos de piel rosada y lozana que asomaban aquí y allá entre su barba musgosa, él mismo parecía un viejo pino del archipiélago.

La pintura era su oficio, pero su pasión era la música. Tiempo atrás había disfrutado confeccionando violines y había soñado con desentrañar los recónditos secretos de la lutería. Hacía mucho de eso. Pero, con la pipa apoyada en la comisura de los labios, se deleitaba tocando el violín para las gentes del archipiélago en el baile nocturno de los sábados.

Y cuando le dejaban ser el bajo en algún cuarteto no cabía en sí de gozo. Por eso ese día, sentado a la mesa, rezumaba buen humor.

—Esta noche habrá música —dijo—. Ha llamado por teléfono el barón y ha dicho que se pasará por aquí con Stjärnblom y Lovén.

El barón poseía una pequeña propiedad al otro lado de la bahía y era su vecino más cercano, al menos dentro de la alta burguesía. El licenciado Stjärnblom y el notario Lovén eran sus invitados.

Lydia se levantó de un brinco y salió a buscar algo en la cocina. Le ardían las mejillas.

*

—Yo no voy a cantar —protestó Filip.

—Pues no cantes —refunfuñó su padre.

El cuarteto presentaba un pequeño defecto, y es que en él había dos tenores altos. El viejo Stille todavía seguía siendo un bajo magnífico. El barón afirmaba poder adoptar cualquier tesitura «con un resultado igual de pésimo», pero se le había adjudicado ser barítono. Stjärnblom sería tenor bajo. Pero Filip y Lovén habrían de compartir el honor y la responsabilidad de ser, ambos, tenores altos. La voz de Filip era leve, delicada, clara; definitivamente lírica. Lovén, en cambio, tenía una voz colosal, en cuyo desbordante torrente vocal Filip se ahogaba irremediablemente. Lovén afirmaba que lo habían invitado a realizar un acompañamiento en la Ópera. Al mismo tiempo, Filip se sentía orgulloso de ser indispensable para matices más sutiles, pues en la lira de su rival no había más que dos cuerdas: forte y fortissimo. Además, el notario Lovén encontraba en su fogoso temperamento artístico un enemigo: cuando la pasión se apoderaba de él, desafinaba o se le escapaba un gallo.

Otto rompió el silencio a la mesa.

—Bah —dijo—, vas a cantar de todas formas. Un tenor capaz de cerrar el pico cuando oye cantar a otros es algo inaudito.

—Puedes cantar hasta donde te alcance la voz —medió el padre.

Sentado a la mesa, Filip removía enfurruñado las espinacas. Pensó que tal vez pudiera dejarse convencer para cantar «Warum bist du so ferne», quizás también «Kornmodsglansen». Recordaba la otra vez que habían cantado «Warum». Lovén se había descolgado estrepitosamente y de repente el barón, golpeando el diapasón contra la bandeja de servir el ponche, había dicho: «¡Calla la boca, Lovén, y deja que Filip cante eso, que él sí que puede!». Y recordaba la exquisitez con que había cantado aquella vez.

Lydia regresó a su asiento.

—Me dejaron encargada de ver qué tomamos esta noche. Habrá jamón otra vez, y arenque, eneldo, patatas y las carpas de Otto. Es todo lo que hay.

—Y aguardiente, cerveza, ponche y coñac —remató Otto.

—Sí, ¡y no hace falta más! —añadió el viejo Stille—. Si con eso tenemos cubiertas todas las divinas dádivas de Dios.

Para Veza Canetti