LA MÚSICA DEL CORAZÓN

V.1: octubre, 2019


Título original: Behind the Bars

© Brittainy C. Cherry, 2017

© de la traducción, Sonia Pensado, 2019

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2019

Todos los derechos reservados.

Los derechos morales de la autora han sido reconocidos.


Publicado mediante acuerdo con Bookcase Literary Agency.


Diseño de cubierta: Taller de los Libros


Publicado por Principal de los Libros

C/ Aragó, n.º 287, 2.º 1.ª

08009 Barcelona

info@principaldeloslibros.com

www.principaldeloslibros.com


ISBN: 978-84-17972-06-6

IBIC: FR

Conversión a ebook: Taller de los Libros


Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.

LA MÚSICA DEL CORAZÓN

Brittainy C. Cherry


Traducción de Anna Valor i Blanquer

5

Sobre la autora

2


Brittainy C. Cherry siempre ha sentido pasión por las letras. Estudió Artes Teatrales en la Universidad de Carroll y también cursó estudios de Escritura Creativa. Le encanta participar en la escritura de guiones, actuar y bailar… Aunque dice que esto último no se le da muy bien. Se considera una apasionada del café, del té chai y del vino, y opina que todo el mundo debería consumirlos. Brittainy vive en Milwaukee, Wisconsin, con su familia y sus adorables mascotas. Es la autora de Querido señor Daniels, El aire que respira, El fuego que nos une, El silencio bajo el agua y La gravedad que nos atrae.

CONTENIDOS

Portada

Página de créditos

Sobre este libro

Dedicatoria


Primera parte

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19


Segunda parte

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Epílogo


Sobre la autora

LA MÚSICA DEL CORAZÓN


«Estaba perdida, y él era el mapa que me llevaba a casa



Jasmine y Elliott llevan la música en la sangre.

Están hechos el uno para el otro y sueñan con una vida juntos, pero el destino no tardará en separarlos.

Años después, cuando Jasmine regresa a su hogar, todo ha cambiado para la joven pareja.

¿Podrá su amor por la música unirlos una vez más?



Emociónate con la nueva historia de Brittainy C. Cherry


«Un libro épico, lleno de amor, música, dolor e ira. Una historia de segundas oportunidades y una de las lecturas más emotivas del año.»

Ania’s Book Attic Blog


«Brittainy C. Cherry tiene el don de escribir libros que tocan el corazón. Maravilloso.»

After Dark Book Lovers blog


A todas las almas que se han perdido.

Ojalá su canción favorita las lleve a casa.







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Primera parte


«La música era mi refugio. Podía meterme en los espacios que hay entre las notas y darle la espalda a la soledad».


Maya Angelou

Epílogo

Jasmine


Dos años más tarde


—Ya está —dijo Laura, y sonrió al terminar de atarme el corsé del vestido de novia.

Dio un paso hacia atrás para mirarme.

—¿Estoy bien? —le pregunté.

—Más que bien. Estás radiante, Jasmine.

Empezó a abanicarse los ojos con la mano cuando se le formaron las lágrimas.

—¡No llores! Me harás llorar a mí y se nos correrá el maquillaje a las dos —bromeé.

—Ya, ya lo sé, es que… Siempre he soñado con este día y estoy muy feliz de que seas tú la que tiene el corazón de mi hijo. Sé que tú lo cuidarás.

—Te lo prometo.

Me atrajo hacia ella y me abrazó con fuerza. Cuando me susurró al oído, no pude retener las lágrimas.

—Siempre he querido dos hijas.

La abracé todavía con más fuerza.

—Yo siempre he querido una madre.

—Ya nos hemos estropeado el maquillaje —me dijo ella al oído mientras reía.

—No pasa nada, siempre estamos a tiempo de retocarlo.

—¿Tienes un buen día, Blancanieves?

Laura y yo nos soltamos y sonreí al oír la voz de Ray. Nos dimos la vuelta y vimos que se asomaba por la puerta del vestidor. Llevaba su mejor traje y su mejor corbata.

—Vaya —exclamó—. Las dos estáis increíbles.

—Ella está que quita el hipo —dijo Laura.

—Lo dice la reina de la belleza. —Sonreí.

—Voy a dejaros un momento solos —se despidió Laura, y pasó junto a Ray.

Cuando lo hizo, sus manos se rozaron suavemente.

—Estás preciosa, Laura —le dijo él.

—Tú tampoco estás mal, Ray.

Ella salió de la habitación y Ray la siguió con la mirada hasta el pasillo.

—¿Qué ha sido eso? —pregunté, sorprendida.

—¿El qué?

—¡Eso! Ese momento entre Laura y tú.

Ray sonrió y se encogió de hombros.

—No sé de qué hablas.

—¡Sí que lo sabes, papá! Ay, Dios. ¿Tú y Laura?

—Calla —susurró—. Simplemente le he pedido que salgamos a cenar un día, no es para tanto.

—Ay, Dios, sabes que Elliott te va a dar mucho la lata con esto, ¿verdad?

Asintió y vino hacia mí.

—Lo sé muy bien. Sobre todo porque yo lo he hecho con él desde los dieciséis años. Espero que no me coma ni nada.

Me reí.

—Para.

Se plantó delante de mí y se cruzó de brazos.

—Vaya, vaya, vaya…

El estómago se me llenó de mariposas.

—Para.

—Blanca, pareces la princesa que siempre he sabido que eras. Este es el día más feliz de mi vida. —Se le formaron lágrimas en los ojos y se mordió el labio inferior—. Elliott es el hombre más afortunado del mundo.

—Los dos lo somos.

—Ah, tengo una cosa para ti. —Se metió la mano en el bolsillo trasero y sacó una cajita—. El regalo de tu padre.

—Papá, no hacía falta que me regalaras nada.

—Sí, tenía que hacerlo. No es nada grande y va a juego con la pulsera de colgantes.

Tomé la caja y la abrí. Gracias a Dios, llevaba máscara de pestañas resistente al agua.

—Papá…

—Es mi llave. Y ahora, te leeré mis votos. —Sacó un papel—. «Cuando necesites volver a casa, pase lo que pase, estaré aquí. Sé que Elliott te dará más de lo que necesitas. Te dará todo lo que un hombre debe dar. Estará a tu lado, te protegerá y te cuidará, pero yo también me entrego a ti, Blanca. Yo también estaré siempre a tu lado. Como tu padre, te prometo mi amor, para siempre. Siempre seré el primer hombre de tu vida y, cuando hoy te acompañe hasta el altar y te entregue a tu final feliz, quiero que sepas que estaré en la sombra, dándote fuerzas. Eres la mayor bendición que he recibido en mi vida. Eres mi mundo. En la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte nos separe y para el resto de nuestras vidas, estaré a tu lado. Te quiero». —Bajó el papel y se secó las lágrimas—. Te quiero.

—Y yo a ti, papá.

Le di un beso en la mejilla.

—Bien, ahora vayamos a tu boda.


***


Elliott


Me quedé atónito al verla.

Me dejó sin aliento.

En el momento en que echó a caminar hacia el altar, sentí como se me curaba el corazón. El vestido era perfecto, llevaba el pelo recogido y tenía los ojos fijos en los míos. Me temblaron las manos mientras Ray avanzaba con ella del brazo. La alegría me iba invadiendo el cuerpo a medida que se acercaban más y más.

Por fin.

Para siempre.

Cuando llegaron a mi lado, me acerqué a ellos. Ray me tendió la mano. Le di la mía y después lo atraje para darle un abrazo.

—Cuídala, hijo —me susurró.

—Para siempre —respondí.

Tomé a Jasmine de las manos y nos acercamos al altar.

—Hola —me susurró.

—Hola —respondí.

—Te quiero.

—Y yo a ti.

Delante de todos nuestros seres queridos, nos prometimos el uno al otro. Nos entregamos el alma y el corazón. Empezamos un nuevo capítulo de nuestra historia de amor que duraría para siempre. Dijimos «sí, quiero» y nunca dejaríamos de decírnoslo. En los días oscuros y en los luminosos. En la pérdida y en los nuevos comienzos. Jasmine fue mi primer amor y sería el último.

Después de la ceremonia, nos dirigimos al lugar del banquete para celebrar nuestro amor. Todos los que nos importaban en el mundo estaban allí, con una sonrisa enorme en los rostros. Honramos el amor de Katie, encendimos una vela en su nombre y pasamos la mejor noche de nuestras vidas. Eso era lo que ella habría querido: que fuésemos felices.

Cuando llegó el momento del primer baile, Jasmine y yo nos quedamos sin aliento al ver a TJ acercarse al micrófono con su saxo.

—Sé que vosotros habéis elegido una canción y estoy seguro de que es perfecta. Pero, si me lo permitís, me encantaría tocar una de mis favoritas para vosotros.

—Por favor —le pidió Jasmine, con lágrimas en los ojos.

—Por favor —dije yo.

Hacía años que no veíamos tocar a TJ. Yo sabía que había estado esforzándose por hacerlo con los médicos encargados de su rehabilitación, pero no había visto el resultado.

Cuando empezó a tocar, cogí a Jasmine entre mis brazos y nos pusimos a bailar.

At Last —susurró Jasmine. Era la canción que estaba tocando. At Last, de Etta James—. Fue su canción de boda.

—Y ahora es la nuestra. —Sonreí mientras la acercaba más a mí.

—Este es el mejor día de mi vida —dijo ella, y se meció conmigo.

—Sí, y el mío.

—Elliott.

—¿Sí?

—¿Vas a besarme esta noche?

Sonreí y puse los labios sobre los suyos. Respiré su aroma. La besaría durante toda la eternidad. Nuestro beso era una promesa de todo lo que nos íbamos a encontrar.

Por ella, había vuelto a la vida.

Por ella, sonreía.

Por ella, era libre de los barrotes de mis días más oscuros.

Y, por eso, pasaría el resto de nuestras vidas demostrándole mi amor en cada canción.

Capítulo 1

Jasmine


«No».

Nunca se volvió más fácil oír esa palabra. Nunca me insensibilicé y la palabra nunca carecía de sentido cuando me la decían. Nunca se volvió más fácil que me miraran de arriba abajo cuando entraba en una sala, que me juzgaran por todo lo que era y todo lo que no era, que susurraran mientras yo me quedaba allí de pie.

«No. No. Lo sentimos. No, gracias. Esta vez no puede ser».

Acababa de cumplir los dieciséis y conocía el rechazo mejor que nadie. Hacía años que intentaba que me descubrieran en la industria de la música y no había conseguido más que rechazo.

«No».

«No».

«Lo sentimos. No, gracias».

«Esta vez no puede ser».

Eso no impidió que mi madre me llevara de reunión en reunión, de audición en audición y de un «no» a otro. Lo hacía porque yo era su estrella reluciente. Iba a ser todo lo que ella no había podido ser, porque eso era lo que teníamos que hacer los hijos, me decía.

Teníamos que ser mejores que nuestros padres.

Y yo sería mejor, algún día. Solo necesitaba que la persona adecuada me dijera que sí.

Salí de mi tercera audición de la semana en Nueva Orleans y miré a las otras chicas que también se habían presentado para entrar en la misma girl band. Yo creía que era más de cantar en solitario, pero mi madre decía que debía alegrarme por cualquier paso que diera hacia delante.

—Las girl bands están de moda —me dijo—. El pop vende mucho.

Sin embargo, yo nunca quise cantar pop. Mi corazón latía por el soul, pero mi madre decía que, a una chica como yo, el soul no iba a darle dinero, solo decepciones.

Todas las chicas que se presentaban a la audición se parecían a mí, pero eran, de algún modo, mejores que yo. Al otro lado de la habitación, mi madre me miraba fijamente, esperanzada. Se me formó un nudo de culpabilidad en la garganta mientras forzaba una sonrisa.

—¿Qué? ¿Cómo ha ido? —me preguntó, levantándose de la silla de la sala de espera.

—Bien.

Frunció el ceño.

—¿Te has equivocado con la letra? Te dije que siguieras ensayándola. El instituto te está robando demasiado tiempo del trabajo que deberías estar haciendo de verdad —me recriminó con desdén.

—No, no. No es eso. No se me ha olvidado la letra, me ha salido perfecta —mentí. 

Sí que me había equivocado, pero solo por la forma en la que el director de la audición me estaba mirando, como si fuera todo lo contrario a lo que buscaban. Mi madre no podía saber que había metido la pata, porque eso habría hecho peligrar mis estudios en el Instituto Canon.

—Tendrías que haberte esforzado más —me riñó—. Nos estamos gastando mucho dinero en clases de canto, interpretación y danza, Jasmine. No deberías salir de las audiciones diciendo que ha ido «bien». Tienes que ser la mejor. Si no, nunca llegarás a ser alguien. Tienes que ser una triple amenaza.

«Triple amenaza».

Detestaba esas palabras. Mi madre era cantante, pero nunca había dado el salto a la fama. Decía que, justo antes de triunfar, se había quedado embarazada de mí y que nadie quería a una superestrella preñada.

Creía que, si no se lo hubiera jugado todo a una sola carta, podría haber triunfado en otro campo. Por eso me convirtió en una triple amenaza. No podía ser solo una muy buena cantante; también tenía que ser la mejor actriz y bailarina. Más talentos me darían más oportunidades, más oportunidades me traerían más fama, y más fama significaba que, quizá, mi madre estaría orgullosa de mí.

Eso era lo único que yo quería.

—Bueno, será mejor que nos vayamos —me dijo—. Tienes clase de ballet al otro lado de la ciudad en cuarenta minutos y, después, clase de canto. Y yo tengo que ir a casa y preparar la cena para Ray.

Ray era el novio de mi madre desde que yo tenía uso de razón. No tenía ningún recuerdo en el que no apareciera su cara. Durante mucho tiempo, pensé que era mi padre, pero, una noche en la que los dos volvieron borrachos a casa, los escuché discutir sobre cómo me estaban criando, y mi madre gritó que él no podía opinar sobre mi vida porque yo no era su hija.

Aun así, me quería como si lo fuera.

Él era el motivo de que nos mudáramos tanto. Había tenido algo de éxito en el mundo de la música y podía ganarse la vida yendo de gira por el mundo. Aunque había mucha gente que no había oído hablar de él, ganaba lo suficiente para sí mismo, para mi madre y para mí. Éramos sus mayores fans y su prioridad era cuidar de nosotras.

Mi madre nunca tuvo un trabajo de verdad. Algunas noches hacía de camarera, pero no muy a menudo. Decía que su trabajo era convertirme en una estrella, lo que implicaba educarme en casa para que no me descentrara. Estudiar en casa era la única opción que tenía y nunca me quejé. Estaba segura de que había otros niños que lo pasaban peor.

Sin embargo, cuando dejamos de viajar durante un tiempo, Ray y yo convencimos a mi madre, por primera vez, de que me dejara ir al instituto público. Cuando supe que íbamos a quedarnos en Nueva Orleans durante un tiempo porque a Ray le habían ofrecido trabajar allí, le supliqué a mi madre que me dejara empezar el penúltimo curso en un instituto de verdad, con gente de mi edad. Dios, lo habría dado todo por estar rodeada de gente de mi edad que no se estuviera presentando a la misma audición que yo.

Era una oportunidad para hacer amigos de verdad.

Me sorprendió que dijera que sí. Fue gracias a Ray y a su don de la palabra.

Para mí, significaba muchísimo, pero para mi madre significaba que le dedicaría menos tiempo al oficio de la música. Ella creía que el instituto era un juego de niños y que yo ya era demasiado mayor para seguir jugando.

—Todavía pienso que lo del instituto no fue una buena idea —repitió con desprecio mientras nos dirigíamos a la parada del autobús—. Te distrae.

—Puedo hacerlo todo —le prometí. Seguramente era otra mentira, pero no podía dejar de ir al instituto. Por primera vez en mucho tiempo, sentía que encajaba—. Me esforzaré más que nunca.

Levantó una ceja, no muy convencida.

—Si tú lo dices… Pero en cuanto crea que es demasiado para ti, te saco de allí.

—Vale.

Eran las seis de la tarde de un sábado cuando subimos al autobús, pero, en lugar de ir a casa, nos dirigimos a la clase de ballet. Mi madre me dio una bolsa con una cantidad justa de nueces crudas para que me la comiera antes de entrar porque, de lo contrario, me marearía. No era la mejor bailarina de la clase ni la peor, pero mi cuerpo no era para nada el de una bailarina de ballet. Tenía una figura como la de mi madre: la cintura pequeña y las caderas anchas. Tenía curvas en los lugares adecuados… Excepto para clase de ballet. Allí era la rara.

—¿Has comido bien? —me preguntó la profesora mientras me corregía la postura.

—Sí. He bebido agua con limón esta mañana y después me he comido un yogur griego con frutas del bosque.

—¿Y para comer?

—Ensalada con frutos secos y tiras finas de pechuga de pollo.

Enarcó una ceja como si no me creyera.

—¿Y entre horas?

—Solo unas nueces cuando venía hacia aquí.

—Ah… —Asintió y me puso las manos en la cintura para ponerme recta—. Pareces hinchada. Mejor sáltate la merienda.

Unas cuantas bailarinas soltaron una risita por su comentario y sentí calor en las mejillas. Todas me miraban como si fuera estúpida por siquiera ir a esa clase. Si no fuera por mi madre, no estaría allí, pero ella pensaba que las clases de danza eran un factor importante para hacerse famosa.

A mí solo me hacían sentirme como una fracasada.

—Qué humillante —escupió mi madre mientras salía a toda prisa de la academia de baile—. No has ensayado.

—He ensayado.

Se volvió para mirarme y me apuntó con un dedo severo.

—Jasmine Marie Greene, si sigues mintiéndome, seguirás fracasando. Y tus fracasos no son solo tuyos, también recaen sobre mí. Recuérdalo. Considéralo el primer aviso de tres. Con tres avisos te saco del instituto. Y, ahora, vámonos, tenemos que ir al estudio.

La sede de los estudios Acme era un local pequeño en Frenchmen Street en el que me colocaba detrás de un micrófono y grababa algunas de mis canciones. Siempre había querido escribir mis propias letras, pero mi madre decía que no tenía habilidad suficiente con la palabra escrita para hacerlo yo sola.

Era un estudio genial y la mayoría de la gente no tenía la oportunidad de grabar allí, pero a Ray se le daba bien hacer contactos. A veces me preguntaba si esa era la única razón por la que mi madre estaba con él.

No entendía qué tenían en común aparte de su amor por la música.

Llegamos a Frenchmen Street y, en cuanto pisamos la calle, sonreí. La energía de aquel lugar tenía algo que me hacía sentir viva. Bourbon Street era famosa entre los turistas, pero Frenchmen Street era donde estaba la magia de los habitantes de Nueva Orleans. Siempre me sorprendía la música con la que te encontrabas. Era increíble cómo esa calle podía llenarse de tanto talento y de tanta alma.

Cuando le sonó el teléfono, mi madre se apartó un poco para coger la llamada y, entonces, ocurrió.

Vi al chico tocando.

Yo siempre sostendría que lo vi primero, pero él diría que no era verdad.

Técnicamente, al principio, no lo vi. Lo sentí. Sentí que su música se colaba debajo de mi piel. Las notas y los compases del saxo provocaron que un escalofrío me recorriera la columna. Sonaba mágico. La forma en que las notas bailaban por el aire era conmovedoramente bella.

Me di la vuelta y vi a un chico delgado en la esquina de Frenchmen con Chartres. Era joven, quizá de mi edad, quizá algo más pequeño, y unas gafas de montura fina descansaban sobre su nariz. Tenía un saxo entre las manos y tocaba como si fuera a morir si la música no era perfecta. Por suerte para él, era más que perfecta.

Nunca había oído algo así. Me emocioné al escuchar los sonidos que creaba y no pude evitar que me embargaran las ganas de llorar.

¿Cómo había aprendido a tocar así? ¿Cómo alguien tan joven podía poseer tanto talento? Había estado rodeada de músicos toda la vida, pero nunca había presenciado algo como eso.

Tocaba como si la música fuera su sangre y se estuviera esparciendo por las calles de Nueva Orleans. Lo estaba arriesgando todo, lo estaba dando todo por su música. En ese momento, me di cuenta de que nunca lo había dado todo por algo. No como él; no de ese modo.

La gente empezó a rodearlo en la calle y a tirarle monedas en la funda abierta del saxo. Sacaron los móviles para grabar su música. Era toda una experiencia verlo en aquella esquina. Tenía mucha seguridad y sus dedos bailaban por las llaves del saxo como si no tuviera miedo a equivocarse.

El fracaso no parecía formar parte de su vocabulario.

Su música era preciosa y también algo triste. No tenía ni idea de que algo podía ser dolorosamente bello hasta esa tarde.

Cuando paró de tocar ocurrió algo interesante: la seguridad que desprendía se desvaneció por completo. Su actitud firme se esfumó y dejó caer los hombros. La gente lo felicitaba por su música, pero a él le costaba mantener el contacto visual.

—Ha sido increíble —lo felicitó una mujer.

—G-g-gracias —respondió él, frotándose las manos antes de guardar el instrumento. 

En el momento en que oí su voz temblorosa, supe de quién se trataba.

Elliott.

Lo conocía. Bueno, sabía quién era. Iba a mi instituto y era extremadamente tímido. No se asemejaba en nada al chico que acababa de tocar. Era casi como si tuviera dos personalidades distintas: el músico potente y el adolescente al que acosaban en el instituto.

No se parecían en nada el uno al otro.

Di un paso adelante, con la intención de hablar, pero no estaba segura de qué decir. Abrí la boca e intenté que algo saliera de ella, pero fue en vano. Se merecía algo: un cumplido, una sonrisa, unas palmaditas para felicitarlo… Lo que fuera, pero ni siquiera logré que me mirase.

No miraba a nadie.

—Jasmine. —Mi madre me llamó y aparté la mirada de Elliott—. ¿Quieres venir de una vez?

Miré hacia atrás una última vez, con un nudo en el estómago, antes de correr hacia ella.

—Ya voy.

Después de mi sesión en el estudio, nos subimos en otro autobús para volver a casa. De camino, mi madre me echó en cara todo lo que había hecho mal. Me informó de todos mis traspiés y errores una y otra vez mientras hacía la cena. Luego, nos sentamos en la mesa del comedor, sin tocar la comida, porque no podíamos comer hasta que Ray estuviera en casa.

Por supuesto, llegaba tarde, porque nunca sabía salir del estudio a su hora; el humor de mi madre empeoraba y lo pagaba conmigo. Nunca lo hacía con Ray, y nunca entendí por qué. Todo lo que él hacía mal lo pagaba yo.

Sin embargo, no estaba resentida con él. Estaba agradecida de que hubiera elegido querer a mi madre, porque eso significaba que yo podía quererlo. Era un refugio, por decirlo de algún modo. Cuando él no estaba, mi madre era sombría, solitaria, frívola y mezquina. Cuando Ray entraba en una habitación, se le iluminaban los ojos.

—Llego tarde —dijo Ray mientras cruzaba la puerta de casa con un cigarro entre los labios. Lo apagó en el cenicero que había cerca de la entrada a pesar de que estaba a medio fumar. 

No me gustaba nada el olor a tabaco, y él siempre se esforzaba por no fumar en casa. Mi madre decía que era un hombre adulto y podía fumar donde le pareciera, pero Ray no era un imbécil.

Me quería lo suficiente como para respetar mis deseos.

—No llegas tarde —lo disculpó mi madre—. He cocinado demasiado pronto.

—Porque te había dicho que llegaría antes —contestó él con una sonrisa pícara.

Ray siempre sonreía y conseguía que los que estaban a su alrededor lo hicieran también. Era el tipo de hombre que estaba guapo sin esforzarse. Era masculino en muchos sentidos, desde su figura y complexión hasta sus gestos. Era el primero en apartar una silla para que una mujer se sentara, el que aguantaba la puerta para que pasaran cuarenta mujeres antes de poner un pie dentro. Era un hombre encantador de la vieja escuela y también era muy tierno, lo que se apreciaba en sus ojos y su sonrisa. Tenía una sonrisa tan bonita que todo el mundo se sentía a salvo solo con mirarlo.

Sus ojos me hacían sentir en casa.

—No pasa nada. —Mi madre sonrió y mintió—: Nos hemos sentado hace cinco minutos.

Llevábamos sentadas cuarenta y cinco.

Ray se acercó y me dio unas palmaditas en la parte superior de la cabeza.

—Hola, Blancanieves. —Me había puesto ese apodo hacía mucho, cuando solo era una niña, y me encantaba. Me seguía gustando tanto como a los dieciséis.

—Hola, Ray —lo saludé.

Arqueó una ceja.

—¿Has tenido un buen día? 

Era una forma en clave de «¿Tu madre te ha vuelto loca hoy?». A veces, incluso sin querer, mi madre podía ser muy difícil. Asentí.

—He tenido un buen día.

Frunció el ceño, sin tener claro si estaba diciendo la verdad, pero no me presionó para que le dijera más. Nunca me preguntaba qué pasaba delante de mi madre, porque sabía que se ponía muy sensible si sentía que la estaban juzgando. Ray le besó la frente.

—Voy a lavarme rápidamente y a cambiarme, y cenamos.

—Vale —respondió mi madre.

Dicho esto, fue a lavarse las manos. Me apoyé en la mesa y vi cómo mi madre seguía a Ray con la mirada hasta que desapareció por el pasillo. Cuando se volvió hacia mí, el amor que había en sus ojos se disipó y se sentó más derecha.

—Quita los codos de la mesa, Jasmine. Y siéntate recta o te saldrá joroba.

Ray se sentó con nosotras y charlamos sobre cómo iba la grabación de su disco.

—Me encanta vivir en Nueva Orleans porque es una ciudad auténtica. La gente en otros lugares no hace música como la hacen aquí. No es tan real ni tan dolorosa.

Cuando Ray hablaba sobre música, hacía que quisiera centrarme solo en eso.

—¿Has hablado con Trevor Su por mí? —preguntó mi madre; se refería a un productor.

Ray se estremeció.

—No, ya te lo dije, no es un buen hombre. No lo necesitamos para que influya en la carrera de Jasmine.

Por la forma en que frunció el ceño, a mi madre no le gustó la respuesta.

—Trevor Su es uno de los productores con más éxito del mundo, y tú puedes llegar hasta él. No sé por qué piensas que Jasmine no es lo suficientemente buena para trabajar con él.

—No —gritó Ray mientras negaba con la cabeza—. No tergiverses mis palabras. No he dicho eso en absoluto. Él no es lo suficientemente bueno para ella.

—¿Y por qué no?

—Porque es una víbora.

Mi madre resopló.

—¿Qué más da lo que sea, mientras haga bien su trabajo?

—No —replicó Ray—. Es repugnante cómo utiliza a la gente para subir de escalafón. Lo he visto pisotear a buenas personas solo por dinero. Es asqueroso.

—Son negocios, Ray —se quejó mi madre—. Y, a lo mejor, si lo entendieras, habrías triunfado más.

—Mamá —susurré, sorprendida por su comentario.

Ray ni se inmutó. Se había acostumbrado a sus duras palabras. Estaba prácticamente vacunado contra sus juicios, pero eso no hacía que oírlos fuera más fácil para mí. Él y mi madre eran polos opuestos en lo relacionado con las opiniones sobre el mundo de la música. Ray se dejaba guiar por el corazón y mi madre, por la cabeza.

—Se llama hacer contactos —dijo ella.

—Se llama venderse —replicó él—. Además, es demasiado. La llevaría al límite.

—Los límites están para traspasarse.

—Es solo una niña, Heather.

—Y podría ser extraordinaria si tú la dejaras serlo.

Pasaron unos cuantos minutos discutiendo si sería una falta de respeto que mi madre se reuniera con Trevor. Era una representante resuelta cuando se trataba de mi carrera y nada resultaba demasiado extremo para ella. Era la «mámager» de todas las «mámagers», decidida a hacer lo que fuera para conseguir que su hija triunfara.

Ray era todo lo contrario. Creía en mi música, pero también creía que era una niña y que debía tener una vida alejada de ese mundo.

—Igual no deberíamos hablar de música en la mesa —dijo, y carraspeó.

—Si de lo único que hablamos es de música —replicó mi madre.

—Bueno, pues, a lo mejor, eso debería cambiar. Podemos hablar de cualquier otra cosa —ofreció mientras movía la comida de un lado al otro del plato—. Cuando llego a casa solo quiero desconectar.

—¡Si has sido tú el que se ha sentado y ha empezado a hablar de música! —le recriminó mi madre—. Pero, cuando hablo de la carrera de Jasmine es demasiado, ¿no?

—Mamá —susurré mientras negaba con la cabeza.

—Jasmine, calla y cómete la ensalada.

—¿Por qué solo comes ensalada? —preguntó Ray.

Abrí la boca para responder, pero mi madre se adelantó.

—Ha empezado una dieta nueva.

Ray rio.

—Tiene dieciséis años y está como un palo, Heather. Puede comer lo que quiera.

Y, entonces, cómo no, se pusieron a discutir sobre los pormenores de cómo me estaba criando mi madre. Cuando terminó la conversación, mi madre ya le había dicho que él no podía opinar porque no era mi padre.

Yo no aguantaba que se lo echara en cara cada vez que no conseguía salirse con la suya. Veía lo tristes que se le ponían los ojos a Ray siempre que lo hacía. Puede que, sobre el papel, no fuera mi padre, pero en mi corazón no había ninguna duda de que lo era.

—Voy a tomar el aire —dijo Ray, y apartó la silla de la mesa.

Salió del apartamento con su paquete de tabaco para despejar la mente, lo que significaba que se iba a ver a alguien tocar. La música siempre lo ayudaba cuando mi madre lo ponía nervioso.

A mí también me ayudaba cuando me ponía nerviosa.

Después de la cena, me fui directa a mi cuarto y empecé a hacer los deberes. Iba muy atrasada en todo, pero era importante que pareciera que lo tenía todo controlado. De lo contrario, tendría que volver a estudiar en casa, y eso no podía ocurrir; no después de haber probado lo que era ser una adolescente de verdad.

—¿Has tenido un buen día, Blancanieves? —me preguntó Ray horas más tarde, de pie en la puerta de mi habitación con las manos detrás de la espalda.

Levanté la vista del libro de matemáticas y me encogí de hombros.

—No tienes por qué mentir. Tu madre está durmiendo. ¿Ha sido muy dura contigo?

—No pasa nada. En realidad, es culpa mía. He hecho el vago.

—Te presiona demasiado —me advirtió.

—«Con presión se hacen los diamantes» —cité, burlándome de las palabras de mi madre. Luego sonreí, porque Ray había fruncido el ceño—. Estoy bien. Solo estoy cansada.

—¿Quieres que intente hablar con ella otra vez?

Negué con la cabeza. Si Ray le decía a mi madre que estaba estresada o que aquello me superaba, la avergonzaría y, cuando estaba avergonzada, lo pagaba conmigo.

—¿Por qué solo has comido ensalada para cenar?

—No tenía hambre.

—Qué pena. —Hizo una mueca y sacó una bolsa de comida para llevar—. Porque acabo de comprar una hamburguesa con patatas aquí al lado. —Mis intestinos rugieron en el momento en que vi la bolsa—. Pero, si no tienes hambre, la tiraré…

—¡No! —exclamé, negando una y otra vez con la cabeza. Me aclaré la voz y me senté más derecha en la cama—. Es decir, yo me la comeré.

Se rio y me pasó la comida.

—Eres perfecta tal y como eres. No te mueras de hambre por un sueño, Blancanieves, y no te mueras de hambre por tu madre. Ninguno de los dos lo vale.

—Gracias.

Asintió.

—Y, cuando quieras que hable con tu madre, dímelo. Cuenta conmigo.

—Ray.

—¿Sí?

—¿Tú la quieres? —pregunté en voz baja. 

Ninguno de los dos actuaba como si estuviera enamorado. Por lo menos, yo no tenía ningún recuerdo de ello. Quizá hubo un tiempo en el que lo estuvieron, pero no lo recordaba.

Ray me sonrió apretando los labios, lo que, claramente, significaba que no.

—Te trata mal —le dije.

—Puedo soportarlo —contestó.

—¿Por qué sigues con ella? ¿Por qué estar con alguien a quien no quieres y que te trata así?

Carraspeó, me miró con los ojos más dulces que había visto nunca y, después, se encogió de hombros.

—Venga, Blanca —insistió con dulzura—, ya sabes la respuesta.

«Por mí».

Se quedaba por mí.

—La quiero porque, gracias a ella, te tengo a ti. Puede que no seas de mi sangre, Blancanieves, pero no pienses ni por un segundo que no eres de mi familia. Me quedo por ti. Me quedaré siempre por ti.

Se me humedecieron los ojos.

—Solo quiero que seas feliz, Ray.

Soltó una risita.

—¿Sabes qué me hace feliz?

—¿Qué?

—Que tú seas feliz. Así que sigue siendo feliz y comiendo, y a mi corazón no le faltará de nada, Blanca. Es todo lo que siempre he querido: tu felicidad. —Vino hacia mí, me besó la frente y me robó una patata antes de irse a la cama.

Sí, Ray no era mi padre biológico, pero, en mi corazón, no había ninguna duda de que era mi padre.

Capítulo 2

Jasmine


Pasé los momentos más felices de mi vida en un instituto. La mayoría de adolescentes se habrían alegrado de perderse el instituto, pero era la primera vez en mi vida que sentía que estaba exactamente donde debía estar.

Estar alejada de mi madre me gustaba más de lo que nunca habría imaginado. La quería, pero a veces necesitaba un respiro, y el instituto me daba espacio para respirar. Cuando caminaba por los pasillos, los alumnos y profesores me hacían sentir que formaba parte de algo. No estaba rodeada por adultos de la industria de la música que hablaban de cosas de mayores. No estaba haciendo audiciones para interpretar papeles que no quería interpretar. No me esforzaba para que mi madre estuviera orgullosa de mí.

Simplemente, era una niña.

Pero no siempre era así para los demás alumnos. Yo tenía suerte. Otros eran víctimas de personas como Todd Clause, el típico chico guapo de último curso que vivía para llamar la atención.

—¡Eh, Jasmine! —me llamó Todd.

Se apoyó en una taquilla. Llevaba una camiseta blanca y una cadena de oro al cuello. Inclinó la cabeza. Era uno de los chicos más populares y se pasaba la mitad del tiempo comportándose como un capullo integral con quienes no consideraba tan importantes como él, pero yo le parecía guapa o, al menos, eso era lo que indicaban el tamaño de mis pechos y el grosor de mis labios.

«Qué suerte».

—Hola, Todd. —Le dediqué una breve sonrisa falsa y seguí andando.

Corrió detrás de mí y me pasó un brazo por los hombros.

—¿Cómo estás? ¿Dónde has estado este finde?

—¿Este finde?

Levantó una ceja, ofendido.

—Di una fiesta en mi casa. Me dijiste que igual te pasabas.

—Ah, sí… —Me mordí el labio inferior y agarré las asas de la mochila—. Lo siento, tenía una audición y clase de danza.

Miss Hollywood —bromeó mientras bajaba lentamente la mano por mi espalda.

—No, solo Jasmine —respondí, y le subí rápidamente la mano.

—Bueno, doy otra fiesta este finde. Mis padres siempre se van, así que los sábados siempre hay fiesta.

—Qué guay —celebré, sin mucho interés.

—Tienes que venir sí o sí. Vivo en el distrito Garden.

—Ah. —Arqueé una ceja, no muy segura de qué quería decir con eso exactamente.

—Es una de las zonas más ricas de Nueva Orleans. Mi familia tiene un huevo de dinero. Solo vengo a esta mierda de insti porque me echaron del privado.

—Ah, guay.

—Puedes venir a mi casa a ver mis caballos. Si quieres, te dejo que me cabalgues. —Se rio con arrogancia—. Quería decir que los cabalgues. A los caballos.

No tenía ni la menor idea de cómo contestarle, así que no lo hice.

—Eh, Esmirriado —dijo Todd, y me soltó para empujar a un chico por el pasillo.

«Elliott».

El desafortunado.

Lo veía mucho. O veía a mucha gente que lo acosaba. Era un chico callado y reservado. Era delgado y tenía una piel preciosa de color caramelo y los ojos de color avellana. Nunca molestaba a nadie. Llevaba aparato, gafas y tenía gestos nerviosos; siempre me fijaba en los temblores en las manos.

Era el blanco perfecto para Todd: tímido, bueno y solitario.

Me percataba de su soledad por encima de todo porque conocía esa mirada; me recordaba a la mía, pues había estado sola toda la vida.

¿Cómo era posible? ¿Cómo podía crear música así un chico tan nervioso?

Todd y unos cuantos más se le acercaron y empezaron a darle empujones con crueldad. Elliott se encogió y siguió mirando al suelo mientras intentaba alejarse.

—Todd, para —le pedí desde donde estaba—. Dejadlo en paz.

Todd miró hacia atrás y soltó una risita.

—Lo dejaré en paz si me prometes que vendrás a la fiesta.

Gruñí.

Me repugnaba la idea.

Todd empujó a Elliott, esta vez contra una taquilla de metal.

Volví a gruñir.

Eso me asqueaba más que la idea de ir a su fiesta.

Me pasé los dedos por el pelo y me mordí el labio inferior antes de hablar.

—¿A qué hora es la fiesta?

Capítulo 3

Elliott


Pasé los peores momentos de mi vida en un instituto. Me moría de ganas de que terminara de una vez por todas ese capítulo de mi vida. La peor sensación del mundo era despertar cada mañana y darme cuenta de que tenía que ir allí.

—Esmirriado, veo que has decidido volverte a vestir como el culo —me gritó un chico.

No sabía quién era y no tenía ganas de levantar la mirada para averiguarlo.

«Mantén la cabeza gacha e intenta no llamar la atención», me decía a mí mismo cada día. «Solo te quedan quinientos sesenta y dos días para graduarte».

No aguantaba el instituto, y eso era decir poco. Si hubiera podido elegir, no habría vuelto, pero era importante para mi madre que mi hermana y yo nos sacáramos el título de secundaria y una carrera universitaria, porque ella no había tenido esa oportunidad. Quería que fuésemos mejores y que tuviéramos más éxito que ella.

Yo no pensaba tan a largo plazo.

Solo intentaba que no me metieran un dedo babeado en la oreja cuando iba de clase de mates a clase de historia.

—Eh, Elliott —dijo alguien a mi espalda.

No me di la vuelta, porque, si no me llamaban Esmirriado, Bocalambre o Basura que tendría que suicidarse, no se referían a mí.

—¡Elliott! ¡Eh! Te estoy hablando a ti —me llamó la voz. Era la voz de una chica, así que estaba claro que no me estaba hablando a mí—. ¡Eh!

Una mano se posó sobre mi hombro y me hizo pararme en seco y encogerme. Siempre lo hacía cuando alguien me tocaba porque, normalmente, derivaba en puñetazos en la barriga.

—¿Por qué te encoges? —preguntó la voz mientras yo abría los ojos lentamente.

—Pe-perdón —susurré, casi seguro de que no me había oído.

—¿Por qué todos se meten contigo? —me preguntó la chica. Y no era cualquier chica. Era la chica. Jasmine Greene.

Era la chica más guapa que había visto nunca.

Arqueé una ceja, sin estar muy seguro de por qué hablaba conmigo. Jasmine era nueva y se había vuelto popular enseguida; yo no era del tipo de gente con la que trataban los populares.

Bueno, no era del todo cierto. Yo no era del tipo de gente a la que los populares trataban bien.

—¿Qué? —pregunté, confundido porque me estuviera mirando.

—Te he preguntado por qué todos se meten contigo.

Mis ojos iban de un lado a otro para asegurarme de que esas palabras eran para mí.

—¿Po…? ¿P-p-po…? —Me aclaré la voz y dejé caer los hombros—. ¿Porque s-soy tartamudo?

—¿Es una pregunta? 

Iba caminando hacia atrás de camino al teatro para mirarme a los ojos. No me gustaba el contacto visual y menos con chicas como ella. Las chicas guapas eran lo peor. Siempre me hacían sudar y no había nada que me gustara menos que las manchas de sudor, excepto mi propia voz.

Jasmine agarró las asas de su mochila y sonrió como si fuésemos amigos.

No lo éramos. No es que yo no quisiera, pero, bueno, no lo éramos.

—¿Qué es una pregunta?

—Has dicho «¿tartamudo?» como si fuera una pregunta.

—Ah.

—Bueno, ¿qué?

—No era una pregunta. Tengo un problema de t-tartamudeo, pero es medio leve. No soy un bicho raro.

—No he dicho que lo fueras.

—Ah.

—¿Se meten contigo por eso?

Asentí.

—Qué motivo tan estúpido —observó.

—Seguro que también es por mi aspecto.

—¿Qué tiene de malo?

Reí.

—¿Es broma? Mírame.

Ladeó un poco la cabeza y entrecerró los ojos. Separó los labios y susurró:

—Ya lo hago. —Su voz era como la de la princesa Leia, y eso me gustaba más de lo que quería admitir.

—Ya, bueno, tú eres más amable que otros. Como estamos en el instituto, no necesitan muchos motivos para meterse conmigo, pero supongo que les doy bastantes.

—Qué capullos —murmuró.

—No me m-molesta.

—Sí que te molesta.

—Tú no sabes qué me molesta.

Me sonrió con complicidad.

Le devolví la sonrisa.

Ostras, qué calor. Me sudaban las palmas de las manos y no quería pensar en lo que estaría ocurriendo en las axilas. Era guapa y me estaba hablando sin insultarme. La gente tan guapa como Jasmine nunca hablaba con gente tan rara como yo sin meterse con ellos. Estaba muy confundido y todas las personas que pasaban por nuestro lado parecían igual de perplejas.

Separé un poco los brazos para que se me aireasen las axilas.

—¿Tocas el saxo? —me preguntó, todavía caminando hacia atrás.

—¿Sí?

Se rio.

—¿Es una pregunta?

Aparté la mirada y me aclaré la garganta.

—No. Quería decir que s-s… —Cerré los ojos e inspiré—. Sí, toco el saxo. ¿Cómo lo sabes?

—Te vi tocando en la esquina de Frenchmen Street.

—Ah.

—¿Tocas mucho por allí?

—Antes no tanto, pero mi tío TJ m-me dijo que debería ir cada sábado, y ahora tengo que hacerlo porque es mi profe de música.

—¿Por qué te hace ir?

—Porque dice que la música no debe vivir en un sótano. Tiene que repartirse para curar las cicatrices de la gente, o algo así. No me gusta nada hacerlo.

—Pues debes de ser el único. —Dejó de andar y me miró con ojos sinceros—. Eres el mejor músico que he oído nunca.

No tenía ni idea de qué decir, así que me quedé ahí, mirándola fijamente como si estuviera loco.

—Elliott.

—¿Sí?

—Me estás mirando y se está volviendo raro —dijo, poniéndose el pelo detrás de las orejas.

—Ah, perdona y, bueno, ¿gracias? —Sacudí un poco la cabeza y bajé la mirada al suelo—. Es decir, gracias… por el cumplido. Gracias.

—¿De nada? —Me guiñó un ojo antes de darse la vuelta para hablar con otra persona, porque, además de ser increíblemente guapa, lista y buena, Jasmine era popular. Nunca había visto a nadie volverse tan popular tan deprisa como ella.

Jasmine Greene había entrado en el Instituto Canon como si fuera la dueña. Empezó unas semanas después del inicio del primer semestre, pero eso no impidió que actuara como si todo el alumnado tuviera que arrodillarse ante ella. Y lo hicieron. Aunque todavía le faltaba un año más para terminar el instituto, era tan popular como los de último curso. Era brillante en todo lo que hacía, desde plástica hasta álgebra.

Desconocía que supiese de mi existencia, aunque yo sí que sabía quién era ella. Todavía estaba muy confundido. ¿Por qué era tan amable conmigo?

En el momento en el que empezó a hablar con otra persona, solté el suspiro más grande de mi vida.

—Eli —dijo una voz familiar. El apodo indicaba que no corría peligro. Me di la vuelta para mirar a mi hermana mayor, Katie, de pie detrás de mí, mirándome con preocupación. Su mirada recorrió el pasillo hasta Jasmine—. ¿Estás bien?

—Sí, ¿por qué?

—Estabas hablando con la chica nueva, Jasmine.

—Sí, ¿y?

Katie carraspeó y se puso más derecha, con los libros en las manos.

—¿De qué hablabais? Es que no entiendo por qué estaba hablando contigo.

—Vaya, gracias —dije con ironía.

Puso los ojos en blanco.

—No quería decir eso, Eli. Es que tú eres mejor que esa gente.

—¿Esa gente?

—Ya sabes, las chicas con bolso de Chanel, las populares.

—Tú querías un bolso así el año pasado.

—Ya, pero no es lo mismo, y esas cosas ya no me importan. Además, la he visto hablando con Todd Clause, ¿sabes? Y si él es su tipo…

—Puede que yo también lo sea —bromeé sacando pecho—. Estoy bastante… —Cerré los ojos con fuerza. «Cuadrado, dilo. La palabra es “cuadrado”». Noté la tensión en la garganta. Sabía que la palabra quería salir e intentaba decirla con todas mis fuerzas—. Creo que estoy bastante… —Nada.

Me ahogué con el aire y mi mente corrió a buscar otra palabra, un sinónimo que funcionara en su lugar. Lo que fuera… Cualquier cosa iría bien, pero una vez entraba en pánico, era imposible encontrar las palabras. Respiré hondo varias veces e intenté forzarla.

—Estoy bastante… —Pero no lo conseguí. Casi nunca funcionaba—. Creo que estoy bastante fornido —conseguí escupir. Me ardían las orejas y tenía la cara al rojo vivo por el esfuerzo.

—¿Fornido? —repitió Katie entre risas—. Elliott, tienes menos carne que una alita de pollo.

Me reí y mi cara empezó a relajarse.

Mi hermana nunca mencionaba mi tartamudeo; nunca me hacía sentir mal por ello. Simplemente, silbaba o tarareaba para sí misma y esperaba pacientemente a que acabase. A veces, apartaba la mirada porque sabía que tener a alguien mirándome lo hacía más difícil. Tampoco intentaba adivinar la palabra que me esforzaba por pronunciar porque entendía que eso empeoraría mucho la situación.

Hizo una mueca y me dio un golpecito en el brazo.

—Mira, ya sé que, desde que Jason se fue a pasar el año a Nebraska, te has sentido un poco más solo…

—No me siento solo —mentí, y Katie lo supo. 

Jason, mi mejor amigo, se había mudado a Nebraska para pasar allí un año y, desde que se había ido, yo no tenía a nadie con quien hablar aparte de mi hermana.

No me gustaba.

No me gustaba estar solo todo el tiempo.