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Diego abrió la puerta de la casa y entró. Caminó hasta su dormitorio y cerró la puerta. Detrás venía su mamá, caminando lento y con los ojos incendiados. Ella se sentó en una silla del comedor y se apoyó en la mesa. Qué bueno sería que su hijo se sentara un rato con ella, pero al parecer prefería estar solo. Miró la puerta cerrada de la pieza del abuelo y sus ojos se llenaron de lágrimas otra vez. Buscó en la cartera, ya no le quedaba ningún pañuelo desechable y tuvo que levantarse.

Mientras tanto Diego se había tirado en la cama, boca abajo. Se acordó cuando era más chico y su mamá lo retaba. Él se tiraba boca abajo y hacía como que lloraba para que ella se sintiera triste y lo perdonara. Esa dinámica curiosa la usaba desde los seis años, cuando por opción, dejó de llorar. Claro, Isabel no lo sabía, o hacía como que no sabía. Tener un hijo que no es capaz de llorar no es fácil para una madre sola.

Diego, ¿estás bien? ¿Quieres compañía?

La respuesta nunca llegó. Diego era un niño hombre, como ella siempre le decía. Un hombre grande envuelto en el cuerpo de un niño de 13 años. Un niño hombre serio, silencioso y responsable.

Isabel no aguantó más y después de dar tres golpes a la puerta, entró para ver cómo estaba su hijo, a quien, claro, encontró tirado en la cama boca abajo.

Diego, ¿quieres comer algo? Puedo pedir una pizza, del sabor que tú quieras… ¿te gustaría?

Ya –dijo el niño hombre y se levantó dejando sola a su mamá en la cama.

Tomó el teléfono y pidió la pizza con tocino que le encantaba. A su mamá no le gustaba mucho, pero en la situación que estaban, seguro no se iba a dar ni cuenta del tocino y el extra queso, y la bebida cola que hacía días se había acabado.

Comieron en silencio. Isabel se había cambiado el vestido negro que usaba para las fiestas elegantes y para los funerales. Pero Diego no se puso una ropa especial, pese a que su madre se lo pidió tanto. Pensaba que a su abuelo no le importarían la ropa, ni las caras de pena, ni los discursos. Él se iba a ir al cielo de todas maneras, porque había sido un viejo bueno. Un viejo que no se merecía esa enfermedad dolorosa que se lo llevó de a poco, un pedacito cada día del último año. Maldito año. Maldita enfermedad.

Hijo –dijo Isabel muy seria–, me gustaría que veamos las cosas del abuelo esta semana. Creo que si pasa el tiempo nos va a costar más. El oxígeno lo van a venir a buscar mañana en la mañana. Tienen que darte un recibo. Te dejé la plata del arriendo arriba del refrigerador.

¿No vas a quedarte conmigo mañana?

No, tengo que volver al trabajo. Falté tres días y para mi jefe eso es motivo de despido.

¿Y no te perdona la falta ni siquiera si se murió tu papá?

Un silencio se apoderó de los dos. Se miraron a los ojos e Isabel lloró otra vez. Diego la abrazó con cariño y le limpió los ojos con una servilleta de papel. Todo este tiempo preparándose para la muerte no fue suficiente para resistir el momento de la despedida. El niño hombre la llevó a su pieza, le abrió la cama y la mandó a acostarse.

Yo lavo los platos. Descansa, ¿ya? Yo me encargo de las cosas del abuelo, entrego la máquina de oxígeno y veo la ropa que quieras regalar. Pero mañana. Ahora será mejor que te duermas y no llores más. El abuelo está mejor ahora, tú misma lo dijiste.

Sí, pero lo vamos a extrañar.

Claro que lo iban a extrañar. Alberto se había ido a vivir con ellos cuando el marido de Isabel se fue y los dejó solos. Desde ese momento fue el papabuelo de Diego. Eran los tres para todas partes, en las buenas y en las malas, en las duras y en las maduras, como decía él. Para el día del padre, él iba al colegio a recibir los ceniceros de greda pintada de todos los años. No importa tener otro más, decía, así pongo uno en cada parte de la casa y tu mamá no se da cuenta cuántos cigarrillos me fumé. Porque eso sí, siempre eran muchos más de los que ella creía. Y cuando Diego era chico le ayudaba a esconder las colillas, pero después de grande, y más cuando le descubrieron la enfermedad, era Diego quien escondía las cajetillas de cigarros, que el abuelo siempre encontraba lleno de risas: de algo hay que morirse, decía y encendía otro más.

Con el mayor silencio recogió las cosas de la mesa y lavó los platos. Tú eres el hombre de la casa, yo solo soy una visita, le decía siempre Alberto para estimularlo a ser responsable y cumplir con sus obligaciones. Pero no quiero ser un hombre todavía, quiero ser un niño, le respondía Diego sonriendo. No se imaginó nunca que a los 13 años tendría que cuidar a su mamá que no dejaba de llorar por el nuevo abandono de su vida.

La noche fue extraña. Aunque se sentía cansado no podía dormir. Daba vueltas y vueltas en la cama, incluso contó ovejas y nada. Se levantó y caminó por la casa. Abrió la puerta del abuelo y entró. La cama se encontraba deshecha y en el velador estaban los tesoros que siempre guardaba: la foto de la abuela; la lapicera grabada con su nombre, regalo de sus colegas profesores cuando jubiló; el autito metálico de su infancia, y la libreta de anotaciones.

Cerró las cortinas y se acostó en la cama de su abuelo. Todavía estaba su olor y el colchón tenía marcado su cuerpo grande y fuerte. Después de unos minutos, Diego pudo dormir.

La noche transcurrió tranquila hasta que Diego despertó con un ruido. Quiso encender la lámpara, pero no la encontró. Entonces recordó que no estaba en su dormitorio. Miró a su alrededor y vio una tenue luz azul que venía del clóset. Se levantó, abrió la puerta y entre objetos que no podía reconocer, distinguió claramente una caja de madera. La luz venía de adentro. La tomó con cuidado, la puso sobre la cama y la abrió.

La luz azul llenó todo el lugar y por un instante lo encegueció, pestañeó varias veces hasta recuperar la visibilidad. Entonces sintió frío, viento, humedad. Estaba en una playa desconocida, de noche. Las olas mojaron sus pies y lo obligaron a retroceder. Su primer instinto fue buscar la caja para cerrarla y volver a la habitación, pero ya no estaba. En su lugar se abría un espacio sin límites, tan oscuro que no alcanzaba a ver sus manos si las alzaba al frente.

Sintió un profundo miedo. ¿Qué era esto, un sueño, una puerta desconocida a otra dimensión, como en las películas? Se pellizcó fuerte para despertar y nada. Seguía ahí y las olas mojaban sus pies nuevamente. Trató de correr en la dirección opuesta, pero la oscuridad lo envolvió. No parecía haber más personas, ni rasgos de civilización alguna. Corrió asustado, buscando una dirección que tomar, pero cada vez estaba más perdido. Gritó.

Nada.

Miró al cielo, pero las constelaciones no se parecían a ninguna que hubiera visto, de modo que no pudo guiarse como le habían enseñado alguna vez en el colegio. Entonces metió la mano en el bolsillo para ver si tenía su celular, pero solo había un trozo de papel algo arrugado que decía: “Quédate adonde estás. Yo voy por ti”. El mensaje, más que tranquilizarlo le hizo sentir terror. ¿Qué era todo esto, quién escribía el mensaje, qué playa era esta que no conocía y por qué llegó ahí? De pronto sintió una voz:

¡Diego!... ¡Diego!...

Abrió los ojos y vio a Isabel sentada a su lado, ambos estaban en la habitación del abuelo.

Dormiste aquí, pobrecito… hijo me tengo que ir a la oficina. Voy a tratar de llegar más temprano, pero no te prometo nada. Hay comida en el refrigerador, y sobró pizza. No estés viendo televisión todo el día, ¿ya?... Uf, me tengo que ir. Te llamo más tarde, beso, chao.

La mujer se levantó con la cartera al hombro y salió rápido de la habitación. Todo estaba en orden. Ni playa ni noche ni caja de madera. ¿O sí?

Se levantó y abrió la puerta del clóset. No había una caja como la de su sueño. Solo ropa y objetos que había visto muchas veces antes. Decidió que era un buen momento para ordenar y clasificar las cosas del abuelo Alberto.

Sacó uno a uno pantalones, chaquetas y camisas, ropa de invierno en bolsas con cierre, sweaters, zapatos y puso todo en bolsas grandes para regalar. Poca ropa le quedaba bien, ya que el abuelo era bastante alto. Ni siquiera los zapatos. Sin embargo, decidió dejarse un chaleco azul con cierre, que Alberto usaba siempre, su regalón, decía. Después de desocupar casi todo el armario , se sintió desilusionado al no encontrar nada extraño que se pareciera a lo visto en su sueño. Solo algunas fotos antiguas, cartas y papeles que después revisaría Isabel.

Entonces se dio cuenta de que en la parte alta del clóset, había una bolsa plástica con algo dentro. Subió a un piso y la levantó. Estaba pesada, de modo que tuvo que hacer un esfuerzo para no desequilibrarse y caer. La puso sobre la cama, la abrió y para su sorpresa, encontró la caja de madera que buscaba.

Dudó un momento si sería bueno abrirla. No solo por el reciente sueño que tanto lo asustó, sino porque si el abuelo tenía esa caja tan escondida, sería porque no quería que nadie la abriera. Pero su curiosidad pudo más.

La caja contenía varios objetos que Diego nunca había visto mientras su abuelo vivió con ellos, además de dos sobres que observó detenidamente. Uno tenía el nombre de Isabel y el otro el suyo. Un escalofrío lo invadió. Volvió a poner los sobres en la caja y la llevó al comedor junto con las cosas que decidió guardar.

Los objetos de la caja contaban la historia de Alberto. Desde juguetes de infancia, como un equilibrista que hacía malabares increíbles dentro de una rueda metálica, o un Pinocho tallado en una sola pieza de madera; hasta recuerdos extraños que Diego no se animó a tocar, como el cordón umbilical de Isabel y sus primeros dientes. Había también una graciosa lapicera que según su posición vestía o desvestía a una joven bailarina; la marioneta de un despintado payaso estilo Pierrot con restos de la cruz que alguna vez le dio movimiento; un barbado español metálico con casco y armadura, una foto del actor de comedias mudas Buster Keaton, quien, según la reseña, jamás sonreía ni en las películas ni en la vida privada.

El descubrimiento de los tesoros de Alberto fue magnífico. El niño jugó mucho tiempo con el contenido de la caja, sintiendo que si su abuelo se lo hubiera querido encomendar a alguien, habría sido a él.

No abrió el sobre que, además de una carta, traía unos objetos pesados dentro. Quería que fuera Isabel quien lo acompañara en ese momento, porque temía que la emoción no le dejara completar la lectura. Afortunadamente la tarde pasó rápido con el orden de las ropas y objetos del abuelo, que le ayudaron a conocerlo más, aunque fuera demasiado tarde.

Isabel llegó temprano, como había prometido. Dio una mirada panorámica y agradeció con una sonrisa que su hijo hiciera el trabajo tan triste que ella hubiera evitado por semanas, o tal vez meses. Desmantelar la vida de un ser querido que ya no está, es una de las cosas más tristes para los que quedan. Pero para el niño hombre fue sencillo (eso creyó Isabel). Diego le mostró rápidamente lo que se regalaba, lo que se guardaba, el recibo del balón de oxígeno que vinieron a buscar temprano y la caja de madera con los recuerdos y los dos sobres.

¿Me lees mi carta?

¿No la has leído todavía? –preguntó Isabel mirando a su hijo mientras trataba de adivinar qué sentía el muchacho.

No. Quiero que tú me la leas. ¿Puedes?

Isabel tomó sus lentes y con gran cuidado abrió el sobre. Dentro, aparte de la carta, había una llave antigua un tanto oxidada, una lágrima de cristal sujeta con un cordón de cuero y un anillo oxidado con un escudo de armas de alguna casa española de otro siglo. La carta decía lo siguiente:

“Querido Diego:

Si estás leyendo esta carta es porque yo ya no estoy en el mundo de los vivos. Y de todo corazón espero estar en el cielo o caminando hacia allá, pero por las dudas, por favor reza por mí para que el Señor me deje entrar en su casa, mira que no me gustaría quedarme en el camino por no haber sido lo bastante bueno para subir, o lo bastante malo para bajar.

Los objetos que hay en el sobre son especiales para mí. El anillo no vale nada por el metal con que está hecho, sino por la antigüedad. Cuando me lo pasó mi abuelo me dijo que había sido de su abuelo y del abuelo de su abuelo y por eso ahora es tuyo. Dicen que le perteneció a un español que llegó a Chile en la época de Pedro de Valdivia. Nunca supe de qué casa española sería, pero ahora con tantos adelantos, internet y todas esas cosas que tú conoces tan bien, tal vez puedas averiguar algo más.

La lágrima de cristal la conservo desde niño. Era de la época en que en los salones de las casas se usaban lámparas de lágrimas, no tubos fluorescentes redondos como ahora. No la pierdas. Ahora sé que no es mágica, pero en mi época debo admitir que lo creí.

La llave pertenece a una puerta de mi infancia que ya no existe, pero te la dejo para que abras tus propias puertas. Creo que eres demasiado joven para creer que las puertas de tu vida se han cerrado para ti. La puerta de tu talento como dibujante, y tal vez más adelante como pintor, la puerta de los amigos (no pretendas que todos tus compañeros sean tus amigos, solo unos pocos lo serán de verdad), y la puerta de la felicidad.

Cuando tu papá se fue, vine a suplir el vacío que dejó. Sé que por un tiempo dio resultado, pero la verdad es que solo fui un abuelo que reemplazó lo irreemplazable. Solo hay un padre y espero que algún día ustedes se encuentren y él te explique por qué los abandonó. Seguramente, gran parte de tu pena se va a quedar en el recuerdo para llenarte de alegría de una vez por todas.

Querido Diego, cuida a tu mamá. Ella es mucho más capaz de lo que piensa, pero no lo cree. Ayúdale a crecer para que te ayude a crecer. Y recuérdale que no eres el niño hombre que ella te ha hecho creer toda la vida. Porque solo eres un niño, lo de hombre será mucho después.

Por último, perdóname por irme tan pronto. Tenías razón cuando decías que el cigarro me iba a matar, pero los adultos somos egoístas e irresponsables, y lo peor, creemos que nada ni nadie nos va a ganar. Cuando leas esta carta sabrás que me fui volando con el humo de mis propios cigarrillos. Solo abre la ventana y déjame salir.

Te quiero mucho,

Tu abuelo Alberto.”

Isabel terminó de leer y puso la carta húmeda de lágrimas en las manos de su hijo.

¿Quieres que lea mi carta también? –preguntó mientras se limpiaba las lágrimas.

No. El abuelo la escribió para ti.

Pero lo mismo hizo con tu carta y me pediste que la leyera…

Sí –respondió el niño con seriedad–, pero seguramente él tendrá cosas de adulto a adulta que quiera decirte y que no debe escuchar un niño de 13 años. ¿Me puedo quedar con los objetos y con la caja de madera?

Isabel miró dentro de la caja.

Él siempre me mostraba estas cosas cuando era chica. Sí, quédate con todo, pero cuídalo como él lo cuidaba.

Claro que sí, gracias.

Diego tomó la caja y se fue a su dormitorio cerrando la puerta tras él.

Diego se sentó en el escritorio y buscó una croquera y lápices. Tomó el anillo y dibujó con el mayor detalle el escudo de armas para poder buscarlo en internet. Se preocupó de darle las luces y sombras necesarias, porque por la antigüedad, no tenía colores. Era realmente hermoso.

Investigó largo rato en internet sobre la antigua heráldica de España, hasta que encontró lo que buscaba. Era un escudo de armas con un casco empenachado arriba y al centro lucía un castillo en llamas. Gracias a esos antecedentes, pudo pintar su dibujo.

Te hubiera gustado verlo, abuelo –dijo en voz alta–, y con gran elegancia tomó el anillo y se lo puso en el dedo anular de la mano izquierda.Soy el conde de Valdivielso, dueño del castillo y de la villa del mismo nombre. Debo notificaros que partiré de viaje hacia las Indias, a buscar nuevas tierras y riquezas para mi descendencia. Cuidad a mi madre y mis propiedades. Volveré a España solo cuando llene un barco completo con oro, ya veréis…

Sonrió divertido y con mucha parsimonia se quitó la camiseta y los pantalones y se metió a la cama.

Buenas noches, obedientes súbditos. Mañana os daré más instrucciones, pero ahora debo descansar… me espera un largo viaje.

Apagó la luz.

Despertó en un inmenso galeón, en medio del océano Atlántico. No se sentía mareado, pero sí algo aletargado por la mezcla de olores provenientes de los hombres de mar que no conocían los beneficios del baño diario, y los excrementos de los animales que llevaban para alimentar a la tripulación.

Conde, ¿se encuentra bien?

Sí, bien –respondió Diego que en ese momento se enteró de que era un conde y que estaba en el siglo XV o XVI.

Rápidamente miró su mano izquierda. Sí, el anillo de la familia estaba en su lugar. Asimismo, llevaba un pesado traje de tela y cuero, sombrero con plumas, medias y zapatos de punta roma con hebillas.

Dime –le habló al hombre a su lado –, ¿cuánto falta para llegar a nuestro destino?

Llegaremos a Maracaibo dentro de dos o tres semanas, si el tiempo nos acompaña, señor. Ahí le esperará un grupo de soldados para conducirlo a Nueva Toledo.

Varios días y varias noches pasaron, mirando siempre el mismo horizonte, hasta que un día, al atardecer, el vigía divisó un barco que, para mala suerte de todos, se trataba de un barco pirata.

¡A toda marcha! –gritó el capitán y toda la tripulación dejó lo que estaba haciendo para alzar las velas y preparar los cañones. Señor, dijo dirigiéndose al conde de Valdivielso, preferiría que se cobijara en su cabina. Hemos evitado luchar con los piratas franceses en otras ocasiones, pero nunca se sabe.

¡Claro que no, soy un buen espadachín, y si es preciso defenderé a mis hombres y la nave! –respondió Diego sintiendo una mezcla de valentía y miedo.

El capitán estaba confiado porque llevaban un galeón moderno y dotado de cañones muy poderosos y de gran distancia. Al contrario, los franceses tenían una antigua nao española, seguramente robada a otros viajeros. El problema mayor estaba en que el galeón se dirigía hacia el oeste, donde se encontrarían de frente con los franceses. Retroceder solo retrasaría más la llegada a la costa más cercana, y no impediría que los piratas les dieran alcance. De modo que el capitán arriesgó todo y, en vez de huir, navegó en dirección a los franceses, pensando que ese acto heroico conseguiría ahuyentarlos.

Avanzaron a toda vela mientras organizaban la batalla y preparaban los poderosos cañones que apenas habían sido usados. Los hombres se veían nerviosos y asustados, pero sabían que la cobardía se pagaba con la muerte, de modo que continuamente daban alaridos de ánimo contra los franceses y a favor de la impresionante valentía y belicosidad de los ibéricos.

La batalla comenzó con el estallido casi simultáneo de dos de los cañones que miraban a estribor, pero como los galos habían tenido también tiempo de organizar su ofensiva, un bombazo pasó sobre sus cabezas, cayendo al mar, no sin antes destruir la vela mayor. Entonces, de inmediato, la mitad de los hombres corrieron a apagar el fuego, mientras los otros lanzaron un nuevo disparo a la nao, que casi quedó partida en dos. Gritos de triunfo y celebraciones sonaron en el galeón que aunque había perdido la mayor fuerza de sus velas, aún tenía con qué seguir avanzando.

Mientras tanto, Diego trataba de apagar el fuego que caía como chorro sobre la cubierta quemando todo a su paso. Sus hermosas vestiduras sirvieron para apagar las llamas que envolvían a uno de los ayudantes de cocina que había subido a luchar.

Todo en el barco eran gritos, humo y bombazos. El capitán gritaba las órdenes que la tripulación oía casi de milagro, pero que ejecutaba al mismo tiempo que la adrenalina enardecía su ánimo.

Varios cañonazos habían caído sobre la nao que aunque casi sin mástiles y con una buena parte de la proa destrozada, se acercaba peligrosamente en un acto suicida.

¡Nos quieren abordar, capitán! –se oyó una voz desesperada que logró asustarlos a todos.

Y así era. Los piratas estaban perdiendo su embarcación y solo podían salvarse si tomaban el galeón y apresaban a sus tripulantes.

¡No podrán subir, no los dejaremos! –gritó exaltado el capitán, quien no se dio cuenta de que ya había subido una docena de piratas que luchaban con la fuerza y la determinación que solo tienen los que nada pueden perder.

La lucha fue encarnizada, porque, pese a que los españoles eran más en número, los piratas estaban más entrenados para la lucha cuerpo a cuerpo.

Diego estaba muy asustado. Pensaba que una batalla como esta no era apta para un niño de 13 años, pero en su sueño él era un conde, un hombre mayor, de fuerza y valentía sin límites, al menos eso le había expresado al capitán cuando le diera la alternativa de refugiarse en la cabina. Sacó la espada con un solo movimiento, descubriendo su gran peso.

Si no puedo enterrársela a un pirata, me va a servir para golpearlos con ella. Y este trozo de madera me servirá de escudo.

Estaba en esas divagaciones, cuando un pirata muy alto y delgado se lanzó sobre él. Un miedo agudo lo paralizó por un instante e intentó correr, pero el francés lo siguió dándole golpes de espada que pudo esquivar gracias al escudo. Entonces, en un movimiento rápido, hirió al pirata en el estómago, quien le respondió con su acero en la pierna izquierda, causándole una dolorosa herida que lo hizo caer.

Diego, Diego, ¿qué pasa?, ¿una pesadilla?

La voz de Isabel salvó al valiente conde de una muerte segura.

Estaba en un barco español y un pirata me había herido en la pierna. Me duele.

Pobrecito, seguramente estabas en mala posición –dijo Isabel entre risas y lo acarició suavemente–. Mi amor, me tengo que ir a la oficina. Hoy voy a llegar más tarde porque tengo una reunión de trabajo.

Isabel se levantó apurada y de pronto se detuvo.

Diego, ayer cuando volvía a la casa, vi a tus amigos en la esquina. Conversamos un rato y una niña gordita me dijo que te iba a venir a ver.

La Gabriela –dijo Diego.

¿Es tu amiga, cierto?

Supongo.

¿Cómo “supongo”? Los amigos son o no son. Ella se veía muy amable y se preocupó por ti cuando le conté lo del abuelo.

No debiste contarle.

¿Por qué? –al ver que su hijo no respondía, insistió–. Diego, no puedes quedarte todas las vacaciones aquí encerrado, sal un poco, haz algo distinto. Me tengo que ir, te dejé arroz en el refrigerador. Puedes ponerle una salchicha, un huevo, lo que quieras. Ah, y te hice unos panqueques.

¿Panqueques? ¿Vienen visitas?

Es por si viene Gabriela… o alguno de los otros chicos que estaban en la esquina. Atiéndelos bien para que vengan más seguido.

Isabel miró a Diego con tristeza. Su hijo no era muy popular y no tenía amigos. Tal vez solo tenía conocidos. Por mucho tiempo su única compañía había sido el abuelo Alberto, sus remedios, su balón de oxígeno y las largas esperas cuando tenía que estabilizarse en el hospital. Realmente su niño hombre había tenido que vivir momentos muy difíciles. El abuelo tenía razón en lo que le pidió en su carta de despedida:

“Diego necesita saber la verdad para reconciliarse con su pasado. Él cree que es el culpable de que José Luis los abandonara. Eso no es justo y tú lo sabes. Y deja de tratarlo como un adulto. Es verdad que es un niño especial, pero debes permitirle vivir su adolescencia, ya que la infancia la pasó solo y encargado de cosas de grande. Hazte cargo hija, devuélvele la alegría que nunca debió perder.”

Isabel tomó su cartera y sus papeles y salió rápido para que Diego no la viera llorar. Cuánta falta les haría el abuelo Alberto…

Después de la salida de su madre, Diego intentó dormirse otra vez. No quería dejar al conde herido en el barco, a expensas de los piratas franceses, pero no pudo.

A decir verdad, estaba muy extrañado con estas últimas noches. El chico nunca soñaba, y si tenía sueños, no podía recordarlos. Pero estos dos sueños, el descubrimiento de la caja de Alberto y la travesía del dueño del anillo español, habían sido tan reales que quería seguir soñando porque mientras dormía no pensaba en la pena de haberse quedado solo.

Diego había pasado un día bastante trabajado, haciendo aseo, ordenando como siempre lo hacía, y a las 6 de la tarde sonó el timbre.

¡Hola! ¿Puedo pasar? Tu mamá me dijo que podía venir –dijo Gabriela, desde la puerta.

Bueno, sí, entra –indicó Diego un poco tímido.

Gabriela entró y miró la casa con detención. Para todos en el grupo de amigos del barrio su casa era un misterio porque Diego nunca había invitado a nadie a su departamento.

Es lindo tu departamento –dijo Gabriela para romper el hielo.

Es como cualquiera, supongo.

¿Te molesta que haya venido?

Diego miró por primera vez a su amiga. En realidad no le molestaba que viniera, al contrario. De todo el grupo de la calle, ella siempre le había parecido diferente, de hecho ahora lo estaba demostrando con su visita.

No me molesta, aunque me llama la atención que vengas, porque no sabía que te interesaba lo que me podía pasar.

¿Y por qué no me iba a interesar? –respondió ella un tanto ofendida–. Soy tu amiga.

Gracias.

Diego tenía serias dificultades para hacer amigos, debido a su timidez. En el colegio era un niño solo, y con los amigos del barrio había jugado a la pelota y se habían juntado en la plaza varias veces, pero desde que el abuelo se enfermó no había vuelto a salir.

¿De qué se murió tu abuelo?

Cáncer a los pulmones.

Pobrecito. Mi abuela también se murió de cáncer hace unos años, pero no pudimos acompañarla hasta su último día porque vivía en el sur. Tú tuviste mucha suerte de estar con él.

Sí, era una suerte haber acompañado a Alberto hasta el final. Era una suerte haber tenido un abuelo tan especial y habérselo hecho sentir hasta el último momento.

Me dejó una carta y una caja llena de cosas increíbles, ¿quieres verla?