Juan Valera

Genio y figura

Publicado por Good Press, 2022
goodpress@okpublishing.info
EAN 4057664131393

Índice


-I-
-II-
-III-
-IV-
-V-
-VI-
-VII-
-VIII-
-IX-
-X-
-XI-
-XII-
-XIII-
-XIV-
-XV-
-XVI-
-XVII-
-XVIII-
-XIX-
-XX-
-XXI-
-XXII-
-XXIII-
-XXIV-
-XXV-
-XXVI-
-XXVII-
-XXVIII-
Confidencias
Conclusión
FIN

-I-

Índice

En tres distintas y muy apartadas épocas de mi vida, peregrinando yo por diversos países de Europa y América, o residiendo en las capitales, he tratado al vizconde de Goivo-Formoso, diplomático portugués, con quien he tenido amistad afectuosa y constante. En nuestras conversaciones, cuando estábamos en el mismo punto, y por cartas, cuando estábamos en punto distinto, discutíamos no poco, sosteniendo las más opuestas opiniones, lo cual, lejos de desatar los lazos de nuestra amistad, contribuía a estrecharlos, porque siempre teníamos qué decirnos, y nuestras conversaciones y disputas nos parecían animadas y amenas.

Firme creyente yo en el libre albedrío, aseguraba que todo ser humano, ya por naturaleza, ya por gracia, que Dios le concede si de ella se hace merecedor, puede vencer las más perversas inclinaciones, domar el carácter más avieso y no incurrir ni en falta ni en pecado. El Vizconde, por el contrario, lo explicaba todo por el determinismo; aseguraba que toda persona era como Dios o el diablo la había hecho, y que no había poder en su alma para modificar su carácter y para que las acciones de su vida no fuesen sin excepción efecto lógico e inevitable de ese carácter mismo.

Los ejemplos, en mi sentir, nada prueban. De ningún caso particular pueden inferirse reglas generales. Por esto creo yo que siempre es falsa o es vana cualquier moraleja que de una novela, de un cuento o de una historia se saca.

Mi amigo quería sacarla de los sucesos de la vida de cierta dama que ambos hemos conocido y tratado con alguna intimidad, y quería probar su tesis y la verdad trascendente del refrán que dice: genio y figura, hasta la sepultura.

Yo no quiero probar nada, y menos aún dejarme convencer; pero la vida, el carácter y los varios lances, acciones y pasiones de la persona que mi amigo ponía como muestra son tan curiosos y singulares, que me inspiran el deseo de relatarlos aquí, contándolos como quien cuenta un cuento.

Voy, pues, a ver si los relato, y si consigo, no adoctrinar ni enseñar nada, sino divertir algunos momentos o interesar a quien me lea.


-II-

Índice

Hace ya muchos años, el vizconde y yo, jóvenes entonces ambos, vivíamos en la hermosa ciudad de Río de Janeiro, capital del Brasil, de la que estábamos encantados y se nos antojaba un paraíso, a pesar de ciertos inconvenientes, faltas y aun sobras.

La fiebre amarilla, recién establecida en aquellas regiones, solía ensañarse con los forasteros.

Las baratas, que así llaman allí a ciertas asquerosas cucarachas con alas, nos daban muchísimo asco, sobre todo en los instantes que preceden a la lluvia, porque dichos animalitos buscan refugio en las habitaciones, las invaden, cuajan el aire formando espesas nubes, se posan en los muebles, en las manos y en las caras y esparcen un olor empalagoso y algo nauseabundo.

Otros inconvenientes y sobras había también por allí, aunque no hablo de ellos por no pecar de prolijo. Pero en cambio, ¡cuánta hermosura y cuánta magnificencia! El Bósforo de Tracia, el risueño golfo de Nápoles y la dilatada extensión del Tajo frente de Lisboa, son mezquinos, feos y pobres, comparados con la gran bahía de Río sembrada de islas fertilísimas siempre floridas y verdes, y cuyos árboles llegan y se inclinan hasta el mar y bañan los frondosos ramos en las ondas azules. Los bosques de naranjos y de limoneros, con fruto y con flor a la vez, embalsaman el aire. Los pintados pajarillos, las mariposas y las libélulas de resplandecientes colores esmaltan y alegran el ambiente diáfano. Por la noche, el cielo parece más hondo que en Europa, no negro sino azul, y todo él lleno de estrellas más luminosas y grandes que las que se ven en nuestro hemisferio.

Confieso que es lástima que la vista de todo aquello no despierte en nuestra alma recuerdos históricos muy ricos de poesía, y que las montañas que circundan la bahía tengan nombres tan vulgares. No es allí, por ejemplo, como en Nápoles y en sus alrededores, donde cada piedra, cada escollo y cada gruta tiene su leyenda y evoca las sombras de uno o de muchos personajes históricos o míticos: Ulises, las Sirenas, Eneas, la Sibila de Cumas, los héroes de Roma, los sabios de la magna Grecia, Aníbal olvidándose de sus triunfos en las delicias de Capua, Alfonso de Aragón el Magnánimo haciendo renacer y florecer la antigua clásica cultura, todo esto acude a la mente del que vive en Nápoles y hasta se pone en consonancia con los nombres sonoros y nobles que conservan los sitios: el Posilipo, el Vómero, Capri, Ischia, Sorrento, el Vesubio, Capua, Pestum, Cumas, Amalfi y Salerno.

En cambio, los nombres de los alrededores de Río no pueden ser más vulgares ni más vacíos de todo poético significado: la Sierra de los Órganos, el Corcobado, el Pan de Azúcar, Botafogo, las Larangeiras y la Tejuca.

La falta, no obstante, de sonoridad y nobleza en los nombres, y de altos recuerdos históricos en los sitios, está más que compensada por la espléndida pompa y por la gala inmarcesible que la fértil naturaleza despliega allí y difunde por todos lados.

Nuestro mayor recreo campestre era ir a caballo a la Tejuca, con la fresca, casi al anochecer. Pasábamos la noche en una buena fonda que allí había, donde nunca faltaba gente alegre que jugaba a los naipes y cenaba ya tarde. También se solía bailar cuando había mujeres.

Aquel sitio era delicioso. El fresco y abundante caudal de agua cristalina que traía un riachuelo se lanzaba desde la altura de unos cuantos metros y formaba una cascada espumosa y resonante. Por todas partes había gran espesura de siempre verdes árboles; palmas, cocoteros, mangueras y enormes matas de bambúes. Innumerable multitud de luciérnagas o cocuyos volaban y bullían por donde quiera, durante la noche, e iluminaban con sus fugaces y fantásticos resplandores hasta lo más esquivo y umbrío de las enramadas.

De las frecuentes expediciones a la Tejuca, ya volvíamos a altas horas de la noche, formando alegre cabalgata, ya volvíamos al rayar el alba.

No se crea con todo, que las expediciones a la Tejuca eran el mayor encanto que Río tenía para nosotros. Había otro encanto mucho mayor, la casa de la Sra. de Figueredo, centro brillantísimo de la high life fluminense.

La Sra. de Figueredo tendría entonces de veinticinco a treinta años: era una de las mujeres más hermosas, elegantes y amables que he conocido. Su marido, ya muy viejo, era quizá el más rico capitalista de todo el Brasil. Prendado de su mujer, gustaba de que luciese, y lejos de escatimar, prodigaba el dinero que dicho fin requería.

Su vivienda era un hotel espacioso, amueblado con primor y con lujo, en el centro de un bello jardín, bastante dilatado para que por su extensión casi pudiera llamarse parque.

Menos en las temporadas en que había teatro, la Sra. de Figueredo recibía todas las noches. Cuando había teatro recibía también, pero no siempre. Sus tertulias eran animadísimas y solían durar hasta después de la una. Bien podía afirmarse que empezaban a las siete, porque la Sra. de Figueredo rara vez dejaba de tener convidados a comer, agasajándolos con cuantas delicadezas gastronómicas puede inventar y condimentar un buen cocinero, sin freno ni tasa en el gasto. Pero lo que sobre todo hacía agradable aquella casa, era la misma Sra. de Figueredo, que unía a su elegancia, discreción y hermosura, el carácter más franco y regocijado. Del sitio en que ella se presentaba, salía huyendo la tristeza. En torno suyo y en su presencia, no había más que conversaciones apacibles o jocosas, risas y burlas inocentes, sin mordacidad ni grave perjuicio del prójimo. Natural era, pues, que el primer obsequio que, no bien llegase a Río, se podía hacer a un forastero, era presentarle a una dama tan hospitalaria y divertida.


-III-

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En el tiempo de que voy hablando, aportó a Río, como secretario de la Legación de Su Majestad Británica, un inglesito joven y guapo; probablemente tendría ya cerca de treinta años, pero su rostro era muy aniñado y parecía de mucha menor edad. Era blanco, rubio, con ojos azules y con poquísima barba, que llevaba muy afeitada, salvo el bigotillo, tan suave, que parecía bozo y que era más rubio que el cabello. Era alto y esbelto, pero distaba no poco de ser un alfeñique. En realidad era fuerte y muy ágil y adiestrado en todos los ejercicios corporales. Tenía talento e instrucción, y hablaba bien francés, español e italiano, aunque todo con el acento de su tierra. Tenía modales finísimos, aire aristocrático y conversación muy amena cuando tomaba confianza, pues en general parecía tímido y vergonzoso, y a cada paso, por cualquier motivo y a veces sin aparente motivo, se ponía colorado como la grana.

No está bien que se declare aquí el verdadero nombre de este inglesito. Para designarle le daré un nombre cualquiera. El apellido Maury es muy común. Hay Maurys en Francia, Inglaterra y España. Supongamos, pues, que nuestro inglesito se llamaba Juan Maury.

El Vizconde y yo nos hicimos en seguida muy amigos suyos, y los tres íbamos juntos a todas partes. Claro está que una de las primeras a donde le llevamos fue a la tertulia de la Sra. de Figueredo, la cual le recibió con extremada afabilidad, y dejó conocer desde luego que el inglesito no le había parecido saco de paja. Él también, a pesar de ser muy reservado, como tomó con nosotros grandísima confianza, nos confesó que la Sra. de Figueredo era muy de su gusto, y se nos mostró curiosísimo de saber sus antecedentes; su vida y milagros, como si dijéramos. El Vizconde, que estaba bien informado de todo, y si no de todo, de mucho, le contó cuanto sabía, haciendo una relación, que vamos a reproducir aquí, poco más o menos como el Vizconde la hizo.


-IV-

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Hace ya mucho tiempo que ciertas niñas españolas, y particularmente las andaluzas, acuden a la gran ciudad de Lisboa, en busca de mejor suerte. Los señoritos de por allí, los janotas, que es como si dijéramos los jóvenes elegantes, dandies o gomosos de Portugal, se pirran y despepitan por las tales niñas españolas. De ellas aprenden a hablar un castellano muy chusco y andaluzado: flamenco, como ahora se dice no sé porqué. Ignoro si persisten estas costumbres; pero sí diré que, hace veinte años, todavía el vocablo españolita era en Lisboa sinónimo de lo que por aquí pudiéramos llamar hetera, suripanta o moza de rumbo. La afición decidida a las españolitas era entonces el más pronunciado síntoma y el más elocuente indicio de la posible unión ibérica.

El Vizconde, al empezar su narración, sostenía sin rodeos ni disimulos que ocho años antes del momento en que hablaba, había conocido a la Sra. de Figueredo, soltera aún y figurando y descollando entre las españolitas de Lisboa.

La llamaban Rafaela, y por sus altas prendas y rarísimas cualidades la apellidaban la Generosa.

Rafaela apenas tenía entonces veinte abriles. Era gaditana, y hubiera podido decirse que se había traído a Lisboa todo el salero, la gracia y el garabato de Andalucía.

—Yo la vi por vez primera, decía el Vizconde, en aquella plaza de toros. Al aparecer en un palco, con otras tres amigas, los cinco o seis mil espectadores que había en la plaza, clavaron la vista en Rafaela y rompieron en gritos de admiración y entusiasmo. Venía ella con vestido de seda muy ceñido, que revelaba todas las airosas curvas de su cuerpo juvenil, y en la graciosa cabeza, sobre el pelo negro como el azabache, llevaba claveles rojos y una mantilla blanca de rica blonda catalana.

La función hacía tiempo que había empezado. Un diestro caballero en plaza sobre fogoso caballo, que hacía caracolear con pasmosa maestría, se aprestaba a poner un par de banderillas a un soberbio toro puro, que de esta suerte califican en Portugal los toros que nunca han sido lidiados.

Pero todo se suspendió y durante uno o dos minutos, nadie prestó atención ni al diestro de las banderillas ni al toro puro tampoco, distraída y embelesada la gente por la aparición de Rafaela la Generosa. En el brazo izquierdo llevaba ella un enorme pañolón de seda roja, cubierto de lindas flores prolijamente bordadas en el Imperio Celeste; y, según es uso en Lisboa, lo extendió como colgadura sobre el antepecho del palco. En otros muchos había colgaduras por el estilo, lo cual daba a la plaza apariencia vistosa y alegre, pero ningún pañolón era más bonito que el de Rafaela ni había sido extendido con mayor garbo y desenfado.

Así recordaba el Vizconde este y otros muchos triunfos de Rafaela; pero no sin razón la llamaban la Generosa.

Su magnanimidad y su desprendimiento eran tales que siempre los ingresos resultaban para ella muy inferiores a los gastos y el auge de su fortuna distaba muchísimo de corresponder a sus triunfos.

Los janotas que frecuentaban más a Rafaela, aseguraban que era toda ella corazón. De aquí que sus negocios económicos fuesen de mal en peor en Lisboa, donde llegó a tener mil desazones y apuros.

En ellos la socorrió generosamente cierto caballero principal, entusiasta del arte y de la belleza, pero no bastante rico para ser muy dadivoso. Rafaela además tenía estrecha conciencia, y aunque parezca inverosímil en mujeres de su clase, no exigía ni pedía y hasta rehusaba las dádivas de sus buenos amigos cuando pensaba que eran superiores a sus medios y recursos.

En esta situación, el caballero que tanto se interesaba por ella, formó un proyecto algo aventurado, pero que daba esperanzas de buen éxito.

En su sentir, la hermosura corporal no era el único mérito de la muchacha. Aunque poco o nada cultivado, poseía además gran talento artístico, que aquel su protector tal vez exageraba deslumbrado por el cariño. Como quiera que fuese, él imaginaba que Rafaela tenía una voz dulce y simpática; que cantaba lindamente canciones andaluzas y que bailaba el fandango, el vito y el jaleo de Jerez por estilo admirable. No había aprendido ni la música ni la danza, pero la misma carencia de arte y de estudio prestaba a su baile y a su canto cierta originalidad espontánea, llena de singular hechizo.

¿Porqué no había de ir Rafaela a un país remoto y presentarse allí no como aventurera sino como artista?

El protector decidió, pues, que Rafaela fuese a Río de Janeiro a cantar y a bailar.

Los brasileños son muy aficionados a la música, y asimismo muy músicos. Sus modinhas y sus londums merecen la fama de que gozan, por lo inspirados y graciosos, prestándoles singular carácter el elemento o fondo que en ellos se nota de la música de los negros. Grande es mi ignorancia del arte musical y temo incurrir en error; pero valiéndome de una comparación, he de decir lo que me parece.

Figurémonos que hay en una pipa una solera de vino generoso, muy exquisito y rancio; que se reparte la solera entre tres vinicultores, y que cada uno de ellos aliña su vino y le da valor con el vino exquisito que en su parte de la solera le ha tocado. Los tres vinos tendrán distintas cualidades, pero habrá en los tres algo de común y de idéntico, precisamente en lo de más valer y en lo más sustancioso. Así encuentro yo que en las guajiras y en otros cantares y músicas de la isla de Cuba, en los de los minstrels de los Estados Unidos y en los cantos y bailes populares del Brasil, hay un fondo idéntico que les da singular carácter, y que proviene de la inspiración musical de la raza camítica.

Si Rafaela iba al Brasil y cantaba y bailaba allí con originalidad de muy distinto género, ya que el elemento o fondo primitivo de sus canciones o era indígena de nuestra Península o provenía acaso de Arabia o del Indostán por medio de los gitanos, Rafaela, sin duda, iba a pasmar agradablemente a los brasileños por la exótica extrañeza de sus cantos y de sus bailes.

Aprobó la muchacha el plan que su protector le propuso. Este, aunque no sin fatiga y esfuerzo, le prestó dinero para el viaje y logró darle también una muy valiosa carta de recomendación, dirigida con el mayor empeño y ahínco y por persona de grande influjo al más rico capitalista de Río de Janeiro, que era el Sr. de Figueredo, a quien ya conocemos.

El Sr. de Figueredo, sin embargo, era entonces un personaje muy distinto del que más tarde fue. Sin dejar de enriquecerse, acometiendo, movido por la codicia, las más atrevidas empresas, debía principalmente sus grandes bienes de fortuna a una economía tan severa que rayaba en lo sórdido, y al ejercicio de la usura prestando dinero sobre buenas hipotecas y a interés muy alto.

Habitaba, se trataba y se vestía casi como un pordiosero, y exhalaba un millón de suspiros y daba cincuenta vueltas a un cruzado antes de gastarle. Tales prendas y condiciones no eran las más apropósito para que en Río le quisiesen y le respetasen. El Sr. de Figueredo era más bien despreciado y aborrecido, y por lo tanto, el sujeto menos idóneo para patrocinar e introducir ante el público a una artista que aspirase a hacerse aplaudir.

Consternado recibió la carta, porque debía favores a quien se la escribía, tenía obligación de complacerle y no se consideraba muy apto para tan difícil empeño.

Rafaela era además tan mona, tan insinuante y tan dulce, que el Sr. de Figueredo, a pesar de lo arisco e invulnerable que había sido toda su vida, que por entonces contaba ya sesenta y cinco años de duración, se sintió muy propenso a favorecer a la muchacha en cuanto estuviera a su alcance. Así es que hizo muchas gestiones y consiguió que el periódico de mayor circulación de Río, O Jornal do comercio, anunciase con bombo y platillos la feliz llegada y próxima aparición en el teatro de la famosa artista española, y consiguió también que el empresario la oyese, la viese y la ajustase para dar un concierto con intermedios sabrosos de danza andaluza. Pronto llegó la noche de la función. El teatro estaba de bote en bote. El público había acudido, excitado por la curiosidad, mas no por la benevolencia. Al contrario, el odio y el desprecio que el Sr. de Figueredo inspiraba, tocaron como por carambola y se estrellaron contra la pobre Rafaela. La mayoría de los oyentes sostuvo que Rafaela desentonaba y daba feroces gallipavos, y las damas severas y virtuosas y los honrados padres de familia clamaron contra el escándalo, e hicieron que su pudor ofendido tocase a somatén. El resultado de todo fue una espantosa silba, acompañada de variados proyectiles, con los que en aquel fecundo suelo brinda Pomona. Sobre la pobre Rafaela cayó un diluvio de aguacates, tomates, naranjas, bananas, cambucás y mantecosas chirimoyas. Rafaela estaba dotada de un estoicismo, no sólo a prueba de fruta, sino a prueba de bomba. Sufrió con calma el descalabro y hasta lo tomó a risa, calificando de majaderos a los que suponían que cantaba mal y de hipócritas a los que censuraban sus evoluciones y meneos coreográficos.


-V-

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Las burlas y los chistes con que Rafaela se vengaba de la silba, hacían mucha gracia al señor de Figueredo, quien se consideraba también vejado, lastimado, silbado y rechazado por la sociedad elegante de Río. Entendía además el señor de Figueredo que Rafaela cantaba como un sabía o como un gaturramo, que son la calandria y el ruiseñor de por allí, y que en punto a danzar echaba la zancadilla a la propia Terpsícore. La silba, por consiguiente, de que Rafaela había sido víctima, parecía injusta al viejo usurero y motivada por el odio que a él le tenían, por donde imaginaba que debía consolar a Rafaela e indemnizarla del daño que le había causado.

El oficio de darle consuelo le parecía gratísimo y en su modestia llegó a creer que él, y no ella, era el verdadero consolado.

Cada día simpatizaba más con Rafaela. Se ponía melancólico cuando estaba lejos de ella. Y no bien despachaba los asuntos de su casa, se iba a acompañarla en la fonda donde ella vivía.

Con rapidez extraordinaria tomó Rafaela sobre el viejo omnímodo ascendiente y le ejerció con discreción y provecho. El Sr. de Figueredo estaba en borrador, y Rafaela se propuso y consiguió ponerle en limpio, realizando en él una transfiguración de las más milagrosas.

Ella misma sabía por experiencia lo que era y valía transfigurarse. No recordaba de dónde había salido ni cómo había crecido. En Cádiz, en el Puerto, en Sevilla y en otros lugares andaluces, había pasado su primera mocedad, tratándose con majos, contrabandistas, chalanes y otra gente menuda, sin picar al principio muy alto y sin elevarse sino muy rara vez hasta los señoritos. Así es, que en dicha primera mocedad, había sido algo descuidadilla. En Lisboa fue donde se aristocratizó, se encumbró, y con el trato de los janotas, acabó por asearse, pulirse, adobarse y llegar en el esmero con que cuidaba su persona hasta el refinamiento más exquisito.

El desaliño y la suciedad de los sujetos que andaban cerca de ella, como ella era tan pulcra, le causaban repugnancia. Puso pues, en prensa su claro y apremiante entendimiento para insinuar el concepto y el apetito de la limpieza en la mente obscura y en la aletargada voluntad del Sr. de Figueredo. Con mil perífrasis sutiles y con diez mil ingeniosos rodeos le hizo conocer, sin decírselo, que era lo que vulgarmente llamamos un cochino, y logró hacer en él, con la magia de su persuasiva elocuencia, lo contrario de lo que hizo Circe en los compañeros de Ulises, a quienes dio la forma del mencionado paquidermo. Tanto habló de lo conveniente para la salud que eran los baños diarios, y el frotarse, fregarse y escamondarse con jabón y con un guante áspero, que infundió al Sr. de Figueredo la gana de hacer todas aquellas operaciones. Y las hizo, y ya parecía otro y tan remozado como si él no fuese él sino su hijo. Luego fue Rafaela a la rua do Ouvidor, donde están las mejores tiendas, y en la perfumería de moda, compró cepillos de dientes y pelo, polvos y loción vegetal para limpiárselos, y aguas olorosas, cosméticos, peines y otros utensilios de tocador. Este fue el primer regalo que hizo Rafaela a D. Joaquín, que tal era el nombre de pila del Sr. de Figueredo. Y bueno será advertir en este lugar, porque yo soy muy escrupuloso y no quiero apartarme un ápice de la verdad, que pongo el Don antes del Joaquín por acomodarme al uso y lenguaje de España, porque en Portugal, y más aún en el Brasil, son rarísimos los Dones y sólo le llevan los hombres de pocas familias. Cuando yo estuve en el Brasil, si no recuerdo mal, sólo habría media docena de Dones en todo el Imperio. Las señoras en cambio tienen todas, no sólo Don sino excelencia, y hasta la más humilde es la Excma. Sra. doña Fulana: prueba inequívoca de la extremada galantería de los portugueses.

A pesar de lo dicho, se justifica el que yo llame Don al Sr. de Figueredo, porque, como al fin se casó con Rafaela que era española, y esta dio en llamarle mi D. Joaquín, todos los amigos y conocidos, y llegó a tener enjambres de ellos, aunque le suprimieron el mi, le dejaron el Don, y él acabó por ser universalmente donificado. Pero no adelantemos los sucesos.


-VI-

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Mucho se ha discutido, se discute y se discutirá, sobre si la amena literatura y otras artes del deleite, estéticas o bellas, deben o no ser docentes. Afirman muchos que basta con que sean decentes, sin procurar fuera de ellas fin alguno, y sin enseñar nada: pero es lo cierto, que la creación de la belleza, y su contemplación, una vez creada, elevan el alma de los hombres y los mejora, por donde casi siempre las bellas artes enseñan sin querer, y tienen eficacia para convertir en buenas y hasta en excelentes las almas que por su rudeza y por los fines vulgares a que antes se habían consagrado eran menos que medianas, ya que no malas. Algo de este influjo benéfico ejercieron en el espíritu de don Joaquín las bellas artes de Rafaela. No me atreveré yo a calificarlas de decentes por completo, pero no puede negarse que fueron docentes. Ella las ejerció con certero instinto, superior a toda reflexión y a todo cálculo. Procedió con lentitud prudentísima para que la transfiguración no chocase, ni sorprendiese en extremo, ni al público que había de verla, ni al transfigurado que en su propio ser había de realizarla.

Escamondado ya interiormente D. Joaquín, Rafaela le obligó a que se afeitase casi de diario y a que se cortase bien las canas, que limpias, lustrosas y alisadas tomaron apariencia de venerables.

A fin de que todas estas reformas fuesen persistentes y no efímeras, buscó Rafaela para su amigo, en vez del negro ignorante que antes le servía, un excelente ayuda de cámara, gallego desbastado, ágil y listo.

Después, y siempre poquito a poco, fue modificando el traje de D. Joaquín, empezando por los pantalones, que, como se los pisaba por detrás, los tenía con flecos o pingajos, que solían rebozarse en el lodo de las calles. Después declaró Rafaela guerra a muerte a toda mancha o lamparón que sus ojos de lince descubrían en el traje de D. Joaquín, resultando de esta guerra la desaparición completa del antiguo vestuario, que apenas pudo servir ya para los negros desvalidos, y la adquisición de otro nuevo, hecho en Río con menos que mediana elegancia. Pero Rafaela era insaciable en su anhelo de perfección; y, deseosa de que D. Joaquín estuviese, no sólo aseado, sino chic, y como ella le decía, hablando en portugués, muito tafulo o casquilho, hizo que le tomasen las medidas y escribió a París y Londres encargándole ropa, que no tardaron en enviarle. Como por los pantalones era por donde más había claudicado, mandó Rafaela que se los hiciese en adelante un famoso sastre especialista, culottier, que por entonces había en París, rue de la Paix, llamado Spiegelhalter. De los fracs y de las levitas se encargaron en competencia Cheuvreuil, en París, y Poole, en Londres. Las camisas, bien cortadas, sin bordados ni primores de mal gusto, pero también sin buches, vinieron de las mejores casas parisienses que a la sazón había, correspondientes a las de Charvet y Tremlett de ahora. Y por último, como Rafaela aspiraba a que todo estuviese en consonancia, hizo venir de París el calzado de D. Joaquín, encomendando al Hellstern o al Costa, que florecía en aquel momento histórico, que reforzase con clavitos los tacones y que pusiese los contrafuertes debidos, para que D. Joaquín perdiese la perversa maña de torcer y deformar, como solía, botines y zapatos.

En resolución, y para no cansar más a mis lectores, diré que antes de cumplirse el año de conocerse y tratarse D. Joaquín y la bella Rafaela, él, con asombro general de sus compatriotas, parecía un hombre nuevo: era como la oruga, asquerosa y fea durante el período de nutrición y crecimiento, que por milagroso misterio de Amor, y para que se cumplan sus altos fines, transforma la mencionada deidad en brillante y pintada mariposa.


-VII-

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Como aún me queda no sé qué escozor y desasosiego de no haber dado, a pesar de todo lo dicho, concepto cabal de la transfiguración visible y palpable que en D. Joaquín se había verificado, quiero hablar aquí de un solo perfil o toque, a fin de que por él se infiera, rastree y calcule el cambio radical de aquel hombre. Era algo miope y tenía además la vista un poco fatigada. Para remediar esta falta, usaba antiparras, que en el Brasil y en Portugal llaman cangalhas. Siempre las tenía prendidas en las orejas, y cuando no necesitaba de ellas para ver, se las apartaba de los ojos y se las levantaba apoyadas sobre la frente, lo cual no era nada bonito. Así es que Rafaela hizo que suprimiese las cangalhas y que, en lugar de ellas, gastase monóculo. Todo, pues, contribuía a que tuviese el aspecto fashionable, atildado y digno de un antiguo diplomático jubilado.

A su rara discreción y al entrañable afecto que había inspirado debió Rafaela los mencionados triunfos; pero los debió también a sus lisonjas, llenas de sinceridad y fundadas en fe altruista. Esto requiere explicación, y voy a darla.

Seriamente no es lícito afirmar que Rafaela se enamorase de D. Joaquín; pero sí puede, y debe afirmarse, que le cobró grande amistad y le estimó en mucho, considerándole casi un genio para todo aquello que a la crematística se refiere. Y como se lo decía, dándole encarecidas alabanzas, le adulaba, le enamoraba y le animaba a la vez, todo sin el menor artificio. Así el imperio que sobre él había adquirido se hizo más firme y más completo.

No se vaya a creer que presentamos aquí a Rafaela como un pozo de sabiduría. Su educación había sido descuidadísima, o mejor dicho, Rafaela no había recibido ninguna educación; pero naturalmente era muy lista. En sus ratos de ocio, había aprendido a leer y a escribir, aunque escribía sin reglas y apenas leía de corrido. Sólo había leído algunas novelas y los periódicos. Como tenía buen oído, excelente memoria y notable facundia, hablaba, sin embargo, la lengua castellana con primor y gracia, si bien con acento andaluz muy marcado. Y en Lisboa además, con el trato constante de la gente fina, se había soltado a hablar en portugués y hasta a chapurrear el francés un poquito. Pero lo que mejor adquirió, no en escuelas ni en academias, ni menos con lecturas asiduas, sino en la conversación y trato de personas de mérito, fue un temprano y pasmoso conocimiento de los hombres, de la vida social y de los asuntos que se llaman vulgarmente positivos. Para todo esto Rafaela tenía disposición maravillosa. Era una mujer de prendas naturales nada comunes.

Comprendido así el carácter y el entendimiento de Rafaela, no parecerá inverosímil lo que tenemos que contar ahora y podremos contarlo en resumen rápido, sin entrar en pormenores.