William Shakespeare

Dramas de Guillermo Shakespeare: El Mercader de Venecia, Macbeth, Romeo y Julieta, Otelo

Publicado por Good Press, 2022
goodpress@okpublishing.info
EAN 4057664132895

Índice


ADVERTENCIA PRELIMINAR.
EL MERCADER DE VENECIA .
ACTO I.
ACTO II.
ACTO III.
ACTO IV.
ACTO V.
MACBETH.
ACTO I.
ACTO II.
ACTO III.
ACTO IV.
ACTO V.
ROMEO Y JULIETA.
PRÓLOGO.
ACTO I.
ACTO II.
ACTO III.
ACTO IV.
ACTO V.
OTELO.
ACTO I.
ACTO II.
ACTO III.
ACTO IV.
ACTO V.
Ilustración de adorno

ADVERTENCIA PRELIMINAR.

Índice

M. M. P.


EL MERCADER
DE VENECIA.

Índice

TRADUCCION
DE

D. M. MENENDEZ PELAYO.

Ilustracion de Adolfo Schmitz, grabados de C. H. Schulze.


PERSONAS DEL DRAMA.


EL DUX.
EL PRÍNCIPE DE MARRUECOS. Pretendientes de Pórcia.
EL PRÍNCIPE DE ARAGON.
ANTONIO, mercader de Venecia.
BASANIO, su amigo.
SALANIO. Amigos de Antonio.
SALARINO.
GRACIANO.
SALERIO.
LORENZO, amante de Jéssica.
SYLOCK, judío.
TÚBAL, otro judío, amigo suyo.
LANZAROTE GOBBO, criado de Sylock.
EL VIEJO GOBBO, padre de Lanzarote.
LEONARDO, criado de Basanio.
BALTASAR. Criados de Pórcia.
ESTÉFANO.
PÓRCIA, rica heredera.
NERISSA, doncella de Pórcia.
JÉSSICA, hija de Sylock.

Senadores de Venecia, Oficiales del Tribunal de Justicia, Carceleros, Criados y otros.


La escena es parte en Venecia, parte en Belmonte, quinta de Pórcia, en el continente.


Ilustración de adorno

ACTO I.

Índice

ESCENA PRIMERA.

Venecia.—Una calle.

ANTONIO, SALARINO y SALANIO.

ANTONIO.

N ilustrada

No entiendo la causa de mi tristeza. Á vosotros y á mí igualmente nos fatiga, pero no sé cuándo ni dónde ni de qué manera la adquirí, ni de qué orígen mana. Tanto se ha apoderado de mis sentidos la tristeza, que ni áun acierto á conocerme á mí mismo.

SALARINO.

Tu mente vuela sobre el Océano, donde tus naves, con las velas hinchadas, cual señoras ó ricas ciudadanas de las olas, dominan á los pequeños traficantes, que cortésmente les saludan cuando las encuentran en su rápida marcha.

SALANIO.

Créeme, señor: si yo tuviese confiada tanta parte de mi fortuna al mar, nunca se alejaria de él mi pensamiento. Pasaria las horas en arrancar el césped, para conocer de dónde sopla el viento; buscaria continuamente en el mapa los puertos, los muelles y los escollos, y todo objeto que pudiera traerme desventura me seria pesado y enojoso.

SALARINO.

Al soplar en el caldo, sentiria dolores de fiebre intermitente, pensando que el soplo del viento puede embestir mi bajel. Cuando viera bajar la arena en el reloj, pensaria en los bancos de arena en que mi nave puede encallarse desde el tope á la quilla, como besando su propia sepultura. Al ir á misa, los arcos de la iglesia me harian pensar en los escollos donde puede dar de traves mi pobre barco, y perderse todo su cargamento, sirviendo las especias orientales para endulzar las olas, y mis sedas para engalanarlas. Creeria que en un momento iba á desvanecerse mí fortuna. Sólo el pensamiento de que esto pudiera suceder me pone triste. ¿No ha de estarlo Antonio?

ANTONIO.

No, porque gracias á Dios no va en esa nave toda mi fortuna, ni depende mi esperanza de un solo puerto, ni mi hacienda de la fortuna de este año. No nace del peligro de mis mercaderías mi cuidado.

SALANIO.

Luego, estás enamorado.

ANTONIO.

Calla, calla.

SALANIO.

¡Conque tampoco estás enamorado! Entonces diré que estás triste porque no estás alegre, y lo mismo podias dar un brinco, y decir que estabas alegre porque no estabas triste. Os juro por Jano el de dos caras, amigos mios, que nuestra madre comun la Naturaleza se divirtió en formar séres extravagantes. Hay hombres que al oir una estridente gaita, cierran estúpidamente los ojos y sueltan la carcajada, y hay otros que se están tan graves y sérios como niños, aunque les digas los más graciosos chistes.

(Salen Basanio, Lorenzo y Graciano.)

Ilustración

SALANIO.

Aquí vienen tu pariente Basanio, Graciano y Lorenzo. Bien venidos. Ellos te harán buena compañía.

SALARINO.

No me iria hasta verte desenojado, pero ya que tan nobles amigos vienen, con ellos te dejo.

ANTONIO.

Mucho os amo, creedlo. Cuando os vais, será porque os llama algun negocio grave, y aprovechais este pretexto para separaros de mí.

SALARINO.

Adios, amigos mios.

BASANIO.

Señores, ¿cuándo estareis de buen humor? Os estais volviendo ágrios é indigestos. ¿Y por qué?

SALARINO.

Adios: pronto quedaremos desocupados para serviros.

(Vanse Salarino y Salanio.)

LORENZO.

Señor Basanio, te dejamos con Antonio. No olvides, á la hora de comer, ir al sitio convenido.

BASANIO.

Sin falta.

GRACIANO.

Mala cara pones, Antonio. Mucho te apenan los cuidados del mundo. Caros te saldrán sus placeres, ó no los gozarás nunca. Noto en tí cierto cambio desagradable.

ANTONIO.

Graciano, el mundo me parece lo que es: un teatro, en que cada uno hace su papel. El mio es bien triste.

GRACIANO.

El mio será el de gracioso. La risa y el placer disimularán las arrugas de mi cara. Abráseme el vino las entrañas, antes que el dolor y el llanto me hielen el corazon. ¿Por qué un hombre, que tiene sangre en las venas, ha de ser como una estatua de su abuelo en mármol? ¿Por qué dormir despiertos, y enfermar de capricho? Antonio, soy amigo tuyo. Escúchame. Te hablo como se habla á un amigo. Hombres hay en el mundo tan tétricos que sus rostros están siempre, como el agua del pantano, cubiertos de espuma blanca, y quieren con la gravedad y el silencio adquirir fama de doctos y prudentes, como quien dice: «Soy un oráculo. ¿Qué perro se atreverá á ladrar, cuando yo hablo?» Así conozco á muchos, Antonio, que tienen reputacion de sabios por lo que se callan, y de seguro que si despegasen los labios, los mismos que hoy los ensalzan serian los primeros en llamarlos necios. Otra vez te diré más sobre este asunto. No te empeñes en conquistar por tan triste manera la fama que logran muchos tontos. Vámonos, Lorenzo. Adios. Despues de comer, acabaré el sermon.

LORENZO.

En la mesa nos veremos. Me toca el papel de sabio mudo, ya que Graciano no me deja hablar.

GRACIANO.

Si sigues un año más conmigo, desconocerás hasta el eco de tu voz.

ANTONIO.

Me haré charlatan, por complacerte.

GRACIANO.

Harás bien. El silencio sólo es oportuno en lenguas en conserva, ó en boca de una doncella casta é indomable.

(Vanse Graciano y Lorenzo.)

ANTONIO.

¡Vaya una locura!

BASANIO.

No hay en toda Venecia quien hable más disparatadamente que Graciano. Apenas hay en toda su conversacion dos granos de trigo entre dos fanegas de paja: menester es trabajar un dia entero para hallarlos, y aún despues no compensan el trabajo de buscarlos.

ANTONIO.

Dime ahora, ¿quién es la dama, á cuyo altar juraste ir en devota peregrinacion, y de quien has ofrecido hablarme?

BASANIO.

Antonio, bien sabes de qué manera he malbaratado mi hacienda en alardes de lujo no proporcionados á mis escasas fuerzas. No me lamento de la pérdida de esas comodidades. Mi empeño es sólo salir con honra de los compromisos en que me ha puesto mi vida. Tú, Antonio, eres mi principal acreedor en dineros y en amistad, y pues que tan de veras nos queremos, voy á decirte mi plan para librarme de deudas.

ANTONIO.

Dímelo, Basanio: te lo suplico; y si tus propósitos fueren buenos y honrados, como de fijo lo serán, siendo tuyos, pronto estoy á sacrificar por tí mi hacienda, mi persona y cuanto valgo.

BASANIO.

Cuando yo era muchacho, y perdia el rastro de una flecha, para encontrarla disparaba otra en igual direccion, y solia, aventurando las dos, lograr entrambas. Pueril es el ejemplo, pero lo traigo para muestra de lo candoroso de mi intencion. Te debo mucho, y quizá lo hayas perdido sin remision; pero puede que si disparas con el mismo rumbo otra flecha, acierte yo las dos, ó lo menos pueda devolverte la segunda, agradeciéndote siempre el favor primero.

ANTONIO.

Basanio, me conoces y es perder el tiempo traer ejemplos, para convencerme de lo que ya estoy persuadido. Todavía me desagradan más tus dudas sobre lo sincero de mi amistad, que si perdieras y malgastaras toda mi hacienda. Dime en qué puedo servirte, y lo haré con todas veras.

BASANIO.

En Belmonte hay una rica heredera. Es hermosísima, y ademas un portento de virtud. Sus ojos me han hablado, más de una vez, de amor. Se llama Pórcia, y en nada es inferior á la hija de Caton, esposa de Bruto. Todo el mundo conoce lo mucho que vale, y vienen de apartadas orillas á pretender su mano. Los rizos, que cual áureo vellocino penden de su sien, hacen de la quinta de Belmonte un nuevo Cólcos ambicionado por muchos Jasones. ¡Oh, Antonio mio! Si yo tuviera medios para rivalizar con cualquiera de ellos, tengo el presentimiento de que habia de salir victorioso.

ANTONIO.

Ya sabes que tengo toda mi riqueza en el mar, y que hoy no puedo darte una gran suma. Con todo eso, recorre las casas de comercio de Venecia; empeña tú mi crédito hasta donde alcance. Todo lo aventuraré por tí: no habrá piedra que yo no mueva, para que puedas ir á la quinta de tu amada. Vé, infórmate de dónde hay dinero. Yo haré lo mismo y sin tardar. Malo será que por amistad ó por fianza no logremos algo.

ESCENA II.

Belmonte.—Gabinete en la quinta de Pórcia.

PÓRCIA y NERISSA.

PÓRCIA.

Por cierto, amiga Nerissa, que mi pequeño cuerpo está ya bien harto de este inmenso mundo.

NERISSA.

Eso fuera, señora, si tus desgracias fueran tantas y tan prolijas como tus dichas. No obstante, tanto se padece por exceso de goces como por defecto. No es poca dicha atinar con el justo medio. Lo superfluo cria muy pronto canas. Por el contrario la moderacion es fuente de larga vida.

PÓRCIA.

Sanos consejos, y muy bien expresados.

NERISSA.

Mejores fueran, si álguien los siguiese.

PÓRCIA.

Si fuera tan fácil hacer lo que se debe, como conocerlo, las ermitas serian catedrales, y palacios las cabañas. El mejor predicador es el que, no contento con decantar la virtud, la practica. Mejor podria yo enseñársela á veinte personas, que ser yo una de las veinte y ponerla en ejecucion. Bien inventa el cerebro leyes para refrenar la sangre, pero el calor de la juventud salta por las redes que le tiende la prudencia, fatigosa anciana. Pero si discurro de esta manera, nunca llegaré á casarme. Ni podré elegir á quien me guste ni rechazar á quien me enoje: tanto me sujeta la voluntad de mi difunto padre.

NERISSA.

Tu padre era un santo, y los santos suelen acertar, como inspirados, en sus postreras voluntades. Puedes creer que sólo quien merezca tu amor acertará ese juego de las tres cajas de oro, plata y plomo, que él imaginó, para que obtuviese tu mano el que diera con el secreto. Pero, dime, ¿no te empalagan todos esos príncipes que aspiran á tu mano?

PÓRCIA.

Véte nombrándolos, yo los juzgaré. Por mi juicio podrás conocer el cariño que les tengo.

NERISSA.

Primero, el príncipe napolitano.

PÓRCIA.

No hace más que hablar de su caballo, y cifra todo su orgullo en saber herrarlo por su mano. ¿Quién sabe si su madre se encapricharia de algun herrador?

NERISSA.

Luego viene el conde Palatino.

PÓRCIA.

Que está siempre frunciendo el ceño, como quien dice: «Si no me quieres, busca otro mejor.» No hay chiste que baste á distraerle. Mucho me temo que quien tan femenilmente triste se muestra en su juventud, llegue á la vejez convertido en filósofo melancólico. Mejor me casaría con una calavera que con ninguno de esos. ¡Dios me libre!

NERISSA.

¿Y el caballero francés, Le Bon?

PÓRCIA.

Será hombre, pero sólo porque es criatura de Dios. Malo es burlarse del prójimo, pero de éste... Su caballo es mejor que el del napolitano, y su ceño todavía más arrugado que el del Palatino. Junta los defectos de uno y otro, y á todo esto añade un cuerpo que no es de hombre. Salta en oyendo cantar un mirlo, y se pelea hasta con su sombra. Casarse con él, seria casarse con veinte maridos. Le perdonaria si me aborreciese, pero nunca podria yo amarle.

Ilustración

NERISSA.

¿Y Falconbridge, el jóven baron inglés?

PÓRCIA.

Nunca hablo con él, porque no nos entendemos. Ignora el latin, el francés y el italiano. Yo, puedes jurar que no sé una palabra de inglés. No tiene mala figura, pero ¿quién ha de hablar con una estatua? ¡Y qué traje más extravagante el suyo! Ropilla de Italia, calzas de Francia, gorra de Alemania, y modales de todos lados.

NERISSA.

¿Y su vecino, el lord escocés?

PÓRCIA.

Buen vecino. Tomó una bofetada del inglés, y juró devolvérsela. El francés dió fianza con otro bofeton.

NERISSA.

¿Y el jóven aleman, sobrino del duque de Sajonia?

PÓRCIA.

Mal cuando está en ayunas, y peor despues de la borrachera. Antes parece menos que hombre, y despues más que bestia. Lo que es con ése, no cuento.

NERISSA.

Si él fuera quien acertase el secreto de la caja, tendrias que casarte con él, por cumplir la voluntad de tu padre.

PÓRCIA.

Lo evitarás, metiendo en la otra caja una copa de vino del Rhin: no dudes que, andando el demonio en ello, la preferirá. Cualquier cosa, Nerissa, antes que casarme con esa esponja.

NERISSA.

Señora, paréceme que no tienes que temer á ninguno de esos encantadores. Todos ellos me han dicho que se vuelven á sus casas, y no piensan importunarte más con sus galanterías, si no hay otro medio de conquistar tu mano que el de la cajita dispuesta por tu padre.

PÓRCIA.

Aunque viviera yo más años que la Sibila, me moriria tan vírgen como Diana, antes que faltar al testamento de mi padre. En cuanto á esos amantes, me alegro de su buena resolucion, porque no hay entre ellos uno solo cuya presencia me sea agradable. Dios les depare buen viaje.

NERISSA.

¿Te acuerdas, señora, de un veneciano docto en letras y armas que, viviendo tu padre, vino aquí con el marqués de Montferrato?

PÓRCIA.

Sí. Pienso que se llamaba Basanio.

NERISSA.

Es verdad. Y de cuantos hombres he visto, no recuerdo ninguno tan digno del amor de una dama como Basanio.

PÓRCIA.

Mucho me acuerdo de él, y de que merecia bien tus elogios.

(Sale un criado.)

¿Qué hay de nuevo?

EL CRIADO.

Los cuatro pretendientes vienen á despedirse de vos, señora, y un correo anuncia la llegada del príncipe de Marruecos que viene esta noche.

PÓRCIA.

¡Ojalá pudiera dar la bienvenida al nuevo, con el mismo gusto con que despido á los otros! Pero si tiene el gesto de un demonio, aunque tenga el carácter de un ángel, más quisiera confesarme que casar con él. Ven conmigo, Nerissa. Y tú, delante (al criado). Apenas hemos cerrado la puerta á un amante, cuando otro llama.

ESCENA III.

Plaza en Venecia.

BASANIO y SYLOCK.

SYLOCK.

Tres mil ducados. Está bien.

BASANIO.

Si, por tres meses.

SYLOCK.

Bien, por tres meses.

BASANIO.

Fiador Antonio.

SYLOCK.

Antonio fiador. Está bien.

BASANIO.

¿Podeis darme esa suma? Necesito pronto contestacion.

SYLOCK.

Tres mil ducados por tres meses: fiador Antonio.

BASANIO.

¿Y qué decis á eso?

SYLOCK.

Antonio es hombre honrado.

BASANIO.

¿Y qué motivos tienes para dudarlo?

SYLOCK.

No, no: motivo ninguno: quiero decir que es buen pagador, pero tiene muy en peligro su caudal. Un barco para Trípoli, otro para las Indias. Ahora me acaban de decir en el puente de Rialto, que prepara un navío para Méjico y otro para Inglaterra. Así tiene sus negocios y capital esparcidos por el mundo. Pero, al fin, los barcos son tablas y los marineros hombres. Hay ratas de tierra y ratas de mar, ladrones y corsarios, y ademas vientos, olas y bajíos. Pero repito que es buen pagador. Tres mil ducados... creo que aceptaré la fianza.

BASANIO.

Puedes aceptarla con toda seguridad.

SYLOCK.

¿Por qué? Lo pensaré bien. ¿Podré hablar con él mismo?

BASANIO.

Vente á comer con nosotros.

SYLOCK.

No, para no llenarme de tocino. Nunca comeré en casa donde vuestro profeta, el Nazareno, haya introducido sus diabólicos sortilegios. Compraré vuestros géneros: me pasearé con vosotros; pero comer, beber y orar... ni por pienso. ¿Qué se dice en Rialto? ¿Quién es éste?

(Sale Antonio.)

BASANIO.

El señor Antonio.

SYLOCK.

(Aparte.) Tiene aire de publicano. Le aborrezco porque es cristiano, y ademas por el necio alarde que hace de prestar dinero sin interes, con lo cual está arruinando la usura en Venecia. Si alguna vez cae en mis manos, yo saciaré en él todos mis odios. Sé que es grande enemigo de nuestra santa nacion, y en las reuniones de los mercaderes me llena de insultos, llamando vil usura á mis honrados tratos. ¡Por vida de mi tribu, que no le he de perdonar!

BASANIO.

¿Oyes, Sylock?

SYLOCK.

Pensaba en el dinero que me queda, y ahora caigo en que no puedo reunir de pronto los tres mil ducados. Pero ¿qué importa? Ya me los prestará Túbal, un judío muy rico de mi tribu. ¿Y por cuántos meses quieres ese dinero? Dios te guarde, Antonio. Hablando de tí estábamos.

ANTONIO.

Aunque no soy usurero, y ni presto ni pido prestado, esta vez quebranto mi propósito, por servir á un amigo. Basanio, ¿has dicho á Sylock lo que necesitas?

SYLOCK.

Lo sé: tres mil ducados.

ANTONIO.

Por tres meses.

SYLOCK.

Ya no me acordaba. Es verdad... Por tres meses... Pero antes decias que no prestabas á usura ni pedias prestado.

ANTONIO.

Sí que lo dije.

SYLOCK.

Cuando Jacob apacentaba los rebaños de Laban... Ya sabes que Jacob, gracias á la astucia de su madre, fué el tercer poseedor despues de Abraham... Sí, el tercero.

ANTONIO.

¿Y Jacob prestaba dinero á usura?

SYLOCK.

No precisamente como nosotros, pero fíjate en lo que hizo. Pactó con Laban que le diese como salario todos los corderos manchados de vario color que nacieran en el hato. Llegó el otoño, y las ovejas fueron en busca de los corderos. Y cuando iban á ayuntarse los lanudos amantes, el astuto pastor puso unas varas delante de las ovejas, y al tiempo de la cria todos los corderos nacieron manchados, y fueron de Jacob. Este fué su lucro y usura, y por él le bendijo el cielo, que bendice siempre el lucro honesto, aunque maldiga el robo.

ANTONIO.

Eso fué un milagro que no dependia de su voluntad sino de la del cielo, y Jacob se expuso al riesgo. ¿Quieres con tan santo ejemplo canonizar tu abominable trato? ¿ó son ovejas y corderos tu plata y tu oro?

SYLOCK.

No sé, pero procrean como si lo fueran.

ANTONIO.

Atiende, Basanio. El mismo demonio, para disculpar sus maldades, cita ejemplos de la Escritura. El espíritu infame, que invoca el testimonio de las santas leyes, se parece á un malvado de apacible rostro ó á una hermosa fruta comida de gusanos.

SYLOCK.

Tres mil ducados... Cantidad alzada, y por tres meses... Suma la ganancia...

ANTONIO.

¿Admitís el trato: si ó no, Sylock?

SYLOCK.

Señor Antonio, innumerables veces me habeis reprendido en el puente de Rialto por mis préstamos y usuras, y siempre lo he llevado con paciencia, y he doblado la cabeza, porque ya se sabe que el sufrimiento es virtud de nuestro linaje. Me has llamado infiel y perro: y todo esto sólo por tu capricho, y porque saco el jugo á mi hacienda, como es mi derecho. Ahora me necesitas, y vienes diciendo: «Sylock, dame dineros.» Y esto me lo dice quien derramó su saliva en mi barba, quien me empujó con el pié como á un perro vagabundo que entra en casa extraña. ¿Y yo qué debia responderte ahora? «No: ¿un perro cómo ha de tener hacienda ni dinero? ¿Cómo ha de poder prestar tres mil ducados?» ó te diré en actitud humilde y con voz de siervo: «Señor, ayer te plugo escupirme al rostro: otro dia me diste un puntapié y me llamaste perro, y ahora, en pago de todas estas cortesías, te voy á prestar dinero.»

ANTONIO.

Volveré á insultarte, á odiarte y á escupirte á la cara. Y si me prestas ese dinero, no me lo prestes como amigo, que si lo fueras, no pedirias ruin usura por un metal estéril é infecundo. Préstalo, como quien presta á su enemigo, de quien puede vengarse á su sabor si falta al contrato.

SYLOCK.

¡Y qué enojado estais! ¿Y yo que queria granjear vuestra amistad, olvidando las afrentas de que me habeis colmado? Pienso prestaros mi dinero sin interes alguno. Ya veis que el ofrecimiento no puede ser más generoso.

ANTONIO.

Así parece.

SYLOCK.

Venid á casa de un escribano, donde firmaréis un recibo prometiendo que si para tal dia no habeis pagado, entregaréis en cambio una libra justa de vuestra carne, cortada por mí del sitio de vuestro cuerpo que mejor me pareciere.

ANTONIO.

Me agrada el trato: le firmaré, y diré que por fin he encontrado un judío generoso.

BASANIO.

No firmarás, en ventaja mia, esa escritura; prefiero no salir nunca de mi desesperacion.

ANTONIO.

No temas que llegue el caso de cumplir semejante escritura. Dentro de dos meses, uno antes de espirar el plazo, habré reunido diez veces más de esa suma.

SYLOCK.

¡Oh, padre Abraham! ¡Qué mala gente son los cristianos! Miden á todos los demas con la vara de su mala intencion. Decidme: si Antonio dejara de pagarme en el plazo convenido, ¿qué adelantaba yo con exigirle que cumpliera el contrato? Despues de todo, una libra de carne humana vale menos que una de buey, carnero ó cabra. Creedme, que si propongo tal condicion, es sólo por ganarme su voluntad. Si os agrada, bien: si no, no me maltrates, siquiera por la buena amistad que te muestro.

ANTONIO.

Cierro el trato y doy la fianza.

SYLOCK.

Pronto, á casa del notario. Dictad ese chistoso documento. Yo buscaré el dinero, pasaré por mi casa, que está mal guardada por un holgazán inútil, y en seguida soy con vosotros.

(Se va.)

ANTONIO.

Véte con Dios, buen judío. Este se va á volver cristiano. Me pasma su generosidad.

BASANIO.

Sospechosas se me antojan frases tan dulces en boca de semejante malvado.

ANTONIO.

No temas. El plazo es bastante largo, para que vuelvan mis navíos antes de cumplirse.

Ilustración de adorno

Ilustración de adorno

ACTO II.

Índice

ESCENA PRIMERA.

Sala en la quinta de Pórcia.

Salen el PRÍNCIPE DE MARRUECOS y su servidumbre: PÓRCIA, NERISSA y sus doncellas.

EL PRÍNCIPE.

N ilustrada

No os enoje, bella Pórcia, mi color moreno, hijo del sol ardiente bajo el cual nací. Pero venga el más rubio de los hijos del frio Norte, cuyo hielo no deshace el mismo Apolo: y ábranse juntamente, en presencia vuestra, las venas de uno y otro, á ver cuál de los dos tiene más roja la sangre. Señora, mi rostro ha atemorizado á los más valientes, y juro por el amor que os tengo que han suspirado por él las doncellas más hermosas de mi tierra. Sólo por complaceros, dulce señora mia, consintiera yo en mudar de semblante.

PÓRCIA.

No es sólo capricho femenil quien me aconseja y determina: mi eleccion no depende de mi albedrío. Pero si mi padre no me hubiera impuesto una condicion y un freno, mandándome que tomase por esposo á quien acertara el secreto que os dije, tened por seguro, ilustre príncipe, que os juzgaria tan digno de mi mano como á cualquier otro de los que la pretenden.

Ilustración

EL PRÍNCIPE.

Mucho os lo agradece mi corazon. Mostradme las cajas: probemos el dudoso empeño. ¡Juro, señora, por mi alfanje, matador del gran Sofí y del príncipe de Persia, y vencedor en tres batallas campales de todo el poder del gran Soliman de Turquía, que con el relámpago de mis ojos haré bajar la vista al hombre más esforzado, desafiaré á mortífera lid al de más aliento, arrancaré á la osa ó á la leona sus cachorros, sólo por lograr vuestro amor! Pero ¡ay! si el volver de los dados hubiera de decidir la rivalidad entre Alcides y Licas, quizá el fallo de la voluble diosa seria favorable al de menos valer, y Alcides quedaria siervo del débil garzon. Por eso es fácil que, entregada mi suerte á la fortuna, venga yo á perder el premio, y lo alcance otro rival que lo merezca mucho menos.

PÓRCIA.

Necesario es sujetarse á la decision de la suerte. O renunciad á entrar en la prueba, ó jurad antes que no dareis la mano á otra mujer alguna si no salis airoso del certámen.

EL PRÍNCIPE.

Lo juro. Probemos la ventura.

PÓRCIA.

Ahora á la iglesia, y luego al festin. Despues entrareis en la dudosa cueva. Vamos.

EL PRÍNCIPE.

¿Qué me dará la fortuna: eterna felicidad ó triste muerte?

ESCENA II.

Una calle de Venecia.

Sale LANZAROTE GOBBO.

LANZAROTE.

¿Por qué ha de remorderme la conciencia cuando escapo de casa de mi amo el judío? Viene detras de mí el diablo gritándome: «Gobbo, Lanzarote Gobbo, buen Lanzarote, ó buen Lanzarote Gobbo, huye, corre á toda prisa.» Pero la conciencia me responde: «No, buen Lanzarote, Lanzarote Gobbo, ó buen Lanzarote Gobbo, no huyas, no corras, no te escapes;» y prosigue el demonio con más fuerza: «Huye, corre, aguija, ten ánimo, no te detengas.» Y mi conciencia echa un nudo á mi corazon, y con prudencia me replica: «Buen Lanzarote, amigo mio, eres hijo de un hombre de bien...» ó más bien, de una mujer de bien, porque mi padre fué algo inclinado á lo ajeno. É insiste la conciencia: «Detente, Lanzarote.» Y el demonio me repite: «Escapa.» La conciencia: «No lo hagas.» Y yo respondo: «Conciencia, ¡son buenos tus consejos!... Diablo, tambien los tuyos lo son.» Si yo hiciera caso de la conciencia, me quedaria con mi amo el judío, que es, despues de todo, un demonio. ¿Qué gano en tomar por señor á un diablo en vez de otro? Mala debe de ser mi conciencia, pues me dice que guarde fidelidad al judío. Mejor me parece el consejo del demonio. Ya te obedezco y echo á correr.

(Sale el viejo Gobbo.)

GOBBO.

Decidme, caballero: ¿por dónde voy bien á casa del judío?

LANZAROTE.

Es mi padre en persona; pero como es corto de vista más que un topo, no me distingue. Voy á darle una broma.

GOBBO.

Decidme, jóven, ¿dónde es la casa del judío?

LANZAROTE.

Torced primero á la derecha: luego á la izquierda: tomad la callejuela siguiente, dad la vuelta, y luego torciendo el camino, topareis la casa del judío.

GOBBO.

Á fe mia, que son buenas señas. Difícil ha de ser atinar con el camino. ¿Y sabeis si vive todavía con él un tal Lanzarote?

Ilustración

LANZAROTE.

Ah sí, Lanzarote, ¿un caballero jóven? ¿Hablais de ese?

GOBBO.

Aquel de quien yo hablo no es caballero, sino hijo de humilde padre, pobre aunque muy honrado, y con buena salud á Dios gracias.

LANZAROTE.

Su padre será lo que quiera, pero ahora tratamos del caballero Lanzarote.

GOBBO.

No es caballero, sino muy servidor vuestro, y yo tambien.

LANZAROTE.

Ergo, oidme por Dios, venerable anciano.... ergo hablais del jóven Lanzarote.

GOBBO.

De Lanzarote sin caballero, por más que os empeñeis, señor.

LANZAROTE.

Pues sí, del caballero Lanzarote. Ahora bien, no pregunteis por ese jóven caballero, porque en realidad de verdad, el hado, la fortuna ó las tres inexorables Parcas le han quitado de en medio, ó dicho en términos más vulgares, ha muerto.

GOBBO.

¡Dios mio! ¡Qué horror! Ese niño que era la esperanza y el consuelo de mi vejez.

LANZAROTE.

¿Acaso tendré yo cara de báculo, arrimo ó cayado? ¿No me conoces, padre?

GOBBO.

¡Ay de mí! ¿qué he de conoceros, señor mio? Pero decidme con verdad qué es de mi hijo, si vive ó ha muerto.

LANZAROTE.

Padre, ¿pero no me conoces?

GOBBO.

No, caballero; soy corto de vista: perdonad.

LANZAROTE.

Y aunque tuvieras buena vista, trabajo te habia de costar conocerme, que nada hay más difícil para un padre que conocer á su verdadero hijo. Pero en fin, yo os daré noticias del pobre viejo. (Se pone de rodillas.) Dame tu bendicion: siempre acaba por descubrirse la verdad.

GOBBO.

Levantaos, caballero. ¿Qué teneis que ver con mi hijo Lanzarote?

LANZAROTE.

No más simplezas: dame tu bendicion. Soy Lanzarote, tu hijo, un pedazo de tus entrañas.

GOBBO.

No creo que seas mi hijo.

LANZAROTE.

Eso vos lo sabeis, aunque no sé qué pensar; pero en fin, conste que soy Lanzarote, criado del judío, y que mi madre se llama Margarita, y es tu mujer.

GOBBO.

Tienes razon: Margarita se llama. Luego, si eres Lanzarote, estoy seguro de que eres mi hijo. ¡Pero qué barbas, más crecidas que las cerdas de la cola de mi rocin! ¡Y qué semblante tan diferente tienes! ¿Qué tal lo pasas con tu amo? Llevo por él un regalo.

LANZAROTE.

No está mal. Pero yo no pararé de correr hasta verme en salvo. No hay judío más judío que mi amo. Una cuerda para ahorcarle, y ni un regalo merece. Me mata de hambre. Dame ese regalo, y se lo llevaré al señor Basanio. ¡Ese sí que da flamantes y lucidas libreas! Si no me admite de criado suyo, seguiré corriendo hasta el fin de la tierra. Pero ¡felicidad nunca soñada! aquí está el mismísimo Basanio. Con él me voy, que antes de volver á servir al judío, me haria judío yo mismo.

(Salen Basanio, Leonardo y otros.)

BASANIO.

Haced lo que tengais que hacer, pero apresuraos: la cena para las cinco. Llevad á su destino estas cartas, apercibid las libreas. A Graciano, que vaya luego á verme á mi casa.

(Se va un criado.)

LANZAROTE.

Padre, acerquémonos á él.

GOBBO.

Buenas tardes, señor.

BASANIO.

Buenas. ¿Qué se os ofrece?

GOBBO.

Señor, os presento á mi hijo, un pobre muchacho.

LANZAROTE.

Nada de eso, señor: no es un pobre muchacho, sino criado de un judío opulentísimo, y ya os explicará mi padre cuáles son mis deseos.

GOBBO.

Tiene un empeño loco en serviros.

LANZAROTE.

Dos palabras: sirvo al judío.... y yo quisiera.... mi padre os lo explicará.

GOBBO.

Su amo y él (perdonad, señor, si os molesto) no se llevan muy bien que digamos.

LANZAROTE.

Lo cierto es que el judío me ha tratado bastante mal, y esto me ha obligado... pero mi padre que es un viejo prudente y honrado, os lo dirá.

GOBBO.

En esta cestilla hay un par de pichones, que quisiera regalar á vuestra señoría. Y pretendo...

LANZAROTE.

Dos palabras: lo que va á decir es impertinente al asunto.... El, al fin, es un pobre hombre, aunque sea mi padre.

BASANIO.

Hable uno solo, y entendámonos. ¿Qué quereis?

LANZAROTE.

Serviros, caballero.

GOBBO.

Ahí está, señor, todo el intríngulis del negocio.

BASANIO.

Ya te conozco, y te admito á mi servicio. Tu amo Sylock te recomendó á mi hace poco, y no tengas esto por favor, que nada ganas en pasar de la casa de un hebreo opulentísimo á la de un arruinado caballero.

LANZAROTE.

Bien dice el refran: mi amo tiene la hacienda, pero vuestra señoría la gracia de Dios.

BASANIO.

No has hablado mal. Véte con tu padre: dí adios á Sylock, pregunta las señas de mi casa. (Á los criados.) Ponedle una librea algo mejor que las otras. Pronto.

LANZAROTE.

Vámonos, padre. ¿Y dirán que no sé abrirme camino, y que no tengo lindo entendimiento? ¿Á qué no hay otro en toda Italia que tenga en la palma de la mano rayas tan seguras y de buen agüero como estas? (Mirándose las manos.) ¡Pues no son pocas las mujeres que me están reservadas! Quince nada menos: once viudas y nueve doncellas... bastante para un hombre solo. Y ademas sé que he de estar tres veces en peligros de ahogarme y que he de salir bien las tres, y que estaré á punto de romperme la cabeza contra una cama. ¡Pues no es poca fortuna! Dicen que es diosa muy inconsecuente, pero lo que es conmigo, bien amiga se muestra.

(Vanse Lanzarote y Gobbo.)

BASANIO.

No olvides mis encargos, Leonardo amigo. Compra todo lo que te encargué, ponlo como te dije, y vuelve en seguida para asistir al banquete con que esta noche obsequio á mis íntimos. Adios, no tardes.

LEONARDO.

No tardaré.

(Sale Graciano.)

GRACIANO.

¿Dónde está tu amo?

LEONARDO.

Allí está patente.

GRACIANO.

¡Señor Basanio!

BASANIO.

¿Qué me quereis, Graciano?

GRACIANO.

Tengo que dirigiros un ruego.

BASANIO.

Tenle por bien acogido.

GRACIANO.

Permíteme acompañarte á Belmonte.

BASANIO.

Vente, si es forzoso y te empeñas. Pero á la verdad, tú, Graciano, eres caprichoso, mordaz y libre en tus palabras: defectos que no lo son á los ojos de tus amigos, y que están en tu modo de ser, pero que ofenden mucho á los extraños, porque no conocen tu buena índole. Echa una pequeña dósis de cordura en tu buen humor: no sea que parezca mal en Belmonte, y vayas á comprometerme y á echar por tierra mi esperanza.

GRACIANO.

Basanio, oye: si no tengo prudencia, si no hablo con recato, limitándome á maldecir alguna que otra vez aparte; si no llevo, con aire mojigato, un libro de devocion en la mano ó el bolsillo: si al dar gracias despues de comer, no me echo el sombrero sobre los ojos, y digo con voz sumisa: «amen»: si no cumplo, en fin, todas las reglas de urbanidad, como quien aprende un papel para dar gusto á su abuela, consentiré en perder tu aprecio y tu cariño.

BASANIO.

Allá veremos.

GRACIANO.

Pero no te fies de lo que haga esta noche, porque es un caso excepcional.

BASANIO.

Nada de eso: haz lo que quieras. Al contrario, esta noche conviene que alardees de ingenio más que nunca, porque mis comensales serán alegres y regocijados. Adios: mis ocupaciones me llaman á otra parte.

GRACIANO.

Voy á buscar á Lorenzo y á los otros amigos. Nos veremos en la cena.

ESCENA III.

Habitacion en casa de Sylock.

JÉSSICA y LANZAROTE.

JÉSSICA.

¡Lástima que te vayas de esta casa, que sin tí es un infierno! Tú, á lo menos, con tu diabólica travesura la animabas algo. Toma un ducado. Procura ver pronto á Lorenzo. Te será fácil, porque esta noche come con tu amo. Entrégale esta carta con todo secreto. Adios. No quiero que mi padre nos vea.

LANZAROTE.

¡Adios! Mi lengua calla, pero hablan mis lágrimas. Adios, hermosa judía, dulcísima gentil. Mucho me temo que algun buen cristiano venga á perder su alma por tí. Adios. Mi ánimo flaquea. No quiero detenerme más, adios.

JÉSSICA.

Con bien vayas, amigo Lanzarote.

(Se va Lanzarote.)

¡Pobre de mí! ¿qué crímen habré cometido? Me avergüenzo de tener tal padre, y eso que sólo soy suya por la sangre, no por la fe ni por las costumbres. Adios, Lorenzo, guárdame fidelidad, cumple lo que prometiste, y te juro que seré cristiana y amante esposa tuya.

ESCENA IV.

Una calle de Venecia.

GRACIANO, LORENZO, SALARINO y SALANIO.

LORENZO.

Dejaremos el banquete sin ser notados: nos disfrazaremos en mi casa, volveremos dentro de una hora.

GRACIANO.

Mal lo hemos arreglado.

SALARINO.

Todavía no tenemos preparadas las hachas.

SALANIO.

Para no hacerlo bien, vale más no intentarlo.

LORENZO.

No son más que las tres. Hasta las seis sobra tiempo para todo.

(Sale Lanzarote.)

¿Qué noticias traes, Lanzarote?

LANZAROTE.

Si abris esta carta, ella misma os lo dirá.

LORENZO.

Bien conozco la letra, y la mano más blanca que el papel en que ha escrito mi ventura.

GRACIANO.

Será carta de amores.

LANZAROTE.

Me iré, con vuestro permiso.

LORENZO.

¿Á dónde vas?

LANZAROTE.

Á convidar al judío, mi antiguo amo, á que cene esta noche con mi nuevo amo, el cristiano.

LORENZO.

Aguarda. Toma. Dí á Jéssica muy en secreto, que no faltaré.

(Se va Lanzarote.)

Amigos, ha llegado la hora de disfrazarnos para esta noche. Por mi parte, ya tengo paje de antorcha.

SALARINO.

Yo buscaré el mio.

SALANIO.

Y yo.

LORENZO.

Nos reuniremos en casa de Graciano dentro de una hora.

SALARINO.

Allá iremos.

(Vanse Salarino y Salanio.)

GRACIANO.

Dime por favor. ¿Esa carta no es de la hermosa judía?

LORENZO.

Tengo forzosamente que confesarte mi secreto. Suya es la carta, y en ella me dice que está dispuesta á huir conmigo de casa de su padre, disfrazada de paje. Me dice tambien la cantidad de oro y joyas que tiene. Si ese judío llega á salvarse, será por la virtud de su hermosa hija, tan hermosa como desgraciada por tener de padre á tan vil hebreo. Ven, y te leeré la carta de la bella judía. Ella será mi paje de hacha.

ESCENA V.

Calle donde vive Sylock.

Salen SYLOCK y LANZAROTE.

SYLOCK.

Ya verás, ya, la diferencia que hay de ese Basanio al judío.—Sal, Jéssica.—Por cierto que en su casa no devorarás como en la mia, porque tiene poco.—Sal, hija.—Ni te estarás todo el dia durmiendo, ni tendrás cada mes un vestido nuevo.—Jéssica, ven, ¿cómo te lo he de decir?

LANZAROTE.

Sal, señora Jéssica.

SYLOCK.

¿Quién te manda llamar?

LANZAROTE.

Siempre me habiais reñido, por no hacer yo las cosas hasta que me las mandaban.

(Sale Jéssica.)

JÉSSICA.

Padre, ¿me llamabais? ¿qué me quereis?

SYLOCK.

Hija, estoy convidado á comer fuera de casa. Aquí tienes las llaves. Pero ¿por qué iré á ese convite? Cierto que no me convidan por amor. Será por adulacion. Pero no importa, iré, aunque sólo sea por aborrecimiento á los cristianos, y comeré á su costa. Hija, ten cuidado con la casa. Estoy muy inquieto. Algun daño me amenaza. Anoche soñé con bolsas de oro.

LANZAROTE.

No falteis, señor. Mi amo os espera.

SYLOCK.

Y yo tambien á él.

LANZAROTE.

Y tienen un plan. No os diré con seguridad que vereis una funcion de máscaras, pero puede que la veais.

Ilustración

Ampliar Sylock y su hija.

SYLOCK.

¿Funcion de máscaras? Oye, Jéssica. Echa la llave á todas las puertas, y si oyes ruido de tambores ó de clarines, no te pongas á la ventana, ni saques la cabeza á la calle, para ver esas profanidades de los cristianos que se untan los rostros de mil maneras. Tapa, en seguida, todos los oidos de mi casa: quiero decir, las ventanas, para que no penetre aquí ni áun el ruido de semejante bacanal. Te juro por el cayado de Jacob, que no tengo ninguna gana de bullicios. Iré, con todo eso, al convite. Tú delante para anunciarme.

LANZAROTE.

Así lo haré. (Aparte á Jéssica.) Dulce señora mia, no dejes de asomarte á la ventana, pues pasará un cristiano que bien te merece.

SYLOCK.

¿Qué dirá entre dientes ese malvado descendiente de Agar?

JÉSSICA.

No dijo más que adios.

SYLOCK.

En el fondo no es malo, pero es perezoso y comilon, y duerme de dia más que un gato montes. No quiero zánganos en mi colmena. Por eso me alegro de que se vaya, y busque otro amo, á quien ayude á gastar en pocos dias su improvisada fortuna. Vé dentro, hija mia. Quizá pueda yo volver pronto. No olvides lo que te he mandado. Cierra puertas y ventanas, que nunca está más segura la joya que cuando bien se guarda: máxima que no debe olvidar ningun hombre honrado.

(Vase.)

JÉSSICA.

Mala ha de ser del todo mi fortuna para que pronto no nos encontremos yo sin padre y tú sin hija.

(Se va.)

ESCENA VI.

GRACIANO y SALARINO, de máscara.

GRACIANO.

Á la sombra de esta pared nos ha de encontrar Lorenzo.

SALARINO.

Ya es la hora de la cita. Mucho me admira que tarde.

GRACIANO.

Sí, porque el alma enamorada cuenta las horas con más presteza que el reloj.

SALARINO.

Las palomas de Vénus vuelan con ligereza diez veces mayor cuando van á jurar un nuevo amor, que cuando acuden á mantener la fe jurada.

GRACIANO.

Necesario es que así suceda. Nadie se levanta de la mesa del festin con el mismo apetito que cuando se sentó á ella. ¿Qué caballo muestra al fin de la rápida carrera el mismo vigor que al principio? Así son todas las cosas. Más placer se encuentra en el primer instante de la dicha que despues. La nave es en todo semejante al hijo pródigo. Sale altanera del puerto nativo, coronada de alegres banderolas, acariciada por los vientos, y luego torna con el casco roto y las velas hechas pedazos, empobrecida y arruinada por el vendaval.

(Sale Lorenzo.)

SALARINO.

Dejemos esta conversacion. Aquí viene Lorenzo.

LORENZO.

Amigos: perdon, si os he hecho esperar tanto. No me echeis la culpa: echádsela á mis bodas. Cuando para lograr esposa, tengais que hacer el papel de ladrones, yo os prometo igual ayuda. Venid: aquí vive mi suegro Sylock. (Llama.)

(Jéssica disfrazada de paje se asoma á la ventana.)

JÉSSICA.

Para mayor seguridad decidme quién sois, aunque me parece que conozco esa voz.

LORENZO.

Amor mio, soy Lorenzo, y tu fiel amante.

JÉSSICA.

El corazon me dice que eres mi amante Lorenzo. Dime, Lorenzo, ¿y hay alguno, fuera de tí, que sospeche nuestros amores?

LORENZO.

Testigos son el cielo y tu mismo amor.

JÉSSICA.

Pues mira: toma esta caja, que es preciosa. Bendito sea el oscuro velo de la noche que no te permite verme, porque tengo vergüenza del disfraz con que oculto mi sexo. Pero al amor le pintan ciego, y por eso los amantes no ven las mil locuras á que se arrojan. Si no, el Amor mismo se avergonzaria de verme trocada de tierna doncella en arriscado paje.

LORENZO.

Baja: tienes que ser mi paje de antorcha.

JÉSSICA.

¿Y he de descubrir yo misma, por mi mano, mi propia liviandad y ligereza, precisamente cuando me importa más ocultarme?

LORENZO.

Bien oculta estarás bajo el disfraz de gallardo paje. Ven pronto, la noche vuela, y nos espera Basanio en su mesa.

JÉSSICA.

Cerraré las puertas y recogeré más oro. Pronto estaré contigo.

(Vase.)

GRACIANO.

¡Á fe mia que es gentil, y no judía!

LORENZO.

¡Maldito sea yo si no la amo! Porque mucho me equivoco, ó es discreta, y ademas es bella, que en esto no me engañan los ojos, y es fiel y me ha dado mil pruebas de constancia. La amaré eternamente por hermosa, discreta y fiel.

(Sale Jéssica.)

Al fin viniste. En marcha, compañeros. Ya nos esperan nuestros amigos.

(Vanse todos menos Graciano.)
(Sale Antonio.)

ANTONIO.

¿Quién?

GRACIANO.

¡Señor Antonio!

ANTONIO.

¿Solo estais, Graciano? ¿y los demas? Ya han dado las nueve, y todo el mundo espera. No habrá máscaras esta noche. El viento se ha levantado ya, y puede embarcarse Basanio. Más de veinte recados os he enviado.

GRACIANO.

¿Qué me decis? ¡Oh felicidad! ¡Buen viento! Ya siento ganas de verme embarcado.

ESCENA VII.

Quinta de Pórcia en Belmonte.

PÓRCIA y el PRÍNCIPE DE MARRUECOS.

PÓRCIA.

Descorred las cortinas, y enseñad al príncipe los cofres; él elegirá.

EL PRÍNCIPE.

El primero es de oro, y en él hay estas palabras: «Quien me elija, ganará lo que muchos desean.» El segundo es de plata, y en él se lee: «Quien me elija, cumplirá sus anhelos.» El tercero es de vil plomo, y en él hay esta sentencia tan dura como el metal: «Quien me elija, tendrá que arriesgarlo todo.» ¿Cómo haré para no equivocarme en la eleccion?

PÓRCIA.

En uno de los cofres está mi retrato. Si le encontrais, soy vuestra.

EL PRÍNCIPE.