Eça de Queirós

El Mandarín

Publicado por Good Press, 2022
goodpress@okpublishing.info
EAN 4057664153739

Índice


PROLOGO
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
FIN
Páginas Selectas de Eça de Queiroz
(Del Epistolario de Fradique Mendes)
A CLARA....
(Trad.)
A MADAME DE JOUARRE
(Trad.)

PROLOGO

Índice

Amigo 1.º (Bebiendo coñac y soda, bajo los árboles de una terraza, a orillas del agua.)

Camarada; durante estos calores que embotan la imaginación, descansemos del áspero estudio de las Realidades humanas.... Partamos hacia los campos del Ensueño, a vagar por esas azuladas colinas donde se levanta la torre abandonada de lo Sobrenatural y frescos musgos cubren amorosamente las ruinas del Idealismo.... Fantaseemos....

Amigo 2.º Más sobriamente, camarada, más sobriamente... y como en las sabias y amables Alegorías del Renacimiento, mezclando siempre una moralidad discreta....

(Comedia inédita)


barra

I

Índice

Me llamo Teodoro, y fuí amanuense en el Ministerio de la Gobernación.

En aquel tiempo vivía yo en la travesía de la Concepción, número 106, en la casa de huéspedes de doña Augusta, la espléndida doña Augusta, viuda del comandante Marques. Tenía dos compañeros: Cabritilla, empleado en la administración del barrio central, tieso, y amarillo como una vela de entierro y el petulante teniente Conceiro, hábil tocador de viola francesa.

Mi existencia se deslizaba equilibrada y tranquila. Toda la semana sentado ante el pupitre de mi negociado, trazaba en una hermosa letra cursiva, sobre el papel de oficio del Estado, estas frases hechas: «Ilmo. y Excmo. Sr.: Tengo la honra de comunicar a V.E.... Tengo el honor de poner en conocimiento de V.I. etc., etc.»

Los domingos descansaba. Instalado entonces en el canapé del comedor, la pipa entre los dientes, admiraba a doña Augusta, que, los días de fiesta, solía limpiar con clara de huevo la caspa al teniente Conceiro. Esta hora, sobre todo en verano, era deliciosa. Por las ventanas entreabiertas penetraba el vaho cálido y soñoliento de la solanera, algún lejano repique de las campanas de la Concepción Nueva, y el arrullo de las tórtolas que se enamoran en las barandas.

El monótono susurro de las moscas se balanceaba sobre el viejo tul, antiguo velo nupcial de la señora de Marques, que cubría ahora, en el aparador, los platos de cerezas. Poco a poco, el teniente, envuelto en un paño de afeitar, como un ídolo en su manto, adormecíase, bajo la fricción suave de las cariñosas manos de doña Augusta.... Yo, entonces, enternecido, decía a la amable señora:

—¡Ay, doña Augusta, es usted un ángel!

Ella, siempre me llamaba «el encanijado». Yo sonreía sin escandalizarme. «El encanijado» era efectivamente el nombre que me daban en casa, por ser delgado, entrar en todas partes con el pie derecho, asustarme de los ratones, tener en la cabecera de mi cama una estampa de Nuestra Señora de los Dolores, que perteneció a mi madre, y andar un tanto corcovado. Sí, era desgraciadamente corcovado, por lo mucho que doblé el espinazo, retrocediendo asustado delante de los señores profesores, o inclinando la frente ante jefes y directores generales. Esta actitud de respeto es conveniente al covachuelista, mantiene la disciplina en un Estado bien organizado, y me garantizaba el descanso de los domingos y días festivos, el uso de alguna ropa blanca y veinticinco duros al mes.

No puedo negar, a pesar de todo, que yo no tuviese ambiciones, como lo reconocían sagazmente la viuda de Marques y el pedante de Conceiro. No agitaba mi pecho el apetito heróico de dirigir, desde lo alto de un trono, vastos rebaños humanos; pero sí me abrasaba el deseo de poder comer en el Hotel Central, con champagne, apretar la mano de mimosas vizcondesas, y, por lo menos, dos veces a la semana, dormir, en un éxtasis mudo, sobre el fresco seno de Venus. ¡Oh, elegantes que os dirigíais vivamente a San Carlos abrigados en costosos paletots, luciendo la blanca corbata de «soirée!» ¡Oh, carruajes llenos de mujeres vestidas a la andaluza, rodando gallardamente hacia los toros, cuántas veces me hicísteis suspirar! Porque la certidumbre de mis veinticinco duros mensuales y mi gesto encogido de encanijado, me excluían para siempre de aquellas alegrías sociales, y venía entonces a herir mi pecho, como flecha que se clava en un tronco y queda mucho tiempo vibrando.

Aun así, yo nunca llegué a considerarme un paria. La vida humilde tiene sus dulzuras: es grato, en una mañana de sol alegre, con la servilleta al cuello, delante de un bistek con patatas, desdoblar el «Diario de las Noticias;» durante las tardes de verano, en los bancos gratuitos del paseo, se gozan suavidades de idilio; y es sabroso, de noche, en Martiño, mientras se toma a sorbos el café, oir a los charlatanes injuriar a la patria.

Además, nunca fuí excesivamente desgraciado, porque no tengo imaginación; no me consumía rodando en torno de paraísos ficticios, nacidos de mi propia alma deseosa, como las nubes de la evaporación de un lago; no suspiraba mirando las lúcidas estrellas, por un amor espiritual a lo Romero o por una gloria humana a lo Camoens.

Soy muy positivista. Sólo aspiraba a lo racional, a lo tangible, a lo que era alcanzado por otros en mi barrio, a lo que es accesible a un bachiller. Y me iba resignando como quien ante una «table d' hôtel» mastica la corteza de pan seco en espera del rico plato de la «Charlotte russe». Las felicidades habían de llegar; y, para apresarlas, yo hacía todo lo que me era posible como portugués y como constitucional; se las pedía todas las noches a Nuestra Señora de los Dolores y compraba décimos de la lotería.

Entretanto procuraba distraerme. Y como las circunvoluciones de mi cerebro no me habilitaban para componer odas a la manera de tantos otros que, a mi lado, se desquitaban así del tedio que la profesión les producía; como mi escaso sueldo, apenas suficiente para pagar la casa y el tabaco, no me permitía ningún vicio, había tomado el hábito discreto de comprar en la feria de Sadra libros antiguos desencuadernados, y por la noche, en mi cuarto, me entretenía con esas curiosas lecturas. Eran, siempre, obras de títulos sugestivos: «Galera de la inocencia», «Espejo milagroso», «Tristeza de los desheredados....» ¡El tipo venerable, el papel amarillento, la grave encuadernación frailuna, la cintita verde marcando la página, todo esto me encantaba! Después, aquellos relatos ingenuos en letra gorda inundaban de paz todo mi sér, produciéndome una sensación comparable a la calma penetrante de una vieja cerca de un monasterio, en la quebradura de un valle, a la hora del crepúsculo, oyendo correr el agua muy triste....

Una noche, hace años, empecé a leer en uno de esos vetustos infolios, un capítulo titulado «Brecha de las almas;» e iba cayendo en una soñolencia grata, cuando este período singular se destacó del tono neutro y apagado de la página, como el relieve de una medalla de oro nuevo brillando sobre un tapete obscuro: copio textualmente:

«En el fondo de la China existe un Mandarín más rico que todos los reyes de que nos habla la Fábula o la Historia. De él nada conoces, ni el nombre, ni el semblante, ni la seda de que se viste. Para que tú heredes sus bienes inenarrables, basta con que toques esa campanilla, puesta a tu lado, sobre un libro. El exhalará entonces un suspiro, en los lejanos confines de la Mongolia. Será un cadáver: y tú verás a tus pies más oro del que puede soñar la ambición de un avaro. Tú, que me lees y eres hombre mortal, ¿tocarás la campanilla?»

Permanecí asombrado ante la página abierta: aquella interrogación «hombre mortal, ¿tocarás tú la campanilla?» aunque me parecía burlona y picaresca, me turbaba prodigiosamente. Quise leer más; pero las líneas huían ondulando como sierpes asustadas, y en el vacío que dejaban, de una lividez de pergamino, volvía a brillar la interpelación extraña: «¿Tocarás tú la campanilla?»

Si el volumen hubiese sido de una moderna edición Michel Levy, de cubierta amarilla, yo, que no me hallaba perdido en la floresta de una balada alemana, y podía ver desde mi cuarto blanquear a la luz del gas el correaje de la patrulla, hubiera cerrado el libro, disipando así la nerviosa alucinación. Mas aquel sombrío infolio parecía exhalar magia; cada letra afectaba la inquietante configuración de esos signos de la vieja Kábala, que encierran un atributo fatídico; las comas tenían el retorcido petulante de rabos de diablillos, entrevistos a la luz blanca de la luna; en el punto de interrogación final veía el pavoroso gancho con que el Tentador caza las almas que adormecieron, sin refugiarse en la inviolable ciudadela de la Oración.

Una influencia sobrenatural se apoderó de mí, arrebatándome fuera de la realidad y del raciocinio; y en mi espíritu se fueron formando dos visiones: de un lado un Mandarín decrépito, muriendo sin dolor, lejos, en un kiosco chino, al «tilín-tín» de mi campanilla; ¡y de otro toda una montaña de oro brillando a mis pies! Esto era tan claro que hasta veía los ojos oblícuos del viejo empañarse, como cubiertos de una ténue capa de polvo; y sentía el sonido metálico del dinero rodando a mis plantas. Inmóvil, horrorizado, clavaba ardientemente los ojos en la campanilla, puesta delante de mí, sobre un diccionario francés, la campanilla prevista, citada en el magnífico infolio.

Fué entonces cuando, del otro lado de la mesa, una voz insinuante y cristalina, me dijo misteriosamente:

—Vamos, Teodoro, amigo mío, sé fuerte, extiende la mano y toca la campanilla.

La pantalla verde de la vela esparcía una penumbra en derredor. Me levanté temblando. Y vi, pacíficamente sentado a mi lado, un individuo corpulento, todo vestido de luto, con sombrero de copa, las manos enguantadas de negro, apoyadas en el puño de un paraguas. No tenía nada de fantástico. Parecía tan corriente, como si viviese del mísero sueldo de un empleo... su originalidad estaba en su rostro, sin barba, de líneas fuertes y duras, la nariz brusca, presentaba la expresión rapaz y amenazadora de un pico de águila: el corte firme y acentuado de sus labios daba a su boca una expresión maligna; los ojos, al fijarse, semejaban los encendidos fulgores de un disparo, salido súbitamente de entre las zarzas tenebrosas del entrecejo fruncido; era lívido, mas, por su piel, corrían a veces radiaciones sanguíneas, como en un viejo mármol fenicio.

De pronto me asaltó la idea de que mi visitante fuese el demonio en persona, pero luego, mi raciocinio se sublevó resueltamente contra esta suposición. Yo nunca creí en el diablo, como nunca tuve fe en Dios. Jamás lo dije en voz alta ni lo escribí en los periódicos para no descontentar a los Poderes públicos encargados de mantener el respeto hacia tales entidades: mas yo nunca creí que existiesen estos dos personajes, viejos como la substancia, rivales bonachones, que se pasan la vida haciéndose mútuas y amables perrerías, uno de barbas nevadas y túnica azul, vestido como el antiguo Zoroastro y habitando las alturas luminosas, en medio de una corte más complicada que la de Luis XIV; y el otro malhumorado y mañoso, ornado de cuernos, viviendo entre las llamas, imitación ridícula y burguesa del pintoresco Plutón. ¡No, no creo! Cielo e infierno son concepciones sociales para uso de la plebe, y yo pertenezco a la clase media. Rezo, es verdad, a Nuestra Señora de los Dolores, porque, así como pedí una recomendación para licenciarme; así como, para obtener mis veinticinco duros, imploré la benevolencia del diputado; igualmente, para sustraerme de la tisis, de las anginas, de la navaja del chulo, de la cáscara de naranja escurridiza donde puede uno resbalar y romperse una pierna y de otros accidentes, necesito tener una protección sobrehumana. El hombre prudente debe ir haciendo una serie de sabias adulaciones desde la Universidad hasta el paraíso. Con un compadre en el barrio, y una comadre mística en las alturas, el porvenir del licenciado está seguro.

Por eso, libre de torpes supersticiones, dije familiarmente al individuo vestido de negro:

—¿Realmente me aconsejas que toque la campanilla?

El desconocido se levantó un poco el sombrero, descubriendo la frente estrecha y respondió, palabra por palabra: