Fernán Caballero

La gaviota

Publicado por Good Press, 2022
goodpress@okpublishing.info
EAN 4057664191328

Índice


Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XIII
Capítulo XIV
Capítulo XV
Capítulo XVI
Capítulo XVII
Capítulo XVIII
Capítulo XIX
Capítulo XX
Capítulo XXI
Capítulo XXII
Capítulo XXIII
Capítulo XXIV
Capítulo XXV
Capítulo XXVI
Capítulo XXVII
Capítulo XXVIII
Capítulo XXIX
Capítulo XXX
Capítulo XXXI
NOTAS

Capítulo I

Índice

Hay en este ligero cuadro lo que más debe
gustar generalmente: novedad y naturalidad.

G. de Molène

Es innegable que las cosas sencillas son
las que más conmueven los corazones
profundos y los grandes entendimientos.

Alejandro Dumas

En noviembre del año de 1836, el paquebote de vapor Royal Sovereign se alejaba de las costas nebulosas de Falmouth, azotando las olas con sus brazos, y desplegando sus velas pardas y húmedas en la neblina, aún más parda y más húmeda que ellas.

El interior del buque presentaba el triste espectáculo del principio de un viaje marítimo. Los pasajeros amontonados luchaban con las fatigas del mareo. Veíanse mujeres en extrañas actitudes, desordenados los cabellos, ajados los camisolines, chafados los sombreros. Los hombres, pálidos y de mal humor; los niños, abandonados y llorosos; los criados, atravesando con angulosos pasos la cámara, para llevar a los pacientes té, café y otros remedios imaginarios, mientras que el buque, rey y señor de las aguas, sin cuidarse de los males que ocasionaba, luchaba a brazo partido con las olas, dominándolas cuando le oponían resistencia, y persiguiéndolas de cerca cuando cedían.

Paseábanse sobre cubierta los hombres que se habían preservado del azote común, por una complexión especial, o por la costumbre de viajar. Entre ellos se hallaba el gobernador de una colonia inglesa, buen mozo y de alta estatura, acompañado de dos ayudantes. Algunos otros estaban envueltos en sus mackintosh, metidas las manos en los bolsillos, los rostros encendidos, azulados o muy pálidos, y generalmente desconcertados. En fin, aquel hermoso bajel parecía haberse convertido en el alcázar de la displicencia.

Entre todos los pasajeros se distinguía un joven como de veinticuatro años, cuyo noble y sencillo continente, y cuyo rostro hermoso y apacible no daban señales de la más pequeña alteración. Era alto y de gentil talante; y en la apostura de su cabeza reinaban una gracia y una dignidad admirables. Sus cabellos negros y rizados adornaban su frente blanca y majestuosa: las miradas de sus grandes y negros ojos eran plácidas y penetrantes a la vez. En sus labios sombreados por un ligero bigote negro, se notaba una blanda sonrisa, indicio de capacidad y agudeza, y en toda su persona, en su modo de andar y en sus gestos, se traslucía la elevación de su clase y la del alma, sin el menor síntoma del aire desdeñoso, que algunos atribuyen injustamente a toda especie de superioridad.

Viajaba por gusto, y era esencialmente bueno, aunque un sentimiento virtuoso de cólera no le impeliese a estrellarse contra los vicios y los extravíos de la sociedad. Es decir, que no se sentía con vocación de atacar los molinos de viento, como don Quijote. Érale mucho más grato encontrar lo bueno, que buscaba con la misma satisfacción pura y sencilla, que la doncella siente al recoger violetas. Su fisonomía, su gracia, su insensibilidad al frío y a la desazón general, estaban diciendo que era español.

Paseábase observando con mirada rápida y exacta la reunión, que, a guisa de mosaico, amontonaba el acaso en aquellas tablas, cuyo conjunto se llama navío, así como en dimensiones más pequeñas se llama ataúd. Pero hay poco que observar en hombres que parecen ebrios, y en mujeres que semejan cadáveres.

Sin embargo, mucho excitó su interés la familia de un oficial inglés, cuya esposa había llegado a bordo tan indispuesta, que fue preciso llevarla a su camarote; lo mismo se había hecho con el ama, y el padre la seguía con el niño de pecho en los brazos, después de haber hecho sentar en el suelo a otras tres criaturas de dos, tres y cuatro años, encargándoles que tuviesen juicio, y no se moviesen de allí. Los pobres niños, criados quizá con gran rigor, permanecieron inmóviles y silenciosos como los ángeles que pintan a los pies de la Virgen.

Poco a poco el hermoso encarnado de sus mejillas desapareció; sus grandes ojos, abiertos cuan grandes eran, quedaron como amortiguados y entontecidos, y sin que un movimiento ni una queja denunciase lo que padecían, el sufrimiento comprimido se pintó en sus rostros asombrados y marchitos.

Nadie reparó en este tormento silencioso, en esta suave y dolorosa resignación.

El español iba a llamar al mayordomo, cuando le oyó responder de mal humor a un joven que, en alemán y con gestos expresivos, parecía implorar su socorro en favor de aquellas abandonadas criaturas.

Como la persona de este joven no indicaba elegancia ni distinción, y como no hablaba más que alemán, el mayordomo le volvió la espalda, diciéndole que no le entendía.

Entonces el alemán bajó a su camarote a proa, y volvió prontamente trayendo una almohada, un cobertor y un capote de bayetón. Con estos auxilios hizo una especie de cama, acostó en ella a los niños y los arropó con el mayor esmero. Pero apenas se habían reclinado, el mareo, comprimido por la inmovilidad, estalló de repente, y en un instante almohada, cobertor y sobretodo quedaron infestados y perdidos.

El español miró entonces al alemán, en cuya fisonomía sólo vio una sonrisa de benévola satisfacción, que parecía decir: ¡gracias a Dios, ya están aliviados!

Dirigióle la palabra en inglés, en francés y en español, y no recibió otra respuesta sino un saludo hecho con poca gracia, y esta frase repetida: ich verstehe nicht (no entiendo).

Cuando después de comer, el español volvió a subir sobre cubierta, el frío había aumentado. Se embozó en su capa, y se puso a dar paseos. Entonces vio al alemán sentado en un banco, y mirando al mar; el cual, como para lucirse, venía a ostentar en los costados del buque sus perlas de espuma y sus brillantes fosfóricos.

Estaba el joven observador vestido bien a la ligera, porque su levitón había quedado inservible, y debía atormentarle el frío.

El español dio algunos pasos para acercársele; pero se detuvo, no sabiendo cómo dirigirle la palabra. De pronto se sonrió, como de una feliz ocurrencia, y yendo en derechura hacia él, le dijo en latín:

—Debéis tener mucho frío.

Esta voz, esta frase, produjeron en el extranjero la más viva satisfacción, y sonriendo también como su interlocutor, le contestó en el mismo idioma:

—La noche está en efecto algo rigurosa; pero no pensaba en ello.

—¿Pues en qué pensabais?—le preguntó el español.

—Pensaba en mi padre, en mi madre, en mis hermanos y hermanas.

—¿Por qué viajáis, pues, si tanto sentís esa separación?

—¡Ah!, señor; la necesidad... Ese implacable déspota...

—¿Con que no viajáis por placer?

—Ese placer es para los ricos, y yo soy pobre. ¡Por mi gusto!... ¡Si supierais el motivo de mi viaje, veríais cuán lejos está de ser placentero!

—¿Adónde vais, pues?

—A la guerra, a la guerra civil, la más terrible de todas: a Navarra.

—¡A la guerra!—exclamó el español al considerar el aspecto bondadoso, suave, casi humilde y muy poco belicoso del alemán—. ¿Pues qué, sois militar?

—No, señor, no es esa mi vocación. Ni mi afición ni mis principios me inducirían a tomar las armas, sino para defender la santa causa de la independencia de Alemania, si el extranjero fuese otra vez a invadirla. Voy al ejército de Navarra a procurar colocarme como cirujano.

—¡Y no conocéis la lengua!

—No, señor, pero la aprenderé.

—¿Ni el país?

—Tampoco: jamás he salido de mi pueblo sino para la universidad.

—¿Pero tendréis recomendaciones?

—Ninguna.

—¿Contaréis con algún protector?

—No conozco a nadie en España.

—Pues entonces, ¿qué tenéis?

—Mi ciencia, mi buena voluntad, mi juventud y mi confianza en Dios.

Quedó el español pensativo al oír estas palabras. Al considerar aquel rostro en que se pintaban el candor y la suavidad; aquellos ojos azules, puros como los de un niño; aquella sonrisa triste y al mismo tiempo confiada, se sintió vivamente interesado y casi enternecido.

—¿Queréis—le dijo después de una breve pausa—bajar conmigo, y aceptar un ponche para desechar el frío? Entre tanto, hablaremos.

El alemán se inclinó en señal de gratitud, y siguió al español, el cual bajó al comedor y pidió un ponche.

A la testera de la mesa estaba el gobernador con sus dos acólitos; a un lado había dos franceses. El español y el alemán se sentaron a los pies de la mesa.

—Pero ¿cómo—preguntó el primero—habéis podido concebir la idea de venir a este desventurado país?

El alemán le hizo entonces un fiel relato de su vida. Era el sexto hijo de un profesor de una ciudad pequeña de Sajonia, el cual había gastado cuanto tenía en la educación de sus hijos. Concluida la del que vamos conociendo, hallábase sin ocupación ni empleo, como tantos jóvenes pobres se encuentran en Alemania, después de haber consagrado su juventud a excelentes y profundos estudios, y de haber practicado su arte con los mejores maestros. Su manutención era una carga para su familia; por lo cual, sin desanimarse, con toda su calma germánica, tomó la resolución de venir a España, donde, por desgracia, la sangrienta guerra del Norte le abría esperanzas de que pudieran utilizarse sus servicios.

—Bajo los tilos que hacen sombra a la puerta de mi casa—dijo al terminar su narración—, abracé por última vez a mi buen padre, a mi querida madre, a mi hermana Lotte [2] y a mis hermanitos. Profundamente conmovido y bañado en lágrimas, entré en la vida, que otros encuentran cubierta de flores. Pero, ánimo; el hombre ha nacido para trabajar: el cielo coronará mis esfuerzos. Amo la ciencia que profeso, porque es grande y noble: su objeto es el alivio de nuestros semejantes; y el resultado es bello, aunque la tarea sea penosa.

—¿Y os llamáis...?

—Fritz Stein—respondió el alemán, incorporándose algún tanto sobre su asiento, y haciendo una ligera reverencia.

Poco tiempo después, los dos nuevos amigos salieron.

Uno de los franceses, que estaba enfrente de la puerta, vio que al subir la escalera el español echó sobre los hombros del alemán su hermosa capa forrada de pieles; que el alemán hizo alguna resistencia, y que el otro se esquivó y se metió en su camarote.

—¿Habéis entendido lo que decían?—le preguntó su compatriota.

—En verdad—repuso el primero (que era comisionista de comercio)—, el latín no es mi fuerte; pero el mozo rubio y pálido se me figura una especie de Werther llorón, y he oído que hay en la historia su poco de Carlota, amén de los chiquillos, como en la novela alemana. Por dicha, en lugar de acudir a la pistola para consolarse, ha echado mano del ponche, lo que si no es tan sentimental, es mucho más filosófico y alemán. En cuanto al español, le creo un don Quijote, protector de desvalidos, con sus ribetes de San Martín, que partía su capa con los pobres: esto, unido a su talante altanero, a sus miradas firmes y penetrantes como alambres, y a su rostro pálido y descolorido, a manera de paisaje en noche de luna, forma también un conjunto perfectamente español.

—Sabéis—repuso el otro—que como pintor de historia voy a Tarifa, con designio de pintar el sitio de aquella ciudad, en el momento en que el hijo de Guzmán hace seña a su padre de que le sacrifique antes que rendir la plaza. Si ese joven quisiera servirme de modelo, estoy seguro del buen éxito de mi cuadro. Jamás he visto la naturaleza más cerca de lo ideal.

—Así sois todos los artistas: ¡siempre poetas!—respondió el comisionista—. Por mi parte, si no me engañan la gracia de ese hombre, su pie mujeril y bien plantado, y la elegancia y el perfil de su cintura, le califico desde ahora de torero. Quizá sea el mismo Montes, que tiene poco más o menos la misma catadura, y que además es rico y generoso.

—¡Un torero!—exclamó el artista—, ¡un hombre del pueblo! ¿Os estáis chanceando?

—No, por cierto—dijo el otro—; estoy muy lejos de chancearme. No habéis vivido como yo en España, y no conocéis el temple aristocrático de su pueblo. Ya veréis, ya veréis. Mi opinión es que, como gracias a los progresos de la igualdad y fraternidad los chocantes aires aristocráticos se van extinguiendo, en breve no se hallarán en España, sino en las gentes del pueblo.

—¡Creer que ese hombre es un torero!—dijo el artista con tal sonrisa de desdén que el otro se levantó picado, y exclamó:

—Pronto sabré quién es: venid conmigo, y exploraremos a su criado.

Los dos amigos subieron sobre cubierta, donde no tardaron en encontrar al hombre que buscaban.

El comisionista, que hablaba algo de español, entabló conversación con él, y después de algunas frases triviales, le dijo:

—¿Se ha ido a la cama su amo de usted?

—Sí, señor—respondió el criado, echando a su interlocutor una mirada llena de penetración y malicia.

—¿Es muy rico?

—No soy su administrador, sino su ayuda de cámara.

—¿Viaja por negocios?

—No creo que los tenga.

—¿Viaja por su salud?

—La tiene muy buena.

—¿Viaja de incógnito?

—No, señor: con su nombre y apellido.

—¿Y se llama?...

—Don Carlos de la Cerda

—¡Ilustre nombre, por cierto!—exclamó el pintor.

—El mío es Pedro de Guzmán—dijo el criado—, y soy muy servidor de ustedes.

Con lo cual, les hizo una cortesía y se retiró.

—El Gil Blas tiene razón—dijo el francés—. En España no hay cosa más común que apellidos gloriosos: es verdad que en París mi zapatero se llamaba Martel, mi sastre Roland y mi lavandera madame Bayard. En Escocia hay más Estuardos que piedras. ¡Hemos quedado frescos! El tunante del criado se ha burlado de nosotros. Pero bien considerado, yo sospecho que es un agente de la facción; un empleado oscuro de don Carlos.

—No, por cierto—exclamó el artista—. Es mi Alonso Pérez de Guzmán, el Bueno: el héroe de mis sueños.

El otro francés se encogió de hombros.

Llegado el buque a Cádiz, el español se despidió de Stein.

—Tengo que detenerme algún tiempo en Andalucía—le dijo—. Pedro, mi criado, os acompañará a Sevilla, y os tomará asiento en la diligencia de Madrid. Aquí tenéis una carta de recomendación para el ministro de la Guerra, y otra para el general en jefe del Ejército. Si alguna vez necesitáis de mí, como amigo, escribidme a Madrid con este sobre.

Stein no podía hablar de puro conmovido. Con una mano tomaba las cartas y con otra rechazaba la tarjeta que el español le presentaba.

—Vuestro nombre está grabado aquí—dijo el alemán poniendo la mano en el corazón—. ¡Ah! No lo olvidaré en mi vida. Es el del corazón más noble, el del alma más elevada y generosa, el del mejor de los mortales.

—Con ese sobrescrito—repuso don Carlos sonriendo—, vuestras cartas podrían no llegar a mis manos. Es preciso otro más claro y más breve.

Le entregó la tarjeta, y se despidió.

Stein leyó: El duque de Almansa.

Y Pedro de Guzmán, que estaba allí cerca, añadió:

—Marqués de Guadalmonte, de Val-de-Flores y de Roca-Fiel; conde de Santa Clara, de Encinasola y de Lara; caballero del Toisón de Oro, y Gran Cruz de Carlos III; gentilhombre de cámara de Su Majestad, grande de España de primera clase, etc.

Capítulo II

Índice

En una mañana de octubre de 1838, un hombre bajaba a pie de uno de los pueblos del condado de Niebla, y se dirigía hacia la playa. Era tal su impaciencia por llegar a un puertecillo de mar que le habían indicado, que creyendo cortar terreno entró en una de las vastas dehesas, comunes en el sur de España, verdaderos desiertos destinados a la cría del ganado vacuno, cuyas manadas no salen jamás de aquellos límites.

Este hombre parecía viejo, aunque no tenía más de veintiséis años. Vestía una especie de levita militar, abotonada hasta el cuello. Su tocado era una mala gorra con visera. Llevaba al hombro un palo grueso, del que pendía una cajita de caoba, cubierta de bayeta verde; un paquete de libros, atados con tiras de orillo, un pañuelo que contenía algunas piezas de ropa blanca, y una gran capa enrollada.

Este ligero equipaje parecía muy superior a sus fuerzas. De cuando en cuando se detenía, apoyaba una mano en su pecho oprimido, o la pasaba por su enardecida frente, o bien fijaba sus miradas en un pobre perro que le seguía, y que en aquellas paradas se acostaba jadeante a sus pies.

«¡Pobre Treu![3]—le decía—, ¡único ser que me acredita que todavía hay en el mundo cariño y gratitud! ¡No: jamás olvidaré el día en que por primera vez te vi! Fue con un pobre pastor, que murió fusilado por no haber querido ser traidor. Estaba de rodillas en el momento de recibir la muerte, y en vano procuraba alejarte de su lado. Pidió que te apartasen, y nadie se atrevía. Sonó la descarga, y tú, fiel amigo del desventurado, caíste mortalmente herido al lado del cuerpo exánime de tu amo. Yo te recogí, curé tus heridas, y desde entonces no me has abandonado. Cuando los graciosos del regimiento se burlaban de mí, y me llamaban cura-perros, venías a lamerme la mano que te salvó, como queriendo decirme: 'los perros son agradecidos'. ¡Oh Dios mío! Yo amaba a mis semejantes. Hace dos años que, lleno de vida, de esperanza, de buena voluntad, llegué a estos países, y ofrecía a mis semejantes mis desvelos, mis cuidados, mi deber y mi corazón. He curado muchas heridas, y en cambio las he recibido muy profundas en mi alma. ¡Gran Dios! ¡Gran Dios! Mi corazón está destrozado. Me veo ignominiosamente arrojado del Ejército, después de dos años de servicio, después de dos años de trabajar sin descanso. Me veo acusado y perseguido, sólo por haber curado a un hombre del partido contrario, a un infeliz, que perseguido como una bestia feroz, vino a caer moribundo en mis brazos. ¿Será posible que las leyes de la guerra conviertan en crimen lo que la moral erige en virtud, y la religión en deber? ¿Y qué me queda que hacer ahora? Ir a reposar mi cabeza calva y mi corazón ulcerado a la sombra de los tilos de la casa paterna. ¡Allí no me contarán por delito el haber tenido piedad de un moribundo!»

Después de una pausa de algunos instantes, el desventurado hizo un esfuerzo.

«Vamos, Treu; vorwarts, vorwarts.»[4]

Y el viajero y el fiel animal prosiguieron su penosa jornada.

Pero a poco rato perdió el estrecho sendero que había seguido hasta entonces, y que habían formado las pisadas de los pastores.

El terreno se cubría más y más de maleza, de matorrales altos y espesos: era imposible seguir en línea recta; no se podía andar sin inclinarse alternativamente a uno u otro lado.

El sol concluía su carrera, y no se descubría el menor aviso de habitación humana en ningún punto del horizonte; no se veía más, sino la dehesa sin fin, desierto verde y uniforme como el océano.

Fritz Stein, a quien sin duda han reconocido ya nuestros lectores, conoció demasiado tarde que su impaciencia le había inducido a contar con más fuerzas que las que tenía. Apenas podía sostenerse sobre sus pies hinchados y doloridos, sus arterias latían con violencia, partía sus sienes un agudo dolor; una sed ardiente le devoraba. Y para aumento del horror de su situación, unos sordos y prolongados mugidos le anunciaban la proximidad de algunas de las toradas medio salvajes, tan peligrosas en España.

«Dios me ha salvado de muchos peligros—dijo el desgraciado viajero—: también me protegerá ahora, y si no, hágase su voluntad.»

Con esto apretó el paso lo más que le fue posible: pero ¡cuál no sería su espanto, cuando habiendo doblado una espesa mancha de lentiscos, se encontró frente a frente, y a pocos pasos de distancia, con un toro!

Stein quedó inmóvil y como petrificado. El bruto, sorprendido de aquel encuentro y de tanta audacia, quedó también sin movimiento, fijando en Stein sus grandes y feroces ojos, inflamados como dos hogueras. El viajero conoció que al menor movimiento que hiciese era hombre perdido. El toro, que por el instinto natural de su fuerza y de su valor quiere ser provocado para embestir, bajó y alzó dos veces la cabeza con impaciencia, arañó la tierra y suscitó de ella nubes de polvo, como en señal de desafío. Stein no se movía. Entonces el animal dio un paso atrás, bajó la cabeza, y ya se preparaba a la embestida, cuando se sintió mordido en los corvejones. Al mismo tiempo, los furiosos ladridos de su leal compañero dieron a conocer a Stein su libertador. El toro embravecido se volvió a repeler el inesperado ataque, movimiento de que se aprovechó Stein para ponerse en fuga. La horrible situación de que apenas se había salvado, le dio nuevas fuerzas para huir por entre las carrascas y lentiscos, cuya espesura le puso al abrigo de su formidable contrario.

Había ya atravesado una cañada de poca extensión, y subiendo a una loma, se detuvo casi sin aliento, y se volvió a mirar el sitio de su arriesgado lance. Entonces vio de lejos entre los arbustos a su pobre compañero, a quien el feroz animal levantaba una y otra vez por alto. Stein extendía sus brazos hacia el leal animal, y repetía sollozando:

«¡Pobre, pobre Treu! ¡Mi único amigo! ¡Qué bien mereces tu nombre! ¡Cuán caro te cuesta el amor que tuviste a tus amos!»

Por sustraerse a tan horrible espectáculo, apresuró Stein sus pasos, no sin derramar copiosas lágrimas. Así llegó a la cima de otra altura, desde donde se desenvolvió a su vista un magnífico paisaje. El terreno descendía con imperceptible declive hacia el mar, que, en calma y tranquilo, reflejaba los fuegos del sol en su ocaso, y parecía un campo sembrado de brillantes, rubíes y zafiros. En medio de esta profusión de resplandores, se distinguía como una perla el blanco velamen de un buque, al parecer clavado en las olas. La accidentada línea que formaba la costa presentaba ya una playa de dorada arena que las mansas olas salpicaban de plateada espuma, ya rocas caprichosas y altivas, que parecían complacerse en arrostrar el terrible elemento, a cuyos embates resisten, como la firmeza al furor. A lo lejos, y sobre una de las peñas que estaban a su izquierda, Stein divisó las ruinas de un fuerte, obra humana que a nada resiste, a quien servían de base las rocas, obra de Dios, que resiste a todo. Algunos grupos de pinos alzaban sus fuertes y sombrías cimeras, descollando sobre la maleza. A la derecha, y en lo alto de un cerro, descubrió un vasto edificio, sin poder precisar si era una población, un palacio con sus dependencias o un convento.

Casi extenuado por su última carrera, y por la emoción que recientemente le había agitado, aquel fue el punto a que dirigió sus pasos.

Ya había anochecido cuando llegó. El edificio era un convento, como los que se contruían en los siglos pasados, cuando reinaban la fe y el entusiasmo: virtudes tan grades, tan bellas, tan elevadas, que por lo mismo no tienen cabida en este siglo de ideas estrechas y mezquinas; porque entonces el oro no servía para amontonarlo ni emplearlo en lucros inicuos, sino que se aplicaba a usos dignos y nobles, como que los hombres pensaban en lo grande y en lo bello, antes de pensar en lo cómodo y en lo útil. Era un convento, que en otros tiempos suntuoso, rico, hospitalario, daba pan a los pobres, aliviaba las miserias y curaba los males del alma y del cuerpo; mas ahora, abandonado, vacío, pobre, desmantelado, puesto en venta por unos pedazos de papel, nadie había querido comprarlo, ni aun a tan bajo precio.

La especulación, aunque engrandecida en dimensiones gigantescas, aunque avanzando como un conquistador que todo lo invade, y a quien no arredran los obstáculos, suele, sin embargo, detenerse delante de los templos del Señor, como la arena que arrebata el viento del desierto, se detiene al pie de las Pirámides.

El campanario, despojado de su adorno legítimo, se alzaba como un gigante exánime, de cuyas vacías órbitas hubiese desaparecido la luz de la vida. Enfrente de la entrada duraba aún una cruz de mármol blanco, cuyo pedestal, medio destruido, la hacía tomar una postura inclinada, como de caimiento y dolor. La puerta, antes abierta a todos de par en par, estaba ahora cerrada.

Las fuerzas de Stein le abandonaron, y cayó medio exánime en un banco de piedra pegado a la pared cerca de la puerta. El delirio de la fiebre turbó su cerebro; parecíale que las olas del mar se le acercaban, cual enormes serpientes, retirándose de pronto y cubriéndole de blanca y venenosa baba; que la Luna le miraba con pálido y atónito semblante; que las estrellas daban vueltas en rededor de él, echándole miradas burlonas. Oía mugidos de toros, y uno de estos animales salía de detrás de la cruz y echaba a los pies del calenturiento su pobre perro, privado de la vida. La cruz misma se le acercaba vacilante, como si fuera a caer, y abrumarle bajo su peso. ¡Todo se movía y giraba en rededor del infeliz! Pero en medio de este caos, en que más y más se embrollaban sus ideas, oyó no ya rumores sordos y fantásticos, cual tambores lejanos, como le habían parecido los latidos precipitados de sus arterias, sino un ruido claro y distinto, y que con ningún otro podía confundirse: el canto de un gallo.

Como si este sonido campestre y doméstico le hubiese restituido de pronto la facultad de pensar y la de moverse, Stein se puso en pie, se encaminó con gran dificultad hacia la puerta, y la golpeó con una piedra; le respondió un ladrido. Hizo otro esfuerzo para repetir su llamada, y cayó al suelo desmayado.

Abrióse la puerta y aparecieron en ella dos personas.

Era una mujer joven, con un candil en la mano, la cual, dirigiendo la luz hacia el objeto que divisaba a sus pies, exclamó:

—¡Jesús María!, no es Manuel; es un desconocido... ¡y está muerto! ¡Dios nos asista!

—Socorrámosle—exclamó la otra, que era una mujer de edad, vestida con mucho aseo—. Hermano Gabriel, hermano Gabriel—gritó entrando en el patio—: venga usted pronto. Aquí hay un infeliz que se está muriendo.

Oyéronse pasos precipitados, aunque pesados. Eran los de un anciano, de no muy alta estatura, cuya faz apacible y cándida indicaba un alma pura y sencilla. Su grotesco vestido consistía en un pantalón y una holgada chupa de sayal pardo, hechos al parecer de un hábito de fraile; calzaba sandalias, y cubría su luciente calva un gorro negro de lana.

—Hermano Gabriel—dijo la anciana—, es preciso socorrer a este hombre.

—Es preciso socorrer a este hombre—contestó el hermano Gabriel.

—¡Por Dios, señora!—exclamó la del candil—. ¿Dónde va usted a poner aquí a un moribundo?

—Hija—respondió la anciana—, si no hay otro lugar en que ponerle, será en mi propia cama.

—¿Y va usted a meterle en casa—repuso la otra—, sin saber siquiera quién es?

—¿Qué importa?—dijo la anciana—. ¿No sabes el refrán: haz bien y no mires a quién? Vamos: ayúdame, y manos a la obra.

Dolores obedeció con celo y temor a un tiempo.

—Cuando venga Manuel—decía—, quiera Dios que no tengamos alguna desazón.

—¡Tendría que ver!—respondió la buena anciana—, ¡No faltaba más sino que un hijo tuviese que decir a lo que su madre dispone!

Entre los tres llevaron a Stein al cuarto del hermano Gabriel. Con paja fresca y una enorme y lanuda zalea se armó al instante una buena cama. La tía María sacó del arca un par de sábanas no muy finas, pero limpias, y una manta de lana.

Fray Gabriel quiso ceder su almohada, a lo que se opuso la tía María, diciendo que ella tenía dos, y podía muy bien dormir con una sola. Stein no tardó en ser desnudado y metido en la cama.

Entre tanto se oían golpes repetidos a la puerta.

—Ahí está Manuel—dijo entonces su mujer—. Venga usted conmigo, madre, que no quiero estar sola con él, cuando vea que hemos dado entrada en casa a un hombre sin que él lo sepa.

La suegra siguió los pasos de la nuera.

—¡Alabado sea Dios! Buenas noches, madre; buenas noches, mujer—dijo al entrar un hombre alto y de buen talante, que parecía tener de treinta y ocho a cuarenta años, y a quien seguía un muchacho como de unos trece.

—Vamos, Momo[5]—añadió—, descarga la burra y llévala a la cuadra. La pobre Golondrina no puede con el alma.

Momo llevó a la cocina, punto de reunión de toda la familia, una buena provisión de panes grandes y blancos, unas alforjas y la manta de su padre. En seguida desapareció llevando del diestro a Golondrina.

Dolores volvió a cerrar la puerta, y se reunió en la cocina con su marido y con su madre.

—¿Me traes—le dijo—el jabón y el almidón?

—Aquí viene.

—¿Y mi lino?—preguntó la madre.

—Ganas tuve de no traerlo—respondió Manuel sonriéndose, y entregando a su madre unas madejas.

—¿Y por qué, hijo?

—Es que me acordaba de aquel que iba a la feria, y a quien daban encargos todos sus vecinos. Tráeme un sombrero; tráeme un par de polainas; una prima quería un peine; una tía, chocolate; y a todo esto, nadie le daba un cuarto. Cuando estaba ya montado en la mula, llegó un chiquillo y le dijo: «Aquí tengo dos cuartos para un pito, ¿me lo quiere usted traer?» Y diciendo y haciendo, le puso las monedas en la mano. El hombre se inclinó, tomó el dinero y le respondió: «¡Tú pitarás!» Y, en efecto, volvió de la feria, y de todos los encargos no trajo más que el pito.

—¡Pues está bueno!—repuso la madre—: ¿para quién me paso yo hilando los días y las noches? ¿No es para ti y para tus hijos? ¿Quieres que sea como el sastre del Campillo, que cosía de balde y ponía el hilo?

En este momento se presentó Momo a la puerta de la cocina. Era bajo de cuerpo y rechoncho, alto de hombros, y además tenía la mala maña de subirlos más, con un gesto de desprecio y de qué se me da a mí, hasta tocar con ellos sus enormes orejas, anchas como abanicos. Tenía la cabeza abultada, el cabello corto, los labios gruesos. Era además chato y horriblemente bizco.

—Padre—dijo con un gesto de malicia—, en el cuarto del hermano Gabriel hay un hombre acostado.

—¡Un hombre en mi casa!—gritó Manuel saltando de la silla—. Dolores, ¿qué es esto?

—Manuel, es un pobre enfermo. Tu madre ha querido recogerlo. Yo me opuse a ello, pero su merced quiso. ¿Qué había yo de hacer?

—¡Bueno está!, pero, aunque sea mi madre, no por eso ha de tener en casa al primero que se presenta.

—No; sino dejarle morir a la puerta, como si fuera un perro—dijo la anciana—. ¿No es eso?

—Pero madre—repuso Manuel—, ¿es mi casa algún hospital?

—No; pero es la casa de un cristiano; y si hubieras estado aquí, hubieras hecho lo mismo que yo.

—Que no—respondió Manuel—; le habría puesto encima de la burra, y le habría llevado al lugar, ya que se acabaron los conventos.

—Aquí no teníamos burra ni alma viviente que pudiera hacerse cargo de ese infeliz.

—¡Y si es un ladrón!

—Quien se está muriendo, no roba.

—Y si le da una enfermedad larga, ¿quién la costea?

—Ya han matado una gallina para el caldo—dijo Momo—; yo he visto las plumas en el corral.

—¿Madre, ha perdido usted el sentido?—exclamó Manuel colérico.

—Basta, basta—dijo la madre con voz severa y dignidad—. Caérsete debía la cara de vergüenza de haberte incomodado con tu madre, sólo por haber hecho lo que manda la ley de Dios. Si tu padre viviera, no podría creer que su hijo cerraba la puerta a un infeliz que llegase a ella muriéndose y sin amparo.

Manuel bajó la cabeza, y hubo un rato de silencio general.

—Vaya, madre—dijo en fin—; haga usted cuenta que no he dicho nada. Gobiérnese a su gusto. Ya se sabe que las mujeres se salen siempre con la suya.

Dolores respiró más libremente.

—¡Qué bueno es!—dijo gozosa a su suegra.

—Tú podías dudarlo—respondió ésta sonriendo a su nuera, a quien quería mucho, y levantándose para ir a ocupar su puesto a la cabecera del enfermo—. Yo, que lo he parido, no lo he dudado nunca.

Al pasar cerca de Momo, le dijo su abuela:

—Ya sabía yo que tenías malas entrañas; pero nunca lo has acreditado tanto como ahora. Anda con Dios; te compadezco: eres malo, y el que es malo, consigo lleva el castigo.

—Las viejas no sirven más que para sermonear—gruñó Momo, echando a su abuela una impaciente y torcida mirada.

Pero apenas había pronunciado la última palabra, cuando su madre, que lo había oído, se arrojó a él y le descargó una bofetada.

—Aprende—le dijo—a no ser insolente con la madre de tu padre, que es dos veces madre tuya.

Momo se refugió llorando a lo último del corral, y desahogó su coraje dando una paliza al perro.

Capítulo III

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La tía María y el hermano Gabriel se esmeraban a cual más en cuidar al enfermo; pero discordaban en cuanto al método que debía emplearse en su curación. La tía María, sin haber leído a Brown, estaba por los caldos sustanciosos y los confortantes tónicos, porque decía que estaba muy débil y muy extenuado. Fray Gabriel, sin haber oído el nombre de Broussais, quería refrescos y temperantes, porque, en su opinión, había fiebre cerebral, la sangre estaba inflamada y la piel ardía.

Los dos tenían razón; y del doble sistema, compuesto de los caldos de la tía María y de las limonadas del hermano Gabriel, resultó que Stein recobró la vida y la salud el mismo día en que la buena mujer mató la última gallina, y el hermano cogía el último limón del árbol.

—Hermano Gabriel—dijo la tía María—, ¿qué casta de pájaro cree usted que será nuestro enfermo? ¿Militar?

—Bien podrá ser que sea militar—contestó fray Gabriel, el cual, excepto en puntos de medicina y de horticultura, estaba acostumbrado a mirar a la tía María como a un oráculo, y a no tener otra opinión que la suya, lo mismo que había hecho con el prior de su convento. Así que casi maquinalmente, repetía siempre lo que la buena anciana decía.

—No puede ser—prosiguió la tía María, meneando la cabeza—. Si fuera militar, tendría armas, y no las tiene. Es verdad que al doblar su levitón para quitarlo de en medio, hallé en el bolsillo una cosa a modo de pistola; pero al examinarla con el mayor cuidado, por si acaso, vine a caer en que no era pistola, sino flauta. Luego no es militar.

—No puede ser militar—repitió el hermano Gabriel.

—¿Si será un contrabandista?

—¡Puede ser que sea un contrabandista!—dijo el buen lego.

—Pero no—repuso la anciana—, porque para hacer el contrabando es preciso tener géneros o dineros, y él no tiene ni lo uno ni lo otro.

—Es verdad: ¡no puede ser contrabandista!—afirmó fray Gabriel.

—Hermano Gabriel, ¿a ver qué dicen los títulos de esos libros?, puede ser que por ahí saquemos cuál es su oficio.

El hermano se levantó, tomó sus espejuelos engarzados en cuerno, los colocó sobre la nariz, echó mano al paquete de libros, y aproximándose a la ventana que daba al gran patio interior, estuvo largo rato examinándolos.

—Hermano Gabriel—dijo al cabo la tía María—. ¿Se le ha olvidado a usted el leer?

—No, pero no conozco estas letras; me parece que es hebreo.

—¡Hebreo!—exclamó la tía María—. ¡Virgen Santa! ¿Si será judío?

En aquel momento, Stein, que había estado largo tiempo aletargado, abrió los ojos y dijo en alemán:

Gott, wo bin ich? (Dios mío, ¿dónde estoy?)

La tía María se puso de un salto en medio del cuarto. El hermano Gabriel dejó caer los libros, y se quedó hecho una piedra, abriendo los ojos tan grandes como sus espejuelos.

—¿Qué ha hablado?—preguntó la tía María.

—Será hebreo como sus libros—respondió fray Gabriel—. Quizá será judío como usted ha dicho, tía María.

—¡Dios nos asista!—exclamó la anciana—; pero no. Si fuera judío, ¿no le habríamos visto el rabo cuando lo desnudábamos?

—Tía María—repuso el lego—, el padre prior decía que eso del rabo de los judíos es una patraña, una tontería, y que los judíos no tienen tal cosa.

—Hermano Gabriel—replicó la tía María—, desde la bendita Constitución todo se vuelve cambios y mudanzas. Esa gente que gobierna en lugar del rey no quiere que haya nada de lo que antes hubo; y por esto no han querido que los judíos tengan rabo, y toda la vida lo han tenido como el diablo. Si el padre prior dijo lo contrario, le obligaron a ello, como lo obligaron a decir en la misa rey constitucional.

—¡Bien podrá ser!—dijo el hermano.

—No será judío—prosiguió la anciana—, pero será un moro o un turco que habrá naufragado en estas costas.

—Un pirata de Marruecos—repuso el buen fraile—; ¡puede ser!

—Pero entonces llevaría turbante y chinelas amarillas, como el moro que yo vi hace treinta años cuando fui a Cádiz: se llama el moro Seylan. ¡Qué hermoso era! Pero para mí, toda su hermosura se le quitaba con no ser cristiano. Pero más que sea judío o moro, no importa: socorrámosle.

—Socorrámosle aunque sea judío o moro—repitió el hermano.

Y los dos se acercaron a la cama.

Stein se había incorporado y miraba con extrañeza todos los objetos que le rodeaban.

—No entenderá lo que le digamos—dijo la tía María—, pero hagamos la prueba.

—Hagamos la prueba—repitió el hermano Gabriel.

La gente del pueblo en España cree generalmente que el mejor medio de hacerse entender es hablar a gritos. La tía María y fray Gabriel, muy convencidos de ello, gritaron a la vez, ella: «¿quiere usted caldo?», y él: «¿quiere usted limonada?»

Stein, que iba saliendo poco a poco del caos de sus ideas, preguntó en español:

—¿Dónde estoy? ¿Quiénes son ustedes?

—El señor—respondió la anciana—es el hermano Gabriel, y yo soy la tía María, para lo que usted quiera mandar.

—¡Ah!—dijo Stein—, el Santo Arcángel y la bendita Virgen, cuyos nombres lleváis, aquella que es la salud de los enfermos, la consoladora de los afligidos, y el socorro de los cristianos, os pague el bien que me habéis hecho.

—¡Habla español—exclamó alborozada la tía María—, y es cristiano, y sabe las letanías!

Y llena de júbilo, se arrojó a Stein, le estrechó en sus brazos y le estampó un beso en la frente.

—Y a todo esto, ¿quién es usted?—dijo la tía María, después de haberle dado una taza de caldo—. ¿Cómo ha venido usted a parar enfermo y muriéndose a este despoblado?

—Me llamo Stein, y soy cirujano. He estado en la guerra de Navarra, y volvía por Extremadura a buscar un puerto donde embarcarme para Cádiz, y de allí a mi tierra, que es Alemania. Perdí el camino, y he estado largo tiempo dando rodeos, hasta que por fin he llegado aquí enfermo, exánime y moribundo.

—Ya ve usted—dijo la tía María al hermano Gabriel—, que sus libros no están en hebreo, sino en la lengua de los cirujanos.

—Eso es, están escritos en la lengua de los cirujanos—repitió fray Gabriel.

—¿Y de qué partido era usted?—preguntó la anciana—: ¿de don Carlos o de los otros?

—Servía en las tropas de la reina—respondió Stein.

La tía María se volvió a su compañero, y con un gesto expresivo, le dijo en voz baja:

—Este no es de los buenos.

—¡No es de los buenos!—repitió fray Gabriel, bajando la cabeza.

—Pero ¿dónde estoy?—volvió a preguntar Stein.

—Está usted—respondió la anciana—en un convento, que ya no es convento; es un cuerpo sin alma. Ya no le quedan más que las paredes, la cruz blanca y fray Gabriel. Todo lo demás se lo llevaron los otros. Cuando ya no quedó nada que sacar, unos señores que se llaman crédito público buscaron un hombre de bien para guardar el convento, es decir, el caparazón. Oyeron hablar de mi hijo, y vinimos a establecernos aquí, donde yo vivo con ese hijo, que es el único que me ha quedado. Cuando entramos en el convento, salían de él los padres. Unos iban a América, otros a las misiones de la China, otros se quedaron con sus familias, y otros se fueron a buscar la vida trabajando o pidiendo limosna. Vimos a un hermano lego, viejo y apesadumbrado que, sentado en las gradas de la cruz blanca, lloraba unas veces por sus hermanos que se iban, y otras por el convento que se quedaba solo. «¿No viene su merced?», le preguntó un corista. «¿Y adónde he de ir?—respondió—Jamás he salido de estos muros, donde fui recogido niño y huérfano, por los padres. No conozco a nadie en el mundo ni sé más que cuidar la huerta del convento. ¿Adónde he de ir? ¿Qué he de hacer? ¡Yo no puedo vivir sino aquí!» «Pues quédese usted con nosotros», le dije yo entonces. «Bien dicho, madre—repuso mi hijo—. Siete somos los que nos sentamos a la mesa; nos sentaremos ocho; comeremos más, y comeremos menos, como suele decirse.»

—Y gracias a esta caridad—añadió fray Gabriel—, cáteme usted aquí cuidando la huerta; pero desde que se vendió la noria, no puedo regar ni un palmo de tierra; de modo que se están secando los naranjos y los limones.

—Fray Gabriel—continuó la tía María—se quedó en estas paredes, a las cuales está pegado como la yedra; pero, como iba diciendo, ya no hay más que paredes. ¡Habrá picardía! Nada, lo que ellos dicen: «Destruyamos el nido, para que no vuelvan los pájaros.»

—Sin embargo—dijo Stein—, yo he oído decir que había demasiados conventos en España.

La tía María fijó en el alemán sus ojos negros vivos y espantados; después, volviéndose al lego, le dijo en voz baja:

—¿Serán ciertas nuestras primeras sospechas?

—¡Puede ser que sean ciertas!—respondió el hermano.

Capítulo IV

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Stein, cuya convalecencia adelantaba rápidamente, pudo en breve, con ayuda del hermano Gabriel, salir de su cuarto y examinar menudamente aquella noble estructura, tan suntuosa, tan magnífica, tan llena de primores y de riquezas artísticas, la cual, lejos de las miradas de los hombres, colocada entre el cielo y el desierto, había sido una digna morada de muchos varones ricos e ilustres, que vivieron en el convento, realzando su nobleza y suntuosidad con las virtudes y grandes prendas de que Dios los había dotado, sin otro testigo que su Criador, ni más fin que glorificarle; porque se engañan mucho los que creen que la modestia y la humildad se ocultan siempre bajo la librea de la pobreza. No: los remiendos y las casuchas abrigan a veces más orgullo que los palacios.

El gran portal embovedado, por donde había sido introducido Stein, daba a un gran patio cuadrado. Desde la puerta hasta el fondo del patio, se extendía una calle de enormes cipreses. Allí se alzaba una vasta reja de hierro, que dividía el patio grande, de otro largo y estrecho, en que continuaba la calle de cipreses, pareciendo entrar en ella con paso majestuoso, y formando una guardia de honor al magnífico portal de la iglesia, que se hallaba en el fondo de este segundo y estrecho patio.

Cuando la puerta exterior y la reja estaban abiertas de par en par, como las iglesias de los conventos no están obstruidas por el coro, desde las gradas de la cruz de mármol blanco, que estaba situada a distancia fuera del edificio, se divisaba perfectamente el soberbio altar mayor, todo dorado desde el suelo hasta el techo, y que cubría la pared de la cabecera del templo. Cuando reverberaban centenares de luces en aquellas refulgentes molduras, y en las innumerables cabezas de los ángeles que formaban parte de su adorno; cuando los sonidos del órgano, armonizando con la grandeza del sitio, y con la solemnidad del culto católico estallaban en la bóveda de la iglesia, demasiado estrecha para contenerlos, y se iban a perder en las del cielo; cuando se ofrecía esta grandiosa escena, sin más espectadores que el desierto, la mar y el firmamento, no parecía sino que para ellos solos se había levantado aquel edificio y se celebraban los oficios divinos.

A los dos lados de la reja, fuera de la calle de cipreses, había dos grandes puertas. La de la izquierda, que era el lado del mar, daba a un patio interior, de gigantescas dimensiones. Reinaba en torno de él un anchuroso claustro, sostenido en cada lado por veinte columnas de mármol blanco. Su pavimento se componía de losas de mármol azul y blanco. En medio se alzaba una fuente, alimentada por una noria que estaba siempre en movimiento. Representaba una de las obras de misericordia, figurada por una mujer dando de beber a un peregrino que, postrado a sus pies, recibía el agua, que en una concha ella le presentaba. La parte inferior de las paredes, hasta una altura de diez pies, estaba revestida de pequeños azulejos, cuyos brillantes colores se enlazaban en artificiosos mosaicos. Enfrente de la entrada se abría una anchísima escalera de mármol, construcción aérea, sin más apoyo ni sostén que la sabia proporción de su masa enorme. Estas admirables obras maestras de arquitectura eran muy poco comunes en nuestros conventos. Los grandes artistas, autores de tantas maravillas, estaban animados de un santo celo religioso y por el noble deseo y la creencia de que trabajaban para la más remota posteridad. Sabido es que el primero y el más popular de ellos no trabajaba en ningún asunto religioso sin haber comulgado antes.[6]

El claustro alto estaba sostenido por veinte columnas más pequeñas que las del bajo. Reinaba en torno a una balaustrada de mármol blanco, calada y de un trabajo exquisito. Caían a estos claustros las puertas de las celdas, hechas de caoba, pequeñas pero cubiertas de adornos de talla. Las celdas se componían de una pequeña antecámara, que daba paso a una sala también chica, con su correspondiente alcoba. El ajuar lo formaban en la pieza principal, algunas sillas de pino, una mesa y un estante, y en la alcoba, una cama que consistía en cuatro tablas sin colchón y dos sillas.

Detrás de este patio había otro por el mismo estilo: allí estaban el noviciado, la enfermería, la cocina y los refectorios. Consistían estos en unas mesas largas, de mármol, y una especie de púlpito para el que leía durante las comidas.

El departamento situado a la derecha de la calle de cipreses contenía un patio semejante a la del lado opuesto. Allí estaba la hospedería, donde eran recibidos los forasteros, ya fuesen legos o religiosos. Estaban también la librería, las sacristías, los guardamuebles y otras oficinas. En el segundo patio, al que se entraba por una puerta exterior, se hallaban abajo los almacenes para el aceite y arriba los graneros. Estos cuatro patios, en medio de los cuales, precedida de la calle de cipreses, se erguía la iglesia con su campanario, como un enorme ciprés de piedra, formaban el conjunto de aquel majestuoso edificio. El techo se componía de un millón de tejas, sujeta cada una con un gran clavo de hierro, para evitar que las arrancasen los huracanes en aquel sitio elevado y próximo al mar.

A razón de real por clavo, esta sola parte del material había costado cincuenta mil duros.

Rodeaba el convento por delante el patio grande, de que ya hemos hablado, y en él, a izquierda y derecha de la puerta de entrada, había cuartos pequeños de un solo piso, para alojar a los jornaleros, cuando los religiosos cultivaban sus tierras: allí habitaba en la época en que pasa nuestra historia, el guarda Manuel Alerza con su familia. A la izquierda, hacia el lado del mar, se extendía una gran huerta, ostentando bajo las ventanas de las celdas, su fresco verdor, sus árboles, sus flores, el murmullo de sus acequias, el canto de los pájaros y la esquila del buey que tiraba de la noria. Formaba todo esto un pequeño oasis, en medio de un desierto seco y uniforme, cerca de esa mar que se complace en el estrago y en la destrucción y que se detiene delante de un límite de arena. Pero lo que abundaba en este lugar solitario y silencioso, eran los cipreses y las palmeras, árboles de los conventos, los unos de brote derecho y austero, que aspiran a las alturas; los otros no menos elevados, pero que inclinan sus brazos a la tierra, como para atraer a las plantas débiles que vegetan en ella.

Los pozos y la armazón entera de las norias colocados en colinas artificiales para dar elevación a las aguas, se abrigaban bajo enramadas piramidales de yedra, tan espesa que, cerrada la puerta de entrada, no se podían distinguir los objetos sin luz artificial. El eje que sostenía la rueda, estaba apoyado en dos troncos de olivo, que habían echado raíces y cubiértose de una corona de follaje verde oscuro. La espesura vegetal y agreste del techo, daba abrigo a innumerables pajarillos, alegres y satisfechos con tener allí ocultos sus nidos, mientras que el buey giraba con lento paso, haciendo resonar la esquila que le pendía al cuello y cuyo silencio indicaba al hortelano que el animal disfrutaba el dulce far niente.