XXX

Le despiertan ladridos de perro y se sobresalta, no tiene ni idea de qué hora es, aunque la luz que entra por la ventana le indica que ya ha amanecido hace rato. Se levanta bruscamente del sofá arrepintiéndose de no haberse acostado en una de las camas, su maltrecha espalda se encarga de recordárselo. Sigue escuchando los ladridos de perro que le han puesto en tensión, pero se tranquiliza rápidamente, es normal oírlos en esa parte del pueblo cercana a las fincas de ganado. Se olvida rápido de las experiencias del pasado y mira la hora: las nueve y media. Vuelve a maravillarse de la calidad del sueño que alcanza allí, es increíble; pero no puede entretenerse mucho si quiere estar preparado para cuando llegue su equipo, por lo que se asea rápidamente y se prepara un café en la misma cocina de la casa, prefiere no salir a ningún bar y reencontrarse otra vez con los vecinos del pueblo.

Media hora después suena el timbre de La Forastera. Abre la puerta y ve a un sonriente y relajado Ramírez.

—Buenos días, jefe, nunca deja de sorprenderme. ¿Qué tal la noche en la escena del crimen?

—Bien, Ramírez, toda una experiencia. ¿Habéis venido todos juntos?

El subinspector afirma y se echa a un lado para que Costera pueda ver un flamante BMW X5 donde está sentada al volante Contreras —espectacular como siempre— acompañada de Vic en uno de los asientos traseros.

—¡Qué espléndido está el Cuerpo Nacional de Policía! —exclama.

—Y que lo diga —responde Ramírez—, ahora mismo somos los héroes de la comisaría. Fíjese lo bien que nos trata el comisario.

Costera sonríe. Antes de venirse al pueblo, efectivamente, recibió la llamada de su superior en la que elogió su trabajo con todo tipo de felicitaciones y en la que le preguntó por la estrategia usada en la investigación. Él no entró en detalles y le emplazó a enviar los informes de esta, a pesar de tener que cerrar después unos flecos con su equipo. Y precisamente esos flecos eran los que pretendía resolver esa mañana.

—¿Y Angulo? —se acuerda del inspector de la Científica, al que echa en falta.

—Sigue de baja —explica Ramírez—. Ha intentado venir, pero el médico se lo ha prohibido.

Se quedan los dos un rato en la puerta de la casa rural. Ramírez se asoma al interior escrutándolo todo con curiosidad, cruza una mirada de complicidad con Costera, y se dirigen ambos hacia el coche. Cierran la puerta de la casa, dejando las llaves dentro, tal y como pidió Patricia. Antes de subirse al vehículo Ramírez pregunta.

—¿Ya ha pensado en cómo explicarlo a los compañeros?

Costera niega con la cabeza.

—No del todo. Sé dónde quiero hacerlo y que quiero hacerlo, pero no sé cómo. Ya irá surgiendo.

Montan en el coche, Costera en el asiento del copiloto, y Ramírez detrás, al lado de Vic.

—¿Adónde? —pregunta Contreras.

—Al Dolmen —y ante la mirada de desconcierto de la conductora, Costera especifica—, donde detuvimos aquel día a Patricia Morales.

Los agentes no juzgan, y Ramírez sonríe. Su jefe ha elegido el lugar perfecto.

Tras un par de indicaciones del inspector, el coche se dirige a su destino. Llegan en unos escasos diez minutos, reconocen perfectamente el lugar y les vuelve a sorprender la ausencia real de la figura prehistórica que le da nombre. Aparcan el todoterreno sin obstaculizar la pista de tierra y se bajan todos al mismo tiempo. Sin establecerlo previamente se colocan en semicírculo, dejando a Costera la posición protagonista, y esperan en silencio a que empiece a hablar.

Este se toma su tiempo, mira uno a uno a sus compañeros agradeciéndoles en silencio su trabajo, su confianza y su eficacia. Sabe que van a interpretar correctamente esa mirada. Cuando acaba la ronda empieza a hablar.

—Soy consciente de que tenéis dudas sobre cómo hemos llevado la investigación el subinspector y yo.

Los agentes miran a Ramírez y asienten serios.

—Lo primero quiero… queremos —incluye al subinspector— reconocer una vez más vuestra profesionalidad al cumplir perfectamente las órdenes sin entenderlas del todo.

Contreras y Vic siguen en silencio, expectantes. Saben que esta charla no sería necesaria desde un punto de vista oficial pero que sus superiores se la ofrecen porque nunca les dejan con dudas, eso hace más fuerte todavía al equipo de cara a futuros casos.

—Y aquí os hemos citado para daros todas las explicaciones. Tenéis todo el derecho a conocerlas.

De repente, suena el móvil de Ramírez, este mira a ver quién interrumpe la conversación por si procede cogerlo o dejarlo sonar, y cuando ve quien llama sonríe, presiona la pantalla para responder, pero en vez de acercarse el aparato a la oreja para contestar, habla de frente al terminal.

—¡Inspector Angulo! —es una videollamada—, le echábamos de menos.

—Ya veo, ya —suena la voz del Sabueso por el altavoz del teléfono—. Me queríais dejar de lado en este momento tan importante. ¡Cómo sois los agentes de calle!

Ramírez no contesta y gira su terminal para que los demás puedan ver al inspector de la Científica. Van saludando uno a uno hasta que le llega el turno a Costera.

—¡Hola, Sabueso! —le saluda—, parece que no podías pasar sin nosotros.

—No te preocupes, Costera. Creo que el trabajo de laboratorio tiene menos riesgo para mí. Fíjate por seguirte cómo he acabado, el único lesionado del equipo.

Todos ríen su comentario.

—¿Te unes a la reunión, César?

—Para eso he llamado. Ramírez, por favor, colócame por ahí, donde pueda ver y oír la charla. Prometo no interrumpir.

El aludido coloca su teléfono encima de una de las piedras del supuesto dolmen, con la imagen del inspector de la Científica visible para todos, y vuelve a dar paso a Costera.

—Como os decía —reanuda este—, queremos explicaros la parte de la investigación que no habéis compartido con nosotros. El motivo, por supuesto, es que entendáis todo el procedimiento y… —duda un momento— conozcáis a quien nos ha ayudado.

El silencio del grupo solo se interrumpe por el trino de algunos pájaros del lugar. Los agentes miran hacia los lados, como esperando a que pueda aparecer por allí alguien a quien no conozcan. El inspector sonríe y sigue hablando.

—Cuando estábamos atascados y con todo en contra, el subinspector recordó algo que habíamos hablado alguna vez, y que quizá nos podría ser útil. Era una estrategia difícil y, que nosotros sepamos, nunca la habíamos utilizado hasta entonces, pero era lo único que podía evitar que tuviéramos que empezar otra vez desde el principio, con la ventaja que eso otorgaría al asesino y, por qué no, con el consecuente fracaso profesional que eso supondría para nosotros. Los dos lo vimos claro y decidimos arriesgarnos sin deciros nada para que, en caso de fracaso, fuera exclusivamente responsabilidad nuestra. ¿Tenéis idea sobre qué os estoy hablando?

Solo recibe miradas atentas e inquisitorias.

—El subinspector y yo fuimos conscientes, hace tiempo, de que todos nosotros no somos más que personajes literarios en manos de un escritor. Creo que inconscientemente todos lo sabemos, pero nunca nos hemos parado a pensar en ello. Es más fácil para todos cumplir con el papel que se nos asigna y no hacer preguntas. ¿Me equivoco?

Silencio nuevamente, pero ningún argumento en contra.

—La conclusión diferente a la que llegamos nosotros en aquel entonces, y que no todos sabemos, es que existe y nos acompaña la figura de otro personaje que ni él mismo es, o era, consciente de su realidad.

Nueva pausa en la que nadie osa ni moverse.

—Y a esa figura es a quien decidimos pedir ayuda…

Nadie se atreve a preguntar, aguantan el suspense.

—Es al narrador de esta historia, ese personaje que relata en la mente del lector lo escrito por el autor, el que da forma a la historia, la entonación, la pausa, la acción… Alguien imprescindible para que las palabras escritas en el papel se transformen en una realidad.

Ahora, las miradas se transforman de asombro a incredulidad.

—¡Qué cabrones! —suena la voz de Angulo por el teléfono.

—Pues sí —sonríe Costera—. Hemos sido un poco cabrones, pero ha funcionado y nos alegramos por ello.

—Pero ¿cómo…?, ¿quién…? —pregunta Vic sin terminar las frases.

—Él era la única manera de filtrar de manera rápida, y por supuesto sin sospechas, la noticia de la pista falsa. Si lo hubiéramos hecho nosotros cualquiera habría podido pensar que era una estrategia, pero haciéndolo él no habría problemas, y así ha sido. En ese momento, no supimos cómo lo hizo, pero nos encargamos de comprobar, antes de empezar la vigilancia, que prácticamente todo el pueblo conocía ya la noticia de que habíamos encontrado algo totalmente incriminatorio para el asesino y que lo daban por válido. Eso fue lo que empujó a Mario a entrar en la casa esa noche.

—¡Joder! —exclama Vic.

—Tuvimos suerte de que entendió nuestra situación y decidió ayudarnos. Para él no fue fácil, en poco tiempo tuve que comunicarme con él y hacerme entender, pero afortunadamente reaccionó muy rápido —hace una pausa y sigue—. Hoy está aquí con nosotros, siempre lo está, y, a pesar de que le prometí que nadie sabría de su existencia, creo que entenderá que vosotros sois diferentes… y me gustaría que se presentara él mismo.

—Por supuesto, si no quieres, todos lo entenderemos —sigue Costera hablando esta vez al vacío—, y nadie te lo echará en cara, demasiado has hecho ya por nosotros. Pero, de verdad, créeme que estos compañeros son de total confianza, nunca me han defraudado. Me encantaría cerrar el círculo de esta investigación, no tengo otro motivo para volver a hablar directamente contigo.

Los policías, incluido Ramírez, miran a su alrededor con los ojos muy abiertos. Angulo parece que se va a salir de la pantalla del teléfono móvil.

—Está bien, aunque esto no es lo acordado, inspector.

—¡Gracias! —exclama feliz Costera—, ¿puedo entonces presentarte yo?

—Adelante.

—Compañeros, os presento a Gabino Pentecostés, el narrador de esta historia.

El inspector guarda silencio esperando un saludo que los policías no son capaces de articular, tampoco Ramírez que, a pesar de conocer previamente la existencia del narrador, está asombrado de haberme escuchado. Deja que Costera siga para no abrumarles más.

—Él es quien nos ha ayudado y se lo agradezco una vez más. Gabino es un narrador profesional, tiene una gran experiencia y siempre ha sabido mantener la discreción que exige su oficio…, siempre hasta ahora, que le hemos obligado a manifestarse.

—Pero… —interviene confusa Contreras—, entonces, ¿Gabino es uno de nosotros?

—Así es —responde Costera—, aquí todos formamos parte de la imaginación de quien nos ha creado. La clave está en que, hasta ahora, la figura del narrador estaba tan ligada a la del escritor, que siempre hemos pensado que eran uno.

—Y claramente no es así —termina la frase Angulo.

Claramente, inspector Angulo —me atrevo a intervenir—. Y aprovecho esta ocasión para pedir al inspector Costera una aclaración que nos vendrá bien a todos; si es posible, claro.

—Por supuesto —me responde Costera—, lo que necesites.

—¿Cómo supisteis de mi existencia? He narrado multitud de historias y jamás me había pasado esto.

Costera mira al subinspector y, cuando recibe su mirada de aprobación, me contesta.

—Hace un tiempo, en otro caso de asesinato, el subinspector Ramírez y un servidor fuimos partícipes de una investigación muy enrevesada y con muchos factores diferentes en juego. Mientras se desarrollaba la misma, que se estaba alargando demasiado, nos vimos envueltos en ciertas contradicciones que no entendimos, emprendíamos vías de investigación que luego se quedaban sin respuesta, aparecían sospechosos nuevos que, igual que llegaban, desaparecían de la historia sin que su presencia hubiera tenido un sentido. Finalmente, terminamos el trabajo de manera muy brusca, encontrando al culpable de un día para otro. Fue todo un sin sentido. Faltó tanta coherencia y lógica que nos quedamos muy sorprendidos. Fieles a nuestra condición de policías, en los días posteriores estuvimos barajando diferentes hipótesis de lo que había podido ocurrir y llegamos a la conclusión de que solo podía haber pasado una cosa, habíamos estado en manos de algún inexperto, pero ¿de quién?… Solo encontramos una posibilidad: quien creó la historia lo hizo tremendamente mal. En un principio nos quedamos con esa idea, pero según le dábamos más vueltas, ya sabéis que somos muy pesados, no entendíamos cómo tan mal guion estuvo tan bien contado, porque la narración fue perfecta, con lo que aventuramos la teoría de que el narrador fuera una figura diferente al escritor.

No entiendo —le interrumpo—, a mí me hiciste ver que yo también soy un personaje literario como vosotros, que soy fruto de la imaginación del escritor.

—Eso es.

—¿Entonces cómo puede ser que un mal guion, redactado por alguien inexperto, sea tan bien relatado, si el narrador es creación del mismo escritor?

—Porque cada personaje imprime su carácter en la historia, y a medida que vamos acumulando apariciones vamos adquiriendo una personalidad cada vez más fuerte y definida. ¡Nos vamos haciendo reales!

—Y el escritor cada vez puede manipularnos menos —interviene Ramírez—, llegan a depender de nosotros tanto como nosotros de ellos.

—Después de aquel caso —continúa Costera— llegamos a la conclusión de que el narrador no podía ser el mismo escritor; y, si eso era realmente así, se trataría de un personaje que, según se le creara, en algunos casos podía ser omnisciente y conocer toda la historia, lo cual para una investigación policial sería maravilloso. Nos imaginamos poder consultar a alguien con esa capacidad… ¡No habría caso que se nos resistiera!

No habría casos, Costera —vuelvo a intervenir—, se perdería toda la magia de la literatura. Si siempre lo conociéramos todo, no habría manera de crear tramas con misterio.

—A esa conclusión llegamos también nosotros, por eso aparcamos la teoría y nos prometimos no volver a hablar de ella… Hasta el otro día.

Pero decidisteis preguntarme —digo con cierta molestia.

—Estábamos desesperados, se iba a echar a perder el caso… y el libro.

Se establece un silencio en el que todos reflexionamos sobre lo escuchado. El resto de los policías no se atreven a intervenir, y parece que Costera quiere cerrar la explicación, pero no se atreve a hablar si yo no le doy paso.

—¿Y ahora? —le pregunto.

—Ahora puedes estar tranquilo de que por nuestra parte todo va a seguir como antes de esta historia. Creo que hablo en nombre de todo mi equipo.

Asienten todos dando la razón a su líder. Costera sigue hablando.

—Nadie que tú no quieras va a conocer tu existencia.

Confío en vosotros.

—Lo que haga el escritor ya no es cosa nuestra. Estamos en sus manos, aunque no creo que le interese mucho romper una de las reglas más antiguas de escritura.

Yo siempre he querido permanecer en el anonimato —añado—. No sé por qué esta vez me dejé llevar y accedí a trabajar con un escritor tan inexperto. Supongo que me sedujo la posibilidad que me ofreció de poder presentarme a los lectores… inocente de mí. Me creí superior a mi creador.

—Bueno, pero no ha salido mal del todo, ¿no?

—Ya veremos —respondo—, eso lo juzgarán los lectores.

Madrid, diciembre 2018

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Asesinato
en La Estrella

los libros de lola

A Beatriz, mi mujer.

I

Hola, lector, me presento: mi nombre es Gabino Pentecostés y soy narrador profesional. A mí más me gustaría decir que «soy cronista o relator», pero quien me ha pedido que te cuente esta historia prefiere que me presente así: narrador, y debo hacerle caso.

¿Te habías planteado alguna vez mi existencia? Permíteme dudarlo, somos los grandes inadvertidos. Estamos a tu lado, trabajamos para que puedas disfrutar de las historias, te acompañamos y guiamos durante esos momentos en los que decides viajar a través de un libro… y, seguramente, nunca te has parado a pensar en que existimos. Ese es nuestro gran inconveniente. Todos nos conocéis sin ser conscientes de ello. La fama y el mérito siempre es para quien escribe, nunca para quien narra. No te preocupes por ello, ya estamos acostumbrados y, además, hoy puedo dedicar estas líneas a presentarme antes de iniciar la narración. El autor me ha dado permiso para ello, y no pienso desaprovechar tal oportunidad.

Entiendo que eres una persona aficionada a la lectura, que habrás leído bastantes libros y que cada uno de ellos te habrá hecho disfrutar de una historia diferente. Con cada uno de ellos habrás gozado más o menos. Te habrán emocionado, te habrán decepcionado, te habrán hecho sufrir, te habrán quitado el sueño, o te lo habrán facilitado. Da igual, cada uno, dentro de su género literario, tiene un objetivo que puede haber cumplido, o no; algo que tampoco es relevante para lo que te quiero hacer ver.

Por supuesto, sí tienes claro que cada historia contenida en un libro ha sido redactada por un escritor; y, cuando haces el balance al final tras la lectura, a quien juzgas es a esa persona: al autor. Puede ser para bien o para mal —eso vuelve a ser irrelevante— pero solo lo recordarás a él.

¿Alguna vez te has planteado que no es el escritor quien cuenta esa historia? Ellos, los escritores, solo escriben. Pero, para culminar su trabajo y llegar a vosotros, lectores, tienen que usarnos a nosotros: los narradores profesionales, quienes de verdad sabemos relatar lo que ellos han escrito.

En nuestro gremio tenemos especialidades. Están los que se ponen en la piel del protagonista y narran todo en primera persona, los que se hacen omniscientes y hablan con un conocimiento total de la situación, los que interpretan toda la historia desde el punto de vista de un personaje secundario… también podemos trabajar como una pareja o como un grupo. Podemos acoplarnos a cada uno de los diferentes personajes estableciendo diferentes perspectivas a la vez, o incluso situarnos en momentos temporales diferentes… Cualquier situación que se le ocurra al escritor, la hacemos posible; nos adaptamos a lo que nos pida, seguimos sus órdenes y hacemos nuestro trabajo. Y siempre con un objetivo claro: cuanto menos se note nuestra presencia, mejor.

Tú, lector, no tienes por qué saber de nosotros, tú solo tienes que recibir la historia como nos pide el autor que te la hagamos llegar. Si efectivamente hasta ahora no te habías dado cuenta de que existimos es porque hemos realizado bien nuestro trabajo. Cuando nos equivocamos, mezclamos tiempos, nos salimos del personaje que nos han asignado o cometemos cualquier otro fallo, entonces convertimos la historia en un fracaso. Tu sensación cuando hayas terminado de leerla será mala; quizá no sepas por qué, pero será así.

Seguro que ahora, después de haber leído esto, estarás entendiendo por qué te digo que, para bien o para mal, al final de leer un libro a quien se le atribuye el éxito —o el fracaso— es al escritor. A nosotros, los narradores, nada. Al no estar reconocidos, no se nos dedica ningún comentario; a pesar de que, como creo que también estarás entendiendo, somos imprescindibles para que el escritor llegue a ti. Por eso, cada vez más, reclamamos ser parte visible del proceso, atribuirnos la parte de ese éxito —o de ese fracaso— que justamente nos corresponde. Aprovecho esta presentación para ello.

Por supuesto que, dentro de mi profesión, como en todas, los hay mejores y peores, con más o con menos virtud para narrar y con más o menos experiencia acumulada; y eso, como en todas las profesiones también, es lo que hace que nos llamen unos escritores u otros, que trabajemos con los grandes o que tengamos que empezar con los noveles. En ese aspecto, poco nos diferenciamos de cualquier otro profesional. Cuando nos iniciamos en la narración, lo hacemos siempre con mucha ilusión, poco conocimiento y muchas dificultades. Progresivamente vamos acumulando libros, nos promocionamos personalmente, ascendemos, nos vamos dando a conocer entre los autores y vamos adquiriendo mayor caché profesional. Nada diferente, de nuevo, a cualquier otro trabajo.

Mi caso en concreto no se diferencia mucho al de otros compañeros. Empecé a narrar muy joven y casi por casualidad. Como muchos otros, yo quería ser escritor. Empecé con varios relatos y pequeñas novelas, aunque la verdad es que creo que no se me daba muy bien. Ya entenderás que para dar a conocer mis historias tuve que contactar con narradores que quisieran relatarlas. Trabajé con bastantes, pero nunca me quedaba satisfecho: no llegaban a transmitir lo que yo sentía al escribir, continuamente les intentaba explicar mi manera de entender su profesión. Siempre con el fin de que me comprendieran, les hacía narraciones de mis propios escritos; ellos intentaban hacerlo como yo les pedía, pero nunca daba su trabajo por bueno, y se cansaban de mí. Así estuve durante un tiempo, hasta que uno de ellos me echó en cara que, si tan bien se me daba, me dedicara yo a narrar historias, y esa fue la clave de mi conversión: le hice caso. Empecé a relatar mis propias historias, mi manera de hacerlo gustaba y, lógicamente, con el tiempo me fueron conociendo otros escritores que me pedían que trabajara para ellos. Poco a poco me hice un nombre dentro de la profesión. Desde entonces he trabajado mucho y me enorgullezco de ser actualmente uno de los mejores. Está mal que sea yo quien lo diga, pero es así; Gabino Pentecostés es un nombre muy reconocido dentro de los narradores profesionales.

He relatado muchos libros que has leído. Estoy seguro de ello, aunque mi responsabilidad profesional me impide darte ejemplos. Mi cartera de clientes te sorprendería, y la lista de éxitos que he hecho realidad también. Trabajo con los más afamados escritores de habla castellana, y muchos de ellos me esperan para lanzar sus novelas… Y, hasta ahora, todo esto tú no lo sabías, es imposible; de hecho, ni sabías que existo.

Llegados a este punto de mi vida —y de mi profesión— en el que tengo las necesidades básicas más que cubiertas y que, gracias a mi experiencia, puedo seleccionar con quien trabajo, me encuentro en un momento en el que solo estoy aceptando relatar proyectos que me aporten algo a nivel personal. Cada vez soy más exigente con los escritores que se dirigen a mí. Por eso me sorprendió tanto recibir la propuesta de esta historia que tienes en tus manos, y aún más me sorprendí yo mismo al aceptarla.

Fue un día de invierno cuando un escritor novel, a través de un colega, consiguió hablar conmigo y presentarme su proyecto. Al principio no le hice mucho caso, le escuché por educación y maldiciendo al compañero que le había traído. Me presentó su segunda novela, bastante más trabajada que la primera —me dijo— y, sobre todo, con mucha ilusión y mucho esfuerzo detrás. No me pareció nada diferente a muchas otras que había rechazado previamente hasta que me habló de mí. Eso fue lo que me enganchó. Me dijo que nuestra figura, la de los narradores profesionales, era la gran infravalorada del sector literario; me supo decir lo que yo quería oír y me ofreció la posibilidad de presentarme en un primer capítulo antes de empezar la narración. Hasta ese momento, nunca me lo había planteado: yo, Gabino Pentecostés, tan valorado y tan desconocido, tenía la opción de hablar de mí mismo a los lectores. ¡Eso sí que me aportaba algo a nivel personal! Por eso tardé poco en decirle que sí, que iba a trabajar para él narrando su modesta novela. Y aquí me tienes.

Ahora ya me has conocido y sabes mi nombre. Como no sé si en un futuro tendré otra ocasión como esta para comunicarme contigo, quiero agradecer enormemente esta oportunidad al autor, Daniel Carazo, y le deseo lo mejor en su complicada andadura como escritor. Él ha sabido ver que todos tenemos nuestro ego y que nos gusta el reconocimiento público de nuestra labor.

Hasta aquí intervengo, lector, no te aburro más; a partir de ahora de­saparezco y hago mi trabajo. Te seguiré hablando para narrarte la historia que has decidido leer; al fin y al cabo, es lo que me gusta y sé hacer bien. Espero no defraudarte. Creo que no volveremos a comunicarnos, al menos hasta el final del libro. Si el autor me vuelve a dar otra oportunidad de aparecer, no dudes que te lo haré saber.

Disfruta de este libro y de mi narración.

Gabino Pentecostés

narrador profesional

II

Patricia llega temprano a La Forastera, la casa rural que regenta desde hace un tiempo. Como todos los lunes, tras un fin de semana en el que afortunadamente la ha tenido alquilada, toca recoger y dejarla lista para los siguientes huéspedes, que espera no tarden mucho en aparecer porque el negocio lo necesita. Aparca en la puerta y se dispone a entrar, pero ni se imagina que ese lunes no va a ser como los demás, lo que se va a encontrar dentro alterará por completo la rutina de sus próximos días.

Es propietaria de la casa rural desde hace casi dos años; en concreto, desde que terminó la aventura de un matrimonio abocado al fracaso desde su inicio. Se casó muy joven. Era la pretendiente ideal en el laboratorio donde, recién licenciada, empezó a trabajar. Como no podía ser de otra manera, su jefe se fijó en ella y no la dejó escapar, la abrumó con carísimos regalos, viajes de lujo y miles de atenciones. Ella se dejó engatusar. Una vez unidos, ella lo dio todo: dejó su trabajo y siguió a su flamante marido por todos los destinos laborales a los que este accedía. Mientras ella se estancaba profesionalmente, él se promocionaba cada vez más. Pero el tiempo pasó, los hijos no llegaron y su cuerpo, aunque seguía luciendo la misma figura envidiable, perdió la frescura de los 23 años. Fue entonces cuando tomó consciencia de la falta de amor en su hogar. Su marido se había cansado, y se fue con una becaria diez años menor que ella. ¡Cabrón! Creyó morir, dependía por completo de él, no tenía recursos económicos propios y la falta de hijos la dejaba sin pensión. Pensó que no iba a ser capaz de rehacer su vida, ya tenía una edad y aquel golpe anímico era muy fuerte. Tras varias visitas al psicólogo —financiadas por una buena amiga— se dio cuenta de que era mejor haber terminado con esa farsa. Si no la quería, mejor cada uno por su lado; sobre todo, si no tenían esos hijos que les habrían obligado a seguir viéndose. Al fin, decidió huir de Madrid, tenía que dejar esa vida gris en la que había acabado inmersa dentro de aquella ciudad también gris. Había llegado el momento de replantearse su vida, y todavía estaba a tiempo.

La oportunidad de montar una casa rural surgió casi por casualidad. A través de otra amiga, que trabajaba en la Consejería de Cultura de Castilla-La Mancha, le llegó la convocatoria de unas subvenciones para abrir ese tipo de establecimientos en esa comunidad autónoma. Ella nunca se había dedicado a nada parecido, pero su precaria situación económica, la disponibilidad para cambiar de residencia y su estatus de divorciada favorecieron mucho su acceso a dichas ayudas. Consiguió una. Las condiciones que aceptó la obligaban a abrir un alojamiento turístico rural, ya fuera nuevo o un traspaso, en cualquier pueblo de Castilla-La Mancha, y mantenerlo en funcionamiento durante un mínimo de cinco años.

Empezó a viajar por la zona donde debía instalarse, hizo una selección de los posibles pueblos y decidió, por su cercanía a la capital y por ser un destino tan turístico, hacerlo en la provincia de Toledo, aunque no acababa de encontrar la casa ideal. Las que le gustaban eran muy caras para sus recién adquiridos recursos, y el resto no cumplían sus expectativas para dedicar tanto esfuerzo en ellas. En su empeño fue visitando pueblos cada vez más pequeños hasta que, en uno de esos viajes, llegó a uno que la enamoró solo por su nombre: La Estrella de la Jara. Tres o cuatro visitas más la convencieron de que ese era su destino final, y reforzó su decisión el hecho de que allí, por fin, encontró en venta una casa vieja que era perfecta para acondicionarla como alojamiento rural. Pensó que era una buena oportunidad. La gente del lugar había sido muy acogedora con ella, y la casa en sí le había encantado. Es verdad que iba a tener que destinar más recursos de los deseados para reformarla y modernizarla un poco, lo que le iba a vaciar los bolsillos, pero confiaba en que merecía la pena. Sí que tenía muy clara una cosa: bautizaría a su establecimiento igual que la llamaban a ella por las calles del pueblo, La Forastera.

Pasó el tiempo y, tras muchas dificultades, consiguió poner en marcha la casa rural. Los primeros meses de trabajo, como era de esperar, fueron muy duros; los gastos superaban con creces a los ingresos, el pueblo no era muy conocido y costaba llevar hasta allí a los potenciales clientes. Con perseverancia, un buen trabajo en redes sociales y muy buena atención a los que se la alquilaban, consiguió despegar y que el boca a boca fuera su mejor publicidad.

También le ayudó a aguantar esos primeros meses el volver a vivir con un hombre; algo que no entraba en sus planes, pero Mario apareció y se quedó en su vida. Él no era del pueblo, venía de Talavera de la Reina, donde había estado contratado durante un tiempo, pero se quedó a vivir en La Estrella porque era una buena zona de caza. Cuando la conoció estaba sin trabajo y se ofreció para ayudarla con la reforma de la casa. Al terminar siguió con la decoración, y ahora le ayuda con la gestión y el mantenimiento, aunque cada vez menos. Ella tiene claro que el negocio es suyo, y no piensa cometer el mismo error que la llevó hasta allí. Actualmente viven juntos en el pueblo, se hacen compañía y se quieren; con eso les basta, ninguno de los dos busca más pasión. Ella se dedica a la casa rural, y él va trabajando por aquí y por allá, donde le sale algo, tampoco necesita más.

La Forastera es ahora un negocio estable que le permite vivir con cierta solvencia. La gente de La Estrella la ha aceptado por completo, y se siente una vecina más. Cuando necesita escapar a la ciudad, cierra las reservas y pasa unos días en Madrid, los suficientes para acordarse de lo que la expulsó de allí y querer volver al pueblo.

Suele alquilarla los fines de semana, casi siempre de viernes a domingo, y en contadas ocasiones consigue que alguna empresa organice allí unas jornadas entre semana. Lo normal es que reciba a los inquilinos el viernes por la tarde: les enseña la casa, explica su funcionamiento respecto a luz, calefacción, agua y todo eso, presenta la zona y las actividades que pueden hacer por allí, les deja las llaves y, si no tienen ningún problema, deja cobrado el importe del alquiler para que el domingo se vayan cuando quieran dejando la puerta cerrada y las llaves dentro. Ella vuelve el lunes, se asegura de que esté todo en orden y, normalmente, aprovecha ese día para limpiar y dejarla lista para los siguientes clientes.

Esa mañana, como otros tantos lunes, Patricia abre la puerta de La Forastera, despreocupada, pensando en las ganas que tiene de que llegue la primavera con su buen tiempo y la temporada alta de alquiler. De manera automática echa la mano al colgante de la pared donde tenían que haberle dejado las llaves, pero no las encuentra. Mira también en la mesita de la entrada y en sus cajones, no están. Busca por el suelo, por si acaso, y tampoco las ve. Internamente se sorprende y se enfada. No es la primera vez que ese huésped, un tal Rodrigo Estébanez, ha estado alquilado allí, y nunca ha tenido un contratiempo con él; siempre ha sido un hombre muy formal en todos los trámites, excepto en la manera de realizar las reservas. Habitualmente, contacta con ella por teléfono unos días antes, le alquila la casa completa pidiendo discreción absoluta en su llegada, durante su estancia y hasta su salida. Aunque ella jamás ha llegado a verlo, nunca le ha dado ningún problema. Siempre paga por adelantado con un ingreso bancario realizado por ventanilla y en efectivo, jamás solicita factura y le pide que le mande las llaves a un apartado postal de Talavera. Patricia sospecha que es alguien que quiere mantener en secreto alguna relación y que usa la casa como nido de amor; de hecho, cuando está allí, jamás sale de la casa. Patricia no sabe cómo lo consigue, pero nadie le ve llegar ni salir, seguramente lo haga de madrugada. A ella, eso siempre le ha dado igual; los vecinos deben de pensar que esos fines de semana la casa está vacía, nunca le han hecho ningún comentario sobre el misterioso huésped, y a ella le interesa ese alquiler, ya que se está convirtiendo en un cliente habitual. Si por lo que sea esta vez se ha olvidado de dejar las llaves en su sitio, le va a ser difícil localizarlo, lo que supondrá tener que cambiar todas las cerraduras, con el gasto extra que eso genera.

Anda pensando en eso cuando percibe algo. No sabe muy bien qué pasa, pero empieza a intuir que la casa no está vacía. ¿Se habrán quedado dormidos? Decide a hacerse notar antes de encontrarse con alguna situación comprometedora.

—¡Hola!… ¡Soy Patricia!… ¿Están aquí?

Silencio.

—¡Hola! —chilla más alto—, ¿señor Estébanez?

Silencio de nuevo. Nadie contesta, pero sigue habiendo algo que, sin saber qué es, no la deja tranquila. Patricia empieza a ponerse nerviosa. Cuando eso le pasa, le tiembla ligeramente el pulso. En realidad es muy miedosa y, aunque nunca le ha pasado nada con ningún cliente, siempre ha tenido el temor de que estando ella sola alguno le pueda hacer algo.

Cierra tras de sí la puerta de entrada y la casa se queda en penumbra, avanza casi a tientas por el salón hasta el ventanal del fondo que tiene la persiana prácticamente bajada, la sube bruscamente, haciendo más ruido de lo normal, para que entre luz y, si hay alguien en el piso superior, la puedan escuchar. El sol irrumpe en la sala dejándole ver claramente que, al menos allí, no hay nadie; todo está ordenado y limpio, la única señal de que la casa ha sido habitada el fin de semana son las ascuas todavía templadas de la chimenea. Se gira para mirar a su alrededor. En esa planta, además del salón, hay una cocina, un cuarto que usan como almacén para guardar productos de limpieza, sábanas, mantas, herramientas y cosas así, y un pequeño aseo. Controlando sus nervios entra en la cocina y lo encuentra todo perfecto: recogida y limpia, incluso con la vajilla fregada en el escurridor. El cuarto destinado a almacén está cerrado, cosa que no le extraña porque los huéspedes no suelen acceder a él. Lo abre por si acaso, y en su interior todo está como ella misma lo dejó la última vez que estuvo allí. Finalmente, accede al aseo que —situado al otro lado de la puerta de entrada— no se usa normalmente, la puerta está cerrada, y Patricia no puede evitar llamar antes de abrirla.

—Señor Estébanez, ¿está aquí?

Silencio una vez más. Patricia entra y vuelve a encontrárselo todo en perfecto estado. Lo deja nuevamente cerrado y se queda un minuto allí de pie. No le queda más remedio que subir a la planta de arriba. Cuatro dormitorios y otro cuarto de baño esperan su inspección. Coge aire en el rellano de la escalera, sigue sin saber por qué pero le da miedo subir. Al temblor de manos, que no desaparece, se le une una respiración más agitada de lo normal. Sube los dos primeros tramos de las escaleras y se vuelve a parar, mira hacia arriba y escucha ese indescifrable silencio que lo invade todo; no consigue calmarse, todo lo contrario, cada vez está más nerviosa. Sin ánimo de esperar respuesta vuelve a preguntar, como si el haber subido hasta allí hiciera llegar mejor su voz.

—¡Hola!… ¿señor?, ¿señora?… ¡Soy Patricia!

Se queda quieta esperando respuesta, desde donde está llega a ver las puertas de tres de los primeros dormitorios, están abiertas y el interior oscuro, son las habitaciones menos lujosas de la casa, normalmente se destinan para los hijos cuando viene alguna familia. Sube muy despacio el resto de la escalera para alcanzar con la vista la entrada del dormitorio principal y del cuarto de baño común a esas habitaciones, ambos cerrados. Revisa las primeras estancias, las recorre rápido porque sabe que no va a encontrar nada raro, va entrando en ellas, sube las persianas y a pesar del frío exterior abre las ventanas; es una rutina habitual de los lunes que esta vez le está sirviendo para retrasar lo inevitable: entrar al dormitorio donde está segura de que hay algo diferente al vacío habitual. Vuelve al pequeño distribuidor y se enfrenta a las habitaciones cerradas. Ya ni pregunta si hay alguien, la habrían oído antes. Despacio se decide a abrir primero el cuarto de baño —está oscuro ya que no tiene ventana—, asoma la cabeza, consigue atinar el interruptor de la luz y lo pulsa, lo encuentra vacío y recogido, como si no se hubiera usado en todo el fin de semana; vuelve a dejarlo a oscuras y cierra la puerta. Ya solo le queda el dormitorio principal, la habitación mejor preparada de la casa y la que usan las parejas cuando vienen solas. Respira hondo, sacude hacia abajo las manos, todavía temblorosas y heladas, cierra un momento los ojos y abre despacio la puerta. Le sorprende que la habitación esté totalmente a oscuras, quizá demasiado templada para estar vacía. De repente, le inunda un fuerte olor y se tapa la nariz, no sabe a qué huele, es como un óxido; intenta sin éxito encender la luz porque el interruptor de al lado de la puerta no funciona — «otra reparación», piensa de manera mecánica—, si quiere ver algo, no le queda otra que acercarse a la ventana y subir la persiana. Cuando va a hacerlo se resbala y cae bruscamente, el suelo está pringoso, se apoya con las manos intentando levantarse y nota algo espeso y pegajoso, se pone cada vez más nerviosa; al fin consigue llegar a su objetivo y, cuando deja entrar la luz del sol, lo primero que ve es su propia mano manchada de sangre. Se gira y, ya presa del pánico, lo entiende todo. Ha resbalado sobre un charco de sangre espesa que cubre el suelo, sangre que ha goteado desde la cama donde sigue tumbado un hombre: pálido, inmóvil, con sus inertes ojos fijos en ella y con una gran herida en el cuello, casi separando la cabeza del resto del cuerpo.

Patricia solo acierta a gritar como no lo había hecho nunca y sale corriendo de la estancia.