Manuel Martín Hidalgo
Las huidas de Nélida
Primera edición: diciembre de 2019
© Grupo Editorial Insólitas
© Manuel Martín Hidalgo
ISBN: 978-84-17799-94-6
ISBN Digital: 978-84-17799-95-3
Difundia Ediciones
Monte Esquinza, 37
28010 Madrid
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I Parte
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X
XI
XII
XIII
XIV
XV
XVI
XVII
XVIII
XIX
XX
XXI
XXII
II Parte
XXIII
XXIV
XXV
XXVI
XXVII
XXVIII
XXIX
XXX
XXXI
XXXII
XXXIII
XXXIV
XXXV
XXXVI
XXXVII
XXXVIII
XXXIX
XL
XLI
XLII
XLIII
XLIV
I Parte
I
Llovía. Y lo hacía con esa fuerza destructora con la que cae la lluvia en las tormentosas tardes de verano. Sin embargo, era principios de otoño y parecía que Niza, esa ciudad costera hecha para que algunos pocos afortunados disfrutaran de sus fortunas, estuviera desierta, como si de ella se hubiera ausentado toda vida. Pero en realidad no era así. La turística ciudad mediterránea esperaba desperezarse pronto, como un gran monstruo marino, en cuanto el sol calentara un poco las fachadas de sus casas y el empedrado de sus calles. Entonces saldrían a ellas los miles de turistas que, impacientes y contrariados por la inoportuna lluvia de los dos últimos días, aguardaban en los salones de los lujosos hoteles… Pero en cuanto cesara la lluvia, todo volvería a ser como en los último días del verano: la alegría se desbordaría por sus calles, sus paseos y sus terrazas; los rincones escondidos de sus plazas y calles, se ofrecerán de nuevo al distraído turista, soleados, bañados por el sol mediterráneo y perfumados por los olores de la vegetación que el fresco aire de los Alpes arrastra en esa época del año. Volverían a resplandecer con el sol esos hermosos espacios pintorescos, otra vez colmados de luz, y todos llenos de vitalidad, vivos por sí mismos y por el bullicio del gentío que llenará sus calles. La ciudad de nuevo –como casi a lo largo de todo el año– será entonces, con el buen tiempo, un nido de alegría desbordada tal y como esperan todos sus visitantes, ahora secuestrados por los desapacibles días de lluvia, –una temprana y fastidiosa lluvia–, que se ha cernido sobre la antigua Nikaia, y los ha hecho guarecerse bajo la aburrida oscuridad mortecina de sus tardes. Las ampulosas copas de las palmeras del Paseo de los Ingleses –ese antiguo sendero construido para caminar cómodamente rodeando la bahía – no se distinguían desde lejos, ocultas por una densa niebla de lluvia.
Los comerciantes y tenderos esperaban, igualmente impacientes, a que saliera ese sol mediterráneo y volviera el esplendor a sus calles y plazas, por las que se verterían entonces, como en días precedentes, toda esa riada humana y gastosa que llenaría sus cajas.
Y así era; los turistas aguardaban a que volviera el azul a sus cielos porque para disfrutar de ese azul de mar y de cielo llegaban, desde todas partes del mundo, esos ricos visitantes que hacían de la ciudad de Niza la antesala del Paraíso. Era ésta, de todas las ciudades de la Costa Azul, la que más sobresalía por su selecto turismo.
Y, entre tanto volvía el ansiado sol, esa cosmopolita, rica y ociosa sociedad se entretenía, impaciente, dentro de los salones del Gran Hotel aquella mañana desapacible, nublada y fría de principios de octubre del año 1912, entre el humo de los cigarros puros de los caballeros, el intenso y embriagador perfumes de las encopetadas señoras y las voces altisonantes de los que se hablaban de un corro a otro.
Las nubes, oscuras y bajas, amenazaban esa mañana más lluvia; el viento soplaba con furia y las calles se mantenían desiertas; los pocos transeúntes que se aventuraban por ellas caminaban por la acera pegados a la pared, tratando de preservarse, en lo posible, del furioso elemento.
En el corazón de aquella vieja Europa se seguía disfrutando de los veinticinco años de paz, y sus habitantes se sentían conscientes de que vivían en el centro del universo y de que el resto del mundo giraba en torno a ellos. Y los hombres de grandes recursos económicos, valiéndose de los adelantos de la técnica, buscaban vivir de la forma más despreocupada, alegre y divertida posible, tanto como sus bolsillos se lo permitieran.
La estación de Niza, a la que llegaban diariamente trenes repletos de familias distinguidas, que buscaban un clima cálido donde pasar el invierno, rebosaba de una variopinta multitud a pesar del lluvioso día. Allí llegaban aristócratas de la nobleza rusa e italiana; también parisinos de la nueva sociedad burguesa, que crecía con enorme pujanza; allí llegaban ricos hacendados hispanoamericanos: ese gaucho hecho a sí mismo, heredero del emigrante de generaciones anteriores que, al fin, se había asentado definitivamente en las naciones nuevas de América y, engrandecida su hacienda, soñaba con el lujo de las ciudades más renombradas del otro lado del Atlántico. Y, hasta la realeza inglesa, buscaba el sol y la luz del Midí Francés, huyendo del persistente y húmedo invierno londinense. Todos estos viajeros, gentes de inmensas fortunas, prolongaban su idílico vivir en fastuosas casas de campo o lujosos hoteles de la Costa Azul, donde el mar y la montaña se estrechan en la armonía de una puesta de sol, digna de ser perpetuada en los lienzos por los más excelsos pintores que, también en Niza, buscaban, en la luz de tan bellos parajes, la inspiración que les hiciera alcanzar la fama.
Desde la ventanilla del tren, pasado Toulon, ya la joven Nélida y Doña Adela, su madre, habían podido contemplar el maravilloso paisaje y las casas de campo rodeadas de huertas, con crecidos naranjos, cerezos o palmeras; con grandes e hirientes terrazas que se asomaban al mar como la enorme proa de un orgulloso galeón español, a las que habían profusamente adornado sus moradores con copias de estatuas, rememorando a la Grecia Clásica, incluso con algunos miembros cercenados para dar mayor verosimilitud de realismo y autenticidad a aquellas modernas piezas de taller.
Acababa de llegar a Niza un tren repleto de turistas, pasajeros de un lujoso trasatlántico atracado en Marsella. Y en la recepción del Gran Hotel había esa mañana un enorme bullicio y viva agitación. Los mozos no cesaban de subir equipajes a las habitaciones.
Entre todos los recién llegados, por su numerosa prole que arrastraba tras de sí, y por su voluminoso equipaje que varios mozos se afanaban en bajar y reunir en el vestíbulo, destacaba don Jorge Máñez de Lara, rico hacendado argentino, que constantemente fumaba gruesos puros que dejaban a su alrededor una nube de humo de agradable y masculino olor. Mientras terminaban los mozos con el equipaje, su mujer, doña Adela, y su hermosa hija mayor, Nélida, admiraban la elegancia y el estilo de todas las damas que iban y venían por el hall, pavoneándose y sintiéndose dueñas del trozo de mundo que con sus fortunas habían conquistado, envueltas todas ellas por una estúpida arrogancia que les rebosaba hasta por encima de sus floreados sombreros.
La joven Nélida, asombrada y extasiada, recorría los salones suntuosos que engullían a toda esa gente que cantaba, hablaba de cosas que apenas ella entendía, que escuchaba música o que, rota su moralidad de andar por casa, se amaba ajena a todas las conveniencias sociales hasta las primeras luces del alba. Allí todos sabían que podían saltarse las normas que encorsetaban sus vidas en sus lugares de orígenes, –siempre que sus pecados y faltas no salieran más allá de las puertas de sus habitaciones –, y participaban de esa despreocupada y bella época que les había tocado vivir, mimados además por sus inmensas fortunas.
A la hora de la comida, una gruesa cortina de lluvia se veía caer tras los cristales de las amplias ventanas, oscureciendo ostensiblemente el comedor del Gran Hotel donde, al contrario que en el vestíbulo, reinaba un venerado silencio, sólo roto al entrar en tromba, con gran algarabía y bulliciosas carreras, la chiquillería de don Jorge, a la que precedía una muchacha de unos quince años, que despuntaba en belleza al igual que su hermana mayor y que, ayudada por la nurse, intentaba hacerse obedecer por dos niños más pequeños; detrás otra niña, larguirucha, callada y tímida, que caminaba tras ella. Seguía al cortejo de tan lindos querubines doña Adela, un tanto tímida y siempre temerosa de quedar en ridículo en tan desconocidos ambientes, del brazo de su hija mayor, único apoyo que encontraba en su monótona vida; y, por último, don Jorge, el desafiante gallo del corral, pletórico de suficiencia y rebosante de vanidad.
Todos los comensales levantaron sus miradas cuando, tras los más pequeños, apareció la joven Nélida del brazo de su madre.
La criolla, de una apariencia angelical, revestida de elegante timidez, con su porte alto y esbelto, con su tez morena y aceitunada que contrastaba con las blanquecinas y nacaradas de las otras mujeres que se sentaban ya a la mesa, y con sus andares cadenciosos, acoplados a los de su madre, dejó un halo de cercana sensualidad conforme avanzaba por el pasillo que hizo, a su paso, volver la cabeza a los hombres para mirarla con insistencia y deseo. Las mujeres, por el contrario, la miraron con expectación y con un punto de recelo, y hasta de rabia en sus ojos, al descubrir a una extraña, ajena al grupo ya formado de años anteriores, y ante una posible rival que podría romper el equilibrio social ya establecido desde hacía tiempo.
Al instante subió el eco de las murmuraciones y cuchicheos que levantara la entrada de las dos mujeres. Detrás, don Jorge, lleno de satisfacción, ocupando todo el pasillo central y mirando con sonrisa abierta a uno y otro lado. El rico hacendado era de mediana estatura y complexión fuerte; pero lo que más intimidaba, a propios y extraños, no era la rudeza de sus manos, gordas, de dedos gruesos y cortos con ostentoso anillo de oro en el anular, ni la voz portentosa, redonda y bronca como un trueno, sino la mirada intensa de unos ojos pequeños, redondos e incoloros que, en la explosión del arrebato, se encendían como si fueran el reflejo de toda la pampa ardiendo. Cuando miraba así, toda la familia, al igual que la servidumbre, temblaba bajo su autoridad; se unía a su mirar, para acentuar aún más su fiereza, una antigua cicatriz vertical que partía a la ceja izquierda, sin vello, en dos. Nadie, hombre o mujer, era capaz de sostener su mirada. Gaucho de postín, tras sus labios finos, –lo único delgado de su persona –, que daban ese tono de relamida crueldad que se observa en algunos cuadros de personajes históricos, aparecían unos dientes grandes y amarillentos que no se preocupaba por ocultar mientras mordía con delectación su grueso cigarro puro.
Don Jorge había trabajado con la dureza y el afán propio de los gauchos; había sacrificado todo su ser al engrandecimiento de su hacienda en una pelea dura y continua con los hombres y la naturaleza. Cada año se empeñó más y apretó más el cinturón de la estrechez a su familia, pero cada año rompía lindes y añadía nuevos terrenos colindantes a su hacienda, arrebatados no siempre en buena lid a sus vecinos. Manadas de cabezas se juntaban a sus rebaños y, cuando hubo necesidad de carne, él abasteció como único vendedor, y sin competencia, los mercados. La fama y riqueza de don Jorge sobresalió sobre todos los hacendados del contorno.
Atravesaba, don Jorge, sin embargo, en esos momentos, la crítica edad en la que un hombre comienza a hacerse avaro con su vida, a querer saborear cada uno de los instantes de su conquistada riqueza, a estrujar todos sus momentos y sorber con delectación cada uno de ellos, para sacarle el mejor sabor y el máximo jugo a cada gota de cada día que se iba para siempre, y ya del todo irrecuperable. Inmensamente rico, había querido ver por sí mismo a aquellas gentes lejanas de Europa de la que tanto había oído hablar. Una vez en la famosa y renombrada Europa supo que, también en ella, podía mostrar su planta y allanar caminos con su dinero. Y, lleno de orgullo y satisfecho de sí mismo, se pavoneaba por aquellos salones lujosos en los que se encontraba tan a gusto como en la misma pampa, cual único gallo en corral ajeno, soltando requiebros por aquí y por allá con su habla cálida y zalamera, que engatusaba.
Pero su ambición iba mucho más allá de la posible conquista personal o de la consecución de una noche de placer con una de aquellas exquisitas damas, de las que ya se había apercibido de que no le hacían ascos. Don Jorge, alardeando de su riqueza a sabiendas, sembrándola entre toda aquella nobleza a la que sabía de rancio abolengo, pero en la que algunos de sus miembros, seguramente no tenían sus arcas tan repletas como las suyas, intentaba la conquista de uno de esos apellidos ilustres, de un blasón que colocar en la pared de su salón para vanagloria de sus sucesores y envidia de sus vecinos, último bastión que le quedaba por alcanzar a su orgullo. Y para ello sabía que disponía de una buena mercancía para el trueque: su hija mayor, Nélida.
En el comedor, los niños discutieron por el sitio en una algarabía de empujones y carreras alrededor de la mesa, en la que la nurse, menuda y de marcado acento inglés, quería imponer su autoridad ante los pequeños comensales, sin mucho éxito por su parte, hasta que se sentó don Jorge. Entonces todos callaron, y se hizo el silencio en la mesa de la familia Máñez de Lara.
En la mesa de al lado, se sentaba una pareja joven a la que sólo veían los demás comensales y camareros a la hora del almuerzo. Nélida, que los tenía enfrente, se fijaba constantemente en ellos. Se sentaban ambos sin la rigidez protocolaria de los mayores, cuidando cada uno del otro. Sus miradas, cálidas y enamoradas, se concentraban en ellos mismos, y sus gestos cómplices denotaban que eran totalmente ajenos a todo cuanto aconteciera a su alrededor. En sus arrobos tiernos, impregnados de un ansia voluptuosa, ella dejaba abandonada su mano entre las de él, y cada uno sosegaba su mirada amorosa en los ojos del otro, sin parecer importarle el resto de comensales. La mujer, muy joven, rubia y elegante, tenía en sus ojos un brillo muy especial, ese que solo se tiene cuando se vive un instante de intensa felicidad. Nélida no se cansaba de observar en la mujer sus modales, su tocado o su forma de vestir. Había un suave resplandor en su rostro, propio de las almas candorosas que transitan por la vida sin sufrimiento alguno. Nélida, en cuanto creía que aquella joven no la miraba, volvía de nuevo sus ojos a ella como si la atrajera el magnetismo de su radiante felicidad. La espalda nacarada y recta, que mostraba el escote en pico de su vestido color crema, le parecía la guinda de la elegancia que desbordaba toda su persona.
Por el contrario, el rostro del joven se contraía de vez en cuando, y una sombra de inquietud empañaba el brillo de sus ojos cuando introducía con cierta voracidad el rostro entre las enormes hojas del periódico. Luego, por un momento, se volvía hacia la joven con una expresión preocupada, comentando seguramente la noticia leída. Y la joven, poniendo amorosamente su mano sobre la muñeca del hombre, mientras lo miraba con el mismo arrobamiento, lo tranquilizaba. A Nélida le parecían dos seres tan alejados de ella y de su mundo… Y, observándolos, sentía bullir la sangre produciéndole un extraño descontrol en su interior.
La lluvia continuó cayendo toda la tarde dejando inmerso al hotel en una desapacible oscuridad; los huéspedes que ya llevaban varios días soportando la inoportuna lluvia, parecían estar cubiertos de moho y aburrimiento, contrariados por la perspectiva de que ésta no iba cesar en todo el recién estrenado otoño.
A última hora de la tarde, la dirección del hotel organizó juegos de mesa, y anunció para el siguiente día un importante concierto de piano a cargo de un joven y consagrado músico de la propia ciudad, recién llegado de San Petersburgo tras una exitosa gira por varias e importantes capitales europeas. La noticia levantó murmullos de aprobación por parte de todos los huéspedes del Gran Hotel.
II
El concertista que apareció la tarde siguiente ante tan selecto auditorio era un joven alto y extremadamente delgado cuya faz, alargada y fina, acentuaba su delgadez; le caía sobre el hombro una larga y espesa cabellera negra que le daba el aspecto delicado y frágil al que algunas mujeres, con ese instinto entre maternal y lascivo, son capaces de amar hasta más allá de la pasión permitida.
El silencio que se hizo en toda la sala, una vez sentado el concertista frente al piano, era para el artista un silencio dulce del que gozaba en exceso, como preludio de los sonidos que él luego arrancaría de aquel viejo piano con la fogosidad de sus expertas manos. Cerró el pianista un instante los ojos buscando en su memoria las notas iniciales. La limpia ejecución con la que inició una sonata de Mozart, el sonido cálido que inundó la sala, llena de humos de tabaco mezclado con distintos y femeninos perfumes, y la tensión de sus manos recorriendo impetuosas el teclado intentando sacar la máxima expresividad del autor de la sonata, acapararon la atención de tan selecto público.
Un instante después, todos los músculos del pianista se sacudían en un espasmo artístico buscando la perfección que arrancaba de cada nota y que embaucaba el alma de los asistentes, sobre todo de las mujeres, muchas de las cuales, refugiadas en la intimidad de la música, con sus ojos igualmente cerrados como los del artista, dejaban que cada nota, tintada de su particular sentimiento, se posara en su piel y les produjera escalofríos en sus cuerpos cuando miraban absortas, –abiertos un momento los ojos –, la intensidad del movimiento de aquellos dedos, largos y finos sobre el teclado, timbrados de extrema sensibilidad, al imaginarlos por un momento recorriendo sus cuerpos ansiosos en los que serían capaces de arrancar los más maravillosos sonidos que existen en la naturaleza. Por un momento pareció que el espíritu de Paganini, de Berlioz, de todos los genios de la Música, habían bajado desde el más allá, y se había apoderado de las manos de aquel joven músico.
Nélida, sentada junto a su madre en la tercera fila de sillas, al principio contrariada, al igual que los demás por no poder salir del hotel a causa de la persistente lluvia, había permanecido rígida, ausente del exterior, reconcentrada en sí misma en infinitud de pensamientos como único refugio encontrado en aquella tarde triste de agua, aburrida entre tanta gente mayor. Pero conforme a sus oídos llegaban las primeras notas, redondas, anchas y sonoras del piano, que parecía se juntaban al aroma de las plantas del jardín mojadas por la lluvia, despertaba en ella también perfumes apagados, y comenzó a sentir, en armonía con el ritmo de su corazón, una agradable sensación de paz solitaria, una sugestión que la hacía atravesar barreras de un mundo hasta entonces desconocido para ella. Esta música llegaba, melodiosa y punzante, hasta ese recóndito lugar interior donde titilaban impulsos que hasta entonces le eran desconocidos. Tan distinta a todo sentía aquellas notas dentro de sí, que la sofocaban; un calor de fiebre se arremolinaba bajos los lóbulos de sus pequeñas orejas que le ardían. Su tez se tornó pálida y, olvidando su timidez, cerró los ojos mientras su mente se desviaba por derroteros que le infundían hondo desasosiego, a la par que una agradable sensación le subía de lo más profundo de su pecho. Influenciada por el ambiente y la triste quietud de la tarde, tampoco fue ella ajena a la fascinación que el joven músico despertó en tal auditorio.
En el rostro del artista, absorto en su música, se dibujaba la firme decisión del genio, del conquistador de almas y voluntades, del poseedor de toda la pasión que pudiera insuflar su arte. Con un movimiento rápido, imperceptible a veces, se mordía el labio inferior en un acto de búsqueda de la expresión infinita que, sus manos de carne, no podían conseguir, y un hilillo de sangre que asomaba en ellos enardecía aún más la imaginación de aquellas damas cuando levantaban un instante sus miradas hacia el pianista. Y Nélida, en una de esas miradas que ella también dirigía al artista, se encontró con sus ojos. Él se había dado cuenta de su mirada perdida, reflexiva, a veces ausente, como si en esos momentos su espíritu pastoreara en territorios lejanos o en ensoñaciones místicas; como si flotara en un paisaje de otro mundo.
Nélida, que había sido educada sencillamente, era conformista en su estado; sin ninguna clase de ambición; soñadora en el amor que las lecturas, en tantas tardes ociosas después de su vuelta del internado, la habían alimentado de fastidiosa rutina y de melancólica espera. Sin embargo, desconocía el propio poder de atracción que su belleza levantaba. Y, por una escalera de peldaños invisibles, subió aquella tarde desde el fondo de la vasta pampa, en donde había disfrutado a lo largo de los años de su adolescencia tranquila y de un mundo circular y cerrado, vivido en sus tardes de tranquila soledad, al tumultuoso y atractivo mundo de los hombres. Con cada nota que escuchaba parecía recibir un impulso de rebelión. Sus sueños se le escaparon del corsé donde habían estado comprimidos durante dieciocho años, y buscaron el conocimiento del mundo deslumbrante que tenía a sus pies, del que pensaba que podría disfrutar, y por el que creía poder caminar sin tropezar.
Su madre, con la que le unían lazos de verdadero afecto y amor, lazos serenos y dulces, y en la que se había recostado encontrando en su ternura un fuerte punto de apoyo conforme había ido creciendo, alguna tarde, en la quietud de la tranquila espera vespertina, viéndola hacerse mujer a su lado, le había advertido: « ¡Cuidado, hija! el destino es el brazo de un dios envidioso que no consiente la felicidad de los humanos. Y el amor se ensaña con aquellos que tienen las defensas más débiles; puede ser maravilloso, o bien, tan cruel, que puede llegar a destruir ». ¡Cómo, y con cuánto dolor, recordaría luego aquellas palabras!
Cuando terminó el concierto, –la lluvia seguía golpeando los ventanales y la noche se había apoderado de la calle –, los oyentes se dispersaron por los salones, vestíbulo y pasillos comentando las excelencias interpretativas del joven artista, y tratando de que la tarde gris y fría no apagara esa «joie de vivre» que habían venido a buscar todos ellos desde tan lejanos lugares.
Nélida sintió que sus pies pisaban nubes de algodón, que el suelo se ondulaba a sus pies, y que la muchacha que se había sentado una hora antes, se había quedado pegada a la silla, y que era «otra Nélida» la que se había levantado. Toda ella resplandecía; sus ojos habían tomado un tono de languidez que lejos de apagar su brillo, parecían mirar hacia más adelante con extraña complacencia. Tomó conciencia al mirarse en los grandes espejos de marcos dorados de que su traje de chaqueta larga y cruzada, con dos botones grandes de color azul celeste y solapas de ondas con tonos lilas y azul más oscuro, le sentaba perfectamente, tal y como le había dicho su madre. Llevaba también al cuello un pañuelo del mismo color, dibujos y tonos que las solapas; el pelo negro y brillante, peinado hacia arriba, en donde se recogía en bucles de artificio, ofrecía un atributo más de esa belleza, casi mítica, de la que gozan las mujeres de más allá del Océano desde los tiempos del Descubrimiento; sus carnes, rollizas y apretadas, encajaban dentro de los moldes de la belleza clásica, y su rostro, tintado de un moreno de brisa ardiente, la seleccionaba haciéndola todavía más exclusiva, más única, entre todas aquellas otras mujeres que parecían llevar una faz de porcelana, prestada por una geisha.
Don Jorge Máñez de Lara que, rodeado de otros caballeros, –todos ellos de vientres voluminosos y fumando gruesos puros –, derrochaba en esos momentos todas sus dotes de simpatía en un amplio corro, llamó a doña Adela y a Nélida que pasaban cerca del grupo, para presentarlas. Pero, de pronto Nélida, al darle la mano a un grueso caballero que no dejaba de alabar su belleza, sintió que le daba un vuelco el corazón, y que éste escapaba a sus esfuerzos por refrenarlo; sus ojos se habían encontrado de nuevo con los del joven músico que, acompañado de otro señor de anchas y largas patillas, reminiscencia de los exiliados carlistas españoles, se acercaban al grupo en el que ella estaba.
Auguste se había dado cuenta del arrobo que producía su mirada en la joven, y buscaba con insistencia sus hermosos y grandes ojos. Aquello le divertía. Pero pronto los ojos de la imaginación del músico vieron más, mucho más que los de la cara, y con su mirada se levantó el deseo en su corazón. Se fijó con insolencia en su boca, redonda y fresca, y lo hizo con tanta insistencia como si fuera a beber en ella; desvió luego la mirada para buscar sus ojos inquietos, huidizos, apercibiéndose del sofoco de la muchacha.
Para Auguste, acostumbrado al amor ocasional y fácil que encontraba en el mundo en que se movía, no existía más que su música y su persona; lo demás nada le importaba. Desde que viera por primera vez a esa joven, la deseaba con todas sus fuerzas. Y, lo que él deseaba, estaba acostumbrado a conseguirlo. Y en ese mirar melancólico de artista, Auguste ponía el tono apasionado de los actores de teatro, de los poetas inspirados, de los pintores que han encontrado la dicha con el último trazo de su pincel, ese que, por fin, da realidad al sueño del artista.…
Con la llegada del músico y su acompañante, el círculo donde se hallaba don Jorge presentando a su mujer y a su hija se hizo más amplio, más redondo, engrosado sobre todo por una continua presencia femenina que acudía a saludar y a felicitar al artista. Auguste Lamartin, cuando fue presentado a Nélida, retuvo su mano un instante, ostensiblemente. A través de sus guantes sintió Nélida el calor de los labios de Auguste y bajó sus ojos tímidamente.
Alguien del corro decía en esos momentos que, si algún día dejaba de llover, había que hacer una excursión hacia el interior, hacia las alturas de los Alpes Marítimos, para sentir el radiante sol en sus laderas, mirar desde allí el azul del Mediterráneo y poder respirar el aire que nace entre las ramas de pinos, de cipreses y castaños.
Todos estuvieron de acuerdo con esta idea. Un súbito entusiasmo por disfrutar de un día de campo brotó en todo el grupo, y todos desearon que parara aquella fastidiosa lluvia y poder salir del espacio que limitaba el vestíbulo, el comedor, el salón y los pasillos, porque ya sus nervios se encrespaban por las sucesivas tardes de obligado encierro.
– Cogeremos el tren, y nos adentraremos, siguiendo el curso del Var, unos pocos kilómetros, desde donde se puede contemplar la más bella de las vistas de la Costa Azul.
El señor que hablaba y decidía qué era lo más conveniente hacer para que resultara con éxito la excursión, era el de las largas y gruesas patillas, español a quien el exilio de tantos años le había permitido tener un exhaustivo conocimiento de la zona, de los lugares de buena mesa y, en demasía, del buen vino blanco procedente de las viñas del interior.
Todos los proyectos de salida para el día siguiente, que Nélida se había fabricado durante los desvelos y el aburrimiento de la noche, se convertían en insatisfacción por la dichosa y persistente lluvia. Y estas insatisfacciones que se sucedían en ella, se transformaban en violentas tempestades en su alma que la abrasaban y dejaban en ella cicatrices profundas. Nélida sufría una desestabilización y un desconcierto interior que no sabía qué los provocaba; y en ella, como en el resto de los turistas, comenzaba a aflorar una irritación de fastidio por tanto tiempo encerrados en el hotel.
Cuando al fin terminaron las lluvias, dos días más tarde, llegó un tiempo de vientos calmos y de sol persistente y pegajoso. Era el momento esperado por todos. La ciudad se sacudió la pereza y la melancolía, y despertó, luminosa y coqueta, como digna anfitriona de tan ilustres y desocupados huéspedes.
– Mañana, caballeros, si les parece, puede ser el día de nuestro aplazado paseo campestre –anunció el español de grandes y perfumadas patillas –. Si están de acuerdo, yo puedo ponerme en contacto con el encargado de la cocina para que el hotel nos prepare una suculenta merienda para llevar.
– Por supuesto, don Francisco; y cuente usted con nosotras.
– ¡No faltaba más, señora! Sin el acompañamiento de tales bellezas, no sería un delicioso y entretenido paseo, sino más bien una marcha militar. ¡Por supuesto que cuento con ustedes! –Concluyó con galante inclinación de cabeza el español.
III
Y llegó, al fin, el día de la tan esperada excursión a la montaña. Hacía fresco todavía cuando por la mañana se encaminaron los excursionistas hacia la estación de ferrocarril, cuya monumental fachada les dio de lleno en los ojos despabilando sus sueños, sobre todo a los más pequeños.
El sol apenas era una mancha de pajizo oro tendido en el horizonte, en el que comenzaba a deshacerse la pertinaz oscuridad de la noche. Poco a poco se retiraban las sombras y una línea azul se ensanchaba ofreciendo el preludio de una mañana de octubre.
Nélida, que apergaminada por tantos días de inactividad recibió con alegría el frescor de la mañana en su rostro, sintió que sus venas se llenaban de vida y la sonrisa volvía a florecer en sus labios. Decidida y dispuesta a tragarse todo lo que de bien le deparara el día, caminaba especialmente contenta entre su madre y la menor de sus hermanas.
Delante, en el grupo en el que la voz cantante la llevaba el exiliado español, caminaba don Jorge; detrás, en un extraño silencio, caminaban los niños, sacados de sus sueños y de mal humor a tan temprana hora.
Poco después, entre barullos y llamadas, ruidos de faldas y cestas, protestas de algunos niños y voces de otros, lograron acomodarse por grupos en los vagones. El tren, pequeño monstruo de hierro, exhalaba estertores en bufidos de humo negro por el esfuerzo al atacar las estribaciones de las primeras alturas. La marcha se hacía más lenta conforme más negro y continuo se hacía el humo que expulsaba la locomotora por su redonda y empinada chimenea, dejando un rastro negruzco en el límpido cielo.
–¡Respirad, respirad hondo, que ya huele a pino! –Pedía el español de las anchas patillas a sus compañeros de viaje, volviéndose hacia uno y otro grupo haciendo él mismo hondas y repetidas inspiraciones.
En efecto, las recientes y copiosas lluvias habían refrescado el ambiente y una perfumada brisa llegaba hasta los viajeros por las ventanas abiertas del vagón.
Cuando al fin llegaron al destino previsto, una energía de risas francas, divertidos juegos y alegres anécdotas contenidas en tantos días de inactividad, se desparramó por el lugar. Enseguida se organizaron grupos que acondicionaban el sitio elegido para la merienda.
Nélida se excusó de todos tímidamente y paseó por los alrededores. Sus ojos descubrían un paisaje distinto, roto a cada paso, quebrado, continuamente cambiante en arroyos, gargantas, valles y altas cumbres que la llenó de satisfacción, acostumbrada al uniforme, seguido, monótono e idéntico paisaje llano de la pampa que divisaba desde la balconada de su habitación, o desde el tamarindo de más allá de la cerca. Sus sentidos quedaron prendidos y descansaron al mirar hacia el lejano mar. Desde aquel mirador natural en el que se encontraba, pudo contemplar, allá en el horizonte, las montañas que caían hasta la playa y el mar, juntos en un extraño maridaje. Hay paisajes que arañan la memoria, y hacen que uno dude de si es o no la primera vez que los disfruta; y tal era lo que le ocurría en su interior, ¿pero, dónde había sucedido antes? Subió a unos riscos que asomaban a una profunda garganta desde la que se podía ver el color del mar que justificaba el nombre que se le daba a toda la costa. El color azul que se extendía ante ella le hizo desear ser pájaro por un instante y, en plácido vuelo, llegar hasta la espuma de sus olas, y posarse en su superficie, tan azul aquel día como el azul del cielo. En medio del mar se veía un punto blanco, en el que se adivinaba una embarcación de recreo con sus velas extendidas, y, un poco más cerca, hendido como una arteria en cuerpo humano, un barranco, que en pronunciada pendiente, se precipitaba hacia el mar.
Nélida, hundida en el dulce sopor, en el encantamiento del paisaje que actuaba sobre sus sentidos, y en sus sueños que se encadenaban sin interrupción y sin orden unos tras otros, no escuchó los pasos de alguien que se acercaba.
Auguste, que llevaba tiempo observando a Nélida, la había visto alejarse del grupo y, disimuladamente, la siguió hasta aquel lugar, especie de mirador donde se hallaba la muchacha. Y observándola, a tan corta distancia durante el tiempo que Nélida estaba abstraída contemplando el mar y ensimismada en sus pensamientos, despertó en él el deseo… Palpar su talle, rozar con sus labios su cara y sus pequeñas y coquetas orejas al descubierto…
Auguste miró hacia arriba, y en el cielo azul una nube, ligera y deshilachada, permanecía inmóvil sobre ellos. De lejos, con el rumor perfumado de la brisa, llegaba un cálido hálito de los cercanos pinos. Luego volvió sus ojos sobre Nélida con un deseo infinito reflejado en ellos. La había visto cómo le temblaban los ojos y los labios, y todo el cuerpo, presa de una timidez impropia en el mundo de lujo que pisaba. La joven desprendía ensoñaciones a la vez que dejaba a su alrededor un aura de ternura y deseo… Intuyó que la hija del altanero gaucho era distinta a cuantas mujeres él había conocido; que era terreno virgen, sin que nada de la depravada Europa le hubiera manchado siquiera la pluma de su sombrero; que era la persona apropiada de entre todas aquellas jóvenes del Gran Hotel en la que él podría sembrar su verborrea de conquistador, y ella podía ser para él el astro lleno de luz que iluminara su inspiración… Adivinaba en la bella indiana un alma solitaria y soñadora, blanda de ánimos para oponerse con decisión ante el afán masculino de ser conquistada. Y ante semejantes murallas, en apariencias tan débiles, él opondría toda su técnica de asalto y su experiencia.
Para Nélida el tiempo no solo aparecía detenido, sino mudo; solo hablaban los colores vivos del paisaje que la rodeaba; el azul intenso del mar, allá abajo, que contrastaba con el azul claro del cielo y, entre ambos, el color grisáceo de las rocas, el verde parduzco de los acantilados y el verde oscuro de los árboles que se destacaban en la proximidad, a su espalda.
Nélida, en ese momento, con los ojos cerrados, hacía una honda inspiración deleitándose con el aroma que le llegaba hasta dentro, como si deseara ahogar su dolor escondido, su insatisfacción que se había adueñado de ella desde la mañana que llegara al hotel. Sus pequeños pies, asentados en tierra, dieron un pequeño paso hacia adelante como si se dejara llevar por el deseo de tomar más aire, de fundirse aún más con el paisaje, al tiempo que parecía que espíritu volaba hacia mundos lejanos.
– Precioso, ¿verdad? –La voz que oyó a su espalda, perdida en sus pensamientos, la sobresaltó.
Nélida sintió como si los riscos se deshicieran bajo sus pies y que su cuerpo caía hacia el abismo; sintió un sofoco en su faz a pesar del viento fresco que le daba de frente, y sus ojos se cerraron en un deseo de escapar, pero sus pies, inmóviles, se oponían. Al abrirlos, lo que vio fue, tendida hacia ella, la mano del artista, pues, efectivamente, Aguste pensó que aquella muchacha, en su ensueño, estaba a punto de rodar hacia el abismo.
Nélida aceptó la mano que la retiraba del borde del precipicio. Una tímida sonrisa fue todo cuanto pudo expresar después de dar dos pasos que la apartaron del peligroso lugar.
– Desde la tarde que nos presentaron deseaba hablar con usted, pero me ha sido más inaccesible que la inspiración cuando, obstinada, me huye.
Nélida buscaba su sombrilla, pues necesitaba un punto donde aferrarse, pero él, tal y como hiciera en la tarde de su presentación, retenía con insistente osadía su mano; y ella, que se había encontrado con sus ojos, se sentía azorada.
La soledad del lugar y el paisaje eran propicios a las confidencias; un lugar idóneo para dejar vacíos los corazones. Y Auguste, experto en el trato con las mujeres, y con la desenvoltura que sus viajes le habían proporcionado, tras un momento de titubeo, tomó decidido la palabra:
– Quería decirle que, con usted, con su presencia en todos estos días, ha llenado de alegría mis momentos; que desde la primera vez que la vi, muero todas las tardes sobre mi piano... Que mi alma se acerca a usted empujada por furioso vendaval... –Y, acercándose a ella, prorrumpió en un torrente de palabras atropelladas, pero que llegaban claras y nítidas hasta Nélida. Y con un gesto enérgico que Nélida no pudo evitar se llevó la mano, que todavía retenía, a sus labios –. Algo me dice en mí que eres la única que puede traer la paz a esta pasión, a este corazón aturdido desde que te contemplaron mis ojos.
Nélida se sintió invadida por un sudor frío, helado; se pasó el dorso de la mano libre por la frente sudorosa; detrás del rostro del joven que tenía enfrente, nada veían sus ojos. Concentró todas sus fuerzas en afianzarse a sus defensas que se abatían como si fueran murallas de papel y desasir la retenida mano.
– Contigo, apoderándote de mis pensamientos, hasta mi música ha cambiado, porque yo, desde que te viera por primera vez, ya no soy el mismo.
– ¡Oh, calle, calle! –Intentó Nélida retirar su mano de entre las del joven sin conseguirlo –. Usted es un artista que sólo vive para su obra.
– ¡No! ¡Ya no! Ha cambiado mi naturaleza el esplendor de tu juventud. –Y la mano que seguía reteniendo la atrajo hacia su pecho.
Nélida lo miraba entre complaciente y aturdida, con una mirada esquiva y ansiosa, sin saber qué pensar y mucho menos cómo actuar, pues su inexperiencia en semejantes situaciones la azoraba más todavía. Hubo un instante en el que parecía prender el sueño tantas veces esquivo. Después de un largo silencio sintió que se le humedecían los ojos.
– Dime que cuento contigo, no sólo para mi música, sino para mi alma y para mis días también. Tocaré para ti las más bellas notas que manos humanas puedan arrancar de un instrumento; esa música que sólo madura durante horas de anhelos y tiempos de esperanzas. Has venido desde tan lejos a mostrarle a mis manos esa belleza que sale de todo tu cuerpo y, a mi alma, a enseñarle el sonido armonioso y dulce que evoca tu mirada. Tu encuentro conmigo estaba escrito desde antes de los tiempos –acercó su rostro al suyo y sus palabras, cálidas, desbarataron toda idea de resistencia –. ¿Qué es sin amor la vida? ¡Todo en ella sería postizo y falso! ¡Qué anodina sería la existencia del ser humano entonces!
Nélida se sintió perdida oyendo por una parte a su corazón que parecía decirle: «¡Ríndete, ríndete al amor que te llega!». Pero su razón, aunque no le interesaba escucharla, le apostillaba lo contrario. Fue como si en ella, a esas horas del mediodía se rasgaran los velos del misterio y emergiera desde el fondo de sí misma a la realidad.
– Nada, en fin, –continuó el enamorado, soltándole la manos que había tenido retenida durante toda la conversación –, eleva el espíritu como la música que brota de un corazón rebosante de amor.
Se deshizo el encanto amoroso al reclamo de las voces que daban a los que faltaban, indicando que era la hora de comer. Nélida se había sentido a gusto con el joven. Cuando abandonó el lugar, y dejó solo a Auguste, no iba ofuscada por el atrevimiento del músico sino intentando volver a la realidad desde las regiones de su ensueño. Su alma había quedado tintada con el esmalte de una desconocida ilusión. La vieron llegar con una sonrisa rosa, abierta, que iluminaba todo su rostro, y un brillo especial en sus ojos. Para su madre no pasó desapercibido el encuentro de su hija con el joven pianista cuando lo vio llegar, al momento, detrás de ella. Pero nada dijo, esperando que Nélida se lo contara cuando estuvieran a solas.
Cuando entraban en el hotel, después de tan estupenda excursión, lo hacía al mismo tiempo aquel joven matrimonio que Nélida había observado con tanta insistencia en el comedor, o cuando se cruzaba con ellos por el hall. Vestían elegantemente; seguro que vendrían de alguna fiesta. Volvían alegres, satisfechos. Ella aparecía radiante, aún más, si ello era posible, que cuando se sentaban a la mesa del comedor y miraba, profundamente enamorada, a su marido y posaba su mano en la de él mientras leía el periódico…
«¡Qué felices parecen!» Pensó Nélida. Sí, ya sabía ella quiénes eran. En un momento que se había unido al grupo de su padre, los hombres comentaban la belleza y la distinción de la baronesa von Schörenberg. Eran dos nobles y ricos austriacos, descendientes de familias apegadas, desde muy antiguo, al emperador Francisco José, que estaban recién casados y pasaban su luna de miel recorriendo las más importantes ciudades de la Costa Azul.
–¡Ah, los Schörenberg! – y el exiliado español se dirigió al coche del que bajaban para saludar al joven matrimonio, y los demás excursionistas contemplaron la profunda reverencia que don Francisco dedicó a la hermosa dama.
Todos los que llegaban a la vez formaron un revuelo de ruidos y palabras que soliviantó el silencio en el que dormía ya todo el Gran Hotel. Tras cruzar breves saludos con los excursionistas, los Schörenberg se perdieron con prisas camino de sus habitaciones.
Pero Nélida no se apercibía de nada de lo que ocurría a su alrededor, tan ensimismada estaba con sus propios pensamientos. Durante toda la tarde había llevado una carga interior que, aunque ella no quería reconocerse ante sí misma, era que el amor, esa cosa tan extraña de la que a veces había hablado con su madre, se había aposentado dentro de ella reclamándole su espacio vital… Todavía resonaban en su mente y en su corazón las palabras del músico, aturdiendo su entendimiento…
La voz susurrante de Auguste, antes de despedirse había hecho mella desmoronando las débiles murallas con las que había querido defenderse. Y ahora las volvía a sentir envueltas en el vaho dulzón de sus sonidos. Auguste, sabiendo rendida la plaza, marchaba a su espalda seguro de sí mismo, para explotar el éxito de su nueva aventura… Nélida, rendida, capituló; se dejó llevar a las regiones etéreas por las palabras del experto Auguste, que hizo que con su labia y experiencia saltaran todos los resortes interiores que guardaban sus sentimientos, para caer rendida en sus brazos. En la habitación de los pequeños, que estaban en el comedor acompañados de la nurse terminando la cena, se dejó acariciar y besar, y sintió por vez primera las manos de un hombre sobre su cuerpo. Nélida había sentido aquel empuje, aquella fuerza misteriosa que nacía en sus entrañas y le impelía a dar el paso definitivo. Cuantas veces había intentado echarse atrás, salía esa fuerza irresistible de su interior empujándola hacia adelante. Sí, lo dejaría todo, abandonaría su mundo y su familia por seguirlo… Ya nada le importaba.
Cuando se metió en la cama, sabía que no era para dormir, sino para esperar a que llegara la hora de salir acompañada por él.
IV
Era una madrugada de frío. Poco tiempo hacía que los más trasnochadores se acababan de recoger, dejando tras sí, sobre la madrugada de Niza, su hálito de alcohol y el denso olor que llevaban sobre sus ropas, mezcla de distintos tabacos de los cafés que cerraban tarde y de los perfumes baratos de los prostíbulos. Las calles habían quedado por un instante vacías y silenciosas. Pero enseguida el rumor de los pasos de los obreros del primer turno, que ya iban a las fábricas, y de los encargados de la limpieza, volvía a llenarlas de voces quedas y cansadas, primeros indicios del nuevo día que comenzaba.
Nélida, entre tanto, en el interior de su cuarto, y dominada por un nervioso insomnio que le había durado toda la noche, era incapaz de alejar de su mente aquel rostro que le susurraba palabras de amor, palabras cálidas y apasionadas que la hacían estremecer por primera vez toda entera. Agitado todo su ser por la determinación a la que acababa de llegar, y por las punzadas de escozor que le daba su conciencia, apenas su extremado nerviosismo le permitía terminar de hacer un equipaje de emergencia.
Asomada a la ventana del hotel repasaba con una mirada excitada la mansa existencia llevada hasta entonces, y sus lágrimas inundaron todo su rostro al pensar en el dolor que iba a causar a su familia.
Recordaba, entre hondos suspiros, la noche, allá en la hacienda, en la que su padre anunció, a los asombrados miembros de su familia, que dentro de unos días iban a emprender un viaje por la vieja Europa, de la que tanto habían oído hablar. Y ella, que ya lo sabía, había hecho inusitados esfuerzos durante esa semana por mantenerlo en secreto; ni a su madre le dijo que lo sabía. El alboroto producido en la mesa por los más pequeños al recibir la noticia, y el vuelco de alegría que dio su corazón al saber que, por fin, iba a romperse la monotonía de sus días, duró varias horas; los pequeños saltaban y se abrazaban y, ella, soñaba con aquellas grandes ciudades de al otro lado del Océano.
Aquella noche, mientras preparaba su huida, los recuerdos que quedaban liberados por la febril angustia, le quemaban en el pecho, se le amontonaban en su memoria y la llenaban de una infancia y una adolescencia desvanecida de golpe por el nuevo giro que afrontaba su vida.
Pero al instante, los amortiguados sonidos y los murmullos que le llegaban desde la calle la devolvieron a la realidad. Sobre su cama, la maleta abierta esperaba el último impulso de decisión de sus manos para cogerla. Precipitadamente, al recordar que algo importante se le olvidaba, limpiándose las lágrimas, se sentó delante del lujoso tocador de su habitación y, encogida de dolor, escribió:
« Dulce madre, a ti, más que a los demás, es a quien parto el corazón con mi decisión, pero tú, mejor que nadie, sabes lo que significa vivir a oscuras; a oscuras del amor, a oscuras de la participación en el hogar, a oscuras de lo que es la felicidad. Eres, seguramente, la mujer más rica que pisa este lujoso hotel y, sin embargo, no eres dueña de nada. Yo, al menos, deseo ser dueña de mi corazón. ¡Ansío tanto ser feliz! Espero que me guardes siempre un rescoldo de cariño en tu pecho. Mi dolor es insufrible al dejarte, pero igualmente insufrible sería mi vida preguntándome en las noches solitarias en mi habitación, en los atardeceres, allá sentada delante del porche de nuestra casa o bajo el tamarindo de más allá de la cerca, el porqué de no haber dado este paso…».
Auguste, desde hacía más de una hora, esperaba por las inmediaciones de la estación con ese nerviosismo e impaciencia que demuestran los que tienen una cita de amor, acrecentados por la inseguridad de que la muchacha se atreviera al fin a dar el paso exigido. No estaba del todo seguro de que Nélida fuera capaz de aceptar su proposición de fuga, ni su promesa de seguirle, arrancada apresuradamente aquella noche mientras acariciaba su cuerpo al tiempo que vertía sobre sus oídos palabras dulces y apasionadas. Ante él cruzaban los primeros obreros, con sus hatillos en las manos, camino de las fábricas y los talleres; apenas una luz en la tristeza y el cansancio de sus ojos, iluminados por la brasa del cigarrillo entre los labios. Mientras paseaba, sus pensamientos se le colgaban de los hombros sin que pudiera ser capaz de definirlos, carentes de sinceridad. Lo que había hecho era que había jugado al amor y la suerte le sonrió en la aceptación por parte de la muchacha. –«¿Y ahora qué?» –Se preguntaba mientras seguía en su nervioso ir y venir en aquel trozo de acera. Paseaba de un lado a otro de la puerta de la estación bajo el aterido reloj que le marcaba la hora, temiendo verla aparecer, y deseando que apareciera...«Viena, París, Moscú... Ellas eran sus verdaderas amantes.
A esas ciudades, por lo que en la música representaban, era a las que él les dedicaba todos sus sueños; ellas eran las que despertaban, en verdad, todas sus pasiones. «¿Por qué no he dejado pasar de largo a esa desconocida joven en lugar de sujetarla a mi vida? Todavía está a tiempo de arrepentirse. ¡Ojalá no se presente!».
En medio de sus reprobaciones vio aparecer la figura de Nélida envuelta en su grueso abrigo; apenas unos ojos de fiebre y una maleta en su mano derecha era todo lo que sobresalía de aquel bulto que parecía querer sustraerse a las miradas impertinentes de los escasos transeúntes con los que se cruzaba.
Instantes después, Auguste, echaba las cortinas de las ventanas del vagón.