Cover

Alessandro Vanoli

INVIERNO

EL RELATO DE LA ESPERA



Traducción de

Juan Antonio Méndez

frn_fig_002.png

EDITA A. Machado Libros

Labradores, 5. 28660 Boadilla del Monte (Madrid)
machadolibros@machadolibros.comwww.machadolibros.com

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida ni total ni parcialmente, incluido el diseño de cubierta, ni registrada en, ni transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, ya sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electro-óptico, por fotocopia o cualquier otro sin el permiso previo, por escrito, de la editorial. Asimismo, no se podrá reproducir ninguna de sus ilustraciones sin contar con los permisos oportunos.

Título original: Inverno. Il racconto dell'attesa
© 2018 by Società edittrice il Mulino, Bologna
© de la traducción: Juan Antonio Méndez
© de la presente edición: Machado Grupo de Distribución, S.L.

REALIZACIÓN: A. Machado Libros

ISBN: 978-84-9114-316-1

Índice

Voy a contarte el invierno


EL INVIERNO DE LOS ORÍGENES


EL INVIERNO MODERNO


EL INVIERNO DE LA INTIMIDAD Y DE LA ESPERA


Al final de la historia


Libros, historias, personas: tras el invierno





Para Silvia, mi mujer,

por las estaciones que hemos pasado

y por las que nos esperan

Voy a contarte el invierno

Voy a contarte el invierno.

Y eso que es algo que conoces de toda la vida. Está esperándote, al otro lado de la ventana, enmarcado por los gruesos cristales empañados: un silencioso manto blanco sobre árboles y montañas ilumina la noche con una luz pálida y tibia. Rodeado de silencio, de los sonidos acolchados de la nieve, y de una naturaleza que contiene la respiración mientras espera la llegada de otras estaciones, de fría y amable muerte que esconde en su interior la promesa de la vida. Y nosotros, aquí dentro, al calor de un fuego encendido, contando historias con los rostros iluminados por los reflejos de las llamas y rodeados por el olor de la leña. Hace milenios que estamos aquí, hablando de hielos que cierran los valles, de cazadores perdidos en el blanco cegador de la nieve, de seres encantados escondidos en el corazón de la tierra, de fiestas y magias vividas a la luz de las velas, del olor de los dulces que llena las cocinas, de ejércitos y de guerras, de amores y de poemas. Porque ya se sabe: el invierno tarda mucho en pasar. Y hace falta un poco de fantasía y mucha paciencia para enfrentarse a todas estas infinitas noches.

A nuestra disposición tenemos tantas historias como nos hagan falta. Porque el invierno, como cualquier otra estación, es muchas cosas al mismo tiempo, todas diferentes y similares. Tendremos la posibilidad de hablar de física y de meteorología. Un poco aburrido, me diréis, ¿no? Y, sin embargo, todo nace de ahí: de la diferente altura que alcanza el sol sobre el horizonte en el momento de pasar encima del meridiano. Que dicho de otra manera y en función de cómo se orienta la tierra, en el período en el que el sol aparece más bajo, envía sus rayos más oblicuamente y, por tanto, calienta menos. En definitiva, el invierno no es un problema relacionado con la distancia, sino con la inclinación respecto de nuestra pequeña estrella. La astronomía va a continuar con cálculos bastante complicados, para concluir que el invierno empieza el día del solsticio, el 21 de diciembre. Pero llegados a este punto, nosotros podríamos cambiar un poco el tema y hablar de la naturaleza íntima del invierno, me refiero a su naturaleza física: el frío.

Podríamos hablar entonces de la nieve y de cómo la nieve nace entre los cristales de las nubes: pequeños, diminutos cristales de hielo que crecen en el vapor de las nubes. Pequeños cristales de formas que parecen infinitas, estrellas, lastras, prismas, agujas, que descienden veloces en copos. Es preciso estar a cero grados para que tenga lugar este extraño milagro. Y es como si ahí radicara el secreto del invierno: en la temperatura del hielo. El cero es lo que posibilita la formación del hielo, deteniendo el correr del agua y suspendiendo la vida de la tierra. De manera que, a partir de aquí, podremos optar por otro camino para nuestros relatos: el camino de la naturaleza detenida. Plantas con sus ramas desnudas, como si fueran huesos, como muertos. Animales que han construido con paciencia la guarida para su propio letargo y los que, por el contrario, luchan por el escaso alimento que ha quedado. También podríamos hablar de nosotros, que, frente al invierno, no somos tan diferentes de otros animales, pero que, además, somos capaces de elaborar teorías, sentimientos y representaciones de este fenómeno astronómico. Ahora los caminos ya son demasiados para seguirlos todos al mismo tiempo. El invierno de los mitos y de los sueños. El invierno de nuestros miedos y de nuestras limitaciones frente a una naturaleza indiferente. El invierno como enseñanza, como disciplina del cuerpo y del espíritu: esa educación en el orden y en la prioridad de las cosas que solo el frío y la soledad del hielo saben proporcionarte. El invierno como imagen de la muerte: el silencio, la oscuridad, el abandono y esa nunca agotada esperanza de renacimiento que arrastramos con nosotros.

Demasiadas cosas incluso para una larga noche como esta. De manera que vamos a hacer lo siguiente: vamos por orden. Estamos nosotros y está la estación. Y esta relación dura desde siempre, desde que tenemos memoria. Hay una historia milenaria que tiene que ver con nosotros y que tiene mucho que ver con el frío y con el hielo. Una historia que empieza cuando no éramos muy distintos de otros animales y que se remonta luego a lo largo de los siglos, con relatos de ritos, fiestas, costumbres cotidianas, batallas y tantas y tantas otras cosas.

Así que vamos a acercarnos un poco al fuego y a ponernos cómodos. Esta es la historia del invierno.

El invierno de los orígenes





EL PRIMER INVIERNO DE LA TIERRA


“Érase una vez…” Siempre se empieza así cuando hay que hacer que pase la noche. Pero en este caso “érase una vez…” no sé si basta. Porque de lo que os hablo es de un tiempo tan remoto que los hombres no sabían ni contarlo; tan remoto como para resultar inalcanzable para nuestra memoria humana y para nuestra imaginación. Remoto, sí, pero no del todo olvidado, porque yo sigo estando convencido de que los estratos polvorientos y milenarios de civilización y raciocinio, debajo, en nuestras vísceras, en la médula de nuestros huesos, sabemos quiénes fuimos antiguamente. Y todavía seguimos viendo y viviendo ese alba de la humanidad, cuando, en la que como monos, no es que fuéramos gran cosa y como hombres todavía lo teníamos todo por demostrar.

Así que, para empezar, vamos a cerrar los ojos y a dejar que una ráfaga helada apague de pronto el fuego que arde frente a nosotros. Y que desaparezcan las paredes dejándonos solos en una tierra blanca y helada. Que desaparezcan también las casas, los árboles y los caminos. Y que esa inmensa llanura brillante de nieve que ahora está frente a nosotros se prolongue hasta el infinito, en todas direcciones. Encendamos entonces las luces del cielo: sobre todo las estrellas, tantas que parecen desplomarse sobre nuestras cabezas, y una danza verde sobre el horizonte, la luminosidad de una aurora boreal, agita nuestros rostros y nuestras sombras. Atrasad incluso el reloj de la historia, porque faltan todavía milenios para la civilización: hace, más o menos, unos treinta mil años. En un punto perdido de la Europa oriental. Y estáis solos. Solos con vuestros compañeros de caza, se sobrentiende. No sentís el frío. Ya estáis acostumbrados a él. La piel con la que os cubrís es pesada, también lo es el gorro de pelo que, con esos dientes de lobo alrededor, os mantiene caliente. Y en el caso de que esto no fuera suficiente, el extraño vestido de piel de bisonte que lleváis encima, el refugio en el que os escondéis, hará el resto. ¿Habláis? No sabría decíroslo: no entiendo vuestros gruñidos, pero creo que sí. En el fondo también vosotros os sentáis frente al fuego, construís objetos y pequeñas estatuillas. Dejáis también signos encima de las rocas: animales, hombres de cuerpos alargados y de rostros deformes. Y luego flechas, arcos, todo dibujado al mismo tiempo, como en la ebriedad de una fantasía, de una caza puede en la que, soñada, ya no sois capaces de distinguir entre el predador y la presa.

Estáis solos en un desierto de hielo, de manera que del mundo sabéis bien poco. Pero si fuerais capaces de remontar el vuelo como uno de esos cuervos que en el crepúsculo tiñen de negro el horizonte, entonces veríais que este desierto helado no tiene fin. El norte está recubierto de una espesa coraza de hielo que, desde el círculo polar ártico llega hasta lo que algún día será Alemania. Y el nivel del mar ha bajado tanto a consecuencia de esta glaciación que incluso algunas islas como las británicas están unidas a la tierra firme del continente. Por todos lados, los hielos bajan desde las montañas más altas a los valles que están a sus pies, escavando profundos surcos que algún día serán lagos. Y cuanto más aumenta el frío, más y más se secan los ríos. Los hielos detienen el agua y el terreno está helado en profundidad. Es el invierno de la tierra, la última gran glaciación antes de que empiece a correr el tiempo de la historia, el de la civilización y de la agricultura. Pero vosotros todavía no sabéis nada de esto y lo único que podéis hacer es esperar. Escondidos en esa piel de bisonte. O quizá me equivoco usando estas palabras, porque, a lo mejor, vosotros, os habéis convertido en el bisonte. En cualquier caso, vosotros, lo único que podéis hacer es esperar: la danza de la aurora sobre vosotros y esas llamas verdes en el cielo que dibujan luces sobre la nieve. Y de pronto, vuestro cuerpo lo escucha antes que vuestras orejas: una vibración sorda que sube desde la tierra, de muy lejos. Os miráis entre vosotros, pero no os movéis. Ese bajo temblor se va acercando poco a poco. Y luego deja de ser una vibración para convertirse en un sonido profundo, como una tempestad que asciende veloz acompañada de los relámpagos de la aurora. Entonces sentís el miedo y la excitación, que bajo aquella piel son la misma cosa. El ruido llena el aire de alrededor y parece romper el hielo. Os movéis, con los movimientos lentos del bisonte en el que os habéis convertido. Pero seguís esperando, con los nervios tensos, las rodillas y las manos plantadas en la nieve. Luego, ya no es solo un ruido, sino una masa negra que ahora cubre el horizonte. Vuestros ojos ahora no ven más que ese frente oscuro y confuso que va haciéndose cada vez más grande y no hay más sonido que el fragor del aire. Moverse para dar la dirección a ese caos que se acerca, estremecer la piel y mugir con toda vuestra fuerza, ¡porque empieza la caza! Y ahora ya no hay nieve ni hielo ni aurora ni estrellas. Solo la inmensa manada negra, un agitarse furioso de colmillos, pelos y patas, como en un sueño, con la nieve explotando a su paso, mezclándose con el vapor de sus bramidos, como una montaña que se derrumba sobre vosotros, sacudiendo el cielo y la tierra. Y esa sonrisa que ahora se abre en vuestro rostro no puede explicarse: porque es preciso estar así de cerca de los mamuts, como para mirarlos a los ojos en ese instante en que sus vidas se cruzan con la vuestra.

A su manera, fue el frío quien hizo de nosotros lo que somos, lo que empujó a la humanidad a la conquista del mundo. Parece que hace cincuenta mil años el Homo sapiens empezó a dirigirse hacia el norte. Estaba, más o menos, en Palestina, pero estaba adaptándose rápidamente a los climas fríos. Y en el norte, frío había todo lo que se quisiera y más. De modo que siguió avanzando hacia Asia, y hace unos cuarenta mil años, a través de los vastos puentes de tierra que entonces afloraban sobre el Bósforo, pasó a Europa. Allí, precisamente, era donde le esperaba la glaciación. Una inmensa masa de hielo, que se extendía hacia el norte. Escasa vegetación, pero una fauna riquísima: lobos, hienas, uros, alces, ciervos, osos pardos, rinocerontes peludos y, por supuesto, mamuts. En ese momento y en esos lugares fue donde el hombre aprendió a cazar, estudiando el arte de empujar a los mamuts hasta hacerlos caer en grandes fosos. Y junto con la caza aprendió muchas otras cosas: en primer lugar, afiló los cuchillos y las hojas cortantes y, luego, por una necesidad que le resultaba novedosa, comenzó a hacer objetos que no tenían necesariamente que servir para nada práctico. Esculpió estatuillas en forma de oso o en forma de mujer con senos enormes; reunió dientes de animales, de zorros, por ejemplo, e hizo con ellos collares y pendientes. Más tarde eligió algunas grutas en las que pintó todo un mundo de hombres cazadores y de animales: mamuts, osos, bisontes y caballos. Y nunca sabremos realmente el sentido que tenía todo aquello y si esas figuras hablaban al resto de los hombres o a los seres allí representados. Quizá no había ninguna diferencia entre hombres y animales, y los cazadores sabían que el uno podía intercambiarse con el otro. Quizá. La verdad es que poco podemos decir de aquel antiguo invierno. De vez en cuando sucede que los arqueólogos encuentran una tumba de aquellos lejanos tiempos, como en Sungit, al noroeste de Moscú, cuando hace varios decenios aparecieron los cuerpos de dos muchachos, uno había muerto con un poco más de doce años: tenía millares de perlitas de marfil, una capucha y un cinturón decorados con dientes de zorro. La muchacha, de no más de diez años, estaba cubierta de collares y rodeada de estatuillas de marfil. ¿De qué hablaba toda esa riqueza? ¿Eran los hijos del jefe de una tribu o de un gran cazador? ¿O se trataba de las víctimas de un sacrificio ritual? Nos separan treinta mil años de ellos, demasiado como para esperar que esos pequeños restos nos cuenten verdaderamente una historia. Excepto una, quizá: la historia de esa larga marcha que marcó la glaciación. Sí, porque, como ya he dicho más arriba, fue el frío lo que hizo de nosotros lo que somos: mamuts, bueyes azmilcleños, bisontes y renos; siguiendo con esa gran cacería, el hombre se puso en marcha por los caminos de Asia. Y de cacería en cacería llegó hasta los límites del continente, hasta los límites orientales de Siberia. Quizá hace veinte mil años se podía recorrer a pie el estrecho de Bering. Naturalmente, ni los animales ni los hombres distinguían mucho entre dirigirse andando hacia Rusia o hacia Alaska, y así fue como algunos de nuestros antepasados empezaron a entrar en América. Por supuesto, seguía haciendo frío: por todas partes, tanto en Europa como en Asia, y se defendían del viento y de la nieve haciendo gala de ingenio. Vivían en casas excavadas en el terreno o utilizaban pieles a modo de muros, fijadas con palos de madera con grandes huesos de mamut, y con esos mismos huesos y un poco de madera encendían allí un fuego que quizá extendía en el ambiente estrecho un humo negro y acre, pero que, probablemente, en la oscuridad de aquel infinito invierno hacía las veces de refugio y de esperanza. Y quién sabe si en lo profundo, debajo de los pesados estratos de todas las civilizaciones que arrastramos con nosotros, quién sabe si ese alivio que todavía sentimos al cerrar la puerta delante de una chimenea encendida no sea la memoria de aquellas lejanas estaciones, de cuando aprendimos a soportar la soledad de aquel infinito primer invierno.



EL INVIERNO MEDITERRÁNEO DE LOS GRIEGOS Y DE LOS ROMANOS


El frío es la clave: cheimón, el antiguo nombre griego del invierno, arrastra con él lo esencial, la memoria del frío. Esa memoria que está en la raíz indoeuropea, todavía más antigua, bim, que, precisamente quiere decir “frío” o “hielo”. Esa memoria que habría ido también a parar al mundo romano, y llamó hiems e hibernum al invierno. A un paso ya de nuestro invierno, pero también de la más terrible hibernación.

Precisamente a partir de esa palabra es cuando se impone la pregunta: ¿tenían los griegos tanto frío? Mirando sus bajorrelieves o las pinturas negras de sus cerámicas se diría que no: sandalias, túnicas amplias, los cuerpos desnudos y las luengas barbas bien cuidadas. Como si lo suyo fuera siempre un largo verano, sin fuegos encendidos, sin tormentas de nieve y sin heladas. Por supuesto, Egipto no es Noruega, y en aquellos lejanos tiempos parece que el clima no fuese muy diferente del actual: veranos calurosos con inviernos suaves, frescos y lluviosos, pero no realmente fríos. Quizá más al norte, más allá de Esparta, podría suceder que se viera nieve de vez en cuando, pero no se trataba de nada preocupante o que durase mucho. Así, para hacer caso a la teoría, probemos a imaginarnos en un día de noviembre, nosotros entre las columnatas del Pireo, protegiéndonos de un viento gélido que parece arrastrar las gaviotas como si fueran hojas. Con los vestidos no hay mucho donde elegir: una túnica debajo y luego un manto pesado de lana, sujeto y bien cerrado con ayuda de las manos. Porque, tanto si se trata de hombre como de mujer, lo que se lleva en invierno es el himation, un manto a veces con capucha. Y quizá sea porque no estáis acostumbrados, pero si hoy pensáis que habéis salido de casa algo ligeros de ropa, es posible que no vayáis muy descaminados. Y el suave invierno que ahora sentís encima, entre los pliegues de la túnica, se corresponde perfectamente con lo que podéis abarcar con la mirada: sobre las piedras del puerto, en los reflejos de una lluvia recién escampada, en el fuerte olor a tierra mojada alrededor, y, naturalmente, en el mar, en sus oscuras olas, en esas aguas verdes que señalan el horizonte, aplastadas por el azul profundo de un cielo todavía repleto de nubes negras. Pero, ese invierno mediterráneo, lo veis sobre todo en la luz. La luz baja e intensa de los días más fríos, que alarga hasta el infinito las sombras de la columnata y que se refleja por todas partes en el agua, en el chisporroteo del mar encrespado. Es la luz del mes de Poseidón y de las grandes fiestas en honor de Dionisio; es decir, la luz de diciembre. Son los días en los que las mujeres ofrecen sacrificios a Demetria y a su hija Core. Hacen ofrendas a las dos diosas de los infiernos por el grano que ahora está germinando. Y es toda una llamada a la vida en estos meses tan aparentemente infecundos. Lo acabaréis de entender mejor dentro de unos días, cuando entre los desolados caminos de la campaña aparezca ante vosotros, de repente, una procesión: una mujer delante de todos con un cesto en la cabeza y, detrás, otras muchachas con uvas e higos siguiendo a un enorme falo que se mueve al ritmo de los porteadores. Luego, un larguísimo séquito de jóvenes y ancianos, todos ellos bailando y danzando borrachos para agradecer a su Dionisio la cosecha que acaba de terminar. Después vendrá Gamelión, el mes de enero y será el tiempo de los matrimonios, dignamente celebrados en la fiesta de los Gamelia, en memoria de la unión divina por excelencia, la unión de Zeus y su esposa Era. Luego otra vez Dionisio volverá a ejercer de amo y señor, hasta que llegue el tiempo de las Leneas, celebraciones en las que las mujeres del dios, las ménades, danzaban desenfrenadas presas del delirio. En las ciudades se celebrará aquel que es también dios del ditirambo con representaciones teatrales, líricas y dramáticas: por encima de todos, Aristófanes, que ha hecho de ellas uno de sus momentos del año con sus Acarnienses, con los Caballeros y con las Avispas. Dionisio seguirá dando de beber durante una buena temporada, durante todo el Anthesterión, febrero, cuando se rompan los pithoi de arcilla que contienen el vino del otoño y, al sonido de la trompeta, se honrará a quien termine el primero de beberla. Pero serán también días de disfraces, de juegos infantiles y de ofrendas a los difuntos. Después se cerrarán todos los santuarios, se sellarán las entradas con pez y se adquirirá un ramo de espino albar para mantener así alejados a los espíritus de los antepasados que, de otra manera, podrían entrar en las habitaciones. A su manera, todo esto señalará el final del invierno. Después, los días se irán haciendo cada vez más largos y empezará otra historia.

Nos preguntamos qué queda de todo aquel mundo tan lejano. De todos aquellos bailes y bebidas, ¿qué puede haber llegado hasta nuestro invierno? Mirando ese falo que ondea, a uno se le ocurriría que bien poco; pero quizá lo que hay que entender de aquellos antiguos inviernos mediterráneos está un poco más profundo. Probemos a buscar, entonces, más adelante, un par de siglos más adelante, cuando aquel mundo llegó a ser, finalmente, un mundo romano.

Y Roma, en la cumbre de su poder no conoció solo un invierno, sino todos los inviernos posibles. Porque sus dominios se extendieron hasta los límites de las tierras conocidas, desde las costas oceánicas de la Iberia a los desiertos de Oriente, desde África a las islas de Bretaña. De modo que las legiones aprendieron muy pronto la lección del frío. Y entonces sí que vestirse fue un problema. En aquellos tiempos no existía un auténtico uniforme: la túnica cortada en forma rectangular y fijada al talle con un cinturón valía más o menos para todos. El remedio para los climas fríos fue simplemente vestirse con más túnicas, una encima de otra; que, además de proporcionar calor, aseguraban también un buen acolchado bajo la coraza. Y es probable que fuera cierto que, en principio, el uso de pantalones, las bracae, se considerase propio de los bárbaros o de afeminados, pero no hizo falta mucho para que los legionarios, cuando los encontraron al norte de los Alpes, decidieran adoptarlos. Otro tanto podemos decir que sucedió con las caligae, las sandalias militares de cuero, podían estar cubiertas en su parte superior, convirtiéndose así en una especie de botas. Parece que les estemos viendo, aquellos soldados abrigados alrededor del fuego de un campamento invernal. Como los que Julio César llevó hasta la Galia en tiempo de sus campañas militares. Años de terribles violencias y, con frecuencia, también de hielo. A ello alude él mismo en algún párrafo de su De bello gallico, cuando recuerda, por ejemplo, el invierno del 52 a. de C., transcurrido entre las nieves de las Cévennes en persecución del rebelde Vercingetórix: “los montes cubiertos de un altísimo manto de nieve que impedía el paso y los soldados abriéndose camino con las palas con muchísimo esfuerzo”.

Quién sabe la cantidad de veces que se repetirían estas escenas en aquellos tiempos de conquista. Pero los romanos no tenían ninguna necesidad de atravesar los Alpes para encontrarse con el frío. La metrópoli no era una isla del mar Egeo y, aunque su posición le asegurase un clima suave, los inviernos podían ser discretamente crudos también allí. En torno al siglo VIII a. de C., en tiempos de la fundación de la ciudad, parece que las temperaturas fuesen, en general, un poco más bajas que hoy. En realidad, no mucho, lo que bastaba para asegurar una vegetación más abundante en los oasis africanos y un clima más húmedo y fresco en Italia. Pero también por eso las crecidas del Tíber tenían que ser más frecuentes y los inviernos ligeramente más extremos. Al cabo de varios siglos, todavía se seguía hablando de la nevada del año 399 a. de C., cuando la ciudad había sido cubierta por un manto blanco de unos ocho pies de altura (es decir, de más de dos metros…) y el frío horrible había helado el Tíber, causado la muerte de los rebaños, destruido los árboles frutales y convertido en ruinas no pocas habitaciones. Fenómenos parecidos habrían golpeado cíclicamente la capital y los campos circundantes. Pero los romanos sabían arreglárselas. En definitiva, las construcciones eran casi todas de ladrillo, cerradas y bien iluminadas con ventanas de piedra. Y no solo. Existían las termas para asegurar los baños calientes. Y las casas más ricas contaban hasta con una calefacción de aire caliente que pasaba a través de los suelos y las paredes. Existe una famosa oda de Horacio (muerto en el 8 a. de C.) dedicada a su joven amigo Taliarco, que se abre con un paisaje de campo invernal, inmovilizado por el hielo al que el poeta contrapone el espacio cerrado de un banquete, avivado por el fuego del hogar y por el vino:

Ves cómo se yergue, blanco de alta nieve

el Soracte, cómo los bosques, cansados del

cortante hielo, ya no aguantan su peso

y se han detenido hasta los ríos.


Ahuyenta el frío, poniendo abundante leña

en el hogar y, generoso,

vierte, Taliaco, vino de cuatro años

de un ánfora sabina.


El resto, déjalo a los dioses; y apenas

se hayan calmado los vientos

que se enfrentan en el mar hirviente, los cipreses,

los añosos fresnos, ya no se siguen agitando.

Pero en tiempos de Horacio parece que las cosas estuvieran cambiando un poco: los historiadores dicen que, a partir de los años de Augusto, el clima se fue haciendo cada vez más suave, con temperaturas parecidas a las de hoy. También dicen que, bien mirado, el clima tiene mucho que ver con los destinos de Roma. En el fondo, el imperio prosperó una vez que el calentamiento se estabilizó, y fue entonces cuando su baricentro político se desplazó a lo largo de la costa septentrional del Mediterráneo. Existen varias pruebas: sabemos que los valles alpinos se hicieron transitables durante todo el año, y esto permitió, entre otras cosas, la extracción de minerales en lugares que antes habían estado cubiertos de hielo. Sabemos que precisamente entonces empezó a cultivarse la vid y el olivo muy por encima de los Alpes. Y sabemos que las vides no tardaron mucho en llegar hasta la Galia septentrional e, incluso, hasta Britania. Pero todo esto nos llevaría lejos de nuestra historia. Nosotros estamos aquí, en Roma, para observar el invierno y sus fiestas. Naturalmente, bien cubiertos. Los más frioleros haciendo quizá como Augusto, que debajo de la toga llevaba cuatro túnicas (subuculae), una encima de otra, una camisa, una malla de lana y una venda ceñida alrededor de los muslos y de las piernas. Finales de diciembre, tiempo de las Saturnales. Tiempo de banquetes y sacrificios a Saturno en cuanto dios de la siembra. Tiempo de fiesta, de regalos y de subversión de las reglas, en el que hasta los esclavos podían ser servidos por los amos. Las estatuillas de yeso que llenan los mercados son las pequeñas imágenes dedicadas a Saturno: pueden regalarse a los amigos, quizás acompañadas por algún que otro objeto, un libro, una vasija. Si además tenéis niños, entregadles directamente algunas monedas para que vayan al mercado, porque se trata fundamentalmente de una fiesta para ellos. Y si pensáis que estatuillas y regalos para los niños en el mes de diciembre os recuerdan a algo, probablemente se trata de una asociación adecuada. Mejor dicho, a todo lo anterior habría que añadir las posteriores fiestas de finales de diciembre, los Compitalia, en los que se festejan los Lares, las divinidades de la vida doméstica. Adornando sus imágenes con bolas de lana y pequeñas muñecas en el interior de los templetes levantados en su honor. En fin, todo un florecer de estatuillas y figuritas alrededor de las cuales se celebran relaciones familiares y religiosas. Y el hecho de que todo esto se parezca a inviernos mucho más cercanos a nosotros no es precisamente casual. Lo que sucede es que el pasado habita en nosotros, a menudo escondido en un lugar profundo, pero no por eso menos capaz de incorporar vida. Precisamente como la misma naturaleza del invierno.



CUANDO EL CIELO SE OSCURECE: LOS MONASTERIOS


“Mundus senescit…”: el mundo está envejeciendo. Y las señales son numerosas: el vino se ha enturbiado, los eclipses han sumido la tierra en las tinieblas y de las profundidades del bosque nos llega cada noche el sonido de los clarines de un ejército en marcha. “Hermanos, manteneos preparados”, anuncia desde hace meses el prior, “Se ha cumplido lo que el Señor dijo en el Evangelio: Cuando veáis estas señales sabed que se aproxima el día grande y manifiesto para todos”. “Mundus senescit…”: en el momento de la llamada para las vísperas, esta noche no hay más que hielo; un hielo tal que casi es un alivio abrir los ojos y dejar de soñar en el propio dolor. Demasiado lejano y demasiado pequeño el lucubrum, la lámpara del dormitorio: en la oscuridad de la habitación no se distingue nada. Aquí y allá los golpes de tos de un cofrade y un murmullo casi inaudible, como de un sueño o una oración. El jergón es un tablón de madera cubierto por un saco relleno de paja, que uno tiene que sacudirse de encima al levantarse. Las manos ateridas de frío buscan el escapulario en la oscuridad, que está colgado en algún sitio delante de vosotros. “Mundus senescit…”: en el monasterio reina el silencio; un cielo de cristal y una luna sutil y blanca. Hay pocas nubes, a pesar de todo, descienden lentos, como danzando, algunos copos blancos mortecinos. Es la primera nieve del año. Y uno piensa en el bosque circundante, al otro lado de los muros del monasterio, que se extiende infinito y desconocido quién sabe hasta dónde, más allá del río, al otro lado de los montes más lejanos. Las hojas han caído por todas partes y se pudren en el barro; las finas ramas desnudas están tendidas hacia el cielo como dolientes esqueletos. Realmente hay que darle gracias a Dios por esta fortaleza desde la que podemos elevar nuestras oraciones. Al reparo de la vasta e inmensa desolación que nos rodea: ese mundo impenetrable en el que habitan la oscuridad, los lobos, los bandidos y las almas de los muertos…

“Es como si el mundo hubiera vuelto al gran silencio de los orígenes, cuando ni hombres ni animales lo poblaban”, había dicho Pablo el Diácono, el cronista de los longobardos, en el siglo VIII. En sus palabras anidaba ya la sensación de una decadencia ahora irresistible, hecha de ciudades reducidas a espectros de sí mismas, aldeas al límite de la subsistencia, bosques, zonas pantanosas y páramos avanzando amenazadores en el paisaje, borrando las señales de piedra puestas por los hombres. Ruinas invadidas por la vegetación silvestre; las antiguas vías romanas levantadas por las raíces de los árboles y de los matojos. Los acueductos caídos inutilizados. Seguro que había algo de retórica en quien contaba todo esto, es probable que mostrar la corrupción del mundo permitía exaltar todavía más la luz de Cristo, pero es innegable que eran tiempos difíciles: tiempos de hambre, de miedo y, con frecuencia, también de frío.

No creo que podamos imaginar realmente lo que era la vida invernal en un monasterio de la alta Edad Media. Las fuentes ayudan, pero no bastan. Estamos demasiado lejos de aquellas mentes y de aquellas condiciones de vida tan extremas. Pero si podemos partir de algo es, seguramente, de la Regla, de la regla por antonomasia, la escrita en el siglo VI por Benedicto de Nursia para que se aplicara en todos los monasterios de Europa, desde Italia a Irlanda. Esa regla que, a su manera, hizo de límite y de muralla, en un tiempo en el que parecía que todo estaba llegando a su fin. Por todo eso, el monasterio, con frecuencia, fue un baluarte; rodeado de aquellas inmensas soledades hechas de robles, abedules y ojaranzos, el monasterio protegía y proporcionaba base para una nueva vida, hecha de oración, participación y trabajo. Ese espacio, a veces parecido a una fortaleza, ese pequeño mundo, en su interior estaba, cuando menos, bien organizado. El corazón estaba constituido por la iglesia, desde donde, día y noche, se elevaba la oración de los monjes. Después, todo alrededor, los edificios necesarios para la vida comunitaria: el claustro, el capítulo, la biblioteca, el dormitorio, la sala de las abluciones, el refectorio, la cocina, la enfermería. Ya conocemos esos lugares, forman parte de nuestro paisaje y de nuestra cultura, pero para tratar de entender lo que era su invierno en torno, digamos, al siglo X, tenemos que hacer un pequeño esfuerzo. Empecemos por suprimir de todos lo edificios luz y calefacción. A la llegada de los primeros vientos otoñales, las piedras de los muros, simplemente, se enfriaban y la temperatura en el interior de los edificios empezaba a bajar. No había ningún lugar en el monasterio que tuviera calefacción, con la excepción, por supuesto, de la cocina, cuyo acceso, sin embargo, estaba severamente prohibido a todos. En el interior de la iglesia, a veces, el frío era tan fuerte que el sacerdote ni siquiera lograba oficiar y el sacristán tenía entonces que llevarle un recipiente de metal con brasas para calentar sus ateridos dedos. En el dormitorio pasaba lo mismo. Además, se trataba de una parte común para todos, abad incluido. A menudo no era más que una enorme y gélida sala sin ninguna división o cortinas entre una cama y otra. Tablones con un saco de heno, de paja o de hojas secas, una esterilla, una manta, un cubrepiés y una almohada; los religiosos dormían allí completamente vestidos quitándose solo el escapulario. Naturalmente, dormían todo lo que podían: su vida estaba regida por las oraciones y se despertaban para cantar las primeras, las vísperas –lo que hoy llamamos maitines– entre media noche y las dos. El monje, dice la Regla, tiene que levantarse “sin tardanza a la señal” de una campana o de un instrumento de madera. San Benedicto no soportaba a los que se retrasaban. A partir de ahí empezaba una jornada íntimamente ligada a la luz y a la oración, porque las horas se contaban a partir del medio día, de manera que la jornada se dividía en doce horas de luz y doce de tinieblas. No hace falta decir que en invierno las horas del día acababan durando menos, aunque solo fueran cuarenta y cinco minutos contra los setenta y cinco de la noche. En definitiva, que todo pasaba a gran velocidad después de las primeras claridades de un alba invernal. Con la salida del sol sonaba la hora prima. Con ella empezaba el trabajo; luego, a las nueve, la tercera; a mediodía la sexta, etc. Hasta que, incluso con demasiada rapidez, resonaban las vísperas.

sriptorium