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La imaginación




Traducción de

Francisco Campillo García

Ant Machado Libros

www.machadolibros.com

Maurizio Ferraris

La imaginación

La balsa de la Medusa

La balsa de la Medusa, 95


Colección dirigida por

Valeriano Bozal



Léxico de estética

Serie dirigida por Remo Bodei

© 1996 Società Editrice Il Mulino, Bologna

Edición en lengua castellana efectuada por mediación

de la agencia literaria Eulama

© de la presente edición, Machado Grupo de Distribución, S.L.

C/ Labradores, 5. Parque Empresarial Prado del Espino

28660 Boadilla del Monte (Madrid)
editorial@machadolibros.com


ISBN: 978-84-9114-327-7

Índice

Introducción

I. Antigüedad y medioevo

II. Del humanismo al barroco

III. El siglo dieciocho

IV. Siglos XIX y XX

Bibliografía

Introducción

Imaginación y fantasía


Alguien puede cuestionarse por qué es sólo en una discusión filosófica o filológica donde se toma en consideración que, entre subiectum e hypoikomenon, o entre essentia y ousìa, la traducción sea imperfecta y las nociones no se solapen la una a la otra sin residuos, mientras que, por otro lado, en el lenguaje ordinario se distingue la imaginación de la fantasía.

En el léxico de las lenguas neolatinas subsiste, ciertamente, una relativa concordia: imaginación es la retención de lo ausente, la fantasía es su reelaboración. Como quiera que la reelaboración es más tendente a la falibilidad que la retención, la fantasía se inclina hacia lo irreal más que la imaginación. Sin embargo, no hay mejor modo de rehusar la importancia de un testigo que replicarle que nos está presentando, simplemente, el fruto de su imaginación: así, la pretendida concordia léxica anteriormente referida se ve rechazada. El hecho evidente es que la distinción es relativamente constante, pero no es coherente, lo cual constituye un problema algo más que lexicográfico.

Strawson (1995) asigna a la imaginación tres áreas semánticas fundamentales: 1) la imagen mental (y quizá también acústica); 2) la imaginación como invención; 3) la imaginación como creencia o ilusión. Lo hace sirviéndose del inglés contemporáneo, pero la definición corresponde a la de la phantasia en Platón, que tiene el valor tanto de representación verídica como de apariencia ilusoria. El verbo phantazesthai (aparecer), y los sustantivos phantasis, «visión», y phantasma, no están en primer lugar conectados con el engaño, sino que son la condición de la verdad y el error, ya que phantasma no es propiamente «imagen», sino «lo que aparece», lo cual lleva consigo la legitimidad de traducirlo como «presentación» antes que como «representación», tanto más cuando, hasta la época helenística no se atestiguan formas activas de phantazesthai, sino sólo formas medias o pasivas (a esto hay que añadir que el verbo designa, primariamente, no tanto el acto de presentarnos intencionalmente una imagen, sino más bien la aparición que nos visita en el sueño o en la vigilia). La especificación por la que la presentación se convierte en representación es más bien una consecuencia, y no una premisa, del estatuto de la apariencia.

Se trata de una matización necesaria. ¿Qué es, de hecho, la verdadera presencia? Es precipitado responder que su lugar es la visión, porque la visión puede ser efímera, cuando no un sueño o una ilusión. La lengua sedimenta esta perplejidad: en griego, eidon es un aoristo usado como sustituto de horao, veo (y tiene la misma raíz que el latín video); su pasado (oida), y no su presente, quiere decir «saber» (he visto, por tanto sé). Sé algo con certeza en el momento que veo, y veo para siempre, con los ojos del espíritu, el cual asegura a la imagen una permanencia no efímera; pero este mantenimiento es condición tanto de la verdad como del engaño. El eidos idealizado puede ser una alucinación; sobre todo, puede ser un mero fantasma inútil, debido a los mismos motivos por los cuales es un útil fantasma verdadero, por ejemplo, y fundamentalmente, cuando retiene la imagen de una percepción que ya no está presente. Así –precisamente porque el ver, aunque instantáneo, supone la retención de los momentos precedentes y se orienta hacia la idealización como hacia la propia verdad– una cierta ficción, junto a una cierta retención y un cierto recuerdo, funcionan ya en la visión, en la que la espera y el recuerdo resuenan en el presente, y también lo confunden.

Es también esa la razón que hizo que Moctezuma acogiera a Cortés con los brazos abiertos, siguiendo la lógica que se repite regularmente en el mesianismo. Por tanto –y las ilusiones ópticas pueden constituirse en una suerte de espía de lo que acontece regularmente en la visión–, ver, recordar y fingir son lo mismo. No estamos aquí, con toda seguridad, ante una adquisición de la que, con la típica buena fe moderna, se ha llamado la época de la realidad virtual. Ya lo fue la conmovedora imagen de La Eneida que Juan de Salisbury comenta en el Metalogicon: cuando Andromaca ve a Ascanio, se imagina como habría sido Astiacnate en el caso de que el destino le hubiera concedido llegar a la edad del primero. El engaño propio del testimonio ocular, la subjetividad de los puntos de vista, el hecho –tan bien analizado por Stendhal o por Tolstoi– por el que los contendientes en una batalla comienzan a deformar (siempre de buena fe, y desde el primer momento en que lo narran) lo que han visto, se derivan de esta circunstancia.

Por tanto, no es por simple variación léxica que la phantasia griega haya sido traducida al latín de tres modos. Siguiendo un orden cronológico, el primero, testimoniado en Cicerón, Aulo Gellio o Quintiliano, pero todavía en el siglo V en Agustín, Celio Aureliano o Boecio, es visio. Imaginatio es una voz más tardía, aunque aparece ya censada en Plinio el Viejo. Los dos términos pueden ser considerados en principio como equivalentes, mientras la acepción de la imaginación como ilusión predomina en la transliteración, postclásica, del griego phantasia, testimoniada en la Cena Trimalchionis, y en la Institutio Oratoria de Quintiliano, donde, por ejemplo, las obras de Teón de Samos son definidas como «fantasía» entendiéndose con ello «extravagancia». Sucede por esto que, al menos como tendencia, en el Medievo se ve marcada en phantasia cierta tonalidad quimérica, en contra del valor realista de imaginatio. No obstante, una señal escéptica se encuentra ya presente en la phantasia griega de la época de Herodoto; así como, en tiempos de Aristóteles, tal palabra podía significar también ostentación. No es por tanto sorprendente que, en la Patrística, se nos plantee el problema de saber si Cristo se ha presentado como un verdadero hombre o sólo como una phantasia; del mismo modo, tampoco nos sorprende que en la retórica antigua el sintagma phantasia poetica pueda tener un valor positivo, y que de tal modo aparezca atestiguado en varias ocasiones más en la baja latinidad.

La pareja fantasía-imaginación se encuentra, por tanto, en este acontecer de traducciones problemáticas. Desde el punto de vista funcional, en un sentido genérico puede decirse que phantasia equivale a imaginatio (el primer término es sólo la transliteración del griego, el segundo se establece después de la versión más antigua visio). En un sentido específico, imaginatio es la facultad que retiene las formas recogidas por el sensus comunis (la koiné aisthesis de Aristóteles: el sentido interno que coordina los datos provenientes de los sentidos externos, por ejemplo el color o el sabor de un percepto); phantasia es, en cambio, la facultad que asocia de nuevo los fantasmas retenidos por la imaginatio. En otras palabras: si por un lado imaginatio se diluye en la percepción (visio) y en la memoria (que se distingue de ella por el carácter voluntario), por otro phantasia parece absorber, en forma degradada, las mismas funciones de composición y descomposición que pertenecen al concepto. La imaginatio proporciona el hombre y el caballo, la phantasia compone el centauro. Pero esta recomposición resultará cargada de valor suprasensible si, con el Hegel de la Fenomenología del Espíritu, asumimos que la actividad del separar constituye en la máxima potencia del intelecto. Por esto la phantasia puede equivocarse más que la imaginatio, aunque también ésta última esté sometida a las falacias de los sentidos: con la imaginatio puedo tomar a un espantapájaros por un hombre; con la phantasia podría construir un delirio, y también podría caer víctima de phantasiae diabolicae, aquellas que obsesionaron a El Bosco y al San Antonio de Flaubert.

La regla anterior hace agua, no obstante, por más partes. Fantasma es la quimera amorosa en la poesía trovadoresca, pero pantais es en provenzal la turbación de la pesadilla, que acusa una génesis somática; y en celta encontramos faoin, debilidad, y fanntais, languidez; sin embargo, también en el celta, faoineas indica tanto la astenia física como la vanidad espiritual, y el portugués pantear (como el veneto pantezar) significa contar historias amenas –es decir, cosas que no están ni en el cielo ni en la tierra–. Pero se comprueba, por el contrario, que en la primera aparición de una imaginación productiva testimoniada por el Oxford English Dictionary (un verso de Stephen Hawes sobre Chaucer) se habla de ymaginacyon. ¿Es esto un signo de que la regla está invertida, y de que la fantasía se refiere a la retención y la imaginación a la producción? No lo parece, y no sólo por lo que se ha dicho en relación al latín, sino también porque, en el poema a la muerte de la duquesa de Lancaster, Chaucer usa ymaginacioun y fantasies a grosso modo como equivalentes, y en el Sueño de una noche de verano de Shakespeare, imaginación y fantasía se igualan en la común irrealidad; tanto que, precisamente en este contexto, se sitúa el famoso pasaje según el cual la pluma del poeta da forma a las imaginaciones, dándoles un lugar y un nombre.

Un cierto principio de clasificación se puede quizá obtener de la circunstancia por la que, desde Dryden en adelante, fancy (contracción de phantasy) es la invención de cosas ligeras, mientras imagination se refiere a la creatividad profunda, según una jerarquía invertida sustancialmente por Coleridge, pero que está vigente, por ejemplo, en el uso contemporáneo inglés, que con Fantasy designa una especie de utópica ciencia-ficción. Es probable que, como sucede frecuentemente en el lenguaje, aquello que cuente sea el valor diferencial, y no aquello que puede ser positivamente indicado por la diferencia. Ello puede verse reflejado en la tardía acuñación del alemán Einbildungskraft, con el que Paracelso traduce imaginatio para designar aquello que, junto al intelecto, compone el cuerpo invisible, es decir el alma. Por tanto, imaginatio podría ser precisamente la creatividad profunda, visto que, por su parte, el diccionario alquímico de Martin Ruland (1612) define la imaginatio como «astrum in homine», y que con la misma densidad de valor poiético y poético que Einbildungskraft, el término aparecerá en Böhme, Comenius, Harsdöffer, hasta Baader e incluso más adelante. Pero, aún en el diccionario de los hermanos Grimm, Einbildungskraft aparece como reproductora, reteniendo para sí, por tanto, los caracteres de la imaginatio latina, mientras Phantasiae indica, más bien, tanto la fantasía poética como (al modo del Kant de la Antropología, pero de manera no siempre coherente) la ilusión involuntaria, por ejemplo la infantil. Un caso análogo existe en el holandés, donde verbeeldinge equivale a Einbildungskraft y se traduce como imaginatio (o su forma holandesa imanginacie), mientras ya desde el holandés medio y aún en la lengua actual indica más bien la quimera.

Sería demasiado exigir de la filosofía una coherencia mayor de aquella que el hablar común exhibe. En el comentario a la Isagoge de Porfirio, Boecio ilustra la phantasia sirviéndose de un verso de Horacio –«Humano capiti cervicem pictor equinam / iungere si velit»–, pero la traduce con el término visus, o sea, con el equivalente más próximo de imaginatio. Cuatro siglos más tarde, Escoto Eriugena, en el Comentario a la jerarquía celeste, da a imaginatio una connotación positiva, mientras phantasia, de más rara frecuencia, presenta un matiz negativo. Pero en el Periphyseon se produce una inversión completa, y phantasia es primeramente la imagen de las cosas sensibles, y después, en una jerarquía ascendente, el icono de aquellas que son reflejo de la verdad celeste, asimilándose así a las teofanías neoplatónicas, al tiempo que se asume que los espíritus malignos no producen phantasiae, sino umbrae. Podría suponerse que la adopción de un léxico helenizante llevara a la normalización del término, pero en muchos autores medievales permanece la elección contraria, y phantasia asume un valor también negativo, de vana phantasia, por ejemplo como sueño (phantasia somnialis) o, más exactamente, como fantasía diabólica, –caso en el que las imaginaciones aflorarían sobre todo de la carne.

El caso de las traducciones latinas de Aristóteles da testimonio de una situación confusa. En la primera versión de Acerca del alma, de Giacomo Veneto que se remonta a la mitad del siglo XII –y que, revisada por Guillermo de Moerbecke, se constituye en un punto de referencia hasta el siglo XIV, influenciando, por tanto, los comentarios de Alberto Magno y de Tomás de Aquino– se hace prevalecer una simple transliteración, por la cual phantasia se convierte en fantasía, pero, con menos frecuencia, aparece también imaginatio. Sin embargo, un sabio bizantino como Argiropulo, en su versión latina de Acerca del alma (usada en las clases del «studio» florentino en torno a 1460, y revisada alrededor de 1485) no adoptará la transliteración phantasia y, a pesar de su aversión por los bárbaros, elegirá imaginatio, poniéndola en endiadis con phantasia sólo en rarísimos casos. ¿Debemos concluir de ello que la phantasia griega (como facultad reproductora) viene ahora convertida en imaginatio, ya que la phantasia latina indicaría, aunque de manera equívoca en el contexto aristotélico, una capacidad reasociativa e inventiva?

No es cierto. En el léxico filosófico de Rodolfo Goclenio vuelve a aparecer la hipótesis de la traducción simple, o sea de la plena equivalencia entre el término griego y el latino: la imaginatio falta en la parte latina (1613), mientras en la griega (1615) bajo el nombre de phantasia se encuentra tanto la imaginación en su sentido de retención simple, como la fantasía con el sentido de elaboración compleja. Inversamente, en el Lexicon philosophicum de Johannes Micraelius (1653 y 1662), esta misma valencia gnoseológica y ontológica se tematiza en la voz Imaginatio. En el siglo XVIII, en el contexto de una cultura común y alrededor de los mismos años, imaginatio es para el Wolff de la Psychologia empirica esa misma potencia reasociativa que para el Baumgarten de la Metafísica es la phantasia. Estas inversiones no dejarán de repetirse, y sólo se calmarán debido a la salida de escena de uno de los dos contendientes, la fantasía, que entre mil ochocientos y mil novecientos, es relegada sin salvación al ámbito de lo puramente irreal. No por esto triunfará la imaginación, y la prueba está en que sus últimas resurecciones filosóficas serán sofocadas por el lema «la imaginación al poder», el cual habrá de dar inicio, la mayor parte de las veces, al más perfecto realismo político.

Veremos como el árabe y el hebreo reflejan esta misma herencia griega. Como paradigma exótico, que señala una dificultad de traducción generalizable a causa de contextos análogos, puede valer el tópico ejemplo que nos ofrece el japonés. En el habla actual tenemos (como equivalentes parciales de «fantasía», y al margen del préstamo fantasy): kûsô, «imaginar aquello que no existe en realidad», gensô, pensar aquello que no existe en realidad, maboroshi, «ver aquello que no existe en realidad». Para imagination, tenemos sôzô, que viene del chino clásico, y fue usado a finales del siglo XIX en la traducción de la Mental Philosophy de Joseph Haven; pero el mismo término llega a designar bien «pensamiento», bien «imaginación», o bien «fantasía». Así también le sucede a omo-u, que se traduce como «pensar», pero como un pensamiento poético que se pierde en la naturaleza, y cuyo posible equivalente sería el ofrecido por un pasaje de Baudelaire: frente al mar todas las cosas piensan «mais musicalement et pittoresquement, sans arguties, sans syllogismes, sans déductions». No hay que sorprenderse por la dificultad en la traducción. Una semántica de la imaginación, como se ha visto, está conectada estrechamente con una doctrina de la verdad, o sea, con lo que se entiende por verdadero según la herencia de los griegos, de los romanos, de los semitas, y que no es sólo esta o aquella verdad, ni sólo este o aquel concepto de verdad, sino la noción misma de verdad por contraposición a la ficción. Una ficción de la cual, por otra parte, la imaginación no es el único estandarte, si se considera, con Pascal, que esta maestra de errores y de falsedad resultará tanto más astuta cuanto menos lo sea normalmente –o sea, en tanto pueda también designar lo verdadero.



Estética y lógica


¿Ese «verdadero» (así como su contrario) se refiere a los sentidos o al intelecto? Rosemary, al comienzo de Suave es la noche, ve unas imágenes en la playa, casi cegadas por el sol: un hombre se sirve algo de beber, ese hombre morirá en una reyerta en Nueva York. Esos mismos signos premonitorios, claros pero no analizados, atravesarán toda la novela, y la inquietud que la rodea –el abismo, debería decirse– consiste en que en todo signo sensible se anuncia un destino, la «huella» de un futuro. En lo que se refiere a la percepción, puedo ver desde lejos algo blanco, después reconocerlo de cerca como Callia. El claro blanco de la primera percepción no es desmentido por el distinto de la segunda. ¿Pero no es ésta la misma historia que tiene lugar en el paso de la imagen al concepto? En vez de hacer de la imaginación un domino contrapuesto a la verdad, o a una verdad ulterior y mística, deberíamos tratar de seguir esa fecunda indicación de la estética en el sentido de Baumgarten, como ciencia de la cognición sensible de imágenes claras y no por ello distintas. Lo cual no valdría solamente para la literatura, sino para la percepción y, en definitiva, para todo tipo de actividad, sensible e inteligible, si es que es cierto que la primera imagen que tenemos de un triángulo es no menos clara e indistinta de la que Rosemary tuvo en el litoral francés. ¿Quiere decirse con esto que la imagen es sólo el primer paso del conocimiento? Si así lo fuese, no habría nada malo en ello. El hecho es, sin embargo, que una imagen es siempre más que una imagen, es siempre refiguración de cualquier cosa y huella de otra, de manera que la distinción, ulterior respecto a la claridad, será entonces, en caso de que venga (puesto que el saber absoluto queda como hipótesis de trabajo) un éxito de la imaginación y de sus frutos.

La estética se encontrará ya siempre en la lógica, y la lógica en la estética. El modo en que este problema se presenta usualmente, con frecuencia en el marco de una literatura fantástica, es la discusión en torno al valor de la metáfora en la filosofía. Se trata, como veremos, de una petición de principio, porque asume como fundada y argumentable precisamente la diferencia entre imagen y concepto, diferencia que unos gramos de análisis demuestran que resulta difícil de encontrar. Decir que las metáforas se introducen en el discurso filosófico es, de hecho, sostener que existe un grado cero del pensamiento, un signo desguarnecido e invisible, al que puede elegirse colorear, del mismo modo que para Kant la forma de una flor gusta al intelecto, mientras su color y olor halagan los sentidos. Pero precisamente éste es el problema: el de establecer la diferencia entre sensible e inteligible, entre lo que es sólo vehículo, depósito o soporte de un argumento intelectual, y aquello que es su sustancia. No es casual que la distinción entre materia y forma sea, al mismo tiempo, tan antigua y tan problemática.

Para demostrar la imposibilidad del olvido voluntario, se suele contar la anécdota del alquimista que promete transformar el barro en oro, pero con la condición de que ninguno de los presentes piense en un elefante rosa. Obviamente, la metamorfosis no tendrá éxito. Esta imposibilidad, real porque trae a la mente el recuerdo precisamente de aquello que se debe olvidar, no es sino una modificación de la imposibilidad más general de un pensamiento sin imágenes. Los prisioneros de la caverna platónica, que ven pasar frente a ellos las sombras proyectadas sobre el fondo, «resultan ser iguales a nosotros». Es Sócrates quien lo dice, introduciendo en la República la historia de la ascensión del filósofo que, cuando sale de la caverna, no encuentra por ello un mundo finalmente sin imágenes, definitivamente anclado a la verdad, sino que todavía se encuentra ante las formas, con el eidos de las ideas y con el sol como su posibilidad. La crítica de las ideas en Aristóteles no dañará esta fundamental determinación visual del pensamiento, desde el momento en que lo universal es pensado en lo particular; por tanto, las propiedades de un triángulo en general se recaban siempre a partir de una figura determinada, de modo que pensar es como dibujar, y el pensamiento no prescinde jamás de los phantasmata.

Esto no comporta que lo pensable y lo visible se identifiquen sin residuos. De hecho nosotros sabemos –o al menos creemos saber– cuándo estamos usando una imagen, lo cual significa que, por otra parte, asumimos la existencia, en nosotros y fuera de nosotros, de algo no icónico. Probarlo no es, en primera instancia, difícil. Por ejemplo, jamás hemos visto nuestra alma sino, si acaso, nuestro rostro en el espejo. Resultará por tanto caracterizador que, en francés, psyché sea el espejo ante el cual uno se afeita (se condensa así, en este sobrenombre, una antiquísima historia). En los Memorables, Jenofonte retrata a Sócrates (para Hegel el equivalente histórico de Edipo) concentrado en discutir con un pintor sobre el modo de representar el eidos del alma, y de la conversación emerge la íntima problematicidad de una figuración semejante. El alma jamás piensa sin imágenes, pero es más problemático tener una imagen del alma; el ojo del espíritu reitera la dificultad del ojo sensible, que se ve a sí mismo sólo en el espejo. Sócrates no considera que el alma sea invisible en cuanto tal, desde el momento que podemos ver la psiqué de los demás hombres, y esta circunstancia se encuentra en la base del carácter fundamental de la experiencia política: del mismo modo que la ciudad no puede reflejarse a sí misma, y se conoce midiéndose con las demás poleis, así los hombres, en la ciudad, conocen su propia alma viendo a otros hombres (inversamente, Erwin Rohde, en Psyché, explica la leyenda homérica con la necesidad que tenían los griegos emigrados al Asia Menor de hacer manejables los restos de sus antepasados, reasumiéndolos en el canto). Esta concepción no es tan peregrina, y prevalece también en el lenguaje más usual: «A media noche en punto/alma mía te espero». La lengua de Metastasio, Da Ponte y Sterbini viene de Petrarca y, por ese camino, de un patrimonio que tiene sus raíces en el mundo clásico. Cuando otro alguien es un ídolo o un alma está ya siempre en funcionamiento la proyección armónica por la cual, mediante la ilusión, me veo a mí mismo en el otro.

Sucede todo el día y todos los días, ya que, a propósito de cada una de nuestras acciones, pensamos en aquello que pueda perjudicar a eso que llamamos nuestra imagen pública, y que es en realidad nuestra imagen privada, la única que tenemos. No obstante, no parece del todo implausible la tesis opuesta, por la cual se puede perfectamente pensar sin imágenes. Son los argumentos de la Logique de Arnaud y Nicole (1662): nada es más evidente que el cogito, pero también nada es menos representable. Igualmente, puedo perfectamente concebir un kiliágono, esto es, un polígono de mi lados, o un miriágono, de diez mil, pero en lo tocante a representármelo, nunca llegaré más allá de una figura indistinta, ya que mnemónicamente me es ya difícil diferenciar un octágono de un decágono. De la misma manera, dos personas pueden representarse al mismo tiempo la tierra como aplastada y como redonda, sólo que uno dice que es plana y el otro que es redonda. El juicio no depende de la imagen, que no es sino su mero soporte material, una intuición que vale como una nota a pie de página de un discurso respecto al que es ilegal. Si en vez de ello pensáramos solamente con las imágenes, según una tesis que puede parecer estéticamente evidente, precisamente porque disfruta de la evidencia de lo intuitivo (¿hemos pensado alguna vez en la identidad o en la sustancia en sí, esto es, fuera de un caso determinado?), si entre lógica y estética no hubiera ninguna dicotomía, quien piensa la tierra redonda no podría pensarla plana (e inversamente), y quien no consigue representarse un kiloágono debería ser incapaz de concebir lo que es un polígono de mil lados.

Esta alternativa es el punto donde se ha agotado frecuentemente la reflexión (y debe tenerse presente el valor eidético de esta palabra) sobre la imagen, pero el verdadero problema, sobre todo en lo que se refiere a psicología, es otro. Una mañana, Françoise va a casa del Narrador de En busca del tiempo perdido y le dice: la señorita Albertine se ha marchado. El Narrador prueba a calmarse pensando en su imagen, pero se da cuenta de que no consigue hacerse figura mental perfecta de la mujer con la que ha vivido durante años. Después llama a Saint–Loup para que la busque, y tampoco consigue describirla. Esto nos sucede todos los días. Intentamos representarnos imágenes de lugares o personas. No lo conseguimos (es la frecuente no fiabilidad de los indentikit de la policía). Pero, por ejemplo, el Narrador no habría creído a nadie que hubiera pretendido simplemente ser Albertine y, cosa aún más impresionante, ¿qué hace que podamos reconocer, en la distancia de los años, la voz de una persona, quizá oída sólo una vez?, ¿qué sucede en nuestra mente cuando creemos que pensamos una imagen? E, inversamente, ¿de qué pozo –no icónico aunque todavía memorístico– vuelve a emerger la característica que nos permite reconocer una entonación ronca, con un cierto deje, o un peculiar acento? Además, ¿qué parte de la mente o del cuerpo hace de modo tal que, en el curso de los años, nuestra voz permanezca la misma, del mismo modo que normalmente inmutables se conservan los rasgos esenciales de una escritura?



Imagen y huella


Sería una verdadera ingenuidad pensar que una imagen representa sólo el objeto o la persona a la cual aparentemente se refiere. La mnemotécnica de Dumouchel, que Bouvard y Pécuchet se procuran en cierto momento de su aprendizaje enciclopédico, combina otras tres, de Allevy, de Pâris y de Feinagle. El primero transforma las cifras en figuras (1 es una torre, 2 un pájaro, 3 un camello, etc.); el segundo se sirve de acertijos (un sillón con tornillos* dará Clou e vis, de lo cual Clovis); el tercero divide el universo en casas, cuyas habitaciones tienen cada una cuatro paredes con nueve recuadros decorativos, cada uno de los cuales está presidido por un emblema. Así, Dumouchel sugiere (sistema Feinagle) colocar el primer rey de la primera dinastia francesa en el primer paño de la primera habitación; el emblema sobre la tela será (sistema Pâris) un faro sobre un monte, que dará «Phar a mond». No se necesitará nada más que añadir (sistema Allevy) un espejo (=4), un pájaro (=2) y un aro (=0), para acordarse de que el primero de los Merovingios, Faramondo, subió al trono en el 420. También ejemplificará Flaubert, para mayor claridad, como los dos bobos toman su casa como base mnemotécnica, de modo que las cercas en el campo señalan las épocas, los manzanos son los árboles genealógicos, los arbustos de boj las batallas, convirtiéndose así en símbolo todo lo existente.

Esta historia moderna repite el nacimiento mítico de la mnemotécnica. Parece, siguiendo la anécdota que encontramos en la versión que de ella ofrece Cicerón en De oratore –menos escéptica que la de Quintiliano– que en Crano, en Tesalia, Simónides de Ceo, invitado a cenar por un poderoso aristócrata, Escopas, habría cantado un poema en honor de éste último, añadiendo una digresión ornamental en alabanza de Cástor y Pólux. Seguramente la ekphrasis disgustó al destinatario y anfitrión, tanto que decidió pagar sólo la mitad de la suma convenida, animando a Simónides a que se hiciera pagar el remanente por los dos hijos de Tíndaro. A continuación, inesperadamente, sucede lo siguiente: Simónides es llamado fuera de la sala del banquete, con el pretexto de que dos jóvenes lo esperan en la puerta; cuando salió no encontró a nadie, pero durante su momentánea ausencia el techo de la habitación se había derrumbado, atrapando a Escopas y sus invitados. Los cuerpos eran irreconocibles; sin embargo Simónides consiguió identificarlos uniendo los nombres de los difuntos con los sitios ocupados en el banco. El descubrimiento de Simónides fue, por tanto, que la mejor ayuda para la memoria es el orden: quien quiera retener los recuerdos, debe transformarlos en imágenes y colocarlos en lugares mnemónicos; los lugares valen por el orden, las imágenes (notae) valen por las cosas que han de ser recordadas.

La nota, eso que hoy entendemos sobre todo como índice musical, o como la precisión a pie de página (cuando en sentido propio está su llamada en el texto), es un término subordinado a la distinción entre imagen y concepto: además de la anotación mnemotécnica o taquigráfica –justamente, las imágenes que Bouvard y Péuchet colocan en los topoi mnemonikoi, o las notae tironiane, la estenografía inventada por Cicerón– nota es, en las traducciones latinas del Sobre la interpretación aristotélico, la palabra que traduce el griego symbolon (los sonidos y las letras escritas son notae de las afecciones presentes en el alma) y, en general (según la definición de Kant en la Lógica), «aquello que, en una cosa, constituye una parte de su conocimiento». Kant prosigue especificando que los hombres conocemos siempre y solamente a través de las notae; Aristóteles había dicho que en el alma, considerado como bloque de cera, no se imprime el bronce o el hierro del anillo, sino su huella. A esto hay que añadir que no existe un conocer, incluso al nivel más elemental de la percepción, que no conlleve anotación, inscripción, colocada en la memoria (eso que todavía se siente cuando decimos «no lo he notado»: o sea, no he inscrito nada en la tablilla de mi memoria: es, por tanto, como si no lo hubiera percibido).

Así, el funcionamiento de la mnemotécnica se presenta como la utilización artística de un fenómeno psíquico natural: la inscripción de las impresiones, y el acto que resulta de ella, es decir, la asociación de ideas, la cual bien puede funcionar gracias a disparatados reclamos (cada vez que pienso en una cosa, me viene a la mente otra sucedida al mismo tiempo o en el mismo lugar, y puede ser reclamado también un pensamiento contiguo en el tiempo, o incluso sólo lógicamente conexo, o incluso unido por razones que se me escapan, como en la libre asociación). Lo sensible es aquí soporte de lo inteligible, justo en el modo en el que, en el párrafo 59 de la Crítica del Juicio, la belleza puede hacerse símbolo del bien moral; más precisamente, la res cogitans entra en contacto con la res extensa a través del misterioso trabajo de la memoria. Es la enseñanza de Bergson: la realidad de la materia y la realidad del espíritu están en una relación recíproca, ofrecida precisamente por la anotación de la memoria. La materia queda en el espíritu no como materia, no necesariamente como imagen realista, sino como huella de la sensación, dato temporal y no icónico que lleva lo externo a lo interno (el tiempo como memoria del espacio en Hegel), pero también lo interno a lo externo (los esquemas como formas de la temporalidad instituyente de la experiencia en Kant).

Si éste es el problema, se comprende fácilmente lo insuficiente que resulta concebir las imágenes como si fueran unos cuadros, en los que aquello que cuenta es lo que hay figurado (lo subraya Freud hablando de los sueños). Aquello que produce la asociación excede la imagen, que de manera consecuente vale como mera protomemoria. Es aquello que ve Aristóteles cuando habla, en De imsomniis, de asociaciones oníricas que operan no gracias a analogías formales, sino sobre la ayuda de impresiones no eidéticas. En otros términos: puede ser que un cuchillo valga perfectamente como símbolo fálico, pero nada excluye que al ver un cuchillo me venga a la mente algo que pensaba mientras cortaba el pan; recíprocamente, el fetichista más sublime se apasionará con cosas que se refieran a un idiolecto secreto, como en la inclinación que, según Baillet, Descartes tenía por los bizcos, quienes le recordaban a una compañera de la infancia.

En el pozo y la noche del alma no se tienen ni conceptos invisibles ni pinturas realistas, desde el momento que es difícil tanto pensar el principio de no– contradicción sin una aplicación determinada, como difícil es representarse de manera fidedigna los rostros de personas conocidas. Se tienen huellas, notae, aquellos «monogramas» de los que habla Kant cuando, por ejemplo, se refiere a los fisonomistas, que a partir de dos líneas consiguen los rasgos de una persona. Recíprocamente, si nuestro ser espiritual es tiempo, como signo de ese singular movimiento que acompaña la actividad del alma, estas huellas, aún no especificadas en imágenes y en conceptos, son precisamente aquello que guía el reconocimiento de lo sabido y la capacidad archivadora como posibilidad del pensamiento. La afirmación de Kant, según la cual yo no puedo tener experiencia del tiempo (del sentido interno) sino a través de la representación externa y figurada del espacio, parece indicar una génesis común de lo interno y de lo externo, en la que reside el auténtico nudo problemático de la imaginación. Ella no sería tanto la función situada en los límites entre sentido e intelecto –la imagen propedeútica para el concepto, lo sensible que precede, ilustra o atesora lo inteligible–, sino más bien aquello que, precediendo al sentido y al intelecto, los hace posibles.

Si, al contrario, se concibe la imagen como una pintura, y el pensamiento como algo oscuro y fluente, las antinomias entre la imagen y su pretendido contrario no se resolverán jamás, y se solemnizará el manido estribillo que habla de un logos calculador y despiadado y una imaginación libre, deseosa de mandar, o al menos de sustraerse, a la tiranía de la razón. La estética sería, mediante esta nunca muerta retórica, lo contrario de las matemáticas, o su purgante quizá. Pero no se considera que estética, en sentido sumo, es ante todo la intuición que de verdades eternas tenemos en un triángulo.