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La política moral del Rococó

Arte y cultura en los orígenes

del mundo moderno

Ant Machado Libros

www.machadolibros.com

Julio Seoane Pinilla

La política moral del Rococó

Arte y cultura en los orígenes

del mundo moderno

La balsa de la Medusa

La balsa de la Medusa, 105


Colección dirigida por

Valeriano Bozal



© Julio Seoane Pinilla

© de la presente edición, Machado Grupo de Distribución, S.L.

C/ Labradores, 5. Parque Empresarial Prado del Espino

28660 Boadilla del Monte (Madrid)
editorial@machadolibros.com


ISBN: 978-84-9114-329-1






Para Isabel.

[Es tuyo]

Índice

Agradecimientos

Presentación

PARTE PRIMERA. EL MANIFIESTO

I. Nociones rococó

II. Asunciones rococó

PARTE SEGUNDA. LA BÚSQUEDA

III. El discurso rococó

IV. El salón rococó

V. La identidad

VI. Ciudadanía e identidad

Bibliografía

Agradecimientos

Este trabajo pudo echar a andar merced a una beca postdoctoral de la Fundación Caja Madrid. Sería ingrato por mi parte que no constara aquí mi agradecimiento por ello. Deuda es, también, el agradecer a un árbitro anónimo de la revista La balsa de la Medusa las demoledoras críticas que hizo a un artículo en el que in nuce se contenía la primera parte de este libro. No hay mejor forma de aprender que equivocarse y tener la suerte de que alguien nos lo haga notar.

Presentación

A pesar de que Rococó es una denominación utilizada únicamente dentro de la historia del arte, lo que aquí se presenta no trata de ser una contribución a la teoría del arte. Tampoco quiere ser una investigación en el campo de la Estética. Más que recoger aprendizajes estéticos mi intención, en lo que sigue, es pensar nuestro presente ético y político mirando otro pasado que lo es también de nuestro presente. Un pasado que habla nuestro mismo idioma si bien con un dialecto algo diferente. Quiero leer el Rococó para tomar de él metáforas que nos pudieran ser útiles a la hora de justificar hoy nuestras reclamaciones y expectativas éticas y políticas; en último término, este trabajo es un intento de imaginar qué se podría decir, después de haber mirado al Rococó, que nos sirviera para actualizar nuestros conceptos democráticos.

El Rococó se localiza fundamentalmente en los primeros 60 años del siglo XVIII; es un estilo con gran variación de unos países a otros que destaca por su gran abigarramiento decorativo (particularmente en la arquitectura) y por su erotismo y cotidianeidad (sobre todo en la pintura y escultura); es el uso indiscriminado de la línea curva y de la asimetría más extrema como ruptura con la severidad barroca (de cuya monumentalidad también abomina al dirigir su atención a lo íntimo, a la pequeña escala). Creo que estas son características que están en la mente de todo el mundo cuando se menta la palabra Rococó; tan sólo quisiera hacer dos precisiones. En primer lugar, es bastante corriente que se tome como arquetipo del Rococó únicamente a sus manifestaciones francesas; de tal modo se suele considerar como genuinamente rococó al arte que de 1715 a 1760 se desarrolla en Francia. Siendo cierto que la mayoría de las Cortes europeas dieron por aquel entonces en mirar a Francia, no es menos verdad que el Rococó no es tan sólo abigarramientos decorativos o retratos de la Pompadour; las iglesias del sur de Alemania son la culminación de la arquitectura rococó, y pintores y arquitectos italianos inundan Europa con el nuevo estilo que va tomando diferentes formas adecuándose a la particular idiosincrasia y al talante del artista. También se podrían mencionar aquí las iglesias barrocas de la América latina. El Rococó no conforma un estilo unitario; como es un arte de acompañamiento, ornamental, no le cuesta adecuarse al lugar y peca siempre de localista: en cada país adquiere un sabor y un matiz peculiar. Así, por ejemplo, al contrario de lo que ocurre en Francia, en Inglaterra no existe una decoración de interiores estrictamente rococó, pero sí hallamos habitaciones dedicadas por completo a un estilo (sea éste gótico, chino o rococó) en un intento de intimismo y personalización de la decoración característico precisamente del Rococó. El Rococó británico es, sobre todo, de ilustraciones de libros, de retratos familiares, de tarjetas de visita, cajitas y plazas y jardines populares. Y curiosamente en la época se conocía como «estilo moderno» el que se encargaba de todas estas decoraciones. Cada país posee un modo de sentir el Rococó y éste, además, es tanto una obra lírica cuanto una porcelana, sin que podamos acudir a una manifestación artística antes que a otra1; es evidente que existen inclinaciones y gustos parejos, cierta predilección por lo íntimo, por el folletín, por el placer y por la adecuación decorativa, pero los artistas en sus creaciones difieren mucho entre sí2.

La segunda precisión que deseo hacer es que el Rococó es la entrada en escena de un estilo más preocupado por lo íntimo que por la monumentalidad; por ello deja de ser un arte de la corte, un arte real, para ser aristócrata y burgués sin que esto signifique una contradicción ya que la aristocracia va a los salones de la alta burguesía y gusta de ellos, lo cual es tanto como decir que existe una cierta uniformidad cultural y de pensamiento en el mundo moderno que el Rococó trae consigo. A este respecto, que en principio bien pudiera resultar algo chocante, me remito al libro de Roger Chartier, Espacio público, crítica y desacralización en el siglo XVIII, en el que desarrolla la idea de Tocqueville según la cual a finales del XVIII había una notable homogeneización cultural entre alta burguesía y nobleza (motivada tanto por la pérdida de la monarquía como centro al que se refieren todos los bienes culturales, cuanto por un nuevo gusto que les aúna). Precisamente será este el motivo que hará que resulten más insoportables las diferencias jurídicas entre ambas clases porque «la igualdad cultural, si bien unifica las preferencias y las conductas, no atenúa en nada las diferencias jurídicas que separan a esos hombres tan semejantes»3.

Me interesa la idea antigua de Hatzfeld4 según la cual el Rococó es el estilo de las luces que es traído por la aristocracia en una especie de jugar con fuego que después finiquitará a esa aristocracia; y aunque es cierto que Hatzfeld piensa que el Rococó es un estilo propio de la Ilustración, pero no de la modernidad, creo que si concedemos a ésta un origen algo más amplio que aquel que tradicionalmente la otorgamos (y a esto se dirige buena parte del esfuerzo de este trabajo) podemos ver que el Rococó aporta a nuestro presente más de una idea útil. En este sentido, por terminar de citar autoridades, volvería a la idea de Chartier y Tocqueville, que es también la clásica tesis de Hauser, según la cual el Rococó más que un jugar con fuego es ya el asentimiento a un mundo diferente donde aristocracia y alta burguesía se unen en la común admisión de nuevos valores. En esa común admisión se formará el ámbito donde nuestro mundo comienza a imaginarse5.

De cualquier forma lo relevante del Rococó no es que sea el estilo de las luces y en él se forjen las respuestas de nuestra modernidad (y por ello sea conveniente un completo estudio del Rococó porque es conveniente un estudio histórico de nuestro mundo), sino que en el Rococó se vislumbra el nuevo mundo con unas categorías que aunque no fueron las que al final triunfaron ni las que dieron lugar a la historia que tradicionalmente estudiamos como nuestra historia, sí que hoy nos pueden ser de alguna utilidad. El Rococó es la modernidad que todavía no se ha dado nombre y camina dentro de los aparatos sociales, estructurales y conceptuales del Antiguo Régimen. Por eso quizá nos sea útil. Por un lado está dentro de nuestro mismo idioma, podemos entender sus propuestas hoy, no tenemos que hacer un esfuerzo utópico por cambiar voluntades como si deseáramos acudir a la noción de dignidad barroca o de virtud clásica; pero, por otra parte, el Rococó se expresa en un dialecto diferente y de aquí su riqueza (nunca se teoriza como un estilo moderno, sino como un modo de vida de la aristrocracia caduca que ha adquirido y aceptado los planteamientos de la alta burguesía).

Por supuesto que aquí mi intención no será la de hacer de arqueólogo para soñar lo que pudo haber sido y no fue. Mi idea es que las justificaciones y teorizaciones por las cuales las sociedades modernas han optado ni dan cuenta por entero, ni agotan el potencial enorme que está a la base de esas mismas sociedades. Nuestro presente no es una línea más o menos directa desde la Ilustración hasta el siglo XXI. Más de una asunción y no pocas reclamaciones se han mantenido sobre bases «no ilustradas» ante la incomprensión o el no reconocimiento del teórico de turno que debía dar razón de ellas. Ante esta situación es preciso retener el ideario ilustrado, pero no desde los términos en que esa misma Ilustración se ha impuesto, sino desde otros que dejó clausurados apenas los expuso. En suma, nuestra modernidad no es de vía única, sino que resulta de la confluencia de varias Ilustraciones: del Rococó, de la Ilustración, de la novela y del moralismo sentimental, etc., y por ello vale la pena mirar, siquiera imaginar, algunas de esas otras corrientes que, sin saberlo o sin que institucionalmente se sepa, también nos soportan6.

Como ya dije al principio, lo que aquí se presenta no se propone como una historia del arte. Me he precavido de no realizar ninguna alusión excesivamente sustancial a Addison, ni a la teoría estética de Hogarth, ni a Batteaux, ni a ninguno de los autores que una historia tal debiera considerar; del mismo modo saltar, como voy a hacer, de la pintura a la literatura o a las artes decorativas es algo que, aun suponiendo un loable afán intelectual, podría extrañar no sin motivo a especialistas de una u otra arte, las cuales, en último término, guardan siempre un poso de inconmensurabilidad. ¿Voy a inventarme el Rococó que usaré? Como se irá justificando en lo que sigue, la comprensión de lo que quiero señalar con la etiqueta «rococó» vendrá al acabar la lectura de estas páginas cuando, si mi esfuerzo tiene éxito, el lector quede con un sabor de boca semejante al que deja el vino: se puede explicar con más o menos metáforas, pero lo interesante es el modo en que nos sitúa para afrontar los problemas cotidianos, la comida o una conversación. Reconozco que en esto mi intención no puede ser más rococó. De cualquier forma esté tranquilo el lector rigorista que nada hay tan difícil que no pueda ser entendido cuando se expone de forma clara, ni tan sencillo que se pueda establecer de una vez por todas. Además, contra el ídolo del rigor el Rococó también eleva alguna crítica.

Notas al pie

1 Al respecto se puede consultar: Patricia Crown, «British Rococo as Social and Political Style», en Eighteenth Century Studies, vol. 23, n.º 3, Primavera de 1990 (269-282). También I. M. Campanacci, «Il Rococò letterario», en Lettere Italiane, n.º 38 (4), 1986 (542-577), pp. 546-547.

2 Para ver su carácter internacional y al mismo tiempo nacional (cada país posee un Rococó propio) se puede consultar Michael Swarz, The Age of Rococo, Nueva York, Praeger, 1971, pp. 7 y ss. También Patrick Brady, Rococo Style versus Enlightnment Novel, Ginebra, Slatkine, 1984, pp. 43 y 75. En España el Rococó era la crítica del alambicamiento y adorno hueco de un barroco degenerado ya. Este es el motivo por el que podemos ditinguir el horror vacui churrigueresco de la decoración de Ribera. Hay en este último una contención y una naturalidad que no suelen poseer los miembros de la familia Churriguera que recuerdan al famoso predicador Fray Gerundio de Campazas cuyas andanzas se vieron publicadas en la época. Como ocurre también con buena parte de la poesía rococó de Meléndez Valdes, en la obra de Ribera se da el rocaille, la ornamentación, pero se huye de los giros vacíos y de la imaginación descompuesta. El Rococó no es una ley universal. Tan sólo unas pautas de comportamiento moderno. En este sentido resulta significativo que todos los estudiosos de la época reconozcan la dificultad de señalar un Rococó puro: «Aun en Francia es difícil señalar un ejemplo “puro” de arquitectura rococó. El “inventor” de las formas rococó, Juste-Aurèle Meissonier, no dejó ninguna obra concreta, y hemos de volver al viejo maestro Germain Boffrand para hallar lo que generalmente se considera la obra maestra de decoración interior del Rococó francés [se refiere al salón ovalado del Hôtel de Soubise en París]» (Christian Norberg-Schulz, Arquitectura Barroca tardía y Rococó, Madrid, Aguilar, 1989, p. 62). En este punto me remitiría a lo que dice José Miguel Caso: En todo el siglo existe una literatura rococó junto con una literatura comprometida con la Ilustración. La literatura rococó, además, da a luz un clasicismo muy cerrado que también desea exponer los ideales ilustrados. Tres estilos que confluyen a veces en un mismo escritor e incluso en una misma obra. Por eso mejor que hablar de autores sería hacerlo de obras y, a veces, hasta con cuidado y esmero de lo que decimos [José M. Caso González (ed.), Ilustración y Neoclasicismo (vol. IV de la colección Historia y Crítica de la Literatura Española), Barcelona, Grijalbo, 1983, pp. 325 y ss.].

3 Roger Chartier, Espacio público, crítica y desacralización en el siglo XVIII, Barcelona, Gedisa, 1995, p. 25.

4 Helmut Hatzfeld, Estudios de literaturas románicas, Barcelona, Planeta, 1972.

5 Arnold Hauser, The Social History of Art, Nueva York, Alfred A. Knopf, 1952 (pp. 506-507). Esta es la idea que también preside el libro de Verena von der Heyden-Rynsch sobre la cultura de los salones [Los salones europeos. Las cimas de una cultura desaparecida, Barcelona, Península, 1998]. En esta obra se hace una historia de los salones, del XVII al XIX, precisamente en función de esa coparticipación en un mundo común de ideas y gustos entre alta burguesía y aristocracia. Quiero aclarar que no estoy diciendo que se puedan identificar estas dos clases tradicionalmente consideradas como antagónicas, pero sí existen ámbitos (el salón, el arte decorativo, las primeras ideas anticortesanas, etc.) en los que coincidían y en los que, es mi idea, comenzaron a hervir algunos de nuestros conceptos e imágenes democráticas.

6 En este lugar no voy a decir «nuestro presente ha de leerse en su verdadero pasado, el Rococó», sino simplemente aclarar que nos hemos olvidado de algunos puntos fundamentales –los que refieren al Rococó en este caso– a la hora de comprender –desarrollar, desear e identificarnos con– nuestra democracia. No puede parecer extraño mi propósito pues se soporta en la idea que sostiene el ya clásico libro de Charles Taylor, Fuentes del yo (Barcelona, Paidós, 1996). En ese estudio se intentan rastrear las distintas fuentes de donde bebe la idea de identidad que manejamos bajo la convicción de que nuestra ciudadanía toma elementos de muchos y distintos lugares que merecen la pena ser señalados por un doble motivo: comprendernos mejor y poder acudir a una variedad mayor de elementos, imágenes y conceptos a la hora de proveernos de expectativas y herramientas para conseguirlas.






PARTE PRIMERA

El manifiesto

I

Nociones rococó

La primera quiebra del Antiguo Régimen


Es habitual distinguir tres épocas en el Rococó francés. La primera, el período «Regencia» (1715-1730), es el regreso de la capitalidad a París y la primera presentación de los motivos y planteamientos ideológicos rococós. En la segunda época (1730- 1751), el período «Luis XV», la Corte vuelve a Versalles, pero allí se adecuan las habitaciones al nuevo estilo que ve en este período su desarrollo más potente. La tercera época, el período dedicado a Mme. Pompadour (1751-1760), es la mezcla del Rococó con otros anhelos de tinte más clasicista a fin de encontrar estilos más serios. Aunque no quiero reducir el Rococó a sus manifestaciones francesas, bien nos puede echar una mano esta tradicional división para comenzar a andar1.

Con la muerte de Luix XIV, y durante el período de la Regencia, la capitalidad de Francia retorna a París. La corte sale de Versalles y vuelve a sus antiguas casas. Mas al entrar en ellas no sólo fue evidente la necesidad de airearlas, limpiarlas y reparar los inevitables daños del tiempo, se imponía también redecorarlas: hacía tanto tiempo que se habían cerrado, que estaban muy pasadas de moda. En muebles, espejos, cortinas y escayolas se comienza a componer el «estilo moderno» que es como se llamó en su tiempo al Rococó. Los hubo menos ahorrativos y también hubo quienes siendo nuevos en la posesión de fortuna monetaria, no tenían otra casa que la de Versalles; para ellos se comenzaron a construir nuevas mansiones, y en esos hôtels es donde en verdad se expresó desde el principio el espíritu rococó.

En un principio los hôtels son planificados con un espíritu similar al de Versalles, con exacta simetría y repitiendo ideas barrocas; pero incluso en los que se edificaron en primer lugar podemos observar que las proporciones comienzan a ser más ligeras, la atmósfera más privada, las habitaciones adaptadas al espíritu de conversación de los salones. No es sólo que se hicieran eco de las decoraciones que Oppenord había instituido como moda (y así se impuso el Rococó: como una moda), sino que, sobre todo a partir del reinado efectivo de Luis XV, los hôtels se construyen con una distribución uniforme: planta baja para salones y planta alta para dormitorios. El fundamento de esta división es la búsqueda de la intimidad, es la convicción de que existe una clara división entre lo que es privado y lo que es público y es menester tratar ambos ámbitos de manera diferente reconociendo, eso sí, que en ambos lugares se mueven los hombres y que ambos hay que cuidarlos2. Y reconociendo, también, que la distinción entre tales ámbitos no es tajante, sino que se establece en una gradación cuidadosa. Esto es importante; cuando Meissonier en los planos para un gabinete adornado con grandes espejos del conde Bilinsky recoge los temas que Oppenord había puesto sobre la mesa y los extrema, inaugura el nuevo estilo en una habitación cuyo destino no era el ser admirada por todo el mundo; muy por el contrario sus planos componían una habitación que debía ser vivida y habitada por un público cuyas fronteras estaban ligadas a la intimidad del conde que le hizo el encargo.

Si esto ocurrió en la arquitectura, en la pintura sucedió algo similar. También a partir de la Regencia (y debido principalmente a que la Corte deja de encargar cuadros en la cantidad que acostumbraba y van a ser los burgueses ennoblecidos –o los nobles aburguesados– quienes constituirán el principal mercado) los temas de la pintura se alejan de la grandiosidad barroca y se centran en escenas de tipo cotidiano, en sucesos intimistas; aun cuando todavía en numerosas ocasiones se sigue acudiendo a representaciones mitológicas y los retratos no olvidan reflejar la nobleza e importancia del retratado, los cuadros se fijan siempre en acciones cotidianas y banales, son cosas que suceden a los dioses o a los grandes personajes en un momento sin importancia, sucesos no ejemplares que no intentan significar nada más que la amabilidad o la naturalidad del personaje.


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J. B. Oudry, Paneles decorativos, París, M. de Artes Decorativas.


En pocas palabras, a partir del período de la Regencia aparece un «estilo moderno» que opta por decorar. Pero no decorar los grandes palacios reales, sino habitaciones que han olvidado la magnificencia del Antiguo Régimen y que han apostado por lo íntimo, por reducir su tamaño y por hacerse más habitables para quienes las han de vivir. Las decoraciones tratan de hacer lo que hoy llamamos «casa», y para ello su primera asunción es el rechazo de que la arquitectura, la escultura o la pintura obtengan su significado en algún lugar más allá de la habitación que se ha de habitar de una forma cómoda y placentera. Obviamente, la consecuencia primera es que arquitectura, pintura y escultura –como cualquier otra de las «bellas artes»– se resuelven en la decoración, en hacer que en un momento dado nos podamos sentar y sentir cómodos en una habitación. Y este es el primer imperativo rococó3.

Cuando Luis XV retorne la capitalidad a Versalles, adoptará el nuevo «estilo moderno» para redecorar las habitaciones en las que habitará. Haciendo esto, hará público que el Rey no vive en aquel magnífico complejo de Versalles, sino que tan sólo vive en las habitaciones donde mora. El rey también gusta de lo íntimo, es capaz de disfrutar con las cosas cotidianas, tiene una vida privada y se puede permitir el lujo de disfrutar con sus hijas viéndolas coser o cantar; lo cual entre otras cosas supone que ahora tiene hijas a las que llama con diminutivos cariñosos y no es, entonces, el padre de toda Francia (y aún menos la misma Francia encarnada). En el momento en que cada pilar de Versalles deje de remitir a una significación muchísimo más allá del mero crear una casa habitable, en cuanto tan gran figura como es el rey de Francia imagine su vida en habitaciones cómodas y confortables, ocurrirá que perderá su legitimidad como monarca padre- patria y dejará de estar en todos sus dominios de Francia para estar localizado únicamente en una villa de la afueras de París4. Y aun allí, sin ocuparla toda, limitado, como todo hijo de vecino, a las habitaciones donde, como todo hijo de vecino, le place más estar.



El capricho


Como ya he dicho el Rococó coexiste con el Barroco tardío, con el Academicismo, con el primer Neoclasicismo y esto, unido a que nunca se da una rígida teorización que someta al estilo, lleva a que, salvo Boucher, sean raros los artistas rococó puros que no integren, en ciertos momentos, facetas neoclásicas o barrocas. Incluso en una misma obra, como suele suceder en la literatura, alternan momentos barrocos con actitudes rococó y lo que se ha llamado pre- romanticismo. Pero, curiosamente, aun con todo esto, el Rococó es un arte que se distingue en seguida. Quizá porque lo que sí funciona como vínculo indiscutible de distinción es la acusación de trivialidad que a todo artista rococó se ha hecho5.

En efecto, el Rococó es fundamentalmente un arte decorativo y eso no sólo porque se centre en las porcelanas, el mobiliario, las cajitas para tabaco o las lámparas, sino porque hace que la pintura, la arquitectura o la escultura adopten un comportamiento y unos modos ornamentales. De aquí proviene la acusación de futilidad: la obra, cuando su objetivo es el ornamental, ya no puede ser una obra maestra o bella por los siglos, sino que es simplemente una obra agradable, que entretiene con gusto, que se goza sin comprometernos nunca en ningún tipo de gran apuesta (ni existencial, ni estética, ni ética). De hecho, cuando se iguala el cuadro a la cómoda, cuando se gasta la misma energía en la elaboración de un espejo, de un jardín, de una porcelana o de una comedia, lo que estamos suponiendo es que el arte no tiene en sí más ventajas que cualquier otra actividad humana: su función es hacer la vida de los hombres más vivible y nunca más digna, más cómoda pero no más noble ni más adecuada a lo que «en esencia» sea el hombre6.

La trivialidad, el despojar al arte de referentes importantes, abre la puerta al capricho. Trivialidad y capricho son la primera definición que encontramos del Rococó: su propósito es crear objetos para satisfacer deseos tan caprichosos como futiles; su justificación es simplemente el agrado, el complacer esos caprichos. No es esta definición muy equivocada. Pero es definición que un estilo se puede permitir cumplir cuando está haciendo o está pidiendo soperas, juegos de té, escayolas o cuadros para decorar una pared; en esos casos el arte puede olvidarse de tener como horizonte el afán moralizante o el sometimiento a planes prefijados y puede atender a las pequeñas cosas y a los deseos momentáneos de quien solicita la obra de arte. No es definición muy equivocada porque no es preciso ser muy observador para percibir en la colocación de espejos o cuadros, en la pintura y hasta en la literatura, un «porque sí» que sin estar exento de un análisis de lo que queda mejor o de lo que es más adecuado a la función, remite de forma inapelable al particular gusto de quien decora, pinta o escribe. O lo que es más importante, de quien posee la habitación, quien disfruta de una pared –con cuadro– o quien imagina y crea una lectura. Porque el Rococó es un estilo que cobra importancia en el disfrute y recreación que de él se haga: como no enseña un mundo genial o trascendental, cada lector, comprador o paseante, puede imaginar la novela, el cuadro o la habitación a su antojo (puede dudar de la versión del autor, puede observar el tapiz desde los espejos y cambiar la posición de una cómoda de acuerdo a su peculiar inclinación).

Pero la posibilidad del capricho es, también, la posibilidad de que cada hombre y mujer introduzcan en el discurso sus particulares interpretaciones y gustos7. Sin razones y con mil voces; no es de extrañar que Diderot no pudiera soportar este «estilo moderno» y se desesperara por encontrar un pintor coetáneo que le maravillara8. Sin razón última y en el caos del capricho, ¿cómo se iba a imponer ante otros planteamientos que eran capaces de presentarse como verdaderos, inmutables, ajenos a modas...? Quizá no sea muy paradójico que las propuestas que me van a ocupar, a poco de que se las diera el finiquito, quedaran marginadas dentro de la historia de la cultura. El Rococó a excepción de alguna recuperación aislada con las vanguardias de finales del XIX, es un arte que desde el neoclasicismo que le liquidó, ha quedado aislado en el baúl de lo trivial y frívolo. Nada más habitual que las descripciones de la pintura de este período comiencen hablando sobre la vacuidad de los personajes y la trivialidad y erotismo de las historias sin detenerse a hacer distinciones de si se habla de Boucher, Canaletto o Hogarth. Nada menos comprensivo con el Rococó.



La moda


En cierta medida el capricho rococó es el caos de la indeterminación al que tanto han temido la mayoría de nuestros pensadores y contra el que han luchado a fin de encontrar una verdad que presentara de manera clara y evidente qué no hacer. Es cierto, el capricho supone atender a los múltiples contextos en que la vida se desarrolla diciendo que es lo que queda mejor en un sitio y no en otro según la particular inclinación. Pero también es verdad que esa inclinación personal siempre entra en referencia con un gusto general que es capaz de articular los distintos y divergentes caprichos. Eso sí, lo hace sin establecerse como una verdad apodíctica, sin mantener nunca una Estética racional; por el contrario, ese gusto se predica en lo que podríamos llamar una «estética de la urbanidad» en la cual se expone lo que es recomendable, lo que «a nadie se le ocurriría». De este modo el caos de la indeterminación del discurso queda matizado a través de un gusto que se puede educar al modo en como se enseñan las buenas maneras o las precisas formalidades para habitar este mundo: sin una verdad última, pero con una cierta presión para lograr valores más o menos homogéneos, con una cierta referencia comunal que nos sirve imágenes donde podemos reconocer, contrastar, defender o poner en duda nuestras complacencias.

Con el Rococó aprendemos que el valor es contingente pero no subjetivo, resulta una función cambiante con múltiples variables, y aunque comienza y se justifica en el capricho, ello no implica que sea una valoración personal, subjetiva o solipsista y sin valor para otras personas9; por el contrario, las evaluaciones son estimaciones acerca de cómo la cuestión evaluada sirve a unas funciones determinadas – contextualmente ajustadas–. El valor se produce y reproduce en esas evaluaciones que siempre solicitan una comunidad – siquiera de uso– donde se deberán articular mejor o peor. Por eso es preciso hablar del gusto rococó como de un tratado de urbanidad: toda la obra se juzga con referencia a su incardinación en una comunidad que no es ningún concepto amplio (ni, por supuesto, comunitarista), sino que remite tan sólo a quienes en un momento dado y desde una posición determinada disfrutan de la obra.

Considerar el gusto rococó como un tratado de urbanidad nos puede esclarecer su posición ante la moda (la cual es la concepción del gusto que el capricho apareja). «Nada caracteriza mejor el liberalismo y el relativismo de la nueva era que irrumpe que aquella frase de Antoine Coypel –que ningún director de la Academia hubiera aprobado antes que él– de que la pintura, como todas las cosas humanas, esta sujeta a los cambios de la moda»10 en los cuales se van expresando los gustos más adecuados al momento. En efecto, la moda es una generalización blanda que conlleva una coerción siempre impugnable. Es cierto que el artista y el espectador tan sólo están sometidos por su capricho, pero éste, lejos de ser caótico, siempre pregunta por los dictamenes de la moda. Y aunque los límites de ambos términos –capricho y moda– son elásticos, nunca debemos olvidar que el Rococó tiene un ojo puesto en ambos. Lo cierto es que siempre hay una moda, siempre hay una referencia, un gusto que permite que los cambios sean graduales. O incluso impide el cambio, porque esa moda es firme, es estable referencia aunque su esencia sea cambiante, contingente, negociable y esté sometida a la veleidad humana que a su vez se somete a la moda11.



El momento


Quiero pensar un momento en el modo en como percibimos las sobrecargadas decoraciones rococó. Primero lo evidente: formas caprichosas que nunca se pueden percibir de igual modo. El mismo movimiento entra a formar parte constitutiva de las decoraciones y eso implica que hemos de ir de una voluta a otra, de una filigrana a la siguiente sin poder siquiera detenernos un instante para asimilar lo que «en sí» sea esa voluta o filigrana. El movimiento decorativo no nos deja pensar, tan sólo movernos sin parar. ¿Qué implica esto? Nuestra apreciación se liga al momento en que miramos tal o cual lugar de la habitación; al final, es cierto, llegaremos a conformar una idea del conjunto que nos indicará si resulta agradable o desagradable estar en tan ornamentada habitación, mas resulta siempre difícil dar una calificación a cada uno de los elementos cuyo valor, al cabo, variará según les miremos desde una postura u otra.


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F. Boucher, Vendedora de modas La Mariana, 1746, Estocolmo, Nationalmuseum.


Atender al momento es el caos decorativo que para nosotros representa el Rococó, un caos que nos desagrada porque, pasados los siglos, no somos capaces de percibir en él sino una huida continua del horror vacui. Pero no es así. Ligarse a la representación del instante, ajustarse al momento, es consecuencia del modelo de naturaleza por el que el Rococó opta: una naturaleza desbordada en una permanente creación, comprensible en general por ajustarse a leyes pero inconcebible en sus infinitos detalles por su constante generación. Al cabo eso son sus decoraciones: contenidas en el edificio y en el concepto de «decoración», pero ante las que nos resulta imposible seguirlas en cada detalle. Aquí anda el Rococó un camino –caro a la Ilustración sentimental– que, como muestra el Arlequín de las comedias de Marivaux, camina sobre la posibilidad de que esa continua generación se exprese desde dentro de cada hombre; aquí anda un camino que apunta hacia el romanticismo desde, por ejemplo, Las cascadas de Tivoli de Fragonard; este es también el camino del gran valor que el Rococó da a los bocetos donde el momento es tan desbordante que no deja entrar en escena a la técnica ni a la paciencia rigurosa que pueda terminar la obra; y es, por último, el camino que apuesta por el color frente al dibujo, color con el que se intenta acentuar ese matiz momentáneo y ajustado al instante en detrimento de la definidora línea (y para no poner ejemplos poco conocidos, véase El viaje a la isla de Citeres de Watteau).



El diseño


En cuanto el Rococó apecha con el momento y el contexto se da cuenta de que, siendo cada voz considerable, habrá tantas verdades como momentos. No tardó en apercibirse de que, con ello, no había Verdad y que la función que le cabía en suerte como «estilo moderno» no era sino la del diseño12.

La porcelana aquí es paradigmática. A comienzos del XVIII se descubre el método de elaboración de la porcelana y en ella para mientes todo el gusto rococó. Oro blanco se la llama. Los reyes fomentan y protegen las fábricas de porcelana, los diseños son cuidadosísimos como también lo es su elaboración, en fin, el mundo rococó la tiene como la más elegante manifestación del gusto y en esas figurillas –bastante cursis para nuestro gusto– se presenta con paso firme un nuevo tipo de arte con un fin descaradamente decorativo. En la porcelana el Rococó por primera vez reconoce al objeto no por lo que es, lo cual, como bien establecerá Kant un tiempo después, nunca se puede conocer, sino por su forma y brillantez de diseño, esto es, por el modo de presentarse en sociedad. En la porcelana se ejemplifica el olvido de la monumentalidad y trascendencia barroca: el sitio de una porcelana está sobre una mesa, en un rincón del boudoir o en las cómodas que en esta época comienzan a proliferar. No tiene nada que ver con la escultura (la cual, sea dicho de paso, copiará de la porcelana) y es su diseño lo que la hace aceptable o no. La porcelana inaugura un discurso –el decorativo– en el que lo de menos es la verdad de la cosa y lo importante es el juego que dé en combinación con otros elementos; se aleja de cualquier intento de establecerse en propuestas firmes y fundamentadas y se preocupa tan sólo por decir dentro de un discurso atento a posibles cambios de sitio, preocupado por si está acompañada de un reloj o de una bandeja, por la luz que recibe... No hace falta pensar mucho para averiguar que en cada situación dirá de una forma diferente (cambiará y será «otra» porcelana); y es así como se compone el discurso rococó: atento, preocupado, sensible no sólo para reconocer otros salones, otras decoraciones, sino también para reconocerse a sí mismo como nunca fijo, nunca estable, siempre con posibilidad de cambio, de tener nuevos caprichos y gustos, de optar por diferentes modas y de entrar en otras habitaciones.

Al igual que la porcelana tiene valor debido a su diseño y apariencia que se ve modificada a través de las relaciones con la decoración restante (y esto es propio de todo el arte rococó), lo que con el Rococó se propone es que lo verdaderamente importante no es qué conocimiento se dice y qué visos de corresponderse con una verdad objetiva tiene, sino cómo se muestran y se hacen sociales nuestros conocimientos sobre el mundo, qué posibilidades tienen de colaborar a la dirección de la vida. En último término, si me interesa mirar al Rococó para reconstruir de nuevo nuestra modernidad es porque creo que de más nos valdría considerar nuestros conceptos democráticos modernos (sobre los que fundamos nuestra ciudadanía) como la instauración de un lugar donde es posible hablar en moderno –al modo que hizo el Rococó– antes que como la instauración de unos fines modernos que delimitan perfectamente los amigos y los enemigos, quién está dentro y quién fuera de la «verdadera modernidad». Pero antes de comenzar a extraer metáforas útiles, creo que resulta conveniente seguir dando una panorámica de las características en las que se estableció el Rococó.



El diseño de la ciudad


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