«Cuando me encargaron la traducción de Mujercitas me hice la pregunta que ahora, supongo, se harán muchos lectores: ¿por qué otra traducción de un texto tan conocido? Al poco de empezar el trabajo, comprendí que la respuesta era más interesante que la pregunta: porque no es cierto que conozcamos de verdad esta novela».

Así arranca el prólogo de Gloria Méndez a esta nueva traducción de la famosa obra de Louisa May Alcott; basada en el texto íntegro de la primera edición de 1808, con el añadido de muchos párrafos que se suprimieron en las versiones posteriores. El volumen incluye también la segunda parte de la historia, que la autora publicó en 1869 para dar respuesta a las muchas cartas de los lectores, interesados en saber cuál sería el destino futuro de las hermanas March, cuatro jovencitas que vivían en un pueblo de Nueva Inglaterra mientras la guerra civil hacía estragos en toda América.

Han pasado casi ciento cincuenta años desde aquel lejano 1868, pero la complicidad de Meg, Beth, Amy y Jo con las demás mujeres no ha muerto. Es más, autoras de la talla de Simone de Beauvoir y Joyce Carol Oates han sido admiradoras entusiastas de esas Mujercitas que en sus gestos y palabras resumen el espíritu de una época y aún hoy pueden regalarnos unas hermosas horas de lectura.

«Hay un libro en el que creí ver reflejado mi futuro: Mujercitas, de Louisa May Alcott… Yo quería a toda costa ser Jo, la intelectual. Compartía con ella el rechazo a las tareas domésticas y el amor por los libros. Jo escribía, y para imitarla empecé mis primeros cuentos cortos».

Simone de Beauvoir, Memorias de una joven formal

Louisa May Alcott

Mujercitas

Mujercitas - 1


47
LA COSECHA

Durante el primer año, Jo y su profesor trabajaron, esperaron y se amaron; se reunieron en contadas ocasiones y se escribieron cartas tan voluminosas que, a decir de Laurie, provocaron un alza en el precio del papel. El segundo año tuvo un inicio más triste porque la perspectiva no parecía mejorar y, además, la tía March murió repentinamente. Cuando la pena empezaba a menguar —porque, a pesar de su afilada lengua, querían a la anciana—, descubrieron un motivo de celebración: Jo había heredado la casa de Plumfield, lo que prometía toda clase de perspectivas halagüeñas.

—Es una propiedad vieja, pero conseguirás una buena suma por ella, porque imagino que querrás venderla, ¿no? —preguntó Laurie cuando, semanas después, se reunieron todos para comentar el asunto.

—No, no pienso hacerlo —contestó Jo, decidida, mientras acariciaba al gordo perro de la tía March, que había adoptado por respeto a la memoria de su antigua ama.

—¿No pretenderás vivir allí?

—Pues sí.

—Querida, es una casa enorme y necesitarás dinero para mantenerla en buen estado. Solo el jardín y el huerto requieren del trabajo de dos o tres hombres, y me parece que ése no es el fuerte de Bhaer, ¿me equivoco?

—Si se lo pido, hará lo que pueda por aprender.

—¿Y qué esperas, vivir de lo que cultivéis? Puede que suene idílico pero es un trabajo duro y desesperante.

—La cosecha que tendremos será muy provechosa —dijo Jo entre risas.

—Vaya, ¿y puedo saber de qué estupenda cosecha me habla, señora?

—¡Niños! Quiero abrir una escuela… una escuela que sea como un hogar en el que aprendan a ser buenos y felices. Yo los cuidaré y Fritz les dará clase.

—¡Qué idea tan estupenda! ¿No os parece que es un plan perfecto para ella? —preguntó Laurie al resto de la familia, que estaba tan sorprendida como él.

—Me gusta —dijo la señora March, rotunda.

—A mí también —convino su esposo, que celebraba la posibilidad de aplicar el método socrático a la educación de los jóvenes.

—Jo tendrá demasiado trabajo —argumentó Meg acariciando la cabeza de su absorbente hijo.

—Ella puede hacerlo y se sentirá feliz. Es una idea espléndida. ¡Cuéntanoslo todo! —exclamó el señor Laurence, que ansiaba echar una mano a la pareja pero sabía que ellos no aceptarían su ayuda.

—Sabía que contaría con su apoyo, señor. Amy también está a favor, lo veo en sus ojos, aunque, prudentemente, prefiere pensarlo bien antes de dar su opinión. Bueno, querida familia —prosiguió Jo, más en serio—, tened en cuenta que no se trata de una idea que se me acabe de ocurrir, sino de un plan largamente elaborado. Antes de conocer a Fritz, ya solía pensar que, cuando me hiciese rica y nadie me necesitase en casa, alquilaría una vivienda grande y acogería a unos cuantos niños abandonados que no tuviesen madre, para cuidarlos y hacerles la vida agradable antes de que fuese demasiado tarde para ellos. He visto a muchos arruinar su vida por no conseguir ayuda en el momento oportuno; me encantaría hacer algo por ellos. Yo sabría ver sus necesidades y comprendería sus problemas. ¡Oh, me gustaría tanto ser como una madre para ellos!

La señora March tendió la mano a Jo, que la aceptó con una sonrisa y lágrimas en los ojos y prosiguió con un entusiasmo que no le habían visto en mucho tiempo.

—En una ocasión, le expliqué mi idea a Fritz y dijo que era exactamente lo que él quería hacer, y acordamos que lo haríamos cuando nos volviésemos ricos. ¡Que Dios le bendiga! Lleva haciéndolo toda la vida, me refiero a ayudar a niños pobres, no a hacerse rico. Eso nunca lo será porque no es capaz de retener el dinero en su bolsillo el tiempo suficiente para que aumente. Pero ahora, gracias a mi vieja tía, que me quería más de lo que merecía, soy rica… O cuando menos, me siento como si lo fuera, y si la escuela funciona bien podremos vivir en Plumfield sin apuros. El lugar es perfecto para los niños, la casa es grande y los muebles son sencillos y resistentes. Dentro, hay sitio para muchos y, fuera, les sobrará espacio para jugar. Podrían ayudarnos con el jardín y el huerto. Es un trabajo saludable, ¿no? Fritz les enseñará y dará clases a su modo, y papá podría echarle una mano. Yo me encargaré de darles de comer, cuidarlos, mimarlos y reñirlos, y mamá será mi ayudante. Siempre he querido tener muchos niños y nunca he tenido suficientes. Ahora podré llenar la casa y divertirme con ellos. ¡Imaginad qué lujo! Plumfield mío y un montón de niños libres disfrutándolo a sus anchas junto a mí.

Mientras Jo hacía gestos con la mano y dejaba escapar un suspiro de felicidad, en la familia se desataba una tormenta de carcajadas. El señor Laurence rió tanto que pensaron que iba a sufrir una apoplejía.

—No le veo la gracia —dijo ella, muy seria, cuando pudieron oírla—. Me parece muy normal que un profesor quiera abrir una escuela y que yo prefiera vivir en una casa de mi propiedad.

—Se está dando aires —dijo Laurie, que pensaba que la idea no era más que una buena broma—. ¿Puedo preguntar cómo pensáis mantener el colegio? Si todos los estudiantes son pequeños granujas, mucho me temo que la cosecha no será muy provechosa desde el punto de vista material, señora Bhaer.

—Vamos, Teddy, ¡no seas aguafiestas! Por supuesto, también tendré alumnos ricos, tal vez incluso empiece solo con ellos. Después, cuando ya haya arrancado, acogeré a dos o tres granujas para disfrutar. Con frecuencia, los hijos de los ricos necesitan tanto apoyo y atención como los de los pobres. He visto a muchos niños desgraciados al cuidado exclusivo de los criados, y a otros tímidos obligados a sobresalir, lo que es una crueldad. Algunos son traviesos porque no los saben educar o no los atienden, y otros han perdido a su madre. Además, la mayoría tiene problemas durante la edad del pavo, que es cuando más paciencia y ternura necesitan. Los mayores se ríen de ellos o los incordian, los mantienen fuera de su vista y esperan que, de sopetón, pasen de ser unos niños preciosos a unos jóvenes educados. Estos pobrecillos valientes rara vez protestan, pero lo sienten. Lo he vivido de cerca y sé de qué hablo. Me interesan mucho estos jovencitos y quiero mostrarles que, a pesar de la torpeza de sus pies y sus brazos y el desorden de sus ideas, yo veo al muchacho afectuoso, honrado y bienintencionado que llevan dentro. Y tengo experiencia, ¿acaso no he educado a un joven que ahora es la honra de esta familia?

—Yo doy fe de que lo intentaste —dijo Laurie mirándola con gratitud.

—Y el éxito ha superado con creces mis expectativas; mírate, un hombre industrioso, estable y sensato, que invierte su dinero en hacer el bien a los demás y, en lugar de apilar dólares, suma ayudas a los más necesitados. Pero no eres simplemente un hombre industrioso, aprecias las cosas buenas y hermosas, las disfrutas y te gusta compartirlas con los demás, como hacíamos antaño. Estoy orgullosa de ti, Teddy, porque cada año eres mejor que el anterior y todos nos damos cuenta, aunque no quieras que te lo digamos. Sí, cuando tenga a mi grupo de niños, te señalaré y diré: «Caballeros, ése es el modelo a seguir».

El pobre Laurie no sabía dónde mirar, pues, a pesar de ser un hombre hecho y derecho, se sintió de nuevo como un niño vergonzoso cuando aquella ráfaga de elogios hizo que todos se volvieran hacia él y le mirasen con aprobación.

—Bueno, Jo, me parece que exageras —dijo, en el mismo tono que empleaba cuando era un muchacho—. El mérito es tuyo y no sé cómo darte las gracias, salvo, tal vez, esmerándome por no decepcionarte. He de decir que en los últimos tiempos me sentí algo abandonado, pero encontré la mejor de las ayudas, así que, si he logrado algo, el mérito es de ellos dos. —Y, al decir esto, puso dulcemente una mano sobre la cabeza cana de su abuelo y la otra en la de Amy, que nunca estaban demasiado lejos de él.

—¡Sin duda la familia es lo más hermoso del mundo! —exclamó Jo, que se sentía más animada de lo normal—. Cuando tenga la mía, confío en que será tan dichosa como las tres que tan bien conozco y tanto quiero. Si John y Fritz estuviesen aquí, esto sería el cielo en la Tierra —añadió más serena. Y aquella noche, cuando se retiró a su habitación, tras una velada de consejos familiares, esperanzas y planes, su corazón estaba tan pletórico que, para calmarse, se arrodilló junto a la cama vacía que estaba junto a la suya y, llena de ternura, evocó el recuerdo de Beth.

Aquél fue un año sorprendente en el que todo pareció ocurrir a un ritmo extrañamente rápido y de la mejor de las maneras. Sin apenas darse cuenta, Jo se encontró casada e instalada en Plumfield. Después, una familia de seis o siete muchachos surgió de la nada, como una seta, y floreció de manera sorprendente. Eran niños pobres y ricos; el señor Laurence les remitía continuamente niños indigentes con historias emotivas, rogaba a los Bhaer que se hiciesen cargo de ellos y se ofrecía a costear su manutención. De ese modo, el astuto anciano sorteaba el orgullo de Jo y la ponía en contacto con la clase de muchachos con los que ella tanto disfrutaba.

Por supuesto, al principio el trabajo se le hizo un poco cuesta arriba y Jo cometió más de un error; pero el inteligente profesor la supo guiar hacia aguas más tranquilas y, al final, conquistaron el corazón de hasta el más granuja. ¡Cómo disfrutaba Jo con sus muchachos libres, y cómo hubiese sufrido la pobre tía March de haber visto a Tom, Dick y Harry invadir el sagrado recinto, ordenado y pulcro, de Plumfield! Al fin y al cabo, había cierta justicia poética en la situación, ya que la vieja dama había atemorizado a los jóvenes de la comarca y, ahora, los desterrados disfrutaban de los ciruelos prohibidos, armaban jaleo en el patio con sus profanas botas sin que nadie los riñese y jugaban al críquet en el amplio campo en el que «la irritable vaca con un cuerno roto» solía recibir a embestidas a los mozalbetes que se acercaban. Aquello se convirtió en un paraíso para muchachos y Laurie propuso que le llamasen «Jardín de Infancia Bhaer» en honor a su maestro y para describir mejor a sus habitantes.

Nunca fue una escuela de moda ni sirvió para que el profesor amasase una fortuna, pero fue exactamente lo que Jo esperaba, «un hogar feliz para muchachos que necesitaban formación, atención y ternura». Pronto, todas las habitaciones estuvieron llenas, cada tiesto del jardín tuvo dueño y se creó un equipo de mantenimiento para el granero y el establo —estaba permitido tener animales domésticos—, y tres veces al día Jo sonreía a Fritz desde la cabecera de una larga mesa a la que se sentaban jóvenes que tenían siempre una mirada afectuosa, una palabra confiada y un corazón lleno de amorosa gratitud hacia «mamá Bhaer». Al fin tenía tantos niños como quería y no se cansaba de ellos, a pesar de que no eran unos angelitos y algunos daban al profesor y la profesora más de un quebradero de cabeza. Pero su fe en que aun el más travieso, descarado y provocador albergaba bondad en su corazón les proporcionaba paciencia y habilidad para, con el tiempo, salir airosos, porque ningún muchacho se podía resistir a la benevolente presencia de papá Bhaer, que los iluminaba constantemente como un sol, ni al sempiterno perdón de mamá Bhaer. Jo valoraba mucho la amistad de los muchachos, las palabras de arrepentimiento que musitaban entre lágrimas después de hacer una barrabasada, las graciosas o emotivas confidencias en las que le participaban sus ilusiones, esperanzas y planes, incluso sus penas, que solo compartían con ella y con las que se ganaban su simpatía. Había muchachos torpes y vergonzosos, sosos y divertidos, muchachos que ceceaban y otros que tartamudeaban, alguno que cojeaba y un alegre cuarterón al que no aceptaban en ningún otro lugar y que acogieron en el Jardín de Infancia Bhaer, a pesar de que ciertas personas predijeron que su admisión supondría la ruina del colegio.

Sí, Jo era una mujer muy feliz allí, a pesar del duro trabajo, de los muchos nervios y del perpetuo estruendo. Disfrutaba de verdad y el aplauso de sus muchachos le producía mucha mayor satisfacción que cualquier elogio. Ahora solo contaba historias a su pequeño grupo de admiradores. Con el paso de los años, Jo tuvo dos hijos que aumentaron su felicidad. Al primero le llamaron Rob, en honor a su abuelo, y el segundo, Teddy, era un niño despreocupado que había heredado la naturaleza noble de su padre y el espíritu animoso de su madre. Que pudieran criarse bien en aquella vorágine de muchachos era un misterio para su abuela y sus tías, pero el caso es que ambos florecieron como dientes de león en primavera, y sus rudas niñeras los querían y cuidaban estupendamente.

De las muchas fiestas que celebraban en Plumfield, una de las más entrañables era la de la recogida de la manzana, porque todos, los March, los Laurence, los Brooke y los Bhaer, se reunían y pasaban el día juntos. Cinco años después de la boda de Jo, organizaron una de esas fiestas. Era un apacible día de octubre y el aire tenía un frescor estimulante que animaba los sentidos y hacía que la sangre fluyese más rápido por las venas. El viejo huerto estaba vestido de gala; los muros, llenos de musgo, estaban rematados con varas de oro y asteres, los saltamontes daban enérgicos brincos sobre la marchita hierba y los grillos cantaban como gaiteros en un día de feria. Las ardillas estaban muy ocupadas con su pequeña cosecha, los pájaros piaban su despedida desde los alisos del camino y los árboles estaban listos para dejar caer una lluvia de manzanas rojas o amarillas al primer golpe de vara. No faltaba nadie, todos reían y cantaban, trepaban por los troncos y caían; todos dijeron no recordar otro día más feliz ni un marco mejor para celebrarlo, y todos se dedicaron a disfrutar del momento en libertad, como si la pena y la preocupación se hubiesen borrado del mundo.

El señor March paseaba plácidamente, citando a Tusser, Cowley y Columella mientras charlaba con el señor Laurence y saboreaba una dulce sidra. El profesor iba arriba y abajo por los verdes pasillos como un robusto caballero teutón, con un palo por lanza, seguido por los muchachos, que formaban una auténtica compañía con ganchos y escaleras y hacían maravillas tanto recogiendo del suelo como haciendo caer los frutos de los árboles. Laurie se dedicó a los más pequeños, paseó a su hijita en un cesto, levantó a Daisy para que viera los nidos de los pájaros y cuidó de que el aventurero Rob no se partiese el cuello. La señora March y Meg, sentadas entre las montañas de manzanas cual Pomonas, clasificaban los frutos que llegaban sin parar. Mientras tanto, Amy dibujaba, con una hermosa y maternal expresión en el rostro, a los distintos grupos y vigilaba al caballero pálido que estaba sentado junto a ella, con su muleta al lado y cara de adoración.

Aquel día, Jo estaba a sus anchas y corría con el vestido recogido, el sombrero en cualquier lugar menos en la cabeza y su hijo bajo el brazo, dispuesto a vivir cualquier aventura. El pequeño Teddy parecía protegido por un hechizo, ya que nunca le ocurría nada malo. Jo no se angustiaba si le veía trepar por un árbol con un muchacho, galopar sobre una rama o comer las amargas bayas rojas que le daba su indulgente papá, que, como buen alemán, creía a pies juntillas que el estómago de un niño puede digerir cualquier cosa, desde col en vinagre hasta botones, uñas o sus propios zapatos. Sabía que el pequeño Ted volvería, sonrosado y sin un rasguño, sucio y tranquilo, y siempre le recibía afectuosamente, porque Jo quería mucho a sus hijos.

A las cuatro, hicieron una pausa. Los cestos permanecieron vacíos mientras los recolectores descansaban y comparaban sus cosechas y sus magulladuras. Entonces, Jo y Meg, ayudadas por un destacamento de los muchachos mayores, montaron la mesa sobre la hierba, porque un día de júbilo como aquel siempre terminaba con una gran merienda. En aquellas ocasiones, la tierra se inundaba, literalmente, de leche y miel, ya que no obligaban a los chicos a sentarse a la mesa y estos podían comer como les venía en gana y disfrutar de la libertad que tan esencial es para un alma joven; para sacar el máximo partido a una situación tan poco frecuente, algunos probaban a beber leche haciendo el pino, otros jugaban a la pídola y comían pastel entre salto y salto; sembraban galletas a voleo por todo el campo y las empanadas de manzana acababan posadas sobre las ramas de los árboles como una nueva clase de pájaro. Las niñas organizaron su propia merienda y Ted picoteaba de los platos a su antojo.

Cuando ya nadie era capaz de comer más, el profesor propuso el primero de los brindis, que solían hacer en tales circunstancias:

—¡Dios bendiga a la tía March! —El brindis era sincero, pues el bueno de Bhaer no olvidaba lo mucho que debía a la anciana, y bebió en silencio, junto a los muchachos, que habían aprendido a respetar y mantener viva la memoria de la tía—. ¡Y ahora, por los sesenta años de la abuela!

Como era de esperar, todos respondieron entusiasmados y, una vez iniciada la ronda de vítores, fue difícil pararla. Brindaron a la salud de todos, desde la del señor Laurence, que era considerado el mecenas del grupo, hasta la de un conejillo de Indias que se había acercado a buscar a su joven dueño. Por ser el mayor de los nietos, Demi fue el encargado de entregar a la reina del día los regalos, que eran tantos que tuvieron que usar una carretilla para acercarlos. Algunos estaban mal hechos, pero lo que para otra persona hubiesen sido defectos, para la abuela eran virtudes, porque le encantaba recibir regalos de sus nietos. Para la señora March, cada puntada que Daisy había dado pacientemente al hacer la bastilla de su pañuelo era mejor que el más delicado de los bordados. La caja de zapatos que había hecho Demi era una obra de arte, aunque la tapa no cerrase bien; el escabel de Rob tenía unas patas inestables y se movía mucho, pero la abuela lo encontró muy blandito. Y ninguna página del suntuoso libro que la hija de Amy le entregó tenía más valor para la señora March que aquella en la que la niña había escrito en titubeante caligrafía: «Para mi querida abuela, de su pequeña Beth».

Mientras duró esta ceremonia, los muchachos desaparecieron misteriosamente, y después de que la señora March tratase de dar las gracias a sus nietos y rompiese a llorar, y mientras Teddy le secaba las lágrimas con su delantal, el profesor empezó a cantar. Poco a poco, se fueron sumando voces que llegaban, como un eco, de la copa de los árboles, hasta formar un coro invisible que entonaba una canción compuesta por Laurie a la que Jo había puesto letra, y que el profesor había ensayado con los muchachos para lograr un efecto espectacular. Aquello era una novedad y fue todo un éxito. La señora March no salía de su asombro y se empeñó en estrechar la mano de todos aquellos pájaros sin alas, desde los altos Franz y Emil hasta el pequeño cuarterón, que era el que tenía la voz más dulce.

Al terminar, los muchachos fueron a divertirse otro poco y dejaron a la señora March y a sus hijas charlando a la sombra de los árboles.

—No creo que nunca vuelva a sentirme desgraciada, ya que he visto cumplirse mi mayor deseo —dijo la señora Bhaer, apartando la mano de Teddy del jarro de la leche que el pequeño agitaba con pasión.

—Sin embargo, tu vida es muy distinta de la que imaginaste hace tiempo. ¿Recuerdas nuestros castillos en el aire? —preguntó Amy, que sonrió al ver a Laurie y a John jugar a críquet con los chicos.

—¡Mis queridos muchachos! Me alegra ver que se olvidan del trabajo y se divierten por un día —comentó Jo, que ahora siempre hablaba en tono maternal sobre todo el mundo—. Sí, los recuerdo, pero la vida que quería entonces ahora me parece egoísta, solitaria y fría. No he perdido la esperanza de escribir un buen libro algún día, pero puedo esperar y estoy segura de que será para mejor, porque podré inspirarme en escenas como ésta —añadió Jo señalando desde los alegres muchachos que se veían a lo lejos hasta su padre, que caminaba del brazo del profesor, embebidos en una conversación de la que ambos disfrutaban, y, por último, a su madre, sentada como una reina en su trono, rodeada de sus hijas, con sus nietos en el regazo y a sus pies, como si aquel rostro que nunca envejecería para ellos les aportase consuelo y dicha.

—Mi sueño es el que mejor se ha cumplido. Yo aspiraba a tener grandes lujos pero, en el fondo de mi corazón, sabía que podría ser feliz en una casa pequeña, con un hombre como John y mis queridos hijos. Gracias a Dios, tengo todo eso y soy la mujer más dichosa del mundo. —Meg descansó la mano sobre la cabeza de su hijo mayor, con una expresión llena de ternura y de satisfacción.

—Mi sueño es muy distinto del que había imaginado, pero no lo cambiaría por nada, aunque, al igual que Jo, no renuncio por completo a mi afición artística ni me quiero limitar a ayudar a otros a cumplir sus sueños creativos. He empezado a trabajar en una escultura de nuestra hija y Laurie dice que es mi mejor obra hasta la fecha. Yo estoy de acuerdo con él y tengo pensado hacerla en mármol para que, pase lo que pase, conserve siempre la imagen de mi angelito.

Mientras Amy hablaba, un lagrimón cayó sobre el cabello dorado de la niña, que dormía en sus brazos, pues su amada hija era un ser frágil y el miedo a perderla era la única sombra que enturbiaba la afortunada vida de Amy. Aquella cruz había hecho mucho bien a los padres, porque la pareja estaba más unida no solo por el amor, sino también por el dolor. Amy era cada vez más dulce, profunda y tierna, y Laurie se había vuelto más serio, fuerte y firme; ambos estaban aprendiendo que la belleza, la juventud, la fortuna e incluso el amor no evitan que los más bendecidos conozcan la preocupación y el pesar, la pérdida y la aflicción, porque:

En toda vida, hay días de lluvia,

días oscuros y días tristes y grises.

—Está mejorando, querida, estoy segura de ello. No pierdas la esperanza ni la alegría —repuso la señora March cuando la amorosa Daisy se inclinó desde su regazo para acercar su sonrosada mejilla a la de su pálida prima.

—No desfalleceré mientras te tenga a ti para animarme, mamá, y a Laurie para llevar más de la mitad de la carga —afirmó Amy con cariño—. Ante mí, nunca da muestras de preocupación, es atento y paciente conmigo, y afectuoso con Beth. Es mi mayor apoyo y consuelo. ¡Le quiero mucho! Así que, a pesar de mi cruz, puedo decir, al igual que Meg, que soy una mujer feliz.

—No es preciso que yo diga nada, porque salta a la vista que soy mucho más feliz de lo que merezco —aseguró Jo, y miró a su bondadoso marido y a sus mofletudos hijos, que daban volteretas por el césped, detrás de ella—. Fritz está encaneciendo y engordando, y yo me estoy volviendo más delgada que una sombra y tengo más de treinta años. No seremos ricos jamás y Plumfield podría ser pasto de las llamas una noche de éstas, porque el incorregible Tommy Bangs sigue fumando cigarrillos en la cama, aunque se ha quemado la ropa en tres ocasiones ya. Pero, a pesar de estos hechos tan poco románticos, no me puedo quejar de nada y mi vida nunca había sido tan pistonuda. Perdonad la expresión pero, como vivo rodeada de muchachos, no puedo evitar utilizar alguna de sus palabras de vez en cuando.

—Sí, Jo, creo que tendrás una buena cosecha —dijo la señora March espantando con la mano un gran grillo negro que miraba a Teddy desconcertado.

—Ni la mitad de buena que la tuya, mamá. Aquí está la prueba. Nunca te agradeceremos lo bastante tu paciencia a la hora de sembrar y dejarnos madurar —comentó Jo, con la amorosa impetuosidad que jamás lograría controlar.

—Espero que, cada año, haya más trigo y menos paja —murmuró Amy.

—Es un buen haz, querida Marmee, pero sé que en tu corazón tienes lugar para todos —añadió Meg con ternura.

Emocionada, la señora March estiró los brazos como si quisiera acercar a su pecho a sus hijas y a sus nietos, y dijo, con una expresión y una voz llenas de amor, gratitud y humildad de madre:

—¡Oh, mis niñas, por mucho que viváis, nunca seréis más felices que hoy!

PRÓLOGO

Cuando me encargaron la traducción de Mujercitas me hice la pregunta que ahora, supongo, se harán muchos lectores; ¿por qué otra traducción de un texto tan conocido? Al poco de empezar el trabajo, comprendí que la respuesta era más interesante que la pregunta: «Porque no es cierto que conozcamos de verdad esta novela». Se diría que ése es el peaje que pagan los clásicos: en el momento en que pasan a formar parte de nuestra memoria social, hablamos más de ellos de lo que los leemos.

Pocos serán los lectores que se acerquen a esta nueva traducción de Mujercitas sin una idea preconcebida sobre la obra o sin que esta despierte, antes de su lectura, emociones ajenas a la literatura. La mayoría se asoma al libro deslumbrado por sus recuerdos de infancia. Es posible que haya leído una de las adaptaciones acarameladas y censuradas del texto que circularon durante años como única opción de lectura, o tal vez haya conocido a las hermanas March a través de alguna de las versiones cinematográficas de Hollywood. Sea como fuere, la conclusión es clara: si es usted un lector español, lo más probable es que no conozca la novela que Louisa May Alcott escribió, por la sencilla razón de que no le ha sido presentada íntegramente o, dicho de otro modo, porque la primera versión del texto, la publicada en Estados Unidos entre 1868 y 1869, en general no se utilizó para la traducción a otros idiomas y se prefirió tomar como referencia la edición revisada que apareció en 1880.

Ésa es una de las razones de esta nueva traducción: restituir el texto original y ponerlo en manos del lector para que este pueda disfrutar leyendo sin recortes la historia de las cuatro hermanas March. Al hacerlo, descubrirá que esta primera versión es mucho más contundente y mordaz que la más popular, recortada por los propios editores de Alcott poco antes de su muerte, en 1880, para ajustarla al gusto del público femenino de entonces. En 1880 se suprimieron capítulos y se dulcificaron términos considerados excesivamente vulgares, de este modo fueron eliminadas gran parte de las reflexiones de la autora para concentrarse en la historia amorosa de las muchachas, quienes, si bien podrían verse como paradigmas de lo femenino, son en realidad un reflejo bastante fiel de las hermanas de Alcott. El personaje de Jo, la rebelde escritora que prefiere ser una solterona a casarse por dinero, está directamente inspirado en la vida de la autora. Porque Louisa May Alcott es una gran desconocida: la fama que le procuró Mujercitas nos hace olvidar con frecuencia que se trata de una pluma prolífica, con más de trescientas obras de distintos géneros. Empezó escribiendo cuentos muy joven, a los dieciséis años, pero no fue hasta los treinta y cinco cuando, gracias a Mujercitas, alcanzó el bienestar económico que tanto ansiaba y que le servía de acicate a la hora de escribir. La segunda de cuatro hermanas, Louisa creció con la doble dificultad de no tener prácticamente dinero y sí la obligación de ser una muchacha decente. Su padre, Bronson Alcott, era un filósofo y reformador educativo de ideas progresistas sobre la mujer y la esclavitud pero, hombre nada práctico, era incapaz de mantener a su familia. Angustiada por ese hecho, Louisa, al igual que luego lo hará Jo en su novela, se propone hacerse rica para salvar a su familia y lograrlo escribiendo: el éxito rotundo e inmediato de Mujercitas hizo de estos sueños una realidad.

En esta nueva traducción, el lector encontrará, por supuesto, a las cuatro hermanas, sus penurias, su visión optimista y bondadosa de la vida, la emoción de los primeros amores y todo lo que ya conoce, pero descubrirá también a una autora preocupada por denunciar el mundo que la rodea, un mundo que escondía sus miserias bajo los esplendores de las amplias faldas de señoras y señoritas en edad de merecer. Han pasado casi ciento cincuenta años desde la fecha de la primera edición de Mujercitas; nuestras faldas han tenido tiempo y ocasión de acortarse para luego volver al tobillo de sus dueñas unas cuantas veces, pero la complicidad de las cuatro hermanas con las demás mujeres no ha muerto. Sigue ahí, en esas charlas de media tarde delante de un buen café, en esas llamadas telefónicas largas como un día sin pan, en esas ganas de ver el mundo de cierta manera y luego contarlo con palabras muy nuestras.

Por eso quizá no me duelen las muchas horas dedicadas a este libro; traducir Mujercitas ha sido para mí como trabar amistad con cuatro mujeres de las que había oído hablar infinidad de veces, pero que solo conocía de vista. El esfuerzo ha merecido la pena, y espero que la merezca también para todos sus nuevos y viejos lectores.

GLORIA MÉNDEZ

julio, 2004

1
EL JUEGO DE LOS PEREGRINOS

Sin regalos, la Navidad no será lo mismo —refunfuñó Jo, tendida sobre la alfombra.

—¡Ser pobre es horrible! —suspiró Meg contemplando su viejo vestido.

—No me parece justo que unas niñas tengan muchas cosas bonitas mientras que otras no tenemos nada —añadió la pequeña Amy con aire ofendido.

—Tenemos a papá y a mamá, y además nos tenemos las unas a las otras —apuntó Beth tratando de animarlas desde su rincón.

Al oír aquellas palabras de aliento, los rostros de las cuatro jóvenes, reunidas en torno a la chimenea, se iluminaron un instante, pero se ensombrecieron de inmediato cuando Jo dijo apesadumbrada:

—Papá no está con nosotras y eso no va a cambiar por una buena temporada. —No se atrevió a decir que tal vez no volviesen a verle nunca más, pero todas lo pensaron, al recordar a su padre, que estaba tan lejos, en el campo de batalla.

Guardaron silencio y, al cabo de unos minutos, Meg añadió visiblemente emocionada:

—Ya sabéis que mamá propuso no comprar regalos estas Navidades porque este invierno será duro para todos y porque cree que no deberíamos gastar dinero en caprichos cuando los soldados están sufriendo en la guerra. No podemos hacer mucho por ayudar, solo un pequeño sacrificio, y deberíamos hacerlo de buen grado, pero me temo que yo no puedo. —Meg meneó la cabeza pensando en todas las cosas hermosas que le apetecía tener.

—Yo no creo que lo poco que podemos gastar sirviera de mucho. Solo tenemos un dólar cada una, y en poco ayudaríamos al ejército si se lo entregáramos. Me parece bien que no nos hagamos regalos las unas a las otras, pero me niego a renunciar a mi ejemplar de Undine y Sintram. Hace mucho que deseo conseguirlo… —dijo Jo, que era un verdadero ratón de biblioteca.

—Yo pensaba comprar algo de música —apuntó Beth, y dejó escapar un suspiro tan discreto que ni las paredes lo oyeron.

—Yo quiero una buena caja de lápices de colores Faber. Los necesito de veras —anunció Amy con decisión.

—Mamá no ha dicho nada de nuestro dinero. No creo que pretenda que renunciemos a todo. Que cada una se compre lo que más le apetezca y disfrutemos un poco. Al fin y al cabo, hemos luchado mucho por ganarlo —propuso Jo mirándose los tacones de las botas como suelen hacerlo los caballeros.

—Desde luego, yo sí; en lugar de estar en casa, tranquila, me paso el día dando clases a niños horribles —se quejó Meg.

—Lo mío es mucho peor —aseguró Jo—. ¿Qué te parecería estar encerrada durante horas con una anciana histérica y tiquismiquis, que no te deja descansar ni un minuto, que nunca está contenta y que te da tanto la lata que al final te entran ganas de abofetearla o de escapar por la ventana?

—Sé que no está bien quejarse, pero no hay peor trabajo que fregar los platos y limpiar la casa. Me desespera y, además, las manos se me quedan tan rígidas que luego no puedo tocar el piano. —Beth miró sus manos ásperas y lanzó un suspiro que esta vez todas oyeron.

—Dudo mucho que ninguna sufra más que yo —sentenció Amy—, que tengo que ir a una escuela de niñas impertinentes que me chinchan cuando no me sé la lección, se ríen de mis vestidos, se mofan de mi nariz y acreditan a papá por no ser rico.

—Querrás decir «desacreditan» —la corrigió Jo entre risas—. «Acreditar» significa justo lo contrario…

—Bueno, yo sé lo que quiero decir. No es necesario que te pongas sarjástica. Trato de usar palabras nuevas para aumentar mi vocabilario —añadió Amy con aire digno.

—Dejad de pelear. ¿No te gustaría tener ahora el dinero que papá perdió cuando éramos pequeñas, Jo? Madre mía, qué felices y buenas seríamos si no tuviéramos preocupaciones —dijo Meg, que por su edad recordaba tiempos mejores.

—El otro día dijiste que estabas segura de que éramos más felices que los hijos de los King porque ellos se pelean y se enfadan todo el tiempo a pesar del dinero que tienen.

—Tienes razón, Beth. Aunque tengamos que trabajar, nos divertimos y, como diría Jo, somos una troupe de lo más alegre.

—Jo dice muchas palabras vulgares —observó Amy lanzando una mirada reprobatoria a la joven, que seguía tendida sobre la alfombra. Jo se incorporó de inmediato, metió las manos en los bolsillos y empezó a silbar—. ¡No hagas eso, Jo! ¡Pareces un chico!

—Precisamente por eso lo hago.

—¡No soporto a las jovencitas maleducadas y poco femeninas!

—Pues a mí me sacan de quicio las niñas cursis y resabidas.

—Que reine la paz en el hogar —cantó Beth, siempre apaciguadora, con una cara tan graciosa que ambas jóvenes dejaron de discutir para echarse a reír.

—La verdad, chicas, es que hay motivos para censuraros a las dos —apuntó Meg dando inicio a un sermón de hermana mayor—. Josephine, ya va siendo hora de que dejes de imitar a los chicos y te comportes mejor. Cuando eras pequeña no tenía importancia, pero ahora has crecido, llevas el cabello recogido y debes actuar como una dama.

—No lo soy, y si recogerme el cabello me obliga a ser una dama usaré trenzas hasta los veinte años —protestó Jo mientras soltaba su abundante melena castaña—. Detesto tener que crecer, convertirme en la señorita March, vestir de largo y ser una remilgada. Ya me parece bastante malo ser una chica cuando lo que me gusta son los juegos, los trabajos y la forma de comportarse de los muchachos. Me parece una pena no haber nacido hombre, sobre todo en momentos como éste, en el que preferiría acompañar a papá y luchar a su lado en lugar de quedarme en casa tejiendo como una vieja. —Jo agitó en el aire el calcetín azul marino que estaba tricotando, hasta que las agujas chocaron entre sí como castañuelas y la madeja de lana fue a parar al otro extremo de la sala.

—Pobre Jo, ¡qué mala suerte! Pero la cosa no tiene remedio, de modo que tendrás que conformarte con acortar tu nombre para que suene más masculino y actuar como si fueses nuestro hermano en lugar de nuestra hermana —comentó Beth acariciando la cabeza de Jo con una mano a la que el jabón y las tareas domésticas no habían arrebatado la suavidad.

—En lo que a ti respecta, Amy —prosiguió Meg—, eres demasiado quisquillosa y remilgada. Los aires que te das hacen gracia ahora, pero si no cambias de mayor serás tan estirada como un pavo real. Me parece bien que tengas buenos modales y trates de hablar con propiedad, cuando no intentas dártelas de elegante, pero usar términos absurdos no es mejor que emplear palabras vulgares como hace Jo.

—Si Jo es demasiado masculina y Amy una niña cursi, ¿podrías decirme qué soy yo, por favor? —preguntó Beth, dispuesta a pasar el mismo examen.

—Tú eres un encanto, querida, ni más ni menos —contestó Meg con cariño y nadie la contradijo, porque todos adoraban a la pequeña Beth, el ratoncito, la mascota de la familia.

Dado que a los jóvenes lectores les gusta saber cómo son los personajes, haremos un inciso para describir a las cuatro hermanas, que tejen en la penumbra de una tarde de diciembre, mientras fuera la nieve cae mansa y en el interior crepita alegremente el fuego del hogar. La sala de estar era acogedora, a pesar de la alfombra de colores desvaídos y el sencillo mobiliario, pues las paredes estaban decoradas con unos cuantos cuadros de calidad, los estantes rebosaban de libros, en las ventanas asomaban crisantemos y eléboros y se respiraba un ambiente de paz hogareña.

Margaret, la mayor de las cuatro, contaba dieciséis años, era una joven muy hermosa, rolliza, de piel clara y ojos grandes, con una larga cabellera castaña, sonrisa dulce y manos blanquísimas de las que estaba muy orgullosa. A sus quince años, Jo era muy alta, delgada y morena, y tenía un aspecto desgarbado que recordaba al de un potrillo, como si no supiese qué hacer con sus largos brazos y piernas. Su boca reflejaba un carácter decidido, su nariz resultaba cómica y sus ojos grises, perspicaces, no se perdían un solo detalle y lanzaban miradas unas veces fieras, otras divertidas y, en ocasiones, meditabundas. Su cabello, largo y abundante, era su principal atractivo, pero solía llevarlo recogido con una redecilla para que no le molestase. De hombros redondeados y manos y pies grandes, Jo acostumbraba a llevar ropas holgadas y tenía el aspecto de una jovencita que se volvía mujer a su pesar y no se sentía cómoda en su nuevo papel. Elizabeth —o Beth, como todos la llamaban—, era una muchachita de trece años, de mejillas sonrosadas, cabello suave y ojos vivos, carácter tímido, voz tenue y semblante sereno, que casi nunca perdía la compostura. Su padre la había apodado «señorita Tranquilidad» con justa razón. Se diría que Beth vivía en un mundo propio, feliz, del que solo se aventuraba a salir para comunicarse con las pocas personas a las que quería y en quienes confiaba. Amy, a pesar de ser la menor, era uno de los miembros más importantes de la familia, o al menos eso pensaba ella. Era una niña de tez clara, ojos azules y cabello rubio que caía en tirabuzones sobre sus hombros. Pálida y delgada, se comportaba siempre como una damita atenta a sus modales. En cuanto al carácter de las cuatro hermanas, dejaremos que el lector lo vaya descubriendo por sí mismo.

El reloj dio las seis y, tras barrer el hogar, Beth acercó a él un par de zapatillas viejas para que se calentaran. Aquello tuvo un efecto tranquilizador en las muchachas, pues sabían que significaba que su madre no tardaría en volver. Se prepararon para recibirla. Meg dejó de sermonear a sus hermanas y encendió la lamparita, Amy se levantó de la butaca sin que se lo pidieran y Jo se olvidó de lo cansada que estaba y se incorporó para sostener las zapatillas cerca de las llamas.

—Ya están muy gastadas, mamá necesita unas nuevas.

—Pensaba comprarle unas con mi dólar —comentó Beth.

—¡No, yo lo haré! —exclamó Amy.

—Como hermana mayor que soy… —comenzó Meg, pero Jo la interrumpió para decir, muy decidida:

—Ahora que papá no está, yo soy el hombre de la casa, y seré yo quien le compre las zapatillas, porque papá me encargó encarecidamente que, en su ausencia, cuidase de mamá.

—Ya sé qué podemos hacer —medió Beth—. En lugar de que cada una se compre algo para sí, ¿por qué no invertimos el dinero en regalos de Navidad para mamá?

—Es una idea excelente y muy propia de ti —exclamó Jo—. ¿Qué podemos regalarle?

Meditaron unos minutos, muy serias.

—Yo le compraré unos guantes —anunció Meg mirándose las manos, muy bonitas, como si éstas le hubiesen inspirado—. Le regalaré un hermoso par de guantes.

—Y yo unas buenas zapatillas, las mejores que haya —apuntó Jo.

—Y yo unos pañuelos bordados —dijo Beth.

—Yo le regalaré un frasquito de colonia; le gusta y no resulta demasiado caro. Con lo que sobre me compraré algo para mí —terció Amy.

—¿Cómo le daremos los regalos? —preguntó Meg.

—Podemos dejarlos sobre la mesa, irla a buscar y ver cómo los abre, como solíamos hacer el día de nuestro cumpleaños, ¿recordáis? —contestó Jo.

—Claro, Cuando me llegaba el turno de sentarme en la butaca, con la corona puesta, y os veía entrar en fila para darme los regalos y un beso, estaba asustada. Me encantaba la parte de los regalos y los besos, pero no soportaba veros ahí sentadas mirándome mientras abría los paquetes —comentó Beth, que estaba tostando pan para la cena y, de paso, se tostaba también el rostro.

—Dejaremos que Marmee piense que vamos a comprarnos algo para nosotras y así le daremos una buena sorpresa. Tendremos que hacer las compras mañana por la tarde, Meg; todavía hay mucho que preparar para la representación de Nochebuena —dijo Jo mientras caminaba de un extremo a otro de la sala con las manos en la espalda, mirando hacia el techo.

—Este será el último año que actúe con vosotras, ya soy demasiado mayor para estas cosas —observó Meg, que seguía tan entusiasmada como siempre ante la idea de disfrazarse.

—Mientras puedas lucir un traje largo blanco, llevar la melena suelta y joyas de papel dorado, no lo dejarás. Te conozco. Eres la mejor actriz que tenemos, y si te retiras de los escenarios será el fin de todo esto —concluyó Jo—. Esta noche tenemos que ensayar. Amy, acércate. Repasemos la escena del desmayo porque no la haces con naturalidad, estás más rígida que un palo.

—No lo puedo evitar; nunca he visto a nadie desmayarse de verdad. No quiero tirarme de golpe al suelo como haces tú y acabar llena de moretones. Si puedo caer con suavidad, lo haré; si no, me desplomaré elegantemente sobre una silla, por mucho que Hugo me esté apuntando con una pistola —explicó Amy, a la que no habían elegido por sus dotes de actriz, sino porque era lo bastante menuda para que el villano de la obra la pudiese llevar en brazos.

—Mira, hazlo así. Junta las manos y corre por la habitación gritando frenéticamente: «¡Rodrigo, sálvame, sálvame!» —dijo Jo, quien, acto seguido, representó la escena y lanzó un grito auténticamente estremecedor.

Amy trató de seguir sus indicaciones, pero agitó las manos ante sí con un movimiento rígido y empezó a andar a trompicones, como si la accionara una máquina. En cuanto al grito, más que el de una persona presa del pánico y la angustia, parecía el de alguien que se acaba de pinchar con una aguja. Jo gruñó con desesperación, Meg rió sin disimulo y a Beth se le quemó el pan porque se entretuvo mirando la cómica escena.

—¡Es inútil! Cuando llegue el momento, hazlo lo mejor que puedas, pero si el público te abuchea no me eches a mí la culpa. Ven acá, Meg.

A partir de ese momento, el ensayo fue sobre ruedas. Don Pedro desafió al mundo en un monólogo de dos páginas sin una sola interrupción, la bruja Hagar pronunció un terrible conjuro, encorvada sobre un caldero en el que hervían sapos, en una escena sobrecogedora, Rodrigo se liberó de las cadenas con brío viril y Hugo murió envenenado con arsénico y atormentado por los remordimientos lanzando un salvaje «Ah, ah».

—Ésta es la vez que nos ha quedado mejor —dijo Meg en cuanto el villano muerto se incorporó y se frotó los codos.

—No entiendo cómo puedes escribir y actuar tan bien, Jo. ¡Estás hecha un Shakespeare! —exclamó Beth, que consideraba que sus hermanas tenían un don especial para todo.

—No llego a tanto —repuso Jo con modestia—. La maldición de la bruja, una tragedia operística está bien, pero preferiría representar Macbeth; el problema es que no tenemos trampilla para Banquo. Siempre he querido hacer la escena del asesinato. «Eso que veo ante mí, ¿es acaso una daga?» —masculló Jo poniendo los ojos en blanco y asiendo el aire como había visto hacer a un famoso actor de teatro.

—No, es la horquilla de tostar el pan con las zapatillas de mamá colgadas de ella. ¡Una aportación de Beth a la escena! —apuntó Meg. Todas rieron y dieron por terminado el ensayo.

—Me alegro de veros tan contentas, hijas mías —dijo una voz risueña desde la puerta, y actrices y público corrieron a recibir a una señora robusta y maternal; todo en ella parecía decir: «¿Puedo ayudarle en algo?», lo que le daba un aspecto encantador. No era especialmente bella, pero los hijos siempre consideran agraciadas a sus madres y, para aquellas jóvenes, la mujer con el gorro pasado de moda y el abrigo gris era la más espléndida del mundo—. Queridas, contadme qué tal os ha ido el día. No pude venir a comer con vosotras porque tenía que dejar listas las cajas para mañana, entre otras muchas cosas. ¿Ha venido alguien, Beth? ¿Qué tal el constipado, Meg? Jo, pareces muerta de cansancio. Ven a darme un beso, querida.

Mientras formulaba aquellas preguntas maternales, la señora March se quitó las prendas mojadas, se puso las zapatillas calientes, se acomodó en la butaca, con Amy sentada en sus rodillas, y se dispuso a disfrutar del mejor momento de su ajetreado día. Las jóvenes, por su parte, se afanaron para que su madre pudiese descansar un rato. Meg puso la mesa para la cena; Jo trajo leña y colocó las sillas en su sitio, sin dejar de tirar y volcar primero todo lo que pasaba por sus manos; Beth iba y venía de la cocina a la sala, muy seria y hacendosa, y Amy daba instrucciones a todas, sentada y cruzada de brazos.

Una vez reunidas en torno a la mesa, la señora March anunció con particular alegría:

—Tengo una sorpresa para vosotras, después de la cena.

Una sonrisa iluminó el rostro de las jóvenes como un repentino rayo de sol. Beth aplaudió sin recordar que tenía una galleta caliente en la mano y Jo agitó en el aire la servilleta al tiempo que exclamaba: «¡Carta! ¡Carta! ¡Tres hurras por papá!».

—Sí, una carta muy larga. Está bien y confía en pasar el invierno mejor de lo que temíamos. Nos envía toda clase de parabienes para la Navidad y un mensaje especial para vosotras, chicas —añadió la señora March dando unos golpecitos a su bolsillo como si guardase un gran tesoro en él.

—Pues démonos prisa, acabemos de cenar. Amy, haz el favor de no perder tiempo levantando el meñique para sostener con más elegancia la taza —espetó Jo, que casi se atraganta con el té y, en su prisa por terminar, dejó caer un trozo de pan con mantequilla sobre la alfombra.

Beth ya no comió más y se fue a sentar en su rincón para pensar en la alegría que vendría a continuación mientras aguardaba a que las demás estuviesen listas.

—Me parece extraordinario que papá decidiera ir a la guerra como capellán cuando era demasiado mayor para alistarse y no demasiado fuerte para ser soldado —comentó emocionada Meg.

—¡Cómo me hubiera gustado ir como tamborilero, vivan… ¿cómo se dice?, o como enfermera! Así, hubiese podido estar cerca de él y ayudarle —exclamó Jo.

—Debe de ser muy desagradable dormir en una tienda, comer cosas repugnantes y beber agua en un cazo de hojalata —dijo Amy con un suspiro.

—Mamá, ¿cuándo va a volver a casa? —preguntó Beth con un leve temblor en la voz.