¿Hasta dónde se extiende el hilo de una historia? ¿Cuantas voces se necesitan para retomar lo vivido? ¿Y qué milagro sucede cuando un extraño nos escucha?

La revista Offside ha encargado al periodista Valdemiro Miranda un reportaje sobre el equipo de fútbol revelación de los últimos años, la S. D. Ponferradina. De la mano del padre Aguirre, profesor que inculcó la pasión por el fútbol a los chicos que forman la base del equipo, se inicia un relato plural que repasa el fulgurante ascenso de categorías y logros europeos del club terminando con la fatal desaparición de Lucas Saavedra, uno de sus integrantes. Valdemiro se involucra tanto en la historia, y su posterior investigación, que decide sumar su devenir a la enigmática e imprevisible sucesión de acontecimientos.

logo-edoblicuas.jpg

Después de un sueño

José Francisco Rodríguez-Aller

www.edicionesoblicuas.com

Después de un sueño

© 2020, José Francisco Rodríguez-Aller

© 2020, Ediciones Oblicuas

EDITORES DEL DESASTRE, S.L.

c/ Lluís Companys nº 3, 3º 2ª

08870 Sitges (Barcelona)

info@edicionesoblicuas.com

ISBN edición ebook: 978-84-17709-86-0

ISBN edición papel: 978-84-17709-85-3

Primera edición: febrero de 2020

Diseño y maquetación: Dondesea, servicios editoriales

Cuadro de la portada: Manuel Torres Muñoz

Queda prohibida la reproducción total o parcial de cualquier parte de este libro, incluido el diseño de la cubierta, así como su almacenamiento, transmisión o tratamiento por ningún medio, sea electrónico, mecánico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin el permiso previo por escrito de EDITORES DEL DESASTRE, S.L.

www.edicionesoblicuas.com

Contenido

Día 1. La Redacción

Día 2. La presentación

Día 3. La llegada a Europa

Día 4. Lucas Saavedra

Día 5. Manolo Boneta

Día 5. Sabino Arriaga, según el padre Aguirre les contó a Boneta y a Domingo Velázquez

Día 6. La final

Día 7. Lucas Saavedra, según Domingo Velázquez y el padre Aguirre me contaron

Día 8. Recuerdos del padre Aguirre

Día 9. Cuando el padre Aguirre nos habla de Boneta a Domingo y a mí

El azar que me llevó a Manolo

El encuentro entre Valdemiro Miranda y Manolo Boneta

Una tarde de sábado

Cosas mías

Mi encuentro con Boneta en el campo de golf

Cuando la dura espera valió la pena

Después de un sueño

El talento sin genio no vale gran cosa.

El genio sin talento no vale absolutamente para nada.

Nadia Boulanger

A los que me queréis, y a todos, sabed que os quiero…

I

Día 1. La Redacción

La revista Offside, para la que trabajo, había decidido dedicarle un número a la Sociedad Deportiva Ponferradina, equipo que había revolucionando el mundo del fútbol. Se trataba de un grupo de jóvenes que estaban haciendo realidad el sueño de una afición. Y yo, Valdemiro Miranda, había sido elegido para llevar a cabo la entrevista. En las horas previas al primer encuentro no tenía idea de por donde empezar y lo único que se me ocurrió fue viajar a Ponferrada para ponerme en contacto con alguno de los chicos del equipo, pues eran ellos los verdaderos artífices de la hazaña.

Antes de emprender el viaje hablé por teléfono con Pedro Valentín, uno de los dirigentes del equipo, para ponerle al corriente de mi misión, y fue él quien me dijo que quizá lo mejor sería que hablase previamente con la persona que había hecho posible aquel hecho extraordinario, el padre Aguirre, un jesuita que, como yo, vivía en Barcelona. Por eso, tras finalizar mi conversación con él, me instalé cómodamente en el despacho y venciendo la somnolencia que me producía el sol directo sobre la cara, descolgué el teléfono y llamé al jesuita. Hasta la quinta o sexta vez de intentarlo no recibí respuesta alguna. Cuando al fin logré hablar con él y tras explicarle el motivo de mi llamada, se mostró muy atento y me dijo que estaría encantado de recibirme en su despacho a las nueve de la mañana del día siguiente.

Me recibió en una pequeña buhardilla con forma de torreón de un edificio modernista de la calle Balmes, en el ensanche de Barcelona. Un inmueble en el que el ascensor solo llegaba hasta el quinto piso; luego tenías que subir diecinueve escalones más para llegar hasta su despacho.

La puerta de entrada era muy baja de dintel y para cruzar el umbral tenías que agachar la cabeza; una vez dentro, había que descender dos escalones para acceder a la sala.

Me recibió una señora muy amable que era hermana del sacerdote y, según me dijo, venía todos los días a poner el despacho en orden. Ella vivía muy cerca de allí con su familia, y debía de rondar la cincuentena. Me sirvió un café y me dijo que el padre Aguirre había salido a visitar a unos amigos, pero que enseguida estaría de vuelta.

Recuerdo que aquella hora, las nueve de la mañana, me pareció un tanto inadecuada para hacer visitas a los amigos, pero no le di mayor importancia. Poco después, un viejo reloj de pared llamó mi atención, pues a pesar de que marcaba las diez, las campanadas no pasaron de seis, aunque, eso sí, sonaron dos veces. La señora, advirtiendo mi sorpresa, me explicó:

—Es uno de los recuerdos de mi infancia, el reloj que, sea la hora que sea, siempre toca las seis por dos veces. Solo una vez…

La señora se echó a reír y añadió:

—En cierta ocasión, siendo yo muy niña, este reloj nos despertó a todos a las tres de la madrugada, sonando una y otra vez sin interrupción. Llegamos a contar trescientas campanadas, es decir, hasta que se le acabó la cuerda. Nadie quiso pararlo antes; toda la familia permaneció atenta para ver cómo acababa aquel recital. Y lo más curioso fue que, al día siguiente, cuando se le dio cuerda de nuevo, siguió tocando a cada hora seis campanadas por dos veces, como si nada hubiera pasado.

Nada más acabar de contarme aquello, oímos que se abría la puerta. Era el padre Aguirre, que estaba de vuelta, y enseguida la señora, en vista de que se dirigía directo a su despacho, llamó su atención:

—¡Venga, hombre de Dios! Que te están esperando, no te entretengas ahora con el diario.

—¡Oh, sí! Es verdad, se me había olvidado que tengo que recibir a ese periodista que llamó ayer.

El padre Aguirre dejó el diario encima de la mesa y rápidamente se dirigió a mi encuentro:

—¡Hola, joven! Le ruego perdone mi demora, pero hoy es martes, y ayer, cuando concertamos la cita, no lo tuve presente… Por otro lado, esta mañana llamé a la Redacción de su revista para decirle que retrasaríamos nuestro encuentro, pues yo a esa hora visito desde hace varios años a unos amigos, pero en su oficina me dijeron que usted no había pasado por allí. ¿Sabe…? —el jesuita hizo un alto en sus palabras y enseguida añadió—, me siento incómodo tratando de usted a una persona tan joven.

—Por favor, padre, tutéeme, yo también me sentiré más cómodo.

—Bueno, pues… tú dirás, de qué quieres que hablemos…

Aquel hombre no recordaba mis explicaciones del día anterior, por lo que empecé:

—Verá…, la Redacción de mi revista me ha encargado…

—Sí, sí, perdona, ya recuerdo; quieres hablar de los muchachos y del equipo de fútbol… Pues venga, ¿qué es lo que quieres saber?

—Verá, señor…

—No, por favor, no me llames señor, eso déjalo para él —dijo señalando un crucifijo que colgaba de la pared—, trátame como quieras, pero no de señor.

—Pues bien, como le dije, la Redacción de mi revista me ha encargado un artículo dedicado a sus muchachos. Digo sus muchachos porque, según me han informado, ellos han sabido adaptarse a sus influencias positivas y por eso he creído conveniente que sea usted coprotagonista de la historia.

—¡Oh, no! Ellos son los únicos protagonistas. Es su historia. Yo solo he sido un médium en una pequeña parte de ella, como lo he sido de otras historias y de otros alumnos.

—Pero no me va a decir usted que la relación que tiene con ellos no es especial.

—¿Especial…? No sé, quizá sea especial. Pero te aseguro, hijo, que, si es así, no ha sido de forma deliberada. En cualquier caso, es cierto que he hecho un seguimiento de los pasos que hasta ahora han dado y que conozco sus vidas quizás mejor que ellos mismos…

El padre Aguirre se detuvo, meditando acaso la forma de empezar a contarme aquella historia en la que, según sus propias palabras, él actuaba de médium. Yo había abierto mi libreta y atendí a su narración:

—Verás…, en todos los años que tuve la suerte de organizar los equipos de fútbol del colegio, jamás me había sucedido algo parecido.

»Resulta que aquel día, no sé por qué extraña razón, habían faltado la mitad de los chicos de segundo curso y su equipo tenía que jugar contra el de tercero.

»Aún hoy ignoro por qué me empeñé en que se jugara aquel partido cuando el equipo de segundo solo contaba con cuatro jugadores. Tampoco sé por qué pedí a siete muchachos, que no tenían mayor interés en el fútbol, que completaran el equipo.

El padre detuvo por un momento su explicación, como si intentase recordar algo y continuó hablando:

—Aquellos siete chicos coincidían en afirmar que el fútbol era un deporte sucio y marrullero y por eso hube de convencerlos. Recuerdo que les dije que era su equipo, es decir, el de su curso, y que tal vez, si ellos jugaban, consiguieran ennoblecer el juego del balón. Mis palabras parecieron impactarles y apenas tardaron unos minutos en ponerse el uniforme y salir al patio para unirse a sus compañeros.

»Yo no confiaba en absoluto en sus capacidades como jugadores y por eso me sorprendí al ver que tenían una idea bastante buena de las normas y del reglamento del juego y que, cuando conseguían tocar la pelota, lo hacían con tacto, con precisión y sin retenerla demasiado tiempo.

»Aun cuando el equipo de tercero dominaba el partido, ellos conseguían de vez en cuando unos desmarques que dejaban clavados a los rivales.

»Era sorprendente. No habían jugado nunca al fútbol y se entendían a la perfección. Parecían estar allí donde la pelota se perdía y continuamente creaban ocasiones de gol. Cierto que no lograban marcar, pero eso solo era falta de práctica.

Evidentemente, el resultado final les fue claramente desfavorable, pero, aun perdiendo, noté que se habían divertido y supe que, si decidían entrenarse, acabarían venciendo a los de tercero que, en conjunto, habían sido duros, marrulleros y poco corteses tanto con sus adversarios como con ellos mismos, pues en varias ocasiones, cuando uno de sus compañeros fallaba un gol cantado o perdía una pelota, le insultaban sin mostrar respeto ni compañerismo alguno.

»El partido acabó y los chicos se dirigieron al vestuario sin darle demasiada importancia al hecho de haber sido derrotados por goleada, aunque, eso sí, pensativos y seguros de que si el partido se repitiera en el futuro, el resultado sería distinto. Pasaron los días y eran ellos, ahora, los que cada vez que se cruzaban conmigo, sacaban a colación el partido: ¡Qué, padre…! ¿Cuándo volveremos a jugar otro partido?, decía uno. Lo del otro día fue fantástico; una experiencia que nos gustaría repetir, decía otro. ¿Sabe? Nunca hubiéramos creído que un juego como el fútbol pudiera ser tan divertido, me comentaba un tercero.

»Yo sabía que aquellos chicos habían sido presas de la magia del fútbol y que, inevitablemente, algún día formarían parte de un buen club. Por eso me debatía entre el sentido común que, viendo como habían jugado, me inducía a darles puestos fijos en el equipo y mi lealtad hacia los que desde el principio habían entrenado semana tras semana.

»Era cierto que estos tenían mucho menos talento para el fútbol que los recién descubiertos, pero se me antojaba injusto dar el paso de la sustitución definitiva. Por otra parte, y aun cuando sabía que estaba mal pensarlo, algo me hacía creer que el éxito estaba esperando a aquellos muchachos.

El padre Aguirre guardó un instante de silencio y enseguida añadió:

—Si al menos hubieran perdido por dos o tres goles de diferencia, todo habría sido diferente. ¡Pero con la paliza que les habían dado!

»Me avergonzaba de ello, pero íntimamente deseaba que los titulares tuvieran una pequeña indisposición que, sin serles demasiado perjudicial, los dejara fuera de combate para jugar. De aquella manera no tendría más remedio que sustituirlos y los nuevos tendrían otra oportunidad.

»Llegué a pensar, Dios me perdone, en darles algún laxante. Me daba cuenta de que estaba exagerando el asunto y la situación me desasosegaba en extremo cuando ocurrió que, en una salida de todo el colegio, al regreso, uno de los autocares se averió y justamente en él viajaban los titulares del equipo de segundo que yo soñaba con sustituir.

»Se había previsto un partido de entrenamiento, de nuevo contra el equipo de tercero, y al recibir la llamada del profesor acompañante diciéndome que se retrasarían por lo menos dos horas, puse en marcha al profesorado para que avisase a los padres de los alumnos afectados; sin perder un minuto, me dediqué a buscar a los siete chicos por todo el colegio.

»Encontré a uno de ellos, Domingo Velázquez, que me informó de que sus amigos estaban en la biblioteca. Cuando conseguí reunirlos a todos les dije que los necesitaba para un nuevo partido y estuvieron encantados de ayudarme.

»Se jugó el partido y aquello fue increíble. Estaba programado a dos tiempos de treinta minutos cada uno, y en el primero de ellos la portería de segundo curso parecía un coladero. Los balones entraban por todas partes, de manera que se llegó al descanso con un rotundo cinco a cero a favor del equipo de tercero. Pero en la reanudación se produjo el milagro; era como si durante los primeros treinta minutos los de segundo, y en especial los siete sustitutos, hubieran estado memorizando cada uno de los movimientos del equipo contrario. Con la estrategia del contrario ya conocida, los sustitutos fueron colocándose y pasándose el balón de tal forma que empezó de inmediato una remontada en la que nadie al principio del partido confiaba: cinco a uno, cinco a dos, cinco a tres, cinco a cuatro, cinco a cinco… Al llegar a este tanteo, el equipo de tercero, desesperado al comprobar cómo se los toreaban, empezó a jugar sucio y así, unos diez minutos antes de tiempo y para evitar males mayores, tuve que interrumpir y dar por terminado el partido.

»Pensé entonces que la lección de los recién incorporados, sin entreno alguno, había sido suprema. Aquellos muchachos eran ciertamente increíbles. Consiguieron que me sintiera rejuvenecer.

El padre Aguirre hizo un alto en sus recuerdos para añadir:

—¿Sabes?, quisiera seguir hablando de ellos, pero me gustaría tenerles delante para que pudieran poner coto a la pasión de mis recuerdos. ¿Qué te parece si quedamos otro día con más tiempo? Yo procuraré localizar y hacer venir para ese día a uno o dos de los muchachos y así, entre todos, te lo explicaremos mucho mejor.

A mí me pareció bien la sugerencia y quedamos la semana siguiente, también el martes y a la misma hora…