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Pablo Fuentes Andreo







KIARA 23.5







1ª edición en libro electrónico: abril 2020



© Pablo Fuentes Andreo

© De la presente edición Terra Ignota Ediciones



Diseño de cubierta: ImatChus



Terra Ignota Ediciones

c/ Bac de Roda, 63, Local 2

08005 – Barcelona

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ISBN: 978-84-121812-2-7

IBIC: FH 2ADS









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A vosotros, que sabéis por qué os nombro.



A ti, que sabes por qué te siento.



Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 1



13 de abril, Belfast, Irlanda del Norte






Hoy al café amargo de cada mañana no le resultará fácil ser tan persuasivo como de costumbre. Conocer la verdad amordaza mis pensamientos obligándolos a despreciar el mejor día que pueda recordar en este pueblo de mierda.


Llega tarde el buen tiempo y en un esfuerzo por ser perdonado por tanto invierno, permite al Sol volar sin nada en contra, no hay viento, no hay nubes, incluso las montañas que dan forma al paisaje de fondo parecen haber empequeñecido para dejar más protagonismo a un cielo exageradamente azul. El mar está en calma meciéndose a sí mismo, jugando a hipnotizar los reflejos de la bahía, sintiéndose protagonista de un paisaje idílico y agradecido por todos los que pasean a estas horas por la playa.


No me siento bien.


Desde mi ventana veo gente por todos lados. Sonriendo. Hoy es un buen día para pasear y pensar en el resto de sus vidas, con sol todo parece mejor, y les intuyo felices imaginando nuevos momentos llenos de ilusiones, futuros idealizados haciéndose realidad bajo el influjo de esta estúpida y falsa puesta en escena de un mundo que ha amanecido hoy para dejarse soñar. No será posible, mañana no será mejor que hoy porque simplemente para todos estos ese mañana no va a existir.


Hoy es el día en el que te confieso, mi niña, que también yo tuve dudas sobre lo que será. Por eso te lo dejo por escrito, para que mi letra infantil te deje ver mi nerviosismo por empezar y mi derrota por perderte. Lo siento, preciosa, debe y va a ser así y sabrás que he sido yo en cuanto quieras verlo, e intentarás demostrar lo que me quieres asegurando mi inocencia y lo sé porque yo tampoco quería creer, pero ahora creo, y lo siento porque siempre quise salvarte, pero no puedo.


Lloré por esto.


Falsos profetas hablarán pronto, no les escuches, seguirán siendo falsos por mucha verdad que interpreten. Todo lo que vendrá no fue escrito en lejanas constelaciones como muchos dirán, no ha sido motivado por oscuras conspiraciones en oscuras cuevas por oscuras mentes, es todo mucho más sencillo, todo más fácil, simplemente se hará presente el siguiente paso ideado, la siguiente noche sin Luna, el siguiente día sin Sol y todo, mi preciosa niña, después de tanto tiempo, ocupará su lugar.


Las religiones tendrán unos cuantos días para seguir odiándose, los países reventarán de ego enarbolando banderas que nadie podrá sostener, ni siquiera estos que sonríen tendrán vida para seguir sintiendo nación alguna. Desesperados amaneceres vendrán, y aunque mis queridos lugareños no puedan sentir ahora la agonía de presenciar el paso de su último segundo, en pocos días lo harán y será entonces cuando incluso Dios, quienquiera que sea, quedará en paz, y desde el sosiego podrá volver a intentar un nuevo principio, esta vez sin prisas.


Le he dado un año para hacerlo.


Yo sí puedo sentir lo que el destino tiene preparado para ellos porque yo lo preparé, siento el peso de la verdad mientras te escribo, el final está próximo y mi alma está preparada para soltar el lastre de conciencia necesario para permitirme hacer lo que debo hacer. Es el momento de enseñar al mundo quien realmente soy y quien realmente es.


Estoy agotado.


A veces he querido ser protagonista en mi propia tierra, enseñar las evidentes equivocaciones, pero nunca fui capaz. Otras veces intenté ser un simple espectador pasivo, pero tampoco fue posible. Mi propia existencia lo impedía y ahora sé por qué. Ahora sé que era yo el dios y demonio de mi vida, el culpable e inocente, la pregunta y respuesta, ahora sé que era y soy yo y no otro el que necesita juzgar mi camino y como juez he decidido que el tiempo se ha cumplido.


No pedí ser quien soy, no recuerdo cuando me convertí en soldado para empezar mi propia guerra, pero pasó, y empecé a vivir en contra de mi propia vida establecida y supongo que por hastío empecé a perseguir a los demás como un perro rabioso en busca de respuestas. Quería seguirles, espiarles, encontrar sus debilidades e infectarles con mi propia enfermedad, con mis miedos, mis miserias, mis dudas y entonces sucedió, mi desquiciada mente se hizo lúcida y decidió ser libre, y siendo libre, ideó el más fantástico de los mañanas.


Pero antes debía acabar con todo esto para poder dar la oportunidad de enmienda a una historia que cuenta ya demasiadas mentiras de vencedores. Idear un nuevo punto cero, un nuevo principio, y una vez que visualicé cómo despertar, ¡qué fácil resultó trazar el camino!, preparé mi mente a conciencia, le di tiempo, la dejé escuchar, decidir sus verdades y mi natural maldad animal tomó el control e hizo el resto.


No tuve más que observar e impregnarme de mi oscuro instinto y todo fue fácil, deliciosamente excitante, tan solo debía encontrar y lo encontré, el espacio suficiente para construir tu legado, porque ninguno de nosotros será más allá de unas semanas, aunque tú, mi niña, perdurarás para siempre. No puedo reinventar la historia, no lo pretendo, pero puedo escribir el mejor capítulo que jamás se haya contado y darle tu nombre para que seas eternamente recordada.


Ese es mi regalo.


Forma parte de nuestra especie observar, asimilar y actuar, y como buen aprendiz , observé todo aquello que me rodeaba, dejé libre mis sentidos y estos se hicieron uno para contarme la única verdad inmutable que existe, la única premisa que debía seguir y respetar, el único argumento válido para volver a empezar.


La biológica evolución es en realidad un cuento de terror donde las ideas románticas son solo disfraces para enmascarar la crueldad extrema en la que se basa cada uno de nuestros progresos vitales buscando únicamente ser el mejor en sobrevivir.


Es divertido ver como los adultos se esfuerzan en endulzar sus palabras mientras explican a los niños la hermosa naturaleza, es divertido ver la sonrisa en sus caras y es didáctico aprender de sus respuestas al ser cuestionados sobre el animal que les gustaría ser. Obviamente el elegido es el león, la pantera, el leopardo, el más fuerte. Nadie quiere ser un animal predestinado a ser comida para otros, nadie quiere ser una simple planta o árbol y es normal, todos tenemos dentro un innato miedo a ser cazados, a ser débiles y nadie quiere vivir para ser aniquilado, pero lo serán.


La naturaleza diseñó a los humanos para esta especial miserable vida por la supervivencia, pero en un momento de gracia nos premió con lo que debía ser nuestra gran virtud: la conciencia, y eso es asombroso porque somos capaces de redactar reglas para minimizar los efectos de nuestra crueldad genética, escribir historia para dejar constancia de nuestros supuestos progresos, escudriñar el pasado intentando encontrar universales razones para coartar nuestro comportamiento, sin darnos cuenta que tanto intento por ser pulcros es solo una estúpida forma de malgastar el tiempo, porque en el fondo sabemos que es la misma lucha animal, el grande maltratando al pequeño y este intentando defenderse como puede para no ser mal herido mientras sueña con encontrar la forma de aniquilar la capa superior y convertirse entonces en el odiado, y te aseguro que seré odiado.


No va a preocuparme.


La selección natural por la que somos lo que somos no se paró a interpretar las consecuencias de que solo valga ganar, ni le importa una mierda lo que les pasa o pasó a los perdedores. No hay segundas oportunidades, no especula con chorradas. Cuando el impresionante león mata a la gacela acabada de nacer, ¿crees que le hace sentirse mal? ¿Piensas que cuando la majestuosa ballena masacra toneladas de kril la ballena lo hace llorando? No pregunta, no vacila, si eres apto sobrevives, si dejas de serlo te extingues.


Pero los humanos tenemos alma compasiva, es verdad, la misma que tenemos para colocar trampas y olvidarlas, para quemar bosques, para eliminar paisajes. La misma que nos permite aniquilar por dinero, por poder, por religiones o simplemente por pensar. Es una buena consciencia y hoy es un gran día en mi mugriento pueblo.


Mañana, cuando me leas, no estaré aquí para ti. Por favor no preguntes por mí. No te preocupes, estaré bien. Ahora todo es extraño, nada parece tener sentido, pero realmente todo lo tiene.


No falta mucho.


Te confieso que estoy agotado, triste, sediento. No tengo fuerza para pensar más sobre un futuro que no viviré, sobre un futuro que no quiero vivir.


No me odies por irme así, quiero hacerlo fácil. Necesito hacerlo fácil, y verte complicaría el final, tus ojos dolerían demasiado, tus besos lo cuestionarían todo.


El plan se inició hace días y debo culminarlo, mi mente está preparada, mi cuerpo limpio y mis pensamientos en calma. Llegó el momento, mi niña. Aprovecha el tiempo mi vida. Tienes cuatro semanas.


Tu padre.

Capítulo 2



21 de abril, 4 North Queen Street, Police Service of Northern Ireland, Belfast.





―¿Cuánto tiempo hace que tienes esta carta?

―Ocho días.

―¿Y por qué me la enseñas ahora?

―No sé. No podía creer que mi padre fuera el responsable de todo esto. Solo quería pensar que era una carta de despedida, una más de sus locuras, pero los últimos desastres han sucedido exactamente como él lo escribió hace un mes.

―¿Lo escribió?

―Sí. Pude ver sus notas.

―¿Las tienes?

―No. Las quemó. Pero las recuerdo. Él parecía una persona normal con un mal día, me dijo que solo eran ocurrencias, me sonrió y las quemó. Es una buena persona, es mi padre.

―Es posible, pero ahora nos está eliminando. ¿Podrías anotar lo que recuerdas?

―Sí, claro. ¿Servirá de algo? ¿Crees que podremos pararlo?

―Posiblemente no. Esto me sobrepasa, no puedo imaginar cómo, pero hay que intentarlo.

Capítulo 3



20 abril, vuelo QF0171 destino aeropuerto internacional de Wellington, Nueva Zelanda.





Sam regresaba a casa casi por instinto. Hacía demasiado tiempo que no veía en persona a sus padres, echaba de menos a su hermana pequeña Zoe que nunca quería hablar con él cuando llamaba por Skype. Todos decían estar bien, pero algo iba mal con ella, así que pese a la fobia a volar había cogido unos días de vacaciones y los quería aprovechar para volver a ver a los amigos, volver a ver a Dezy, probaría suerte otra vez con ella, y por supuesto para hacerse presente y saber qué estaba pasando con Zoe.


El avión de enlace despegaría puntual del aeropuerto de Melbourne dirección Wellington* e inusualmente no viajaban demasiadas personas, tal vez porque era otoño en Nueva Zelanda, tal vez porque no eran fechas señaladas, tal vez porque era demasiado temprano, o tal vez porque ese día tocaba así. Un sinfín de posibles causas para tan poco pasajero desfilaban por su embotada cabeza después de las primeras 10 horas de vuelo. Debía afrontar un nuevo despegue y distraerse contando cabezas era uno de los ejercicios aprendidos para no agarrotarse mientras el avión se colocaba en posición de aceleración en su marca de salida.


La mayoría del pasaje con el que había iniciado el vuelo en Hong Kong se había quedado en Australia y aunque se habían sumado un buen número de nuevos pasajeros, en el que para él no era más que un paréntesis en tierra antes de proseguir el sufrimiento, estos eran muchos menos que los que habían desembarcado. Nunca había sido obsesivo con su alrededor, pero volar le ponía nervioso.


El empuje de la aceleración en pista le llegó por sorpresa mientras aún estaba estirando el cuello para ver las primeras filas, el asiento se empotró contra su espalda a conciencia demostrando lo muy en serio que el diseñador se había tomado la premisa calidad-precio. El tío de al lado dormía, ¿cómo podía estar durmiendo ya?, todo traqueteaba mientras iban cogiendo velocidad y Sam aferraba la mano izquierda al reposabrazos y la derecha presionaba con todas sus fuerzas su propia pierna, y llegó el despegue y sintió el instante en que la rueda delantera dejaba de tocar tierra y después las ruedas traseras y después la inclinación se hizo insoportable y el tío de al lado roncaba y los motores empujaban contra el aire para que la aerodinámica hiciese su trabajo y además, en una especie de broma de mal gusto, el piloto había decidido aprovechar la maniobra para dar un giro brusco a la izquierda, ¡la madre que lo parió!, seguramente dentro de los límites de seguridad, pero totalmente fuera de lo que los nervios de Sam podían soportar sin emitir un pequeño grito aniñado mientras un escalofrío le recorría la espalda empapada de miedo. El del asiento de ventanilla lo miraba entre divertido y triste por haberle tocado compartir vuelo con tal desquiciado, le medio sonreía mientras el que roncaba parecía mirarle también con los ojos cerrados en la nueva posición que su cabeza había adoptado tras el giro del aparato. Sam sonrió a los dos, el de la ventanilla volvió a mirar sus privilegiadas vistas, el del medio siguió roncando.


La inclinación empezaba a normalizarse, su cuerpo lo agradeció, pero su lío emocional lo empujaba a quererse bajar en marcha, por lo que en un intento de calmarse escogió un nuevo ejercicio del curso “Volar sin miedo”, que consistía en visualizarse en casa en un espacio seguro.


Sorprendentemente la imagen que su mente escogió para él, clara, detallada y a despecho, fue la del último objeto recibido. Jamás antes había tenido una de ellas en sus manos y el recuerdo del tacto apareció para darle más realismo al momento matizándolo con el frío propio de la cobertura plástica y la rugosidad de las cintas de sujeción. Recordaba la nota que acompañaba al envoltorio:


“Has sido seleccionado. Recibe este regalo como una ofrenda para tus próximos días. Estate atento a las noticias y sabrás qué hacer. Prepárate para el viaje. Te espero.


Tu suerte.”


Junto a la nota una especie de máscara integral del ejército con lo que parecía una bolsa térmica acoplada al filtro con una ranura más o menos de unos 10 centímetros de ancho y dos de altura, y al lado de la máscara tres cartuchos diseñados para acoplarse a esta ranura numerados del 1 al 3 sin aclaraciones sobre lo que podían contener. Tan solo la palabra “suerte” se repetía en cada uno de los envoltorios, nada más.


Por defecto profesional lo único que se le ocurrió en un primer momento fue que era alguna especie de campaña publicitaria con poco sentido del humor y directamente la tiró a la basura, basura por cierto que no se había acordado de tirar y que haría que su diminuto piso oliera a perros muertos cuando volviera.


Las mejores ideas que había tenido nunca y a las que debía el trabajo que ostentaba, se le habían aparecido en momentos sin límites morales inspirados por substancias de dudosa reputación. No abanderaba la ética gremial, pero aquello le había parecido demasiado. Sin embargo, aunque detestaba las campañas publicitarias trampa y había tirado todo el paquete a la basura, debía admitir que el reclamo había causado efecto, no había dejado de buscar en vallas publicitarias, en anuncios de televisión, prensa e Internet un nuevo indicio, un nuevo eslogan que diese sentido a aquella entrega domiciliaria sin remitente ni empresa postal.


No era la primera vez que recibía extrañas propuestas. Como team leader de la sucursal en Hong Kong de JCDecaux, gigante publicitario chino, solía verse asediado por anónimos sin y con talento ávidos de oportunidades. No era de los que recriminaba la insolencia ni los esfuerzos por darse a conocer, él mismo había sido uno de ellos y aún creía conservar las ganas de hacerse grande y el punto humilde de quien reconoce sus primeros pasos.


A sus manos habían llegado propuestas de todo tipo, pero el simple hecho de ser una máscara de gas con todas sus macabras connotaciones le había molestado. Estaba realmente asombrado del poco gusto que habían tenido al elegir ese tipo de material tan sumamente siniestro para representar una idea atractiva al consumidor, pero a su vez debía reconocer que estaba asquerosamente asombrado, morbosamente expectante, y aun sin gustarle la sensación, aun intentando mostrarse a sí mismo como alguien íntegro, se notaba interesado intentando adivinar el siguiente paso.


En los últimos días miró más de lo acostumbrado el buzón de casa, pero no había encontrado nada más. La duda crecía y más en cuanto supo que ninguno de sus compañeros de oficio ni conocidos había recibido paquete alguno. De hecho, ahora que lo recordaba, incómodo por la sensación del vuelo, el paquete no llevaba remitente, aunque esto podía responder a la estrategia publicitaria. Tal vez la campaña había sido anulada después de los primeros envíos, tal vez el anunciante había decidido que resultaba demasiado agresiva. Aunque Sam era reacio a dejarse influir, al menos conscientemente, había googleado por Internet, pero las palabras clave, “máscara antigás” o “mensajes anónimos”, resultaban demasiado genéricas y el buscador le había mostrado páginas de vestuario bélico, porno sadomasoquista, vídeos de ejecuciones, mil cosas estupendas para pasar la tarde, pero nada que pudiera relacionar. Después de las 10 primeras posiciones se convenció de que lo mejor era dejar de buscar.


Por alguna razón aquel mismo día le vino a la mente su familia, los llamó por Skype como solía hacer cada 2 o 3 semanas y lo que vio no le gustó, así que decidió tragarse el miedo, cogerse unos días y visitarles.


Realmente iba incómodo en su asiento, se había hecho daño unos días atrás haciéndose el valiente delante de una compañera, notando un pequeño pinchazo en la columna que enseguida desapareció, pero cuando se estresaba le dolía y era lo que le pasaba ahora. La espalda le recordaba lo idiota que fue y lo mucho que necesitaba, ahora que el avión parecía haber recuperado su horizontalidad, estirar las piernas y el cuerpo. Pero en los aviones eso es complicado, las azafatas no dejan de pasar con carritos, lotería, regalos para comprar, basuras y demás, por supuesto podía ir al lavabo, pero se mareaba en ellos en cuanto entraba, los espacios pequeños acrecentaban la sensación de movimiento y esta sensación junto con el olor casi perenne a servicio público resultaba una combinación no apta para su estómago.


Había dejado atrás Melbourne hacía más o menos una hora y media y tras acumular 12 horas de transporte público aéreo ya podía intuir el final del cada vez más agotador viaje entre su trabajo y su familia. Ya faltaba poco, no tenía más que intentar pensar en el abrazo que le daría a su madre, en el saludo distante a su padre, no se merecía mucho más, y sobretodo en el inmenso besazo que le estamparía a Zoe quisiera esta o no. Debía arreglar las cosas con ella, sabía que la razón por la que se mostraba distante era que no le había perdonado que se fuese tan lejos dejándola sola en aquella casa, con aquel ambiente a rancio que se había instaurado desde que papá se había retirado. Pero la oportunidad era tal que no pudo decir que no, no iba a presentarse otra vez, así que la cogió al vuelo sin vacilar y solo después de haber aceptado, solo después de sentirse a miles de kilómetros, triunfante y con dinero, se dio cuenta de que Zoe lloraría por su ausencia. Intentando hacerlo más soportable se convenció de que todo pasa, y pasó para él, pero no para ella, y ahora, años después aún no había logrado que su hermanita le sintiera como antes.


Amanecía un tanto extraño sobre el mar. El avión describía uno de esos sutiles giros que resultan incómodos, pero no preocupantes para los que simulan no estar asustados mientras vuelan. Sam lo estaba, y atento a todo notó como el movimiento se prolongaba demasiado, la sobreexcitación de sus sentidos podía estar jugándosela otra vez, pero la incredulidad que la cara de su compañero de fila de ventanilla mostraba, reafirmaba lo que sus voces interiores le estaban gritando. ¡Esto no es normal!


La confirmación de que algo extraño pasaba se hizo evidente cuando el paisaje de color algo irreal del amanecer en el horizonte desapareció a su espalda cuando antes se dirigían hacia él. No fue el único pasajero que empezó a cuestionarse lo que estaban presenciando, las preocupaciones en los aviones son inmediatas ante cualquier cosa que parezca anormal, y sin duda habían dado la vuelta. Faltaba demasiado tiempo para que eso fuera una maniobra de aterrizaje, además no habían visto tierra por ningún lado y en todos los anteriores vuelos que había realizado ningún piloto había hecho esa maniobra.


Los murmullos empezaron crecer y las caras de la tripulación no ayudaban, aunque lo intentaban, la desaparición absoluta de la acostumbrada y esperada sonrisa añadía más incertidumbre al pasaje que empezaba a sospechar que algo grave estaba pasando.


Sam intentaba demostrar hábito con un nuevo posado de experimentado viajero curtido en mil situaciones de vuelo, la esquizofrenia ante esas situaciones no dejaba de asombrarle, podía pasar de temblar a adormecerse y por lo visto ahora le tocaba ser James Bond, pero después de 10 minutos sin notar variación de trayectoria se decidió a pulsar el botón de petición que tenía a pocos centímetros de su cabeza y empezó a formular mentalmente la pregunta que quería hacer. Se notaba algo histérico, pero no quería mostrar señales de nerviosismo e intentaba poner en práctica lo aprendido en aquel curso de aerofobia que no tuvo más remedio que hacer para poder irse a Hong Kong. Repetía mentalmente una y otra vez los ejercicios aprendidos y por eso estaba ensayando las palabras que quería expresar junto con los gestos faciales que deseaba que acompañaran a estas. La llegada de la azafata le sobresaltó rompiendo de golpe su preparación.


―¿Quería alguna cosa? ­―La presentación de la azafata le pareció inusualmente directa y algo falta de tacto corporativo, pero por su cara se percató que estaba alterada, preocupada y tal vez algo descolocada ante tanta gente inquieta.

―¿Falta mucho por llegar? ―¿Por qué preguntaba esa imbecilidad?, ya sabía que faltaba una hora, pero la proximidad de la cara de la azafata junto con sus disimuladas facciones lo había descolocado y ahora, en vez de aparentar un tío firme con todo el mundo rodado, pasaba a ser un niñato hastiado en el asiento posterior del coche en uno de esos interminables viajes familiares.


La azafata le miró entre cabreada por haber tenido que ir hasta allí por esa pregunta y azorada al deber de encontrar palabras convincentes para algo que no tenía respuesta en esos momentos.


La voz del capitán le echó una mano aliviando la presión de todos los tripulantes del avión que estaban pasando el mismo mal rato de la azafata que atendía a Sam.


―Señores pasajeros, les habla el capitán McElhingt. ­―Como de costumbre la voz se escuchaba fatal sumergida en una especie de zumbido de altavoces baratos a punto de explotar. Sin embargo, desde el primer momento, incluso desde la primera toma de aire, los matices habituales de desidia, apatía y poca predisposición que todo piloto que se precie demuestra al destinar parte de su tiempo a mensajes preorquestados obligados por contrato, toda apática connotación había desaparecido. En un instante el silencio se apoderó de todos los rincones del avión, incluso los motores parecían estar expectantes a las palabras del capitán―. Por razones técnicas ajenas a nuestra compañía nos hemos visto obligados a retornar a origen donde tenemos previsto aterrizar a las 8 y 10 minutos hora local.

―¿Volvemos? ¿A las 8 horas y 10 minutos? ¿Y qué importará la hora? ¿Qué está pasando? ―balbuceó Sam mientras pensaba en la maldita costumbre que tienen algunos en parecer máquinas soltando datos mientras miraba la hora de su reloj de pulsera.

―¿Por qué no dice más? ¿Por qué no dice en cuánto tiempo llegamos y no nos lo hace calcular a nosotros?


A esas alturas el curso había desaparecido de su cabeza, de nuevo el sudor hizo acto de presencia junto a la histeria y el desequilibrio esfinteriano. El capitán no había cortado la comunicación, hasta aquí llegaba su mensaje más o menos estudiado, pero era evidente que debía aportar más. «¡Por Dios, que diga algo más, aunque no se le entienda!», pensó Sam mientras se removía en un intento de acomodar su angustia.


Después de una pausa interminable llena de un silencio atropellado de acoples, el capitán volvió a hablar


―No se trata de un problema de vuelo, ni tenemos ningún tipo de avería en el aparato, pero por razones de seguridad nos han recomendado la vuelta.

―Personal del aeropuerto y de nuestra compañía están trabajando en estos momentos en Melbourne para encontrar una solución a este contratiempo.

―Gracias por su atención y por su colaboración.


Tras unos instantes de colapso mental casi todos los pasajeros accionaron el botón de petición de atención por parte de las azafatas, a pesar del silencio casi nadie había entendido nada. En primer lugar, el mensaje del capitán no aclaraba nada más allá de que habíamos dado la vuelta, en segundo lugar había especificado que el avión estaba en perfectas condiciones y eso resultaba alarmante al pronunciarlo junto a las palabras “razones de seguridad”, pero si todo iba bien ¿por qué lo había remarcado?, si algo fallaba ¿lo habría dicho también?, por un instante parecía lógico que si el avión tuviera problemas dar la vuelta no era la solución, no era coherente, pero una vez en vuelo a no sé cuántos pies de altura, a saber cuánto era un pie de altura, la coherencia se esconde dónde puede ante la fortaleza de los miedos. Y en tercer lugar el capitán había supuesto que todos los pasajeros entendían perfectamente el inglés y no era así, un grupo de unos veinte italianos preguntaban a voces al único componente del grupo que al parecer entendía inglés, pero este había escuchado lo que el resto de pasajeros, una voz nerviosa, buscando no parecerlo, fracasando completamente en el intento por dar una explicación tranquilizante a una parroquia cada vez más alterada.


La azafata que atendía a Sam había desaparecido, en el esfuerzo por descifrar algo la había perdido de vista y esta había aprovechado para escabullirse.


Los pocos que no se habían percatado de que el avión había girado y que estaban distraídos o dormidos en ese momento ya habían despertado y preguntaban también medio asustados ante tanto revuelo a los que tenían a su lado.


«Todos menos este», pensó Sam mirando a su vecino de asiento . «Este sigue a lo suyo, roncando».


En poco tiempo el murmullo era tan alto que el capitán tuvo que intervenir de nuevo por megafonía.


―Señores pasajeros, les habla de nuevo el capitán McElhingt. ―Sonaba a reprimenda―. Les pido que mantengan la calma, nuestro personal de vuelo les atenderá ahora con algún refrigerio y responderá a sus posibles dudas, retornamos por instancia de las autoridades de Australia no por incidencia alguna con este vuelo. Gracias por su colaboración.


Incomprensiblemente para Sam el discurso obtuvo el efecto deseado y los pasajeros se calmaron, incluso los que volvieron a no entender nada les pareció que debían moderar sus tonos de voz y sus nervios y esperar a ver qué pasaba.


Los carritos con refrescos hicieron su aparición en el pasillo del avión empujados por las recompuestas azafatas que lucían sonrisa nueva y coordinada respuesta colectiva.


―¡Pues ya está! ¡Todo solucionado! ¡Una Coca-Cola y a casa! ―se dijo desquiciadamente Sam mientras miraba el culo de la azafata que arrastraba el carrito. Se sorprendió al darse cuenta de lo rápido que su atención había cambiado de tercio para irse a refugiar en la falda de aquella mujer. No podía dejar de hacer ese tipo de cosas estuviese en la situación que estuviese, estaba a punto del colapso y sin embargo miraba el culo de la azafata, apenas podía respirar, pero su instinto primario había decidido que le importaba más regodearse en el trasero de aquella mujer reclamando dosis de ensoñaciones de animal en celo. Tenía un problema con esas situaciones, nervioso o no, inconscientemente se dejaba llevar a actitudes de difícil explicación, incluso era habitual distraerse mirando los pechos de una mujer y sonrojarse al despertar de sus pensamientos y darse cuenta de lo que estaba haciendo y de que su mirada estaba siendo descubierta.

―¿Le gustaría un refresco o alguna bebida caliente? ―le preguntó la azafata que había llegado con el carrito desde la parte posterior del avión.


Sam intentó disimular sin éxito, estaba seguro de que la azafata le había pillado mirando a su compañera.


―No estoy seguro.

―¿Perdone?

―Quiero decir, que tal vez un café estaría bien. ―«¿Y ahora pido un café?, no creo que sea la mejor opción con los nervios que tengo, pero ya lo he dicho».

―¿Un café?, en seguida. ―La sonrisa en su cara reflejaba que efectivamente le había pillado―. Aquí lo tiene, ¿leche?, ¿azúcar?

―Solo está bien. ¿Cuánto le debo?

―Nada. Es un regalo por las molestias ocasionadas.

―Gracias ―respondió Sam desviando la mirada hacia el café servido en uno de esos vasos que parecen de cartón y que no permiten al sentido del tacto instalado en tus manos evaluar la temperatura real de la bebida que contiene, hasta que tu boca enciende las alarmas con el primer sorbo mientras tu voz surge emitiendo el improperio adecuado al grado de quemadura recibida―. ¿Podría explicarme algo más de lo que está pasando? ―preguntó esta vez directamente a los ojos de la auxiliar de vuelo. Tenía unos ojos preciosos, con pestañas largas, tal vez postizas, con tonos marrón claro…, debía centrarse.

―No se preocupe, señor. La compañía está trabajando en ello y en cuanto aterricemos tendrán una solución para cada uno de ustedes. ―Sonrisa y punto final.


En cuanto el primer sorbo de café recorrió su boca fue consciente de que lo que venía a partir de ese instante no iba a ser agradable. Mala idea llamar café a aquel brebaje y mala idea añadir una excusa más a la ya de por si alterada percepción del mundo que le avasallaba y tintaba de eminente catástrofe su alrededor, invadiendo a golpes la delicada frontera entre el querer creer que todo va bien y la locura de saberse a no sé cuántos mil metros de altura en un tubo acondicionado con alas que parecen combarse demasiado, motores que ya no suenan fino, visiones de un mar que está lejos pero no tanto y mejor que siga ahí y yo que sé cuántas consideraciones técnicas que nunca había tenido consciencia de saber, que por supuesto no formaban parte de su bagaje educativo y que aunque sin tener la más remota idea de cómo debían funcionar, era evidente que en esos momentos no lo hacían en correcta sintonía con los parámetros normales evaluados por sus miedos, y el capitán no quería decirlo, pero él sabía que algo iba mal y tanto estímulo combinado derivó en una situación desastrosa ya que aunque se esforzó por no hacerlo tuvo que ir a enfrentarse con su claustrofóbica percepción del lavabo, sincronizando perfectamente mareo y vómito durante buena parte del trayecto de vuelta.


Poco antes de las 7h45 Sam miraba exhausto de tanta arcada por la ventana situada dos filas más adelante de su butaca en un intento por distraerse, el Sol hacía rato que les había alcanzado y seguramente amanecía en el océano Pacífico más allá de Australia.


A las 08h10’ tal como había anunciado el capitán, aterrizaban suavemente y tras unos minutos rodando por la pista el avión se detuvo en su posición asignada.


Como siempre el tiempo de apertura de la puerta del avión resultó una eternidad para Sam, odiaba esos momentos de espera estúpida tras horas de vuelo, especialmente hoy que estaba mareado, especialmente hoy que lo había pasado tan mal para no ganar ni un kilómetro hacia su destino final.


Sin embargo, había avanzado más de lo que podía imaginar, la suerte hizo que retornaran el avión y ahora pudiera maldecir encontrarse de nuevo en la terminal. Sam no lo sabía, pero para él aquello representaba una nueva oportunidad.


Por fin la puerta se abrió y personal de tierra los recibió indicándoles hacia dónde debían dirigirse sin aportar ningún detalle nuevo al mensaje oficial.


De camino a la sala de espera que habían preparado para ellos. Sam, medio recompuesto al sentirse en tierra firme, intuyó de inmediato que faltaba algo en el ambiente, algo no encajaba. El silencio.


El aeropuerto entero estaba en silencio, agolpado ante las pantallas de televisión. Algo había pasado, pero ¿qué?


En realidad, el avión había retornado porque simplemente Wellington y con ella toda la parte central y sur de Nueva Zelanda parecían haber dejado de existir.


A las 7:11 a.m. hora local, todas las conexiones habían desaparecido, las comunicaciones en sí estaban bien, pero nadie contestaba. La torre de control de Wellington había enmudecido, había dejado de dar instrucciones. Solo Auckland respondía e intentaba capear la situación ante la imposibilidad de esclarecer qué estaba pasando. El responsable de emergencias tomó como primera decisión desviar los aviones que en ese momento se dirigían al centro y sur de Nueva Zelanda hacia otras localizaciones. La posibilidad de Auckland se descartó por miedo al colapso y todos los vuelos con suficiente autonomía eran redirigidos hacia Sydney o Melbourne. El vuelo de Sam simplemente había dado la vuelta porque Wellington ya no lo esperaba.


Nadie contestaba a los teléfonos, todas las radios se habían quedado mudas, los controles GPS indicaban la posición de barcos a la deriva o con rumbos extraños por debajo del paralelo -40 y lo que era peor, los aviones que estaban a esa hora sobrevolando la parte afectada de Nueva Zelanda parecían haber caído según las señales de las sondas.


Las primeras respuestas llegaron por Internet, a través de las cámaras de seguridad privadas posicionadas en las calles y lo que se veía no podía ser aceptado por mente alguna, simplemente no podía ser verdad. La imagen se repetía fuese cual fuese el punto de transmisión, gente estirada en el suelo, inmóvil, posiblemente muerta.


Nadie respondía. Nadie.


La emisión de una televisión local online mostraba a su presentador con la cabeza sobre la mesa sin signo alguno de vida, en un acto macabro de profesionalidad ejemplarizaba lo que estaba sucediendo en la parte centro y sur del país.


La humanidad dejó de respirar mientras se enteraba de la noticia. En pocos minutos el mundo sufría el agobio de no saber, de no poder explicar. Miles de peticiones por Internet colapsaron el medio. Las embajadas de nueva Zelanda en el mundo incomunicadas por el propio número de llamadas, mensajes y gente en las oficinas preguntando sin saber qué preguntar, esperando respuestas sin querer escuchar que no había respuesta para dar.


La realidad no tardó en encontrar quien la contara en tierra firme, unos turistas que habían reiniciado viaje hacia el sur por la ruta 2 llamaban desesperados al número de emergencia por lo que estaban presenciando en Waipukurau a unos 50 kilómetros de Hastings ciudad donde habían pernoctado. Sin querer se habían convertido en los primeros espectadores del desastre cruzando la línea imaginaria de muerte que había decidido dividir al país.


En el oeste, en el estado de Manawatu-Wanganui la población de Kai Iwi respiraba correctamente mientras que apenas 15 kilómetros más al sur los habitantes de Whanganui había sucumbido ante el desconocido poder que se había llevado por delante poblaciones como Hunterville, Apiti, Omakere o Waipawa. Esta última población situada en el este en el estado de Hawke’s Bay ejemplarizaba la macabra frontera, 7 kilómetros al norte, Otane tenía vida, 7 kilómetros al sur, Waipukuran no.


El día era demasiado joven para tanto silencio, pero ansiaba más, mucho más y apenas dos horas más tarde la muerte colectiva alcanzaba el estado isleño de Tasmania a unos 250 kilómetros al sur del continente australiano.


El mundo no había tenido tiempo para reaccionar y ya tenía un nuevo foco de delirio.


Una a una las poblaciones del estado se fueron apagando hasta no querer despertar más. La primera en recibir el impacto fue Bicheno en la costa este, pero al vacío solo le costó media hora apoderarse de toda la isla principal. La rendición del territorio fue total, tan solo la parte norte de Flinders Islands y King Island, islas norteñas del estado eran capaces de responder. Por alguna razón el silencio no había querido aniquilar nada al norte de puntos geográficos como Killiecrankie Airport en las Flinders Islands o Kind Island Airport en la isla vecina del oeste. Como en el caso neozelandés se había establecido una especie de frontera, vida al Norte, muerte al Sur.


Tan solo unos minutos más tarde del cese de las comunicaciones con Tasmania el gobierno australiano decidió enviar a un grupo militar para intentar indagar mientras la alerta antiterrorista se propagaba por todo el mundo. Se prohibieron inmediatamente las salidas navales con dirección Nueva Zelanda y el sur de Australia, el vuelo de Sam fue el último en aterrizar en Melbourne, unos minutos más y hubiese sido desplazado a Sydney. A todos aquellos barcos que estaban por la zona se les mandó desviar el rumbo o amarrar en puertos fuera del territorio declarado en cuarentena de ambos países. Todo vuelo no militar quedó anulado y por supuesto todos los satélites disponibles empezaron a apuntar al territorio afectado para captar imágenes y lo que captaron fue aterrador.


Los enviados llegaron pronto a sus puntos señalados de destino en busca de respuestas, pero evaluar lo que presenciaban era imposible por mucho ejercicio militar recibido.


En ambos países la locura era la misma, todo era reciente, los cuerpos no se habían enfriado aun cuando intentaban encontrarles pulso. Todos muertos a la vez, en el mismo instante. Lo más desconcertante era que la muerte no tenía signo alguno, no había violencia en las caras, no había pistas externas que indujeran a las causas, nada donde agarrarse y empezar a comprender, solo silencio y cuerpos sin vida allí donde miraran.


El líder del grupo de emergencias australiano no sabía qué hacer, los protocolos habían saltado por los aires ante la magnitud del número de cadáveres que contemplaba, todos con los ojos cerrados pareciendo gritar al mismo tiempo, petrificándolo al sentirles muertos. Sin recursos emocionales para ejercer su misión solo se esforzaba en una búsqueda de sobrevivientes inútil que le punzaba el alma ante cada fracaso, ante cada vida perdida.


La situación se hacía más dantesca en cuanto las escenas se dejaban presenciar. La vida había desaparecido en dormitorios, cocinas, ascensores, oficinas, coches, autobuses, nada quedaba ya.


Los componentes del grupo experto en salvamento respiraban bajo sus máscaras con dificultades. Rotos, sin aliento, sin esperanzas, la impotencia le machacaba por todos lados y tanto golpe a la vez les impedía ver siquiera unos metros más allá, donde una verdad aún mayor de la que creían presenciar, esperaba paciente a que el destacamento se cansaran de llorar.


El asombro era tal que tardaron en percatarse que no solo la gente había muerto, también los animales parecían haber sido fulminados al instante, absolutamente aniquilados, de ahí el tremendo silencio que lo saqueaba todo.


Nueva Zelanda experimentaba lo mismo, el mundo despierto esperaba impaciente, consternado, aterrorizado. Los que pisaban la tragedia no eran capaces de verbalizar respuesta alguna, ¿cómo poder hacerlo?, nadie parecía capaz de explicar lo que estaba pasando mientras, a unos 20 nudos por hora, el único que podía contestar navegaba por el Pacífico rumbo Kiritimati, la primera tierra habitada en recibir el día.


*Vuelo Qantas Airways. Hong Kong - Wellington (Nueva Zelanda) 14h50’ (vía Melbourne)

Vuelo QF 0030, salida 16h30 Hong Kong International (HKG) terminal 1, llegada 4h00 Melbourne Tullamarine (MEL) terminal 2 (9h30 reales de vuelo)

Vuelo de enlace QF 0171, salida 5h40 Melbourne Tullamarine (MEL) terminal 2, llegada 11h20 Wellington International (WLG) (3h40 minutos reales de vuelo)

Distancia Hong Kong – Wellington 9428 kilómetros, diferencia horaria +4

Distancia Hong Kong – Melbourne 7431 kilómetros, diferencia horaria +2

Distancia Melbourne Wellington 2572 kilómetros, diferencia horaria +2