portada
El libro de Perle / A la Orilla del Viento
El libro de Perle

TIMOTHÉE DE FOMBELLE

ilustrado por
ABRAHAM BALCÁZAR

traducido por
JOSÉ LUIS RIVAS

Fondo de Cultura Económica

Primera edición en francés, 2014
Primera edición en español, 2019
[Primera edición el libro electrónico, 2019]

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

contraportada

Índice

Primera parte. El pasajero de la tormenta

Lejos de todos los reinos

Entre mis lágrimas

El refugio

La chica

El tesoro

Los pequeños fantasmas

El náufrago

La lucerna

Érase una vez

La fuente

Metamorfosis

Un amor

Segunda parte. La melancolía viva

Joshua Iliån Perle

La escama de Kozovski

Como una pequeña serpiente

El tren

Una viandante

Arrebato

Bajo los almendros

La zapatilla azul

Hasta el final de los combates

La bruja

En la cámara acristalada

Tercera Parte. Fragmentos perdidos del país de las hadas

El baile del 14 de julio

Los recuerdos

Un solterón

La colección

La sangre y la ruina

La vida de Oliå

Pulgarcito

Una aparición

Palacio de eternidad

El último arquero

Para Selene
A. B.

Cada vez que alguien dice:
«Yo no creo en los cuentos de hadas»,
hay en algún lugar una pequeña
hada que cae muerta de repente.

J. M. Barrie, Peter Pan.

PRIMERA PARTE
El pasajero de la tormenta

Lejos de todos los reinos

¿Quién podía imaginar que había sido un hada?

Se había escapado por la ventana del torreón rasgando su vestido para trenzar una cuerda con los retazos. ¿Es así como las hadas se descuelgan de las murallas? Ahora sólo llevaba encima un camisón blanco que había hurtado de un lazo de ropa tendida a la luz de la luna. Corría de noche sobre la arena. Un día antes, había renunciado a todos sus poderes. Ahora se parecía a todas las muchachas: un poco más distraída, un poco más inquieta, un poco más hermosa que las otras chicas de su edad.

La playa era espaciosa y blanca; encima de ella, la oscuridad del bosque, y debajo, los rompientes del mar, la espuma deslumbrante y, por todas partes, el rumor de las olas, la tibieza de la noche más luminosa que el día.

Corría sobre la arena mojada. Sus pies no se hundían, pero alrededor de ellos, a cada salto, se ensanchaba un círculo de agua y de pequeños cangrejos. Estaba al borde del agotamiento. No sabía qué hora era; sólo sabía que a las doce de la noche todo habría terminado.

Él estaría muerto.

Un día antes todavía, para llegar más rápido, se habría deslizado sin esfuerzo sobre la espuma de las aguas, o habría sobrevolado el bosque.

Un día antes era un hada.

Pero también debido a eso, un día antes no habría podido compartir el destino de aquel a quien ella amaba: vivir o morir con él. Se encontraba pues, desposeída de todas sus artes de encantamiento. Un desposeimiento voluntario, rarísimo hasta en los cuentos más antiguos: la renuncia de un hada.

A lo lejos, la luz de la almenara había perdido su fulgor: enrojecía el extremo de la escollera de negros peñascos que la unía a la tierra firme. En esa boya, en forma de barco y revestida de cobre, eran quemados árboles enteros para atraer a los navíos de otros reinos y hacer que se estrellaran contra los peñascos. Era allí adonde él había sido conducido para su suplicio.

La distancia parecía infinita. Se extendía desde el espacio de las arenas hasta el ojo rojo de la almenara.

Ahora corría rodeando la orilla de las aguas, jadeante, acorralada dentro de un carril abierto entre el declive de la playa y el viento cálido que venía del mar. Descubría el sufrimiento de la carne, los pies heridos, la respiración cortada y la impotencia del cuerpo, la condición humana que tanto había deseado. Sentía dolor, pero no se arrepentía de nada.

Quería ser igual que él, estar con él.

¿Serían ya las doce de la noche? ¿Cómo saberlo? Alzaba la vista, tratando de enterarse de la hora por medio del cielo, tras haber visto disiparse en ella la legendaria puntualidad de las hadas.

Cuando llegó a los primeros peñascos, la luna se hundía ya en el mar, dejando sobre su camisón robado sólo algunos visos fosforescentes. Allá lejos, al final de la escollera, la luz de la hoguera parecía más intensa. La almenara ya no estaba muy lejos. Las piedras bajo sus pies se habían vuelto redondas y candentes. Saltaba de roca en roca, minúscula balandra blanca que se precipitaba sobre los montones de escombro de negras guijas, atraída por el brillo de la almenara. Para muchos veleros que pasaron antes que ella frente a la costa, esa luz había sido una esperanza. Esperaba también hallar allí su tesoro, su abrigadero, su vida. Pero, al igual que todos esos navíos, solamente encontró el naufragio.

Cayó, sin pegar un grito, sobre el cuerpo abandonado. Ya no respiraba. Sus ojos se abrían desmesuradamente.

Tenía quince o dieciséis años, la misma edad de ella.

Estaba solo, depositado sobre la cubierta de la almenara.

—Amor mío…

Ella gemía a cada exhalación, buscando descubrir un destello en los ojos del chico. Se apoyaba con fuerza en aquel cuerpo. Apretaba el rostro de él entre sus manos. Pegaba su corazón al suyo, palpitando por los dos, desollado por los dos. La almenara crujía a cada golpe de mar, sin moverse.

—Amor mío.

Le decía otras frases en el cuello, reproches, súplicas, lamentos interminables. Se aferraba a sus hombros, se tallaba contra su pelo.

Su respiración se fue tranquilizando poco a poco. Hablaba menos. El tapete de brasas se hallaba a varios metros de distancia, pero el calor se extendía hasta ellos, conducido por el suelo revestido de cobre.

Guardó silencio. Seguro se habían quemado allí leños de encino. El olor a incienso vagaba a rastras por la noche. Presintió que esa paz la conduciría a la muerte.

Cuando sintió un último sobresalto, abrió los ojos y vio una lámpara que se balanceaba a lo lejos, entre los peñascos. Alguien se acercaba. Se desgarró con pesar de su terrible abrazo y corrió hacia la oscuridad.

Pasaron varios minutos.

Lloraba en silencio sobre sus manos juntas y ponía atención en el hombre que se acercaba.

Al final de la escollera había un largo puente de tablas. La almenara estaba calzada sobre los troncos de todo un encinar, rebajados a garlopa y clavados en el mar a modo de pilares. El viejo se internó en el puente que serpenteaba entre los pilotes. Cada uno de sus movimientos era lento. Venía arrastrando detrás suyo una camilla colocada sobre un pequeño trineo de paja. La camilla se usaba de ordinario para evacuar las cenizas.

Se quedó mirando al hombre. ¿Era él quien había asesinado a su amor? ¿Había regresado para deshacerse de su cuerpo?

El viejo avanzó hasta donde se hallaba el chico, hablando algo entre dientes, como si se dirigiera a él. Encogida detrás del hombre, le oyó decir:

—Voy a llevarte. No vas a tener miedo.

Maniobró la camilla para ponerla a un costado del cuerpo. Volvió a murmurar:

—Vas a esperar en el acantilado…

Ella se arrojó sobre el viejo sin hacer ruido y lo derribó sobre el puente. Más viva que una trucha, había pescado al vuelo la hachuela que el viejo llevaba al cinto. Cuando el hombre se derrumbó con un estertor, ya estaba encima de él, blandiendo el arma sobre su frente, lista para partirlo como si fuera una nuez.

El hombre miraba aterrorizado a la muchacha: ese rostro de fiera, esa pequeña mano que hacía oscilar el filo del hacha entre sus ojos.

—Tú lo mataste —dijo ella.

Él se le quedo viendo a la chica, lleno de espanto: el pelo y la camisa crujientes de sal, el coral blanco y rosa de sus mejillas y sus hombros. ¿Quién era esa muchacha ligera y temible cuyas huesudas rodillas lo tenían clavado al suelo?

—No —gimió—. Yo no lo maté.

—¿Quién lo mató entonces?

El viento hacía volar hacia ellos luciérnagas prófugas del fuego.

—Nadie.

El hacha se alzó.

—Taåge…

Ella contuvo su mano. Él repuso:

—Taåge recibió la orden de traerlo aquí y de matarlo.

—¿Dónde está Taåge?

—Ha vuelto a sus pantanos.

Ella observó el cuerpo que yacía del otro lado del trineo de paja. Murmuró:

—Él lo mató…

—No.

Levantó el hacha más arriba, sobre el cráneo del hombre.

—¡Se lo juro! —gritó—. Nadie. Nadie lo ha matado.

Cerró los ojos para no ver lo que haría su propio brazo, pero el hombre alcanzó a decir justo a tiempo:

—Taåge no obedeció la orden.

Ella se contuvo otra vez.

—Él no lo mató. Soy el único que lo sabe. Él va a matarme luego de que haya hecho mi trabajo.

—¿Cuál?

—Debo ocultar el cuerpo en el acantilado.

—¿Quién lo mató? —repitió—. ¿Quién?

—Taåge no mataría al hijo de un rey.

—Él mata igual que respira. Lo conozco.

—Solamente le teme a las almas de los reyes.

—¿Quién lo mató? —suspiró ella.

—No tengo derecho a hablar —dijo el viejo, llorando—. Pero sé que usted va a dejarme vivir. Porque si yo muero, nadie podrá responderle.

Bajó el arma poco a poco y se desplomó a un lado.

Él tenía razón. Su mera desaparición a manos de ella silenciaría esa pregunta que la consumía.

Cerró los ojos.

Él preguntó con suavidad:

—¿Qué es para usted ese joven príncipe?

No respondió. Recordó las mañanas de invierno cuando él iba a nadar envuelto entre las brumas del lago. Su piel desprendía vapor al salir de las aguas.

—Ya no se encuentra en su cuerpo —dijo el viejo.

Ella volvió a abrir sus ojos. El hombre hablaba al lado de ella. ¿Había escuchado bien?

—El chico fue exiliado. Está vivo.

—¿Dónde?

—Lejos —respondió—. Lejos de todos nuestros reinos. En un lugar de donde no se regresa.

Ella se incorporó.

—¿Qué es lo que dices?

—Taåge le concedió el exilio para no tener que acabar con él.

El viejo pronunció con lentitud:

—Un maleficio de destierro.

—¿Dónde? ¿Dónde está él?

—No está ya en ese cuerpo.

—¡Respóndeme!

Ella clavó el hacha en la cubierta de cobre, a un centímetro del rostro de aquel hombre.

Él gimió.

—En un tiempo… en una tierra…

—¿En dónde?

—Váyase. O los dos moriremos. Regrese al bosque. Taåge va a volver.

—¿Cuál es ese tiempo? ¿Cuál es ese reino?

—Es un exilio sin retorno. Taåge dijo que él está en un lugar de donde ningún camino, ningún mar, podrá traerlo de regreso hasta nosotros.

El viento amainó. Los tizones ya casi no relumbraban. Sentía bajar el frío sobre ella. Un temblor recorría sus miembros.

Una última frase del viejo acabó por retorcerle el vientre:

—Para deshacer el maleficio, le haría falta a usted el poder de las hadas.

Ella volvió su rostro hacia el suelo para ocultar las lágrimas. Poco a poco, sus fuerzas iban abandonándola. Tendida de costado, mantenía apretadas contra su corazón sus manos impotentes.

Así que ella había perdido todo. La magia y el amor.

Se levantó muy despacio. Caminó con gran esfuerzo hasta el cuerpo del exiliado, que estaba a unos pocos pasos de ella.

Se inclinó hacia él. ¿Ese ser adorado estaría en pie en alguna parte? ¿Dónde? ¿En un valle perdido? ¿En un reino escindido del resto de los reinos? ¿Estaría en pie en algún lugar, aspirando la noche?

Ella suplicó por última vez:

—¿Adónde fue exiliado? ¿Adónde?

Y acariciaba la frente del príncipe con el dorso de una de sus manos.

La voz del viejo respondió por detrás de ella:

—Está en el único tiempo, en la única tierra, en donde nadie cree en los cuentos ni en las hadas.

El mar parecía haberse apaciguado por todas partes. Solamente se escuchaba la efervescencia de su espuma y, a lo lejos, el galope de un caballo que venía por la playa.

Entre mis lágrimas

En la corteza del árbol había sangre. Era muy lejos de allí, un medio siglo después. El bosque era tupido y profundo por todos lados. Tenía yo catorce años, una bolsa en bandolera, el pelo mojado entre los ojos. Nada tenía que hacer allí.

Me había echado a andar todo derecho, buscando escapar de una tristeza que resultaba demasiado grande para mí. Caminaba desde hacía tres horas, internándome en el bosque sin rumbo fijo.

Si no hubiera puesto mis dedos en el árbol, si no me hubiera visto las manos, quizás no habría sucedido nada. Habría vuelto a dar con mi camino: no me habría perdido. Habría alcanzado, a unos pocos kilómetros de allí, el curso luminoso de la carretera. Habría escapado de la noche.

Pero en las abiertas palmas de mis manos vi, al acercarlas a mis ojos, ese líquido rojo y pegajoso como el jugo del durazno de parra: una sangre que me pareció menos helada que el aire.

Me di una vuelta entre las hojas secas. Aún clareaba. La luz se abría paso en el bosque de castaños y caía sobre el musgo. Al inclinarme, a cinco pasos del árbol, vi en aquel sitio otra enorme gota de sangre.

Me indicaba el camino.

Sentía que, en algún lugar, entre los árboles, había una criatura malherida que me necesitaba.

—¿Quién está allí?

Había pronunciado esas palabras con voz baja y quebrada, casi para mí mismo. Miré otra vez mis manos temblorosas. Había partido inconsolable, sin llevar conmigo mi abrigo; nada más aquella bolsa. Había abandonado mi bicicleta entre la hierba, para salir de la carretera, olvidar a aquella chica e ir al encuentro del mundo salvaje.

Había dejado caer mis manos otra vez. Fingía dudar, pero recuerdo muy claramente que era aspirado por el misterio hacia las profundidades de esos bosques.

Entonces, a la manera de un lobo, reanudé la cacería. No tenía más que inclinarme cada vez, para que aparecieran bajo mi vista esas manchas redondas que me enseñaban el camino. Volví a ponerme en marcha empujando las ramas, aplastando los zarcillos de los espinos.

Sentía a veces que mi tristeza me agotaba, como si el recuerdo de la chica padeciera al seguirme por esos bosques, como si el dulce sonido de su respiración se alejara detrás de mí. Me detuve a esperarla, porque era demasiado pronto para abandonar mi tristeza. ¿Cuál era su nombre? No me lo había dicho. Eché mi cabeza hacia atrás y lancé un fuerte grito en dirección al cielo.

Si alguien hubiera estado en peligro, ya me habría respondido. Pero solo me rodeaba el silencio. Me había puesto la capucha sobre el pelo, con mi bolsa siempre al hombro. Algunas gotas de lluvia caían en torno mío, luego de rebotar en las ramas. Nunca en mi vida se me había ocurrido lanzar un grito en un sitio donde nadie podía escucharme. Un extraño placer se unía a mi miedo y a mis lágrimas. Gritaba con todas mis fuerzas. Caía la noche y me iba distanciando de todo.

Descubrí de repente, entre dos árboles inclinados, un cervatillo. Me veía sin moverse. Creí que había encontrado al animal herido que buscaba, pero su pelaje lucía impecable, así como aparece en los libros para niños. La parte baja de sus patas casi era blanca. Ni un solo rastro de sangre. Parecía estar más sorprendido que yo. Un paquetito de lluvia cayó desde un árbol y estalló sobre el musgo como una bala de cristal. El cervatillo retrocedió un paso. Sobre sus flancos fogosos se veía un poco de vapor. Habría bastado nada más un parpadeo de mis ojos para hacerlo desaparecer. Yo pensaba en la chica que había querido estrechar en mis brazos y que se había esfumado hacía apenas unas horas.

Di por fin unos pasos hacia el animal y, cuando desapareció, la oscuridad entera se precipitó sobre los bosques.

El suelo se hizo quebradizo bajo mis pies. Quise avanzar todavía algunos metros. Mis manos iban de un árbol a otro. Ya no podía ver las manchas de sangre que me guiaban. No sentía nada. El frío me acechaba, esperaba que yo me detuviera para morderme en la garganta. La noche había hecho todo lo posible para me rindiera ante ella. Pero yo seguía de pie.

Di un paso más, y apareció ante mí una luz a la distancia, una ondulante mancha de luz. Era algo cuadriforme puesto sobre el suelo, en medio de la oscuridad. Un pequeño tapete de oro líquido. Se movía. Cerré los ojos. Al volver a abrirlos, vi que el tapete seguía allí, pero cuando avancé hacia él, mis pies se hundieron en la tierra.

Comprendí al cabo lo que ocurría. Había, justamente allí, un gran río. Lo oía estremecerse. Y la mancha de luz con cuadros de oro era una ventana iluminada que se reflejaba en sus aguas.

Levanté mi bolsa y el tesoro que encerraba para colocarla sobre uno de mis hombros. Avancé en medio de la corriente con las manos en alto.

Me empujaba hacia la izquierda con todas sus fuerzas, pero me mantuve firme. La ventana se borró de repente. Traté de conservarme en pie para poder reconocer esa alargada mole oscura de la otra orilla. Sí, debía de haber allá, en medio de la noche, una casa a la orilla de las aguas…

No me había olvidado de la desesperación que me había empujado al bosque. Esa tristeza se convertía en una aliada, avanzaba conmigo entre la oscuridad. Yo la hacía llevadera.

El agua me llegaba a la altura del vientre. Cloqueaba a mi alrededor. Sabía cuán peligrosos son los ríos desconocidos cuando se los cruza por la noche. Mis pies se sumían en el fango. A veces, la corriente me golpeaba en un hombro tratando de derribarme. Yo sostenía a pulso la bolsa todo el tiempo.

Creí que estaba a salvo. Había dejado atrás sin duda más de la mitad de la anchura del río. Entonces, acosado por un hormigueo en lo alto de la espalda, sentí que mi cabeza se ponía a girar. Desde mi frente y entre mis ojos un líquido fluía. La noche daba vueltas también. ¿Qué ocurría? Tensé mi cuerpo para seguir estando de pie. Mis fuerzas resbalaban a lo largo de mi piel. Iba a ahogarme.

La ventana volvió a iluminarse un instante sobre las aguas. En medio de mi vértigo, me pareció ver que una silueta humana la cruzaba con los ojos puestos en mí. Me había paralizado. A pesar de la oscuridad, estaba seguro de que había sido visto. Recordé la sangre derramada en el bosque. Quise dar media vuelta, pero oí, a diez metros de mí, el ruido de unos chapuzones en el agua. El frío me pareció de pronto insoportable. Un instante después, vi varias formas negras que cruzaban a nado el cuadrante luminoso. Tres animales luchaban contra la corriente. Sus cabezas se deslizaban por la superficie. Perdí el equilibrio y la bolsa tocó el agua. Logré retenerla justo a tiempo.

Las sombras negras venían velozmente hacía mí, surcando las olas.

Habría querido regresar a la otra orilla. Mi cuerpo ya no respondía.

Pude girar por fin la cabeza: los animales se habían separado de la luz. Debían estar allí, muy cerca. No alcancé a gritar. Imaginé que eran ratas almizcleras, osos o anacondas. Sentí primero el contacto de un cuerpo contra mi pierna: una de las criaturas se había zambullido debajo de mí. Los tres animales se habían lanzado a un mismo tiempo sobre su presa. Iba a caer cuando me tomaron por los hombros. Las mandíbulas resbalaron por mi carne, pero sólo mordieron un poco la tela de mi chaqueta. Sentí que me elevaba y perdí el conocimiento.

Mis ojos volvieron a abrirse por un instante cuando las manos de un hombre, que me parecieron enormes, ya fuera del agua, me subieron a un pontón. Fui incapaz de siquiera hacer un gesto.

Volví a desvanecerme.

Recuerdo un estado extraño en el cual cruzaban unas sombras, unas aves nocturnas, la risa de la chica que me había hecho separarme del mundo.

Era un sueño agitado en el que intentaba respirar permaneciendo en la superficie. Un prolongado sueño envolvente.

Solamente salí de él cuando mi cuerpo percibió la dulce cercanía de la chimenea, el contacto de unas sábanas de lino, el olor de las piñas abrasadas. El bienestar absoluto luego de la pesadilla.

El silencio, a ratos, silbaba y chisporroteaba. Me encontraba bajo techo. Afuera llovía. El peso aplomado de los cobertores era una delicia. Vi entonces, al alzar los párpados, justo detrás de la curva blanca de la almohada, uno, dos… tres perros negros echados al arrimo del hogar. ¿Dónde estaba su amo, el gigante que me había sacado de las aguas? Me llevé la mano a la frente y sentí un vendaje.

—Lo hirió la rama de una zarza…

La voz venía de muy arriba, del extremo de mi cama, como si la cabeza del gigante tocara las vigas. No distinguía su enorme cuerpo en medio de la penumbra.

—Saqué las espinas con mis uñas, una por una —dijo el hombre.

La tibieza ya no me tranquilizaba por completo. Imaginé unas uñas largas como hoces. ¿Cómo iba a escaparme? Me habían contado que los prisioneros siempre lamentan no haber hecho algo en los primeros minutos, ese lapso en el que todavía habrían podido escaparse. Busqué con la mirada la puerta en medio de la oscuridad. Para llegar hasta ella tenía que pasar por encima de los perros. Uno de ellos ya se había despertado y se lamía la pata.

—Debió de sangrar desde hace varias horas. Mis perros lo sacaron a tiempo de las aguas.

En ese momento una piña se inflamó en la chimenea. Con la cabeza en la almohada, vi iluminarse la habitación. Y el hombre apareció. Estaba encaramado en lo alto de una escalera, ordenando unas cajas pardas y rojas. No tenía nada de gigante ni de ogro. Se volvió ligeramente hacia mí.

Ahora recuerdo que su rostro me pareció como enviado de otro mundo. Pero enseguida me distrajo un pensamiento que me hizo olvidar durante largo tiempo esa impresión. Dijo otra vez:

—Sangró usted mucho.

Acababa de entender que la sangre me había acompañado desde el principio; la sangre que me había llevado hasta ese hogar, esos perros y ese hombre, era mi propia sangre. Había descubierto eso. Al inclinarme en cada ocasión, había dejado caer desde mi frente, y entre mis lágrimas, una gota de sangre que iba indicando un camino.

La bestia herida a cuya cacería había salido, era yo.

El refugio

Había permanecido unos minutos con los ojos cerrados, reconcentrado en lo que me ocurría. Oí el rechinido de la escalera al extremo de la cama. Debió pensar que seguía dormido. Yo esperaba el momento ideal. Un plan se dibujaba en mi mente.

Sin hacer ruido, me incorporé de pronto como un muerto rebosante de vida. Mis pies rebotaron en el piso.

Los perros aletargados me vieron precipitarme hacia la puerta, tratar de abrirla sin conseguirlo y cruzar luego otra vez la habitación con gritos de piel roja, tomar al paso un atizador como arma, soltarlo al momento de quemarme los dedos, girar sobre mí mismo, subirme a una mesa en posición de combate, abrir la ventana y arrojarme hacia fuera.

Durante todo ese circo los tres perros no se habían movido, y su amo quizás ni siquiera se fijó en la acción, pero yo me torcí el tobillo, además aullé, y me aplasté la nariz en la hierba.

Bravo.

Ciertos combates presentan un espectáculo patético.

Estaba allí, pues, arrastrándome penosamente sobre mis codos. Desde que caí, sólo había recorrido metro y medio a lo largo de diez minutos. Cada vez llovía más recio. Parecía una anguila en fuga por la hierba mojada. Sentí que no llegaría más lejos. No tenía, sin embargo, ni colmillos enterrados en las pantorrillas ni un cuchillo de carnicero clavado en la espalda. Había partido en medio de la más absoluta indiferencia.

La misma reacción me esperaba cuando logré volver en seco a la casa. El mar en calma. El hombre, sentado a su mesa, tomaba notas en un registro abierto. Logré llegar hasta mi cama cojeando y todo avergonzado. Ahora los perros dormían amontonados sobre los pies de su dueño, que se mantuvo en silencio unos instantes, absorto en su trabajo. Yo tiritaba y me había vuelto a arropar con el cobertor.

—¿Qué fue eso? ¿Una evasión?

La cabeza inclinada sobre su registro. No era visible su sonrisa. Ni siquiera había ironía en su voz. Me sentí todavía más avergonzado por mi fuga.

—¿Quién es usted? —pregunté.

Entornó los ojos, como si la pregunta fuera enorme y sin solución, como si hubiera preguntado si Dios existía, o si el universo tenía en alguna parte un extremo, un balcón desde el que uno pudiera asomarse.

Me miró por vez primera, con detenimiento.

De seguro había cuatro o cinco chicos colgados del techo de su despensa, y quizás tenía considerado mi cráneo para que hiciera de pisapapeles en su oficina, y si mi cráneo no, entonces los huesitos de mis falanges, para su cena de caracoles, pero ya no llegué a sentir miedo. Tenía el cabello cano y muy corto, una chaqueta de carpintero y las manos finas de una bordadora. Le calculé unos sesenta años. Daba vueltas a un lápiz entre sus dedos. El hombre, reconcentrado, se tomaba su tiempo. Si uno atravesaba su mirada gris, sentía asomarse a algún paisaje a la orilla del mar bajo la lluvia.

Yo buscaba resistir esa mirada. Me repetía a mí mismo que no debía adormecerme. No debía. No debía.

Pero ese estribillo y la fatiga me pusieron del otro lado.

La chica se aprovechó de mis sueños para volver a tomarme por asalto. Tenía catorce años, o era un poco mayor que yo. Venía a hollar en sueños los añicos de eso que ya antes había roto. Sentía sus pies descalzos sobre mi cuerpo. Me dolía, pero no la expulsaba. Prefería eso a que desapareciera.

Al día siguiente, al amanecer, ya no llovía. La casa parecía desierta. Un poco de sol se arrimó a mi cama. Busqué con la vista la bolsa con que había llegado. Había desaparecido. En cuanto puse un pie en el suelo, sentí que estaba lejos de poder marcharme. Era tan fuerte el dolor que no conseguía hilar dos pasos.

Sentado sobre el colchón, me puse a mirar atentamente en torno mío. Apenas si había abierto los ojos hasta entonces; ensimismado en mi deseo de escaparme, no había mirado más que la salida y al enemigo. Pero cuando dejé de hacerlo, descubrí el extraordinario lugar en el que me encontraba.

Era una gran habitación cuadriforme, ligeramente ahumada, con un par de ventanas. Dos pilares de madera sostenían el techo de roble. Había pocos objetos: la mesa que un día antes había visto, una larga cómoda, unos pocos taburetes. Contra un lienzo de pared había pilas de leños de reserva, cada una de ellas sujeta por un gran aro metálico. Con esa leña almacenada hasta el techo, el otoño y el invierno muy bien habrían podido prolongarse varios siglos. Había un sillón roto, cuatro lámparas colgadas de las vigas, un fregadero, una escalera, unas canastas, una vieja bicicleta apoyada contra una sierra circular que reinaba en pleno centro como un mueble de época. Pero lo que hacía tan extraña a esa habitación se encontraba detrás de mí, muy cerca de la cama.

La pared entera estaba tapizada por un cúmulo de equipajes. Cientos de maletas, todas diferentes: de cartón, de cuero, de madera, o cubiertas de herrajes; en todos los tamaños y formas; cubiertas de tela o no; brillantes, mates; del rojo barnizado con laca al amarillo azafrán; del negro ébano al crudo; pardas, atabacadas, de color azul rey… y todas ellas apiladas a lo largo de la habitación.

Aquello producía el efecto de una sala de batalla en una terminal ferroviaria. El humo que escapaba de la chimenea inundaba esa pared misteriosa, justo detrás de mí.

—¿Va usted a salir de viaje?

Hice esa pregunta a aquel hombre, que había entrado un momento antes a la habitación. No me respondió y se acercó a la mesa para colocar en ella una bolsa.

Era mi bolsa.

—¿Y tú? ¿Qué venías a buscar? —me preguntó, tuteándome por primera vez.

Yo no sabía qué responder. Huía de mi tristeza, pero, ¿con qué fin? ¿En busca de qué consuelo? Él insistió:

—¿Estabas solo?

—Sí.

—¿Cuál es tu edad?

—Catorce años.

—¿No van a buscarte?

—¿Quién?

Él se encontraba bajo los rayos del sol, a contraluz.

—¿Tienes una familia?

Tenía, por esa parte, todo lo necesario, la colección entera en todas sus dimensiones, pero nadie en casa estaría buscándome. Pensarían que había salido de fin de semana. Como ignoraba lo que aquel hombre pensaba hacer conmigo, debía evitar inspirarle la más mínima confianza.

—Y usted, ¿tiene una familia?

A su semblante lo horadó de nuevo un agujero negro, un abismo donde las respuestas flotaban a años luz de distancia.

La puerta se abrió y dejó entrar a uno de los perros lobos.

El hombre empezó a poner el contenido de mi bolsa en la mesa.

—¿Qué es lo que está haciendo?

Traté de levantarme, pero me olvidé de mi tobillo lastimado y tuve la sensación de que me vaciaban un cargador de fusil entero en el pie derecho. Caí otra vez en la cama, gritando:

—Es frágil. No lo toque.

Rebuscaba con mucho cuidado y colocaba los objetos uno al lado de otro, hasta componer un cuadrilongo.

Ahora estaban sobre la mesa una navaja de muelle, un cuaderno, una cámara de fotos desechable, seis películas en sus cajas de color negro con gris, una pequeña cámara súper 8 y una película virgen para esa cámara.

—Déjelas, yo…

Primero tomó con su mano la cámara.

—Iba a arrojar todo esto al lodo —dijo.

Sentí un nuevo ametrallamiento en mi pecho. Los únicos restos que me habían quedado de la chica estaban estrechamente enrollados en alguno de esos carretes. Unas cuantas fotos que no habían sido reveladas aún y que componían mi único tesoro.

—No sé por qué has venido a mi casa con estas cosas.

—Me extravié. No venía a su casa.

—¿Todo es tuyo?

—Sí.

En realidad, la cámara de fotos era de mi padre, la cámara súper 8 de mi madre, y yo había tomado las películas vírgenes de un cajón de la cómoda de nuestra sala de estar. En rigor, pues, nada de eso me pertenecía, a no ser los recuerdos plasmados en los carretes. Y hasta esos recuerdos, no estaba ya muy seguro de que fueran los míos.

El hombre me dio ahora la espalda. No podía ver mi semblante. Parecía reflexionar.

Hoy sé que todos los hilos del destino se anudaron y entrelazaron en esos contados segundos, justo más arriba de nosotros. Veo con claridad lo que habrían sido su historia y la mía de haberse hundido mi bolsa en el lodo. ¿Por qué tiró de ese otro hilo, el más escuálido, el más frágil, ese que lo ponía en riesgo a él, que vivía bajo acoso desde hacía tantos años? ¿Por qué eligió el camino más incierto?

Me devolvió mi cámara.

¿Cómo pudo intuir que ese gran riesgo, el riesgo de la confianza, iba a salvarlo unos años más tarde?

Creo que esa chica cruel escondida en los carretes nos ha salvado a ambos al arrancarme una lágrima. El hombre se volvió hacia mí en aquel instante y vio mis ojos enrojecidos, que intenté en vano ocultarle.

Pasaron unos segundos. Reunió los objetos y lanzó la bolsa a la cama, a un costado mío.

—No toques nada de eso mientras estés en esta casa. ¿Entendido?

La puerta rechinó y entraron los otros dos perros.

—¿Entendido? —preguntó.

—Sí.