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Título: Vacaciones en Praga

Autor: Carlos Gaspar Delgado Morales

© Carlos Gaspar Delgado Morales, 2019

© de esta edición, EDICIONES LABNAR, 2020

Corrector: Israel Sánchez Vicente

Imagen y diseño de cubierta e interiores por Ediciones Labnar

LABNAR HOLDING S.L.

B-90158460

Calle Virgen del Rocío 23, 41989, La Algaba, Sevilla

www.edicioneslabnar.com

info@edicioneslabnar.com

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eISBN: 9788416366439

Código Thema: FFL 5AX

Primera Edición: Marzo 2020

¿Puedo saludar?
Saludo a Carlos Delgado Guerrero.

Contenido

El narrador y su prólogo

Los preparativos

El viaje

El contratiempo

El crimen

La investigación

El regreso

El entierro

El tema de la herencia

La sorpresa

La sorpresa 2

La sorpresa 3

El becario

El descubrecaras

La calle de Elena

Mi madre

La sospecha

El piso de Mateos Gago

La casa de la playa

La madre de Elena

La detención

Mi padre

La cacería

El principio del fin

El narrador y su epílogo

El narrador y su prólogo

Hola.

Me voy a llamar Manolo y soy el narrador de esta historia.

En principio solo iba a ser su protagonista, pero el autor insiste en que me encargue también de contar todo lo que ocurre.

No me agrada la idea, pues prefiero centrarme en una única cosa, pero ¿qué puedo hacer? No soy más que un mandado y, si no quiero convertirme en un trozo de papel arrugado, tendré que obedecer.

De momento, no os puedo decir mucho más sobre mí porque estoy todo por escribir. Me iré conociendo a medida que me cuento. Solo espero que quien se esconde tras de mí no meta sus garras en mi mente, por mucho que yo haya salido de la suya, y me permita hacer una descripción digna y respetable del protagonista que también seré.

Los preparativos

Mi mujer quería ir a Praga. Siempre quiso ir a Praga. Yo no. Yo prefiero Chipiona, por poner un ejemplo.

«Vayamos a Praga», pedía ella.

«Pronto», mentía yo.

Y así fueron pasando los años y los prontos…

Hasta que, una mañana de mayo, Elena telefoneó desde el trabajo.

Habló con Marián, mi esposa. Le dijo que se había pedido unos días y que tenía ganas de que hiciéramos un viaje los cuatro juntos. Ella, su nuevo novio y nosotros dos.

Elena es alta, rubia, desinhibida, grandes pechos, labios carnosos. Elena y yo estamos liados. Marián, por supuesto, no sabe nada y si supiera algo le daría un patatús muy chungo. Su amado esposo (tres años ya casados) y su mejor amiga (estudiaron juntas)… ¿¡Liados!? Sería un golpe muy fuerte. Un golpe al corazón. Ella no debe saberlo. Miramos por su salud.

—¡Qué gran idea, Elena! Pero… ¿qué celebramos? ¿Y adónde iremos?

—Celebramos que estamos vivas, Marián, que somos jóvenes, que estamos buenas. Yo qué sé. ¿Y el viaje, dices? Iremos donde tú quieras.

—A Praga.

Eso es lo que contestó mi mujer, y lo hizo con tanta convicción que supo en ese instante que ya no perdería ese tren. O ese avión.

Intentó persuadirme para que me ilusionase y también estuviera feliz con aquella escapadita, pero yo sabía que mi opinión ya no era relevante. La visita a Praga, tantas veces postergada, se había convertido en un hecho inminente e irrebatible.

—Te vendrá muy bien para el speaking, Manolo. Piensa en tu examen, en el C1. ¿Qué día te examinabas, por cierto?

(Porque yo en esta historia me llamo Manolo, no hará ni una página que lo he dicho).

Marián, que es morena, delgada, alta, de nariz fina y piel clara, tiene treinta años. Elena, treinta años. El novio de Elena, que es bombero y tampoco sabe nada de lo mío con su chica, treinta años. Manolo, o sea yo, tiene, tengo, pongamos (me dicen) que treinta y un años.

—Dentro de apenas dos semanas, cari. Por eso me viene mal un viaje ahora. Tengo mucho que estudiar. Además, ¿qué pasa con tu trabajo?

—He pedido unos días de vacaciones.

—¿Y el trabajo de Elena?

—Ha pedido unos días de vacaciones.

—¿Y Eduardo? ¿Qué pasa si hay un incendio? —pregunto a la desesperada.

—Hay más bomberos en la ciudad. Además, Eduardo ya está de vacaciones. Me ha dicho Elena que se ha cogido todo el mes de mayo.

—Pero yo… tengo mucho que estudiar.

Es inútil. Estoy acorralado.

Al final cedo a pesar de no tener especial interés por conocer la República Checa. Ni la checa ni ninguna otra. Me gusta mucho el lugar donde vivo. Me encanta Sevilla. Adoro Andalucía. Muero por España. Soy más bien de viajes cortos y gastronómicos. Y en ningún lugar del mundo se come mejor que en mi país. ¿Qué voy a hacer en Praga? Allí no hay gazpacho ni arroz con conejo.

Otra cosa que tampoco me acaba de cuadrar es mi mujer. La que a mí me gusta es Elena. ¿Y a quién no? Sus piernas son dos columnas griegas. Sus pechos, «cántaros de miel». Y su boca, «nada sabe tan dulce como su boca».

Sin embargo, hay algo en mi esposa que me ata a ella. Algo que me seduce, que me atrae de un modo irresistible. Se trata de su dinero. Marián heredó una fortuna el día en el que sus padres fallecieron en un accidente aéreo. Un avión privado, niebla densa, una montaña más alta que otra y… ¡ZAS!

Vivo bien, no puedo negarlo. No trabajo. A veces estudio. Ahora estoy estudiando checo por darle gusto a Marián, que está loca por Praga y le pone que hable en ese idioma. Hace un año inicié unos cursos de fotografía y diseño gráfico por ordenador, y hace dos me preparé unas oposiciones al Servicio de Correos, pero todo lo que empiezo termino por dejarlo. No soy capaz de titularme en nada. Cuando intento actualizar mi currículo me siento como un escritor con el síndrome de la página en blanco. Finjo que todo esto me deprime, que me vengo abajo, y ella acude a mí con adulaciones y descargos. Dice que yo valgo mucho, que ya encontraré lo que busco, que no me preocupe por el dinero… Un chollo, vamos. Es que Marián me ama de un modo incondicional. En realidad, nuestra relación no está tan mal. Solo sobra ella. Sueño con que todo sigue igual en mi vida, salvo que, en vez de Marián, es Elena con quien vivo y, sobre todo, con quien duermo. Con la que despierto cada mañana sumergido en sus senos y aroma de pan de leche, y enredado entre sus largas y torneadas piernas «de piel trigueña».

Alguna vez hemos despertado así, pero siempre a escondidas y en rarísimas ocasiones. Es difícil para mí encontrar una excusa. No puedo alegar un viaje de negocios porque no tengo negocios. No puedo decir que voy a llegar tarde del trabajo porque no trabajo.

Amo a Elena, pero en absoluto odio a Marián. Es solo que nos casamos por el régimen de gananciales y por eso sobra en mi vida. Ella se va, su dinero se queda. Ella se va, Elena se queda.

Voy al gimnasio de vez en cuando. Lo hago cuando noto que la panza me crece un poco. Me gusta comer y sobre todo beber, y eso es malo para mantener la forma. De todos modos, no se nota demasiado. En general me conservo bien. Soy un tipo alto, moreno, muy moreno. El órgano del amor bien despachado, muy bien despachado. Ojos grandes, pelo negro, nariz recta, cejas pobladas, labios gruesos y encarnados. Me dicen que parezco griego y también que soy muy atractivo. Un yogurt griego. (He tenido —estoy teniendo— suerte con esta descripción).

Me doy una ducha mientras mi mujer se despereza. Para otras cosas es fina y delicada, pero también muy bruta cuando se despereza. Lo hace casi con violencia. Se tensa y se despatarra en la cama hasta que le cruje alguna articulación.

—Gordi, ¿me dejas un euro para el gorrilla? Me he quedado sin suelto.

—No te oigo, cari. Estoy en la ducha. Háblame más fuerte.

Ella me llama «gordi» y yo la llamo «cari» porque no somos nada originales y quizá sí un poco estúpidos. (Aquí no he tenido tanta suerte. ¡Maldito autor! Ya siento sus garras).

—Que si me dejas… Da igual, ya lo cojo yo de tu cartera.

—¿Qué me decías, Marián?

Salgo del baño secándome las axilas con una toalla corta.

—Nada, que me prestaras un euro —contesta con las manos puestas en mi billetera y los ojos en mi órgano del amor, que se balancea indolente.

—Eh, tú, dame eso. Una cartera es algo privado y además esta no tiene portamonedas. En el cajón de la mesilla está mi monederito azul. Dentro tiene que haber algunas monedas.

—Toma, toma, líbreme Dios de hurgar en tu intimidad.

Ahora sí que me mira a los ojos.

Me la extiende abierta y repara en ese instante en mi carné de identidad recién renovado.

—Vaya cara más rara que has sacado. Creo que la palabra que estoy buscando es feo.

Tengo la cartera sujeta con dos dedos mientras ella sigue mirando la foto y no la acaba de soltar. Forcejeamos mínimamente. Ya está solo en mi mano.

—Muy graciosa. Ya sabes que siempre se sale mal en un fotomatón. ¿Por qué no me enseñas tu carné y lo comprobamos?

—Ni lo sueñes. Salgo horrible en esa foto.

—¿Lo ves?

—Aunque no tanto como tú.

—Ven aquí y dímelo a la cara.

La atraigo hacia mí. Mi instrumento amatorio abandona ipso facto su indolencia. No tengo problemas para practicar sexo con mi esposa. En especial por las mañanas, pues suelo despertar vigoroso y rezumante. Además, Marián está cañón. No tanto como Elena, pero lo bastante como para que todos, hombres y mujeres, vuelvan la mirada cuando pasea por la calle. Tacones altos, falda corta.

—Deja, deja, que llego tarde al trabajo.

Pugna entre mis brazos con poca convicción. Sabe que no va a llegar tarde. Sabe que cuando quiero soy rápido.

Hacemos el amor.

Un minuto después ella se vuelve a vestir.

—Me voy, gordi. ¿Te encargas tú del almuerzo?

—Vale, pero pediré unos serranitos en el bar de abajo. Tengo mucho que estudiar. El examen está a la vuelta de la esquina y quiero estar conectado toda la mañana aprovechando que Radek tiene el día libre.

Radek es un joven praguense con el que practico idiomas en internet. Lo conocí hace seis meses en un hilo de Twitter. Era seguidor de Elena, a la que yo también seguía. Elena tiene muchos seguidores en Twitter, pero nada comparado con Instagram. Allí es la puta ama. No me extraña, siendo tan exuberante y expansiva. El checo y yo nos conectamos cada día por Skype. Yo le pregunto en español, él me responde en checo y viceversa. Lo habitual en estos casos. Es un muchacho simpático. Debe de tener mi misma edad. Es de origen hispano. Sus abuelos maternos nacieron en México. Una cosa triste que tiene es que es huérfano desde los tres años. Su madre, Ariadna Martín, murió en una reyerta. Una pelea entre dos bandas dominicanas durante unas vacaciones en Madrid. La cosa no iba con ella, pero pasaba por allí y le aporrearon la cabeza en medio del bullicio. El niño se había quedado en Praga con los tíos. Menos mal, porque si no trauma seguro. Su padre es de origen desconocido. Ariadna se llevó el secreto de su nombre a la tumba.

Radek vive en un pueblo pequeño a cincuenta kilómetros de la capital. Trabaja en la granja de sus tíos, pero quiere progresar. Dice que le gustaría montar un negocio en España. Yo creo que se maneja bastante bien con mi idioma y que no precisa mi ayuda, pero es de ánimo bajo. No tiene confianza en sí mismo. A lo mejor sí que le quedó trauma. Pobre hombre. Pobre niño.

—A ver cuándo me presentas a tu amigo virtual. Todavía no le he visto la cara.

—Es bastante guapo. No veo la necesidad de que le veas la cara. ¿Acaso no te basta con la mía?

—Claro que sí, hermoso. Ven aquí.

Me despide en la puerta con un beso lento y húmedo mientras aprieta su cuerpo contra el mío. Se me vuelve a erguir, pero ahora sí que llegaría tarde al trabajo. No soy tan rápido.

Elena se encarga de los preparativos del viaje a Praga: vuelos, hotel, taxis… Lo organiza todo por internet desde el salón de nuestra casa. Ella teclea en el ordenador y Marián, que es menos decidida para estas labores, la contempla entusiasmada con la Visa en la mano. Elena se encarga y Marián paga. Siempre ha sido así. A las dos les sale de forma natural.

—Fíjate, Holly, aquí pone que en este hotel hablan español. Es céntrico. Parece ideal.

Elena, a veces, la llama Holly por la protagonista de Desayuno con diamantes, la que encarnó en el cine Audrey Hepburn. Es la novela favorita, y también la película predilecta, de Marián, que está obsesionada con ese personaje. Elena le dice que se parece a Holly Golightly y eso a Marián le encanta. Se ruboriza, pero le entusiasma la comparación. Elena la nombra así cada vez que planean algo interesante, cuando hay aventuras de por medio, como para que coja más impulso.

—Si te gusta ese hotel, querida Grace, seguro que merece la pena. Tú eres la experta.

En compensación, Marián la llama Grace. Por Grace Kelly. Por lo de ser rubia, esbelta, bella, princesa… esas cosas. A Elena, que es más de tener los pies en la tierra, esto no le produce ninguna satisfacción extra, pero lo da por bueno.

Me voy al cine y cuando vuelvo a casa por la noche el viaje está organizado y pagado. Marián ha imprimido los billetes de avión y la reserva del hotel. Lo ha metido todo en un sobre y lo ha colocado bajo mi lado de la almohada para darme una sorpresa.

—Pero, gordi, ¿es que no te ha hecho ilusión? No pareces muy contento. Por cierto, que he venido en taxi porque he empotrado el Audi contra una farola.

—¿Contra una farola? Pero… ¿Y cómo has hecho eso? ¿Es que algún coche te ha dado por detrás?

—No cambies de tema. Estábamos hablando del viaje. ¿Te ha hecho ilusión o no?

—No sé. Esto del viaje está yendo demasiado deprisa.

Obedezco y me olvido del otro tema. Total, es un marrón… Mejor que lo resuelva ella.

—Déjame ver… —Vuelvo a leer la tarjeta de embarque—. Son tres días en Praga. Volamos este lunes por la mañana y regresamos el miércoles por la tarde. Y encima con escala en Madrid. No sé cuándo voy a estudiar. Faltan dos semanas justas para el examen.

—Allí puedes practicar con los lugareños. Será como estudiar divirtiéndote. Vas a volver hasta con acento checo, ya lo verás.

—Bueno, si tú lo dices… Anda, ven acá. Hacemos el amor.

También me gusta por la noche.

El viaje

Eduardo está hablando con una atractiva empleada del aeropuerto Václav Havel, ubicado a tan solo diez kilómetros de la capital: Praga.

Eduardo, el bombero, es quien mejor domina el inglés de los cuatro. Yo no lo hablo mal del todo, Elena se defiende como puede y Marián apenas lo chapurrea. Ellas son más de francés porque lo estudiaron en el colegio y también por la moda y el romanticismo parisino.

El tío se defiende bien, tiene hasta acentillo y todo. La azafata lo escucha embelesada. Y es que antes de ser bombero tuvo otros trabajos. Empezó como modelo, pues tenía un cuerpo atlético y un pelazo, pero un día se fracturó la nariz jugando al baloncesto y tras la operación el tabique nasal le quedó muy desviado. Ya no tan guapo, ya no más modelo. Como eran los años de la crisis, decidió emigrar a Inglaterra. Allí estuvo trabajando de camarero durante dos largos años. No consiguió prosperar porque esa gente es muy racista, pero al menos aprendió el idioma. Se volvió a España y trabajó como portero de discoteca hasta que, una noche, un rumano que quería entrar sin pagar le fracturó la nariz. Lo curioso es que le quedó mejor. Se ve que el puñetazo le enderezó el tabique. Otra vez guapo. Después de aquello se hizo bombero.

Es un tipo misterioso. Unas veces parece que es tonto del culo y otras se pasa de listo. Elena me ha dicho que le gustan las apuestas por internet. Que está enganchado al póker virtual. Los bomberos lo ganan bien, pero este tío gasta todavía menos que yo. Jamás le he visto pagar una copa. Supongo que todo lo que gana lo juega y que todo lo que juega lo pierde. A Elena le traen sin cuidado sus circunstancias lúdicas y financieras. Ella solo quiere compañía temporal. Una excusa para ir con nosotros a todas partes. Marián cree que lo hace por ella. Yo sé que lo hace por mí.

Eduardo se vuelve sonriente hacia nosotros, los dientes blancos y ordenados, e indica con la mano el camino hacia la salida. Marián me tira del brazo y le seguimos. Vamos todos detrás del bombero.

En la puerta de salida, el chofer contratado por Elena espera, paciente, sujetando un cartel con la mano: «HOLLY GOLIGHTLY».

Marián sonríe emocionada. Una sorpresa más de su amiga. Nos montamos en el coche. El conductor es de Uber. Yo prefiero a los taxistas. Son más castizos.

Se trata de una limusina blanca. Hay música y Champagne en su interior. Otra sorpresa. En esta ocasión también para el novio de Elena, que pagar no paga, pero beber, bebe como un cosaco. Descorcha la botella y ponemos rumbo al centro de Praga. Al hotel Aurus, cerca de la Ciudad Vieja y del puente de Carlos.

Ya dentro del hall, nos apoyamos los cuatro en el amplio mostrador formando una fila horizontal. Nos piden el DNI. El recepcionista es calvo, estirado y flaco. Observa con detalle cada documento como si calibrara una piedra preciosa. Parece un tipo concienzudo. Me mira con desconfianza y luego nos devuelve los carnés. Nos da las gracias en nuestro idioma, aunque de un modo áspero. Nos da también las llaves. A medida que nos retiramos va inclinando ligeramente la cabeza con una leve sonrisa. Primero ante Elena, después ante Marián, luego el bombero… A mí no. Vuelve a arrugar las cejas cuando paso por su lado. Me da rabia porque yo sí le sonreía abiertamente. No me cae bien este hombre. ¡Qué flaco está!

Las dos parejas hablamos en el pasillo de la primera planta. Decidimos instalarnos y prepararnos lo antes posible para salir a cenar. Los mejores restaurantes son los primeros en cerrar.

—A ver… —Miro mi reloj—. Son las nueve y media. ¿Nos vemos en quince minutos en el vestíbulo?

Las mujeres se niegan con gestos raudos y ceños fruncidos. Quedamos a las diez y cuarto. Ellas necesitan más tiempo. Es normal. Se emperifollan.

El hotel es lujoso, con mucha pompa. Amplias escaleras, pasamanos de mármol. Lámparas de araña. Suelo enmoquetado.

Las habitaciones, por el estilo.

Mientras Marián se maquilla frente al espejo me hace una pregunta:

—¿Gordi, crees que debo ponerme las joyas de mi madre esta noche?

—Claro, mujer. ¿Para qué las has traído si no?

Ya me preguntó si debía llevarse las joyas el día antes, en nuestro piso de Sevilla.

Nuestro piso de Sevilla. Calle Mateos Gago. Balcón grande para ver pasar las procesiones. Trescientos metros de suelo ocupado. Toda la planta segunda es nuestra. Fue un regalo que mis suegros le hicieron a la niña poco antes del ¡ZAS! Menudo regalazo. Se notaba que era su hija favorita. Claro que también es hija única. Marián no tiene hermanos. El parto fue muy complicado y la madre decidió que ya no más. La pobrecita casi fallece al dar a luz. No me gusta cuando Marián me lo cuenta porque es una historia muy triste y ella se pone a llorar y a quejarse de que siempre echó en falta tener un hermano o una hermana. Luego me cuenta que sus padres estaban todo el día trabajando y que ella se crio sola en casa sin más compañía que la de una vieja niñera. Y me lo cuenta una y otra vez. Yo prefiero hablar de cosas alegres. De partidos de fútbol, de playas nudistas, de pescados al horno… qué sé yo.

Pues eso, que me lo preguntó en casa, la noche antes del viaje. También delante del espejo.

—Claro, mujer. ¿Para qué quieres las joyas si no? Es más, no solo el collar y las pulseras. Llévatelo todo. El cofre entero. Vas a ser la mujer más bella y elegante. Qué digo elegante, la más despampanante de toda la República Checa.

Sonrió y luego inclinó la cabeza. Le gusta inclinar la cabeza hacia un lado. La inclina cuando está alegre y cuando está preocupada. A mí no me gusta que la incline tanto.

—Después de Elena, querrás decir. Ella siempre ha sido más guapa que yo, eso no me lo puedes negar. Además, sabe elegir mucho mejor la ropa. Siempre está al tanto de la última moda.

Se quedó esperando a que yo le dijera algo, a que le dijera lo que quería oír. No quise abundar en la comparación por razones obvias y traté de ser expeditivo. Le dije lo que quería oír:

—Tú eres más guapa que ella. Y más que vas a estar con estas joyas.

—¿Tú crees? ¿También los pendientes de zafiro negro?

Se los puso a la altura de los lóbulos y se acercó más al espejo. Luego me miró con una sonrisa en los ojos. Tiene unos bonitos ojos oscuros. Son otros dos zafiros. Ya tiene cuatro en la cara. ¡Qué guapa!

—Los pendientes también. Llévatelo todo.

—¿Y el dinero, gordi? ¿Me llevo dinero en efectivo? Ya sabes que me hago un lío con las monedas extranjeras. Y con los cajeros automáticos extranjeros. Y con los bancos extranjeros. ¿Qué hago, gordi, lo saco mañana de mi banco y tú lo cambias cuando lleguemos a Praga?

—Vale.

—¿Cuánto saco?

—Mucho. Aquello es caro.

—¿Cuánto es mucho?

—Yo te acompaño al banco, cari. No te preocupes más.

—Perdona, soy tan torpe para todo… Pensarás que soy tonta.

—No eres tonta, eres dulce. Anda, ven acá.

Hicimos el amor.

A la noche siguiente estábamos en Praga.

Al final se pone el collar de perlas, la pulsera de diamantes y los pendientes de zafiro. ¡Qué guapa! Pero no hay tiempo, son las diez y veinte.

—Vamos, mujer. Ya deben de estar esperándonos.

Le pongo el brazo para que me lo recoja.

Me recoge el brazo.

Salimos a cenar.

Cuando paso por el vestíbulo reparo en mi «amigo» el recepcionista. Ahí está, mirándome mal. No lo soporto. Quiero darle envidia. Hacerle de menos. Fastidiarle un poco. Marián está divina con el traje rojo, su generoso escote y sus relucientes joyas. La prendo bien por la cintura y pienso en cualquier excusa para acercarme a él.

—Disculpe, caballero.

Me coloco a menos de un metro del flaco de la mirada desdeñosa, del calvo cabrón. Antes de preguntarle, beso a mi mujer en el cuello y le doy un mordisquito en la oreja para que vea bien el enorme zafiro que cuelga de ella.

—¿Sería usted tan amable de indicarme una casa de cambio de moneda? ¿Es alta la comisión en este país?

—Eso depende de la cantidad que quiera cambiar.

Mientras me contesta, jugueteo con las perlas del collar de Marián, para que también las vea bien. Sigo haciéndole mimos. Ella, encantada.

—Una cantidad muy alta. Imagine su sueldo de un año.

Estoy siendo cruel. Soy consciente, pero es que no puedo con él. Sigue igual de estirado. No ha movido ni una sola facción del rostro. Y esa mirada de superioridad. Esa puta mirada sigue estando ahí.

—En ese caso, imagine una comisión muy alta. Saliendo por la derecha antes de llegar a Staromestské Námestí —Se refiere a la plaza de la Ciudad Vieja en un perfecto checo— hay varias exchange money —esto lo pronuncia con un acento inglés que sabe que yo no tendré jamás—. Todas son de fiar. Elija usted la que más le agrade.

Me sigue clavando la mirada mientras oigo a mi espalda una risilla burlona proveniente del amiguito de Elena. Qué asco. Quiero ir a otro hotel.

Durante la cena noto seria a Elena. Aprovecho un momento en que Marián ha ido al baño y el bombero a la barra, a no sé qué. Y le pregunto por lo que le pasa.

—Es por Eduardo. Empiezo a estar harta. —Ambos nos giramos hacia la barra, está bebiendo chupitos—. ¿Puedes creer que me ha pedido dinero prestado? Se debe de pensar que soy como Marián. Ya sabes que soy muy estilosa, pero dinero, lo que se dice dinero, pues la verdad no tengo mucho. Solo mi sueldecillo de esteticista en la clínica.

—Pero es una clínica de lujo, y estás a tiempo completo. Pensaba que te pagaban bien.

—Mil euros justos. ¿Qué te crees? Mientras más lujo veas en un negocio más bajas son las nóminas de los empleados. Una cosa va por la otra.

—Muy bien, bombón

(La llamo bombón, sigo igual de básico que hace unas páginas. Mi creador no suelta las garras).

—Pero no tienes que preocuparte por tu amigo —añado—. Con decirle que no…

—Ya, pero anda metido en movidas raras. Lo oigo hablar por el móvil. Prestamistas chungos. Gente peligrosa. No quiero que me salpique.

—¿Y por qué no lo dejas?

—Lo haré, ya lo sabes. Ya sabes que es a otro a quien espero.

Me mira con picardía. Mueve los labios. ¡Me la como!

Veo regresar a Marián de los servicios y bufo con disimulo. Hago como el que se aburre mientras espera. Miro mi móvil. Llega también Eduardo. Trae mala cara. A saber. Ya estamos de nuevo los cuatro en la mesa. Vuelvo a mirar mi teléfono como si ahora reparase en algo que antes no había detectado. Es un mensaje de WhatsApp. Es Radek.

Abro el mensaje. Empiezo a leerlo.

Y de repente exclamo:

—¡No me lo puedo creer!

El contratiempo

—Perdonadme un momento. Tengo que hacer una llamada urgente.

—¿Qué pasa, gordi?

Marián se levanta de la silla. Le hago un gesto con la mano para que vuelva a sentarse mientras marco el número de Radek y me alejo buscando un lugar más silencioso.

Regreso catorce minutos después.

—¡No me lo puedo creer!

Repito mientras vuelvo a sentarme con gesto derrotado.

—Pero cuéntanos qué es lo que ocurre. Me estás asustando.

Marián se pone tensa. Se asusta. Su cabeza se inclina.

Les cuento lo que ocurre.

—El examen de checo. Que no era el veintisiete de mayo, sino el diecisiete de mayo.

—¿¡El diecisiete!? Pero eso es…