Sobre el autor

Barcia

Hugo Barcia nació en el barrio de Palermo de Buenos Aires el 27 de diciembre de 1952. En 1975 comenzó la carrera de Periodismo en la Escuela Superior de Periodismo, de la que egresó en 1976 como Técnico Superior en Periodismo. Su primer trabajo como periodista lo llevó a cabo a partir de 1975 (aún antes de diplomarse) en la sección Policiales del matutino Crónica.

De larga militancia en el peronismo, movimiento al que pertenece desde el año 1971, Hugo Barcia fue uno de los fundadores de la revista-libro Unidos, en el año 1983, en tanto que, a partir de 1996, se desempeñó como jefe de redacción e integrante del Consejo Editorial de la revista Línea.

Fue director de varias publicaciones políticas, entre ellas las revistas Movimiento, Altavoz y Opinión Pública. Además, escribió como colaborador en más de una treintena de publicaciones partidarias.

Ha publicado, con frecuencia, varias columnas de opinión tanto en Página/12 como en la Agencia Télam, Tiempo Argentino y Buenos Aires Económico.

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Las sombras cardinales de Porfirio es uno de esos textos que producen un intenso placer estético. Al río narrativo de Hugo Barcia confluyen estimables afluentes, pero su obra es tan propia y original como la imaginería fabulosa de su autor.

Las sombras cardinales de Porfirio respira algo del realismo mágico de García Márquez y (en especial) de Manuel Scorza; pero también encontraremos al “depuesto” Leopoldo Marechal y al prestidigitador de Roberto Arlt; posiblemente tropecemos con el habla mixturada de Luis Tedesco y —ya para terminar con tantos afluentes— la pintura provocativa y falsamente inocente de Daniel Santoro. 

Podemos decir que están, pero no fueron buscados.

No hay trampa ni robo ni préstamo en Barcia. Lo que sí vive, sólido como una piedra y blando “como el agua blanda”, es un género no reconocido ni creado (aún): el barroco popular-peronista.


A las buenas ánimas que me han empujado y que me siguen empujando, desde que ánimas fueron, para que yo alcance mis sueños y mi destino.

A todas las mujeres que me han amado y a todas las que amé, aunque las sumas no den los mismos resultados.

A mis primeros fuegos literarios: Juan Rulfo,

Gabriel García Márquez y Fedor Dostoievsky: en sus piras me quemé en sagrados ardores y mis fiebres ya nunca fueron las que antes eran.

A mi única bicicleta y a mi primera máquina de escribir: con ellas me puse alas y recorrí, con libertad inocente y con el atrevimiento de un pibe de barrio, los misterios, las grandezas y las miserias del mundo, del cielo y de mis adentros.

Y a las emociones y pasiones de todos los hombres de buena voluntad que hayan soñado sueños de justicia social: sin ellos, la humanidad sería un miserable y patético cúmulo de náufragos a la deriva.

De amores y de lazos

A Paola Bordón Ledesma, risas de parque de diversiones, luz de primavera en mi otoño;

a Marcela Celotto, una huella imborrable y matriz de la vida que me rodea;

a Daniella Alday Chehade, un cuento de hadas contenido en un luminoso lustro de amor;

a Victoria Gaete, que me enseñó que en la vida se nacía varias veces;

a Viviana Gómez, un sagrado grito de corazón compartido por años;

a Irene Parra, noventa y siete veces gracias porque le dio reposo al guerrero de la Resistencia Peronista y porque me adoptó, con su gracejo andaluz, como a un retoño propio;

a Silvia Baglietto, entraña madre de una familia que me regaló la vida, siempre la voy a imaginar envuelta en la esfera de una luz de lámpara, leyendo amorosamente a Porfirio en un atardecer allá en Barracas;

a Cristina Argentino, un ser de luz que, gracias al Altísimo, se extendió en brotes de magia, ternura y belleza;

a Eva Barcia, tía del alma que anda navegando en alas por el Paraíso de los buenos;

a Enrique García porque, años después, seguimos soñando el mejor de los mejores sueños, y porque “todo lo que había muerto podía seguir viviendo y todo lo que se había ido aún estaba”;

al Negro Ayala, el hombre que había renacido en Buenos Aires porque fue un Quijote de los colores, pinceles en ristre;

al Flaco Ferrari, un roble hermoso que ennoblece al periodismo y un ventarrón cálido que mejora mi alma;

a Francisco Teodosio Muñoz Molina, otro ángel en mi cielo, quien me hiciera confiar, con su voz aguardentosa y su alma buena, en que mis escritos valían lo suficiente como para quedar en alguna memoria cálida;

y a Roberto Luzardi, un entrañable compañero de caminos, primer escuchador de algunos sueños que luego echaron a volar y exquisito propietario de una pluma que brilla en cuentos y bajo el sol esplendoroso de la gran pasión argentina.

En Las sombras cardinales de Porfirio, Hugo Barcia prosigue con su vocación novelística afincada en un gran fabulario. Cercano a la alegoría, este género reconoce su origen en las figuras —entre dramáticas y picarescas— de la vida popular, dándoles una resolución que, en medio de animadas viñetas costumbristas, lleva el mundo moral de sus novelas hacia un deleitable desenlace de redención.

El fundamento picaresco procede con alusiones al erotismo barrial, mirado de frente con ojo travieso, y el hilo interno moral contrasta la fábrica y el prostíbulo como la parte trabajosa en la que la vida popular elabora su ética llena de gracejos, provisoriedades y pedagogías sentimentales descubiertas por imperio de su propia sabiduría secreta.

El costumbrismo es el estilo de la complacencia retozona con la vida popular; carga consigo un moralismo saltarín, que brota de la construcción de tipos humanos a los que se otorga la libertad de la transgresión de la ley paterna, mientras ésta es tratada a través de curiosos funámbulos que emanan de la simpatía del autor por las historias de aparecidos. Éste último es un antiquísimo recurso del pensamiento popular y de las leyendas que componen el primer estribo de la imaginación humana. Hugo Barcia transfiere todas estas intuiciones a una novela de cuño clásico que carga todas las imaginerías de la conciencia que cae y se redime por la fuerza de sus propios descubrimientos.

Inevitablemente, esos descubrimientos tienen un valor pedagógico que, en Las sombras cardinales de Porfirio, se establecen en un doble sentido: el contraste de la vida infausta con lo que luego será el pasaje hacia el colectivo humano produciendo en común, y la vida amorosa también sometida al reencaminamiento o el aprendizaje que va desde creerla un fácil evento, hasta su transformación en los verdaderos frutos de un bullicioso noviciado. El nombre del personaje central, tomado de las más antiguas filosofías del conocimiento, y el suave aire marechaliano de la novela, hacen del trabajo de Hugo Barcia un gran capítulo en una lograda lengua de barriada e inmigración, en el cual se traduce el antiguo empeño de las “novelas de aprendizaje”, esto es, aquella donde los personajes cambian al conjuro de los golpes de la vida.