Lev Tolstói

 

Jadzhi Murat

 

 

Traducción de Víctor Gallego

 

 

 

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Lev Tolstói (Yasnaia Poliana, 1828 - Astapovo, 1910 Novelista ruso, profundo pensador social y moral, y uno de los más eminentes autores de narrativa realista de todos los tiempos. Después de un breve y poco afortunado intento por mejorar las condiciones de vida de los siervos de sus tierras, se entregó a la disipada vida de la alta sociedad aristocrática moscovita. En 1851 decidió incorporarse al ejército. En el Cáucaso entró en contacto con los cosacos, que influyeron mucho en sus novelas cortas. Tolstói regresó a San Petersburgo en 1856, y se sintió atraído por la educación de los campesinos. Abrió en Yasnaia Poliana una escuela para niños campesinos en la que aplicó sus métodos educativos, que anticipaban la educación progresista moderna. En 1862, se casó con Sonia Andréievna Bers, miembro de una culta familia de Moscú. Durante los siguientes quince años formó una extensa familia, administró con éxito sus propiedades y escribió sus dos novelas principales, Guerra y Paz (1869) y Ana Karenina (1877)

 

 

 

Título original: Jadzhi Murat

 

© Traducción de Víctor Gallego

 

Edición en ebook: marzo de 2020

 

© Nórdica Libros, S.L.

C/ Fuerte de Navidad, 11, 1.º B

28044 Madrid (España)

www.nordicalibros.com

 

ISBN: 978-84-18067-66-2

 

Diseño de colección: Filo Estudio

Corrección ortotipográfica: Juan Marqués y Ana Patrón

Composición digital: leerendigital.com

 

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Jadzhi Murat

 

 

CubiertaNueva traducción de una de las grandes obras de Lev Tolstói: Jadzhi Murat.
En ella nos muestra el conflicto entre la vida sencilla de los habitantes del Cáucaso, regida por la tradición y la costumbre, personificada en el atractivo protagonista que da nombre al título, y la vida «moderna» y «civilizada» representada por los rusos. Tolstói vivió la situación en primera persona, pues estuvo en esa zona durante su etapa en el ejército, por lo que es el mejor guía para adentrarnos en los orígenes de una guerra que perdura hasta nuestros días en Chechenia.

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Jadzhi Murat

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de August Strindberg

 

El precio de la virtud

Cuando la madre murió él tenía trece años. Para él fue como si hubiese perdido a un amigo, ya que trabó con su madre, durante los años en que esta tuvo que guardar cama, una amistad personal como quien dice, algo que raramente hacen padres e hijos. Su desarrollo era ciertamente prematuro y tenía buen criterio; había leído muchos más libros que los de texto, ya que su padre era profesor de Botánica en la Academia de Ciencias y poseía una buena biblioteca. Pero su madre no había recibido formación alguna, en calidad de esposa fue la principal criada del marido y la enfermera de muchas criaturas. Entabló amistad con el segundo de sus hijos, el primero era cadete y solo pasaba los domingos en casa, cuando no pudo seguir ocupándose de los quehaceres domésticos y tuvo que guardar cama a la edad de treinta y nueve años, agotadas sus fuerzas por razón de múltiples partos y muchas noches en vela (no había dormido una noche entera en dieciséis años). Al mismo tiempo que dejó de ser ama de casa y solo fue paciente, desapareció esa obsoleta relación de disciplina que siempre se interpone entre padres e hijos. Siempre que la escuela y sus tareas se lo permitían, el hijo de trece años pasaba casi todo el tiempo junto al lecho de su madre y entonces le leía en voz alta. Ella tenía muchas preguntas que hacer y él tenía muchas cosas que enseñar; de ahí que desaparecieran entre ellos los signos de rango establecidos por edad y condición, y si alguno tenía que ser superior, ese era el hijo. Pero la madre tenía que enseñar al hijo muchas cosas de la vida, y de ese modo alternaron los papeles de profesor y alumno. Al final pudieron hablar de todo. Y el hijo, que entonces estaba a las puertas de la pubertad, obtuvo mucha información, expresada con la delicadeza y la timidez de la diferencia de sexos, acerca del misterio que se llama procreación de la especie. Él era virgen aún, pero en la escuela había visto y oído muchas cosas que le resultaban repugnantes y le indignaban. La madre le aclaró todo lo que podía explicarse, le advirtió del enemigo más peligroso de la juventud y le convenció de que le prometiera solemnemente que nunca se dejaría arrastrar a visitar a mujeres de mala fama ni una sola vez, ni siquiera por curiosidad, porque en esos casos nadie podía confiar en sí mismo. Y le remitió a un estilo sobrio de vida y a la compañía de Dios, mediante la oración, cuando la tentación se le presentara.

El padre estaba profundamente sumido en el deleite egoísta de su especialidad, lo que era un libro cerrado para su esposa. Justo cuando la madre yacía en sus postrimerías, había llevado a cabo un hallazgo que iba a inmortalizar su nombre en el mundo de la ciencia. Y es que había hallado, en un vertedero de las afueras de Norrtull, una nueva variedad de berza cuyo tallo tenía el follaje rizado en vez de tenerlo de punta como era habitual; y ahora estaba negociando con la Academia de Ciencias de Berlín la inclusión de la variedad en Flora germanica, esperando a diario la respuesta que iría a inmortalizarlo en caso de que la Academia admitiera la mención completa de la planta que debería llamarse: Chenopodium album, Wennerstromnianum. Junto al lecho de muerte estuvo abstraído, casi ausente, molesto incluso, ya que acababa de recibir la respuesta afirmativa de la Academia y le amargaba no poder congratularse de la gran noticia; mucho menos su esposa, que tenía puestos sus pensamientos únicamente en el cielo y en sus hijos. Ponerse ahora a darle cuenta de un tallo con follaje rizado le resultaba ridículo incluso a él mismo; pero, se persuadía, no era cuestión de un tallo con follaje rizado o de punta, se trataba de un hallazgo científico y, lo que era más, de su futuro, del futuro de sus hijos, por ser pan de los hijos el mérito del padre.

Al atardecer, cuando falleció la esposa, se puso a llorar a lágrima viva. No había llorado desde hacía muchísimos años. Sintió todos esos espantosos cargos de conciencia por los agravios infligidos, de poca monta en realidad puesto que había sido un esposo ejemplar, excelente, y sintió vergüenza y arrepentimiento de su acritud, su distracción del día anterior, y en un momento de vacío cobró conciencia de la naturaleza mezquina de su disciplina, cosa que creía útil para la humanidad. Pero esos gestos no duraron mucho. Fue como entreabrir una puerta con el pestillo echado, de inmediato volvía a cerrarse; y a la mañana siguiente, después de haber escrito una carta luctuosa, se dispuso a redactar una nota de agradecimiento a la Academia de Ciencias de Berlín. Luego volvió a su trabajo de la Academia. Al regresar a casa a la hora de la cena hubiera querido entrar en la habitación de su esposa y contarle su alegría, ya que ella fue siempre la más fiel compañera en la adversidad, la única que le había otorgado la vida, y nada celosa de sus éxitos. Ahora echaba mucho de menos a esa amiga con cuyo «beneplácito», como él decía, siempre había contado, que nunca le contradijo, habida cuenta de que no sabría qué decirle en contra suya cuando él solo le ofrecía aplicaciones prácticas de sus hallazgos. Pensó por un momento en entablar amistad con el hijo, pero no se conocían, y el padre siempre mantuvo frente al hijo una actitud como la que mantiene el oficial ante sus soldados. Su rango le impedía cualquier acercamiento y, por lo demás, el hijo le parecía un tanto sospechoso, ya que tenía una cabeza más despierta que la del padre, y porque también había leído todo un montón de libros nuevos que el padre desconocía, por lo que de cuando en cuando podía ocurrir que el padre, el profesor, se sintiera un ignorante frente al hijo, el bachiller. En esas ocasiones, al padre no le quedaba más remedio que expresar su desprecio hacia las nuevas sandeces o también hacer uso del lenguaje autoritario y decirle que los escolares debían aplicarse a sus tareas. En ese caso podía suceder que el hijo le respondiera mostrándole un «libro de texto», y entonces el profesor se ponía furioso aludiendo a que los nuevos libros de texto eran «un infierno».

El padre se encerraba en sus herbarios y el hijo se dedicaba a lo suyo.

Vivían en la calle de Norrtullsgatan, a la izquierda de la Explanada del Observatorio, en una pequeña casa de piedra, de una planta y rodeada de un amplio jardín, que antaño había pertenecido a la Sociedad Botánica y que el profesor había heredado. Pero aun cuando se dedicara al estudio de la botánica descriptiva, sin prestar atención a lo que era mucho más interesante, la fisiología y morfología de las plantas, disciplinas que en su juventud estaban en pañales, la naturaleza viva le resultaba casi ajena. Por ello permitió que el jardín y sus muchas delicias crecieran sin tasa y degenerasen, además de arrendárselo a un jardinero a cambio de que él y sus hijos se reservaran ciertos derechos. El hijo disfrutaba del jardín como si fuera un parque, gozaba de su naturaleza en tanto que naturaleza, como tal, sin importarle su consideración científica.

Su carácter era como el de un péndulo de compensación mal fabricado: demasiado metal ligero de la madre, muy poco metal pesado del padre. De ahí las discrepancias y su irregular conducta. Unas veces apasionado, otras duro, escéptico. La muerte de la madre le había afectado muy hondo. Lamentaba su pérdida de tal modo que en su recuerdo la endiosaba como consustancial a todo lo bueno, bello y grande. Pasó aquel verano entregado a cavilaciones y a la lectura de novelas. Pero la pérdida y, no menos, el ocio trastocaron todo su sistema nervioso y pusieron en marcha su fantasía; las lágrimas habían sido como esa cálida lluvia de abril que estimula a los árboles frutales a morder el anzuelo y entrar en floración para congelarse poco después, antes de consumar la fecundación, durante las heladas de mayo. Cumplió quince años, esa edad en la que el hombre alcanza la pubertad y la madurez para dar vida a una generación venidera, cosa que le está vedada por falta de sustento para sus crías. Por consiguiente estaba a punto de ingresar en el martirio, al menos de diez años, que el joven tenía que recorrer en lucha contra la omnipresente violencia de la naturaleza antes de ponerse a pensar en adquirir el derecho a cumplir con sus leyes.

Un día volvía a casa a través de los campos. Estábamos a mediados del verano. Ya se había recogido el heno y acababa de empezar la siega del centeno.

En esa época del año hay una magnífica variedad de flores: fragantes y delicados tréboles rojos, blancos y rosados; insolentes margaritas con su centro de un amarillo brillante, sus pétalos blancos como la leche y su intenso olor a podrido; la colza amarilla con su perfume de miel; las altas campanillas lilas y blancas, con forma de tulipanes; la arveja trepadora; ordenadas escabiosas, amarillas, rojas, rosadas, lilas; el llantén con su pelusa levemente rosada y ese aroma tan agradable y sutil; acianos recién abiertos, de un azul intenso a la luz del sol, más pálidos y rojizos al atardecer y cuando se marchitan; delicadas flores de rascalino, que huelen a almendra y se ajan nada más florecer.

Hice un gran ramo de flores diversas y proseguí mi camino; de pronto reparé en una zanja en la que crecía un maravilloso cardo en flor, de esa variedad carmesí que en estos lugares recibe el nombre de «tártaro»; los campesinos lo evitan cuidadosamente cuando siegan y, si alguna vez, por descuido, cortan alguno, lo apartan del heno para no pincharse las manos. Se me ocurrió arrancar ese cardo y ponerlo en el centro de mi ramo. Salté a la zanja, aparté a un aterciopelado abejorro que, tras introducirse en lo más hondo de la flor, se había sumido en un dulce sopor, y traté de cortar el tallo, pero la tarea se reveló muy complicada: no es solo que la planta pinchara por todas partes, incluso a través del pañuelo con el que me había envuelto la mano, sino que era tan resistente que tuve que luchar con ella casi cinco minutos, arrancando las fibras una a una. Cuando por fin conseguí mi propósito, el tallo estaba hecho jirones y la flor ya no parecía tan lozana y hermosa. Además, su rudeza y tosquedad no armonizaba con las delicadas florecillas de mi ramo. Lamenté haber destruido en vano una flor que lucía tan bella en la planta y la arrojé a un lado. «¡Qué energía y fuerza vital! —me dije, recordando lo mucho que me había costado arrancar el cardo—. ¡Con qué determinación se ha defendido y qué cara ha vendido su vida!»

El polvoriento camino que conducía a la casa atravesaba un campo de tierra negra recién arado. Ese campo pertenecía a un solo propietario y era tan extenso que a ambos lados del camino y delante de mí, hasta la cima de la colina, no se divisaba otra cosa que ese barbecho negruzco, arado en surcos regulares y aún sin gradar. El arado se había hecho a conciencia, de suerte que no se divisaba una sola planta, una sola brizna de hierba: todo estaba negro. «¡Qué criatura tan destructiva y cruel es el hombre! ¡Qué enorme variedad de plantas y seres vivos aniquila para conservar su propia existencia!», pensaba, buscando involuntariamente algún rastro de vida en ese campo negro y muerto. Delante de mí, a la derecha del camino, se alzaba un arbusto. Cuando me acerqué, me di cuenta de que era un cardo «tártaro» idéntico al que había cortado en vano y abandonado en el suelo. Se componía de tres tallos. Uno estaba arrancado, y el trozo que quedaba despuntaba como un brazo amputado. Los otros dos tenían sendas flores, que antaño habían sido rojas, pero que ahora se habían vuelto negras. Uno de los tallos estaba tronchado, y colgaba con la sucia flor en el extremo; el otro, a pesar de que estaba manchado de tierra negra, se mantenía erguido. Era evidente que el arbusto había sido aplastado por una rueda, pero había conseguido volver a levantarse; esa era la razón de que, aunque erecto, se hubiera vencido de un lado. Era como si le hubieran arrancado una parte del cuerpo, le hubiesen sacado las tripas, arrancado un brazo y sacado un ojo, pero él siguiese en pie, sin rendirse al hombre que había aniquilado a todos sus hermanos.

«¡Qué energía! —me dije—. El hombre ha destruido todo lo que había alrededor, ha acabado con millones de plantas, pero esta no se entrega.»

Y me vino a la memoria una historia sucedida en el Cáucaso hace muchos años, que en parte contemplé en persona, en parte conocí por boca de testigos presenciales y en parte completé con el apoyo de mi propia fantasía. Esta es la historia, tal como se ha ido formando en mis recuerdos y en mi imaginación.