Portada: Quiénes son y qué sienten las plantas carnívoras. Alicia Schrödinger
Portadilla: Quiénes son y qué sienten las plantas carnívoras. Alicia Schrödinger

 

Edición en formato digital: septiembre de 2019

 

En cubierta: Nepenthes gymnamphora,
de Adolf Glitsch Chromolithograph a partir de una ilustración
de Ernst Haeckel de formas de arte en la naturaleza,
Kunstformen der Natur, Liepzig, Alemania, 1904

Diseño gráfico: Ediciones Siruela

© Alicia Schrödinger

Del prólogo, Menchu Gutiérrez

© Ediciones Siruela, S. A., 2020

 

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

 

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

 

ISBN: 978-84-18245-71-8

 

Conversión a formato digital: María Belloso

Índice

Más allá del color, por Menchu Gutiérrez

 

 

QUIÉNES SON Y QUÉ SIENTEN
LAS PLANTAS CARNÍVORAS

 

La diana y yo

La importancia del tiempo

El robo más ruin

La historia de Lorenzo Chu

La aparición

El río de la pasión se desborda

Directo

Espíritu, soplo divino

Quiénes son y qué sienten las plantas carnívoras

Regalos inesperados de la vida

Decisión y valor

Discurso inaugural de las I Jornadas de Cooperación Fronteriza

Otro caso para la historia

reficuL

Cráneos de primera

Arenga por la dignidad

Las dos caras (Primera parte)

Las dos caras (Segunda parte)

Una pregunta o dos

Ejercicio de hendíadis, del latín hendiadys, y del griego ἓν διὰ δυοῖν1

XXXIII Congreso Internacional por el Consenso Cibernético

Cuatro momentos cruciales en la vida de una mujer, de La historia de Erika (I parte: Inaudible)

(II parte: Una buena escorpio)

(III parte: El cómo)

(IV parte: Un veredicto)

Haiku de otoño en Helsinki

Una tarde en la consulta de un analista (del diario de un analista)

La extraña carta

Viento y Cía

Una semana en la vida de un teléfono (del diario de un teléfono del siglo XX)

Nadie me cree

En honor a la verdad

Última confesión de Nikolai Andreiech Bursanov

Notas de cata (del diario del conde D.)

Ancas de rana primordiales

Sentida carta al compositor Karlheinz Stockhausen

Todo por la amistad

La cumbre inalcanzable

km 666

El cocinero y el azar

La unión

Epílogo-homenaje a Hildegarda Priscilla Schrödinger

Más allá del color

De Alicia Schrödinger apenas si sabemos que ha dedicado cerca de cuarenta años al estudio de la física de partículas y la termodinámica en distintas universidades europeas y americanas.

¿Por qué una persona que ha consagrado su vida a la ciencia escribe un libro como Quiénes son y qué sienten las plantas carnívoras?

Podríamos pensar que los grandes avances que se han llevado a cabo en la neurobiología contemporánea tendrían algo que ver con la elección de este título; sin embargo, desbaratando cualquier hipótesis sobre un potencial contenido científico del libro, y para orientar quizá al lector sobre lo que va a encontrar en su interior, la autora añade el subtítulo Cuentos de humor infrarrojo. Lo cierto es que el epígrafe resulta orientador y desorientador a un tiempo, y esto quizá suceda porque nos obliga a pensar en distintas direcciones.

Por una parte, el término «infrarrojo» nos devuelve al territorio de la ciencia; por otra, asociado al humor, nos lleva a una creatividad que roza lo poético.

Debido a ciertas convenciones sociales bastante establecidas, hemos asociado el humor con distintos colores e incluso sabores. Junto a una mezcla de escozor y escalofrío en la lengua, el humor ácido se clava en la piel como un alfiler. Resulta muy interesante también prestar atención a esos adjetivos que califican al humor como blanco, negro o verde. El humor tiene un reflejo corporal y los sentidos parecen prepararse para recibirlo. El humor verde, por ejemplo, nos devuelve a un paraíso vegetal en el que las desnudeces no se cubren y todo lo que tiene que ver con el cuerpo habla con un doble sentido. La principal seña de identidad del humor blanco es que en su ejercicio se descarta el dolor, quien lo practica huye de cualquier efecto desagradable o negativo; es un humor cercano al juego infantil que enciende la imaginación creadora. Por el contrario, el humor negro está relacionado con los aspectos más sombríos de la naturaleza humana, y, al tratar de la decadencia o la muerte, tiene una misión catártica. El humor blanco es juguetón, y el humor negro es engreído y burlesco; como si el primero conservara todo el candor e inocencia infantiles, y el segundo hiciera gala de su pérdida de fe.

Es muy probable que Alicia Schrödinger, quien aborda en estos cuentos algunos asuntos relacionados con el arte contemporáneo, conozca la teoría de los colores de Kandinski o de Goethe, y, juzgando insuficientes o poco fiables estas categorías, se haya decantado por ensayar una forma de clasificación más abierta.

Como es sabido, el infrarrojo no es un color; más bien está relacionado con su ausencia, con algo que podríamos llamar incluso un más allá del color. Cuando en 1800 el astrónomo inglés William Herschel alojó un termómetro de mercurio en el espectro arrojado por un prisma de cristal, con el objeto de medir el calor emitido por cada uno de los colores, descubrió que el calor era más intenso junto al rojo del espectro, precisamente allí donde no había luz. De esta forma demostró que el calor podía ser transmitido por una forma invisible de luz, que vino a llamarse radiación infrarroja. Un no color que estaría situado por debajo del rojo.

Los rayos infrarrojos, tan queridos por la investigación, se utilizan en la noche, o en lugares cerrados donde reina la oscuridad y la luz no permite ver los objetos. Queda, sin embargo, el calor, y un espacio hecho de luz y oscuridad en el que los colores más calientes serán los más luminosos.

Alicia Schrödinger califica el humor que practica en sus cuentos como infrarrojo. ¿Nos está invitando a ver en la oscuridad? ¿Nos está diciendo que en la oscuridad se descubren otras clases de partículas del humor? ¿Nos está invitando a reír con otros ojos?

Es posible imaginar cómo, una noche, a punto de arrojar el fracaso del día a la papelera, el científico —en este caso Alicia Schrödinger— se contiene, da marcha atrás y vuelve a estirar el papel arrugado con el que ya había formado una bola; lo mira con atención y encuentra una fértil sucesión de montes y valles: la papelera es en realidad un contenedor de tesoros. El desconocimiento se agranda hasta alcanzar proporciones que desbordan cualquier hoja de papel, pizarra o pantalla de ordenador y, acompañando el descubrimiento del descomunal desconocimiento, se escucha una risa profunda. El ejercicio científico produce muchas veces el efecto que nos causa ver a niños pequeños vestidos con la ropa de sus padres, o calzados con sus zapatos, ropa y zapatos de la talla desdibujada de los gigantes.

Entre la gran variedad de ensayos llevados a cabo por la inteligencia artificial, en 2007, el sistema STANDUP ideó un programa que creaba retruécanos y chistes originales. Según los analistas, el nivel de humor no era muy elevado, aunque los niños encontraban dichos chistes muy consistentes y cabe reflexionar sobre ese «nivel de humor», la creciente complejidad de los elementos humorísticos.

¿Puede la complejidad del humor encontrar un correlato matemático?

A veces, como sabemos, la dificultad radica en desaprender lo aprendido.

Aprender, desaprender para aprender, volver a desaprender y aprender de nuevo; recuperar algunos elementos de la infancia por medio de un desaprendizaje exhaustivo.

Un niño aburrido se cae de la silla siguiendo el vuelo de una mosca. Ahora, frente a la pizarra de fondo, en la que hay escrita una compleja fórmula matemática, Alicia Schrödinger se encuentra en el suelo tras haber seguido el vuelo de una mosca a punto de ser atrapada por una planta carnívora y, antes de que un hipotético observador se ría, la científica parece reírse de sí misma, e invitar a sus lectores a hacer lo mismo.

Junto al reconocimiento de la mayor ignorancia que produce una sonora carcajada, se encuentra también el descubrimiento de algo elemental que siempre ha estado ahí, pero ante cuya visión habríamos estado ciegos hasta entonces.

El sistema astronómico de Ptolomeo —en el cual la Tierra ocupaba el centro y la Luna, el Sol, los planetas y las estrellas orbitaban a su alrededor— era extraordinariamente complejo y fue indiscutido durante más de mil años. La exactitud de sus predicciones fue objeto de múltiples mejoras que fueron complicando cada vez más el modelo. Podemos imaginar la sorpresa de Copérnico al descubrir que el sistema heliocéntrico de su creación —en el cual el centro pasaba a ser ocupado por el Sol— era infinitamente más simple y había estado allí desde el principio. El descubrimiento tuvo que hacerle reír, como reímos ante un chiste en el que alguien, que, en la noche, está buscando bajo la luz de la farola las llaves que ha perdido en la parte oscura de la calle. Cuando le preguntan cómo busca en la parte iluminada si las ha perdido en la parte oscura, contesta: «Porque aquí hay más luz».

Hay una risa que estalla como una supernova que hubiera atraído hacia sí todo el conocimiento, incapaz de contenerlo por más tiempo; y otra que es la luz misma, el fiat lux.

Da la impresión de que Alicia Schrödinger aborda una suerte de combinación de dos formas de reír —la que produce el repentino conocimiento y el también repentino descubrimiento de la ignorancia— y la aplica a otros muchos asuntos que parecen ocupar su campo de interés. Sorprende la gran variedad de temas, algunos de ellos verdaderamente complejos, que se abordan en este libro, y que suponen una atención especial de la autora. Junto a los posibles sentimientos de las mismas plantas carnívoras del título, se investiga con el bisturí del humor en algunos aspectos delicados de la vida monástica, el cambio climático, el mesmerismo, el arte o la música contemporáneos. Encontramos bastantes guiños al feminismo, e incursiones en la antropología de las religiones o en profundas disciplinas como el zen. ¿Nos enseña Alicia Schrödinger a ver el zen como lo haría un niño, o es preciso ser niño y reír como un niño para entender el zen?

En su libro El leopardo de las nieves, el escritor norteamericano Peter Matthiessen nos recordaba que la simplicidad es el gran secreto del bienestar y citaba a un personaje de Turguénev, quien, antes de suicidarse, explicaba así su trágica decisión: «No he conseguido hacerme simple».

Dos maestros zen se encuentran en la cima de la montaña, que han ascendido por caminos diferentes, y ambos estallan en carcajadas que pueden escucharse a centenares de kilómetros de distancia. ¿De qué se ríen? No lo sabemos; solo que murieron de muerte natural a edad muy avanzada.

«Zaratustra es el que dice la verdad, Zaratustra es el que ríe la verdad», escribe Nietzsche. Zaratustra «ama los saltos y las piruetas». El filósofo dice que él mismo se ha puesto esa corona sobre la cabeza: «la corona del que ríe», una «corona de rosas». «¡A vosotros, hermanos míos, os arrojo esta corona! Yo he santificado el reír; vosotros, hombres superiores, aprendedme ¡a reír!».

¿De qué y por qué nos hemos reído y nos reímos hoy? Nos referimos a veces a un humor antiguo, de películas de humor que «han envejecido mal». ¿Qué partículas del humor pueden envejecer y cuáles lo mantienen vivo, o, incluso, lo hacen evolucionar? Cuando, avanzando en el siglo XXI, nos asomamos a la cocina de la inteligencia artificial del humor, resuena con estruendo la risa paschalis, aquella que brotaba de los feligreses en la iglesia medieval cuando, en la festividad de la Pascua, el párroco se levantaba el faldón de su hábito, provocando la carcajada en una catarsis colectiva. «Hay momentos —escribía Robert Walser— en que el hombre considera un deber reír, mientras lo invade el terror».

La risa es un estado temporal; tanto es así, que persistir en él podría conducirnos a la muerte. ¿Sería deseable morirse de risa? Alicia Schrödinger parece reflexionar, sin proponérselo quizá, en la dosis precisa de ese humor que necesitamos para vivir, en el que debemos instalarnos como en un territorio al que los nómadas vuelven una y otra vez para descansar y, también, para tomar impulso ante la siguiente estación.

Es esta una colección de cuentos atmosféricos, en los que se agitan felizmente el pasado y el futuro, o en los que el futuro viene al rescate del pasado, y cuya clave humorística nos espera casi siempre al final, como conclusión de un misterio que en realidad nunca será resuelto. No podemos ni debemos desvelar aquí las múltiples sorpresas y electrizantes hallazgos que nos depara esta lectura.

Solo cabe añadir que Alicia Schrödinger ha dado un decidido paso hacia la noche de los tiempos y que, una vez iluminados por el humor infrarrojo, nuestra risa estalla más allá de nosotros mismos.

 

MENCHU GUTIÉRREZ

QUIÉNES SON Y QUÉ SIENTEN
LAS PLANTAS CARNÍVORAS

La diana y yo

Cuando terminé de leer Zen en el arte del tiro con arco me di cuenta de por qué nunca me había tocado la lotería.

Para que la flecha se clave donde se tiene que clavar, en el centro de la diana, el arquero zen debe estar libre de toda intención, diana incluida; el arquero debe dejar de ser, desprenderse de sí mismo, con ojos que oyen y oídos que ven, salir disparado con la flecha, ser flecha y ser diana, ojo, sin quererlo.

No, yo había querido ganar la lotería, y acababa de descubrir que, para que me tocara, tenía que aprender a no querer ganar la lotería, que tenía, simplemente, que ganar la lotería. Ganar la lotería sin querer ganar la lotería, esa era la cuestión.

Antes de probar de nuevo suerte con la flecha de la lotería, vale decir, de desaprobar la suerte, decidí medir el alcance del hallazgo en otros campos, con resultados deslumbrantes.

El hipódromo se encontraba muy animado aquel domingo de mayo. Nada más acercarme a las caballerizas, sentí que mi imán interior se había activado. Observé el ritmo de mis respiraciones, la tensión justa del abdomen. No tuve que buscar demasiado. Allí estaba: Viento-en-las-orejas, un purasangre de Yorkshire que reconoció mi flecha al instante. Tomé nota del número que portaba en las gualdrapas, concretamente el nueve, y lo multipliqué por el número de páginas del libro que acababa de transformar mi percepción del mundo.

La carrera transcurrió como una sesión de tiro con arco en los alrededores de Kioto; el aliento del caballo era el mío; Viento-en-las-orejas se comportó como el que ha ganado la carrera (para él no lo fue nunca) antes de participar en ella. Viento-en-las-orejas estaba ya en la meta cuando yo anoté el número nueve en mi libreta de la suerte, la misma en la que, apenas un mes antes, anotaba fórmulas probabilísticas del famoso premio nobel Alexander Krylov. ¡Qué diferencia!

Con la tranquilidad que da la experiencia y los bolsillos repletos, me dirigí entonces al casino. Con extrema naturalidad pedí al aparcacoches que se hiciera cargo de mi vespa y le di una propina a todas luces y agradablemente excesiva.

De nuevo, el robusto edificio en el que tantas horas angustiosas había pasado, y que entonces hervía con la energía de la ambición desmedida, demostró ser un lugar muy diferente para mí. Me sentía caminar por los jardines de los monasterios zen. Las mesas de ruleta eran sólidas y pacíficas piedras de gran tamaño; las densas alfombras, caminos rastrillados de grava. Me sentía como un monje jardinero que se dispone a rastrillar el patio. Con el rastrillo en la mano, o, lo que era lo mismo, el arco y las flechas, me senté a una de las mesas. Miré la ruleta, todavía detenida. Sentí la orientación de la flecha, la diana, intercambiable con el ojo de Viento-en-las-orejas.

Cuando me alejé del casino con aquel maletín lleno de millones, una nueva sensación se apoderó de mí. Ya no necesitaba ensayar más.

Escribo todo esto desde el monasterio de Huin-Shin-Shan. Miro el billete de lotería que compré en el aeropuerto y que a estas horas ha sido sin duda premiado. Me complace contemplar el número y sentir su energía. Lo he colocado con chinchetas en la pared de mi celda y hacia él lanzo una batería de dardos. Cada dardo se clava en uno de los números que componen el número final.

Nunca fallo.