EDUARDO LEVY YEYATI

Dinosaurios & Marmotas

EDUARDO LEVY YEYATI

Dinosaurios & Marmotas

En busca del desarrollo perdido

© de la presente edición, Capital Intelectual S.A., 2021.

Director: José Natanson

Edición: Fermín Gdansky Orgambide

Diseño de tapa: Emmanuel Prado

Diagramación: Daniela Coduto

Corrección: Aníbal Estevanez

Comercialización y producción: Esteban Zabaljauregui

© Capital Intelectual, 2021.

Paraguay 1535 (C1061ABC), Ciudad de Buenos Aires, Argentina.

Teléfono: (54-11) 4872-1300.

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Digitalización: Proyecto451

Levy Yeyati, Eduardo

Dinosaurios & Marmotas : en busca del desarrollo perdido / Eduardo Levy Yeyati. - 1a ed ampliada. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Capital Intelectual, 2021.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: online

ISBN 978-987-614-628-9

1. Economía Política Argentina. I. Título.

CDD 338.982

índice

CAPÍTULO 1: Porvenir 2.0: Un libro intervenido 17

CAPÍTULO 2: Cinco años no es nada 23

CAPÍTULO 3: Argentina en loop (Ciclos, palíndromos y psicología de café) 43

CAPÍTULO 4: El mundo que nos toca (El dilema entre innovación y desigualdad tecnológica) 59

CAPÍTULO 5: Recalculando (La agenda paralela) 85

CAPÍTULO 6: Qué educación queremos (Invirtiendo

en el bono demográfico) 113

CAPÍTULO 7: Un futuro sin rentas (El ciclo económico desde arriba de un Logan) 149

CAPÍTULO 8: El default de la élites (Contra el nihilismo) 175

CAPÍTULO 9: Progresismos (Rescate emotivo) 197

Posfacio original: Condenados a nosotros mismos 219

CAPÍTULO 10: Pospandemia 225

Agradecimientos 245

Notas 247

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Dicen que un pesimista es un optimista con experiencia y que perdió la paciencia. Levy Yeyati cuenta con una rica experiencia, además de conocimiento y capacidad analítica, pero no ha perdido la pa-ciencia. En este libro, único por su estilo, cobertura y profundidad, mantiene un férreo optimismo acerca de lo que puede lograr la ar-gentina en la etapa que se avecina. Pero no es un optimismo inge-nuo o voluntarista. Está basado en lo que él llama “no quedar con-gelado en el presente”. Mirar de frente los fracasos del pasado y las restricciones del presente, pero sólo para entender y sostener las promesas del futuro. No para asignar culpas. No para ganar algunos votos más. Pero para elaborar una hoja de ruta realista y convin-cente que permita a nuestro país realizar su potencial y romper los círculos viciosos. Este libro es excepcional en tal sentido. Es lectura indispensable para quienes deseen comprender Argentina. Y man-tener un optimismo realista.

Mario Blejer

Una exploración fascinante por las tierras del eslabón perdido del desarrollo argentino. Atrapante, original, bien escrito: este no es un ensayo más sobre los enigmas que nos desvelan como sociedad.

Sebastián Campanario

Uno de los verdaderos pensadores de lo que pasó, lo que pasa y lo que nos podría pasar si sabemos abstraernos de la coyuntura y pensar realmente qué país queremos y podemos construir.

Andy Freire

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El futuro de un país está menos determinado por la calidad de sus políticas actuales que por la calidad de sus ideas. Este libro lo hace a uno optimista sobre el futuro de Argentina.

Ricardo Hausmann

Eduardo teje meticulosamente, con simplicidad pero sin exceso de simplificación, los rasgos estructurales y matices ilustrativos de una trama que nos ayuda a entender nuestro “curioso” país. Creencias, cultura, moral, prejuicios, política, economía, instituciones, finanzas son muchos de los hilos elegidos para presentarnos un tejido inteli-gente, con múltiples focos de atención. Seguramente será fuente de encendidas polémicas, pero su fortaleza y aporte sustantivo es que mantiene permanente su obsesión por abstraer la esencia y los deter-minantes del desarrollo, desmitificando la apariencia de los hechos. Una atrapante indagación sobre nuestro pasado reciente, planteán-donos con humildad la complejidad de una agenda de desarrollo, para poder construir una Argentina mejor.

Bernardo Kosacoff

El libro de Eduardo Levy Yeyati es, más que un desafío a mirarnos en el espejo, una provocación para decidir lo que queremos ser como sociedad y como Nación. Es, más que un mero repertorio de debili-dades comunes, un ejercicio de esperanza para los argentinos. Reco-nocer lo que ocurre en el presente es el primer e imprescindible paso que nos permite recorrer el camino hacia el porvenir. De la Argentina futura, deseada y posible se trata este libro.

Facundo Manes

Eduardo Levy Yeyati nos presenta Dinosaurios & Marmotas, su nuevo libro, uno más de una saga sobre el desarrollo económico argentino (¿o sobre su bloqueo?, ¿o sobre su ausencia?) en que las preguntas se repiten pero las respuestas se vuelven más profundas

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y más sugerentes cada vez. En Porvenir Eduardo nos había invitado a “un ejercicio de distanciamiento de los cotidiano”; ahora, en Di-nosaurios, nos sumerge con su buena pluma en una interacción de la cotidianeidad con la historia, siempre con esa obsesión que tiene por darle a sus escritos un carácter exploratorio, nunca cerrado, alejado del dogmatismo. El lector, cualquier lector, mucho más allá de los lí-mites de la economía, puede pensar con Eduardo mientras lee estas páginas. Esa es mi invitación.

Pablo Gerchunoff

Excelente disparador para pensar los trade off de las políticas públi-cas con una mirada puesta en la decadencia de Argentina. Lástima que cinco años después de la primera edición siga teniendo la misma validez.

Marina Dal Poggetto

A Javier Finkman

Cuando se despertó, el dinosaurio seguía allí.

Augusto Monterroso

Well, what if there is no tomorrow?

There wasn’t one today.*

Phil (Bill Murray) en El día de la marmota

* “Bueno, ¿y qué si no hay un mañana? No hubo ninguno hoy.”

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Capítulo 1

Porvenir 2.0: Un libro intervenido

Cuando se despertó, el desarrollo todavía no estaba allí.

Con perdón de la paráfrasis, la célebre microhistoria de AugustoMonterroso es una buena excusa para comenzar este experimento de libro. Este libro no es nuevo ni viejo. Tiene cinco años, en los que pasaron muchas cosas y no pasó casi nada. Dicen que la Ar-gentina es un país al que se vuelve cada tres meses y está todo cam-biado, pero si se vuelve cada diez años, está todo igual. Que vi-vimos como Phil, el personaje de El día de la marmota atrapado siempre en el mismo día (pero hasta Phil encuentra la salida al rulo del tiempo a fuerza de innovar). En fin, si hay que caer en un lugar común, que sea en el prefacio, que es un no texto.

A principios de 2012, junto con la doctora en Letras Karina Galperín y el economista fantasma Miguel Olivera (el entrañable Javier Finkman, “con quien tanto quería”), hacíamos Tasas Chinas, “un wok de econo-mía, política y cultura” (según decía la cortina del programa) que se transmitía por Radio UBA los martes a la tarde (nunca sabremos para cuánta gente). Las emisiones abrían con un monólogo libre que mez-claba temas varios de la semana tratando de eludir el tratamiento li-neal y contenido del editorial clásico. Para no tirar esas ideas, luego las reescribía y las publicaba, domingo de por medio, en la sección Ideas del diario Perfil.

En 2014, cuando me puse a pensar una continuación a dos ensa-yos de “historia económica argentina” (La Resurrección y Vamos por Todo), volví sobre esas columnas no solo porque ya estaban escritas y me ahorraban parte del esfuerzo de producción, sino porque insinua-ban un ensayo de aliento más amplio y menos atado a la crónica de la historia reciente de los dos libros anteriores. De ahí surgió la idea de un libro que se metiera de manera más accesible y pausada en los te-mas de las columnas: el desarrollo perdido, las razones por las que ele-gimos a los gobiernos que elegimos, la relación entre la falta de líderes y nuestro destino circular, los caminos que se nos abren o cierran con cada nuevo ciclo político. Por otro lado, la experiencia de estos años de democracia indica que no podemos pensar la política económica argentina sin desplazar el foco desde la política (desde los políticos,

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y sus tecnócratas, últimos culpables de todo) hacia la sociedad que los produce y, sobre todo, los vota. Este libro explora estos desplazamientos.

En un país signado por la retórica electoral, vale aclarar lo que este libro no es.

No es un ensayo sobre mitos y simplificaciones. No intenta atar en una parábola improbable los “100 años de decadencia argentina” con la “maldición de los recursos naturales”, el mantra del populismo o la tanguedia de la riqueza prematura.1 No es un ensayo fatalista que nos excusa de esfuerzos y acciones. Tampoco es un examen epidérmi-co sobre “qué nos pasa a los argentinos” ni un libro de indignación (ni un libro contra la indignación). No es una catarsis ni una asignación de culpas que nos consuele con la idea de que nuestro karma empie-za y termina en unos pocos nombres, de que basta con un cambio de elenco para que todo mejore. No es una racionalización culposa de las malas elecciones: condenar a los malos gerentes no exime a los políti-cos que les dan las órdenes, ni a los votantes que los reeligen con ple-no conocimiento de causa (en 1995 y en 2007 y en 2011). Por último, este no es un libro sobre kirchnerismo; si bien el análisis se centra en un presente marcado por la influencia de la larga década de adminis-tración kirchnerista, el eje está menos en los actores oficiales que en su interacción con los verdaderos protagonistas: la sociedad, los vo-tantes, nosotros. Nuestras creencias, nuestra cultura, nuestra moral, nuestros prejuicios.2

La economía es tan simple que la entiende un pibe que sepa sumar y restar; si no la entendés es porque te están engañando. Palabras más palabras menos, eso dijo Raúl Scalabrini Ortiz, pensador marxista-ra-dical-peronista, referente del nacionalismo de entreguerras. La opi-nión no es inocua: está arraigada culturalmente y se extiende a otros aspectos del debate intelectual y político. Pero, sobre todo, la opinión es incorrecta: el desarrollo, la economía, las finanzas, las instituciones, la política, son conceptos complejos, difíciles de reducir a un conjunto de sumas y restas accesibles para el pibe de Scalabrini Ortiz.

De hecho, parafraseando a Scalabrini, podríamos decir: si te pare-ce simple –si alguien te explica en un par de líneas cómo hacer dinero y vivir de rentas, o cómo resolver el déficit de desarrollo, y todo te resulta claro y transparente–, es probable que te estén engañando. O que te es-tén contando solo una parte de la historia.3

Cuentan que, exigido una y otra vez por un periodista para que le brindara una versión de la teoría de la relatividad que fuera lo sufi-cientemente simple para sus lectores, Einstein contestó: “podría de-cirle que la relatividad es masa más tiempo, pero le estaría hablando de otra cosa”. Una versión anecdótica de la célebre “hagan las cosas

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tan simples como sea posible, pero no más simple que eso”, atribuida al físico alemán.4 Simplicidad sin exceso de simplificación: ése es el criterio de este libro.

Este libro es menos un manual o una caja de herramientas que una exploración –y, a veces, una invocación. Contiene preguntas y respues-tas, mira al presente para imaginar el futuro. Complejiza multiplicando ángulos y enfoques, simplifica hasta lo posible. Creo que el esfuerzo no es totalmente fútil: si no revisamos algunas creencias, será difícil que aparezca por arte de magia el estadista que exceda el rol meramente testimonial y nos libere de este fastidioso péndulo. La política no es au-tónoma, es un emergente de la sociedad que la genera. Para salir de la huella circular que venimos cavando hace más de treinta años tenemos que interpelarnos a nosotros mismos.

Argentina está saturada de prejuicios. Está abrumada de presente y pasado, de coyuntura y cuentas pendientes. Por eso nos cuesta tanto pensarnos más allá de las próximas elecciones. Con este libro los invito a un ejercicio de distanciamiento de lo cotidiano. Eludamos la coyuntu-ra, resistamos el desánimo y la bronca, bajemos las defensas, reconoz-camos los errores y extendamos la mirada para comenzar a alumbrar una visión de la Argentina futura.

Hastá acá, el prefacio de la versión original de Porvenir: Caminos al desarrollo argentino, publicado en marzo de 2015.

Hoy vuelvo al libro después de cinco años y estoy nuevamente a mitad de un camino que imagino circular. Cuando lo escribí, a fines de 2014, se agotaba el populismo de Estado kirchnerista y asomaba un deslizamiento hacia el centro al que el libro miraba con escéptico op-timismo gramsciano. Hoy sucede algo parecido, en sentido contrario: un nuevo gobierno reivindica éxitos dudosos del pasado y promete extraer alguna novedad de recetas viejas.

No todo está igual que hace cinco años. Hay agendas nuevas: el medio ambiente, las brechas de género. Hay agendas viejas actualiza-das: la precarización laboral, la pobreza estructural, la segregación de una sociedad dual, de incluidos y excluidos (cada vez más de los se-gundos). Y el país está peor: más pobre, cansado, frustrado, dividido.

Dicho todo esto, si hoy tuviera que escribir un libro sobre los ca-minos al desarrollo argentino, ¿sería tan distinto al que escribí hace cinco años?

Este es el puntapié inicial de esta edición anotada, la pregunta que condujo a este formato mixto. Si no avanzamos en los caminos de hace cinco años, si el mundo no cambió radicalmente desde en-tonces, si los desafíos siguen siendo más o menos los mismos, ¿para

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qué refritar viejos argumentos en envase nuevo si podemos repro-ducirlos textualmente? ¿Por qué no tomar aquel punto de partida y actualizar, corregir, anotar, enriquecer lo ya escrito? El modelo de esta versión se lo debo a un querido amigo, Roberto Mionis, que me hizo llegar la última versión de Argentina siglo XXI en la que Roberto Terragno anotó sus comentarios –dialogando con sus propias ideas, veinticinco años después– (literalmente) en los márgenes del texto original. Como ignoro si mis ideas resistirán un cuarto de siglo (¡es-pero que se vuelvan obsoletas mucho antes!), propongo este ejercicio después de apenas un quinquenio.

Hay una segunda razón, menos editorial, detrás de este remake: nuestra desilusión no puede atribuirse solo a cuestiones externas o heredadas, o a trabas insoslayables de una oposición cambiante. El aprendizaje precisa de la crítica. Y las razones de la inmovilidad ar-gentina en estos últimos cinco años –y la cuestión de nuestro eter-no subdesarrollo– merecen una aproximación paciente y despre-juiciada.

Stefan Zweig dijo que Brasil es el país del futuro, y siempre lo será. Con el tiempo, la frase cambió el sentido esperanzado del escri-tor austríaco refugiado del nazismo hacia otro menos alentador, más resignado. Si Brasil es el país del futuro inalcanzable, ¿es la Argenti-na el país proustiano del pasado perdido, condenado a la nostalgia de cuando peleábamos la punta del campeonato global, a la memoria de nuestros quince minutos de gloria? Ningún futuro promisorio nos es-pera al final de esa memoria falsa de pérdida temprana.

Así como estos cinco años son tan buenos como cualquier otro para preguntarnos “¿por qué no?”, un texto de hace cinco años es un buen espejo en el que mirarnos para llevar adelante este ejerci-cio contrafáctico. Después de todo, nuestro estancamiento –salvan-do el subibaja de la crisis de fin de siglo y su recuperación– es de lar-ga data. A juzgar por la evidencia y los ejemplos de la región, lo más probable es que no lo superemos, al menos no en el futuro cercano. Que sigamos escribiendo el mismo libro con modificaciones menores, debatiendo con convicción menguante los mismos temas y los mis-mos diagnósticos, como tertulianos de pueblo chico. Con pequeñas correcciones en el borde, con repetición de fórmulas que funcionaron solo en nuestra imaginación, con políticas bilardistas de políticos pro-fesionales a los que ya no les importa más que el resultado personal, dentro de cinco años estaremos peor que ahora, como ahora estamos peor que hace cinco años.

Hay, por último, una tercera razón para esta nueva versión ano-tada. El mundo y la Argentina son dos películas superpuestas una

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sobre la otra. Es inútil intentar definir un arco narrativo de un pro-ceso histórico si el arco no se cierra, o se cierra y se reabre cíclica-mente dejando en offside al narrador. El libro, que estaba listo para salir en marzo y debutar en la Feria del Libro de mayo, se vio pos-tergado y desplazado por un nuevo desarrollo que vino a cuestionar el futuro cercano.

Se discute mucho si la pandemia de la COVID es disruptora o aceleradora de las tendencias previas; tiendo a favorecer la segunda opción. En el caso argentino, más allá de las críticas que merezca la respuesta política, la pandemia puso en evidencia dos fragilidades del país que se suman a los problemas macroeconómicos de la mo-neda y las divisas: la muy limitada capacidad del Estado argentino de llevar a la práctica cualquier política pública, buena o mala, que no sea una simple transferencia de dinero; y la dualidad creciente de formación y trabajo, de ingresos y de acceso, que cuestiona nuestro contrato como sociedad y define no solo la suerte de nuestro desa-rrollo, sino también la manera en que nos pensamos en relación con el Estado y el prójimo.

En los últimos meses, a medida que el gobierno mostraba sus cartas en la emergencia –y la emergencia mostraba sus alcances y defectos–, fui pensando cómo interactuaban el impacto de la crisis y la profundización de esta dualidad social con los contenidos de este libro y llegué a la conclusión de que, a diferencia de otras ano-taciones, estas excedían los márgenes y merecían un análisis aparte –y, eventualmente, cuando pase el tiempo y se afine la perspectiva, un nuevo libro–. A este análisis preliminar de las iluminaciones y consecuencias de la pandemia le dedico un nuevo y último capítulo.

* * *

En 2020, el país, que venía de una larga recesión, entró en una de-presión de crecimiento y desocupación, de polarización y desaliento que, al momento de escribir estas líneas, aún no ha mostrado todos sus costos. Ninguna crisis es terminal en un sentido literal: la Argen-tina no dejará de existir ni se desangrará en una guerra interna. Pero esta crisis asordinada por el distanciamiento representa algo distin-to: el peligro de una disgregación económica y de una pauperización y fuga colectiva que excede el riesgo de una década perdida que des-vela hoy a América Latina, y que desnuda como nunca el default de nuestras élites.

Tal vez mirar de frente, sin racionalizaciones convenientes, la re-petición de nuestro fracaso –la diferencia entre lo que queremos y

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podemos ser como país y lo que somos– y la trampa de pobreza –la lógica circular de la inclusión como reparto de existencias– en la que estamos ingresando nos ayude a entender el tamaño de la tarea y a despertar liderazgos menos complacientes. De eso también depende nuestro porvenir.

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Capítulo 2

Cinco años no es nada

¿Tiene sentido escribir un libro sobre los caminos al desarrollo argen-tino en plena crisis? Sí, porque nuestras crisis son síntomas de nuestro desarrollo interrumpido y sin uno no dejaremos de tener las otras. Con esa relación en mente, y con la convicción de que el desarrollo es un problema complejo al que no podemos cancelar con frases hechas ni recetas facilistas, escribí la primera versión de este libro.

¿Tenía sentido reescribirlo? No hubo cambios en el mundo que requirieran una modificación radical, ni avances en la Argentina que precisaran actualizar la agenda de política –más allá de cuestiones co-yunturales como una nueva crisis financiera o la persistencia de la in-flación, que no eran el foco original–. No solo los temas que me vienen a la mente en su mayoría son los mismos, sino que, fruto de la na-turaleza pendular de nuestras elecciones y de una polarización que opera más como negación que como adhesión, las políticas públicas anunciadas por el flamante gobierno remiten a las vigentes en 2014, durante la escritura de Porvenir.

Pero, si aceptamos que la agenda permanece virtualmente intacta después de cinco años en los que mucho se dijo y poco se hizo, hay pre-guntas ineludibles que debo contestar antes de invitar al lector a repasar estas asignaturas pendientes en un diálogo a través del tiempo.

¿Cuánto se hizo de todo lo que el libro proponía y por qué? ¿Qué salió mal? ¿Qué aprendimos? ¿Es hoy más o menos posible y proba-ble que hace cinco años llevar adelante esta agenda postergada? Las respuestas cortas serían: poco, por falta de visión e interés; casi todo; mucho; no lo sé.

En este nuevo capítulo ensayo algunas respuestas más largas.

Extensión del campo de batalla

Definamos nuestro vaso medio vacío –el fracaso de desarrollo de la Argentina– por lo que no es. No es un colapso económico ni una guerra civil ni una crisis política ni una carencia de instituciones y normas ni un derrape hacia versiones extremas de la segregación: el racismo, la xenofobia, el autoritarismo. No creo que no tengamos pro-blemas en estos frentes, pero por el momento no nos enfrentamos a

una guerra permanente como Israel, ni a una guerra interna contra el narcotráfico como en México o en varios países de América Latina, ni a un descontento masivo y violento como en Chile, ni a una desinhi-bida captura del Estado por las mafias como en Rusia, ni a periodistas presos y etnias reprimidas como en Turquía.

El fracaso de la Argentina, que es el disparador de este libro, es de desarrollo, en sentido amplio y en términos relativos no con res-pecto a otros países –no es, por caso, por qué no fuimos Australia–, sino a mismo.

En 1995, Sudáfrica fue anfitrión del mundial de rugby, deporte de blancos, y Mandela, que como todo líder miraba al futuro tanto o más que al pasado, entendió que el apartheid era el pasado y el futuro era el fin de esa grieta, y decidió abrazar el rugby como bandera nacional. John Carlin, en un libro que narra ese período y que es la base de la película Invictus, reproduce un diálogo probablemente apócrifo en-tre Mandela y Francois Pienaar, el capitán de los Springboks. “¿Cómo hace para inspirar a su equipo?”, pregunta Mandela. “Con el ejem-plo”, responde Pienaar. “Eso está muy bien”, le dice Mandela, “pero lo que quiero saber es cómo hace para inspirarlos a que sean mejores de lo que ellos creen que pueden ser”.

Una de las claves del debate sobre el desarrollo, sobre todo en un país como la Argentina, donde prima la percepción de estar atrapa-dos en un día de la marmota de cinco años en el que reproducimos nuestros ciclos bipolares de entusiasmo y depresión, es convencer-nos de que estamos para más de lo que creemos que podemos ser, de que el futuro no es una continuación de este presente, sino mejor, tanto mejor que nos cuesta imaginarnos en él.5

La inspiración, denostada como ingenuidad, es pensar fuera de este ciclo bipolar. (Aún recuerdo cómo, en un programa de cable popular en el círculo rojo, se tomaban a risa la idea original de Argentina 2030, una iniciativa plural que coordiné entre noviembre de 2016 y diciembre de 2017, con la que el gobierno de Macri intentó –infructuosamente– mi-rar más allá de los primeros seis meses.6) El conformismo, disfrazado de pragmatismo y “calle”, es el argumento del desaliento.

Definamos, entonces, el fracaso del desarrollo argentino como la distancia entre este país que somos y ese país mejor que podemos ser.

Tres lecturas de la crisis

En el comienzo del fracaso está la crisis económica, donde van a morir nuestras aspiraciones largoplacistas. La crisis es el argumen-to infalible del conformista, y no sin razones: el desarrollo necesita

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tiempo, estabilidad, acumulación, consistencia. Las recomendacio-nes de este libro en 2014 presumían una salida ordenada de la crisis (default, cepo, apagón estadístico, inflación reprimida, déficit fiscal) en los 12 meses de 2016. Sin esta salida, las consideraciones desarro-llistas pasan a un segundo plano.

Pero las crisis no son accidentales; siguen un patrón común que está ligado al desarrollo incompleto, es decir, cierran un círculo en el que la Argentina está inmersa desde hace al menos 50 años y, como un auto tratando de salir del barro, profundizan la huella con cada nueva recaída.

Es difícil escribir la historia de una crisis: las causas son muchas, los observadores y participantes opinan desde sus archivos (minimi-zando o enfatizando causas en función de convicciones u opiniones pasadas) y la información es inexacta (la memoria de los protagonis-tas suele embellecer su participación a expensas de la de sus colegas). Por eso, conviene pensarlas más allá del anecdotario –entretenido, pero poco útil al momento de pensar soluciones–.

Hay al menos tres maneras de leer la última crisis.

La primera lectura, anecdótica, la ve como un episodio único y ais-lado. Por ejemplo, centra la atención en los errores recientes y en sus presuntos culpables: apunta a la ilusión monetarista del Banco Cen-tral, a las apuestas electorales de los estrategas políticos, al capricho del gobernante.

O, alternativamente, se desentiende y patea la pelota afuera: plan-tea el populismo ajeno como causa de todo (ve a la derrota electoral del populismo como condición o sustituto de reformas estructurales), se queja del contexto global y el viento de frente o de las condiciona-lidades del FMI, siempre excusas convenientes; insiste con el efecto persistente de la pesada herencia o el temor latente a una victoria de la oposición, y se consuela con escenarios alternativos inverificables: si Macri ganaba, todo se arreglaba.

La eliminación prematura del cepo y las retenciones, la sequía de inversiones, la expansión política del gasto, el endeudamiento en dó-lares, las prematuras metas de inflación, el atraso cambiario, el cam-bio de las metas de inflación, el aislamiento político y la polarización electoral, son explicaciones individualmente verosímiles pero insu-ficientes para explicar una crisis. Como lo son el déficit fiscal y de in-fraestructura heredados, la (efímera) suba de las tasas internaciona-les, la inaplicable regla monetaria y cambiaria acordada con el FMI, la resistencia religiosa al control cambiario, o la ausencia de plan B en la mayoría de las instancias de la crisis (“esperá lo mejor y planeá para lo peor”, dice una sabia frase con muchos dueños).

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La lista es larga y es, sobre todo, anecdótica. Invirtiendo el princi-pio aristotélico (los hombres son malos de muchas maneras distintas, pero virtuosos de una sola), podríamos decir que cada uno de estos factores seguramente influyó en el resultado, pero la crisis necesitó de todos ellos.

Más importante aún, no es nuestra primera crisis y, si bien la lista de posibles disparadores y el contexto varían, todas tienen un patrón común. Debe haber más detrás de esta crisis que una sucesión de ma-las decisiones y eventos desafortunados.

Condiciones preexistentes

Una segunda manera de leer la crisis es partiendo de los problemas estructurales que, independientemente del elenco y de la situación, nos hacen más propensos a las crisis cambiarias y financieras. Sim-plificando, resumiría estas condiciones preexistentes en dos grandes hándicap: la falta de moneda y la insuficiencia de las exportaciones.

Nuestras exportaciones proveen dólares suficientes para crecer muy modestamente, digamos, a una tasa de 1% anual (es decir, 0% por habitante). Crecer más rápido genera un déficit de dólares que se financia con deuda. Como ahorramos poco y no en pesos, la deuda es en dólares y con inversores extranjeros dispuestos a correr el riesgo a cambio de retornos extraordinarios y por poco tiempo. Cuando el anabólico de los retornos se agota, los inversores dejan de renovar el préstamo (todos a la vez) y el país cae en una crisis de financiamien-to: corrida, devaluación, recesión, inflación, pobreza, paquete con el FMI, lecturas anecdóticas de la crisis.

Las consecuencias visibles de este ciclo son conocidas. Por un lado, dada la alta volatilidad nominal y la baja credibilidad de las me-tas del Banco Central, la inflación sigue de cerca las variaciones del dólar. Esto lleva a los sucesivos gobiernos a usar la apreciación del peso como analgésico antiinflacionario, atrasando el dólar por un tiempo. Es por eso que la evolución del peso muestra ciclos de lenta apreciación seguidos de bruscas devaluaciones, una combinación que ahuyenta a empresarios con apetito exportador.

(Imaginemos a un empresario al momento de elegir la orienta-ción de su negocio y de sus inversiones, preguntándose cuál será la competitividad-precio de sus productos en dos o tres años cuando la inversión sus frutos. En cualquier momento del tiempo, hay una probabilidad alta de que el peso esté sobrevaluado, y una probabilidad baja de que estemos en una corrida con crisis cambiaria. Es natural que el empresario, si invierte, lo haga apostando al mercado interno.)

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Si a esto le sumamos que nuestras exportaciones demandan poco empleo y, por lo tanto, no son políticamente atractivas, tenemos los in-gredientes de una “coalición anti-exportadora”: una inclinación al dólar barato y a la administración del comercio del lado público, y a la concen-tración y al mercado interno protegido del lado privado, dos sesgos in-dividualmente lógicos que no hacen más que profundizar nuestros pro-blemas de moneda y exportaciones –casi el negativo de lo que muchos economistas pensamos que es esencial para evitar crisis externas–.

Pero sería un error pensar en estos factores como puramente eco-nómicos. El tipo de cambio atrasado y la sustitución de importacio-nes prometen, en lo inmediato, salarios altos y empleo. Las raíces de nuestras condiciones preexistentes no son económicas sino políticas.

Hay una tercera manera de leer la crisis, menos estrictamente económica, aunque complementaria con las anteriores. Para tener una mejor perspectiva, conviene tomar distancia, por un rato, de la coyuntura argentina.

La economía política de las crisis económicas

En agosto de 2013, una manifestación en Natal llamó –con éxito– a reducir la tarifa del autobús y desencadenó protestas similares en todo el país en lo que algunos llamarían más tarde la "Primavera de Brasil". Las protestas fueron más que solo el precio del transporte. Si bien el precio era alto, la calidad también era pobre. Además, era di-fícil y costoso llegar a la universidad, el sistema de salud público era deficiente y las ciudades no eran seguras.

Estas protestas fueron anticlimáticas, ya que surgieron justo cuan-do el auge de la clase media latinoamericana era saludado por el mun-do desarrollado y documentado por la academia y los medios de co-municación.7

Uno de los problemas con el concepto de nueva clase media en el mundo en desarrollo es que, como sabemos, una parte importante de nuestro consumo no se compra; se accede a ella de forma gratuita o a un precio muy subsidiado –es el caso, por ejemplo, de la salud, la edu-cación, la seguridad, el transporte, el hábitat–. Cuando pensamos en el desarrollo y en el bienestar social, pensamos en todos estos consu-mos; cuando medimos la clase media (y la pobreza y la desigualdad), medimos solo el ingreso.

La nueva clase media latinoamericana era, y es, una clase media por ingresos, pero no por acceso. Una clase media instantánea y precaria, vulnerable al ciclo económico (que determina el ingreso laboral) y al equilibrio fiscal (que condiciona las transferencias en efectivo y los

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beneficios previsionales). Una clase media a medias, con dinero en el bolsillo que no se refleja del todo en el bienestar, y menos aún en la movilidad social. 8

Cuando los estudiantes chilenos protestaron en 2011, y nueva-mente en 2015, exigieron educación gratuita. En 2019, pidieron pre-servar un subsidio de transporte. Pero no hay que confundir dispa-radores con causas: “No son 30 pesos, son 30 años”, es uno de los eslóganes de la protesta. En Chile, como en Colombia, la demanda de fondo es mejorar el acceso y la movilidad ascendente.

Estas demandas no son necesariamente los síntomas del fraca-so del sistema. Cómo ya señaló Alexis de Tocqueville con relación a las revoluciones del siglo XVIII en los Estados Unidos y en Francia, la frustración social crece a medida que las condiciones mejoran: las demandas sociales se alimentan de su éxito. En Chile, como en otras partes de América Latina, el sentimiento es de decepción: la gente compró la versión naíf del relato meritocrático: la educación y el es-fuerzo pueden llevarte a cualquier parte. Y, ahora que han hecho su esfuerzo y aumentado sus ingresos, advierten los pliegues del sistema de bienestar y descubren un nuevo freno a la movilidad ascendente: el techo de cristal del privilegio.

En democracia, no hay una demanda más legítima –o más pro-gresiva– que la de acceso y movilidad. El dilema político es otro: el acceso cuesta dinero, y este dinero sale del mismo presupuesto que las transferencias y los subsidios. Para tener mejores escue-las, hospitales y trenes sin caer en el sobreendeudamiento, es pre-ciso reducir transferencias y aumentar impuestos. Ahora bien, los votantes tienden a preferir los ingresos al acceso, y a premiar las transferencias antes que el transporte. El político, por su parte, tiende a elegir lo que sea políticamente más rentable. Como resul-tado de todo esto, los gobiernos con restricciones fiscales suelen priorizar las transferencias de dinero a la educación, las obras sa-nitarias o la vivienda.

Si el acceso de hoy es la movilidad de mañana, esta compensación entre ingresos y acceso no es inocua para el desarrollo. En el límite, ayuda a explicar la “trampa de ingresos medios” en la que están ca-yendo muchos países latinoamericanos, y en la que la Argentina está hace muchos años.

La trampa del ingreso medio

La expresión fue acuñada por los economistas Indermit Gill y Homi Kharas en 2007 para caracterizar a la segunda generación de tigres

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asiáticos que, tras un período de crecimiento en el que alimentaron expectativas de desarrollo, se empantanaron en un semidesarrollo en el que, demasiado caros para competir con mano de obra barata e insuficientemente avanzados para competir en productividad, les cuesta encontrar nuevos motores de crecimiento.9 Fue un economista chileno, Alejandro Foxley, quien en 2012 le agregó a la trampa sus di-mensiones institucional y social (¿aspiracional?), definiéndola como la dificultad para sostener un crecimiento superior al 5% perfeccio-nando las instituciones democráticas y reduciendo la desigualdad de ingresos y acceso.10

En un trabajo de 2013 sobre China, el Banco Mundial ofreció una ilustración empírica, identificando países que eran de ingresos me-dios en los 60 y se graduaron al club de ingresos altos en los 2000.11 La lista es corta: economías periféricas europeas (Portugal, España, Irlanda), Estados insulares (Hong Kong, Singapur, Taiwán) y Corea del Sur (que, como Singapur, se desarrollaron bajo un régimen autori-tario). Corolario: cuesta encontrar precedentes de países democráti-cos de tamaño medio que hayan sorteado la trampa sin ayuda externa.

Gráfico 2.1. La trampa de los ingresos medios

Fuente: Banco Mundial (2013).

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Si bien entre los economistas el dato de que los países pobres y ricos no convergen como indica la teoría clásica es generalmente aceptado, la conjetura de la trampa del ingreso medio tiene al me-nos tres problemas. Los dos primeros son operativos. Por un lado, no es obvio cuál sería el rango de ingresos medios –y, por lo tan-to, qué países entrarían en la trampa–. Por el otro, como señalan Gill y Kharas en un trabajo de 2015, no incluye una teoría que per-mita elaborar políticas de desarrollo para países de ingresos me-dios –donde hoy vive más del 75% de la población mundial–; solo postula el fracaso y la inevitabilidad del estancamiento –y, sin una chance, aunque sea remota, de salida ¿qué sentido tienen libros como éste?–.12 13

El tercer problema es el que ya mencionamos. Los economistas han abordado el tema desde lo que se puede medir –por ejemplo, el producto bruto per cápita–, tratando de encontrar patrones de des-aceleración del crecimiento a partir de cierto nivel de ingresos y llegando a conclusiones que no pasan de una regla numérica sin mu-cha intuición adicional.14

Todos estos trabajos pasan por alto los factores menos cuantifi-cables señalados por Foxley: baja competitividad y productividad, insuficiente calidad y pertinencia de la educación, lenta transferen-cia de conocimiento e ideas innovadoras, mercados laborales rígi-dos, escasa diversificación de las exportaciones y sus destinos, re-des de protección social insuficientes para mitigar la desigualdad, debilidades institucionales.

Tomemos, por ejemplo, la evolución de la inequidad, que medi-mos habitualmente usando el coeficiente de Gini, que se calcula a partir de la distribución de los ingresos de los hogares (salarios, trans-ferencias, rentas financieras) y es muy sensible a las colas de esta dis-tribución (por ejemplo, crece mucho con el desempleo, que aumenta el número de hogares sin ingresos). El Gini ha mejorado notablemen-te en América Latina en los últimos 20 años, pero deja todo lo que no medimos (acceso, movilidad) afuera de la ecuación.15 No es esta la desigualdad detrás de las protestas (por ejemplo, no hay una rela-ción entre aumento del Gini y conflictividad social). En todo caso, si lo es, tal vez lo sea en el sentido de Tocqueville: disparando demandas de segunda generación. Pero hay muchas razones para ir más allá de los ingresos al pensar en equidad y en políticas de desarrollo. Como dicen los Nobel Banerjee y Duflo, “el foco en el ingreso no es solo un atajo conveniente; es una lente que distorsiona que a veces conduce a los mejores economistas al camino errado, al hacedor de políticas a decisiones erradas, y muchas veces a las obsesiones erradas”.16

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A las variables no pecuniarias que estos autores citan como insumos del bienestar estático (respeto social, cercanía de familia y amigos, dignidad, placer) agregaría aspectos económicos esenciales para el bienestar dinámico del progreso social, como justicia (fairness, en el extremo opuesto del privilegio) y acceso –la falta de los cuales explica mejor el malestar capitalista que las estadísticas de la desigualdad–.

Decanos

Argentina es tal vez el ejemplo más antiguo de la trampa de ingresos medios: los historiadores aún debaten si nuestro estancamiento se-cular comenzó en la década de 1970 o en la década de 1930. (Nues-tros vecinos chilenos no se equivocan si ven en la Argentina un posi-ble anticipo de su futuro.)

Hay, por supuesto, relatos económicos del fracaso, que van des-de el agotamiento de la estrategia de sustitución de importaciones de posguerra a la simple mala praxis, pasando por diversas historias políticas asociadas al corporativismo, la captura del Estado y el po-pulismo. Afortunadamente, no es éste el lugar para elegir alguna de ellas: me interesan más sus consecuencias y sus condiciones de re-producción.

En particular, me interesa la desconexión entre riqueza real y ri-queza percibida del país, el desbalance entre un Estado de bienes-tar (relativamente) generoso alimentado por una clase media fuerte y sindicalizada y una inversión (relativamente) modesta en bienes públicos que son esenciales para un crecimiento inclusivo. Un des-balance –ampliado en las últimas dos décadas, en la que aumentaron tanto el gasto como la frustración– que, mirado desde una perspec-tiva de largo plazo, contribuyó a la moneda débil y al sesgo antiex-portador que, como ya dijimos, alimentó la fragilidad financiera y el declive económico de la Argentina.

Si hoy las demandas sociales no explotan como en Chile es por-que ya lo han hecho antes. A raíz de la traumática crisis de 2001, las protestas encontraron representación y referentes con quienes negociar una respuesta política. Pero esta negociación tomó la for-ma de transferencias en efectivo que hicieron poco para resolver la trampa y abordar la falta de movilidad en la raíz del desencanto. Y, me animaría a especular, sumó argumentos, no siempre justifica-dos, a las vacilaciones del gobierno de Cambiemos al momento de encarar reformas.

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El lado B de la economía

Un académico que trabaja con ideas y teorías va al gobierno y aplica esas ideas. El resultado es malo. El académico vuelve a la academia. ¿Sigue enseñando esas ideas sin modificaciones? Esto mismo pregun-taba hace unas semanas en Twitter –retóricamente, a sus seguido-res– Sebastián Etchemendy, politólogo kirchnerista. “¿Va a cambiar algo de lo que se enseña en economía mainstream cuando se aplica a esta parte del mundo?”. Elaboraba con ejemplos: “¿Hay que repensar las consecuencias de la desregulación de la cuenta capital como la de 2016? ¿Se seguirá enseñando que la inflación se controla esencial-mente con tasa de interés y agregados monetarios? ¿Conviene hacer una reforma tributaria ofertista que baje todos los impuestos, como la de 2017?”.

El tuit tiene algo de provocación y algo de verdad. Los mejores economistas nunca pierden de vista los límites del modelo y su dis-tancia de la realidad. Por ejemplo, el Nobel Robert Solow, padre de la teoría moderna del crecimiento, sostenía que su teoría nunca tuvo como objetivo analizar economías en desarrollo, y que la idea de un agente representativo (“promedio”) que toma decisiones racionales teniendo en cuenta sus ingresos y sus preferencias de toda la vida es una estilización inútil y posiblemente engañosa.17 ¿Por qué, si los pa-dres de estos modelos nos advierten de su inadecuación para estu-diar economía en desarrollo, los bancos centrales de estas economías siguen elaborando modelos basados en estos supuestos para la toma de decisiones –cuando incluso en las economías más avanzadas han sido duramente cuestionados tras la crisis global–?18

Vamos con otro ejemplo. La macroeconomía trata de informar las políticas de demanda. En particular, cuando hay un exceso de deman-da, los costos unitarios de producción suben y, con ellos, la inflación. En ese caso, la política monetaria sube la tasa de interés (o, lo que es lo mismo, contrae la base monetaria) para desalentar la inver-sión y el consumo, reducir la demanda y contener los precios. Pero ¿qué pasa cuando la inflación es el resultado de cambios en la oferta, digamos, por el aumento de tarifas, la reducción de impuestos a las exportaciones (que eleva el precio doméstico al igualarlo al percibi-do al vender al exterior), o una devaluación del peso que se traslada a precios –todas cosas que contribuyeron al aumento de la inflación en 2016–?. En ese caso, una suba de la tasa que genere una recesión no es necesariamente la respuesta adecuada –y puede, incluso, con-tribuir a la inflación a través del mayor costo financiero–. De ahí que la suba de tasas y la contracción monetaria de 2018 y 2019 hayan

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coincidido con una aceleración de la inflación. ¿Por qué hay econo-mistas que insisten que en la Argentina la inflación surge solo de la expansión monetaria?

Lo mismo podríamos decir de algunas políticas “ofertistas”, como la baja de impuestos expansiva (el mito de la “curva de Laffer” por el que el crecimiento resultante más que compensa la caída de la recaudación, como nunca sucede), la formalización de empleo por re-ducción de aportes y contribuciones (que presume que la creación de empleo es solo un problema de costos), o la liberalización financiera para atraer inversiones (que confunde inversiones financieras e in-versiones reales) –todos ensayos que, al menos en la Argentina, sue-len beneficiar a las empresas a expensas del fisco–.19 Esta insistencia con fórmulas fallidas no es propiedad de gobiernos liberales: lo mis-mo podría decirse de la insistencia con el empalme de trabajadores de la economía popular (donde el Estado paga parte del salario para “abaratar” el inicio de una relación laboral privada, con escasos divi-dendos de creación de empleo) o del regreso de la sustitución de im-portaciones (en las antípodas del modelo exportador asiático, donde el incentivo no era una renta para el empresario protegido a expensas del consumidor local, sino un subsidio condicionado a la competiti-vidad global) que nos condena a una perenne escasez de dólares –lo que los macroeconomistas llamamos la “restricción externa” al crecimiento–.20

Es cierto que la carrera académica no siempre propicia la ver-satilidad de enfoque. La especialización extrema y las convenciones formales no son el mejor entrenamiento para la política pública y, habiendo tantos lados en la economía –que, en conjunto, ayudan a armar un rompecabezas polifacético–, el breve espacio de un curso puede crear su propio sesgo: se empieza por el lado A y nunca se lle-ga al lado B.21

Pero la pregunta de mi colega también tiene algo de lugar co-mún: la profesión –también en su versión mainstreamcontiene una variedad de enfoques mucho mayor al que insinúa el tuit. Lo que se enseña y se escribe, en la Argentina y en el mundo, hace décadas, es mucho más diverso. Si un político electo, luego de escuchar opiniones igualmente diversas, elige según sus propias convicciones y precon-ceptos, la orientación económica se vuelve un tema político.

Sesgo de confirmación

Un amigo chileno me cuenta que en la primera reunión de gabinete del gobierno de Patricio Alwyn, cada uno de los ministros argumentaba las

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