Portada

DIÁLOGOS

Portadilla

v

CONTENIDO

prólogovii

introducciónxv

apología de sócrates1

fedón31

banquete117

fedro191

Contenido

vii

PRÓLOGO

el diálogo como instrumento del filosofar,

una herencia socrática

La obra escrita de Platón no sólo nos impresiona por su densidad y amenidad filosófica y su claro y vivaz estilo, sino que, ya al primer vistazo, se singulariza por su extraordinaria extensión y riqueza te-mática. En efecto, todos los textos filosóficos griegos anteriores que se nos han conservado —los de los presocráticos y los sofistas— no al-canzan, reunidos y sumados en conjunto, una extensión comparable a la que tienen los escritos del fundador de la Academia, esos treinta y tantos diálogos que en la edición oxoniense (Oxford Classical Texts) ocupan nada menos que cinco tomos amplios de apretado texto grie-go. Debemos desde luego tener en cuenta que, de modo excepcional, de Platón hemos conservado todo cuanto escribió, o al menos todos los escritos que dejó para ser leídos por sus discípulos y admiradores, mientras que de los filósofos anteriores y contemporáneos sólo nos quedan algunos fragmentos sueltos, más o menos extensos, pero ge-neralmente breves. (En cambio, de Platón tenemos incluso algunos textos añadidos, de dudosa atribución, como algunas cartas y unos pocos diálogos breves llamados «apócrifos»).

Por otra parte, Platón escribió no sólo textos breves o de mediana extensión, sino también dos obras de una longitud muy extraordinaria: República y Leyes —en diez y doce libros respectivamente—, que de-bieron de ocupar, en su presentación original, varios rollos de papiro, y plantear, por su coste y amplitud, un serio reto a sus primeros lecto-res. (Podemos pensar que, con obras tan extensas, Platón quería pre-sentarse, con sutil audacia e ironía, como rival del gran patriarca de la poesía épica, el educador por excelencia del mundo griego: Homero.)

Prólogo

Prólogo

viii

Notemos, además, que esos dos larguísimos diálogos de temática con-vergente, sobre la configuración del Estado, o sobre educación y polí-tica (Politeia, Nómoi), tienen títulos mucho más generales que los otros, rotulados casi siempre con un nombre propio (Gorgias, Fedón, Fedro, por ejemplo) o común (Banquete o Simposio, Sofista, Político).

Por su misma extensión, pues, la obra escrita de Platón marca un claro y decisivo hito en la tradición filosófica griega. El discípulo del ágrafo y escéptico Sócrates se nos presenta no sólo como el fundador de una escuela profesional de pensadores, la Academia, sino, ante todo, como un caudaloso autor de textos dialogados, y no un prosista desma-ñado o seco, sino como el más versátil, eficaz y esmerado maestro de la prosa griega clásica. Hay en toda su obra, redactada en ese género pe-culiar que es el diálogo, una evidente voluntad de estilo. Desde luego, Platón no ha inventado el diálogo filosófico, pero es el indiscutible maestro de ese género de literatura filosófica, que alcanza su madurez y su máxima eficacia en esos textos. Todos los escritores posteriores de diálogos se mueven a su sombra. Desde Aristóteles y Cicerón hasta Galileo y Berkeley, por citar sólo algunos nombres, han aprendido esa forma de Platón, sin lograr ninguno su soltura, su vivacidad en los caracteres, su dramatismo y su humor. En Platón el diálogo sirve para evocar figuras diversas y un ágil contraste de ideas de modo ingenioso: la búsqueda de la verdad se logra a través de una ágil discusión y un examen crítico entre interlocutores con voz y perfil propio, apasiona-dos en el vivaz coloquio, dirigido con amable astucia por el inquietan-te Sócrates. Antes y después de Platón, el filosofar ha sido fundamental y resignadamente soliloquio, lección académica o meditación austera, o prosaica exposición en forma de tratado escolar. (En la larga tradi-ción de la literatura filosófica, más que de «presocráticos» debemos, desde luego, hablar de filósofos «preplatónicos» y «postplatónicos».) Platón con sus diálogos quiere conservar algo del tono de la enseñanza oral abierta a la curiosidad callejera y a la improvisación amistosa que practicara el ágrafo e ingenioso Sócrates. Debemos lamentar la pérdida de los diálogos escritos por Aristóteles, y los numerosos escritos de Antístenes y los primeros cínicos, que tal vez nos podrían haber ilus-trado algo más sobre esta forma literaria de la filosofía.

Platón muere octogenario, según se cuenta, enfrascado en hacer la última revisión a los libros de las Leyes, tardía, voluminosa y panorá-mica reflexión política de sus últimos años. Evidentemente había pasado muchos de esos años, tras la muerte de su maestro (en 399 a.C.), gran parte de los cincuenta últimos, dedicado fundamentalmente a

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escribir, a plasmar sus ideas y a recrear, en esos escritos tan empapa-dos de frescura e ironía, el mundo de su juventud, el brillante e ilus-trado ambiente de aquella Atenas de antaño, ciudad democrática donde Sócrates ejercía de conspicuo agitador intelectual y donde los sofistas, maestros de la retórica y educadores de alta cultura, gozaban de un singular y discutido prestigio. Platón, testigo de los desmanes y destinos de la torpe democracia ateniense, renunció, como nos refiere con voz doliente en su Carta vii, a una actuación personal en la polí-tica —una tarea a la que le invitaba su noble origen— y se retiró a escribir y enseñar su filosofía, en el ámbito de la Academia, al margen del ágora y sus rumores, bajo el signo de la añoranza de las conversa-ciones protagonizadas sagazmente por Sócrates.

Con la excepción de la temprana Apología de Sócrates (que tiene notas de un diálogo sereno y no exento de ironía con los que lo juz-garon y lo condenaron) todos los textos filosóficos de Platón tienen la forma de diálogo. Y esa elección formal supone un estilo de enseñar filosofía, o, más bien, de enseñar a filosofar en compañía de un sutil y ágil guía. De un lado es un perenne homenaje al impenitente e in-quietante Sócrates, y al tiempo, una tenaz venganza contra quienes quisieron silenciarlo al condenarlo a muerte. En ese homenaje a Só-crates, Platón recrea personajes e ideas de una época gloriosa para Atenas, la de los sofistas, y también ellos están ahí, retratados con humor y una ácida perspectiva crítica. La discusión avanza como dialéctica y es una forma de pedagogía. El someter a un examen lógi-co riguroso las ideas y creencias de los interlocutores, en pertinaz elenchos, caracteriza la actuación socrática, frente a la retórica falsa de los sofistas. Puede ser discutible el talante democrático de Sócrates, pero está claro que, ante todo, no es un dogmático, sino un apóstol de la libertad crítica racional a fondo. Y eso, su papel de tábano agitador, como dirá él mismo en la Apología, es lo que irritaba a muchos de sus contemporáneos.

Los diálogos se van haciendo más extensos y más técnicos, según progresa en el tiempo la doctrina de Platón. En la secuencia de los diálogos —que en líneas básicas es fácil establecer y en la que hay un consenso notable de los estudiosos— se va perfilando la evolución del pensamiento platónico. Su Sócrates se hace menos escéptico y más dueño de teorías elevadas, es decir, portavoz de las ideas del propio Platón. Desde los primeros diálogos justamente llamados «socráti-cos» del primer período, irónicos, breves, de tema ético y final aporé-tico, se pasa a otros mayores, espléndidos por su forma y por su con-

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tenido —como Fedón, Fedro, Simposio, República—, y de estos, a otros de trama más escueta, más dialécticos y menos atractivos literaria-mente, los de su última etapa. No deja de ser significativo el hecho de que en algunos Sócrates ya no tenga claro protagonismo —como en el Parménides, por ejemplo— o que desaparezca, como en las Leyes. Sin duda, esos últimos diálogos están destinados a un público especia-lizado, como el que se reunía en la Academia. En todo caso, importa destacar qué diferencia hay entre esos textos platónicos y los de Aris-tóteles, que tienen ya forma de tratados y están compuestos con fina-lidad escolar, como productos acabados de un saber teórico y no como encuentros más o menos casuales de amigos invitados por Sócrates a aclarar sus propias ideas mediante un diálogo personal, en una charla que a veces concluye en dejar en el aire una pregunta y una inquie-tud, que invita a proseguir la investigación.

los mitos platónicos

El Sócrates de Platón es un estupendo narrador de mitos, como sabe cualquier lector de sus diálogos largos. Los mitos no sólo resultan en ellos numerosos y variados, sino que destacan en la obra platónica por su fuerza poética y plástica y su poderosa seducción. Cualquier lector del Fedón, el Banquete, el Fedro, la República, el Timeo y otros diálogos recuerda siempre esos mitos que Sócrates introduce con hábil manejo en las conversaciones y que parecen abrir unas venta-nas fantásticas hacia un horizonte que el razonamiento no llega a afirmar. Y ese es un rasgo peculiar y no poco sorprendente en un filósofo que tiene por método el análisis crítico de cualquier creencia u opinión. Ahora bien, ¿cómo Platón, un filósofo que conoce bien el racionalismo de la ilustración sofística y es discípulo del escéptico Sócrates, recurre a los relatos míticos para apoyar su teoría filosófi-ca, siendo así que el razonamiento filosófico parece desdeñar el mito, y rechazar, por su propia esencia y desde sus orígenes preso-cráticos, el modo de explicación de los mitos? ¿Por qué Platón pone en boca de Sócrates, en determinados momentos, esos relatos y así convoca aquí y allá el encanto misterioso y arcaico de los mitos? Lo hace, a menudo, con cierta cautela, advirtiendo que el mito le ha llegado de otra persona, a veces un tanto misteriosa, como la sacer-dotisa Diotima (en el discurso sobre el amor del Banquete) o el inge-nioso Aristófanes (en el mismo diálogo), o bien, como una creencia

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popular, como un «cuento de viejas», como lo presenta Sócrates a Calicles en el Gorgias.

De todos modos, advertimos que Platón no relata los mitos tradi-cionales sin más, sino que se inventa o recompone sus mitos. A veces sobre un esquema antiguo, pero con retoques oportunos. Así sucede con el mito del viaje del alma al otro mundo, tras su separación del cuerpo en la muerte, que nos encontramos en tres diálogos Gorgias, Fedón y República—. La narración mítica del destino del alma en el Hades tiene un fondo arcaico; pero Platón le da un nuevo acento al in-sistir en el premio o castigo que le aguarda en el más allá. No es un rasgo del todo nuevo, pero tiene un tono moral muy característico del encuadre platónico. Otros relatos que solemos llamar «mitos» son más bien alegorías, como es el caso del famoso mito de la caverna (en la República) o el «viaje celeste del carro alado» en el Fedro. Algunos parecen inventados por Platón —como el mito del nacimiento de Eros en el Banquete, que Sócrates atribuye a la sacerdotisa Dioti-ma—. Otros modifican un mito antiguo, como el de Prometeo, con-tado por Protágoras en el diálogo de su nombre, o el impresionante relato sobre la Atlántida del Critias. No vamos a detenernos ahora a distinguir sus tipos. En todo caso, Platón utiliza los mitos para avan-zar más allá de las fronteras del sobrio logos. Sus mitos tienen un valor funcional, un valor didáctico, son instrumentos de seducción, y creer en ellos es un «hermoso riesgo», como dice Sócrates en cierta ocasión.

El mito no es, por mismo, un discurso verificable, sino un relato del que no se puede dar cuenta y razón, en el sentido de la frase griega lógon didónai. Se enfrenta al logos y, en el tribunal de la verdad empí-rica, queda desahuciado. La filosofía, como la historia, aparece en Grecia como un saber acreditado por la experiencia y la argumenta-ción racional, prescindiendo del «repertorio mítico», arcaico y fabulo-so. Platón recupera pues, de un modo original, el mythos desdeñado por la tradición filosófica, y lo manipula al servicio de sus propias ideas. Es un instrumento didáctico y un atractivo medio de persua-sión, que apela a la imaginación y a imágenes simbólicas de poderoso encanto. El mismo filósofo que en la República condena a los poetas épicos y trágicos, los tradicionales educadores del pueblo heleno, por razones morales, y los destierra de su ciudad ideal por rememorar los mitos sobre los dioses griegos, engañadores y escandalosos, resulta ser, a su vez, un fascinante inventor de mitos, un auténtico mythopoiós, que recoge retales y figuras del acervo tradicional para luego incorporarlos

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audazmente, hábilmente recompuestos, a su doctrina política y ética.

la construcción de un sistema filosófico

Platón es, sin duda, el más grande prosista griego, y el filósofo con más genio literario. Tiene un talento dramático singular para crear escenas y dibujar personajes. Basta recordar, como ejemplos, el co-mienzo del Protágoras, el festivo coloquio del Banquete, y el tono melancólico del Fedón. Pero pone todo su ingenio imaginativo al servicio de un proyecto filosófico propio de inmenso alcance, un pro-yecto que se va configurando a lo largo de su extensa obra escrita, progresivamente, como reflejo y testimonio perenne de un pensa-miento genial. Como apuntábamos, el Sócrates de los primeros diálo-gos parece reflejar con fidelidad la figura del Sócrates histórico, a quien Platón escuchó durante su juventud y de cuya muerte se resin-tió como de un trauma, el maestro cuya voz decidió recordar una y otra vez, y a quien quiso convertir, en sus escritos, en un personaje inmor-tal. El inquietante y ágrafo Sócrates, pensador callejero, preocupado por urgentes cuestiones de ética y de lógica, empeñado en precisar conceptos y en desmontar la falsa sabiduría de los sofistas, fue para él el inolvidable ejemplo de una vida auténtica, y su irrepetible figura ofreció a Platón un punto de apoyo para iniciar su extensa aventura intelectual. Poco a poco, sin embargo, ese Sócrates amplía sus inqui-siciones y amplía sus saberes, y se hace máscara de ideas propias de Platón, que le hace portavoz de sus pensamientos. Y con esa máscara atractiva e irónica avanza en temas que están mucho más allá de los horizontes teóricos de su escéptico y ascético talante.

La obra de Platón desarrolla un universo intelectual que supera todos los intentos anteriores de filosofar, y se extiende desde la ética y la lógica hasta la teoría política (con una perspectiva utópica) y a una metafísica idealista en un prodigioso sistema, nunca cerrado y disecado en forma rígida, sino apuntado en esos diálogos que llevan siempre la huella de su genio literario. Esos escritos atestiguan una tarea crítica de muy largo aliento, cuya impronta marcará el rumbo de la filosofía oc-cidental para muchos siglos, muchos más que la duración de su escue-la, la Academia, que pervivió hasta finales del mundo antiguo. No voy a entrar aquí en análisis de esas aportaciones ni tampoco en comentar la resonancia de esa filosofía, objeto de infinitos estudios y glosas filo-sóficas. Sabemos cómo la tradición filosófica posterior está marcada por sus ideas, aceptadas y continuadas por unos y criticadas y censura-

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das por otros, de Aristóteles en adelante. Sin duda es exagerada la muy citada frase de Whitehead de que «toda la filosofía posterior es una serie de notas al pie de las páginas de Platón», pero resulta muy signi-ficativo el hecho de que un pensador moderno la haya enunciado.

El platonismo (y su vertiente más idealista, el neoplatonismo) es una corriente perenne en la tradición de la cultura occidental, pero resulta un tanto simplificador de las múltiples sugerencias de la com-pleja obra platónica. Cualquier resumen de la obra platónica, cual-quier continuación, tiende a esa simplificación. Quiero recordar unas claras líneas de Wilhelm Nestle:

La filosofía de Platón es un gran intento de enlazar lo racional con lo irracional, lo sensitivo con lo suprasensible, lo perecedero con lo impere-cedero, lo temporal con lo eterno, lo terreno con lo celeste y lo humano con lo divino. Platón descubre la respuesta a la pregunta por las definicio-nes de Sócrates al dar con lo general, con los conceptos, pero los hiposta-tiza en ideas eternas y da lugar así a un completo desdoblamiento del mundo, un dualismo que, en contraposición con las originarias concep-ciones griegas, reconoce el ser verdadero sólo en las ideas invisibles, mien-tras condena al mundo a la condición de inconsistente juego de sombras.

Eso es verdad, y tal vez ahí quedan subrayados, en ágil síntesis, los trazos más trascendentes y originales de su pensamiento. Y sin em-bargo, hay muchas cosas más, sutiles sugerencias intelectuales, poéti-cos reflejos de un mundo perdido, tanta ironía y humor y tanta ima-ginación ingeniosa en sus textos que sólo su lectura lenta nos da cabal idea de su filosofía como algo vivaz, vinculado a su entorno histórico, comprometido con la educación y la búsqueda de una vida auténtica, con el proyecto utópico de una sociedad más justa y acaso feliz. Leer a Platón puede ser siempre una enriquecedora experiencia intelec-tual, una aventura de especial atractivo y riesgo.

Y es, desde luego, una lectura que debería hacerse en traducciones fieles y bien anotadas, redactadas por buenos conocedores de la lengua griega y de la flexible prosa platónica, que tratan de reflejar no sólo el fondo de esos pensamientos, sino a la vez , y esto es esencial en un gran literato como Platón, el estilo rico en matices y el fulgor de su prosa. Creo que ese empeño lo logran muy bien las versiones castellanas aquí reunidas.

carlos garcía gual

INTRODUCCIÓN

de

antonio alegre gorri

Introducción

A Emilio Lledó, maestro de una pléyade de platónicos y platonistas.

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PLATÓN, EL CREADOR DE LAS IDEAS

Nadie mejor que Emilio Lledó, para proporcionarnos un marco que nos permita valorar la importancia de la figura de Platón en el pensa-miento occidental. El ilustre clasicista dedicó a los Diálogos platónicos las siguientes palabras:

La obra de Platón ocupa en la historia de las ideas un lugar privilegiado y único. Las páginas que siguen intentan señalar las características de este privilegio y el sentido de esta singularidad. El privilegio consiste, fundamentalmente, en el hecho de que es él quien habrá de marcar una buena parte de los derroteros por los que tendrá que desplazarse, des-pués, la filosofía. La singularidad se debe a que, antes de Platón, no po-seemos ninguna obra filosófica importante. Platón es, pues, nuestro Adán filosófico o, al menos, ha tenido que asumir este papel. [...] con Platón, la filosofía presenta su radical instalación en el lenguaje; en el lenguaje propiedad de una comunidad, objeto de controversia y análisis. Los diálogos de Platón constituyen, por ello, una de las formas más ori-ginales a través de la que nos ha llegado la filosofía. Platón aproximó lo que suele llamarse pensamiento a la forma misma en que el pensamien-to surge: el diálogo. Pero no el diálogo como posible género literario, sino como manifestación de un espacio mental en el que concurría el lenguaje, de la misma manera que en el espacio de la Pólis concurría la vida. Así, consecuente con la realidad de la época, Platón llevó a cabo, para hablarnos de sus ideas, la casi contradictoria operación de «escribir» diálogos. Porque un diálogo es, en principio, el puente que une a dos o más hombres para, a través de él, exponer unas determinadas informa-ciones e interpretaciones sobre el mundo de las cosas y de los significa-dos. En este sentido podríamos decir que, para la filosofía, «en el princi-pio fue el diálogo», o sea, la presencia viva y originaria del Logos. Y

Platón, el creador de las ideas

Introducción

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Platón, que era consciente del carácter secundario de la escritura [...] y que había heredado una tradición en la que el lenguaje escrito era simple colaborador del verdadero acto de comunicación humana, que es el len-guaje hablado, puso de manifiesto, en la escritura de sus diálogos, el ca-rácter preeminente de la vida, de la realidad, sobre el clausurado y abs-tracto universo de los signos.

vida

Familia y años de formación

La vida de Platón tiende su arco entre el año 429 (más probablemente 428-427) y el 347 a.C. Al parecer nació en Atenas, aunque Diógenes Laercio1 recoge que, según Antileo en el libro ii De los tiempos, habría nacido en Colito, y según Favorino en su Varia historia, en Egina, pues su padre había sido enviado allí a crear una colonia. Pronto los lacedemonios, que ayudaban a los eginenses, expulsaron a los ate-nienses, así que al poco tiempo Platón habría vuelto a Atenas. Sea como fuere, su infancia y juventud debieron de transcurrir en Atenas. Poco antes, en el año 431 a.C., había estallado la terrible guerra del Peloponeso, librada entre Atenas y Esparta más las póleis coaligadas con cada una de ellas; el conflicto duraría hasta el 404 a.C., con funes-tas consecuencias para Atenas, como se verá más adelante.

La familia de Platón era distinguida y adinerada; pertenecía a la aristocracia y estaba enraizada en la tierra ateniense desde sus oríge-nes, donde se confunde leyenda con realidad, cuando se forjan mitos de autoctonía. Su padre era Aristón, descendiente de Codro, el últi-mo rey de Atenas, hijo de Melanto, descendiente de Poseidón, según Trásilo. Su madre, Perictíone, era nieta de Drópidas, hermano de Solón. Perictione era hija de Glaucón, hermano de Calescro, padre del tirano Critias, y hermana de Cármides (que junto a Critias capita-neó el inicuo, antidemocrático y cruel régimen de los Treinta Tiranos). De su matrimonio con Aristón nacieron Glaucón, Adimanto, Potona y Platón. El hijo de Potona, Espeusipo, sobrino del maestro, sucedió a Platón en la Academia. Todos estos personajes han pasado a la histo-ria gracias a los diálogos de Platón. A la muerte de su marido Aristón,

1 Diógenes Laercio, Vidas y opiniones de los filósofos ilustres [trad. de C. García Gual], Madrid, Alianza, 2007, iii, 2.

Vida

Familia y años de formación

Platón, el creador de las ideas

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Perictione se casa con Pirilampo, amigo de Pericles, demócrata hasta el punto de poner el nombre de Demos a uno de sus hijos.

Su formación fue muy esmerada, como correspondía a las clases aristocráticas.2 Cultivó tanto el espíritu como el cuerpo. Estudió ma-temáticas, música y pintura, compuso ditirambos, cantos y algunas tragedias (se dice que las quemó al entrar en contacto con Sócrates, considerando que nada eran frente a la filosofía de éste). Luchó en los Juegos Ístmicos y se ejercitó en la palestra bajo la dirección de Aristón Argivo, quien le cambió el nombre de Aristocles (como su abuelo paterno) por el de Platón. Se supone que este nuevo nombre (platús significa «ancho», «esparcido», «diseminado») se debía a la buena complexión de su cuerpo o a sus anchos hombros, aunque otros dicen que a su ancha frente o a la ampulosidad de su locución y de su estilo. En filosofía aprendió sus primeras lecciones de Crátilo, discípulo de Heráclito,3 a través del cual habría conocido los poemas de Empédo-cles y las doctrinas de Anaxágoras. El mismo Platón se explaya sobre su vida familiar y su educación en algunos diálogos, especialmente en Lisis (207d y sigs.) y Protágoras (325c y sigs.).

Hacia el 407 a.C., a los veinte años, trabó relación filosófica con Sócrates. Diógenes Laercio lo cuenta así:

Se dice que Sócrates vio en sueños que tenía un cisne de poca edad en sus rodillas, que al punto desarrollaba sus alas y echaba a volar, cantando dulcemente. Y al día siguiente se encontró con Platón, y dijo que él era el ave [...]. Desde entonces, cuando tenía ya veinte años, cuentan, fue discípulo de Sócrates.4

El horizonte político y social que presidió el tiempo de las relaciones entre Sócrates y Platón, a partir del encuentro filosófico y de su rela-ción de amistad, es complejo, cambiante y áspero. Después de que Atenas se alzara triunfante frente a los persas, y habiendo fundado y dirigido la liga délica, una confederación de ciudades para defender-se de un nuevo futurible ataque persa, se convierte, bajo la democra-cia de Efialtes y Pericles, en un gran imperio talasocrático (477 a.C.).

2 Sobre la educación en Grecia, vid. I. Marrou, Histoire de l’éducation dans l’Antiquité, París Éditions du Seuil, 1955.

3 Diógenes Laercio, op. cit., iii, 4. Aristóteles, Metafísica [introducción, tra-ducción y notas de T. García Calvo], Madrid, Gredos, 1994, i, 6, 987a32.

4 Diógenes Laercio, op. cit., iii, 4.

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Esta época, el llamado siglo de Pericles, fue de gran prosperidad económica y, como suele suceder, de una brillantez cultural y artísti-ca sin parangón. Florecieron el arte (arquitectura, escultura, pintu-ra), la literatura (la tragedia: Esquilo [525-456 a.C.], Sófocles [497-406 a.C.], Eurípides [480-406 a.C.]; la comedia política: Aristófanes [445-385 a.C.]), la historiografía (Heródoto [484-425 a.C.], Tucídides [460-396 a.C.]), la filosofía (sofística: Protágoras, Gorgias, Hipias, Antifonte...), etc.

Pericles, reelegido demagogo (jefe del pueblo), gobernó entre 443 a.C. (tras eliminar definitivamente a la oposición oligárquica condenando al ostracismo al político Tucídides) y 429 a.C., año de su muerte en plena guerra del Peloponeso, víctima de la peste que asoló Atenas y en la que pereció un tercio de su población. El historiador Tucídides, en su Historia de la guerra del Peloponeso, narró la epide-mia con verismo, fuerza y minuciosidad irrepetibles.

La guerra del Peloponeso finalizó con la derrota de Atenas en 404 a.C. Antes (411 a.C.), la oligarquía se instauró por breve tiempo en Atenas con el consejo de los cuatrocientos, y la asamblea popular se redujo a los cinco mil ciudadanos más ricos. El ejército restauró la democracia (410 a.C.), pero en 404 a.C. el general espartano Lisandro derrotó a Atenas y le impuso un gobierno títere oligárquico, llamado «los Treinta Tiranos», que sembró el terror en la ciudad. Entre los Treinta Tiranos se encontraban Critias y Cármides, familiares de Pla-tón. En 403 a.C., Trasíbulo y los demócratas derrocaron a los Treinta y se restauró la democracia. En el 399 a.C., Sócrates fue procesado y condenado.

¿Quién fue Sócrates? ¿Por qué fue condenado a muerte por una democracia? La visión más extendida que se ha tenido y se sigue te-niendo de Sócrates (salvo en el caso de historiadores e investigadores sin prejuicios ideológicos) es en exceso encomiástica y exageradamen-te idealizada. Ello se debe a Platón. En muchos de sus diálogos, el Académico nos ofrece un perfil del maestro arrebatadoramente puro, un carácter idealista, sabio entre los sabios, que muere por sus ideales. También Jenofonte nos ofrece la misma visión, aunque en tono me-nor, pues menor es su pluma frente a la de Platón. Éste ha trazado de Sócrates dibujos inmarcesibles (Apología, Critón, Fedón, etc.) que se han ido transmitiendo de generación en generación, adaptándolos y aplicándolos ideológicamente en entornos idealistas, puritanos y reli-giosos. Sócrates es la autenticidad frente a la impureza de, por ejem-plo, los sofistas.

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Pero los hechos son tozudos y dicen que Sócrates fue condenado a muerte por una democracia.

Cuando en 403 a.C. los demócratas de Trasíbulo reinstauraron la democracia, concedieron una amnistía en virtud de la cual Sócrates no podía ser acusado de cargos políticos. Por eso, la acusación política se enmascaró en una religiosa y social. «Sócrates delinque al no reconocer a los dioses a los que da culto la ciudad, y al introducir nuevas divini-dades. Delinque también corrompiendo a los jóvenes.»5 Grave acusa-ción de impiedad y de alteración de importantes normas de la ciudad.

Jenofonte dice que los demócratas condenaron a Sócrates por su amistad con los tiranos y con el entorno de los mismos. En general, el círculo de Sócrates estaba formado por un thíasos de jóvenes ricos, oligarcas y enemigos del pueblo (Calias, Agatón, Critias, Cármides, Alcibíades, el filoespartano Jenofonte, Platón, etc.). Pero, además, Só-crates era un personaje atípico y su conducta chocaba con la moral y las costumbres de la época. La fuente más crítica con Sócrates es la de Aristófanes (Nubes). Quizá muchos ciudadanos atenienses identifica-ron a Sócrates como un sofista; la alta sociedad ateniense veía a los sofistas como racionalistas críticos disgregadores del conglomerado heredado de la tradición. Sócrates era tolerante con la religión tradi-cional y los ritos, pero la apelación a su daímón como rector supremo de su vida y su conducta pudo acarrearle la acusación de impiedad. Sea como fuere, es cierto que tanto Sócrates como también Platón se opusieron, desde una perspectiva elitista, a los principios fundamen-tales de la democracia, como el sorteo y la designación por mayoría.

Hay quien dice que su actitud ante el juicio lo dignifica:

Son muy pocos los hombres a los que se les presenta ocasión de ser ab-sueltos de una acusación de muerte por admitir, durante el escaso tiem-po de un juicio, ciertas contradicciones en su actitud ante la vida. Son menos aún, lógicamente, los que en la elección prefirieron la muerte. Sócrates fue uno de ellos. No es éste el lugar para destacar las conse-cuencias que su actitud ha tenido en la creación del concepto de hombre en el mundo occidental.6

5 Diógenes Laercio, op. cit., ii, «Sócrates», 17.

6 J. Calonge, «Introducción» a la Apología, en Platón, Diálogos, 1981, vol. i, pág. 146. El sistema judicial ateniense estipulaba que, en primer lugar, hablasen acusadores y acusado. Se producía una votación sobre la culpabilidad del acusado. En este caso la votación arrojó el resultado de 280 votos de culpabilidad frente a 220 de inocencia. La segunda parte consistía en la estipulación de la pena por parte de la

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Pero otros opinan:

Parece que en ese momento el resultado de la votación era ya irreversible. Sócrates había dicho más de lo que podía soportar la dignidad de un tribunal, aparte de no haber reconocido ninguna culpa y de reiterar que no había cometido ninguna injusticia. Nadie podría decir cuál fue la in-tención de Sócrates, si perdió los nervios o si se confió creyendo que se aceptaría su propuesta final de las treinta minas o si, simplemente, como afirma Jenofonte, Sócrates estaba ya cansado de vivir, o si, como sugiere Platón, Sócrates quiso mostrar ante el tribunal que él estaba por encima del vulgar temor a la muerte.7

A todos los avatares mencionados Platón se refiere en el siguiente texto de la Carta vii:

Siendo yo joven, pasé por la misma experiencia que otros muchos; pensé dedicarme a la política tan pronto como llegara a ser dueño de mis actos; y he aquí las vicisitudes de los asuntos públicos de mi patria a que hube de asistir. Siendo objeto de general censura el régimen político a la sazón imperante, se produjo una revolución; al frente de este movimiento revo-lucionario se instauraron como caudillos cincuenta y un hombres: diez en el Pireo y once en la capital, al cargo de los cuales estaba la administración pública en lo referente al ágora y a los asuntos municipales, mientras que treinta se instauraron con plenos poderes al frente del gobierno en gene-ral. Se daba la circunstancia de que algunos de éstos eran allegados y conocidos míos y, en consecuencia, requirieron al punto mi colaboración, por entender que se trataba de actividades que me interesaban. La reac-ción mía no es de extrañar, dada mi juventud; yo pensé que ellos iban a gobernar la ciudad sacándola de un régimen de vida injusto y lleván-dola a un orden mejor, de suerte que les dediqué mi más apasionada atención, a ver lo que conseguían. Y vi que en poco tiempo hicieron pa-recer bueno como una edad de oro el anterior régimen. Entre otras tro-pelías que cometieron, estuvo la de enviar a mi amigo, el anciano Sócra-

acusación y la contrapropuesta que hacía el acusado. La acusación solicitó pena de muerte. A Sócrates le correspondía hacer la contrapropuesta. Todos esperaban una contrapropuesta razonable de Sócrates para evitar su muerte, como treinta minas de multa o el destierro. Pero Sócrates, jactancioso, se burló del tribunal al solicitar pensión vitalicia en el Pritaneo, como benefactor de la ciudad. Los jueces se sintieron provocados y se pronunciaron a favor de la pena de muerte por 360 votos.

7 J. Solana Dueso, Ciudadano Sócrates, Zaragoza, Mira Editores, 2008, pág. 366.

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tes, de quien yo no tendría reparo en afirmar que fue el más justo de los hombres de su tiempo, a que, en unión de otras personas, prendiera a un ciudadano para conducirle por la fuerza a ser ejecutado, orden dada a fin de que Sócrates quedara, de grado o por fuerza, implicado en sus críme-nes; por cierto que él no obedeció, y se arriesgó a sufrir toda clase de castigos antes que hacerse cómplice de sus iniquidades. Viendo, digo, todas estas cosas y otras semejantes de la mayor gravedad, lleno de indig-nación me inhibí de las torpezas de aquel período. No mucho tiempo después cayó la tiranía de los Treinta y todo el sistema político imperante. De nuevo, aunque ya menos impetuosamente, me arrastró el deseo de ocuparme de los asuntos públicos de la ciudad. Ocurrían desde luego también bajo aquel gobierno, por tratarse de un período turbulento, mu-chas cosas que podrían ser objeto de desaprobación; y nada tiene de ex-traño que, en medio de una revolución, ciertas gentes tomaran venganzas excesivas de algunos adversarios. No obstante, los entonces repatriados observaron una considerable moderación. Pero dio también la casualidad de que algunos de los que estaban en el poder llevaron a los tribunales a mi amigo Sócrates, a quien acabo de referirme, bajo la acusación más inicua y que menos le cuadraba: en efecto, unos acusaron de impiedad y otros condenaron y ejecutaron al hombre que un día no consintió en ser cómplice del ilícito arresto de un partidario de los entonces proscritos, en ocasión en que ellos padecían las adversidades del destierro. Al observar yo cosas como éstas y a los hombres que ejercían los poderes públicos, así como las leyes y las costumbres, cuanto con mayor atención lo examina-ba, al mismo tiempo que mi edad iba adquiriendo madurez, tanto más difícil consideraba administrar los asuntos públicos con rectitud; no me parecía, en efecto, que fuera posible hacerlo sin contar con amigos y co-laboradores dignos de confianza; encontrar quienes lo fueran no era fácil, pues ya la ciudad no se regía por las costumbres y prácticas de nuestros antepasados, y adquirir otros nuevos con alguna facilidad era imposible; por otra parte, tanto la letra como el espíritu de las leyes se iba corrom-piendo y el número de ellas crecía con extraordinaria rapidez. De esta suerte, yo, que al principio estaba lleno de entusiasmo por dedicarme a la política, al volver mi atención a la vida pública y verla arrastrada en todas direcciones por toda clase de corrientes, terminé por verme atacado de vértigo, y si bien no prescindí de reflexionar sobre la manera de poder introducir una mejora en ella, y en consecuencia en la totalidad del siste-ma político, dejé, sin embargo, de esperar sucesivas oportunidades de intervenir activamente; y terminé por adquirir el convencimiento con respecto a todos los Estados actuales de que están, sin excepción, mal

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gobernados; en efecto, lo referente a su legislación no tiene remedio sin una extraordinaria reforma, acompañada además de suerte para implan-tarla. Y me vi obligado a reconocer, en alabanza de la verdadera filosofía, que de ella depende el obtener una visión perfecta y total de lo que es justo, tanto en el terreno político como en el privado, y que no cesará en sus males el género humano hasta que los que son recta y verdaderamente filósofos ocupen los cargos públicos, o bien los que ejercen el poder en los Estados lleguen, por especial favor divino, a ser filósofos en el auténtico sentido de la palabra. (Carta vii, 324b-326b.)8

La conclusión de Platón es la formulación de su famosa teoría de los filósofos-reyes o los reyes-filósofos que más adelante comentaremos.

Pero puesto que Sócrates era un filósofo, ¿cuáles fueron sus apor-taciones al respecto? Fundamentalmente tres: la mayéutica, el intelec-tualismo moral y la tecnificación de la política. Los sofistas sostenían que el significado y la esencia de los conceptos morales —justicia, bondad, belleza, valor, etc.— dependían de las comunidades y de las circunstancias. Así, en una comunidad concreta, unas conductas son valerosas, pero en otra no. Y en un momento determinado una acción puede ser valerosa, pero no en otro (teoría del kairós, el momento opor-tuno). Por el contrario, Sócrates creía que dichos conceptos eran ideas innatas en el alma de los hombres. Todos, en nuestro interior, sabe-mos, por encima de cualquier circunstancia, qué es bueno y qué es justo. Hemos de indagar en nuestra alma para hacerlo patente. De ahí la importancia que Sócrates confería al precepto de Delfos «conócete a ti mismo». Las más de las veces, ideologías, conglomerados hereda-dos, intereses, vanidades y egoísmos nos impiden ver la esencia de los conceptos morales innatos. Entonces Sócrates preguntaba a los inter-locutores, los interrogaba hasta llevarlos a la contradicción o bien hasta una perplejidad sin esperanza. Así, desarmados, podían comen-zar a intentar buscar la verdad. Actuaba Sócrates en el alma de las gentes como hacían las parteras en el cuerpo de las mujeres: ayudaban a dar a luz (ése es el significado de mayéutica). El mejor texto platóni-co sobre la mayéutica socrática (que obviamente Platón pone en boca del maestro) se halla en el Teeteto (150b-151d). Todos los hombres desean la felicidad, ésta se encuentra en el bien. Por tanto, conocer el bien implica su realización, mientras que el mal se hace por descono-cimiento del bien.

8 Carta vii [trad. de M. Toranzo], Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1954.

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Como Sócrates sólo se preocupaba de fundamentar la validez y la universalidad de los conceptos morales, que se hallan en el alma, despreciando, por decepción ante sus resultados materialistas, la filo-sofía de la naturaleza (vid. Fedón, 96a-100a), se puede decir que in-ventó la anthropíné sophía, la antropología. Cicerón lo plasmó con acierto y belleza cuando escribió que Sócrates hizo bajar la filosofía del cielo a la tierra (Disputaciones tusculanas, v, 4, 10-11).

La esencia y la grandeza de la democracia ateniense radicaban en la libertad de la palabra y de la toma de decisiones en la asamblea, y de los sorteos para ocupar representaciones en algunas importantes institu-ciones. Por el contrario, Sócrates y Platón sostenían que la competencia política es semejante a cualquier otra habilidad de carácter técnico. Así, de la misma manera que los técnicos y especialistas en medicina, arqui-tectura, escultura, etc., son los competentes y a ellos se les debe encargar la realización de las obras, a los especialistas en virtud y en saber polí-tico se les debe entregar la dirección de la ciudad. Esta manera de ar-gumentar entraña una gran falacia elitista. Todos saben lo que desean para el bienestar de los ciudadanos, y para lograrlo votan en unos casos a técnicos y en otros sortean, pues para la culpabilidad o no de acciones punibles, un juicio popular es mejor que un juicio de técnicos.

Semejante concepción «científica» de la política debió de sorprender en una Atenas en la que se justificaba la democracia poniendo de relieve que la esencia de la comunidad política reside en la institucionalización del debate público.9

El intento socrático-platónico de tecnificar la virtud política trasluce una mentalidad elitista y aristocrática que atenta contra las raíces esenciales de la democracia, tanto la ateniense como la de todos los tiempos.

Años de viajes y de magisterio. Fundación de la Academia

Tras la muerte de Sócrates (399 a.C.), narrada por el propio Platón en el Fedón, pero a la que no asistió porque estaba enfermo, éste se refu-gió juntamente con otros socráticos en Megara, cerca de Atenas, donde conoció al filósofo Euclides; se dirigió luego a Cirene, donde oyó las lecciones del matemático Teodoro, quien más tarde lo condujo a

9 M. Canto-Sperber, Sócrates. El saber griego, Madrid, Akal, 2000, pág. 589.

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la matemática y a la geometría. El académico lo inmortalizó en el Teeteto.10 Pasó a Italia, donde se relacionó con círculos pitagóricos (Filolao, Eurito) que le influirían de manera decisiva. Sabemos por Diógenes Laercio y Plutarco que viajó a Egipto «para visitar a los profetas o adivinos». Según Plutarco (Vidas paralelas, Solón 2, 8), se costeó el viaje en especies, pues pagó con tinajas de aceite de sus olivos que vendió en el mercado.11

Pero los viajes más relevantes fueron los que realizó a Siracusa (Sicilia). En 389/388 a.C. Platón viajó por vez primera a la capital de Si-cilia.12 Antes de llegar a Siracusa, pasó por Tarento para conocer y entablar relación con el político-filósofo Arquitas, cuya personalidad intelectual «fue importante para el mismo desarrollo intelectual de Platón».13 Parece que se inspiró en Arquitas para su teoría de los fi-lósofos-reyes.

En Siracusa gobernaba el general Dionisio I, que tras expulsar a los cartagineses que asediaban la ciudad (405), había sido proclamado tirano. Nada claro está el motivo que impulsó a Platón a efectuar ese primer viaje a Siracusa. Es cierto que cuando emprendió el viaje su estado de ánimo era de profundo desencanto en cuanto a las posibili-dades de actuar en la política de Atenas. La corte siracusana era, por su riqueza y su esplendor, centro de acogida de personalidades rele-vantes, artistas, etc. A lo mejor Platón pensaba que podía influir en un tirano para que impulsase algunas de las medidas que estaba ma-durando y que pronto se plasmarían en el ideario de la fundación de la Academia y en su diálogo fundamental, la República.

Pero lo cierto es que, una vez en Siracusa, se sintió «apasionada-mente atraído»14 por el joven Dión, cuya hermana Aristómaca era la mujer de Dionisio.

Platón lo describe [a Dión] como un joven de unas cualidades intelectua-les y morales de carácter excepcional y el discípulo perfecto a quien po-día abrir su corazón sobre sus propios ideales políticos. Dión absorbió

10 Para el tema de los viajes de Platón, vid. W. K. C. Guthrie, 1988, vol. iv: Platón, el hombre y sus diálogos, primera época.

11 Para el interés de Platón en los temas y mitos de Egipto, vid. J. Kerschen-steiner, Platon und der Orient, Stuttgart, 1945.

12 «Cuando yo llegué a Siracusa por primera vez, tenía cuarenta años.» (Carta vii, 1954, 324a.)

13 E. Lledó, 1981, pág. 125.

14 Expresión de Guthrie.

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con entusiasmo la doctrina socrática de la superioridad de la virtud sobre el placer y el lujo y renunció a los relajados hábitos que se estilaban en Italia y Sicilia, con lo que se ganó, en vida de Dionisio, cierta impopula-ridad en los círculos de la corte.15

Dión marcó la vida de Platón y los sucesos del devenir político en Sira-cusa. Su estancia en la ciudad finalizó en 387, cuando, tras fuertes des-avenencias con el tirano, intentó retornar a Atenas. Se dice que Dionisio vendió a Platón como esclavo, pero en Egina fue comprado o por el ci-renaico Anníceris o por algún anónimo que lo conocía, para liberarlo.16

Cuando tras los avatares del viaje, Platón llegó a Atenas, fundó la Academia en 387:

Para saber qué era lo justo en relación con los Estados y los individuos eran necesarias una educación rigurosa y una búsqueda imparcial de la verdad, que se llevaran a cabo lejos de la confusión y de los prejuicios de la política activa: en otras palabras, sólo era posible para los filósofos o amantes de la sabiduría. Si los únicos gobernantes buenos son los filósofos, su deber en tales circunstancias no era sumergirse en la vorágine de la política, sino hacer cuanto pudiera por convertirse en filósofo él mismo y por convertir a otros posibles gobernantes. La primera tarea era edu-cativa, y fundó la Academia.17

Para ello escogió un terreno situado junto al gimnasio y los jardines dedicados al héroe Academos o Hecademo. Para crear una institu-ción de esas características, con locales, edificios, jardines, etc., se necesitaba en Atenas un requisito legal consistente en registrarla como un thíasos, es decir, como una asociación dedicada a alguna divinidad. Platón la dedicó a las musas.18 Creo que la Academia estaba inspirada en las comunidades pitagóricas. Era una conjun-ción de formación filosófico-científica con una visión religiosa, as-cética y dietética de la vida y una orientación política. Una actividad esencial en la institución eran las comidas en común (syssítia), en las que aunaban la alimentación sana con conversaciones filosóficas.

15 W. K. C. Guthrie, 1988, vol. iv, págs. 28-29.

16 Vid. K. von Fritz, Platon in Sizilien und das Problem der Philosophenherrschaft, Berlín, Walter de Gruyter and co,1968.

17 W. K. C. Guthrie, 1988, vol. iv, págs. 29-30.

18 Vid. I. Marrou, Histoire de l’éducation dans l’Antiquité, París, Éditions du Seuil, 1955.

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