ZALACAÍN EL AVENTURERO

PÍO BAROJA

PRÓLOGO

CÓMO ERA LA VILLA DE URBIA EN EL ÚLTIMO TERCIO DEL SIGLO XIX

Una muralla de piedra, negruzca y alta rodea a Urbia. Esta muralla sigue a lo largo del camino real, limita el pueblo por el Norte y al llegar al río se tuerce, tropieza con la iglesia, a la que coge, dejando parte del ábside fuera de su recinto, y después escala una altura y envuelve la ciudad por el Sur.

Hay todavía, en los fosos, terrenos encharcados con hierbajos y espadañas, poternas llenas de hierros, garitas desmochadas, escalerillas musgosas, y alrededor, en los glacis, altas y románticas arboledas, malezas y boscajes y verdes praderas salpicadas de florecillas. Cerca, en la aguda colina a cuyo pie se sienta el pueblo, un castillo sombrío se oculta entre gigantescos olmos.

Desde el camino real, Urbia aparece como una agrupación de casas decrépitas, leprosas, inclinadas, con balcones corridos de madera y miradores que asoman por encima de la negra pared de piedra que las circunda.

Tiene Urbia una barriada vieja y otra nueva. La barriada vieja, la calle, como se le llama por antonomasia en vascuence, está formada, principalmente, por dos callejuelas estrechas, sinuosas y en cuesta que se unen en la plaza.

El pueblo viejo, desde la carretera, traza una línea quebrada de tejados torcidos y mugrientos, que va descendiendo desde el Castillo hasta el río. Las casas, encaramadas en la cintura de piedra de la ciudad, parece a primera vista que se encuentran en una posición estrecha é incómoda, pero no es así, sino todo lo contrario, porque, entre el pie de las casas y los muros fortificados, existe un gran espacio ocupado por una serie de magníficas huertas. Tales huertas, protegidas de los vientos fríos, son excelentes. En ellas se pueden cultivar plantas de zona cálida como naranjos y limoneros.

La muralla, por la parte interior que da a las huertas, tiene un camino formado por grandes losas, especie de acera de un metro de ancho con su barandado de hierro.

En los intersticios de estas losas viejas, y desgastadas por las lluvias, crecen la venenosa cicuta y el beleño; junto a las paredes brillan, en la primavera, las flores amarillentas del diente del león y del verbasco, los gladiolos de hermoso color carmesí y las digitales purpúreas. Otros muchos hierbajos, mezclados con ortigas y amapolas, se extienden por la muralla y adornan con su verdura y con sus constelaciones de flores pequeñas y simples las almenas, las aspilleras y los matacanes.

Durante el invierno, en las horas de sol, algunos viejos de la vecindad, con traje de casa y zapatillas, pasean por la cornisa, y al llegar Marzo o Abril contemplan los progresos de los hermosos perales y melocotoneros de las huertas.

Observan también, disimuladamente, por las aspilleras, si viene algún coche o carro al pueblo, si hay novedades en las casas de la barriada nueva, no sin cierta hostilidad, porque todos los habitantes del interior sienten una obscura y mal explicada antipatía por sus convecinos de extra-muros.

La cintura de piedra del pueblo viejo se abre en unos sitios por puertas ojivales; en otros se rompe irregularmente, dejando un boquete que por días se ve agrandarse.

En algunas de las puertas, debajo, de la ojiva primitiva, se hizo posteriormente, no se sabe con qué objeto, un arco de medio punto.

En las piedras de las jambas quedan empotrados hierros que sirvieron para las poternas. Los puentes levadizos están substituídos por montones de tierra que rellenan el foso hasta la necesaria altura.

Urbia ofrece aspectos varios según el sitio de donde se le contemple; desde lejos y viniendo desde la carretera, sobre todo al anochecer, tiene la apariencia de un castillo feudal; la ciudadela sombría, envuelta entre grandes árboles, prolongada después por el pueblo con sus muros fortificados que chorrean agua, presentan un aspecto grave y guerrero; en cambio, desde el puente y un día de sol, Urbia no da ninguna impresión fosca, por el contrario, parece una diminuta Florencia, asentada en las orillas de un riachuelo claro, pedregoso, murmurador y de rápida corriente.

Las dos filas de casas bañadas por el río son casas viejas con galerías y miradores negruzcos, en los cuales cuelgan ropas puestas a secar, ristras de ajos y de pimientos. Estas galerías tienen en un extremo una polea y un cubo para subir agua. Al finalizar las casas, siguiendo las orillas del río, hay algunos huertos, por cuyas tapias verdosas surgen cipreses altos, delgados y espirituales, lo que da a este rincón un mayor aspecto florentino.

Urbia intra-muros se acaba pronto; fuera de las dos calles largas, solo tiene callejones húmedos y estrechos y la plaza. Esta es una encrucijada lóbrega, constituida por una pared de la iglesia con varias rejas tapiadas, por la Casa del Ayuntamiento con sus balcones volados y su gran portón coronado por el escudo de la villa, y por un caserón enorme en cuyo bajo se halla instalado el almacén de Azpillaga.

El almacén de Azpillaga, donde se encuentra de todo, debe dar a los aldeanos la impresión de una caja de Pandora, de un mundo inexplorado y lleno de maravillas. A la puerta de casa de Azpillaga, colgando de las negras paredes, suelen verse chisteras para jugar a la pelota, albardas, jáquimas, monturas de estilo andaluz; y en las ventanas, que hacen de escaparate frascos con caramelos de color, aparejos complicados de pesca, con su corcho rojo y sus cañas, redes sujetas a un mango, marcos de hojadelata, santos de yeso y de latón y estampas viejas, sucias por las moscas.

En el interior hay ropas, mantas, lanas, jamón, botellas de Chartreuse falsificado, loza fina… El Museo Británico no es nada, en variedad, al lado de este almacén.

A la puerta suele pasearse Azpillaga, grueso, majestuoso, con su aire clerical, unas mangas azules y su boina. Las dos calles principales de Urbia son estrechas, tortuosas y en cuesta. La mayoría de los vecinos de esas dos calles son labradores, alpargateros y carpinteros de carros. Los labradores, por la mañana, salen al campo con sus yuntas. Al despertar el pueblo, al amanecer, se oyen los mugidos de los bueyes; luego, los alpargateros sacan su banco a la acera, y los carpinteros trabajan en medio de la calle en compañía de los chiquillos, de las gallinas y de los perros.

Algunas de las casas de las dos calles principales muestran su escudo, otras, sentencias escritas en latín, y la generalidad, un número, la fecha en que se hicieron y el nombre del matrimonio que las mandó construir…

Hoy, el pueblo lo forma casi exclusivamente la parte nueva, limpia, coquetona, un poco presuntuosa. El verano cruzan la carretera un sin fin de automóviles y casi todos se paran un momento en la casa de Ohando, convertido en Gran Hotel de Urbia. Algunas señoritas, apasionadas por lo pintoresco, mientras el grueso papá escribe postales en el hotel, suben las escaleras del portal de la Antigua, recorren las dos calles principales de la ciudad y sacan fotografías de los rincones que les parecen románticos y de los grupos de alpargateros que se dejan retratar sonriendo burlonamente.

Hace cuarenta años la vida en Urbia era pacífica y sencilla; los domingos había el acontecimiento de la misa mayor, y por la tarde el acontecimiento de las vísperas. Después, en un prado anejo a la Ciudadela y del cual se había apoderado la villa, iba el tamborilero y la gente bailaba alegremente, al son del pito y del tamboril, hasta que el toque del Ángelus terminaba con la zambra y los campesinos volvían a sus casas después de hacer una estación en la taberna.

LIBRO PRIMERO

La infancia de Zalacaín

CAPÍTULO PRIMERO

CÓMO VIVIÓ Y SE EDUCÓ MARTÍN ZALACAÍN

Un camino en cuesta baja de la Ciudadela pasa por encima del cementerio y atraviesa el portal de Francia. Este camino, en la parte alta, tiene a los lados varias cruces de piedra, que terminan en una ermita y por la parte baja, después de entrar en la ciudad, se convierte en calle. A la izquierda del camino, antes de la muralla, había hace años un caserío viejo, medio derruído, con el tejado terrero lleno de pedruscos y la piedra arenisca de sus paredes desgastada por la acción de la humedad y del aire. En el frente de la decrépita y pobre casa, un agujero indicaba dónde estuvo en otro tiempo el escudo, y debajo de él se adivinaban, más bien que se leían, varias letras que componían una frase latina: Post funera virtus vivit.

En este caserío nació y pasó los primeros años de su infancia Martín
Zalacaín de Urbia, el que, más tarde, había de ser llamado Zalacaín el
Aventurero; en este caserío soñó sus primeras aventuras y rompió los
primeros pantalones.

Los Zalacaín vivían a pocos pasos de Urbia, pero ni Martín ni su familia eran ciudadanos; faltaban a su casa unos metros para formar parte de la villa.

El padre de Martín fué labrador, un hombre obscuro y poco comunicativo, muerto en una epidemia de viruelas; la madre de Martín tampoco era mujer de carácter; vivió en esa obscuridad psicológica normal entre la gente del campo, y pasó de soltera a casada y de casada a viuda con absoluta inconsciencia. Al morir su marido, quedó con dos hijos Martín y una niña menor, llamada Ignacia.

El caserío donde habitaban los Zalacaín pertenecía a la familia de
Ohando, familia la más antigua aristocrática y rica de Urbia.

Vivía la madre de Martín casi de la misericordia de los Ohandos.

En tales condiciones de pobreza y de miseria, parecía lógico que, por herencia y por la acción del ambiente, Martín fuese como su padre y su madre, obscuro, tímido y apocado; pero el muchacho resultó decidido, temerario y audaz.

En esta época, los chicos no iban tanto a la escuela como ahora, y Martín pasó mucho tiempo sin sentarse en sus bancos. No sabía de ella más si no que era un sitio obscuro, con unos cartelones blancos en las paredes, lo cual no le animaba a entrar. Le alejaba también de aquel modesto centro de enseñanza el ver que los chicos de la calle no le consideraban como uno de los suyos, a causa de vivir fuera del pueblo y de andar siempre hecho un andrajoso.

Por este motivo les tenía algún odio; así que cuando algunos chiquillos de los caseríos de extramuros entraban en la calle y comenzaban a pedradas con los ciudadanos, Martín era de los más encarnizados en el combate; capitaneaba las hordas bárbaras, las dirigía y hasta las dominaba.

Tenía entre los demás chicos el ascendiente de su audacia y de su temeridad. No había rincón del pueblo que Martín no conociera. Para él, Urbia era la reunión de todas las bellezas, el compendio de todos los intereses y magnificencias.

Nadie se ocupaba de él, no compartía con los demás chicos la escuela y huroneaba por todas partes. Su abandono le obligaba a formarse sus ideas espontáneamente y a templar la osadía con la prudencia.

Mientras los niños de su edad aprendían a leer, él daba la vuelta a la muralla, sin que le asustasen las piedras derrumbadas, ni las zarzas que cerraban el paso.

Sabía dónde había palomas torcaces é intentaba coger sus nidos, robaba fruta y cogía moras y fresas silvestres.

A los ocho años, Martín gozaba de una mala fama digna ya de un hombre. Un día, al salir de la escuela, Carlos Ohando, el hijo de la familia rica que dejaba por limosna el caserío a la madre de Martín, señalándole con el dedo, gritó:

—¡Ese! Ese es un ladrón.

—¡Yo!—exclamó Martín.

—Tú, sí. El otro día te vi que estabas robando peras en mi casa. Toda tu familia es de ladrones.

Martín, aunque respecto a él no podía negar la exactitud del cargo, creyó no debía permitir este ultraje dirigido a los Zalacaín y, abalanzándose sobre el joven Ohando, le dió una bofetada morrocotuda. Ohando contestó con un puñetazo, se agarraron los dos y cayeron al suelo, se dieron de trompicones, pero Martín, más fuerte, tumbaba siempre al contrario. Un alpargatero tuvo que intervenir en la contienda y, a puntapiés y a empujones, separó a los dos adversarios. Martín se separó triunfante y el joven Ohando, magullado y maltrecho, se fué a su casa.

La madre de Martín, al saber el suceso, quiso obligar a su hijo a presentarse en casa de Ohando y a pedir perdón a Carlos, pero Martín afirmó que antes lo matarían. Ella tuvo que encargarse de dar toda clase de excusas y explicaciones a la poderosa familia.

Desde entonces, la madre miraba a su hijo como a un réprobo.

—¡De dónde ha salido este chico así!—decía, y experimentaba al pensar en él un sentimiento confuso de amor y de pena, solo comparable con el asombro y la desesperación de la gallina, cuando empolla huevos de pato y ve que sus hijos se zambullen en el agua sin miedo y van nadando valientemente.

CAPÍTULO II

DONDE SE HABLA DEL VIEJO CÍNICO MIGUEL DE TELLAGORRI

Algunas veces, cuando su madre enviaba por vino o por sidra a la taberna de Arcale a su hijo Martín, le solía decir:

—Y si le encuentras, al viejo Tellagorri, no le hables, y si te dice algo, respóndele a todo que no.

Tellagorri, tío-abuelo de Martín, hermano de la madre de su padre, era un hombre flaco, de nariz enorme y ganchuda, pelo gris, ojos grises, y la pipa de barro siempre en la boca. Punto fuerte en la taberna de Arcale, tenía allí su centro de operaciones, allí peroraba, discutía y mantenía vivo el odio latente que hay entre los campesinos por el propietario.

Vivía el viejo Tellagorri de una porción de pequeños recursos que él se agenciaba, y tenía mala fama entre las personas pudientes del pueblo. Era, en el fondo, un hombre de rapiña, alegre y jovial, buen bebedor, buen amigo y en el interior de su alma bastante violento para pegarle un tiro a uno o para incendiar el pueblo entero.

La madre de Martín presintió que, dado el carácter de su hijo, terminaría haciéndose amigo de Tellagorri, a quien ella consideraba como un hombre siniestro. Efectivamente, así fué; el mismo día en que el viejo supo la paliza que su sobrino había adjudicado al joven Ohando, le tomó bajo su protección y comenzó a iniciarle en su vida.

El mismo señalado día en que Martín disfrutó de la amistad de Tellagorri, obtuvo también la benevolencia de Marqués. Marqués era el perro de Tellagorri, un perro chiquito, feo, contagiado hasta tal punto con las ideas, preocupaciones y mañas de su amo, que era como él; ladrón, astuto, vagabundo, viejo, cínico, insociable é independiente. Además, participaba del odio de Tellagorri por los ricos, cosa rara en un perro. Si Marqués entraba alguna vez en la iglesia, era para ver si los chicos habían dejado en el suelo de los bancos donde se sentaban algún mendrugo de pan, no por otra cosa. No tenía veleidades místicas. A pesar de su título aristocrático, Marqués, no simpatizaba ni con el clero ni con la nobleza. Tellagorri le llamaba siempre Marquesch, alteración que en vasco parece más cariñosa.

Tellagorri poseía un huertecillo que no valía nada, según los inteligentes, en el extremo opuesto de su casa, y para ir a él le era indispensable recorrer todo el balcón de la muralla. Muchas veces le propusieron comprarle el huerto, pero él decía que le venía de familia y que los higos de sus higueras eran tan excelentes, que por nada del mundo vendería aquel pedazo de tierra.

Todo el mundo creía que conservaba el huertecillo para tener derecho de pasar por la muralla y robar, y esta opinión no se hallaba, ni mucho menos, alejada de la realidad.

Tellagorri era de la familia de los Galchagorris, la familia de los pantalones colorados, y este consonante, entre el mote de su familia y su nombre había servido al padre de la sacristana, viejo chusco que odiaba a Tellagorri, de motivo a una canción que hasta los chicos la sabían y que mortificaba profundamente a Tellagorri.

La canción decía así:

        Tellagorri
        Galchagorri
        Ongui etorri
        Onera.
        Ostutzale
        Erantzale
        Nescatzale
        Zu cerá.

(Tellagorri, Galchagorri, bien venido seas aquí. Aficionado a robar, aficionado a beber aficionado a las muchachas, eres tú.)

Tellagorri, al oir la canción, fruncía el entrecejo y se ponía serio.

Tellagorri era un individualista convencido, tenía el individualismo del vasco reforzado y calafateado por el individualismo de los Tellagorris.

—Cada cual que conserve lo que tenga y que robe lo que pueda—decía.

Ésta era la más social de sus teorías, las más insociables se las callaba.

Tellagorri no necesitaba de nadie para vivir. Él se hacía la ropa, él se afeitaba y se cortaba el pelo, se fabrica las abarcas, y no necesitaba de nadie, ni de mujer ni de hombre. Así al menos lo aseguraba él.

Tellagorri, cuando le tomó por su cuenta a Martín, le enseñó toda su ciencia. Le explicó la manera de acogotar una gallina sin que alborotase, le mostró la manera de coger los higos y las ciruelas de las huertas sin peligro de ser visto, y le enseñó a conocer las setas buenas de las venenosas por el color de la hierba en donde se crían.

Esta cosecha de setas y la caza de caracoles constituía un ingreso para
Tellagorri, pero el mayor era otro.

Había en la Ciudadela, en uno de los lienzos de la muralla, un rellano formado por tierra, al cual parecía tan imposible llegar subiendo como bajando. Sin embargo, Tellagorri dió con la vereda para escalar aquel rincón y, en este sitio recóndito y soleado, puso una verdadera plantación de tabaco, cuyas hojas secas vendía al tabernero Arcale.

El camino que llevaba a la plantación de tabaco del viejo, partía de una heredad de los Ohandos y pasaba por un foso de la Ciudadela. Abriendo una puerta vieja y carcomida que había en este foso, por unos escalones cubiertos de musgo, se llegaba al rincón de Tellagorri.

Este camino subía apoyándose en las gruesas raíces de los árboles, constituyendo una escalera de desiguales tramos, metida en un túnel de ramaje.

En verano, las hojas lo cubrían por completo. En los días calurosos de Agosto se podía dormir allí a la sombra, arrullado por el piar de los pájaros y el rezongar de los moscones.

El foso era lugar también interesante para Martín; las paredes estaban cubiertas de musgos rojos, amarillos y verdes; entre las piedras nacían la lechetrezna, el beleño y el yezgo, y los grandes lagartos tornasolados se tostaban al sol. En los huecos de la muralla tenían sus nidos las lechuzas y los mochuelos.

Tellagorri explicaba todo detenidamente a Martín.

Tellagorri era un sabio, nadie conocía la comarca como él, nadie dominaba la geografía del río Ibaya, la fauna y la flora de sus orillas y de sus aguas como este viejo cínico.

Guardaba, en los agujeros del puente romano, su aparejo y su red para cuando la veda; sabía pescar al martillo, procedimiento que se reduce a golpear algunas losas del fondo del río y luego a levantarlas, con lo que quedan las truchas que han estado debajo inmóviles y aletargadas.

Sabía cazar los peces a tiros; ponía lazos a las nutrias en la cueva de Amaviturrieta, que se hunde en el suelo y está a medias llena de agua; echaba las redes en Ocin beltz, el agujero negro en donde el río se embalsa; pero no empleaba nunca la dinamita porque, aunque vagamente, Tellagorri amaba la Naturaleza y no quería empobrecerla.

Le gustaba también a este viejo embromar a la gente: decía que nada gustaba tanto a las nutrias como un periódico con buenas noticias, y aseguraba que si se dejaba un papel a la orilla del río, estos animales salen a leerlo; contaba historias extraordinarias de la inteligencia de los salmones y de otros peces. Para Tellagorri, los perros si no hablaban era porque no querían, pero él los consideraba con tanta inteligencia como una persona. Este entusiasmo por los canes le había impulsado a pronunciar esta frase irrespetuosa:

—«Yo le saludo con más respeto a un perro de aguas, que al señor párroco.»

La tal frase escandalizó el pueblo.

Había gente que comenzaba a creer que Tellagorri y Voltaire eran los causantes de la impiedad moderna.

Cuando no tenían, el viejo y el chico, nada que hacer, iban de caza con Marquesch al monte. Arcale le prestaba a Tellagorri su escopeta. Tellagorri, sin motivo conocido, comenzaba a insultar a su perro. Para esto siempre tenía que emplear el castellano:

—¡Canalla! ¡Granuja!—le decía—. ¡Viejo cochino! ¡Cobarde!

Marqués contestaba a los insultos con un ladrido suave, que parecía una quejumbrosa protesta, movía la cola como un péndulo y se ponía a andar en zig-zag, olfateando por todas partes. De pronto veía que algunas hierbas se movían y se lanzaba a ellas como una flecha.

Martín se divertía muchísimo con estos espectáculos. Tellagorri lo tenía como acompañante para todo, menos para ir a la taberna; allí no le quería a Martín. Al anochecer, solía decirle, cuando él iba a perorar al parlamento de casa de Arcale:

—Anda, vete a mi huerta y coge unas peras de allí, del rincón, y llévatelas a casa. Mañana me darás la llave.

Y le entregaba un pedazo de hierro que pesaba media tonelada por lo menos.

Martín recorría el balcón de la muralla. Así sabía que en casa de Tal habían plantado alcachofas y en la de Cual judías. El ver las huertas y las casas ajenas desde lo alto de la muralla, y el contemplar los trabajos de los demás, iba dando a Martín cierta inclinación a la filosofía y al robo.

Como en el fondo el joven Zalacaín era agradecido y de buena pasta, sentía por su viejo Mentor un gran entusiasmo y un gran respeto. Tellagorri lo sabía, aunque daba a entender que lo ignoraba; pero en buena reciprocidad, todo lo que comprendía que le gustaba al muchacho o servía para su educación, lo hacía si estaba en su mano.

¡Y qué rincones conocía Tellagorri! Como buen vagabundo era aficionado a la contemplación de la Naturaleza. El viejo y el muchacho subían a las alturas de la Ciudadela, y allá, tendidos sobre la hierba y las aliagas, contemplaban el extenso paisaje. Sobre todo, las tardes de primavera era una maravilla. El río Ibaya, limpio, claro, cruzaba el valle por entre heredades verdes, por entre filas de álamos altísimos, ensanchándose y saltando sobre las piedras, estrechándose después, convirtiéndose en cascada de perlas al caer por la presa del molino. Cerraban el horizonte montes ceñudos y en los huertos se veían arboledas y bosquecillos de frutales.

El sol daba en los grandes olmos de follaje espeso de la Ciudadela y los enrojecía y los coloreaba con un tono de cobre.

Bajando desde lo alto, por senderos de cabras, se llegaba a un camino que corría junto a las aguas claras del Ibaya. Cerca del pueblo, algunos pescadores de caña, se pasaban la tarde sentados en la orilla y las lavanderas, con las piernas desnudas metidas en el río, sacudían las ropas y cantaban.

Tellagorri conocía de lejos a los pescadores.—Allí están Tal y Tal, decía—. Seguramente no han pescado nada. No se reunía con ellos; él sabía un rincón perfumado por las flores de las acacias y de los espinos que caía sobre un sitio en donde el río estaba en sombra y a donde afluían los peces.

Tellagorri le curtía a Martín, le hacía andar, correr, subirse a los árboles, meterse en los agujeros como un hurón, le educaba a su manera, por el sistema pedagógico de los Tellagorris que se parecía bastante al salvajismo.

Mientras los demás chicos estudiaban la doctrina y el catón, él contemplaba los espectáculos de la Naturaleza, entraba en la cueva de Erroitza en donde hay salones inmensos llenos de grandes murciélagos que se cuelgan de las paredes por las uñas de sus alas membranosas, se bañaba en Ocin beltz, a pesar de que todo el pueblo consideraba este remanso peligrosísimo, cazaba y daba grandes viajatas.

Tellagorri hacía que su nieto entrara en el río cuando llevaban a bañar los caballos de la diligencia, montado en uno de ellos.

—¡Más adentro! ¡Más cerca de la presa, Martín!—le decía.

Y Martín, riendo, llevaba los caballos hasta la misma presa.

Algunas noches, Tellagorri, le llevó a Zalacaín al cementerio.

—Espérame aquí un momento—le dijo.

—Bueno.

Al cabo de media hora, al volver por allí le preguntó:

—¿Has tenido miedo, Martín?

—¿Miedo de qué?

¡Arrayua! Así hay que ser—decía Tellagorri—. Hay que estar firmes, siempre firmes.

CAPÍTULO III

LA REUNIÓN DE LA POSADA DE ARCALE

La posada de Arcale estaba en la calle del castillo y hacía esquina al callejón Oquerra. Del callejón se salía al portal de la Antigua; hendidura estrecha y lóbrega de la muralla que bajaba por una rampa en zig-zag al camino real. La casa de Arcale era un caserón de piedra hasta el primer piso, y lo demás de ladrillo, que dejaba ver sus vigas cruzadas y ennegrecidas por la humedad. Era, al mismo tiempo, posada y taberna con honores de club, pues allí por la noche se reunían varios vecinos de la calle y algunos campesinos a hablar y a discutir y los domingos a emborracharse. El zaguán negro tenía un mostrador y un armario repleto de vinos y licores; a un lado estaba la taberna, con mesas de pino largas que podían levantarse y sujetarse a la pared, y en el fondo la cocina. Arcale era un hombre grueso y activo, excosechero, extratante de caballos y contrabandista. Tenía cuentas complicadas con todo el mundo, administraba las diligencias, chalaneaba, gitaneaba, y los días de fiesta añadía a sus oficios el de cocinero. Siempre estaba yendo y viniendo, hablando, gritando, riñendo a su mujer y a su hermano, a los criados y a los pobres; no paraba nunca de hacer algo.

La tertulia de la noche en la taberna de Arcale la sostenían Tellagorri y Pichía. Pichía, digno compinche de Tellagorri, le servía de contraste. Tellagorri era flaco, Pichía gordo; Tellagorri vestía de obscuro, Pichía, quizá para poner más en evidencia su volumen, de claro; Tellagorri pasaba por pobre, Pichía era rico; Tellagorri era liberal, Pichía carlista; Tellagorri no pisaba la iglesia, Pichía estaba siempre en ella, pero a pesar de tantas divergencias Tellagorri y Pichía se sentían almas gemelas que fraternizaban ante un vaso de buen vino.

Tenían estos dos oradores de la taberna de Arcale hablando en castellano un carácter común y era que invariablemente trabucaban las efes y las pes. No había medio de que las pronunciasen a derechas.

—¿Qué te farece a tí el médico nuevo?—le preguntaba Pichía a
Tellagorri.

—!Psé!—contestaba el otro—. La frática es lo que le palta.

—Pues es hombre listo, hombre de alguna portuna, tiene su fiano en casa.

No había manera de que uno u otro pronunciaran estas letras bien.

Tellagorri se sentía poco aficionado a las cosas de iglesia, tenía poca apición, como hubiera dicho él, y cuando bebía dos copas de más la primera gente de quien empezaba a hablar mal era de los curas. Pichía parecía natural que se indignara y no sólo no se indignaba como cerero y religioso, sino que azuzaba a su amigo para que dijera cosas más fuertes contra el vicario, los coadjutores, el sacristán o la cerora.