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Pluralismo reflexivo y giro conjetural

Nunca el pluralismo político y religioso infundió un atractivo tan fuerte entre los públicos de las democracias occidentales como hoy, cuando aparece como la única receta capaz de mantener el choque de civilizaciones fuera de las pantallas del radar y, sin embargo, las razones que justifican su aceptación todavía están, a mi parecer, muy lejos de adecuarse a la tarea. Muchas de las variedades de liberalismo perfeccionista o comprehensivo incurren en una peculiar contradicción performativa: parecen admitir el pluralismo en muchas áreas, excepto cuando se trata de las razones por las que el pluralismo debe ser aceptado; «monopluralismo liberal» es el nombre de esa mezcla de fundacionalismo pluralista, que en último término se reduce a la fundamentalización de la tolerancia y de la autonomía individual.

Las variedades políticas de liberalismo, como las propuestas por Rawls, Larmore y otros, parecen evitar ese riesgo, pero es también preciso detallar de una manera más clara qué es lo que justifica su aceptación del pluralismo: «pluralismo reflexivo» es el nombre de lo que aquí presentamos como la concepción más razonable que pueden mantener los partidarios del liberalismo político.

3.1. Variedades del secularismo

Permítaseme empezar observando que en este momento tenemos tres maneras fundamentales de ver la naturaleza de una sociedad secular y una propuesta de primer orden para reconsiderar la sociedad occidental contemporánea como una sociedad postsecular. Tenemos el relato político del aumento de la tolerancia y de la neutralidad religiosa –la separación entre política y religión– debido al desastre de las guerras de religión, el relato sociológico de la secularización y a la par la privatización y la retirada de la religión del ámbito público, hasta hace poco profundamente criticada, y el relato reciente de Taylor sobre el auge del «marco inmanente».

El relato del secularismo político gira en torno a la separación entre religión y política, Iglesia y Estado, la igual libertad de todos los ciudadanos de ejercer libremente la libertad religiosa y adorar a un Dios o a otro, o no adorar a ninguno en absoluto, y al hecho de que las iglesias y el Estado estén claramente separados. En la versión clásica de la separación entre Iglesia y Estado se protege la libertad de las confesiones religiosas para articular el conocimiento revelado y los caminos de acceso a la salvación, administrar la interpretación de lo que es santo, regular rituales, infundir trascendencia en la vida cotidiana, celebrar el vínculo compartido por los fieles, siempre y cuando estos no invoquen el apoyo del poder coercitivo del Estado, y no pretendan nunca convertir el pecado en delito, y permitan siempre a sus creyentes cambiar de opinión y pasarse a otra religión o no tener ninguna. El secularismo en este sentido se expresa con el término francés laïcité, el italiano laicità, el español laicidad, y en inglés debe traducirse como «neutralidad religiosa» (religious neutrality) y es objeto de consideración de las dos cláusulas de la Primera Enmienda de la Constitución de Estados Unidos. Podríamos llamar al secularismo en este primer sentido «secularismo político»: el relato de su auge es coextensivo con el relato de la separación moderna entre Iglesia y Estado al final de las guerras religiosas.

Una segunda versión de la noción de secularismo, importante para el relato sociológico de la secularización, se refiere más al fenómeno social que al político. En este segundo sentido, secularismo afecta al hecho de que a) las comunidades religiosas en las sociedades modernas dejan de influir en la legislación, la política, la educación y la vida pública en general, y pasan a ser subgrupos especializados, comunidades de creyentes con ideas afines; b) la gente utiliza cada vez con menos frecuencia los rituales y los símbolos religiosos para marcar los momentos importantes de su vida; c) los límites religiosos de la fe adquieren una importancia marginal en la definición de las redes sociales de uno; d) cada vez es menos frecuente que, en comparación con otras consideraciones, las categorías religiosas den forma a las ideas de las personas, a sus compromisos y sus lealtades; e) las acciones motivadas por la religión se retraen a zonas especiales cada vez menos importantes para la vida social. Un indicador directo y muy relevante de este proceso es la total desaparición de la religión como tema de inspiración artística. En comparación con lo que era norma en los siglos XIII y XIV, ¿cuántos cuadros, esculturas, composiciones musicales de los siglos XX y XXI se centran en el tema religioso?

Esta distinción entre la variedad política y la social del secularismo es útil para una serie de propósitos. En primer lugar, nos permite identificar asimetrías y desequilibrios en los complejos procesos de secularización influidos por contextos históricos locales. En algunos países y en un momento determinado, la secularización política puede progresar a un ritmo más rápido que la secularización de la sociedad. Tal es el caso de Italia, donde el carácter secular de las instituciones del Estado ha sido definido como un «principio supremo constitucional» por el Tribunal Constitucional en 1989, aunque la exposición continuada de símbolos religiosos –como el crucifijo en los edificios de propiedad estatal– se consiente por parte de tribunales civiles y administrativos que, evidentemente, son más sensibles a las presiones de una sociedad civil menos secularizada, y donde la enseñanza de la religión en las escuelas públicas continúa centrada en torno a una sola confesión.

En segundo lugar, la distinción es útil porque nos permite ver más allá de una cierta ideología de la secularización que ha dominado en el pensamiento social y político occidental durante un tiempo. No hay duda de que la religión ha vuelto con fuerza a la escena política con el nuevo escenario surgido a partir de 1989. Sociólogos como Peter Berger, José Casanova y Adam Seligman han llamado la atención acerca de los procesos de desecularización en curso, del «resurgimiento» de una necesidad de lo sagrado, nunca desaparecido en verdad, de la creciente importancia asumida por los símbolos y los temas religiosos para un número cada vez mayor de personas y grupos.1 En el transcurso del tiempo, la idea de que el secularismo en el primer sentido –la separación institucional entre religión y política y la puesta entre paréntesis de las cuestiones religiosas controvertidas en la vida pública– debía derivar inevitablemente en el predominio del secularismo en su segundo sentido, es decir, como mengua de la religión en las motivaciones, los compromisos y las lealtades de cada vez más gente, resultó ser otra filosofía de la historia impulsada por una ofensiva ideológica. La investigación empírica en sociología de la religión nos recuerda que incluso el hecho de que la gente asista a los servicios religiosos con una frecuencia menor no significa que sus vidas estén menos conformadas por ideas religiosas.

Sin embargo, el panorama no es todavía completo, a menos que abordemos un tercer relato y una variedad del secularismo, destacada recientemente por Charles Taylor en su libro A Secular Age. La mayor ventaja del planteamiento de Taylor está en la cualidad «cercana a la experiencia» o fenomenológicamente densa de su reformulación del concepto de secularismo. Taylor no caracteriza el secularismo ni en los términos que expresan las preguntas «¿Cómo son las instituciones en un sistema político secularizado? ¿Qué papel desempeña la religión en la legitimidad percibida de esas instituciones?», ni en los de preguntas como «¿Ha disminuido con el tiempo la importancia de la religión en la conformación de las intenciones, los compromisos, las lealtades de la gente y las redes sociales?», o «¿Ha disminuido el número de personas que creen en Dios?», sino más bien en los términos de una pregunta totalmente planteada desde la experiencia vivida: «¿Qué se siente al creer? ¿Qué significa vivir como un creyente o como un no creyente?».

Resumiendo un largo razonamiento, el secularismo en esta tercera variedad «consiste, entre otras cosas, en el paso de una sociedad en la que la creencia en Dios es incuestionable y en absoluto problemática a otra en la que esa creencia es entendida como una opción entre otras y, con frecuencia, no la más fácil de aceptar».2 Una de las razones de acuñar un nuevo concepto filosófico es que nos permite ver el mundo en términos distintos y más interesantes de lo que anteriormente éramos capaces. En efecto, la tercera noción de secularismo de Taylor nos permite ver el caso de Estados Unidos y su peculiar combinación de fervor religioso y política secular bajo una luz distinta. Mientras que desde la perspectiva de un secularismo social, Estados Unidos puede parecer una sociedad menos secular que Francia o Alemania, no lo es, por cierto, desde este punto de vista fenomenológico. El creyente estadounidense, no menos que el creyente francés o alemán, tiende a entender su fe como una más entre las diversas opciones existenciales posibles. La asistencia a la iglesia en Estados Unidos puede acercarse a la asistencia a la mezquita en Pakistán o Jordania, pero la experiencia de lo que significa creer es muy distinta; se abre aquí una serie de cuestiones de secularismo comparativo, que se abordarán de nuevo más adelante, en el capítulo 8, por sus importantes implicaciones sobre la noción de verdad que hay que asociar con el liberalismo político.

Desde el punto de vista de este tercer tipo de secularismo, la creencia y la falta de fe, el teísmo y el ateísmo no deben ser vistos como teorías rivales, que compiten en términos cognitivos, sino más bien como diferentes formas de estar en el mundo, de vivir la propia vida. El mundo que todavía no ha sido secularizado es un lugar –según la noción de secularismo de Taylor– donde todos, no solo yo, damos por sentado que la fuente de valor, de significado y plenitud se encuentra fuera del alcance humano en algo trascendente. Así, la experiencia de creer se va transformando por completo en el mundo que habitamos. No se trata solo de si en el año 1500 había un mayor porcentaje de personas que creían en Dios, comparado con el porcentaje de creyentes en 2000. Lo relevante es que la experiencia subjetiva de creer ha cambiado por completo. Esta experiencia ha sufrido una transformación: de indiscutible marco compartido por todo el mundo de una manera natural e irreflexiva, ha pasado a convertirse en la experiencia de ser una de las diversas opciones disponibles, ninguna de ellas dotada de un estatus privilegiado, en la sociedad. El creyente está condenado a ver su propia fe como una entre varias opciones posibles. Puede seguir creyendo, pero ya no de un modo irreflexivo e ingenuo, que caracteriza a las sociedades no secularizadas. Puede seguir creyendo, pero su fe la experimenta ahora desde dentro de lo que Taylor llama el «marco inmanente» prevaleciente, es decir, desde un horizonte cultural que identifica la vida buena con el progreso humano y no acepta ninguna meta final por encima de la prosperidad humana, así como ninguna lealtad u obligación con nada que esté más allá de este progreso.3 A estas tres maneras de entender el secularismo hay que añadir la noción habermasiana de sociedad postsecular,4 entendida como una sociedad que por fin se ha dado cuenta de la resiliencia y la persistencia de la religión, de la contribución positiva aportada por las religiones a la vida social, de la necesidad de eliminar la carga asimétrica que pesa sobre las espaldas de los ciudadanos religiosos en las instituciones democráticas seculares y de la necesidad de dar cabida a las opiniones religiosas en la arena pública; una sociedad postsecular crecida con la conciencia de la necesidad de un proceso de aprendizaje recíproco que abarque tanto la mentalidad religiosa como la razón secular.

Con este trasfondo es ahora posible modular nuestra comprensión de las diferentes opciones disponibles, en el ámbito de un liberalismo político renovado, que pueden justificar la aceptación del pluralismo.

3.2. Variedades del pluralismo

Los tres relatos de neutralidad política o de la laïcité, de la secularización y del auge del «marco inmanente», aunque sus supuestos y propósitos puedan ser distintos, se cruzan en un punto: vivir en un mundo secular significa aceptar la necesidad de reconocer la legitimidad de por lo menos alguna concepción sobre la vida, la justicia y el bien, distinta de la propia. La pregunta es entonces: ¿sobre qué bases? ¿Por qué los diferentes partidos, grupos, congregaciones, movimientos, personas deberían estar dispuestos a renunciar a sus posibilidades políticas de moldear al conjunto de la sociedad de acuerdo con sus creencias estando en posición política de hacerlo? ¿Por qué deben conformarse con instituciones basadas en un conjunto público de valores limitado, aunque más ampliamente compartido, por el hecho de reconocer y respetar partidos, grupos, congregaciones, movimientos, individuos que claramente rechazan aceptar la verdad e incluso declinan oírla? ¿Por qué las mayorías deben conformarse con disposiciones que a ojos vistas parecen menos perfectas, si pueden permitirse imponer disposiciones que tienen todos los visos de ser resolutivas, aunque discutibles, o simplemente mejores desde el punto de vista de una comprensión moral realista de la normatividad?

El linaje neokantiano de las teorías contemporáneas de la democracia liberal, sobre todo de las propuestas por Rawls y Habermas, de alguna manera impide que muchos liberales perciban la urgencia de responder a esta pregunta. En una línea de pensamiento que recuerda la misma desatención de Kant por la clásica pregunta «¿Por qué ser moral?», tan central, sin embargo, en el planteamiento ético de Platón y de Aristóteles, las consideraciones de Rawls y de Habermas sobre la legitimación liberal tienden a pasar por alto la pregunta «¿Por qué ser pluralista?». Así como Kant entendió la tarea de una «crítica de la razón pura práctica» como la elucidación del sentido de una orientación ya presupuesta a actuar moralmente –es decir, a seleccionar como motivos propios solo las máximas de acción susceptibles de ser adoptadas como ley universal–, también las teorías liberales en curso entienden a menudo su tarea como una dilucidación de las condiciones en las que una sociedad poblada por pluralistas libre e igualmente comprometidos puede existir y perdurar en el tiempo. Lo que queda de alguna manera fuera de foco es la pregunta más básica: ¿por qué ser en principio pluralista? ¿Por qué un católico, un judío, un musulmán, un marxista secular comprometido debe hacerse liberal y sentir respeto por el pluralismo?

A menos que esta pregunta se conteste de un modo que interese a todo el mundo, más allá del círculo de los partidarios de la democracia liberal, no estaremos en posición de justificar la aceptación de la tolerancia, el pluralismo y la razón pública precisamente ante los más necesitados de esa justificación, puesto que no practican todavía la tolerancia ni participan en la razón pública. En otras palabras, a menos que respondamos a esta pregunta de una manera atractiva para todos, nosotros, los que somos liberal-demócratas, no nos encontraremos en una situación distinta de la de aquellos fanáticos que solo inflaman el corazón de los ya convencidos.5

Disponemos de toda una serie de respuestas estándar a la pre gunta «¿Por qué aceptar el pluralismo?». En primer lugar, la respuesta pragmática según la cual la bondad del pluralismo radica en su potencial para protegernos de los males de los conflictos. Llamemos a esta visión «pluralismo pragmático». Considero esta respuesta, popular entre los liberales conservadores y partidarios del «liberalismo del miedo», del todo insatisfactoria. Como mostró Rawls de forma elocuente, la aceptación del pluralismo así entendido puede todo lo más ayudar a consolidar un modus vivendi, una tregua, un cese al fuego entre los desgraciados «ejércitos ignorantes [que] chocan de noche», evocados por Matthew Arnold en su poema «Dover Beach». No consigue legitimar del todo un orden democrático. La respuesta pragmática solo puede inducir a los actores políticos que recíprocamente desconfían de ellos mismos a que puedan adaptarse pro tempore a un proceso democrático, cuyo principal mérito es, según entienden, constituir la única alternativa a un conflicto abierto, mientras que al mismo tiempo continúan esperando que alguna contingente fortuna, tarde o temprano, los ponga en condiciones de poder volver las tornas e imponer finalmente su propia ley. En este caso, para decirlo con John Rawls, «la unidad social es solo aparente, lo mismo que su estabilidad depende contingentemente de circunstancias que mantengan una afortunada convergencia de intereses».6

En segundo lugar, tenemos el punto de vista estándar neokantiano según el cual forzar a los demás a vivir bajo principios heterolegislados viola su autonomía moral y no cumple con la premisa de la igualdad de todos los individuos. Esta segunda respuesta, oída a menudo en círculos de democracia liberal deliberativa, tiene la ventaja sobre la primera de ofrecer razones para aceptar el pluralismo fundadas en principios, en oposición a las de tipo práctico o prudencial. Pero el pluralismo fundado en principios es también insatisfactorio. Atractivo como pueda ser para públicos occidentales liberales, y aunque esté perfectamente equipado para permitirnos explicar la estabilidad de un régimen político liberal-democrático a través del tiempo y a través de las vicisitudes de la hegemonía política alternativa, no logra atraer a los partidos, los grupos, las congregaciones, los movimientos, las acciones o los individuos que no compartan ni la premisa moral individualista del valor de la autonomía ni la de la igualdad de los ciudadanos. Esta justificación del pluralismo y de la tolerancia solo puede atraer a los que ya suscriben la idea de los ciudadanos libres e iguales que ejercen de manera conjunta su autonomía pública.

Es por ello que hay que explorar otra justificación distinta y más inclusiva de la aceptación del pluralismo, que esté libre de supuestos controvertidos sobre el valor de la autonomía moral. Aunque debemos añadir una pequeña clarificación antes de abordar lo que yo llamo pluralismo reflexivo. El argumento ideal para establecer el pluralismo reflexivo tiene una trayectoria no excluyente. Encarna la conciencia de ser una de las diferentes y posibles formas de argumentar a favor de la aceptación del pluralismo, y rechaza la idea misma de ser un argumento concluyente a favor del mismo porque correría el riesgo de caer en una contradicción performativa, a saber, la contradicción performativa de invitarnos a abrazar una especie de pluralismo monista o un monopluralismo, que nos insta a aceptar como no rechazables diversas orientaciones normativas en el ámbito público, solo para negar después el pluralismo a la hora de explicar la razón por la que debemos aceptar el pluralismo. Esta es la razón por la que el pluralismo que defendemos aquí se llama reflexivo: igual que en el gesto de la filosofía rawlsiana de aplicarse a sí misma el principio de tolerancia (y, por tanto, de entender la justicia como equidad como una entre varias posibles concepciones políticas de la justicia),7 debemos orientarnos a una defensa pluralista de las razones de aceptar el pluralismo.

El «pluralismo reflexivo» toma como punto de partida una tesis que Max Weber y John Rawls propusieron, a principios y a finales del siglo pasado, respectivamente, por razones totalmente distintas. Ambos –Weber con el propósito de mostrar el entrelazamiento de valores y objetividad en la estructura epistémica de las ciencias sociales, y Rawls con el de mostrar por qué el pluralismo razonable es el resultado predeterminado del uso público de la razón en condiciones de libertad– han señalado la brecha insalvable que hay entre la finitud del ser humano y la complejidad desorbitada de las cuestiones sobre la verdad y el valor. Dada la naturaleza de preguntas tan abiertas como la naturaleza de la justicia, de la libertad, del gobierno legítimo, de la obligación política; dada la observación no solo de la finitud de la vida humana, sino también de la aún más limitada cantidad de tiempo y energía que los humanos pueden dedicar a dar respuesta a estas preguntas, y dado el carácter ineludible de lo que Rawls llama las «cargas del juicio»,8 la diversidad en las respuestas es el resultado más previsible que cabe esperar.

Interesa, para nuestros propósitos, desarrollar el argumento que justifica la idea de que gobierno y coerción legal se legitiman solo por una fundamentación compartida y no por conceptos controvertidos. Todo aquel que, como Weber y Rawls, crea en el «moderno politeísmo de los valores» o en el «hecho del pluralismo razonable» suscribirá una justificación que en un momento concreto se apoya en la idea de que no llegamos a estar seguros –en especial a la luz de la conciencia recién adquirida de la ilusión del pasado, cuando se creía que las sombras de la caverna de Platón eran los objetos reales– sobre cuál de los puntos de vista controvertidos es el válido. «Humildad epistémica» es un nombre aplicable a la actitud que fundamenta este pluralismo político no individualista.

Estas consideraciones parecen bastante obvias. Queda por abordar, no obstante, el punto normativo: ¿qué hay de malo exactamente en obligar a los demás, de un modo paternalista, a hacer cosas que, nosotros, de buena fe y según nuestro más leal saber y entender, aunque en contra de su opinión, pensamos que es bueno para ellos? ¿No tenemos leyes que prohíben fumar en lugares públicos, montar en motocicleta o trabajar en edificios en construcción sin el uso del casco adecuado, conducir coches sin abrocharse el cinturón, pese a que algunas personas puedan preferir lo contrario? ¿No hemos oído en algún determinado momento, en nuestra tradición republicana occidental, la incómoda expresión «obligar a alguien a ser libre?».

En este caso, vale la pena señalar que enmarcar la discusión en términos de razonabilidad o de humildad epistémica o en el hecho del pluralismo razonable como tal no resuelve el problema, porque las personas a las que con mayor urgencia queremos convencer de las bondades del pluralismo y de la tolerancia son precisamente las que no piensan que su fe sea un punto de vista entre otros muchos, que no se sitúan dentro del «marco inmanente» de Taylor. Esas personas, al contrario, piensan que tienen razón, que sus creencias religiosas o su visión secular de la «verdad fuera de la caverna» está ahí para que todo el mundo la vea, que determinado texto que cualquiera puede leer ha informado ya elocuentemente acerca de esa verdad, y que solo la reticencia del escéptico a exponerse a esa realidad, a mirar sin anteojeras o a escuchar esas palabras le impide ver la verdad. ¿Qué razones podemos dar a los ciudadanos que de buena fe creen estar en posesión de una verdad no negociable, por ejemplo, que consideran que es evidente que el matrimonio de personas del mismo sexo es contra naturam, que el feto es persona con los mismos derechos que un niño ya nacido, que la vida propiamente humana comienza con la concepción? ¿Qué razones podemos ofrecer a estos ciudadanos para que ellos reconozcan la legitimidad de un régimen político que inscribe en sus leyes e instituciones una verdad más limitada que la versión completa que ellos poseen, y que obra así para dar cabida a las opiniones de otros ciudadanos recalcitrantes, que posiblemente ni se molestan en leer y escuchar, o en abrir los ojos?

Esta es la coyuntura en la que el pluralismo reflexivo se aleja del pluralismo liberal clásico, comprehensivo. En el pluralismo reflexivo es fundamental la sospecha de que, para la pregunta «¿Por qué debemos aceptar el pluralismo?», puede ser que no exista una sola respuesta estándar buena para cualquier caso y circunstancia, por así decir; una y la misma respuesta para los que disfrutan de la autonomía del individuo moderno y para los que recelan de la misma, así como para toda la variedad de tradiciones que dudan en aceptar el punto de vista liberal de la autonomía individual.

No obstante, sobre las características de una buena respuesta a esta pregunta, podemos decir en general dos cosas. En primer lugar, las respuestas candidatas deben adoptar la forma de una conjetura, para usar el término de Rawls, es decir, su forma ideal es del tipo «porque usted cree que x, tiene también todas las razones de aceptar el pluralismo y la tolerancia, y abstenerse de imponer, mediante el poder coercitivo de la ley, sus creencias a los que las rechazan».9 En segundo lugar, en consonancia con el planteamiento de la normatividad asociada al juicio por el que abogo en un plano metodológico,10 la forma de cada conjetura no se basa en derivar consecuencias a partir de un principio (de modo que una persona que acepta las premisas, pero rechaza la conclusión, podría ser tachada de «irracional»). Se basa, más bien, en poner de relieve qué podría llevar al cumplimiento ejemplar de la entraña del valor a partir del cual iniciamos la conjetura.

Tal como sucede con la razón pública, también en el caso de un argumento conjetural el referente para su validez no puede ser otro que lo razonable. Sin embargo, lo razonable debe entenderse en un sentido amplio. Por un lado, queremos que sea sinónimo de lo que es irrecusable o no rechazable. Por otro, la base en que des cansa ese aspecto no rechazable de lo que la razón pública llama razonable no puede ser una inferencia sólida a partir de principios, de lo contrario desaparecería la misma distinción entre razón práctica y razón pública. Por otra parte, la fuerza normativa de lo que la razón pública llama «más razonable para nosotros» puede concebirse como la fuerza de lo que ejerce influencia en nosotros en virtud de quiénes somos y quiénes queremos ser; una fuerza que nos pone en la misma posición que Lutero cuando dice: «No puedo hacer otra cosa». Vale lo mismo para los argumentos conjeturales. Intentamos no tanto atrapar a nuestro interlocutor en una cadena deductiva, cuyo primer eslabón enlaza con su idea de bien, y de la que solo puede soltarse al precio de cargar legítimamente con el sambenito de «irracional», sino demostrarle que de una interpretación plausible de su concepción podría seguirse la aceptación del pluralismo, de manera que, si lo repudiara, ya no podría de alguna manera reconocerse como la persona que le gustaría ser. El perfil de los argumentos que presentaremos en las tres próximas secciones son efectivamente ejemplos de la idea central de tales argumentos conjeturales. Los llamo conjeturales porque a pesar de que son propuestos por dos afiliados a las tradiciones comprehensivas en cuestión –por lo que, adhiriéndonos estrictamente a la terminología de Rawls, pertenecerían al género de las «declaraciones»– resultan oportunos en este contexto como parte integrante de una argumentación filosófica postsecular, que dirijo a los que, dentro de la tradición cristiana y judía, siguen mostrándose recelosos del pluralismo liberal.

Empezaré desde lo más cercano, por el cristianismo, y luego me aventuraré en la reconstrucción que hace Walzer de una fuente profética de pluralismo en la tradición judía y, por último, en la argumentación conjetural sobre Islam y pluralismo desarrollada por Andrew March. Pero mi esperanza es que el planteamiento en términos de pluralismo reflexivo sirva de inspiración a otros y que puedan realizarse ejercicios parecidos con referencia a muchas otras tradiciones y culturas religiosas.

3.3. Cristianismo y pluralismo: Robert Bellah, sobre el sentimiento de «sentirse (no del todo) en casa» en la Iglesia

El cristianismo, por supuesto, tiene una larga historia que precede a la tolerancia: las cruzadas y la Contrarreforma no admiten dudas sobre esta declaración. En lo que se refiere a su variedad católica, hasta la década de 1960 no se llevó a cabo una plena aceptación de los principios de la democracia liberal, en el contexto del Concilio Vaticano II. Sin embargo, medio siglo después, las corrientes integristas del catolicismo rechazan el pluralismo tan profunda y vehementemente como lo rechazan por cierto determinadas confesiones de ascendencia protestante. Por tanto, no debe sorprender que también con referencia al cristianismo –que en cierta forma es el semillero religioso de muchas ideas liberales seculares, a partir de la noción de la dignidad de la persona–11 necesitamos una línea de argumentación a favor del pluralismo y la tolerancia que vaya más allá del mero aspecto cautelar de evitar el conflicto y eluda la referencia a una autonomía individual que, al menos en los círculos católicos, sigue siendo rechazada por varias cartas encíclicas, entre ellas la Veritatis Splendor, de Juan Pablo II en 1993, y que fue considerada por Benedicto XVI, con su encíclica Spe Salvi, de 2007, base de un amenazador «relativismo».

A un ciudadano que se le ocurra abrazar el punto de vista fundamentalista protestante o integrista católico se le podría indicar que una religión que gira en torno a la idea de que Dios se encarnó en forma humana para salvar a la humanidad posee sin duda los recursos internos para resistir y oponerse a todas las tentaciones de divinizar lo humano, a toda tentación de postular los valores humanos como interpretaciones de lo absoluto y lo trascendente. Idolatría es el nombre de este pecado.

Sin embargo, esta es solo una tesis muy genérica. Una propuesta sugerente para conciliar el anhelo universalista y el particularismo de la doctrina, y una base convincente para un argumento conjetural –conjetural si se articula desde el punto de vista, que aquí asumimos, de una conciencia postsecular– que logra derivar la tolerancia a partir de una perspectiva cristiana comprehensiva, nos la proporciona el iluminador ensayo de Robert Bellah «En casa o no: el pluralismo religioso y la verdad religiosa».12 Inspirándose en la obra de Richard Niebuhr, Ernst Troeltsch y Karl Barth, Bellah parte de la premisa de que la idea misma de Dios que se revela en la vida, muerte y resurrección de Jesucristo solo tiene sentido con el telón de fondo que constituyen la Biblia y «la noción fundamentalmente judía de un Dios creador, Señor de todo, que pondrá fin al mundo con el juicio final».13 Sin dicho telón de fondo, como sucede a menudo en la práctica misionera, la adhesión al cristianismo corre el riesgo de reducirse a una creencia superficial en Jesús como una especie de «ángel de la guarda». Entender verdaderamente a Cristo, prosigue Bellah, requiere en consecuencia la pertenencia total a una cultura, a un léxico y a una comunidad de culto: la Iglesia. Y aquí surge la tensión relevante para el pluralismo. En palabras de Bellah, «si insistimos incansablemente en la particularidad histórica, lingüística, cultural y social de la fe cristiana, ¿cómo podemos proclamar su universalidad?». ¿Cómo podemos decir que no hay salvación sino en nombre de Jesús, «cuando convivimos codo con codo con gente buena de otras religiones o, tal como creen ellos por lo menos, sin ningún tipo de religión?».14

Bellah nos recuerda el amplio abanico de respuestas que ha suscitado esta cuestión. Compara la posición exclusivista, según la cual no hay salvación si no es en nombre de Jesús, con la inclusivista, según la cual debería abandonarse el lenguaje de Pedro y Pablo para reconocer que son muchos los caminos que llevan a la salvación. Bellah menciona luego la idea de «salvación prospectiva» de George Sumner, como un «momento escatológico del final de los tiempos, cuando a cada cual se le dará la oportunidad de un encuentro salvífico con Jesús».15 Sin embargo, avanza una interesante sugerencia, en este punto, que muestra cómo una concepción religiosa «comprehensiva» hace posible la plena aceptación del pluralismo sin transformarse por ello en la versión liberal estándar de la tolerancia: nos advierte de que no tomemos «el lenguaje, que es profundamente contextual, que es confesional [...], y lo convirtamos en aseveraciones objetivas de aspecto casi científico, que nos informan sobre el eterno destino de los que no son cristianos».16 En otras palabras, la salvación es una noción que solo tiene sentido dentro del léxico o de la tradición de lo que Bellah llama «el sistema cultural-lingüístico cristiano». Los budistas o los confucianos, en este sentido, no están ni dentro ni fuera del círculo de la salvación. No podemos situarlos significativamente en esta alternativa. Aplicarles categorías ajenas a su propio léxico constitutivo significa no comprender ni su experiencia vital ni la misma experiencia cristiana.

Asimismo, Bellah respalda la interpretación que Herbert Fingarette hace de esta idea, en The Self in Transformation, expresada mucho antes que las últimas reflexiones de Taylor:

Es especial destino del hombre moderno que pueda «elegir» entre distintas visiones espirituales. La paradoja es que, aunque cada una de ellas requiere un compromiso completo para que sea del todo válida, hoy podemos generar un contexto en el que vemos que ninguna es la visión única... Uno puede ser un viajero predispuesto y experimentado, que se encuentra a gusto en muchos lugares, pero uno necesita tener una casa. Con todo, podemos intimar con aquellos que visitamos, pero mientras que nosotros somos solo viajeros y huéspedes en ciertos ámbitos, nuestros anfitriones son los que verdaderamente están en casa. «Casa» es siempre la casa de alguien; pero en principio no hay una Casa Absoluta de todos.17

Entre los teólogos que lo inspiran, Bellah menciona a Niebuhr en particular como el que mejor articula una posible forma de que los cristianos mantengan a la vez el significado de su religión contextualmente limitado y la aspiración a una verdad trascendente. La idea de Niebuhr de que la línea que divide la Iglesia y el mundo «transcurre por el interior de cada una de las almas, no entre las almas» significa que cualquier Iglesia está siempre en riesgo de sustituir «la doctrina correcta sobre Dios por Dios mismo» y que cuando, en el «credo», el cristiano expresa su fe en «una, santa, católica y apostólica Iglesia» no se refiere a la Iglesia concreta que experimenta en la vida diaria, sino a la idea trascendente de una santa comunidad unida en un vínculo de continuidad desde los tiempos apostólicos y que se proyecta hasta el fin de los tiempos. A la vez, el cristiano niebuhriano es consciente de que la Iglesia no es la única comunidad a la que pertenece y con la que se identifica. De modo que la aceptación de un pluralismo más allá de la Iglesia comienza y radica en la propia conciencia del «pluralismo interno», por así decir. Como dice Bellah, «entendemos el pluralismo de nuestro contexto social en parte porque refleja los diversos modos de entender nuestras propias experiencias... El pluralismo está tanto dentro de nosotros como fuera de nosotros».18

Por tanto, concluye Bellah, la Iglesia de alguna manera «rompe la metáfora de la casa», en la medida en que «su télos no está en ella misma, sino más allá de sí misma, en la ciudad invisible».19 La Iglesia constituye la encarnación de la «Verdad y la Vida» para el cristiano, pero también representa una casa concreta, contextualmente histórica en la que el cristiano no puede estar del todo en casa: «Solo Dios está absolutamente en casa».20 Una Iglesia así entendida deja espacio para las iglesias de los demás, y se la traicionaría, y no quedaría afirmada, con el proyecto de mantener a los demás cautivos en ella y pretendiendo que sea la encarnación real de la comunidad universal. Las consideraciones de Bellah, tal como las exponemos aquí, sugieren cómo una concepción cristiana comprehensiva puede realmente incorporar una aceptación del pluralismo, fuerte y fundada en principios, no solo cautelar y apartándose al mismo tiempo de la línea argumental liberal perfeccionista que infiere la aceptación del pluralismo del valor de la autonomía individual entendida como una capacidad sin trabas.

3.4. Dos tradiciones proféticas en el judaísmo antiguo

Otra argumentación que se desarrolla en la misma dirección y que puede inspirar una declaración conjetural para aceptar el pluralismo, cuando va dirigida a ciudadanos creyentes, puede ser vista en el tratamiento que Michael Walzer dedica a las dos principales corrientes proféticas en el judaísmo antiguo. Dejaré de lado la cuestión metodológica que Walzer intenta establecer en el ensayo «Dos clases de universalismo», donde podemos ver esta exposición –a saber, el contraste entre el universalismo del modelo nomológico-deductivo (covering-law universalism) y un universalismo reiterativo– y me ceñiré a tratar del aspecto sustancial de esta interpretación.

La primera tradición «sostiene que, así como hay un solo Dios, hay también una ley, una justicia, una manera correcta de entender la vida buena o la buena sociedad o el buen régimen, una salvación, un mesías, un milenio para toda la humanidad».21 Esta es la forma de entender la salvación que se refleja en la descripción que hace de Israel el profeta Isaías como «una luz para las naciones», una sola e idéntica luz para todas las naciones que sabrán recibirla y serán «iluminadas» a lo largo del tiempo. Walzer ilustra una versión más fuerte y otra más débil de esta interpretación antipluralista del papel de un pueblo ante los pueblos del mundo. En la versión más fuerte, el pueblo elegido vencerá sobre los otros. En las versiones más débiles, los demás pueblos, culturas o civilizaciones se unirán al elegido como cuando Isaías escribe «Y vendrán muchos pueblos, y dirán: Venid, y subamos al monte del Señor (Is 2,3)».22 Hasta ese día de la victoria final o de la unificación de todas las fes bajo la verdadera, el mandato que viene de Dios es el proselitismo misionero: hasta que «ellos» aprendan cómo servir correctamente a Dios, los iluminados, los elegidos, deben mostrar el camino. «Los siervos del Señor ocupan el centro de la historia, constituyen su corriente principal, mientras que las historias de los demás no son sino otras tantas crónicas de la ignorancia».23 Formar parte de este relato significa tener el privilegio de vivir ahora de una manera que otros, que se encuentran en otra situación distinta, solo podrán imitar más tarde; una manera de ver las cosas que ocasionalmente resucita en léxicos totalmente distintos, como la filosofía hegeliano-marxista de la historia y ciertas formas de entender la democracia –como el «fin de la historia», como el paradigma del «protestantismo radical», como el orden político que mejor garantiza los «derechos naturales»– que asignan a los occidentales el privilegio de vivir ahora en ordenamientos políticos que algún día cabe esperar que serán imitados por todas las sociedades del planeta.

La segunda tradición profética del judaísmo tiene su portavoz en el profeta Amós, y Walzer reconstruye esta perspectiva a partir del pasaje en el que el profeta relata que Dios pregunta a los hijos de Israel: «¿No sois acaso para Mí como los hijos de los etíopes, oh hijos de Israel? ¿No he sacado a Israel de la tierra de Egipto y a los filisteos de Caftor, y a los arameos de Kir? (Am 9,7)».24 ¿Hacia dónde apuntan estas preguntas? Se trata, como sugiere Walzer, de «reprender el orgullo de los israelitas. No son el único pueblo elegido o el único liberado».25 Y las coyunturas fundamentales de su historia –el éxodo de Egipto, por ejemplo– no son presentadas como algo que tenga relevancia inmediata para todo el mundo, sino más bien como coyunturas con significado ejemplar, esto es, como iniciativas que «otros pueblos pueden repetir a su manera».

Así, «el éxodo de Egipto libera solo a Israel, solo al pueblo del éxodo, aunque otras liberaciones son siempre posibles. En este segundo punto de vista, no hay una historia universal, sino más bien una serie de historias y en cada una de ellas encontramos valores».26 Si llegamos a una especie de generalización, si intentamos reconstruir una cierta perspectiva general sobre «liberación», esa generalización va de lo particular a lo general, a partir de la experiencia, «a través de un compromiso histórico con la alteridad», y esta forma de proceder supone siempre un cierto «respeto por la particularidad», como dice Walzer, o un abrirse a «las diferentes experiencias de esclavitud y dolor, de gente diversa, cuya liberación adopta distintas formas».27

Incluso la noción normativa de transgresión puede ser redefinida en plural. Cuando el profeta Jeremías hace decir a Dios que si una nación «hace lo que es malo a mis ojos», entonces Dios se arrepentirá del bien que le prometió, la frase «lo que es malo a mis ojos» no ha de ser tomada como indicativa de una sola serie de actos malos:

Si Dios pacta con cada nación por separado o si bendice a cada país de una forma diferente, tendría sentido sugerir que aplica a cada uno de ellos un criterio particularizado. Hay una serie de actos malos para cada nación, aunque los diferentes conjuntos ciertamente se superponen. Ahora bien, solo hay un conjunto de actos malos (fijado por superposición: asesinato, traición, opresión, etcétera), pero puede suceder que el bien se produzca en conjuntos distintos [...]. Porque hay multiplicidad de conjuntos y diferentes tipos de bien, hay también múltiples bendiciones.28

Esta idea de una tensión entre normas generales y la adecuación normativa que va más allá de cualquier regla particular se refleja también en la relación entre la halajá y la agadá en la religión y la tradición moral judía. Halajá es la recopilación de normas codificadas derivada de la interpretación del Talmud hecha por los rabinos a lo largo de los siglos sobre cuestiones como la oración, la conducta personal y los rasgos de carácter, las fiestas, la comida, etcétera. Aunque la halajá no es más que una recopilación de interpretaciones unívocas no conflictivas, su pluralismo interno se contrapone al más pronunciado pluralismo que se refleja en la agadá. La agadá es parte de un estrato más profundo de enseñanzas, de accesibilidad restringida, en la que los rabinos explican los matices moralmente significativos mediante anécdotas y paradojas que a veces pueden evidenciar implicaciones desconcertantes que no han de tomarse literalmente. De modo que la misma estructura de la interpretación talmúdica está atravesada por la tensión existente entre estas dos formas de pluralidad.

3.5. Islam, liberalismo y pluralismo: un enfoque conjetural

En cuanto al Islam, a diferencia de los dos anteriores estudios examinados, que eran intentos conjeturales de reconstrucciones internas por parte de estudiosos pertenecientes a la tradición cristiana y hebrea, el estudio de March Islam and Liberal Citizenship constituye verdaderamente un esfuerzo conjetural basado en una consciente aplicación metodológica de los principios del liberalismo político de Rawls.29

March parte de una observación similar a la aducida anteriormente para apoyar la transición del pluralismo liberal clásico al pluralismo reflexivo:

Cuando ambas chocan, la razón pública triunfa sobre la razón religiosa. Aunque trata de hacerlo sin negar la religión, no permite que la verdad religiosa ejerza demasiada influencia en la sociedad. Para muchos creyentes, eso equivale a negar la religión. Para ellos, no hay espacio neutral en el que la religión ni se afirme ni se niegue. No afirmarla es negarla. Y, no obstante, estamos pidiendo una justificación religiosa de este estado de cosas. ¿Cómo es posible esto?30

Como respuesta a este desafío, March desarrolla la noción rawlsiana de conjetura en una «ética comparativa» que «trata el liberalismo y el Islam como tradiciones morales de primer orden que aportan razones justificativas para sus partidarios y que presumiblemente tienen a la vez la capacidad de entrar en conflicto y la de coincidir».31

¿En qué sentido la fe en el Islam crea tensión entre los deberes cívicos de un ciudadano liberal y los deberes religiosos de un creyente? Ciertamente, pueden surgir violentas tensiones evidentes si los deberes de la ciudadanía se enfrentan a la antigua prohibición de «someterse a la autoridad de los Estados no musulmanes, sirviendo en sus ejércitos, contribuyendo a su resistencia o bienestar, participando en sus sistemas políticos y, en realidad, hasta residiendo dentro de ellos»,32 y, por descontado, ampliando relaciones de solidaridad social y política más allá del círculo de musulmanes.

Para empezar, las interpretaciones más estrictas del Corán prohíben incluso la residencia en un país no musulmán, excepto si es materialmente imposible, no solo inconveniente, que el creyente lo abandone; dando por entendido que residir de manera voluntaria en un país gobernado por infieles significa inevitablemente que el creyente quedará expuesto al envilecimiento público o al desprecio activo de la única verdadera religión, y será incapaz de reaccionar ante ello. Esta interpretación de una obligatoria hijra o migración de países en los que no se consigue un pleno reconocimiento del Islam, que solo se dará si es hegemónico (y que una mera tolerancia no puede garantizar), a países donde predomine el Islam y se le honre públicamente, está, sin embargo, lejos de no ser puesta en cuestión, y March recoge las opiniones de muchos juristas que contextualizan el deber de la hijra en el periodo anterior a la conquista de La Meca, o ponen en duda la autenticidad de las interpretaciones a favor de la hijra, o la explican con la circunstancia específica de que exista una guerra entre el Estado anfitrión y la comunidad musulmana de Estados, o aluden a la práctica indisponibilidad de un Estado islámico que pudiera aceptar e integrar a todos los emigrantes musulmanes.33 En el contexto europeo, Tariq Ramadan fue incluso más lejos de lo que suponen estas posturas, y sostuvo que la residencia de musulmanes en países no islámicos ofrece la oportunidad de dar testimonio de los valores del Islam, extender su influencia y ganar adeptos a su causa. Los países no islámicos son para el musulmán «espacio donde dar testimonio» (dar al-shahāda).34

Para que esa residencia en un país no islámico pueda entenderse, por tanto, como no estrictamente prohibida, March ofrece al final de un capítulo sobre «Objeciones islámicas a la ciudadanía en sociedades liberales no musulmanas» una resumida exposición de los cinco obstáculos específicos que un ciudadano musulmán residente en un Estado liberal puede encontrar en su contexto religioso:

1. Un musulmán nunca puede luchar contra otro musulmán al servicio de los no creyentes, sea cual fuere la causa.

2. Una guerra con el único propósito de ampliar el espacio gobernado por el Islam y la ley islámica es una guerra justa, una forma legítima de jihād.

3. Puede ser deber de todo musulmán, incluso de los que residen fuera de la organización política islámica, contribuir a una legítima jihād, si a ello es llamado por un legítimo imán.

4. Un musulmán no puede promover la causa de los no creyentes ni respetar decisiones o afirmaciones no islámicas que pretendan ser verdaderas.

5. Un musulmán solo puede sacrificar su vida por causas determinadas, entre las cuales no está la defensa de una sociedad no musulmana.35

¿Cómo puede un argumento conjetural ayudar al creyente musulmán, que también quiere ser un leal ciudadano liberal? Hay que introducir una distinción entre las exigencias de la justicia (la mera observancia de leyes que son justas) y los requisitos más exigentes de ciudadanía («dar cierto tipo de razones para no quebrantar las leyes, así como afirmar el propio compromiso con un sistema social y político concreto»).36 Basándose en el trabajo interpretativo de teólogos y eruditos que ponen en tela de juicio la cualidad obligatoria de la hijra, March prosigue explorando las expectativas normativas que envuelven la relación del creyente musulmán con la sociedad de acogida en la que se le permite vivir y practicar su propia religión.