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Índice

 

 

 

 

Portada

Dedicatoria

Cita

Obertura en tres tiempos y un elogio

Capítulo 0: La Navidad siempre vuelve

Capítulo 1: Enero

Capítulo 2: Febrero

Capítulo 3: Marzo

Capítulo 4: Abril

Capítulo 5: Mayo

Capítulo 6: Junio

Capítulo 7: Julio

Capítulo 8: Agosto

Capítulo 9: Septiembre

Capítulo 10: Octubre

Capítulo 11: Noviembre

Capítulo 12: Diciembre

Sobre el libro

Sobre el autor

Créditos

 

 

 

 

 

Para Aloma Puigvert Soldevila

 

 

 

 

 

–Se te ve cansada –dijo él.

–Lo estoy un poco –respondió ella.

–¿No te sientes enferma ni débil?

–No, cansada, eso es todo.

Se fue a la ventana y se quedó allá, mirando para fuera...

 

James Joyce, Los muertos (Dublineses)

Obertura en tres tiempos y un elogio

 

 

 

 

 

1. Una carta sin respuesta

El hijo de un amigo mío contrajo el sida en los años en que la enfermedad causaba muerte segura y era percibida como una plaga bíblica. Lo había conocido en una cena que dio su padre. Era un joven aficionado a la literatura. De vez en cuando, a través de su padre, que también era un lector voraz, intercambiábamos libros y opiniones críticas. El chico se trasladó a otra ciudad, y cuando supe que había contraído la enfermedad, le mandé una nota interesándome por su estado. Al cabo de cierto tiempo, me escribió una carta. Todavía la enfermedad no se había manifestado: anidaba en la sangre, me contaba, “agazapada, en estado potencial”. Físicamente estaba en forma y podía mantener un ritmo de vida normal, pero no podía alejar del pensamiento la amenaza: en cualquier momento la enfermedad podía mostrar su implacable capacidad maléfica. Se sentía como un condenado a muerte por lo que, incapaz de encontrar sentido a la espera, se entregaba de antemano. Conllevaba el sida como quien comparte habitación con un tigre dormido. En cuanto despertara, el tigre lo destrozaría brutalmente. La espera le provocaba un desasosiego tan incurable como la enfermedad: “No sabes lo que es tener que estar cada dos meses pendiente de los análisis, tener que escuchar los resultados y notar cómo el médico rehúye tu mirada porque no sabe qué decirte, comprobar su inseguridad. No sabes lo que es tener que aceptar que no le quedan más que unas pocas palabras y la terrible ambigüedad de su contenido. La incertidumbre”.

El chico murió hace quince años, y la carta, que no está fechada, es un par de años más antigua. Entonces el sida era casi un misterio, y los médicos estaban desbordados. Por fortuna, las cosas han cambiado muchísimo. Recordarán, sin duda, la gran zozobra de aquellos primeros años de la enfermedad: “Diariamente siento la invasión del miedo. De repente, las manos sudan, las piernas tiemblan y el corazón retumba”.

El sufrimiento del joven aumentaba día a día a causa del impacto social de la enfermedad. También, en este punto, las cosas han cambiado. Tener el sida, en aquellos años, era casi una declaración pública de homosexualidad. “Hay que aparentar normalidad para no sentirte entre la gente como un leproso. Tener que aparentar en el trabajo, como si nada sucediera, es un esfuerzo inmenso, que me desgasta y me tortura, un esfuerzo inexplicable”.

La crueldad de la enfermedad, por otra parte, progresaba en el entorno del chico, ramificándose: “No hablemos ya de los amigos. Muchos de ellos están muriendo. Uno tras otro. Se van. Mueren lentamente. Todo está durando demasiado. El final es demasiado lento. Es siempre lento, absolutamente insoportable, repugnante”.

El chico mostraba una completa desolación, una tristeza sin fisuras. Y sin embargo, la carta terminaba con una hermosa confesión de enamorado. Para este chico triste, encerrado en la cárcel de la enfermedad incurable, condenado a muerte, no existía dolor más fuerte que el amor: “Creo que puedo sufrir más por culpa del amor. El amor es más intenso que el dolor que me atenaza. Cabría pensar que no hay peor dolor que esta enfermedad, que no hay peor dolor que el miedo a una muerte lenta. Y no es así. Más duro es el amor. Sólo podrás entenderme si alguna vez en tu vida lo perdiste. Yo estaba enamorado y sufrí bastante más de lo que ahora sufro. Sé que la enfermedad va a tratarme fatal, sé que será horroroso sentir cómo me pudro en vida, pero no creo que pueda ser más duro que ver enfermar a mi amigo. Mientras él agonizaba, deseé con mayor fuerza que ahora mi propia muerte: una muerte rápida y limpia. Cuando los caminos desaparecen, sólo deseas la muerte. Tengo ganas de morir desde que él murió. Pienso siempre en el suicidio. Desde el primer día. El problema es cómo hacerlo. Supongo que debe ser terrible para ti leer eso. No quiero asustarte”.

Me asustó. No contesté su carta. Emborroné varias cuartillas, pero todas las palabras me parecían vacías o estúpidas, completamente inútiles. Hasta entonces había creído en la posibilidad de dotar de fuerza a mis palabras. Años después, cada vez que leo una noticia sobre el sida, me persigue el fantasma de aquel chico desconsolado y me veo a mí mismo arrastrando los grilletes, más que de la cobardía, de la incapacidad. No supe encontrar para él una sola palabra verdadera. No sé si sabré encontrar alguna para ustedes.

 

2. ‘Carmina invenient iter’

Son muchos los clásicos que, desde Hesíodo, han escrito sobre el sentido orbital de la vida y del tiempo. El círculo que forma el año, la metáfora de la rueda del tiempo, el simbolismo de las estaciones. Cuando era joven, la lectura de tres clásicos catalanes influyó decisivamente en mi manera de observar el día, el año y la vida natural. Joan Maragall, en El pas de l’any; Josep Pla, en Les hores (y en otros muchos libros suyos como, por supuesto, El quadern gris); Josep Carner en Els fruits saborosos, un delicioso poemario que asocia la experiencia de las diversas etapas de la vida a las características de la fruta más representativa de cada momento del año.

El libro que tienen en sus manos es mi traducción personal de la rueda del año. En muchos de mis artículos –en La Vanguardia, ahora; antes en otros diarios– he observado el tránsito de las estaciones, especialmente en aquellos en que he osado liberarme de lo que Milan Kundera, en El arte de la novela, describe como “las fuerzas de la técnica, de la política, de la historia”. Fuerzas que, según el novelista, “exceden, sobrepasan y poseen” al ser humano, pero que al escritor de periódico pueden llegar a cegarlo, a aplastarlo por completo. De vez en cuando, en el mismo diario que narra las guerras, la política, el vaivén bursátil y los goles del día, me atrevo (no sin temor al ridículo) a escribir sobre el olor picante de la mimosa, el fulgor de la retama, el color, como de vino muy aguado, de las tardes de invierno.

Muchos de los textos de este libro son originales, aunque otros provienen de mis artículos. Purgados, ciertamente, de su contingencia periodística. Recortados, reescritos, restaurados. Purgados de toda alusión a los calendarios originales. Reelaborados pensando en la coherencia, aunque fragmentaria, del conjunto. Fusionando artículos viejos, notas de dietarios, fragmentos de libros que no terminé y recortes de cuadernos abandonados he intentado elaborar un círculo anual que resume una época: la que me ha tocado en suerte. Una época de la que yo me siento a la vez exponente y fractura. El círculo anual que resulta de la reescritura y la depuración de los textos, es casi abstracto, aunque con implícitos cruces de años diversos. Un círculo en el que se refleja el paso de las estaciones, se rescatan recuerdos, lecturas y viajes, y se deja constancia de mi vacilante experiencia vital, de mi perpleja visión de las cosas.

El problema de la metáfora de la rueda del tiempo es que ya no parece creíble, a los ojos del lector contemporáneo, como lo era, por ejemplo, en tiempos del poeta Carles Riba. Eran tiempos sin duda más trágicos que los actuales, pero en ellos todavía la esperanza funcionaba como clavo ardiente. Carles Riba y su esposa Clementina Arderiu (también poeta: luminosa y musical) partieron de Barcelona hacia el exilio en el mismo coche que Antonio Machado y su madre. Agotadísimo, Machado, como es sabido, no llegó muy lejos. Fue enterrado en Cotlliure, un luminoso pueblo costero de la Catalunya francesa. El matrimonio Riba y Arderiu consiguió llegar muy al norte de Francia y, gracias a la ayuda del PEN Club Internacional, se instaló en la Alta Normandía, en Bierville. Allí, bajo el peso del fracaso colectivo y de la pérdida de todas sus expectativas personales, escribió Riba su mejor obra, Les elegies de Bierville. En ella se enfrenta a la trágica fatalidad del destino agarrándose a una versión estoica, seca, descarnada, de la esperanza. La que resume el epígrafe de Séneca que encabeza el libro: “Carmina invenient iter”. Los versos encontrarán el camino.

Inmediatamente debajo de este epígrafe de Séneca, y a modo de introducción, Riba escribe una tanka, un pequeño poema en forma japonesa, sobre el final. “¡Tristes banderas del crepúsculo!”, exclama, “contra ellas soy viva púrpura”. Y concluye “Un corazón seré en la oscuridad; de nuevo púrpura con la alborada”. La sangre del ocaso, nos explica Riba, es la misma que renacerá al despuntar el día. Riba escribió estos versos de esperanza en el momento más desolado de su existencia, obligado al extrañamiento y a la amputación de su vida anterior. Si para muchos españoles republicanos, el exilio era un salvaje extrañamiento, para un escritor en catalán, además, significaba la extinción absoluta de su espacio cultural y lingüístico. A pesar de todo, Carles Riba creía que la naturaleza nos muestra su verdad esencial precisamente en el momento del fracaso, cuando llegan la muerte y las tinieblas nocturnas. La vida seguirá rodando y la luz reaparecerá después de la noche. La púrpura del final es idéntica a la del principio.

Hoy en día, sin embargo, incluso esta visión estoica de la esperanza parece haber quedado obsoleta. En nuestro tiempo líquido, nada permanece y dura. Todo flota sobre las olas, pero en forma de basura irreciclable. Como el pañuelo de papel que una vez usado se tira, todo pierde su sentido en nuestro tiempo. Personas, ideas, objetos, todo se desecha. La rueda del tiempo ya no funciona como solía. Todo en nuestra época está destinado a la papelera. Lo que hoy muere parece ya no servir para alimentar el mañana.

“¡Reinvéntate!”, “¡Cada instante es único!”, “Cada día es nuevo!”, “¡Vive una experiencia irrepetible!” recomiendan los publicistas. Parecen proclamas alegres y despreocupadas, pero no son más que disfraces: infinitos y cambiantes disfraces para ocultar el rostro de la tristeza. La alegre tristeza del mundo actual. Hoy entendemos la vida como un constante espectáculo, como un incesante dispendio, como una fiesta infinita. Luz, siempre luz y diversión en todas partes. ¿Para engañar la tenebrosa falta de sentido?

 

3. Albañil de la nostalgia

Apelar a una época dorada, perdida entre las nieblas del pasado, es una trampa de la imaginación. Una trampa que, cuando el presente se hace insoportable, consuela. La nostalgia, siendo deliciosa, puede ser muy dañina. Funciona como un certificado de defunción: el nostálgico acepta la derrota de sus ideas, de su visión de las cosas. Acepta incluso su irrelevancia. La nostalgia es el premio que se concede a sí mismo el derrotado. Cede el paso; y se aísla.

Existe, sin embargo, una forma creativa de nostalgia. Yo la descubrí siendo niño. Al cumplir los 8 años, por razones que más adelante se apuntarán, tuve que pasar un curso y medio lejos de mi familia y del Empordà natal, en una pensión de la plaza Lesseps de Barcelona que regentaba una viuda con bata negra y dos dientes de oro. Si las plazas y las calles de La Bisbal, a las que yo estaba habituado, servían para jugar, las de Barcelona, dominadas por los coches, eran un laberinto humeante y peligroso. Si los adultos que yo conocía guardaban siempre para mí una broma o unas palabras cordiales, los que descubrí en Barcelona eran o indiferentes o imbuidos de una rara severidad. Tal mi profesora de piano, una soltera enlutada que combatía con un gran entusiasmo contra mi mano izquierda, francamente incompetente con el teclado. Dos veces vi alegrarse a mi profesora de piano: el día en que la televisión en blanco y negro transmitió la fumata bianca que proclamaba a Juan XXIII; y el domingo en que ella me invitó a conocer la muerte. Fuimos a visitar el cadáver de un sacerdote que acababa de morir. “Tócalo –me dijo, sinceramente cariñosa–, verás qué frío está”.

No siempre lo pasé mal. En el patio de La Salle Josepets, mis nuevos compañeros abandonaban el baloncesto (deporte entonces desconocido en La Bisbal) para burlarse de un chico que, cuando se sentía acosado, berreaba como un cerdito en el matadero, se ponía las manos a la cabeza y nos mostraba espesos mechones de su pelo caído. No siempre lo pasé mal. La señora Mercè, la viuda que regentaba la pensión, me delegó su tortuga, a la que yo contemplaba comiendo hojas de lechugas y dados de tomate en un triste balcón que daba al patio de luces.

Mi experiencia barcelonesa no fue para tirar cohetes, pero sí emocionante. Distraía mis horas muertas mirando por la ventana de aquel entresuelo de la plaza Lesseps, viendo cómo se encendían y se apagaban los neones del cine Roxy y evocando mi pueblo perdido: el escubidú de mis hermanas, las caricias de mi madre, los guisos de mi abuela, las calles sin asfaltar por las que transitaban coches y tartanas con lentos caballos.

Fue entonces cuando aprendí a reconvertir la añoranza en amenidad. Durante las primeras semanas de estancia en la pensión, los recuerdos se mascaban tristemente. Pero al cabo de un tiempo se transformaron en películas que yo mismo dirigía y filmaba. Descubrí la manera de utilizar la cámara lenta, de rebobinar escenas y de repetir las jugadas mucho antes de que la televisión popularizara aquel gran invento de la moviola. Descubrí, en resumidas cuentas, que, manipulando los recuerdos que me provocaban añoranza, podía convertirlos en amenos pasatiempos. Enseguida, además, aprendí a introducir la fantasía, el deseo, la invención. Mezclando los episodios realmente vividos con aventuras imaginadas, aprendí a construirme un mundo a medida.

Es fácil de entender por qué, con los años, este mecanismo puede convertirse en un vicio solitario. Si uno aprende a construirse una cabaña de recuerdos en la infancia, es inevitable que alcance la madurez convertido en un modesto albañil de la nostalgia. Un indigno, pero aplicado, pariente lejano de aquel fabuloso urbanista de los recuerdos que fue Marcel Proust.

 

Elogio de la discreción

Abdicar. La discreción es percibida a menudo como un valor moral. Pero Pierre Zaoui, en La discrétion (Les Grands Mots, 2013), la describe simplemente como un gesto vital: el gesto de la abdicación. El discreto abdica de la voluntad personal de imperar.

La modernidad hipermediática, dominada por la obligación de la visibilidad y por la carrera de la celebridad, nos empuja a exhibirnos. Todo el mundo se siente impelido a comunicar por Twitter, WhatsApp, e-mail o Facebook, los pensamientos personales más íntimos o secretos a todo el mundo (no sólo a los amigos y conocidos, también a los saludados y a los desconocidos). Esta presión pone en valor la actitud contraria: el placer de la contención, la gracia del retraimiento, el delicioso descanso de ceder la palabra a los demás.

Si todo el mundo, con narcisismo galopante, pugna por derramar sobre los demás un diluvio de imágenes y palabras, Zaoui propone detenerse de vez en cuando para ensayar el placer de no hablar de uno mismo, de no imponer el criterio propio, de retroceder. El discreto no da el paso atrás por cortesía, sino porque ha descubierto el beneficio íntimo de reducir su esmalte personal. Se decolora. El discreto no lo es por afán bondadoso, sino porque experimenta “un bienestar comparable al del niño al que el maestro no llama a la pizarra y puede quedarse soñando en los pupitres del fondo del aula, junto al radiador, mientras contempla a los compañeros”.

Apaciguada la afirmación egocéntrica que internet reclama constantemente, el discreto se propone cultivar una ecología del yo viajando en lentos vagones de segunda o de tercera, por vías secundarias.

La discreción, por lo tanto, no es un valor sino una ecología. No es una virtud, sino un goce. El discreto no se ausenta de la plaza pública, pero abandona la obsesión de presidirla o bombardearla con una presencia sonora y pugnaz. Da unos pasos atrás. Para dejar sitio a otros, ciertamente. Pero también para poder contemplar mejor a los otros.

Mirar por la ventana y observar, admirar, maravillarse. Situarse detrás de unos visillos, no para ocultarse, sino para no tener que actuar de forma explícita o teatral. Por el placer de eludir el escenario (y si no hay más remedio que subir al tablado, un rincón lateral será sin duda el más agradable). Mirar por la ventana por el placer de situarse en la parte sombreada de la plaza, lejos del bullicio. Los visillos dejan pasar la luz y la visión, pero diluyen, velan, resguardan el yo íntimo de las miradas exteriores, de la misma manera que protegen el exterior de las inquisitivas miradas del que observa desde la ventana.

 

Suspensión. En latín discretio significaba separación, distinción, diferencia, es decir: suspensión de las formas de relación y de visibilidad convencionales. Ahora bien, no es preciso convertirse en un ermitaño o en un exiliado. Se trata de contener la necesidad de aparecer desnudo y de mostrar las interioridades a todos.

La distancia que la discreción favorece no separa del mundo. Al contrario, permite observar mejor el mundo. La discreción es un tiempo de espera: detiene el deseo de afirmarse ruidosamente. Frena o suaviza la tendencia al impacto y a la extravagancia a la que todo el mundo parece tender, ahora, para ser reconocido. Todo el mundo pugna por ser visto y admirado. A fin de ser aplaudido, venerado o reconocido, todo el mundo tiende a dar codazos en la red. El discreto, en cambio, conoce hasta qué punto es enervante, costosa y exigente esta exigencia de protagonismo y, por ello, abdica de este empeño.

 

Desierto. Quien huye del mundo hacia el desierto real o metafórico no es un discreto, es un fugitivo.

 

‘Flânerie’. Según Walter Benjamin, el fundador de la discreción moderna es Charles Baudelaire, que observa el exterior para desplegarse interiormente. En la gran ciudad, entre la multitud, el discreto contemporáneo experimenta el sabor del incógnito. Baudelaire lo llama flânerie: el pensamiento errático, la ociosidad y el vagabundeo de aquel que observa el mundo sin manosearlo y sin necesidad de imponerse.

 

‘Selfie’. Si la palabra de moda es selfie (autorretrato fotográfico), la fotografía más sugestiva es la que sale borrosa o, aún mejor, la que suprimo: no es necesario que siempre todos sepan exactamente dónde estoy y qué hago. Todo el mundo pugna por escribir el tuit más estridente, más sorprendente o deslumbrante, pero el discreto prefiere este haiku de Matsuo Basho:

 

Contra la puerta

hojas de té, caídas,

que el viento empuja.

 

Aspirina. En la sociedad del exhibicionismo, nada es tan extravagante como la contención. Cuando todo el mundo desnuda sentimientos y creencias, nada es más provocativo que el pudor. En la era del striptease, nada es tan extraño como vestirse. Cuando todo el mundo tiende a convertir la vida propia en espectáculo público, recuperar el sentido de la intimidad es casi una transgresión.

La discreción era una virtud antigua. Pero en el mundo del ruido, la hiperconexión y la información desbordante, es una aspirina.