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Ensayos

463

AA. VV.

Jovellanos: el hombre

que soñó España

© 2012

Ateneo Jovellanos / Fundación Ateneísta de Asturias

y

Ediciones Encuentro, S. A., Madrid

ISBN libro electrónico: 978-84-9920-776-6

ISBN libro en papel: 978-84-9920-138-2

Diseño de la cubierta: o3, s.l. - www.o3com.com

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Presentación

José Luis Martínez

Se cumplen doscientos años del fallecimiento del gijonés más ilustre, don Gaspar Melchor de Jovellanos. Con motivo de esta efemérides el Ateneo que lleva su nombre vuelve a ocuparse de su figura y de su obra. A tal fin ha organizado diversos actos, entre ellos un ciclo de conferencias impartido por destacadas personalidades del mundo de la cultura española que constituye un homenaje, justo y merecido, al hombre que soñó España.

En las sesiones celebradas a lo largo del pasado curso se analizaron las facetas más señaladas de la enorme actividad desplegada por Jovellanos. Una reflexión desde la perspectiva actual, pero también en el horizonte de su tiempo.

Como presidente del Ateneo y de la Fundación ateneísta de Asturias me honro en presentar el libro que recoge las intervenciones de los ponentes que llevaron adelante el aludido seminario. Espero, querido lector, que encuentres en él suficientes motivos para saciar tu interés por conocer mejor a una figura señera de Asturias y de España. Hoy como ayer, el legado de Jovino continúa ofreciendo lecciones aprovechables.

Quiero hacer patente mi agradecimiento a cuantos han colaborado en la edición de estos trabajos, en primer lugar, a los autores de los textos y de modo especial al profesor Emilio de Diego, siempre dispuesto a prestarnos su ayuda. Para el Ateneo Jovellanos y los ateneístas que a él pertenecemos es un motivo de orgullo haber llevado adelante una obra como ésta que, sin duda, prestigia a nuestra institución.

Gijón, noviembre 2011

Prólogo

Emilio de Diego

Real Academia de Doctores de España

En las páginas que siguen tendrá el lector la oportunidad de repasar los perfiles que señalan la figura intelectual y humana de don Gaspar Melchor de Jove y Llanos. Al tratarse de un conjunto de trabajos, de varios autores, inevitablemente algunas referencias a tal o cual faceta de su quehacer se solapan en el texto, o más bien se entrecruzan, pero siempre como puntos de partida, desde los que seguir avanzando a través de nuevas pinceladas que enriquecen el retrato del personaje y el panorama de la España de entonces.

No estamos ante una narración biográfica al uso, ni tal cosa se ha pretendido, sino ante una aproximación al ingente legado de Jovellanos, a sus propuestas y realizaciones, a su pensamiento y a sus inquietudes, y, como no, a su compromiso y testimonio personal. Un conjunto de elementos que siguen constituyendo un buen motivo de reflexión, en el bicentenario de la muerte de quien es reconocido, sin discusión, como el más importante de los «ilustrados» españoles.

La andadura vital del ilustre gijonés discurrió en tiempos de frontera, no sólo entre dos modelos o sistemas políticos, sino en la bisagra de dos cosmovisiones, lo que implica un desafío especial, particularmente para quienes desde su atalaya intelectual y con la agudeza y capacidad suficiente, advierten, en mayor medida que el resto de sus contemporáneos, la dimensión trascendental del proceso en curso. Un tránsito que en aquella ocasión suponía el cambio de paradigma en todos los órdenes, junto con la más profunda convulsión en el ámbito de las creencias y, por consiguiente, una percepción distinta, en suma, de uno mismo, de los demás, de la naturaleza y de Dios. Así sería el paso a la «contemporaneidad», a una época marcada por el antropocentrismo y el desplazamiento del Dios de la fe por el dios de la razón. Aunque ese hombre «contemporáneo», autopercibido como un Dios en construcción racional, acabara actuando, mayoritariamente, a impulsos de la pasión romántica.

El plano más dramático de tales mutaciones, el de la transformación político-institucional, marcada por la tragedia de la violencia, revolucionaria y reaccionaria, escenificada en torno a la Revolución Francesa y a sus secuelas, en toda Europa, atraería, en primer término, la atención tanto de los ilustrados, como de los partidarios de la tradición; de la misma manera que les ocurriría después a los historiadores de aquel periodo. Un segundo aspecto, sin que esta secuenciación suponga otras prioridades, que las puramente ordinales, resulta en alto grado significativo, el de los nuevos planteamientos económicos, también con tintes revolucionarios, que abrieron la puerta al desarrollo material de la población occidental, en una medida sin precedentes equiparables. Pero ambos, a la vez, vendrían a ser la manifestación aplicada, de los nuevos postulados en el mundo del pensamiento filosófico, jurídico, político, científico, en todas sus formas,… que operaban ya, fundamentalmente, en la segunda mitad del Setecientos.

En ese panorama político y socioeconómico «aceleradamente» cambiante, en el que se refleja de manera más directa lo cotidiano, se aprecian además otras novedades de ritmo distinto, y menos perceptible para el común de las gentes. Se trata de las innovaciones que conforman una estética, igualmente distinta de la anterior que alimenta la representación artística, plástica y literaria, conforme al phatos romántico, en confrontación con el universo del neoclasicismo racionalista que, (a pesar de todo), se mantendría en medios oficiales, durante buena parte del Ochocientos.

Esa coyuntura por la que atraviesan la España y la Europa del tiempo de Jovellanos, compleja y marcada por contradicciones de todo tipo, en la cual conviven doctrinas antitéticas, o cuando menos muy distintas, condiciona necesariamente el pensamiento y la actuación de nuestro personaje; lo que dará lugar, con frecuencia, a que se manifiesten, al correr de los años, lecturas dispares de la obra de aquel gran ilustrado español. Algo, por otra parte nada sorprendente puesto que, pocas o ninguna de las parcelas de la vorágine de cambios que se conjugan en su tiempo, así como el análisis de sus factores y de las posibles secuelas de los mismos, escapan a la preocupación y a la actividad polifacética de don Gaspar.

Tal ocurre en el campo de la economía, en el de la política, o en el de la religión,… o por abreviar, en casi todos los frentes de su ingente obra. ¿Fue partidario del liberalismo económico, en la senda de Smith? ¿O caso un decidido proteccionista, defensor de un fuerte intervencionismo estatal? ¿Fue un contrarrevolucionario tradicionalista o el adalid de la Ilustración y del liberalismo? ¿Jansenista o católico timorato?… y así podríamos seguir formulándonos interrogantes similares a propósito de otras muchas manifestaciones, más o menos controvertidas, del legado jovellanista. Seguramente podríamos encontrar algo de todo ello, de modo simultáneo, en un eclecticismo superador de los rasgos interexcluyentes de la tradición y la modernidad; lo cual permite también una mirada capaz de asumir las asimetrías puntuales de su discurso, o la coexistencia en él de presupuestos diversos, para resaltar lo esencial; donde la coherencia resulta evidente.

Jovellanos piensa y trabaja por un mundo en el que, a la luz de la razón, el hombre desarrolle sus capacidades mediante la educación, para alcanzar la mayor felicidad posible. Es decir, preconiza un espacio en el que riqueza material y virtud espiritual se conjuguen dentro de un término irrenunciable para la naturaleza humana: el progreso, (meta y motor en la historia de todas las épocas, a pesar de las deformaciones y deficiencias sufridas por la distorsión, la banalización y la mistificación de ese concepto; en especial, a lo largo de las últimas décadas, hasta pasar de la categoría de mito, sacralizado por la ilusión colectiva, a las críticas vertidas en la actualidad). La conveniencia de corregir sus carencias y sus efectos negativos no implica la renuncia, imposible además, al progreso, a la búsqueda de la perfección posible. Ciertamente en su sentido más noble del término le correspondía a Jovino, de manera plena, la calificación de progresista que se le otorga allende nuestras fronteras; pues su idea del progreso vendría a coincidir con el ejercicio supremo de la libertad.

Ese mundo es, en cuanto territorio concreto, la España que sueña Jovellanos y que intenta realizar. Desde su pragmatismo, ese proyecto no era una entelequia, ni una simple figuración, sino una realidad alcanzable por el esfuerzo del autoperfeccionamiento, individual y colectivo, y, a tal fin, dedicaría sus trabajos didácticos, teóricos y prácticos; su labor como jurista, como economista, incluso como literato en algunas de sus creaciones; y, desde luego como hombre de gobierno y, siempre, como educador. Todo su quehacer público, es un compromiso al servicio de su país, de la sociedad en la que vive y hasta, en cierto sentido, de la que vendría más tarde a poder disfrutar un futuro mejor.

En esa sociedad encajarían todas las aportaciones jovellanistas. Se trata de la meta, volante no final definitiva, a la que conduce, como decíamos, el progreso. Camino iniciado en la realidad presente, como herencia histórica, y donde las leyes adquieren su verdadero significado sólo en cuanto constituyan la garantía de la libertad que debería permitir el logro de la riqueza material y espiritual; es decir, de la felicidad. Para avanzar hay que contar con la guía adecuada (las humanidades y las ciencias naturales, la moral y la ética). Hay que saber. Por tanto este es el gran desafío sapere aude.

Hay en Jovellanos pues un canto permanente a la sabiduría, concebida como el ideal operativo, tanto en sus escritos pedagógicos, (Memorias sobre educación pública, apuntamiento para el plan de estudios, Bases para la formación de un Plan General de Instrucción Pública…), como en los literatos y, especialmente, en su poesía. Acaso en ésta del modo más sublime cuando dice: …¿Saber pretendes? Franca está la senda: perfecciona tu ser y serás sabio... Considera necesaria, pero insuficiente, la información «… más lectura reflexiva que decoración o estudio de la memoria...» (Reglamento del Calatrava). A partir de ahí aboga por la reflexión que permita obtener el conocimiento. Finalmente pretende dar sentido al conocimiento en cuanto guía hacia la felicidad, es decir de la realización del hombre en el espacio reservado a la sabiduría, a la libertad. Si la expresión no tuviera alguna connotación pervertida en ciertos personajes de nuestra historia reciente, diríamos que Jovellanos busca un hombre nuevo par un mundo diferente. Un ser humano más libre, pero a la par, más responsable.

Igualmente, en el dominio de lo privado, en las manifestaciones más personales de la sensibilidad, aunque acaben aflorando al ámbito público en forma de tratados, a caballo de la historia y la teoría del arte, nos aparece un Jovellanos digno de atención. El académico de San Fernando, el amigo de Ceán Bermúdez, el hombre pintado por Goya nos muestra, con éxito, la tendencia propia de la Ilustración hacia un saber universal.

Con todo, lo más admirable, y por consiguiente útil en su caso, no vendría sólo de su pensamiento sino de su compromiso. Puesto a prueba en diversas encrucijadas políticas, a lo largo de su vida, pero especialmente en las circunstancias excepcionales de la guerra iniciada en 1808, Jovellanos nos ofrece la más destacada contribución a su tarea vital de educador, la del ejemplo. Su testimonio en este aspecto resulta, a mi entender, la forma más sublime de culminar obra y vida. Aparece entonces Jovellanos, el intelectual y el hombre inseparables, en una sola pieza. El racionalista capaz de ceder al sentimiento patriótico, anteponiendo su condición de español a su convicción ideológica. Pero sin renunciar a sus ideas, buscando el mejor modo de ponerlas al servicio de España.

En aquella plazuela de pasiones, donde además de batirse contra el enemigo exterior, comienza a dibujarse la frontera entre las dos Españas, la que aparece prisionera del pasado y la que se debate en el presente de la revolución, como recurso supremo, don Gaspar apuesta por el mañana. Curiosamente no parece la suya la opción más avanzada, porque no renuncia al legado del ayer, pero resulta la única capaz de superar la «actualidad» revolucionaria que se agota en su propio «revolucionarismo» convertido en medio y en fin, al mismo tiempo.

La mirada de Jovellanos hacia el pasado no obedece a la nostalgia, o a la melancolía, más o menos patológica, del intelectual catastrofista que busca en el ayer el rechazo del hoy que no alcanza a comprender. Al contrario, desde la lógica de la Ilustración, don Gaspar se asoma a la historia, no como antídoto del presente, sino como inexcusable referencia en el devenir hacia el futuro. Ciertamente su prevención frente a la revolución no se asienta en el inmovilismo, sino en el peligro de la improvisación, de la ocurrencia vacua que la experiencia ya demostró nefasta. Por eso afirmaría, rotundamente, que para gobernar un país hace falta conocer su historia.

Hay en el Jovellanos reformista y patriota una cualidad indispensable en POLÍTICA (con mayúsculas), la pedagogía; esfuerzo arduo frente al recurso fácil de la política (con minúsculas), la demagogia. Llama además a la consideración de otro requisito que todo proyecto político debe tener en cuenta, el ritmo en la aplicación de los programas a desarrollar, en función siempre de la medida correcta de las coordenadas espacio-tiempo, evaluada en términos materiales y espirituales, de la sociedad a la que se dirige.

De poco sirve el voluntarismo, incluso el bienintencionado en el mejor de los supuestos, cuando lo que se predica, de modo más o menos eufónico, escapa a lo posible o resulta probablemente nefasto. Los saltos en el vacío podrán llevarse a cabo con el propósito de alcanzar una meta nimbada de atractivos, pero si no existen los apoyos necesarios, y la fuerza del impulso posible no es suficiente para llegar al punto deseado, el colofón será el desastre. La orilla buscada sólo podrá alcanzarse tendiendo los puentes que aseguren el camino, aunque sea más lentamente. El corazón y la pasión forman parte de los seres humanos pero también, y no menos necesarias, la cabeza y la razón que, además, no se oponen a las innovaciones.

Jovellanos soñó España, desde la razón, como antídoto de las fantasmagorías monstruosas del irracionalismo y de sus errores trágicos. Una España moderna, libre, rica y feliz asentada sobre el esfuerzo y el saber. Un país exigente y posible. Los meses finales de su vida discurren pues en la angustia suscitada por la incomprensión de la mayoría. Sufre no sólo la persecución y la expulsión de unas instituciones que le rechazan y que tratan de enviarle lo más lejos posible. Es el hombre pero también el intelectual y el patriota atribulado en sus últimos días, porque ve ante sus ojos una España movida por la violencia de la pasión desmedida, el país sin cabeza en el que se escenificaban los desastres de la guerra, y al que las «revoluciones» estériles iban a sacudir sin misericordia a lo largo de más de un siglo.

Jovellanos economista

Juan Velarde Fuertes

«Dos ejemplos españoles muestran, todavía mejor que Justi mismo, lo bien que los mejores cerebros de la época denominaba la ‘economía aplicada’: me refiero a Campomanes y a Jovellanos, ambos situados en elevada posición durante la era reformista de Carlos III. Fueron reformadores prácticos, siguiendo la línea del liberalismo económico, y ninguno de los dos se preocupó por el progreso del análisis ni contribuyó a él. Pero entendieron ambos el poder económico mejor que algunos teóricos. Y, teniendo en cuenta la fecha del Discurso de Campomanes (1774), es de interés observar lo poco que tenía que aprender —si es que algo podía aprender— del Wealth of Nations». Estas palabras de ese colosal economista que es Schumpeter, proceden del capítulo 3 de la parte II de su obra, de continuo e insustituible referencia, Historia del Análisis Económico, que por lo que respecta a Jovellanos, se amplía así en la nota 31 de ese capítulo, tras referirse a Campomanes: «Gaspar, Melchor de Jovellanos (1746-1811), hombre de tipo parecido, pero de carrera menos próspera, escribió entre otras cosas dos informes: uno sobre la libertad de la industria (1785) y otro sobre la ley agraria, por encargo de la Real Sociedad Económica Matritense de Amigos del País (1794); en los dos informes expone los principios del liberalismo económico, pero juiciosamente implantados por consideraciones prácticas».

Este argumento de Schumpeter es de tal categoría, que podría detener aquí mi intervención sobre «Jovellanos, economista», pero tras subrayar este respaldo, no puedo evitar de inmediato el traer a colación lo que escribió ese gran estudioso del pensamiento económico que es Vicente Llombart, en su trabajo «Una nueva mirada al Informe de Ley Agraria de Jovellanos. Doscientos años después» (DT95-12, del Departamento de Análisis Económico. Universidad de Valencia), donde se lee: «Los libros valiosos y sugerentes aquellos que, como el Informe superan el filtro del tiempo, deberíamos considerarlos más que como meros objetos inanimados, como singulares artificios humanos dotados del don de la pervivencia. Sobreviven a su autor y a su época en manos de posteriores y dispares lectores e intérpretes, resurgen en momentos y lugares diversos con ocasión de antologías, reediciones y traducciones, e incluso logran sobreponerse a sus sucesivos lectores, editores, traductores y exigencias sin perecer en la prueba, permaneciendo disponibles en la memoria colectiva como fuentes de ideas y como objeto de nuevas interpretaciones y utilizaciones conforme cambian los tiempos».

Es, pues, Jovellanos, como demuestra este doble apoyo intelectual, un economista muy importante que, sobre todo, debe ser explicado en función de su iluminación de las medidas económicas españolas de aquellos tiempos. Ante ellas, ¿qué aconsejó Jovellanos? Me atengo, pues, a su papel en esa «applied economics», esa economía aplicada de la que habla Schumpeter, con el designio de superar el bache económico que España tenía a la llegada de la Revolución Industrial, que nace precisamente a partir de 1783, la de la independencia norteamericana.

Con las bases procedentes de la Ilustración y de la toma en consideración de tres acontecimientos esenciales —la Revolución francesa, la Revolución Industrial y la aparición de la Escuela clásica en el terreno de la ciencia económica—, ¿cómo reaccionó Jovellanos?

Dejemos a un lado la Revolución francesa. A través de tres ámbitos intentará Jovellanos incorporar a España a la Revolución Industrial. Desde el de la capitalización en hombres, preparándoles de otro modo; también desde una revolución radical en la agricultura española —recordemos que otra, en el Reino Unido, con los cerramientos, había contribuido al desarrollo económico industrial británico, por supuesto desde otro planteamiento un tanto diferente al nuestro—; finalmente, vio como se abrían posibilidades al empleo del carbón de los yacimientos asturianos como consecuencia de que la Marina de Guerra precisaba para sus arsenales, de combustible en gran cantidad, porque en España escaseaba la madera, que además era monopolizada al par que existía un aumento en la demanda generada por el incremento de la producción de las ferrerías vizcaínas, en una línea que más adelante confluiría con el empleo del carbón de leña para la primera siderurgia española, con el que se denominaba procedimiento siderúrgico de los hornos Chenot. Voy a empezar por ahí, porque de ese planteamiento se va a derivar el intento de mejorar, simultáneamente también, a Asturias y a España, en el sentido de un avance considerable desde el punto de vista tecnológico, sin el cual la Revolución Industrial no podría tener seguimiento alguno. Su coronación será el famoso Informe de la Sociedad Económica de Madrid en el Expediente de Ley Agraria. Y en el fondo, la búsqueda continua de la libertad en el tráfico, en el comercio, y que esté defendido en la legislación. Y tras eso, la evidente influencia de Adam Smith, el adalid primero de la Escuela clásica. Un dato entre multitud de otros. Véase la anotación del 1 de junio de 1796 en su Diario: «Lectura en Young; me gusta poco; y en Smith; ¡qué admirable cuando analiza!» Y el 11 de marzo de 1797 anota Jovellanos: «Los estorbos que vienen de parte de las leyes, no pueden dejar de removerse, pues que se va difundiendo el estudio de la Economía».

Lo que latía en todo esto, por un lado era el mensaje de la libertad económica, y por otro, el gran cambio de la Revolución Industrial. Ambas cosas se coordinan en el Informe sobre el libre ejercicio de las artes cuando escribe: «Todo es ya diferente en el actual sistema de la Europa. El comercio, la industria y la opulencia que nace de entrambas, son, y probablemente serán por largo tiempo, los únicos apoyos de la preponderancia de un Estado, y es preciso volver a éstos —o sea, al comercio, la industria y la opulencia que nace de entrambas— el objeto de nuestras miras, o condenarnos a una eterna y vergonzosa dependencia». Y, repito, para eso buscará puntos de apoyo variadísimos para intentar que triunfe esa nueva dirección. Comencemos, pues, por la cuestión del carbón.

Un comerciante de Gijón, Juan Bautista González, solicitó la libre circulación por mar del carbón que comercializaba, y para aclarar la cuestión, el Consejo de Estado, con la aprobación del Rey Carlos IV, por Real Orden de 28 de marzo de 1789, encomendó sobre ello un informe a Jovellanos.

El resultado de su labor la sintetiza muy bien Ceán Bermúdez en cuatro proposiciones: «1.ª Establecer una absoluta libertad en el cultivo y el comercio del carbón para animar el interés y la industria de los propietarios de las minas y de los sacadores y conductores del fósil; 2.ª Construir un camino desde las minas al punto de extracción, para disminuir el precio de los portes; 3.ª Conceder algunas gratificaciones y franquicias a los buques para abaratar los fletes, y crear una marina carbonera; y 4.ª Establecer en Gijón una escuela náutica y mineralógica —esto es, lo que después sería el Real Instituto— para lograr buenos pilotos y buenos marinos».

Era fundamental el poner en acción estas medidas, con la colaboración de un Ingeniero de la Marina, Fernando Casado de Torres, con el que planeó la propuesta de éste al Gobierno de hacer navegable el río Nalón para llevar el carbón de las minas de Langreo al puerto de San Esteban de Pravia. De ahí se derivó la Real Orden de 24 de agosto de 1792, para poner esto en marcha. Bien sabido es que fracasó, y que Jovellanos, que en principio había propuesto un camino para la salida del carbón, parece haber lamentado que Casado de Torres hubiese logrado convencerle. Por eso, volverá, una y otra vez, más adelante, a solicitar el camino carbonero y, como es bien sabido, la puesta en marcha del Real Instituto donde, al estudiarse mineralogía, náutica y economía, se iba a crear la base adecuada para que la minería del carbón, cuyo impacto en la industria nueva aumentaba por momentos, tuviese un arraigo importante.

Jovellanos había comprendido que las grandes novedades que surgían con la Revolución Industrial, procedían de una previa revolución científica que, sobre todo, había estallado en el siglo XVII, y que al liquidar la polémica de los universales en favor del nominalismo y no del realismo, había impulsado, interaccionándose, las matemáticas —ahí estaba nada menos que todo el conjunto de consecuencias derivadas del cálculo diferencial—; la física, con nombres que alcanzaban un nivel tan considerable como el de Newton, y la química, que precisamente en España, hay que reiterarlo, no en el ámbito universitario, pero sí en el tecnológico militar —donde igualmente, hay que recordar, por ejemplo, a Jorge Juan— triunfaba esta orientación, con los trabajos de Proust en Segovia, y su fundamental Ley de las proporciones definidas. Todo este proceso extraordinario, que estalla en el siglo XVIII, tenía unas consecuencias tecnológicas extraordinarias, y por ello, económicas. Se indicaba, por ejemplo, cuál era la causa del considerable progreso industrial de Manchester, y se decía que se debía al estudio muy profundo que de las matemáticas tenía lugar en Inglaterra. La explicación era sencilla. Al estudiarse a fondo las matemáticas, se podía progresar adecuadamente en la astronomía. Gracias a ésta, la navegación podía efectuarse con mayor perfección. Por todo ello, los buques británicos podían acudir más exactamente a sus citas portuarias, y por ello, sus fletes eran más bajos. Con fletes más bajos, los costes de las exportaciones británicas, disminuían por fuerza. Por tanto, los mercados se ampliaban, y esto aumentaba las posibilidades de los fabricantes ingleses, y concretamente de los de la industria textil y en otro sentido, de los asentados en Manchester.

Todo eso es comprendido a la perfección por Jovellanos. Como señala Ceán Bermúdez, por eso «concibió la idea de formar en Asturias una escuela de matemáticas el año 1782: la propuso al rey en 1789; y la adoptó Su Majestad en 1791. Esos son —añade a renglón seguido— los preliminares del Instituto, que se pueden leer más extensos en el libro intitulado Noticia del Real Instituto Asturiano, dedicado al Príncipe nuestro señor por mano del excelentísimo señor don Antonio Valdés». En él se lee la solemne apertura de este centro el 6 de enero de 1794: nótese que era la onomástica de Jovellanos.

Lo revolucionario era triple. Por un lado se situaba en Gijón, no en la capital del Principado. Por otro, no se destinaba con exclusividad a la nobleza de la región. Finalmente, la Universidad de Oviedo corporativamente, se sentía agraviada, porque en Gijón había surgido otro centro de enseñanza superior. La oposición de la Audiencia, de la Diputación —ahí queda su escrito de 4 de febrero de 1793— y del Ayuntamiento de Oviedo, con el escrito conjunto de 20 de febrero de 1793, más la de la Universidad, era clarísima. Diría Jovellanos aquello irónico sobre la Universidad de Oviedo y la hipotenusa, basado en la enseñanza escolástica de este centro: «Los escolásticos desprecian todo lo que ignoran... Mil testigos podrán asegurar a V.E. que en un acto mayor de matemáticas sostenido en aquella universidad, al oír pronunciar la palabra hipotenusa todo el mundo soltó la carcajada». He de añadir que, tras una conversación que tuve con Antonio Tovar, lo mismo se hubiera podido decir, por ejemplo, de la de Salamanca.

Hay que tener en cuenta todos esos antecedentes, más otros derivados de la vida diaria del centro —por ejemplo, que exclusivamente sólo uno de los alumnos, entre los 60 del inicio del curso era, por cierto, de Oviedo—, como nos recuerda Javier Varela en su Jovellanos: Tomás Rodríguez Boves, el futuro caudillo llanero contra Bolívar en la independencia venezolana. Según Ceán Bermúdez, a principios del año 1801 se comentaba «el lucimiento con que se distinguían los alumnos y los grandes progresos que habían hecho en todos los ramos de las matemáticas puras, en la cosmografía y navegación, en la esfera y geografía; en los elementos de la historia universal, en los estudios del primer año de física, en los tratados del aire, del agua, del fuego y de la luz, en la estática, óptica, astronomía física, en el magnetismo y la electricidad... y últimamente en la versión inglesa y francesa».

El plan de estudios, en aquellos tiempos, y también por el previsto cultivo de la economía, era algo que está en el espíritu actual, por ejemplo, del MIT norteamericano, o en otro sentido, con el del mundo politécnico francés. Tenía un precedente claro en España, el Real Seminario de Vergara y, por supuesto, el de algunos centros militares. Su fundamento era crear una población activa adecuada para dos subsectores productivos que consideraba Jovellanos, y probablemente tenía razón, que podían ser la base de un despegue económico importante: el transporte marítimo y las explotaciones mineras, comenzadas, como he dicho, con la del carbón. Escribirá así: «He puesto el Instituto asturiano bajo la inmediata dependencia del Ministerio de Marina, porque la enseñanza de la náutica, que es uno de sus primeros objetos, le pertenece exclusivamente, y la mineralogía... le pertenece también, porque el beneficio de los carbones, por ser objeto y fin de esta enseñanza, está y debe estar bajo su mano, siendo constante que la Marina —y no sabía Jovellanos hasta qué punto profetizaba— es en el día casi el único, y será siempre, mayor consumidor del carbón fósil... (Por tanto) el fin particular y determinado a que se encaminará toda la enseñanza, será doctrinar hábiles y diestros pilotos para el servicio de la Marina Real y mercantil, y buenos mineros para el beneficio de las minas..., y señaladamente, las de carbón de piedra». El lema del Instituto era «Quid verum, quid utile», y tiene actualidad evidente el proyecto básico de esta creación expuesto así el 27 de mayo de 1794 en el Diario tras una conversación que tiene con el matemático Pedrayes: «Mi deseo es formar los principios de una Academia, para cuando vayan saliendo nuestros jóvenes de la enseñanza elemental del Instituto, empeñarlos en los estudios sublimes y emplearlos en la aplicación de las verdades útiles». Con Pedrayes es con quien el 1 de septiembre de 1794 anotará en el Diario que en un paseo que con él da, «llevamos a Price un mineral: le tiene por wolfran». El 17 de agosto de 1797 estampará, en relación con todas estas cuestiones centradas en el Real Instituto: «Se establece que la Instrucción es el principio de la prosperidad de la nación». Perfecto cierre de esta cuestión.

Desde luego uno de los problemas que acechaban, y contra el que combatía Jovellanos, era el de la biblioteca. El 27 de julio de 1796 anota: «Correo: al inquisidor de Valladolid, Mata, que extraño no se entiendan conmigo; que no creo haya libros detendidos [prohibidos]; que los separados lo estén para que los jóvenes y profesores no se distraigan a lecturas impertinentes; que se entiendan conmigo, que les enviaré las listas que quieran; cómo adquirimos los libros: primero, regalados; segundo, introducidos de Londres [debo destacar esto]; tercero, comprados por el presidente Aguirre; cuarto, comprados en el Reino, por la mayor parte, castellanos».

Todo esto se ve en la carta que el 8 de marzo de 1797 escribe al padre de Cabarrús, en solicitud de unos libros de su amigo, pero que estaban en poder de su padre. Denomina en esa carta Jovellanos —escrita en francés— al Real Instituto, École de Sciences Utiles, y añade: «Comme il pourrait arriver qu’il eut parmi eux quelques-uns dont l’introduction ne fût pas permise en Espagne, j’ai l’honneur de vous en demander la liste pour eviter un demêle avec les inquisiteurs en les connaissant d’avance». Y el 10 de abril de 1797 se lee en el Diario: «Dícese que Tavira será inquisidor general, y aun hay quien dice que ‘será abolida la Inquisición’. ¡Oh, cuánto ganarían en ello las letras! ¡Cuánto las costumbres! Cuanto menos fuesen los hipócritas, mejor sería. El depósito de la Fe estaría mejor en manos de los obispos, de donde fue arrancado, y este padrón [baldón], que sólo sufren tres pueblos católicos, sería para siempre arrancado».

Todo esto, más los destrozos causados por la ocupación francesa en la Guerra de la Independencia, liquidaron esta experiencia que pudo haber sido revolucionaria en nuestra enseñanza, y que, indudablemente nos hubiera acercado a las pautas de desarrollo compatibles con la Revolución Industrial que entonces alboreaba. No era en balde, como nos destaca Miguel Artola, el que junto con el Instituto, intentó Jovellanos el establecimiento de una cátedra de Comercio, «que completaría el ciclo de las enseñanzas que en Gijón debían darse». Ceán Bermúdez dirá sobre esto que vinculaba la cátedra con el establecimiento de un consulado, y que fue «mucho lo que trabajó con este objeto, y los informes y noticias que tomó para que se efectuase».

Todo ello dentro de un planteamiento que habría que calificar de muy moderno, porque, como he señalado antes, no sigue ningún mecanismo en favor de la nobleza, sino de todo el pueblo, porque como dice Jovellanos en su carta al canónigo González Posada el 1 de junio de 1795, «el pueblo sufre las quintas; el pueblo sufre bagajes, alojamientos y todas las cargas concejiles; el pueblo sufre servicios y contribuciones que no sufren otras clases más ricas y pudientes; el pueblo, contribuyendo con ellas, no contribuye en la proporción de su escasa fortuna; y por último, sufre distinciones odiosas, que ya no se derivan de la constitución, cual existe. ¿Y no se podrá decir que sus derechos están olvidados?». De ahí que en su Oración inaugural en la apertura del Real Instituto Asturiano diga Jovellanos, convocándole a las aulas de la nueva institución que entonces nacía: «Y tú, pueblo laborioso, primer objeto de mis desvelos, tú, clase menos recomendable a mis ojos por tus olvidados derechos que por tus inocentes fatigas, mientras tanto que las continúas en beneficio de todas las órdenes del Estado, envía a tu juventud a educarse en este Instituto».

Pero nuevas materias primas energéticas como era el carbón y una población activa mejor instruida necesitaban, para incorporarse a la Revolución Industrial, que tuviese lugar una ampliación notable del mercado. Jovellanos contemplaba uno que se estaba incrementando espléndidamente en Gran Bretaña. ¿Cómo podía ser posible que un fenómeno paralelo surgiese entre nosotros? ¿Qué hacer para que España imitase de alguna manera aquella situación británica? ¿De qué forma era necesario actuar?

Por eso pasó a considerar que era necesario eliminar los obstáculos que estaban generando un mercado español extremadamente pequeño, incluso se le podría considerar, minúsculo. Y en buena parte se encuentra con que eso se debía a los obstáculos derivados de la tradición, que se habían consolidado de modo formidable. Naturalmente, los intereses afectados por una posible ruptura de lo creado y afianzado por esa tradición pondrán el grito en el cielo ante cualquier alteración y van a intentar vincular lo que, lisa y llanamente son sus privilegios, sin ningún soporte serio intelectual, a una serie de sacrosantos mandamientos, que se hunden con facilidad a poco rigor que se ponga en su examen crítico. Jovellanos efectuó tal examen de modo perfecto, y además pasó a hacerlo precisamente en el momento, como se ha dicho antes, del derrumbamiento del Antiguo Régimen.

El examen que efectúa será implacable y se dirige hacia un factor de la producción, la tierra, en un momento en que la contribución de la producción rural era la clave de nuestra vida económica. Al hacer tal cosa, observará que la Iglesia contaba aproximadamente con cerca del 20% de la tierra cultivable y algo más de la cuarta parte de todo lo que se producía en la agricultura. Lógicamente, la Iglesia era un muy mal empresario. Dejando aparte otras cuestiones señaladas, ya era evidente que buena parte del desastre que existía en el panorama rural español, a estas explotaciones eclesiásticas se debía. Mantenerlas era eliminar las posibilidades de ampliar el mercado. Pero no era el eclesiástico el único obstáculo, porque, ¿qué decir, por ejemplo, de situaciones como las que comprueba y nos señala puntualmente en el Informe sobre la Ley Agraria en relación con los foros de Galicia?

Alterar esto, requería la presencia del Estado pues, de otro modo, podría perpetuarse ese conjunto de frenos que se heredaban, como era el caso de los mayorazgos, que frenaban la introducción de las tierras en el mercado, con lo que la oferta de éstas disminuía aun más, aparte de las dificultades de cultivo a causa de los privilegios de la Mesta. Y al intentarlo de modo directo, Jovellanos, en carne propia, experimentó las desagradables consecuencias. Esto es, cuando se analiza por qué es destituido con grandísima prisa del puesto de Ministro de Justicia, es preciso pensar que de este cargo dependía el futuro de un gran número de beneficios eclesiásticos. No podían ignorarse dos cosas. Que había sido muy importante en su vida el papel de Campomanes, a su vez autor del Tratado de la regalía de amortización y que de la pluma de Jovellanos era el Informe de la Ley Agraria, como consecuencia, precisamente de un dictamen solicitado por el fiscal del Consejo de Castilla, que era Campomanes, en agosto de 1777, a la Sociedad Económica Matritense de Amigos del País. El encargo a Jovellanos se hizo en 1787, y el envío del Informe a la Económica Matritense tuvo lugar en 1794, «¡quizá cuando ya pocos lo esperaban!», señala agudamente Vicente Llombart, quien añade: «Desde sus orígenes parece que el Informe de la Ley Agraria hubiera poseído un cierto grado de extemporaneidad. Hundiendo sus raíces en uno de los proyectos más importantes del reformismo ilustrado de la época anterior a 1789, y representando uno de los logros culminantes del pensamiento económico de la Ilustración española, vino a madurar un poco a destiempo, acabó por florecer cuando las condiciones propicias para la aplicación del programa ilustrado actualizado que proponía el texto, se habían esfumado. En 1795 no existía ya el gobierno ilustrado que sin duda necesitaba su programa para remover los estorbos contrarios al crecimiento económico, ni existía tampoco un mínimo clima de tolerancia para la discusión de los asuntos públicos: el Informe fue inicialmente expedientado por la Inquisición en enero de 1796».

No deja de ser significativo que a pesar de un cierto apoyo de Godoy, que en el fondo era partidario de las tesis de los Ilustrados, pero que ansiando más el poder que cualquier otra cosa, daba bandazos enormes, el Informe, con erratas de imprenta, apareciese impreso en 1795 en el tomo V de las Memorias de la Sociedad Económica de Madrid, pero la segunda edición, ya corregida no va a imprimirse hasta 1820, en una situación política, la del Trienio Liberal, diferente totalmente, como todos sabemos. Por ello es difícil no aceptar la difusión de la acusación de jansenista que se hace, parece, contra Jovellanos poco después de aparecer el Informe. La detención, el 13 de marzo de 1801, en Gijón, de Jovellanos y su envío a Mallorca, fue la consecuencia muy probable de todo esto.

Desde luego, comulgo con la postura de Vicente Llombart cuando en su trabajo ya citado «Una nueva mirada al Informe de Ley Agraria de Jovellanos, doscientos años después» dice sobre éste que «Manuel Jesús González... y Rafael Anes... reiteraban con diferentes matices que Jovellanos fue un economista smithiano defensor de la economía de libre mercado y que aplicó en el Informe lo esencial del núcleo teórico de la Riqueza de las Naciones», a lo que agrega que en su artículo, La Ley Agraria en la España de las Luces, publicado en Cuadernos de Información Económica, noviembre-diciembre 1994, Gonzalo Anes «ha considerado que fue gracias a las lecturas y al estudio de Riqueza (de las Naciones) que Jovellanos pudo se coherente en su análisis y propuestas». Por ello estoy con Llombart cuando sintetiza todo esto indicando «que la obra de Jovellanos representó una ruptura o discontinuidad importante con los escritores económicos españoles inmediatamente anteriores (especialmente con Olavide y Campomanes) y el inicio en España de un liberalismo económico de nuevo cuño, nacido en contraposición con la tradición ilustrada anterior —más intervencionista o mercantilista--, gracias en buena medida a la influencia de las ideas de Adam Smith».

Jovellanos subrayó todo esto con un contraste. Veamos lo que entonces sucedía en los nacientes Estados Unidos. La nota en el Informe sobre esto es perfecta: «Compárese la agricultura en los Estados en que el precio de las tierras es ínfimo, medio y sumo. Las provincias unidas de América se hallan en el primer caso». Y tiene como consecuencia, lo toma de «una gaceta extranjera» de 1792, una enorme exportación norteamericana de productos agrícolas de todo tipo. Debido a ello, «la agricultura de aquellos países logra un aumento tan prodigioso que sería incalculable, si su población rústica duplicada en el espacio de pocos años, y sus inmensas exportaciones de granos y harinas, no diesen de él suficiente idea», y ello porque «la baratura de las tierras causa naturalmente la de los frutos, y esto anima el comercio, y le lleva a los puertos más lejanos. A no ser así: ¿cómo se vendería en Constantinopla el arroz de Filadelfia más barato que el de Italia y Egipto?».

Por supuesto que la base era un cambio radical de la estructura jurídica del suelo y poco intervencionismo. Se ha repetido casi hasta la saciedad esta transmisión del teorema de la mano invisible de Smith que aparece en el Informe: «Los celosos ministros que propusieron a V.A. sus ideas y planes de reforma en el expediente de Ley Agraria, han conocido también la influencia de las leyes en la agricultura, pero pudieron equivocarse en la aplicación de este principio. No hay alguno que no exija de V.A. nuevas leyes para mejorar la agricultura sin reflexionar que las causas de su atraso están por la mayor parte en las leyes mismas, y que por consiguiente no se debía tratar de multiplicarlas, sino de disminuirlas: no tanto de establecer leyes nuevas, como de derogar las antiguas». Pero eso no le lleva a ignorar la ley de King, derivada como todos sabemos, de que la demanda de bienes agrícolas es rígida, y la oferta se desplaza bruscamente a la derecha y la izquierda al ritmo de las cosechas. Por eso en relación con el comercio exterior de granos dirá —y Marcelino Domingo no se enteró en 1931-1932, arruinando el campo español— que «pues la importación de granos extranjeros puede perjudicar a nuestra agricultura en aquellos años en que la cosecha sin ser colmada sea superior a la de los años comunes, y por lo mismo puede ser conveniente poner en ellos algún límite, se siga en esto el indicio de los precios, que es tan cierto en los tiempos de seguridad, como falible en los de escasez real o de aprensión, y se determine uno que señale el límite de la importación, durante el cual se entienda prohibida por punto general».

Me atrevo a añadir algo más. Es imposible el progreso en la Revolución Industrial, o sea el progreso económico en el que vivimos, en medio de la corrupción. Merece la pena, por eso, dedicar también alguna atención a esto. Cuando en una sociedad surge la corrupción, es imposible que exista una buena asignación de los recursos, especialmente escasos entonces. Esto es, la productividad total de los factores se derrumba. Jovellanos se encuentra con que tiene poderes políticos y que desde ellos puede liquidar, al menos parte importante de la corrupción que imperaba en aquella desdichada Corte de Carlos IV. Por eso, ante ella se niega a reaccionar como hacen sus amigos, y para empezar, Campomanes, su maestro inicial, quien le dice: «Lo necesario es afianzarnos en el poder y, entonces, cuando lo controlemos, barreremos esas conductas corruptas. Por tanto, hay que transigir durante bastante tiempo. Finalmente vendrá el golpe contra las estructuras podridas». En el fondo decía a Jovellanos: «Vamos a transigir, porque lo importante es que Saavedra y usted estén ahí, gobernando el conjunto de España. Cuando ambos se afiancen, ya podrán cambiar a la nación». Cabarrús, otro amigo, estaba dispuesto a aprovechar todos los fallos del mercado posibles para enriquecerse personalmente. Lógicamente, convivía con la corrupción con cierta comodidad.

Jovellanos desde el principio se muestra en desacuerdo. Le repugna instintivamente la corrupción por sí misma, pero al mismo tiempo porque está comprometiendo el futuro de España. Se muestra capaz al fin, al aceptar un puesto político, de convivir con la corrupción, pero va a procurar destruirla con todas sus fuerzas. Por ejemplo, se niega en absoluto a aceptar recomendaciones, aunque fuesen de la Reina o el Rey, y desde luego, las de los poderosos de la Corte.

Se encogía de hombros ante las presiones cortesanas, y nombraba para todos los cargos a aquellas personas que, efectivamente, eran más capaces. Eso hizo crecer el aborrecimiento hacia él. De ahí que durase en el Ministerio nueve meses. Fue, pues, derrotado, pero quien pagó las consecuencias fue España que, por esta cuestión central, abandonó con claridad el sendero que conducía a la Revolución Industrial. No fue escuchado como economista, y eso, entonces y ahora, es propiciar la decadencia.