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PLÁCIDO M.ª (MIGUEL) GIL IMIRIZALDU

MONJE DE LEYRE

«... Iban a la muerte

como a una fiesta»

Crónica de un testigo

Prólogo de Juan Manuel de Prada

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© 2012

Monasterio de San Salvador de Leyre

y

Ediciones Encuentro, S. A., Madrid


ISBN DIGITAL: 978-84-9920-819-0

Diseño de la cubierta: o3, s.l. - www.o3com.com

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ÍNDICE

Prólogo

Dedicatoria

Siglas

Presentación

A modo de exordio

1. Horas difíciles

2. Se llevan a un monje

3. Detenidos

4. «La necesidad, la angustia, la persecución sufrida por Cristo»

5. Días 23 y 24 de julio

6. Día 25 de julio

7. Sucesos varios

8. El memorial de su muerte

9. El futuro de los colegiales

10. Preparándose para el sacrificio

11. De la fiesta de la tierra a la eterna fiesta del cielo

12. Últimos acontecimientos

13. Enterrados en el cementerio

A modo de apéndice

Epílogo

Poema a los mártires de El Pueyo

Fotografía Monasterio de El Pueyo

Fotografía Carcel

Fotografia Coso

Fotografía Cementerio

Fotografía Lugar del martirio

Fotografía Virgen de El Pueyo

Fotografía Obispo Asensio

Fotografía Colegiales

Fotografía Carta de Dom Aurelio

Fotografía Sepulcro de los Mártires

Fotografía Monjes ejecutados en agosto de 1936

Fotografía Padre Plácido

Bibliografía

Contraportada

PRÓLOGO

  Nosotros somos ciudadanos del cielo, de 

donde esperamos como salvador al Señor

Jesucristo, el cual transfigurará este

miserable cuerpo nuestro en un cuerpo

glorioso como el suyo, en virtud del poder

que tiene de someter a sí todas las cosas.

Flp 3,20-21

Hace algunos años, tuve la ocasión de leer y recomendar la lectura de Un adolescente en la retaguardia, un bellísimo libro, de una belleza frugal y reparadora que ensanchaba el espíritu, en el que el padre Plácido María Gil Imirizaldu, de la Orden de San Benito, nos narraba las vicisitudes que rodearon sus años mozos, desde el estallido de la guerra civil —que lo sorprendería con apenas quince años en el monasterio benedictino de El Pueyo (Barbastro), donde a la sazón cursaba estudios— hasta el regreso a su pueblo natal, Lumbier, en la provincia de Navarra, para reunirse con sus padres, que lo daban por muerto. Aquel libro me cautivó entonces no tanto por la exposición de las vicisitudes que jalonaron la peripecia vital del narrador como por la crónica de la supervivencia de su vocación religiosa, que como una flor silvestre irradiaba una belleza trémula entre los escombros del odio y la mortandad.

En Iban a la muerte como a una fiesta, el padre Plácido María Gil Imirizaldu nos narra —como testigo privilegiado que fue— uno de los episodios más sobrecogedores de aquella guerra civil en la que se desataron todos los demonios: el martirio de los monjes benedictinos de El Pueyo, que corrieron —en aquel Barbastro tomado por las milicias anarquistas— la misma suerte que escolapios y claretianos, así como otros muchos sacerdotes diocesanos del lugar, con su obispo al frente. Quien busque en estas páginas una exposición truculenta de aquellas jornadas se llevará, sin duda, un gran chasco; porque las brutalidades y sevicias que sufrieron quienes pronto serían martirizados, al igual que los desmanes de sus asesinos, no importan tanto a su autor como la exaltación de las virtudes de aquellos monjes que, en la hora de la tribulación más desgarradora, fortalecidos por la oración y los sacramentos, dieron ejemplo de piedad, acudiendo a la muerte con serenidad, y hasta con júbilo: la serenidad y el júbilo que brinda la certeza de acceder a una existencia plena, como ciudadanos del cielo, en amorosa contemplación del misterio divino.

El padre Plácido María Gil tuvo la suerte de compartir cárcel con aquellos monjes ejemplares en las vísperas de su martirio atroz. Muchos de ellos apenas habían estrenado la juventud cuando el odio segó sus vidas; otros disfrutaban del vigor de la edad adulta, templada en la renuncia y en la abnegación; los había, incluso, a quienes ya convenía el calificativo de ancianos, sobre todo para la época. Acusados grotescamente de cobijar un arsenal de armas en su monasterio, fueron sacados de sus celdas, metidos a empellones en el remolque de un camión y encerrados en un viejo colegio, acondicionado como cárcel, en donde pudieron probar el temple del que estaban hechos.

Al principio, tal vez, no comprenderían del todo qué estaba sucediendo ante sus ojos; pero pronto supieron que iban a morir. Eran humanos, como cada uno de nosotros; y, como cada uno de nosotros, sometidos a las debilidades propias de la carne. Podemos imaginar que la certeza de una muerte próxima los haría palidecer de horror, derramar lágrimas ardientes, implorar que aquella pesadilla se desvaneciese. Pero cuando entendieron que su suerte estaba echada no desfallecieron; y no lo hicieron porque descubrieron que aquel Amor que un día los convocó, aquel Amor al que un día decidieron entregarse, tampoco iba a desampararlos en aquel trance. El relato que nos ofrece el padre Plácido María Gil sobre las postrimerías de estos monjes pletóricos de Amor no deja resquicios a la duda: oraban con más fervor que nunca, y las plegarias que en alguna ocasión habrían brotado de sus labios rutinarias o somnolientas cobraron en aquellas horas el temblor recién estrenado de una promesa nupcial; comulgaban con más unción que nunca, y fortalecidos por la práctica eucarística pudieron anticipar los dones que el cielo les tenía reservados. Algunas estampas que el autor de esta crónica rememora nos golpean con una emoción apretada y vivísima: es como si el olor de la santidad, que él tuvo la oportunidad dichosa de compartir en aquellas horas lóbregas, se hubiese quedado prendido de estas páginas, con todo su calor intacto, con toda su fuerza persuasiva y transformadora.

Aquel Amor que acompañó a los monjes de El Pueyo en las jornadas previas a su martirio alumbró su Calvario; y caminaron hacia la muerte como quien camina hacia un sacrificio gozoso, con una estremecida y deslumbrada felicidad que, en el trance supremo, se hizo exultante, para sorpresa de sus asesinos. Las últimas horas de aquellos monjes de El Pueyo están llenas de rasgos humanísimos; o, mejor aún, sobrehumanos, pues el amor al enemigo que mostraron entonces no es algo que se pueda explicar sin un concurso sobrenatural. Se dirigieron al patíbulo entonando cánticos de alabanza, como si acudieran a un banquete que iba a saciar para siempre su hambre de Amor; y murieron invocando ese Amor que los iba a poseer por toda la eternidad, reclamando que reinase también entre sus verdugos, reclamando que algún día pudiesen también ellos disfrutarlo en plenitud. Miraron a los ojos a los hombres que los iban a asesinar vilmente; y los hicieron depositarios de ese Amor, les dejaron en herencia ese Amor que no defrauda.

Y esa herencia que dejaron los monjes benedictinos de El Pueyo, como tantos otros mártires de nuestra guerra civil, es la que nosotros debemos administrar ahora, en comunión con los santos. No es una herencia fácil: exige que nos  despojemos de nuestras pasiones más torpes, exige que conjuremos la tentación del odio, que abdiquemos del rencor y el encono, para entregarnos —como ellos se entregaron— a un Amor que nos abraza muy delicadamente, un Amor que algún día no muy lejano podremos disfrutar en plenitud, como ellos ahora lo disfrutan, aunque nuestros méritos nunca serán tan altos como los suyos. Los monjes martirizados de El Pueyo son ciudadanos de pleno derecho del cielo; y con su ejemplo nos enseñan que nosotros también podemos serlo, con tan sólo dejarnos abrazar por ese Amor que no defrauda.

No estamos solos.  Hay un Amor que nos envuelve y aureola, como una vid que entre el jazmín se va enredando; un Amor que tiene la frescura de la hierba recién segada y la tibieza de una lumbre en una noche de invierno. De ese Amor que nunca falla, y mucho menos en la hora de la tribulación, nos hablan estas hermosas páginas; no sé a qué esperas, querido lector, para zambullirte en su lectura.

JUAN MANUEL DE PRADA

Madrid, marzo de 2012

DEDICATORIA

A mis amigos y compañeros entrañables

de la adolescencia, prematuramente fallecidos:

Luis

Pablo

Emilio

Jesús

Juanito

SIGLAS

A.P.A., Informe A (Informe mecanografiado en 459 folios) del P. ALEJANDRO PÉREZ ALONSO.

A.P.A., Informe B, Informe sobre los Mártires del Pueyo..., Gijón 1986, publicado por el P. ALEJANDRO PÉREZ ALONSO.

R.B. Regula Benedicti

Ar. Mt. Archivo Montserrat

Ar. Le. Archivo de Leyre

Cr. A. Crónica A, Miguel Gil

Cr. B. Crónica B, Miguel Gil

Ar. C. Archivo Curia Sublacense de Roma

Cr. Ml. Crónica de Santiago Mompel

A.H.N. Archivo Histórico Nacional

PRESENTACIÓN

La siguiente narración quiere ser un recuerdo agradecido y lleno de amor hacia aquellos que son los protagonistas de la misma, y que fueron mis «padres en la fe». Junto a ellos participé en el sufrimiento; ellos me enseñaron, en el perdón, la grandeza del amor. De ellos aprendí a amar a Cristo sobre todas las cosas.

Un recuerdo y un canto de admiración. Dieron sus vidas por la fe, y lo hicieron con gallardía, con gozo, con elegancia, como un gran acto litúrgico.

Su gesta está escrita a vuelo de memoria, porque, a pesar de los años, los acontecimientos permanecen vivos en el recuerdo. Cuanto no es fruto de ese recuerdo irá correspondientemente anotado. Las notas son complementarias, basta la descripción memorial.

A la «crónica», y a modo de exordio, preceden dos descripciones para situar al lector, la ciudad de Barbastro en aquellos días y el Santuario-Monasterio de El Pueyo.

El título de esta obra no se le ha ocurrido al autor de la misma. Como se verá en su lugar, lo pronunciaron los mismos que condujeron a los monjes a la muerte, si bien un tanto diversamente. Impresionados por la exaltación espiritual de los monjes, ellos dijeron: Iban a la muerte como a una juerga. He cambiado la palabra popular «juerga» por la de «fiesta», dándole un sentido litúrgico-martirial.