VIAJAR LIGERO

V.1: mayo de 2016


Título original: Solo bagaglio a mano

© Gabriele Romagnoli, 2015

© de la traducción, Elena Rodríguez, 2016

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2016


Los derechos de este libro se han gestionado a través de la agencia literaria Sosia & Pistoia. 


Diseño de cubierta: Taller de los Libros


Publicado por Ático de los Libros

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ISBN: 978-84-16222-29-2

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VIAJAR LIGERO

Gabriele Romagnoli



Traducción de Elena Rodríguez

1

Estuve en mi funeral

Estuve en mi funeral y aprendí algo sobre la vida. Fueron pocas cosas, pero cuando volví al mundo, las tuve en cuenta y logré vivir mejor.

La ceremonia tuvo lugar en Naju, en la parte meridional de Corea del Sur, una mañana de finales de noviembre. Concluyó con estas palabras: «Has tenido una vida difícil, es hora de que descanses». Después cerraron mi ataúd, clavaron los clavos con cuatro martillazos, echaron un puñado de tierra sobre la tapa y se fueron. Me quedé en la oscuridad del tiempo pensando en lo que había sido, en lo que ya no volvería a ser, aceptándolo como había aceptado acabar, acabar de verdad, ahí.



El viaje comenzó en julio en un avión. A bordo, hojeando el Financial Times, leí que Corea del Sur es el país con el índice de suicidios más alto del mundo: una media de treinta y tres al día. Y que, para desalentar a los coreanos de quitarse la vida, se habían inventado los falsos funerales. Grandes empresas como Samsung o Allianz pagaban para que sus empleados pasaran una jornada no en el trabajo, sino despidiéndose de ellos mismos, con la esperanza de que después no se suicidaran de verdad. Una empresa, Korea Life Consulting, se encargaba de organizarlo todo. Ya había celebrado cincuenta mil ritos funerarios. Mientras aterrizábamos pensé que yo quería ser el número cincuenta mil uno. No es que hubiera tenido la tentación de suicidarme, ni creo que la vaya a tener. Más bien quería averiguar si, aunque fuera a través de una puesta en escena, la sensación de que te ha llegado el final ayuda a comprender algo, aunque fuera solo un poco, del banalizado «sentido de la vida», si ofrece alguna instrucción de uso.

Así que aquí estoy, en un avión rumbo a Seúl. Desde la capital hago un transbordo a otro vuelo con destino a Gwangju. Luego media hora de taxi hasta Naju. El automóvil se adentra en una selva de edificios numerados. Llueve a cántaros. El cielo está gris y no parece que vaya a remitir. El gps se ha rendido. Un peatón nos indica cómo llegar a la sede de Korea Life Consulting: está en el interior de un edificio anónimo de oficinas, protegido por una barrera en la entrada.

Un hombre amable llamado canción, Song, me espera con el paraguas abierto y me conduce a una sala donde podré conocer al fundador de la empresa: el señor Ko Min-su. Tiene cuarenta años y viene del sector de los seguros. Sus dos hermanos mayores murieron cuando él era muy joven, el primero en un accidente de avión y el segundo en un accidente de coche, y sus fallecimientos dejaron una profunda huella en su vida. La supervivencia lo ha marcado y colmado de dudas, a las que trata de dar respuesta con esta actividad. Remite cualquier otro tema al «renacimiento» que experimentó con su funeral simulado y me sugiere que sigamos adelante.

Nos dirigimos a una segunda habitación, mucho más grande, decorada como un aula escolar, con pupitres, una tarima y un proyector. Me sacan una foto que imprimirán rápidamente y enmarcarán en un marco de crisantemos amarillos con cintas negras. Me siento en una silla y asisto a la lección que precede la ceremonia. Ko Min-su me muestra un vídeo que ha realizado expresamente para la ocasión. En él se ve a una mujer en un paritorio. El bebé que nace sale expulsado del útero, rompe el cristal de la ventana y, gritando, vuela por los aires. Sin dejar de volar ni de gritar, se convierte en un niño, luego en un hombre. El cielo sobre él cambia de color, la tierra pasa de una estación a otra, el hombre pierde el cabello, luego los dientes, es un anciano, es invierno, es la hora de la puesta de sol, se estrella —no entra, se estrella— contra una tumba. Han pasado veinte segundos, aparece el texto Life is short, la vida es breve. Ko Min-su me observa y dice: «Nunca sabes cuándo pasará. En tu caso, acaba ahora. ¿Crees que estás listo? ¿Crees que has usado de la mejor forma posible el tiempo que se te ha concedido?». Son preguntas retóricas. Nadie ha respondido que sí. Ni uno de los cincuenta mil y uno.

El proyector muestra una filmina. Han entrevistado a cien hombres que han vivido hasta los ochenta años de edad. De media, han pasado sus vidas de este modo: 23 años durmiendo, 20 trabajando, 6 comiendo, 5 bebiendo y fumando, otros 5 esperando a alguien, 4 pensando, 228 días lavándose la cara y los dientes, 26 jugando con los hijos, 18 haciéndose el nudo de la corbata. Y, por último, 46 horas de felicidad. La frase permanece iluminada, sin ningún comentario, en silencio. Una vida: 46 horas de felicidad. Bajan la intensidad de la luz, ponen una vela en el pupitre, traen mi fotografía ribeteada de luto, un folio y un bolígrafo.

«Ahora debes hacer testamento. Dedica tus últimas palabras a las personas que más quieres y reparte tus bienes materiales. Luego firma y pon la fecha. Tienes media hora. Recuerda: debes pensar que estás a punto de morir de verdad, ya no dispones de tiempo para cambiar nada. Las cosas que tienes son las cosas que tienes, las personas importantes son las que son».

Me dejan a solas con la vela, el folio y el bolígrafo. Empiezo a escribir. Parece que, para muchos de los cincuenta mil, este ha sido un ejercicio revelador. Se han dado cuenta, a menudo de forma dolorosa, de cuántas relaciones importaban de verdad en sus vidas y de qué habían sabido construir. También lo es para mí: pocas cosas, poquísimos nombres. Al escribir comprendo algo importante: tal y como yo lo veo, el recorrido perfecto es aquel en el que, al final, ya no tienes nada que dejar, te has deshecho de todo. Y nadie a quien dar, nadie siente dolor por tu muerte. Solo así puedes irte en paz de verdad, igual que se va un soplo de viento: existió, ha pasado, no hace falta darse la vuelta para decir adiós. Pero el problema es que la vida acaba cuando menos te lo esperas, y si realmente la mía acabara ahora, debería considerar el dolor de otros y repartir mis posesiones. Lo hago y me sorprendo ante mis propias elecciones.



Cuando dejo el bolígrafo sobre la mesa, el amable hombre llamado canción se acerca, me invita a llevar conmigo el testamento y a seguirlo: «Ha llegado la hora de su funeral».

Salimos de nuevo al vestíbulo. Me señalan un pasillo que conduce a unas escaleras. Allí me espera un segundo hombre vestido de negro con un enorme sombrero. En la tradición coreana, es el mensajero de la muerte. Me precede con pasos premeditados. Bajamos al sótano. Hace mucho frío. De la barandilla cuelgan linternas amarillas. En las paredes hay retratos de famosos fallecidos. La selección es curiosa: reconozco a John F. Kennedy, Lady Diana, Ronald Reagan y Stanley Kubrick. La oscuridad aumenta, la temperatura disminuye. La última sala es una nevera y, al fondo, hay un altar. En el suelo, apenas iluminadas por una luz roja difusa, hay una veintena de filas de ataúdes. Me indican cuál es el mío. Colocan la foto y el testamento en un pedestal. Después me dan una bata blanca, la indumentaria funeraria coreana. No tendrá bolsillos, había anunciado Ko Min-su, «porque sin nada viniste y sin nada te irás». También lo dicen en Nápoles: «El último traje no tiene bolsillos».

Me preguntan si quiero decir algo. Ni siquiera respondo «no»; me limito a negar con la cabeza. Me indican que puedo tumbarme en el ataúd. No es uno de esos como los que salen en las películas, forrados de tela, bonitos y cómodos; este es una caja de madera, un ataúd de spaghetti wéstern. Como mido un metro noventa, toco con los pies y la cabeza en los extremos y no tengo sitio para los brazos, que tengo que mantener cruzados. Todavía estoy tratando de acostumbrarme al espacio cuando la tapa se cierra. Y entonces pienso: ¿pero quién me manda a mí hacer esto? La duda llega tarde. Un martillo golpea los clavos en los cuatro extremos, un puñado de tierra cae ruidosamente sobre el ataúd. Después todo enmudece. Oscuridad.

Ahora puedo empezar a contar lo que pensé y aprendí mientras estaba muerto.

2. Sin vida de repuesto

Sin embargo existe un vínculo que relaciona a uno de los secuestradores del 11 de septiembre con otro (presunto) culpable de asesinato residente en Italia y con una cultura opuesta, la del ejército. Sus nombres son, respectivamente, Ziyad Jarrah y Salvatore Parolisi. El primero tiene treinta y seis años y procede de una buena familia sunita. Tras emigrar desde Beirut a Hamburgo, experimenta una larga soledad antes de encontrar refugio y amigos en la mezquita. Conoce a una mujer de origen turco, se van a vivir juntos y planean casarse. La noche del 10 de septiembre la llama por penúltima vez (en la última, desde el aeropuerto de Boston, solo le dice tres veces «Te quiero» antes de colgar). Le informa de que sus parientes en el Líbano están preparando la celebración de la boda y de que su padre les regalará un Mercedes. Hablan de fechas. Pero ¿cómo fechas? Este hombre acaba de hacer testamento. Y sabe que va a morir. No es un testamento como el que hice yo en Corea; él sabe que morirá de verdad al día siguiente, suicidándose a los mandos de un avión. Pilotará el vuelo United 93, el único que no alcanza ningún objetivo a causa de la revuelta de los pasajeros y tal vez por otras razones que nunca llegaremos a conocer. Mientras habla con su novia parece sincero y convencido del futuro que imaginan juntos. Al menos tan convencido como lo estaba de suicidarse al cabo de unas pocas horas mientras escribía sus últimas voluntades. Tiene frente a él dos vidas y una sola muerte, pero parece no darse cuenta y lo carga todo en la maleta para el viaje sin retorno.

De forma análoga tenemos al mayor Parolisi, condenado por el homicidio de su esposa, Melania, sucedido el 18 de abril de 2011, pocos días antes de Pascua. El militar tenía una relación extramatrimonial con una joven llamada Ludovica, a quien prometió que dejaría a su familia. Planearon un viaje en Semana Santa a la ciudad de Amalfi, donde por fin conocería a los padres de ella. «Aunque se acabe el mundo, pasaré la Pascua contigo», le escribió. Al mismo tiempo, organizó un viaje con su mujer y su hija: irían a visitar a sus suegros. La Pascua de 2011 es su 11 de septiembre, aquel en el que convergen dos vidas y una muerte (en este caso no la suya, sino la de su esposa). Él también parece sincero y convencido mientras recita los dos papeles y, como Ziyad Jarrah, procede hasta que la encrucijada se convierte en un precipicio. Ambos cometen un error de carga: en la maleta de mano no caben dos vidas o más, solo hay espacio para una, la que tienes. Transportar el peso de las vidas que no han sido y no serán es imposible, no debe hacerse. Y sin embargo… Vives en compañía de tus propios fantasmas. Al menos una vez al día piensas en la prueba que superaste con tu equipo de fútbol, en tu padre que, de vuelta a casa, te dijo que era mejor renunciar, que era una ilusión, piensas en como bajaste la cabeza. Y, en cambio, te imaginas también levantando el trofeo. Piensas en el hombre lejano con el que pasaste una semana en California. «El novio americano», lo llamas, aunque no lo has vuelto a ver. Porque consideras esos siete días el verdadero, perfecto, absoluto matrimonio de tu vida. Reflexionas sobre los momentos clave, sobre todos los caminos que no has tomado. Te han ocupado, consumido. Han sido tu sueño recurrente, tu fantasía, a veces tu refugio. Pero también un peligro porque, en la peor de las hipótesis, podrías dejar que te corroyera la envidia por esa persona que no has sido, o el odio hacia esa otra que vive en ti, pero solo ahí. Y descargar ese peso en quien está a tu lado. O, al final, en ti mismo.

Adam Phillips es un psicólogo inglés que, gracias a sus publicaciones, se ha convertido en una estrella internacional de la psicología. Analizó esta condición en un ensayo titulado Missing Out: In Praise of the Unlived Life [Elogio de la vida no vivida], título al que yo le daría la vuelta en clave negativa: No tendrás otra vida más allá de esta, hazte a la idea y da las gracias por ello.

Otra estrella de la psicología, James Hillman, logró un gran éxito mundial con un libro llamado El código del alma. Exponía la teoría de que todos tenemos en el interior un daimon, una vocación única (Michael Jordan, atleta formidable, destacaba en baloncesto pero fracasó en béisbol). Podemos buscar esa vocación en nosotros y no encontrarla nunca. O podemos descubrirla por casualidad.

Hillman habla de una niña de color que subió a un escenario de Harlem para ensayar un espectáculo de fin de año y a la que presentaron como bailarina. Tiró de la chaqueta del presentador y le dijo, por sorpresa: «No bailo, canto». Era Ella Fitzgerald, que de forma repentina cobró conciencia de su vocación.