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       Resumen

En la víspera del solsticio de verano, una mujer es brutalmente asesinada; la autopsia revelará que ha sufrido crueles torturas y que no queda una gota de sangre en sus venas. Un comisario de la Policía Vasca (Ertzaintza), apodado "la araña" por la tupida red de sus contactos, sufre un atentado al salir de su domicilio.

Estos dos hechos, aparentemente inconexos, marcan el apasionante arranque de El sanador de miedos, siguiendo dos tramas paralelas cuyo interés no decaerá hasta el último capítulo. Los crímenes de varias mujeres jóvenes, cuyo denominador común es sentirse atenazadas por el miedo, se repiten en un corto espacio de tiempo. En las pesquisas para intentar capturar al asesino colaborarán de forma activa los integrantes de un peculiar club de lectura denominado “El club de la novela negra”, fundado por la viuda de un conocido librero bilbaino.

El sanador de miedos es una obra vigorosa, inquietante en ciertos momentos, que, tras el éxito de Marilyn y otras rubias, irrumpe de lleno en un género tan en auge como el de la novela negra.

Julio García Llopis

El sanador de miedos


OCHO

A las 00:15 a.m, tal y como contemplaba el operativo, dos furgonetas y tres coches de la Ertzaintza, la Policía Vasca, convergieron en el club Santana, en las afueras de Galdakao, bloqueando todas las posibles salidas.

Hombres armados, de uniforme y de paisano, irrumpieron en el local gritando “¡Policía! ¡Que nadie se mueva!”, y, ya en su interior, se desplegaron en círculo, siguiendo el manual.

Un chivatazo totalmente fiable había advertido de la reciente llegada al club de género fresco: chicas búlgaras y rumanas traídas clandestinamente a España para surtir el mercado del norte.

La UDO, Unidad de Delincuencia Organizada de la Ertzaintza llevaba tiempo tras la pista de la mafia que controlaba varios establecimientos en Vizcaya, Guipúzcoa y Álava, y el club Santana estaba considerado como el “buque insignia” de la red de clubes.

Había seis personas en el local: un camarero de edad avanzada, petrificado tras la barra; tres prostitutas y dos clientes con aspecto de pasar por allí con la única intención de tomarse una copa.

Las prostitutas, una española, de Cádiz, y dos colombianas con el permiso de residencia en regla, se quejaban en voz alta de ser víctimas de un atropello policial, mientras que los clientes, por precaución, habían sacado ya sus carnés de identidad y los mostraban con la mano en alto.

En el registro del almacén y el piso superior sólo se encontró polvo y habitaciones vacías. Ni rastro de drogas ni chicas escondidas en armarios: nada.

El subcomisario Álvarez, rojo de ira, iba de un lado a otro lanzando juramentos.

Se habían burlado de ellos. En ese momento, alguien, en algún lugar, reiría la broma y buscaría rentabilizar el ridículo policial.

¿Dónde estaba el fallo? Tras el soplo, la vigilancia del local había permitido constatar la llegada de una furgoneta con seis o siete mujeres dentro que, de pronto, no aparecían por ninguna parte. Un fracaso así en una Unidad tan en precario como la suya podía provocar su disolución en cuestión de semanas.

Se encaró con el camarero.

–¿Y tú, qué sabes de las chicas?

El hombre empezó a balbucear.

–No… No sé de qué me habla. A mí me han contratado por teléfono esta mañana para que viniera a efectuar una suplencia, de ocho de la tarde a tres de la madrugada.

Nacho llegó a su apartamento cuando ya se intuía por el este el amanecer de un nuevo día muy caluroso. Se sirvió un generoso vaso de whisky, le echó dos piedras de hielo, y se sentó en el sillón de la terraza.

Empezó a analizar paso a paso todo lo sucedido hasta que dio la orden a sus hombres de asaltar el club. Se trataba de un operativo conjunto entre su Unidad y Unidad de Investigación Criminal, lo que había exigido cuidar al máximo el protocolo; nada podía dejarse a la improvisación cuando confluían intereses enfrentados.

Estrategia, vigilancia, logística, desarrollo… La cadena se había roto por alguna parte y sólo cabía una explicación: la banda estaba perfectamente informada de lo que iba a ocurrir y cuándo iba a ocurrir. Esos datos concretos requerían un informante cualificado que conociera de primera mano la actuación policial; alguien de dentro, un topo de la casa.

El problema estribaba en descubrir la identidad de ese topo. Tenían sospechas, pero ninguna prueba que permitiera tirar del hilo y llegar a la madeja. Si esa noche se hubieran producido detenciones, era probable que, tras un exhaustivo interrogatorio, hubiesen surgido a la luz nombres de implicados con placa y pistola.

Se levantó y se sirvió otra copa.

Ya estaba amaneciendo. Iba a ser un día muy duro, de reuniones, análisis de la situación, desencuentro de pareceres… Además, debía ir al hospital e informar a Arturo Sarria, quien le sometería a un auténtico tercer grado para que le diera todos los detalles de lo sucedido.

“No pasa nada, compañero –se dijo jugueteando con el móvil que había dejado sobre la mesita–. Si disuelven la Unidad, me mandarán con los de antiterrorismo, o a tomar por el culo, si les apetece. La estrategia consiste en poner siempre cara de póquer”.

Casi sin darse cuenta, marcó el número de Marisa.

Dos llamadas, tres, cuatro. Al quinto tono, una voz soñolienta le acarició el oído.

–Estás loco, Nacho. Vas a despertar a mi marido, a mis hijos, y hasta a la criada… ¿Qué coño te pasa?

–Tengo un montón de problemas, y te quiero.

–Has bebido, Nachito. Yo también te quiero, lo que no significa que me guste que me llames a casa, y menos a estas horas.

–Fuimos a por ellos y, ¡plaf!, se escaparon. Sabían que iríamos, y se largaron dejándonos con un palmo de narices.

–¿Quiénes se largaron? –preguntó Marisa, dulcificando el timbre de voz.

–Los malos. Como dice “la Araña”, mi jefe, nosotros somos los buenos, aunque a veces nos cambiemos de bando para joder la marrana.

–Vale, cariño… Acuéstate un poco, y verás como todo se arregla. Luego, si quieres, podemos vernos un ratito en tu casa. Un ratito sólo, porque ya sabes que el domingo nos vamos de vacaciones.

Se despertó tendido sobre la cama, totalmente vestido y con un terrible dolor de cabeza.

Su teléfono móvil estaba histérico: cuatro llamadas perdidas y tres mensajes de voz. Las llamadas y dos de los mensajes eran de Arturo Sarria. El tercer mensaje, de Dolores Gulia, la dueña del Lola’s.

El comisario Sarria decía que iba a salir del hospital aunque los médicos se lo prohibieran; que estaba harto de la comida, de las enfermeras, y de tener el culo lleno de pinchazos. Preguntaba luego por la operación. Se había enterado, había llegado a sus oídos, y le cantaba muy mala leche. ¿Cómo había podido suceder? No le culpaba a él, pero exigía respuestas inmediatas a sus preguntas. ¿Cuándo iría a verle?

En el tercer mensaje “para el subcomisario Álvarez”, Lola decía que una amiga de una de sus chicas, que trabajaba en la discoteca del Hotel Ercilla, había conocido a un tipo extraño dos días antes del atentado contra Arturo Sarria.

La chica se llamaba Sheila, era pelirroja y solía estar todas las noches, salvo festivos, en la discoteca, a la caza de ejecutivos.

Fin de los mensajes. “No tiene mensajes nuevos”.

Estuvo reunido casi toda la mañana con los miembros de su equipo, analizando el operativo y los fallos que podían haberse cometido al ponerlo en marcha. Todos coincidían en el escrupuloso seguimiento de la misión, achacando su fracaso a “imponderables” o “elementos internos”, lo que suponía introducir variables de una contravigilancia o un soplo de alguien de la propia estructura policial; las mismas conclusiones a las que él había llegado anteriormente.

El resto del tiempo, hasta las dos de la tarde, lo pasó en su despacho, resolviendo asuntos de trámite y poniendo al día la correspondencia y el correo electrónico. Tenía aviso de una llamada del comisario de la Criminal, pero no le apetecía discutir con nadie, así que postergó el momento de contestarle.

Comió en un bar de Deusto donde el menú era bastante aceptable, tomó un café y un chupito de whisky, y volvió a la comisaría para seguir trabajando en el informe del club Santana. A las cinco, cogió el coche y fue a su apartamento.

Marisa había llegado ya.

Llevaba puesta una camisa suya, con los botones desabrochados, y su desnudez, apenas cubierta por la prenda masculina, resultaba espectacular,

Se cogió de su cuello y empezó a besarle como si no se hubiesen visto en años.

–¡Cariño, cariño! ¡Quiero follar contigo hasta que no pueda más!

A Nacho le desconcertaban esas explosiones, casi infantiles, de amor loco. Le preguntó una vez si hacía lo mismo con su marido, y ella respondió: “Mi marido es mi marido. Con él me porto bien”.

La llevó al dormitorio pugnando por quitarse la ropa mientras ella seguía besándole y hurgando frenéticamente en su bragueta. Decía siempre “follar”, no “hacer el amor”, porque mantenía que la segunda expresión era tan desvaída como la comida sin aceite y sin sal. “¿Quién hace el amor, di? Los matrimonios ya sin fuelle”.

La exploración mutua de sus cuerpos con dedos, labios, lengua, codos, rodillas, pies, y cualquier saliente o curva que permitiese un contacto profundo, dejó paso a la excitación postural. Marisa se contorsionaba jugando a esquivar la verga del hombre para luego dejar que la penetrara y aprisionarla con los músculos de su vagina. Esa opresión succionadora enloquecía a Nacho. Multiplicaba por diez el placer experimentado con cualquier otra mujer, y hacía que sus orgasmos se volviesen interminables.

Los gemidos profundos de ella y su grito de liberación final reavivaban la excitación, empujándole a reanudar el ciclo.

–¿Te has quedado a gusto? –Marisa había encendido un cigarrillo mentolado y fumaba con la cara vuelta hacia Nacho. Lo hacía a propósito, porque sabía que él detestaba el tabaco y a las personas fumadoras.

–He agotado mis reservas hasta dentro de un par de meses… –se puso repentinamente serio–. ¿De verdad que te marchas pasado mañana?

–Como cada año, mi amor. Verás qué pronto se pasa. Un mes no es nada.

–Treinta días… ¡Cristo!

–¿Piensas ir a alguna parte? –preguntó ella.

Nacho sintió la necesidad de hacerle daño.

–Pensaba apuntarme a uno de esos cruceros para gente soltera, llenos de mujeres con hambre atrasada. Les llaman “cruceros caníbales”, porque la carne está garantizada.

Marisa le echó el humo a los ojos.

–Si lo haces, no vuelves a verme –dijo entre broma y amenaza–. Yo tengo que ir porque es mi obligación de esposa y madre. Lo tuyo sería ponerme descaradamente los cuernos. Por cierto: necesito que me ayudes en una cosa, y sé que está en tus manos.

Le contó entonces el drama de la sobrina de Ausencio Arberas, a quien Nacho conocía porque habían comido un día en su local.

–Creo que vosotros detuvisteis e interrogasteis al marido, pero la investigación sigue en punto muerto.

–Si lo lleva la Policía Nacional y un juzgado de Castellón, nosotros no podemos hacer nada al respecto –se encogió él de hombros

–Puedes averiguar cosas, conseguir más datos de los que tenemos hasta ahora.

–¿Para quién? ¿Para ese grupo de viejos chalados con los que te juntas cada semana?

Nacho estaba al tanto, aunque en menor grado del que hubiese deseado, de los jueguecitos de detectives que todos los jueves tenían lugar en el piso de Zabalburu. Marisa le había contado algo, y el resto eran rumores que, como otros tantos, se esparcían por los conductos de ventilación de las comisarías.

–¿Pretendes que yo meta las narices en un asunto que no me compete, y encima te lo cuente para que os divirtáis tú y tus amigos?

–Algo así…

–No.

–Nacho, amor…

Cuando Marisa se ponía zalamera, desplegaba toda su habilidad seductora. Casi dos horas después, al abandonar ella el apartamento, Nacho supo que resultaría imposible desatender su petición.

Sin embargo, lo más difícil venía ahora. Aparcar un romance por ausencia de una de las partes equivale a poner puntos suspensivos a la frase con la certeza de volverla a reanudar. El problema estriba en esos tres malditos puntos suspensivos que se empiezan a cubrir de deseo y añoranza hasta hacer el tiempo insoportable.

Acababa de dejarla y ya la echaba de menos.

Abrió el ordenador portátil y, con la clave de intranet, accedió a los registros policiales buscando los detalles del caso del que le había hablado su amante.

Allí estaba el oficio del juzgado de Castellón y el interrogatorio de Aitor Velate, el exmarido de la victima:

El detenido reconocía que su mujer se había ido de casa hacía tres años, y que posteriormente se separaron y luego se divorciaron. Las razones por las que se había marchado del domicilio conyugal las desconocía, aunque ella decía que la maltrataba y vejaba sexualmente. Hizo intentos de localizarla, sí, porque aún la quería, pero ella malinterpretó esos intentos e interpuso varias denuncias, lo que supuso para él una orden de alejamiento y una condena a seis meses de cárcel.

Nunca la había seguido ni acosado. Todo eran imaginaciones suyas, porque se trataba de una mujer neurótica y desquiciada con la que nunca debió casarse. Cuando la ertzaina fue a buscarle a su casa, hacía más de un año que no sabía nada de ella. ¿Muerta?, ¿asesinada?, ¿quién había podido hacer tal barbaridad?

El día por el que le preguntaban, que decían fue el de su muerte, estaba con otros funcionarios en el Salón Árabe del Ayuntamiento en un acto convocado por el acalde. Decenas de testigos, y luego hubo comida en un restaurante de Artxanda y terminaron a las tantas.

Una nota escrita a mano en un lateral del escrito decía: “Es un cabrón, pero tiene una excelente coartada”.

Los informes posteriores apuntaban la posibilidad de un “crimen express”, un encargo de asesinato realizado por el exmarido. La línea de investigación apenas se sostenía por ese lado, por lo que todas las hojas llevaban el sello de archivo.

Eso era todo. Si deseaba más información, no tendría otro remedio que pedir favores a los colegas del Cuerpo Nacional de Policía, cosa que no le agradaba en absoluto.

Por el balcón abierto se colaba una música lejana, seguramente del concierto al aire libre en la plaza del Gas.

Olía definitivamente a verano bilbaíno: humedad, limo de la ría, flores recién regadas y extracto de humos urbanos. Aspiró ese cóctel olfativo que llevaba a su memoria el recuerdo de otros veranos sin Marisa, y la odió por haberle encadenado a su melena rubia, su sonrisa de niña pícara y su insaciable vagina, impidiéndole disfrutar como antes de la vida.

Se percató de que, instintivamente, llevaba un tiempo abriendo y cerrando la tapa del móvil de forma compulsiva, así que, con intención de despejarse, guardó el ordenador, cogió una chaqueta del armario, y salió a la calle cuando el reloj del Ayuntamiento empezaba a dar las once.

Subió por la calle Buenos Aires a buen paso y continuó por Ledesma sorteando los grupos que hacían de las aceras una extensión de los bares. Era viernes, y se calentaban motores para una larga noche de fiesta.

Apenas sin darse cuenta se encontró cruzando Gran Vía y torciendo en dirección a la plaza de Indautxu. “Se llama Sheila. Es pelirroja y frecuenta la discoteca del Hotel Ercilla”.

Por su céntrico emplazamiento, a escasa distancia de la plaza de Federico Moyúa y a escasos metros de Indautxu, el Hotel Ercilla era uno de los establecimientos preferidos por los hombres de negocios que visitaban la ciudad. En la década de los ochenta, en pleno auge de la reconversión industrial, sus salones fueron testigos de innumerables reuniones políticas, sindicales y empresariales, lo que le valió pronto el apodo de “El Beirut euskaldun”.

Como aliciente añadido a sus servicios, la discoteca anexa permitía a los ejecutivos tomarse unas copas y elegir entre un amplio muestrario de complacientes señoritas para alegrar la soledad de sus habitaciones. Algunos clubes de la zona se quejaban de competencia desleal, pero la entrada libre al local hacía casi imposible evitarlo.

Nacho se acodó en la pequeña barra y pidió un whisky.

Conocía el local por haber estado allí varias veces en labores de seguimiento. La música no sonaba muy alta, y, salvo en la pista, una iluminación tenue facilitaba la intimidad en la zona de mesas y divanes.

Un corto paseo por la sala, vaso en mano, le permitió reconocer a la muchacha.

Estaba sentada en una butaca, cerca de la pista de baile. Fumaba un cigarrillo con gesto de aburrimiento y, de vez en cuando, movía la cabeza a derecha e izquierda intentando localizar a alguien que hiciera gesto de acercarse a ella. Demasiado pronto aún para el ligue. Además, mucha gente estaba todavía cenando y se notaba la marcha de clientes en el fin de semana.

Nacho se sentó a su lado.

–Hola –dijo–. ¿Te llamas Sheila, verdad?

La muchacha, que aparentaba unos veinte años, le miró con curiosidad.

–Sí. ¿Y tú quién eres?

–Me llamo Nacho. Una amiga tuya, que trabaja en el club Lola’s, me ha dicho que venga aquí para hablar contigo de un tipo al que conociste hace un par de semanas.

–Ya… Eres poli.

–Ahora soy alguien que sólo quiere tomar una copa y charlar. ¿Te apetece algo?

–Un cubata de Negrita.

Se acercó de nuevo a la barra para pedir el cuba libre, sin perder de vista la mesa. Algunas chicas solían salir corriendo cuando sus posibles ligues se identificaban como policías.

Al regresar, ella se apresuró a coger la copa, bebió a largos tragos su contenido y lanzó un suspiro.

–Tengo un terrible reseco –se excusó–. Apenas he dormido esta noche. Me lié con un tío y amanecimos a las tantas, borrachos como cubas.

–¿Sabes de qué individuo te estoy hablando?– insistió Nacho.

–Sí, claro. Alto, guapo, muy bien vestido. Parecía un actor de cine. Pensé que no era el tipo de hombre que suele frecuentar este sitio, ya que las mujeres se lo tenían que rifar. Me invitó a un par de tragos y subimos a su habitación. Algo rápido: aquí te pillo, aquí te mato; menos de media hora.

–¿Tenía algún acento?

–De aquí no era, desde luego, pero no me fijé en su acento porque hablaba muy poco. Generalmente los clientes te cuentan su vida, intentan inspirarte pena para que les trates mejor. Éste se limitaba a decir: “Sí”, “no”, “desnúdate”, “chúpamela”, “buenas noches, bonita. Ha sido un placer”.

–¿Viste algo en su habitación que te llamara la atención?

–Nada especial. Una maleta, un neceser en el cuarto de baño cuando fui a hacer pis… Al marcharme, llevaba puesto el albornoz del hotel. Me dio pena que se acabara tan pronto. Si me lo hubiera pedido, me hubiese quedado con él toda la noche. Le dije que me gustaría volver a verle, y me contestó que tal vez, cuando llegase la marea negra.

–¿La marea negra?

–Creí que se refería a algún equipo de fútbol. Ya sabes: la roja, la azulgrana… No sé por qué pensé en un equipo italiano.

El recepcionista, un joven barbilampiño, hizo una corta llamada, y se apresuró a mostrar al subcomisario Nacho Álvarez el registro informático.

En los dos días anteriores al atentado, la habitación del hotel aparecía ocupada por un tal Roger Sinovas, domiciliado en Rouen, Francia. Se trataba, sin duda, de una identidad falsa; extremo éste que convenía contrastar cuanto antes.

Bostezaba de cansancio, pero aunque su cerebro empezaba a cerrar todas las compuertas de la memoria, al llegar al apartamento seguía dando vueltas al significado de la extraña frase: “Cuando llegue la marea negra…”.

NUEVE

La mujer estaba tumbada, desnuda, sobre una camilla, con los pies y las manos sujetos por correas.

Sollozaba.

El hombre oscuro se le acercó y la contempló a través de los agujeros de su máscara. Aunque ésa era su casa, su dominio, se había puesto la máscara antes de entrar en la habitación porque, de momento, no quería que ella atisbase el menor resquicio de humanidad.

La careta tenía rasgos deformes, los de alguien abrasado por un incendio o quemado con vitriolo; acorde con la atmósfera que pretendía crear en exclusiva para su presa. Supo que ella temía, por encima de todo, la deformidad física, la destrucción de la belleza del cuerpo, y a ese miedo pretendía enfrentarla hasta que, elevado a la categoría de pánico, pudiera vaciarla, sanarla definitivamente.

El techo y las cuatro paredes de la habitación mostraban imágenes suministradas por un sistema multimedia de proyección continua. De este modo, un espectador situado en el centro de la estancia, como ocurría con la mujer atada a la camilla, no podría evitar recibir impactos audiovisuales desde todos los ángulos.

Cada pared-pantalla reproducía un muestrario de torturas físicas inflingidas a mujeres, desde palizas a feroces mutilaciones. Se trataba de un cuidadoso montaje de escenas de películas de terror, documentales médicos y extractos de videos caseros que el hombre de negro había ido recopilando durante años. El resultado era una interminable orgía de sangre, un festival de cuerpos maltratados y carne lacerada complementado con un audio a nivel de saturación que mezclaba gritos, aullidos, llanto, súplicas y maldiciones de las diferentes víctimas.

Imposible cerrar los ojos. El hombre oscuro la obligaba a mantenerlos permanentemente abiertos mediante una prótesis óptica utilizada habitualmente en las operaciones oculares.

La camilla donde yacía la mujer era, en realidad, una mesa de autopsias provista de un canal lateral de conducción de líquidos que descendía en rampa hasta el orificio de desagüe. Junta a ella, en una mesita auxiliar, se alineaban en perfecto orden todo tipo de instrumentos cuya única utilidad consistía en provocar dolor al cortar, sajar, taladrar, pinzar, serrar, arrancar…

La mujer llevaba casi doce horas sometida al suplicio audiovisual. No había comido ni bebido en todo ese tiempo, y despedía un fuerte olor a orines y excrementos.

El hombre oscuro se acercó a la mesa, cogió un bisturí, y le cercenó de un tajo el dedo corazón de su mano derecha.

La mujer chilló.

La sangre empezó a manar de la herida a borbotones, deslizándose por el canalón hasta el suelo de azulejos. Como un perro de caza, el hombre oscuro olfateó el aire, intentando recoger en su pituitaria los efluvios que se desprendían del rojizo líquido. Untó luego la hoja del bisturí en la sangre y se la llevó a la boca.

Había que esperar. Le faltaba sazón, tiempo de madurez para conseguir el punto idóneo que propiciaría la exanguinación total. Preparó entonces un torniquete, vendó el muñón con habilidad, y le colocó la mano sobre el pecho.

–Todavía no es tu hora– murmuró tras la máscara.

De la boca de la mujer salió un hilo de voz apenas perceptible.

–No me hagas más daño, por favor… ¿Por qué yo?

–Fuiste elegida para ser liberada, como lo fueron otras antes que tú. Debes considerarte afortunada.

El hombre oscuro se dio la vuelta y ascendió la pequeña escalera que conducía al piso superior, cerrando de nuevo la trampilla separadora de ambos niveles. La perfecta insonorización del sótano impedía que cualquier ruido rebasase esa frontera entre el horror y la normalidad.

¡Ama! –gritó el hombre oscuro quitándose la careta y guardándola en el arcón de su dormitorio–. ¡Ama!

La decoración del cuarto se correspondía con la leonera de un hombre soltero. Calcetines, camisetas y zapatillas de deporte estaban desperdigados sobre la cama, la alfombra y el suelo. De las paredes colgaban varios diplomas concedidos por asistencia a diversos cursos de informática, un título de ATS, un póster de los jugadores del Athletic de Bilbao y otro del conjunto musical Pig Noise. En una esquina, un largo tablero de trabajo soportaba tres ordenadores y tres pantallas de diecinueve pulgadas, una impresora, dos discos duros externos y una mesa de mezclas de sonido. Varias hileras de estanterías contenían libros de temas informáticos, y otros, generalmente ensayos, referidos al miedo en sus distintas variantes: El miedo, Historia del miedo, Anatomía del miedo, La imagen del miedo

Una mujer de pelo blanco asomó la cabeza por el quicio de la puerta, sin atreverse a entrar.

–Estaba en la cocina, hijo, preparando una tortilla de patatas.

El hombre oscuro gruñó.

–Me voy a dar una vuelta. Si tardo, déjame la cena en el microondas y no me esperes levantada.

La casa estaba enclavada en una urbanización de chalés individuales cercana al acantilado, donde el rumor de las olas era permanente y el chillido de las gaviotas actuaba de leitmotiv para ese concierto marino.

De noviembre a marzo sólo la habitaban dos familias, pero a partir del mes de abril el humo de las barbacoas y el timbre de las bicicletas de los niños delataban la masiva ocupación de todas las villas.

Era un problema que quitaba el sueño al hombre oscuro. Había atraído a sus anteriores presas siempre en invierno, por lo que sus entradas y salidas no habían llamado la atención de nadie. Ahora, la proximidad de fechas entre una captura y otra, en pleno verano, multiplicaban los riesgos de ser descubierto por algún vecino demasiado curioso.

Su osadía al cazar a la mujer llamada Rosa en Castellón, a muchos kilómetros de allí, su traslado a la casa y el posterior transporte del cadáver hasta la misma zona con el fin de despistar a la policía, había rozado la imprudencia, aunque también consiguió exacerbar la sensación de regocijo y explosión de alegría pura que experimentaba después de cada exanguinación.

Llevaba siguiéndola mucho tiempo, con la paciencia de un buen pescador. Por fin, la mujer había llamado al móvil que figuraba en los anuncios callejeros, colocados a su paso como miguitas atrapa pájaros, y consiguió concertar una cita con ella. Lo demás fue fácil. Todos los temores metastatizados durante años se diluyeron en la sangre derramada llevando por fin la paz a su alma.

La mujer sudamericana llamada Colombina, que maceraba sus miedos en la habitación del sótano, tampoco le había causado demasiados problemas. Tuvo que matar al individuo que la perseguía y arrastrarla hasta la furgoneta, aguardando a introducirla en la casa a que una pareja decidiera cambiar de escenario para sus arrumacos. Una vez dentro, la insonorización de las paredes garantizaba que ningún ruido se escapase al exterior. En cuanto a su madre, medio ciega y casi totalmente sorda, no suponía preocupación alguna. En cierta ocasión, hacía de ello un par de años, fue testigo de la entrada de una chica, a la que, profundamente drogada, tenía que arrastrar por las axilas.

–Aprovecha ahora que eres joven –le dijo–. Buenas noches y pasadlo bien. Mañana por la mañana, si queréis, os prepararé el desayuno.

Al desconectar el sistema, el repentino silencio en la habitación se tornó opresivo. Se habían encendido dos lámparas halógenas, y una luz difusa sustituía al baile frenético de las imágenes en movimiento.

Esta vez el hombre oscuro no llevaba máscara. Sus ojos buscaron la profundidad de las pupilas de la mujer en aquella mueca forzada de los músculos orbitales, intentando trasmitirle un mensaje de tranquilidad.

Le tomó el pulso, comprobando que estaba muy acelerado.

–Relájate. Ya falta poco.

Seleccionó de la mesa auxiliar tres instrumentos quirúrgicos, y con un pequeño bisturí empezó a cortar en redondo la aureola de sus pezones. La mujer chilló desesperadamente, agitando los pies y las manos con la ilusoria pretensión de liberarse de sus ataduras.

–No te esfuerces. Nadie te oye –dijo el hombre sin alzar la voz.

Cortó hasta que sólo un pequeño trozo de piel impidió que se desprendieran totalmente. Sentía fijación por los pezones femeninos; una añoranza del pecho materno, del que dispuso hasta cumplidos los cinco años.

Le tocaba abordar ahora la parte más complicada del proceso: el enfrentamiento definitivo de la mujer con su miedo más profundo. Ella debía ver todo lo que ocurría, así que, pulsando un botón adosado a la pared, hizo que el techo-pantalla se convirtiera en un espejo. Activó también las cámaras de video ubicadas a ambos lados de la camilla, y dos lucecitas rojas empezaron a parpadear intermitentemente.

Mirando hacia arriba, la habitación se duplicaba, transformada en un calco invertido de la realidad; una perspectiva insólita que provocaba cierta sensación de vértigo.

El instrumento elegido para esta ocasión fue un cuchillo curvo en forma de guadaña. Meditó la forma más adecuada de hacerlo, optando por el borrado indiscriminado de los rastros, como un niño que, furioso, borra con un lápiz de colores la imagen de su madrastra del álbum familiar.

Coincidieron en las profundidades del espejo la mirada aterrada de la mujer y la suya segundos antes de que él descargara un primer tajo de derecha a izquierda, abriendo una profunda brecha en su frente y cercenándole parte de la nariz. Un segundo tajo horizontal le partió el labio superior, continuó por el labio inferior dejando al descubierto los dientes y seccionó el mentón.

No fue consciente del resto. Descargaba una y otra vez el cuchillo pensando en ese niño furioso y en la puta de su madrastra, cuyo rostro era ya sólo una mancha de color rojo.

El amasijo de carne en que se había convertido aquella cara, que no hacía mucho atraía a los hombres, conservaba aún, gracias a la prótesis metálica, los dos ojos, encharcados en lágrimas.

Ella pudo ver su nueva imagen, obra maestra que superaba sus peores pesadillas, y deseó fervientemente la muerte.

De su garganta, más que de su boca, salieron unas palabras:

–Hazlo ya…

El hombre oscuro sonrió. Cogió el bisturí y labró un profundo corte en su muñeca.

Surgió un gran chorro de sangre que pronto se convirtió en torrente, deslizándose por el cauce del canalón metálico hacia el sumidero.

El hombre oscuro parecía haber entrado en éxtasis. Tenía las fosas nasales distendidas, las pupilas contraídas, y una mueca a medio camino entre el dolor y el placer.

Casi totalmente desangrada, la mujer llamada Colombina exhaló un profundo suspiro y su corazón se detuvo.

Entonces el hombre oscuro aulló.

DIEZ

Cojeando ligeramente, el comisario Sarria, conocido en círculos policiales como “la Araña”, cruzó la puerta grande del hospital y se dirigió al aparcamiento.

A pesar de sus reticencias, le acompañaban dos agentes de su Unidad en discreta posición de escoltas.

–Son órdenes –le habían dicho–. Además, lo hubiésemos hecho de todos modos.

Antonio, el conductor del coche oficial, testigo directo del atentado, aguardaba junto al vehículo. Se conocían desde hacía más de diez años, poco tiempo después de formarse la Unidad de Delincuencia Organizada.

Le sonrió, mostrando una hilera de dientes amarillentos por la nicotina.

–Me alegro de verle, comisario. Me ha hecho ganar la apuesta de que saldría en menos de un mes.

Durante el trayecto hasta su casa, atravesando un Bilbao casi desierto por el éxodo vacacional, Arturo Sarria no dejó de hacer preguntas. A fin de facilitar el proceso recuperador le habían mantenido prácticamente aislado de su trabajo y del mundo exterior. El cuarto del hospital no tenía televisión, y dependía de los amigos que pasaban a verle para poder leer el Deia.

–Así que no hay nada nuevo…

El chófer contempló el rostro demacrado del comisario a través del retrovisor.

–No creo, comisario, aunque ya sabe que yo sólo me dedico a conducir. Los cabrones que le hicieron eso deben de estar bien escondidos, pero apuesto otra vez lo que sea a que se les pilla antes del otoño.

–¿Y de lo demás: cotilleos de lo que ocurre en “la casa”, rumores de cambios…?

Desde su estratégico puesto, el conductor de un vehículo se convertía en una fuente inagotable de información. En los asientos de atrás tenían lugar conversaciones sobre temas delicados, confidencias, llamadas telefónicas privadas, y la revelación de algunos secretos que difícilmente se hubiese producido en otra parte.

–Lo de costumbre. Están agitando el árbol como si varearan avellanas, a ver si cae alguien; al menos es lo que he oído. Ha habido alguna dimisión, algunas sustituciones, muchas bajas por canguelo… Le decía el otro día a mi mujer que parecemos un barco en plena tempestad. El consejero insiste en que el absentismo es muy alto, mientras que los sindicatos le acusan de manipular las cifras –cambió a un tono más amistoso–. Mientras tanto, usted, comisario, a descansar. Tome el sol, pasee, y olvídese por un tiempo de todo esto.

Tenía el alta hospitalaria, pero iba a ser complicado obtener un alta médica hasta la curación definitiva de todas las secuelas. Luego tocaría la visita al sicólogo, las evaluaciones de idoneidad y, si todo iba bien, el plácet definitivo para reincorporarse al trabajo.

–¡Estoy harto de descansar!, –estalló–. ¿Sabes lo que supone pasarte días tras día tumbado en la cama, con la pierna levantada y mirando al techo?

Al abrir la puerta, recuperó el olor del piso; un registro olfativo entre iglesia y anticuario con leves efluvios de lavanda.

–Ya he llegado, ama

Extrañado por no ver a nadie, dejó la bolsa en el recibidor y cruzó el largo pasillo hasta el salón-comedor.

¡Ongi etorri! ¡Ongi etorri!

Agrupadas junto a la entrada, su madre, sus tías Carolina y Begoña y la vieja criada sostenían un cartel pintado a mano con el saludo de bienvenida en euskara: ONGI ETORRI. Al fondo, sobre la mesa, una tarta con una vela encendida rubricaba el recibimiento familiar al hijo recuperado.

Su madre se le echó al cuello y le besó con lágrimas en los ojos. Sus tías aguardaron el final de la efusividad materno-filial y le besaron también en las mejillas.

–Nos alegramos mucho de que ya estés bien, Arturito. Nos has tenido, a tu ama y a nosotras, muy preocupadas.

No había visto a las tías Carolina y Begoña, las hermanas pequeñas de su madre, desde las pasadas navidades. Apenas la visitaban, y Arturo sabía que ella, aunque nunca lo expresara, se dolía de ese abandono.

“Quieren algo”, pensó, seguro de no equivocarse.

Tuvo que tomar el té, apagar la velita, escuchar la vida y milagros de casi todos sus parientes y aguantar continuas quejas sobre la carestía de la vida.

–Por cierto –dijo su tía Begoña–, ¿te acuerdas de tu primo Kepa?

Eran cinco hermanas y sumaban ocho hijos entre todas. Arturo Sarria conocía a todos sus primos, pero sólo los veía con ocasión de algún funeral o alguna boda.

Recordaba a Kepa como un adolescente achulado que, se enteró hacía poco de ello, frecuentaba círculos cercanos a Jarrai.

–Sí, claro.

–Le han detenido. Estoy convencida de que se trata de una confusión, porque es un buen chaval y nunca se mete en líos, pero ya ves… Dicen que formaba parte de una cuadrilla de kale borroka, y le acusan de haber quemado autobuses y un cajero automático, ¡mentiras!

–¿Y qué queréis que haga yo?

Esta vez fue su madre quien alzó la voz; cosa insólita en ella.