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Autobiografía de Andrew Taylor Still

Publicado por el Autor. Kirksville, Missouri (Mo), 1908. Copyright, 1908, by A.T Still.

Traducción de Franki Rocher, D.O.

Obrapropia

© Texto: Publicado por el Autor. Kirksville, Missouri (Mo), 1908. Copyright, 1908, by A.T Still.

© Traducción al castellano: Franki Rocher, D.O.

© Edición: OBRAPROPIA, S.L.

Calle Martí, 18

46005 VALENCIA

www.obrapropia.com

ISBN: 978-84-16717-31-6

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de un delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. del Código Penal)

ÍNDICE

Plegaria de Andrew Taylor Still

Prólogo de la primera edición.

Prólogo de la Segunda Edición

Prólogo de la Edición Francesa

Mi prólogo

Autobiografía de Andrew Taylor Still

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capitulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capitulo 33

Conclusión

Plegaria de Andrew Taylor Still

Oh, mi Dios, me arrodillo ante Ti, el Gran Médico.

Toda gracia y todo don perfecto provienen de Ti.

Yo te suplico, otorga a mis manos la habilidad,

A mi espíritu la visión clara,

y a mi corazón la bondad y la compasión.

Otórgame una intención justa,

La fuerza para aliviar al menos,

Una parte de la carga y el sufrimiento de mi prójimo,

Y una comprensión verdadera de este mi privilegio.

Quita de mi corazón todo artificio,

y todo apego a este mundo,

A fin de que con la fe sincera de un niño

Pueda yo dirigirme a Ti.

Prólogo de la primera edición.

Deseo, desde el principio, informar al lector, que este libro está escrito para poner de manifiesto hechos, sin estar limitado a fechas exactas y datos. Sucesos que han dejado huella en mi espíritu, contados con la mayor precisión posible desde mi recuerdo, son narrados aquí sin pretender regirse por reglas de una buena escritura. Nunca guardé nota alguna de mi vida, por tanto, puede que las historias parezcan no tener relación. Cuando te cuento un suceso es la verdad tal y como la recuerdo sin importar de cómo quede escrita. Quiero evitar “biografía” a la hora de escribir, porque las “biografías” están tan llenas de bonitas palabras que el lector a menudo se pregunta “¿de quien está hablando el narrador?”. Aunque me han aconsejado muchas veces que debería de contratar a un “biógrafo” profesional para que escriba mi vida, me he decidido a hacerlo yo mismo.

Cuando leo sobre las batallas de la Rebelión, y “como el Sargento Mayor A. T Still luchó contra los rebeldes desenvainando su afilado sable, impulsando a sus hombres a la victoria”, empiezo a dudar de los biógrafos profesionales, porque sé muy bien que no había sable ni grito alguno, ni tampoco grito alguno durante una dura batalla de dos horas entre treinta mil combatientes en cada bando. Recuerdo también a los reporteros de los años sesenta que nunca tenían intención de escribir la verdad, y que tampoco podían de haber querido, porque en esta época tan solo podían acercarse entre cinco y diez millas al lugar de las balas; y creo que ellos temen tanto a la verdad hoy en día como entonces a los proyectiles. Diré al lector, que si quieres leer mi historia, por favor, léela tal y como yo la escribo, y no como historias confusas que aparecen en un periódico falso.

A.T Still.

Kirksville, Mo. 15 de Junio de 1897.

Prólogo de la Segunda Edición

A la hora de ofrecer una segunda edición revisada de mi Autobiografía, tanto a osteópatas como a quien pueda estar interesado, he de decir que algunas cosas han sido omitidas por no tener mucha importancia para el lector, y en su lugar he puesto hechos que sí creo de interés.

En 1907 la editorial que publicó el libro en su primera edición tuvo muy mala suerte al sufrir un incendio en el cual la primera edición de la autobiografía se quemó.

Para poder satisfacer las constantes peticiones de mi autobiografía, lo mejor ha sido revisar la vieja edición que se había agotado. La nueva edición está mejorada en relación a la antigua. A lo largo de los años que han transcurrido desde que la primera edición fue publicada ha habido un movimiento mayor y en alza en todos los departamentos de mi escuela. He sido capaz de introducir la osteopatía de tal manera, que los estudiantes puedan coger y comprender la Filosofía de esta Ciencia, y puedan demostrar lo que dicen, o sea: la verdadera ley para combatir la enfermedad como Filósofos e Ingenieros que están bien formados para llevar al cuerpo humano desde la enfermedad a la salud.

Quiero agradecer al Dr. E. B Veazie y al profesor Bean por su incasable trabajo e interés para ayudarme a llevar a cabo esta edición revisada, ya que con mi edad y estado actual de salud habría sido imposible para mí llevarlo a cabo sin su ayuda.

Tengo la intención de añadir un capítulo, corto y comprensible, en relación al periodo de tiempo transcurrido desde 1897, ya que pienso que será de interés para el lector, hablando sobre la historia del crecimiento de la Osteopatía y de la Escuela a lo largo de los últimos diez años. Quisiera extender mi agradecimiento al Dr. Franklin Fiske, Dr. Julios Quintal, y mis hijos y otros tantos a quienes reconozco su gran ayuda y esfuerzo.

Espero que esta nueva edición satisfaga a todos los lectores y espero que este sea mi último esfuerzo en escribir una autobiografía.

Sin más comentarios, te digo “adiós”.

A.T Still.

Kirksville, Mo. 1 de Enero de 1908

Prólogo de la Edición Francesa

El libro que usted va a leer es difícil, no necesariamente a causa de la materia sino por la forma en que está escrito. El doctor Andrew Taylor Still nació en una época donde la lengua no era tan fácil como hoy. Por ello, su terminología y fraseo pueden ser difíciles de comprender. Al leer, recuerden simplemente su formación y saber acumulado.

Al transcurrir treinta años, tanto antes como después de llegar a ser D.O, he tenido la oportunidad de conocer a un gran número de osteópatas o grupos de osteopatía. Puedo decir honestamente que nunca he visto gente tan interesada y entusiasta como las que encontré en Francia. Admiro vuestra perseverancia y aptitud. Como decía el doctor Still, “conservadla pura”.

Es para mí un gran consuelo saber que la osteopatía continuará viviendo gracias a aquellos que han reconocido sus ventajas y la perpetúan siguiendo los pasos del doctor Still.

Con todo mi cariño,

Richard H. Still Jr. D.O[1]

6 de Noviembre de 1997

[1] Richard H.Still Jr. Es el nieto de Harry Mix, uno de los gemelos de A.T Still. N.T

Mi prólogo

Pido perdón por los posibles errores que pueda haber en la traducción. Soy consciente que es posible que los haya, no tengo dudas. El inglés usado por nuestro viejo doctor es algo difícil, y muchas veces entrometido con diferentes metáforas, que hay que “pillarlas” para entender de verdad lo que nos quiere transmitir. Esto ha sido en un principio, y en muchos momentos un obstáculo para la rapidez de la traducción. Pero quizás, y creo que es así, ese obstáculo ha sido una forma de alargar esos momentos matinales de traducción, de forma que permanecía mucho más rato conectado con Drew, con sus vivencias y sus enseñanzas. Sin duda, es una forma de “volver”, y permanecer ahí donde se nos ha perdido algo a los osteópatas, durante un rato, simplemente, “estar”.

La intención de esta traducción es la de “volver a casa”, revisar el camino que me ha traído hasta aquí y recuperar todo lo que se nos perdió a los osteópatas que el Viejo Doctor quiso transmitirnos, y un intento por cumplir su mayor deseo, “que la mantengamos pura”.

En un entorno social como el que vivimos actualmente en España, la Osteopatía tiene cada vez más auge, pero me doy cuenta que ese auge en muchas ocasiones no va acompañado de lo que el Viejo Doctor deseaba que se hiciera con esta medicina, esta ciencia y esta forma de entender y tratar la salud y las enfermedades. Porque es justo aquí donde siento que Drew nos quiere llevar, a que nos demos cuenta que estamos frente a una forma distinta de entender la salud, entender el por qué vienen las enfermedades en el ser humano, es ahí, justo ahí donde muchos osteópatas nos sentimos perdidos, pensando que nuestra manipulaciones, estiramientos, ajustes… y todas las técnicas que practicamos tienen su cabida en un concepto de salud, donde el síntoma es lo que hay que tratar. Os dejo quizá con alguien que pese a que habéis oído hablar muchas veces de él, todavía no le conozcáis. Os dejo con sus palabras como único y verdadero medio para encontrar esa identidad que muchos, muchos de nosotros osteópatas hemos perdido hace tiempo. Sin duda, empezar por el principio es siempre un buen comienzo.

Valencia, 17 de julio del 2012

Franki Rocher Muñoz

Osteópata D.O. MROE

Autobiografía de Andrew Taylor Still

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Capítulo 1

Los primeros años de vida.

Los días en la escuela y la vara despiadada.

Un juez de perros.

Mi fusil de chispa.

El primer fogón de cocina y la máquina de coser.

La llegada del fin del mundo.

Mi primer descubrimiento en la osteopatía.

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Supongo que mi vida empezó como la del resto de niños, con la forma animal, el espíritu y con el movimiento. Supongo que lloré, y cumplí así mi deuda con la naturaleza en la vida de niño. Mi madre era como las demás, que tenía cinco o seis niños a los que estar dando voces toda la noche para consolarse. A los cuatro o cinco años tuve mi primer par de pantalones; fue entonces cuando me convertí en el hombre de la casa. En su debido momento fui enviado al colegio en una escuela de madera, donde enseñaba un viejo que se llamaba Vanderburg. Parecía muy sabio mientras se ausentaba de sus obligaciones, que eran las de dar palizas a los chicos y chicas, grandes y pequeños, desde las 7 de la mañana hasta las 6 de la tarde, enseñando muy poco cómo deletrear, leer, escribir, gramática, y aritmética. Luego, pasaba lista, y nos ordenaba que nos fuéramos a casa sin pelearnos durante el camino a casa, y que al día siguiente estuviéramos puntuales a las 7 de la mañana para seguir recibiendo más palizas, hasta que los chicos y chicas no tuvieran fuerza para poder recitar las lecciones. Entonces nos hacía sentarnos encima del cráneo de un caballo por nuestra mala ortografía y perdonaba todos nuestros pecados con la vara despiadada, escogiendo cada vez una diferente para la ocasión y golpearnos con contundencia hasta las 6 de la tarde.

En 1834 mis padres se trasladaron desde ese lugar de tortura que estaba en Jonesboro, Lee County, Va., hasta Newmarket, Tenn. Fue entonces en 1835 cuando continué mi educación en la escuela con mis dos hermanos mayores, en el Holston College, dirigido por la M.E Church, que estaba en Newmarket, Tenn. La escuela estaba dirigida por Henry C. Saffel, un hombre muy culto, muy inteligente, y sin ningún tipo de brutalidad en su trabajo.

En el año 1837 mi padre fue enviado por la M.E Conference de Tennessee como misionero a Missouri. Dijimos adiós al fino colegio de Holston, y tras siete semanas de viaje llegamos a nuestro destino, encontrándonos en un lugar donde no había ni escuelas, ni iglesias, ni imprentas, así que aquí dejé de ir al colegio hasta 1839. Más adelante, mi padre junto con otros seis u ocho hombres contrataron a un hombre que se llamaba J.D Halstead para educarnos lo mejor que pudiera en el invierno de 1839-40. Era un hombre muy estricto, pero no tan agresivo como Vanderburgh. La primavera de 1840 nos llevó del condado de Macon al de Schuyler, Missouri, y dejé de ir a la escuela hasta 1842. Ese otoño talamos árboles en los bosques, y construimos una cabaña de madera de veinte por dieciocho pies de grande, siete pies de alta con un suelo sucio, y con un agujero en la pared para que pudiera pasar la luz, cubierto de una sábana para que pudiera pasar la luz y así poder leer y escribir. La institución educativa estaba dirigida por John Mikel de Wilkesborough, N. C., que cobraba dos dólares por cabeza durante noventa días. Era un buen profesor y sus alumnos mejoraban rápidamente con sus clases. El verano de 1843 Mr. John Hindmon, de Virginia, enseño durante tres meses, durante cuyo tiempo una mejora intelectual fue notoria. Luego, de vuelta a la vieja cabaña de madera durante un invierno dedicado a la Gramática Smith bajo el Rev. James N. Calloway. Daba muy bien sus clases en las ramas del Inglés durante cuatro meses, demostrando ser un buen hombre, y nos dejó con todo el amor y cariño de todos los que le conocimos.

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En la primavera de 1845 volvimos a la escuela de Macon County donde enseñaba G.B Burkhart, pero no fui a clase con él, porque no nos llevábamos muy bien, así que volví a casa y entré en la escuela en La Plata, Mo., que estaba dirigida por el Rev. Samuel Davidson, de la iglesia presbiteriana de Cumberland. Mientras iba a su escuela viví con John Gilbreath, uno de los mejores hombres que he conocido. Él y su querida esposa fueron como unos padres para mí, y no puedo decir mucho más sobre él. Su tumba acoge a uno de mis mejores y más queridos amigos. Ellos abrieron las puertas de su casa, acogiéndonos a mí y a mi compañero de clase, John Duvall (que murió ya hace tiempo). Mañanas, tardes y sábados, mi amigo y yo caminamos por las vías del tren, ordeñamos vacas, ayudamos a la Señora Gilbreath con los niños e hicimos todo el trabajo de la casa que pudimos. Cuando nos fuimos ella lloró como una madre que ve partir a sus hijos. Hay mucha más gente de los que podría hablar de la misma manera, pero el tiempo y el espacio no lo permitirán. En el verano de 1848 volví a La Plata, para ir a la escuela dedicada por completo a la ciencia de los números, dirigida por Nicholas Langston, que era un gran matemático. Estuve con él hasta que me gradué en elevar al cubo y las raíces cuadradas en la tercera parte de la Aritmética de Ray. De esta forma acabaron mis días de escuela en La Plata.

El lector no debe suponer que pasaba todo el tiempo en las escuelas de las cabañas de madera. Yo era como todos los niños, un poco perezoso y aficionado a las pistolas. Tenía tres perros, un sabueso para el agua, un perro de caza para los zorros, y un perro de presa para los osos y las panteras. Tuve un fusil de chispa durante muchos años que hacía burbujitas antes de disparar, con el que para poder disparar, tenías que mantenerlo fijo un tiempo, y si la pólvora se quedaba mojada por mucho tiempo, no podías disparar hasta que dejaba de salir burbujas, y el fuego podía llegar hasta donde se ponía la pólvora detrás de la habitación. Todo esto requería de habilidad y templanza para alcanzar el objetivo.

Era conocido como un entendido de los perros, y como una autoridad en el asunto. Un perro de caza para ser un buen perro, debe tener una lengua plana, ancha y delgada, unos ojos hundidos, orejas largas y delgadas, una cabeza ancha y erguida, y un pellejo colgando de tres pulgadas por debajo de su mandíbula. La parte superior de la boca ha de ser negra, la cola larga y muy delgada para ser un buen perro de los mapaches. Cachorros así supuestamente los vendía por un dólar cada uno, aunque muchas veces los regalaba. Cuando iba al bosque, con mi fusil de chispa y mis tres perros, estaban conmigo hasta que les decía, “¡Cógelo, Drummer!”, a cuya orden Drummer salía en un viaje exploratorio. Cuando quería ardillas echaba un palo arriba del árbol y le decía: “¡Ver a por ella Drummer!, en un momento la fiel fiera tenía a la ardilla. Cuando quería ciervos iba de caza hacia donde iba el viento, con Drummer detrás de mí. Cuando olía a un ciervo caminaba bajo mi pistola, que colocaba mirando al frente. Su cola caída siempre me avisaba que estaba tan cerca para cazarlo sin que se sobresaltara de la pradera.

Este viejo rifle de chispa para cazar era de Van Buren y Polk, pero cuando el presidente Harrison “old Tip[2]” llegó, yo ya tenía una pistola de percusión. Ahora era un “hombre”. “Un Gran Hombre[3]”. Capaz de apretar el gatillo y disparar a la vez, y atinar a ciervos mientras van corriendo. En ese momento los disparos de pistola no eran muy frecuentes, porque el hombre de la frontera era un experto con el rifle.

Podía cazar halcones, gansos salvajes o cualquier pájaro que no volara demasiado alto o demasiado rápido para mi puntería. Maté muchos ciervos, pavos, cuervos, gatos salvajes y zorros. Mi vida en la frontera me hizo ligero de pies. Mi hermano Jim y yo corrimos mucho y cogimos dieciséis zorros en el mes de Septiembre de 1839. Para que nadie se tome esto en broma, explicaré que durante el verano y el otoño algún tipo de enfermedad se extendió en los zorros, y nos los encontramos en medio del caluroso y polvoriento camino, débiles y convulsionando, y pensamos que tenían fiebre y eran incapaces de escapar de nosotros. Desde entonces nunca intenté aprovecharme de ningún zorro.

Como las pieles no valían nada en Septiembre, nuestros dieciséis zorros no nos sirvieron para nada, pero durante el invierno siguiente cazamos un visón, y acabamos yendo a un mercado con su piel porque necesitábamos más barra de plomo para seguir tirando y jugando. Así que ensillé a mi caballo Selim, y me fui a Bloomington (nueve millas) para cambiar mi piel de visón por barra de plomo. El cambio lo hice con mi buen amigo Thomas Sharp (un tío del Rev. George Sharp, de Kirksville, Mo), y pronto la piel estaba junto con el resto de pieles de mapaches y zorros pelones. Luego ensillé a mi caballo Selim y partí hacia casa para decirle a Jim que había encontrado un mercado permanente de pieles de visón por cinco centavos cada una. En poco tiempo cacé un ciervo, y usé su piel para conseguir pólvora, barra de plomo y fundas.

A principios de los años cuarenta tenía mucho miedo del Día del Juicio Final, o todo lo que pudiera parecérsele. Me hablaron de todo tipo de señales que vendrían antes que llegara el “final” para evitar que mi joven mente se distrajera demasiado. Los hombres habían evolucionado tanto que eran capaces de saber cuando se detendrían las grandes ruedas del tiempo. Pero la historia del Día del Juicio Final no era nada en comparación con el maravilloso invento que había ideado un hombre, la máquina de coser, que podía hacer mil suturas en un minuto. Sabía que era cierto porque se lo escuché decir del abogado Cristiano Metodista de Nueva York. Le conté a mi colega, Dick Roberts, la historia, y dijo que era mentira, porque su mami era muy rápida, ”y no podía hacer más que veinte repuntes, así que no iba a tragarse una mentira como esa”.

No le conté a Dick todas las cosas increíbles que había escuchado. Quería contarle que “Sister Stone”, a tan solo cuatro millas de donde estábamos, me había dicho que se había traído un fogón de cocina del Este, y que podía hacer café, freír o cocer carne, cocer al horno el pan, hacer sirope y cocinar cualquier cosa; pero para asegurarme que era cierto me fui a verlo por mí mismo antes de contárselo luego a Dick.

Le dije a mi padre que iba en busca de ganado que estaba descarriado. Él dijo ”ok”, y como se había afiliado a la iglesia unos domingos antes, pensó que le decía la verdad, pero lo que yo de verdad quería era ver el fogón de cocina de Sister Stone, y dejé que el diablo actuara en mí en vez de lo bueno. Así que me monté en mi caballo Selim, y tan pronto como pude desaparecer de la vista de mi padre, di la vuelta, y recorrí cuatro millas hasta donde estaba Sister Stone, y al verla le dije:

“Hola, Sister Stone, ¿has visto ganado nuestro por aquí en los últimos dos días?”

“No”, dijo, “pero baja y entra”.

Me dejé caer de Selim rapidísimo, preguntando:

“¿Tienes un poco de agua?”.

“¡Si, claro, está muy tibia!”.

Mientras bebía, me habló de su fogón de cocina. Le pregunté sobre sus poderes culinarios, y me los explicó todos. Le pregunté si podía hacer pan de maíz con él.

“Sí claro, espera unos minutitos y te haré un poco”. Lo hizo buenísimo, y me puse las botas con pan y leche. Le agradecí mucho su gentileza, me monté en Selim y pronto encontré a todo el ganado donde yo sabía que estaba cuando me fui a su casa; así que mi padre nunca se enteró que le mentí, “solo un poquito”.

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En breve vi a Dick y le conté mi historia con el horno. Me miró incrédulo, pero no me negó lo que le conté. Supuse que tendía miedo que le hiriera sus sentimientos tocándole las narices. Esta era una de las señales que indicaban que se aceraba el final, y la historia de la máquina de coser era otra de ellas.

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Todo esto sucedió en la época de la profecía de Miller, que decía que el mundo se iba a acabar, estaba atemorizando a mucha gente, e incluso muchos de ellos estaban preparándose para tal suceso. Un buen hombre tenía un buen cerdo para hornearlo en la cena del Salvador, para cuando viniera, y se quedó muy decepcionado cuando le dijeron que no comía cerdo. Así que la historia siguió su curso en aquellos días de señales y milagros. Durante esa época, este mismo hombre devoto, se encontró con un indio que quería pasar toda la noche con él, y hacer señales a las nubes y a la tierra y decir, “Chee muckeeman”, y lo que quería era resguardarse en la casa por miedo a la nieve. El buen hombre, lo dejó entrar pensando que sería el Salvador. Fue una gran lástima no saber hablar hebreo, o poder entender al Salvador, y se quedó sorprendido que el Salvador no entendiera el inglés. Poco después, llegó Bill Williams y dijo, “Sago, Towanin”, y empezó una amigable charla con Towanin, el jefe de los Indios de Sac.

El noventa por cien de la gente que vive en América no sabe nada de las aventuras y vivencias de la vida de los pioneros del Oeste. Es muy divertido leer las historias escritas por algunos que pasaron su infancia, juventud y vejez en el Oeste, en aquellos días en los que se pasaron muchas dificultades para poblar y civilizar un país en el que vuestros felices hogares son monumentos vivos de esa civilización. El espíritu y la energía de esos días se encuentran entre muchos muertos que descansan en el olvido, pero llenan las tumbas de algunas de las mentes más brillantes de América, entre los que se encuentran Boone, Benton, y muchos más. Sus voces están en silencio pero sus hazañas están presentes en todos los caminos que conducen a la fama. Ellos fueron los hombres y mujeres que domesticaron a los salvajes, y limpiaron y cultivaron los campos, quitando así todo peligro y dificultad. Renunciaron a su comodidad para beneficio de las generaciones futuras, sobrevivieron como pudieron, y permanecieron firmes en todo momento hasta que escuelas y cultura fueron instaladas en nuestra salvaje nación, y empezaron el trabajo de educación para poder vivir otro tipo de vida. Hoy en día tú eres rico gracias a la herencia dejada por la sangre y el sudor de los pioneros, y aunque puedas burlarte de sus supersticiones y pesares, estas obligado a respetar su memoria.

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Después de muchos días los miedos que se instalaron por la profecía de Miller fueron superados. La sociedad de Miller se convirtió en un asunto del pasado, y sus tonterías ahora solo se recuerdan como increíbles anécdotas.

Mi experiencia fronteriza fue muy amplia. Disfruté de las ventajas que pocos tuvieron. Mi padre, era un hombre que sabía hacer de todo, era un médico predicador, y sabía construir molinos. Mi madre era una mecánica natural, y hacia ropa, telas y pasteles a la perfección. Ella creía en el lema que “la letra con sangre entra”, y usaba la vara de un modo homeopático. Mi padre decía que si quieres tener comida en la bolsa, tenías que mantener tu boca abierta. Si quieres tener sentido común, mantén tu mente abierta. Si quieres montar un caballo, súbete a su lomo; y si quieres ser un buen jinete mantente sobre él. Mi madre decía que si quieres beber leche, la pongas en tu boca, y no en tu ropa; porque solo había una forma para beber leche. Mi padre, siendo un granjero, acababa diciendo que un poco de educación adquirida en el campo de maíz, sería buena junto con mi conocimiento para hacer molinos, y de muy joven ya me enseñaron a cargar con los troncos, y hacerme cargo de las obligaciones de la granja, hasta que fuera capaz de manejar un tronco, el rastrillo, el arado y el recogedor. Cuando volvía del campo de maíz para comer, mi padre me dijo que podía tomarme un descanso mientras le echaba agua sucia a los cerdos. No me importaba trabajar; la actividad física distraía mi mente. Cuando me cruzaba con el viejo Dan, el hombre negro, me decía: “el premio es para los hombres que tienen fe”, y muchas otras palabras de ánimo como, “ves y trae los huevos”, “empieza a hacer el fuego para la carne”, y luego se ponía a cantar el “Sweet Bye and Bye”.

En el momento adecuado empecé mi edad de pardillo, que duró mucho tiempo. Era torpe, ignorante y estaba en las nubes hasta que empecé en la escuela de mi madre, en la que usaba a menudo el fogón y el jabón. Después de lo cual, parecía que ya estaba más espabilado que antes. Entonces me dio dos pozales y un vaso, y me dijo que fuera a ordeñar las vacas, y que me diera prisa, para luego poder ayudar a ella y Dan a esquilar las ovejas. A las siete en punto estábamos en el corral. El viejo Dan decía, “atrapa al carnero”, mi madre repetía, “atrapa al carnero”, y la tía Becky gritaba “coge uno para mí”. Al mismo tiempo, “la vieja negra Raquel” entró con sus tijeras y dijo; “yo también quiero uno”. Y a partir de entonces fue cuando se me fue toda la tontería. Cuando cogí un carnero para ella, el viejo carnero dijo, “ahora es momento de bailar”, y me echó al suelo con su cabeza, haciendo que chillara, y los demás se rieran de mí. Este incidente me enseñó a mirar hacia atrás y adelante, hacia arriba y hacia abajo, a la derecha y a la izquierda, a no quedarme dormido nunca en el campo enemigo, y permanecer siempre atento.

Mis profesores, pensando que ya estaba mejor preparado para ser admitido en una mejor sociedad, me permitieron ir con Dan al bosque para aprender a talar los árboles, partir la leña, quemar las ramas y limpiar el suelo para la labranza. Todo fue bien salvo alguna vez que el viejo Dan recordaba mi habilidad para jugar con los carneros hasta que pude ver una rama del tamaño de un dedo. Entonces acababa diciendo, “la limpieza se acerca mucho a la santidad”. “Quiero que recojas bien toda esta basura” y al final de la tarde me daba la información de bienvenida, “vamos a cenar con vino”. Cuando estábamos casi en casa, nos encontramos con tía Becky, que nos dijo que el sacerdote venía a cenar, y que le limpiara el caballo, le quitara la silla de montar, que lo limpiara con el cepillo, y luego fuera a donde ahúman la carne y me daría un trozo de tarta, aunque no era lo suficiente grande para saciar mi hambre. Me dijo que tenía algo que contarme.

“¿De qué se trata?”, le pregunté.

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“Puede que ese hombre sea tu tío algún día. Si te quedas en el ahumadero y esperas al segundo plato, te traeré la molleja del pollo”. Tomé su palabra y recibí la molleja, y con la ayuda del sacerdote se convirtió en la esposa de un hombre itinerante. No mucho después, me di cuenta que yo también acabaría siendo un hombre itinerante. Cabalgué en caballos, mulas, y en becerros, intentando parecer un predicador. Mi becerro favorito para hacer de clérigo era uno que caminaba de forma majestuosa. Fui con él a la pradera y empecé a predicar. Todo fue bien; y mientras pensaba hacia dónde ir, en ese momento una serpiente se puso bajo la nariz del becerro, y puso a prueba todas mis habilidades para predicar en la pradera hasta que mi becerro y yo nos caímos de espaldas, y allí se quedaron para siempre.

Terminaré este capítulo de mis experiencias juveniles con un incidente, que aunque fue sencillo, puede decirse que es mi primer descubrimiento en la ciencia de la Osteopatía. Ya desde muy joven odiaba las drogas. Un día, cuando tenía unos diez años, padecía de dolor de cabeza. Hice una columpio con las riendas del arado de mi padre colocándolas entre dos árboles, y me tumbé en el suelo usándolas como almohada. Estaba echado sobre mi espalda, con mi cuello encima de las riendas. Pronto me relajé y me quedé dormido, y me desperté al cabo de un rato y el dolor de cabeza había desaparecido. Como yo en ese momento no sabía nada de anatomía, no me llamó la atención cómo unas riendas podían aliviar el dolor de cabeza y el dolor de estómago que lo acompañaba. Tras este descubrimiento ponía las riendas en mi cuello siempre que sentía que me encontraba raro. Hice este tratamiento durante veinte años antes de llegar a saber que había inhibido la acción de los grandes nervios occipitales, mejorando así la circulación arterial y venosa, siendo el alivio el resultado de ello. He trabajado desde que era un niño, durante más de cincuenta años, para conocer de forma más minuciosa cómo trabaja la máquina vital, para aliviar y producir salud. Y a día de hoy, igual que lo pienso desde hace cincuenta años, creo firmemente que la arteria es el río de la vida, de la salud, de la curación, o de lo contrario aparecerá la enfermedad.

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[2] William Henry Harrison (n. 9 de febrero de 1773 — † 4 de abril de 1841) fue el noveno Presidente de los Estados Unidos (1841). Nació en Berkeley, Virginia.Harrison había conseguido fama en todo el país como héroe de guerra en la batalla de Tippecanoe en 1811, en la que tropas estadounidenses habían derrotado a una confederación de indios. Tras esta batalla recibió el apodo de “Tippecanoe” o “Old Tippecanoe”. (Wikipedia)

[3] Traducido de la expresión, “Big Injun me.” Que según he podido extraer de internet, en lenguaje Cherokee, se refiere a un hombre de gran tamaño o una amplia extension de tierra. N.T

Capítulo 2

El salvaje juego de la frontera.

El ciervo de Mr. Cochran.

El pie del ciervo.

Un ciervo obligado a huir.

La captura de un águila.

Noche de caza.

El cuerno del hermano Jim.

La filosofía de las águilas y mofetas.

Atacado por las panteras.

….

El muchacho de la frontera disfruta de muchas aventuras emocionantes con los animales salvajes, y que un chico de ciudad no puede experimentar salvo lo que lee en los libros. Si se detiene a observar aprende mucho de los hábitos y costumbres de los animales salvajes con los que se relaciona, de los que puede aprender mediante un curso en historia natural, ya que tiene el gran libro de la naturaleza abierto permanentemente ante él.

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Poco después que mi padre se trasladara a Missouri, cuando yo tenía unos ocho años, estaba jugando con mis hermanos de tres y cinco años en el patio, cuando de repente escuchamos “bang”, que venía de la parte de atrás de la casa, a un cuarto de milla de distancia. Mi madre vino rápidamente a donde estábamos y nos dijo; “¿habéis oído ese disparo?”, y le dijimos que sí. Y dijo; “espero que el Juez Cochran haya matado un ciervo. Dijo que había salido a cazar ciervos a donde van a beber el agua que viene de la colina y nos prometió un venado para cenar”. En ese momento nos pusimos muy contentos. Empezamos a saltar por la valla, mis hermanos John, Tom, Jim y Ed, con mi padre y las niñas pequeñas delante de la puerta, y todos estábamos ansiosos mirando a donde los ciervos. Cada nervio de nuestro cuerpo estaba al límite, y teníamos los ojos superabiertos para ver quien de todos era capaz de ver el primer atisbo del Juez Cochran. En pocos minutos le vimos salir del bosque. Yo empecé a saltar, y mi hermano Jim hizo lo mismo. Pronto el Juez llegó a nuestro patio; pero antes que llegara ya estábamos preguntándole si había matado al ciervo. Y nos dijo, “Si he cazado un buen ciervo, y tendréis un buen venado para cenar como os prometí”. Nos preguntó si alguna vez habíamos comido uno. Le dijimos que no, nunca habíamos visto uno, y mucho menos comido.

Nos dijo que el ciervo estaba en la llanura, y que ensillaría un caballo y lo traería. Cuando se montó en el caballo me preguntó si quería ir a por el ciervo con él. Me senté detrás de él y nos fuimos. En pocos minutos estábamos donde el ciervo, bajamos del caballo, y vi una de las cosas más maravillosas que he visto en mi vida. Era como unos cinco pies de largo, desde su nariz hasta la punta de su cola, y era unos cuatro pies de alto cuando se ponía de pie, y su cola era de un pie de longitud. Sus pies y su boca se parecían mucho a las de una oveja, pero sus pies tenían una forma muy puntiaguda. Su pelo era del color de la barba de un irlandés. Sus piernas y pies eran muy finos y bonitos, no mucho más grandes que el palo de una escoba, pero de unos tres pies de largo. Y pensé, “¡Oh!, qué rápido puede correr”, antes que muriera para acabar en nuestra mesa. Un ciervo puede saltar de un solo salto lo que un niño en seis, más o menos entre cincuenta y sesenta pies cuando va corriendo colina abajo. Puede saltar sobre la cabeza de un hombre sin tocar su sombrero.

Pronto el Juez y yo estábamos de vuelta a casa con nuestro ciervo. Le quitamos la piel y lo colgamos de un árbol para que se enfriara y poder tomar algo para desayunar en lugar de la cena. A la mañana siguiente nos levantamos pronto y llenos de energía. Mi madre cocinó un cocido bien lleno, y lo sirvió en un gran plano en medio de la mesa. Fue la comida más sabrosa que jamás comí. Quizás el apetito de un chaval y el ejercicio que hacía continuamente hizo que la carne me pareciera lo más sabroso que jamás había probado.

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Antes de acabar con la historia del ciervo me gustaría contar una aventura que tuve una vez con un ciervo herido doce años después, cuando casi era un adolescente. Un día mientras iba con mis perros y mi pistola, escuché un ruido entre los matorrales, y de repente apareció un ciervo. Tenía nueve puntas en cada cuerno, y era tres veces más grande que el que mató el juez Cochran. Empecé a darme cuenta del peligro de dicho encuentro con semejante monstruo si perdía mi posición. Al darme cuenta que si lo mataba estaría seguro, pero que si fallaba en el intento me mataría a no ser que los perros pudieran salvarme. Saqué mi pistola cuando estaba a unos pocos pies cerca de mí. Disparé y derribé al ciervo, “¡aleluya! Tom, le tengo!”. Mi hermano estaba a una cincuenta yardas de mi. Caminé hacia el ciervo, suponiendo que estaría muerto, pero cuando estaba muy cerca de él, para mi sorpresa levanto su cabeza para luchar.

Desde entonces he visto hombres luchando muy ferozmente, pero creo que nunca he visto un encuentro más desesperado. No era el primer hombre que le había disparado, ya que cuando lo despellejé encontré varias marcas de balas en su costado, que habían fallado en alcanzar su punto vital.

Una noche mientras estaba muy oscuro y nevaba mucho, estaba lejos de casa a unas dos millas sin ninguna pistola ni perro. Y al mirar hacia arriba en un árbol, a no más de quince o veinte pies de alto, vi algo, pero no sabía bien lo que era, así que cogí un palo y lo tiré hacia la parte de arriba del árbol. Tenía un cuchillo en mi cinturón, con el que intentaría apañarme lo mejor que pudiera si ese algo era una pantera o un animal peligroso. Le golpee con el palo, y cayó al suelo. Parecía que quería luchar, y cogiendo otro palo lo sujeté contra el suelo poniendo mi pie encima suyo. La noche era tan oscura que no sabía lo que era hasta que lo sentí con mi mano, y me di cuenta que había cogido un águila, del tamaño de siete pies, dos pulgadas de alto y tres pies de ancho. Las garras de cada pie eran de unas tres pulgadas mas o menos, y sus patas eran tan largas como los del palo de una escoba. La puse bajo mi brazo, la sujeté por los pies, y me fui con ella a casa sano y salvo. Otra noche traje dos águilas grandes sin pelo. Si tienes miedo de las águilas por la noche, cuando estén en tierra en fácil capturarlas.

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Mi padre tenía una granja con mucho maíz, y tenía muchos caballos, mulas, ganado, ovejas, y cerdos con lo que nuestro cultivo era todo de casa. Teníamos mucho maíz que descascarillar y consumir, lo que nos obligaba a empezar muy temprano, para poder almacenarlo antes que llegara el frío. Cuando estábamos en nuestra adolescencia, mi hermano mayor tenía diecinueve años, el siguiente diecisiete y yo tenía unos quince, recogíamos el maíz desde muy temprano hasta bien llegada la tarde, alimentábamos a los animales, cenábamos, y nos preparábamos para ir a cazar mapaches, zorros, zorros pelones y mofetas. Siempre íbamos con una pistola, un hacha, un cuchillo grande para la carne, y sílex y acero para hacer fuego. Habíamos pulido el cuerno de una vaca con el que podíamos soplar tan alto como los de los muros de Jericó. Como mi hermano Jim era un gran charlatán, le hicimos responsable principal para hacer sonar el cuerno. Se fue a la llanura y él solo con mucha fuerza hizo sonar el cuerno a muchas millas de distancia, mientras los perros se movían a su alrededor ladrando y aullando. Nunca escucharás una música tan dulce como la que mi hermano Jim y los perros hacían. Pocos después que sus sonidos empezaran, estaban listos para la marcha, formando por rangos, y en dirección a los bosques para cazar zorros pelones, mofetas, mapaches, gatos monteses, zorros y pavos. Nuestros perros tenían una educación tradicional, matando y cazando todo tipo de “indeseables”. Cuando cazábamos un mapache manteníamos a todos los perros con nosotros salvo a dos, Drum y Rouser. Los paladares de sus bocas eran negros, sus orejas largas y finas, y sus colas muy delgadas. Si primero queríamos mapaches, le decíamos a Jim que tocara la bocina para buscar mapaches. Con el sonido de la música, Drum y Rouser se movían entre la oscuridad, y tras unos minutos Drum rompía el silencio, ladrando y gruñendo en algún lugar del camino. El ladrido del perro nos decía a nuestro oído entrenado de qué se trataba. Si ladraba lento y alto estábamos seguros que tenía acorralado a un mapache; si ladraba rápido y agudo, sabíamos que se trataba de un zorro. Si ladraba rápido y alto es que se trataba de un gato montés. Cuando era una mofeta íbamos hasta los perros tan rápido como podíamos, y le decíamos a Jim que hiciera sonar el cuerno para que dejaran de ladrar, porque si recibían el asqueroso perfume de la mofeta el olfato de los perros se destruía para el siguiente juego. A veces un perro joven se atrevía a coger a una mofeta y echaba a perder la cacería, por lo que lo único que nos quedaba era hacer sonar el cuerno para volver a casa. La mofeta tiene dos poderes maravillosos; puede apestar más y con mayor rapidez que ningún otro animal; y si no la matas, en pocas horas ella misma reabsorberá todo el mal olor y se irá; este es el poderío que la naturaleza le ha dado. Te aconsejo que no mates nunca una mofeta, a no ser que dejes el cuerpo donde la mataste. Si haces esto el olor desparecerá en poco tiempo. En ella tienes una de las mejores lecciones en la naturaleza; ya que el olor que emana es el que absorbe de sus alrededores.

El turón es la mofeta del suelo, y huele peor que ningún otro animal. El buitre es la mofeta del aire, con un olor apestoso similar a la mofeta de tierra. Su lengua esta hecha para poder cortar y desgarrar la carne; y su cabeza y pico son similares a los de un pavo común. Por tanto, la naturaleza la abastece de todo lo que necesita para poderse mover, defenderse, y vivir, desde los poderosos leones de las junglas hasta las hormigas del suelo.

Sobre el año 1852 maté muchos ciervos. Despellejé, puse en sal y seque su piel, abasteciendo así no solo a mí, sino a todos los vecinos que querían. Una tarde maté a un ciervo joven muy bueno, lo llevé a casa y lo puse en el ahumadero de la carne. Mi ropa, silla de montar y mi caballo estaban totalmente manchados con la sangre del animal. Como era tarde para cambiarlo todo, cogí un cubo y me fui a un sitio junto al establo a ordeñar mi vaca. En esa zona tenía unos veinte cerdos. Me senté, y mientras ordeñaba la vaca, de repente todos los cerdos empezaron a saltar y moverse hacia el otro lado, oliendo el aire con gran terror. Quise ver qué pasaba, y allí claramente, a treinta pies de mí, había una monstruosa pantera de entre nueve y diez pies de largo y tres pies de alto. Estaba ordeñando en un cubo pequeño, que hacía mucho ruido, pero no nos hizo nada ni a mí ni a los cerdos, y se fue hacia los árboles saltando por el gallinero. Luego empezó a rugir y chillar como una mujer en agonía. Me gustaba su música, pero más a medida que se alejaba. Me alegro que no pensara en hacerme mucha más compañía. Sin duda, fue la sangre en el caballo y la silla de montar que la atrajo hacia donde yo estaba. No se lo pregunté, pero supongo que venía a por una cadera de venado.

Un día, mientras iba hacia casa con mi carro con bueyes me encontré con tres panteras en el camino, dos mayores y una joven. No tenía el rifle encima ni un cuchillo para poderme defender, y de haberme atacado me hubieran matado a mí y a mi buey. Mis perros vieron el peligro, y cargaron contra ellos, y se subieron a los árboles. Sin duda, lo que querían era darse un banquete con mis bueyes. Incluso, cuando estaban seguras subidas en los árboles se mostraban feroces y con miradas hambrientas hacia nosotros. Saqué mi látigo, y pareció como si sacara mi pistola, lo que hizo que se fueran corriendo hacia el bosque. Me fui rápido a casa con mis bueyes, con cada pelo de mi cabeza tan tieso tan tieso como una aguja de coser, y nunca desee volverme a encontrar con panteras.

Mi experiencia en la frontera fue muy valiosa para mí en muchos aspectos que no podré valorar jamás. Fue de un valor incalculable en mis investigaciones científicas. Antes que estudiara la anatomía de los libros ya había adquirido un gran conocimiento del gran libro de la naturaleza. El despellejar ardillas me puso en contacto con músculos, nervios y venas. Los huesos, el gran sustento de la maravillosa casa en la que habitamos, fue desde siempre estudiado por mí antes que aprendiera los difíciles nombres que el mundo científico les ha dado. Igual que el cráneo de un caballo era utilizado en mi escuela para que el mal alumno se sentara, he pensado en el buen uso que podría hacerse de la cabeza de un caballo, lo que me dirigió a la fuente del conocimiento y aprender la lección que las drogas son peligrosas para el cuerpo, y la ciencia de la medicina simplemente lo que ya muchos otros grandes terapeutas dijeron, un engaño.

Pero me estoy saliendo del tema de este capítulo, que es el de contar algunas de mis aventuras durante mi juventud en la frontera. Mis aventuras no se reducían solo a panteras, ciervos, mofetas y mapaches. Teníamos un enemigo mucho más refinado y peligroso que ninguno. Sus colmillos eran venenosos y su mordedura a menudo provocaba la muerte. Me refiero a las serpientes de Missouri. He matado miles de ellas, grandes y pequeñas, largas y cortas, desde diez pies de longitud a seis pulgadas, y de todos los colores, roja, negra, azul, verde, de color cobre, de lunares, peligrosas y dañinas. Habían muchas en los árboles y en las praderas y era preciso llevar un garrote del tamaño de un bastón, de tres o cuatro pies de largo, para protegerse. Todas las personas llevaban algo en sus manos para matar serpientes en la época de calor. Muchas de ellas eran muy venenosas. Recuerdo un hombre que se llamaba Smith Montgomery a quien le mordió en el pie en medio del campo, mientras trabajaba descalzo. El diente de la serpiente entró por una de las venas que lleva la sangre al corazón, y gritó: “¡me ha mordido una serpiente de cascabel!”, mientras se dirigía hacia el resto de la gente, tras caminar unos seis pasos de desplomó en el suelo y se murió en el acto. El veneno de la serpiente de cascabel provoca una sensación de adormecimiento, que se expande por todo el cuerpo, y los pulmones y el corazón se paralizan en cuanto la sangre llega al corazón y el veneno penetra en los grandes vasos sanguíneos.

Las serpientes de cascabel son un terco enemigo. He hecho un círculo de heno de un pie de alto, le he prendido fuego y cuando el fuego está al máximo, echar una serpiente de cascabel en medio del círculo. Y ella luchará y se retorcerá hasta que se quede tiesa como un bastón, y solo parará cuando su cuerpo esté quemado. Así puedes ver cómo es capaz de luchar hasta el final.

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Al estar seguro que era eso sabía sin duda alguna que podía tener guerra en abundancia sin necesidad de ir a Méjico. Entré en la maleza que tenía sobre un pie de altura, para tratar de encontrarla. Y encontré a Mrs. Serpiente que estaba totalmente enrollada. Levantó su cabeza unos dos pies del suelo, mirándome fijamente. Su cabeza medía unas tres pulgadas de ancho por detrás de sus ojos. Sabía perfectamente que si esta serpiente medía diez pies de largo podría saltar lo mismo. Correr era de cobardes, luchar era peligroso. Y me vino a la cabeza, “¿qué dirían de un joven que quiere luchar en Méjico si huye de una serpiente?” Había visto la serpiente, y no podía decirle a mi madre que se había escapado y no había podido encontrarla. A la desesperada cogí el estribo de la cuerda de la silla de montar, y con las piernas temblando me enfrenté al comandante general del enemigo. Él hacía sonar los cascabeles situados en la última fila de su ejército. Con un ligero suspiro di la orden de atacar. Con un movimiento circular de la correa desarticulé el cuello del general. Al estirarlo pude medirlo, casi tres metros. Y así terminó la mayor batalla que he vivido con una serpiente. Como la serpiente es el emblema del veneno, y todas las drogas son veneno, podría decirse que fue el primer conflicto donde se enfrentó la osteopatía al veneno, y salió victoriosa.