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Índice

 

 

 

Portada

Introducción. La gran aventura de la conversación

 

Los 80 escritores

Naguib Mahfuz

Lawrence Ferlinghetti

Doris Lessing

José Saramago

Wislawa Szymborska

Pramoedya Ananta Toer

James Salter

Ana María Matute

Gabriel García Márquez

Günter Grass

Carlos Fuentes

John Forbes Nash Jr.

Imre Kertész

Toni Morrison

Jesús Lizano

Tomas Tranströmer

E.L. Doctorow

Umberto Eco

Elena Poniatowska

Fernando Arrabal

V.S. Naipaul

Juan Marsé

Sergio Pitol

Philip Roth

Ces Nooteboom

Allan Bennet

Wole Soyinka

Kenzaburo Oé

Luis Goytisolo

Mario Vargas Llosa

Gao Xingjian

J.M.G. Le Clézio

Arto Paasilinna

Isabel Allende

Donna Leon

Daniel Barenboim

Peter Handke

Peter Carey

Patrick Modiano

Juan José Millás y Quim Monzó

Daniel Goleman

Paul Auster

Jaume Cabré

Salman Rushdie

Carme Riera

James Ellroy

Enrique Vila-Matas

Catherine Millet

Haruki Murakami

Ken Follett

Pierre Lemaitre

Javier Marías

Orhan Pamuk

Vikram Seth

Stieg Larsson

Siri Hustvedt

Antonio Muñoz Molina

Michel Houellebecq

Mircea Cartarescu

José Carlos Llop

Rolf Bauerdick

Sergi Pàmies

Almudena Grandes

Arnaldur Indridason

Jonas Jonasson

David Lagercrantz

Javier Cercas

Garry Kasparov

Frédérick Beigbeder

Horacio Castellanos Moya

Xuan Bello

Carlos Zanón

Amélie Nothomb

Jonhathan Littell

Agustín Fernández Mallo

Karl Ove Knausgård

Joumana Haddad

Mathias Enard

Zadie Smith

 

Mapas continentales con los lugares de origen de los autores

Sobre el libro

Sobre el autor

Créditos

Introducción

La gran aventura de la conversación

 

 

 

 

Aterrizar en el aeropuerto de Lagos y que, en la misma pista, te estén esperando dos guardaespaldas bien trajeados y armados con sendas pistolas, para hacerse cargo de tu seguridad, no se corresponde a la idea que uno tiene, en la facultad de Comunicación, de lo que va a ser el oficio de periodista literario. Mucho menos épico es llamar sin cita previa al timbre de Doris Lessing, en un barrio residencial de Londres, y que ella misma, al poco de haber ganado el Nobel de Literatura, te abra la puerta en bata y te invite a pasar a la cocina. O intentar que García Márquez te franquee la puerta de su casa de México diciendo que le traes una maleta con los regalos de una amiga... Al evocar el contexto en que fueron hechas estas entrevistas, se me aparecen en la memoria imágenes muy diversas: tormentas de nieve en Islandia, un recorrido en coche por el norte de Suecia –esquivando los ciervos– con el padre de Stieg Larsson al volante, Catherine Millet enseñando sus pechos al fotógrafo en un aula del Instituto Francés, Ana María Matute desayunando whisky en un bar de barrio regentado por chinos, Frédéric Beigbeder tumbado en un banco gaudiniano del paseo de Gracia tras una noche de juerga…

Ha llovido mucho desde finales de los años ochenta, cuando empecé a entrevistar escritores. El conjunto recogido en este libro, una criba de varias cribas previas, es una panorámica global que podría componer un canon de la literatura. Se ha primado un criterio de diversidad geográfica, para que aparezcan el máximo de continentes y países, y también una diversidad de géneros literarios, sin olvidar ejemplos de los best sellers del momento. Evidentemente, faltan grandes autores con los que nunca coincidí, otros con los que mantuve encuentros excesivamente breves o muy centrados en su última novedad y algunos cuya zona geográfica ya se hallaba suficientemente representada. Tal vez a algunos les pueda sorprender la presencia esporádica de algún intruso en el mundo de las letras, pero me pareció interesante abrir puentes a disciplinas como la música (Daniel Barenboim), la ciencia (John Nash), la psicología (Daniel Goleman) o incluso el ajedrez (Garry Kasparov), siempre a partir de casos de grandes nombres que hubieran publicado un libro sobre tales materias y que, por tanto, propusieran esencialmente una experiencia lectora. Se alternan conversaciones cortas con otras que se extendieron a lo largo de varios días. Así, uno de los hipotéticos alicientes sería el de poder seguir –en ocasiones, a lo largo de los años– la trayectoria y evolución de algunos grandes escritores. Es este un libro que puede ser leído en cualquier orden o dirección. Todos los textos han sido editados, se han suprimido partes demasiado ligadas a la actualidad del momento, se han ensamblado conversaciones distantes en el tiempo y, en algún caso, se ha introducido alguna respuesta que en su día no cupo en la versión publicada en prensa, básicamente en la sección de Cultura del diario La Vanguardia y en el Magazine dominical que comparten una veintena de cabeceras españolas.

 

Alguna vez, al intentar explicar a estudiantes de Periodismo cuáles son las claves de una buena entrevista, no he podido evitar sentirme invadido por una cierta impostura al desgranar elementos tales como la preparación, el conocimiento de la obra, la elección del contexto, la empatía, la capacidad de saltarse el guión, hablar previamente con conocidos del personaje, la percepción psicológica, observar los gestos y pequeños detalles… pues venía a mi mente aquel colega que, al no tener tiempo nunca para leerse los libros de los escritores con que se encontraba, solía iniciar sus encuentros con la fórmula: “¿Cuál era su objetivo al escribir este libro?” y, así, escuchando esa primera respuesta, iba preparándose mentalmente las siguientes preguntas. En una ocasión –la mejor pieza que yo alcancé a leerle– no tuvo siquiera tiempo de formular una segunda cuestión, pues su interlocutor, el genial Guillermo Cabrera Infante, le ofreció una brillante respuesta-monólogo de media hora que él se limitó a transcribir.

 

Es sabido que, para conocer bien un período histórico, para empatizar con las personas que palpitan bajo el manto de los grandes eventos, es mejor recurrir a los grandes novelistas de cada época, que a menudo nos legan más verdades que los historiadores que fueron sus contemporáneos. Es por eso que estas páginas hablan de muchas más cosas de lo que parece: no solo de literatura sino, sobre todo, del mundo de hoy, de nuestros traumas, anhelos y costumbres cotidianas. De ahí que el premio Nobel nigeriano, Wole Soyinka, tuviera que contratar a los dos guardaespaldas a los que se aludía al principio, porque acudir a entrevistarlo en el escenario de sus obras implicaba sumergirse en una sociedad extremadamente violenta e injusta.

 

Si las entrevistas, como ha dicho Bernard Pivot, “envejecen mejor que los demás géneros periodísticos” también es verdad que, como sostiene Salvador Pániker, el problema de este género “es que uno queda reducido al nivel intelectual del entrevistador”. Pido disculpas de antemano por este error irremediable.

 

Xavi Ayén

 

Los 80 escritores

NAGUIB MAHFUZ

“EL TERROR NO HA PODIDO CONMIGO

 

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Naguib Mahfuz en su casa de El Cairo en junio de 2006, un par de meses antes de morir. | KIM MANRESA / ALVG

NACIMIENTO:

topo.png El Cairo

(Egipto, 11/XII/1911)

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MUERTE:

El Cairo

(30/VIII/2006)

LUGAR Y FECHA

DE LA ENTREVISTA: El Cairo

(junio del 2006)

 

CUATRO OBRAS DESTACADAS:

· El callejón de los milagros (1947). Su obra más célebre. Entre el realismo y el costumbrismo, describe la vida de unos personajes aislados en un barrio humilde, con los mayores incapaces de adaptarse a la modernidad y los jóvenes soñando con huir.

· Entre dos palacios (1956). Finales de la década de 1910 en El Cairo. La familia Abd al Gawwad, símbolo de la clase media, cuenta con un padre tradicional, autoritario y con doble vida. Sus hijos varones estudian o trabajan y las hijas están recluidas en casa. Compone la llamada trilogía de El Cairo, junto con Palacio del deseo y La azucarera.

· Miramar (1967). Los residentes de una pensión en Alejandría, propiedad de la griega Mariana, interactúan en torno a Zohra, una hermosa campesina que ha dejado su pueblo. Retrato del Egipto posrevolucionario.

· Diálogos del atardecer (2003). Libro de aforismos y alegorías en la etapa final de su vida que la sudafricana Nadine Gordimer consideró “más valioso que una autobiografía” porque es la manera de conocerle por dentro.

 

Naguib Mahfuz no puede vernos. Ni oírnos. Al llegar al comedor de su piso en El Cairo, nos recibe en bata y zapatillas, y le apretamos la mano fuertemente, durante un buen tiempo, para que adivine el afecto y la admiración que despierta en nosotros. Mientras nos invita a sentarnos en el sofá, su mujer –ataviada a la oriental, con un pañuelo azul en la cabeza– nos sirve té y repostería variada. Encomendamos el desarrollo de la entrevista a uno de sus mejores amigos, el también escritor Mohamed Salmawy, que le traducirá al árabe nuestras preguntas, gritándoselas a veinte centímetros de la oreja, a un altísimo volumen. La escena, que se repetirá a lo largo de varios días –Mahfuz se cansa mucho de hablar–, desprende, contra lo que pudiera parecer, una aureola de dignidad. El termómetro marca 37 grados, y estamos en el Cairo. El bullicioso Cairo de Naguib Mahfuz.

Los días del premio Nobel de Literatura de 1988 se parecen uno a otro. Acaban siempre con una pastilla (“la necesito para dormir”). Por la mañana, se levanta muy temprano, y lo primero que hace es concentrarse: “Intento memorizar lo que he soñado, tal vez escriba sobre ello”. Después de desayunar, recibe a su amigo, el señor Sabry, que le lee la prensa del día y algunos libros. Más que leerle, el señor Sabry le grita al oído, como el señor Salmawy durante nuestra entrevista. Más tarde, una vez ha comido, Mahfuz sale de tertulia, a charlar con sus amigos, un grupo diferente de amigos cada día (aunque alguno de ellos repite turno), en diferentes cafés, bares y hoteles de la ciudad, hasta las diez de la noche. Nada recluye a Mahfuz, que va a cumplir 95 años, es ciego, casi sordo y no puede hablar demasiado tiempo seguido. Sus actividades habituales incluyen sesiones de fisioterapia tres veces por semana.

¿Cómo sería la vida de Naguib Mahfuz sin la puñalada que recibió la tarde del 14 de octubre de 1994? Aquel día, el escritor, tras salir de su casa, fue atacado por un integrista religioso, que consiguió clavarle un cuchillo en el cuello. Salvó su vida porque el amigo que le acompañaba en aquel momento era médico y porque el atentado se produjo al lado de un hospital. Desde entonces, le acompañan las secuelas de aquel ataque. Por ejemplo, su mano derecha quedó paralizada. “Tuvo que aprender de nuevo a coger el lápiz –nos cuenta Mohamed Salmawy–, ¡él, que había recibido el mayor premio literario del mundo! Y lo hizo sin quejarse. Consiguió al final, tras mucho ejercicio, poder escribir media hora al día, aunque nunca más aquella letra clara de antes”. Mahfuz nos muestra, trabajosamente, su caligrafía actual, que le permite escribir alguna frase corta o firmar un libro. Parece la letra de un niño.

Por las mañanas, recorremos los callejones, mercados y cafés tradicionales descritos en las obras de Mahfuz (“no hace falta que vayan a este –nos advierte–, ahora es un restaurante moderno”). Por las tardes, le acompañamos a sus legendarias tertulias cairotas. Hoy es domingo, y estamos esperándole en la puerta de su casa, en el mismo lugar donde lo apuñalaron. Hay un gran despliegue policial. Tres agentes en la calle, otro en una garita de seguridad, un falso taxi que lo va a trasladar a un hotel y, nos dicen, varios miembros de la secreta dando vueltas por el barrio (sospechamos de un repartidor de pizzas que aparece una y otra vez con el mismo cargamento bajo el brazo). Cuando Mahfuz aparece, del brazo de su amigo Fatehy Hashem, el médico que le salvó la vida en 1994, percibimos el simbolismo de ese paseo diario, como si el lento andar del escritor nos dijera: “¿Lo ven? El terror no ha podido conmigo, sigo yendo de tertulia”.

Lo único que el atentado cambió son los lugares de esas reuniones, por motivos de seguridad. El casino Opera, el café Riche, el Ali Baba, el Qasr al Nil… tuvieron que ser sustituidos por lugares más seguros. Hoy toca en el bar Napoleón, en un piso del lujoso hotel Shepheard. Mahfuz y el doctor Hashem llegan primero y se sientan a esperar. El único Nobel en lengua árabe nos cuenta: “He tenido que reducir mi ritmo de cigarrillos. En vez de fumarme tres al día… he pasado a dos”, dice sonriendo como un pillo.

Van llegando contertulios. Hoy, asisten al encuentro una periodista irlandesa, además del director de cine Essam Deraz –que ha rodado un documental sobre el escritor–, el ingeniero Mohamed el Kafrawy, un redactor de la revista Juventud… Todos se van turnando para presentarse a gritos a Mahfuz, quien asiente, sonríe o entabla una conversación, según los casos. La mayor parte del tiempo, sin embargo, permanecerá quieto, sumido en su oscuridad, mientras los demás hablan. Parece feliz, como si le bastara saber que está rodeado de amigos.

El cineasta Deraz le ha repetido hasta cinco veces quién es, pero su suave voz no consigue traspasar el oído de Mahfuz. Mucho mejor, para ello, la gravedad del timbre del ingeniero Kafrawy, que le ha traído una docena de recortes de periódicos de la última semana “para que comentemos la jugada, Naguib”. Así, Mahfuz y Kafrawy hablan de los resultados del Mundial de fútbol, del papel de Gerry Adams en el proceso de paz de Irlanda, de la lucha entre Hamas y Al Fatah en Palestina o del auge de fanáticos religiosos dentro del país. Entre sodas y tazas de té (nadie toma alcohol), transcurre la tarde, convertida en una celebración de la amistad.

“Es cierto –nos dirá Mahfuz, al día siguiente, en el salón de su casa–, la amistad, en esta etapa de mi vida, es lo más importante. De ella saco el apoyo y la fuerza necesarios para vivir, un día tras otro. Ahora ya no puedo leer ni escribir, pero mis amigos son mis ojos, mis orejas y mi pluma. Sin ellos, estos hubieran sido los años más miserables de mi vida. Mis carencias me aíslan del mundo, así que tengo que preguntarles qué cosas nuevas suceden en el campo de los libros, la música o el arte. El poquito de conocimiento que extraigo de eso es muy importante para mi bienestar, tanto mental como físico”.

El bloque de pisos, junto al Nilo, en el que vive Mahfuz (la casa que ya tenía antes del premio Nobel) no resulta nada ostentoso, y la zona se parece a cualquier barrio de clase media española, aunque la fachada de cemento está sucia, y los mugrientos aparatos de aire acondicionado parecen una amenaza para el viandante. El interior de la vivienda, sin embargo, denota que su morador es alguien distinguido: una ornamentación elegante, jarrones con flores, tapices en las paredes, diversas piezas de artesanía…

¿Cómo escribe ahora Mahfuz? “Pienso una historia, la memorizo y la dicto”. Está trabajando en sus “sueños de convalecencia”, textos que intentan capturar sus experiencias oníricas. “Es apropiado para mi estado de salud –comenta–, los sueños proceden del interior de las personas, no es necesario ver ni oír para captarlos en su plenitud. Es lo que puedo hacer ahora. No necesito vivir otras experiencias, porque ya estoy viviendo una interna. Tengo un sueño, lo vivo como algo real y, luego, lo transformo en algo parecido a una novela, algo completo y que tenga significado”.

Esa es la razón de que los últimos libros del autor sean la suma de textos muy breves, a menudo de una página, o incluso menos. “Destilo cada frase y cada idea hasta encontrar su esencia. Algunos críticos lo han comparado con los haikus, pero los que escriben esos poemas japoneses son libres para escoger la forma que prefieran. En mi caso, la necesidad me ha obligado a ser breve. Solamente puedo escribir historias cortas, condensadas, no puedo hacerlo durante más de media hora, me canso, aunque pueda pasarme días dándole vueltas a la cabeza”.

¿Qué queda –le preguntamos– de su temprana fascinación por los faraones? “Aquella gran civilización –responde– no es sólo un reclamo turístico o algo del pasado, sino que ha dejado huella en los egipcios de hoy: en su lenguaje cotidiano, en sus costumbres diarias y en sus tradiciones, así como en su inclinación a la religión y en su conciencia de la muerte”.

Uno de los temas clave en sus obras es el proceso de modernización de la sociedad, y el interés del hombre de la calle por el pensamiento moderno y las ideas europeas. “Sí –admite–, la modernización es un proceso natural, las civilizaciones se desarrollan gradualmente y la interacción entre ellas es imprescindible. No se puede ignorar a otra civilización porque todas contienen algo humano. El egipcio es abierto por naturaleza. Su ubicación geográfica, entre los tres continentes más antiguos del mundo, ha permitido una continua interacción con las otras culturas. La naturaleza del egipcio es tolerante, pues es protagonista de una civilización que nunca cerró sus puertas a las otras que pasaron por sus tierras a lo largo de la historia”.

Su amigo Salmawy, dramaturgo, periodista y presidente de la asociación de escritores, es el artífice de que Mahfuz publique cada semana una columna de opinión en la prensa. “Le vengo a ver cada sábado –explica Salmawy–, le propongo un tema y mantenemos un diálogo, en ocasiones le hago preguntas y en otras no hace falta, porque ya se le ha ocurrido todo a él”.

El pasado mes de abril, hubo un atentado mortal contra turistas en la península del Sinaí, que ha reforzado la sensación creciente de que el peligro del islamismo ha sustituido a la amenaza comunista. “¡¿Cómo puede ser que algunos de ustedes crean que el islam es una amenaza!? –se escandaliza Mahfuz–. No es correcto llamar islámico a este terrorismo, al igual que a los violentos de Occidente no los llamamos cristianos. La verdadera religión constituye el fin último del hombre, pero hay quien la interpreta de una forma desviada para alcanzar sus propios objetivos. Estos atentados son fruto de terroristas, que quieren dañar el turismo y la economía de Egipto. Pero no lo van a conseguir, porque los turistas siguen viniendo, como si ya se hubieran acostumbrado”. Sobre las causas de la violencia, se muestra cauto porque “la injusticia social o política no justifican el terrorismo, aunque en realidad son factores importantes en el origen del fenómeno. Occidente también es, hasta cierto punto, responsable. Es algo que me preocupa, pero creo que pasará. Hay que dejar que los egipcios solucionen sus propios problemas: a medida que haya una mayor justicia e igualdad en el país, el integrismo se convertirá en algo muy débil”.

Sobre las caricaturas danesas que representaban al profeta Mahoma y que ocasionaron un alud de protestas en todo el mundo islámico, opina que “ha sido un atrevimiento contra el islam, aunque quizás sin mala intención. Los ciudadanos de Occidente disfrutan de la libertad de expresión y así, utilizando esa libertad, se han referido a Mahoma, el más importante símbolo de los musulmanes. Ellos piensan que es un tema menor, algo que se puede superar con facilidad pero, en realidad, nos han herido y provocado nuestra ira. Aun así, las reacciones de protesta han superado todos los límites de la exageración. Creo que el ejercicio de la libertad de expresión no es, por sí mismo, suficiente: se necesita sabiduría e inteligencia y sopesar las posibles reacciones”.

Hablamos de su novela Hijos de nuestro barrio, que fue impresa en Beirut y que nunca se ha publicado en Egipto al ser condenada por Al Azhar, la máxima autoridad de los musulmanes en su país. En diversos medios de comunicación, hemos leído que Mahfuz se ha aproximado a las autoridades religiosas para conseguir finalmente que el libro se edite. “En absoluto –desmiente–. Lo que ha ocurrido es lo siguiente: en 1959, el responsable de la censura me dijo que la novela no podía ser impresa en Egipto, para evitar así las quejas de Al Azhar. Pero también me dijo que cualquier casa editorial en el extranjero me la aceptaría y que él no permitiría que se publicara ninguna crítica negativa en la prensa egipcia. Eso fue lo que ocurrió. Recientemente, al volverse a plantear la cuestión de la publicación en Egipto, yo dije que, para conseguirlo, debía obtenerse la aprobación de Al Azhar. Pero no mantengo contactos con ellos, creo que ningún escritor debe de pedir permiso a ninguna autoridad para publicar sus obras”. Por otra parte, “sé que la obra no es blasfema, no me considero un infiel y, en su día, estaba dispuesto a defender el libro ante un comité religioso que tenía que venir a mi casa, pero jamás se presentaron. Es un libro que, irónicamente, culmina con un triunfo de la fe. Creo que un juez justo autorizaría la novela, pero ahora me siento demasiado cansado para defenderme”.

Fue Hijos de nuestro barrio, precisamente, la novela que fue usada como justificación del atentado de 1994. “No sé qué debería estar pensando el agresor, seguramente sus emires le hicieron creer que aquel libro humillaba el islam. Simplemente obedecía. En sus declaraciones a las autoridades, aseguró no haber leído siquiera la novela”.

–¿Qué recuerda del atentado?

–No lo recuerdo. Si pudiera ver la cara del joven que me atacó, si pudiera recordarme extendiendo mi mano hacia él, para estrechársela, creyendo que era un admirador (me han dicho que eso es lo que hice), aquello tal vez me traumatizaría. Sólo me acuerdo de que llegué a sentarme en el coche y nada más. Es una bendición divina poder desarrollar una amnesia selectiva sobre los detalles desagradables”.

Literariamente, Mahfuz ha puesto a la lengua árabe en el mapa internacional, con sus más de 40 novelas, más de 350 relatos y cinco obras de teatro; de hecho, ha sido sólo a partir de él cuando los críticos occidentales han aceptado sin discusión la existencia de una novela árabe, del mismo modo en que existe una rusa u otra francesa. Antes de Mahfuz, solamente existía una lengua literaria, arcaica, y el dialecto coloquial; él ha hallado la denominada tercera lengua. Humilde por naturaleza, su amigo Kafrawy nos explica una anécdota: “Un día de 1988, antes del Nobel, estábamos así reunidos, como ahora, y hablábamos de Hemingway y Faulkner. Él se consideraba muy inferior a ellos. Yo me enfadé y le dije: ‘¡Señor Mahfuz! ¡Nosotros hemos heredado también, en la lengua árabe, toda esa tradición! ¡Usted no es inferior a ellos, debe respetarse más!”. Se calló… ¡y, dos semanas después, le dieron el premio Nobel! Me alegré mucho porque, en nuestro mismo grupo, había gente que le desmerecía, que no valoraban su trabajo, y esas actitudes cambiaron”. A Mahfuz le parece, todavía hoy, que hay otros escritores árabes que se merecen el premio: “De la antigua generación, Taha Hussein, Abbas Mahmud Al Aqqad, Ahmed Hussein Heikal y Tafwiq Al Hakim. También tenemos a Gamal Al Ghitani, entre la nueva generación. Además, el poeta palestino Mahmud Darwish y el poeta sirio Adonis… y otros cuyos nombres no recuerdo o conozco, dado que llevo años sin poder leer y me he perdido a la novísima generación”.

¿Piensa en la muerte?, le preguntamos, un día, antes de despedirnos. Y, tras un larguísimo silencio, nos responde: “La verdad es que me estoy acostumbrando a ella, me he situado tan cerca suyo que a veces consigo verle la cara, y ya no es una extraña para mí”.

LAWRENCE FERLINGHETTI

“LOS BEATS ABRIMOS EL CAMINO A LOS HIPPIES

 

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Lawrence Ferlinghetti, en su piso en San Francisco. | AITOR ECHEVARRÍA

NACIMIENTO:

topo.png Bronxville

(Nueva York, Estados
Unidos, 24/III/1919)

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LUGAR Y FECHA

DE LA ENTREVISTA: Su piso de

San Francisco

(junio del 2016)

 

CUATRO OBRAS DESTACADAS:

· Un Coney Island de la mente (1958). Su poemario más célebre, con más de un millón de ejemplares vendidos. El título hace referencia a un parque de atracciones y a una playa en el extremo sur de Brooklyn. En él encontramos versos como: “No me he acostado con la belleza toda la vida / repitiéndome / sus abundantes encantos…”.

· La vida como sueño real (1992). Varios poemas, un cuento y una entrevista con el autor.

· ¿Qué es la poesía? (2000). Poemas breves y aproximaciones a la naturaleza del hecho poético. El poeta como acróbata que “escala sobre la rima / ejecuta cabriolas / y debe por la fuerza percibir / la tensa verdad”.

· El pulso de la luz. Poesía escogida (2016). La última antología, con poemas de sus mejores libros entre 1955 y 2014. La demostración de por qué a él no le afecta esta sentencia suya: “Hemos visto a las mejores mentes de nuestra generación / destruidas por el aburrimiento en los recitales de poesía”.

 

San Francisco tiene un downtown envidiable, además de una enorme zona verde que rivaliza con el neoyorquino Central Park, la arquitectura imponente del Golden Gate, la isla penitenciaria de Alcatraz... pero para muchos de sus visitantes es, sobre todo, la ciudad de los beatniks, el lugar donde vivieron y, en una atmósfera bohemia, crearon y lanzaron su mensaje al mundo. De ahí que haya muchos turistas que busquen en sus mapas los puntos que este grupo de escritores marcó de modo indeleble, especialmente en el barrio de North Beach –con la sinuosa Lombard Street–, el lugar donde sigue vivo su espíritu, con aún muchos poetas en sus bares.

La librería City Lights (en el 261 de Columbus Avenue), propiedad de Lawrence Ferlinghetti, es el epicentro, justo al lado del Jack Kerouac Alley. Frente a la librería, en el 540 de Broadway, se alza el Museo de los Beats –rodeado de bares de topless– cuya entrada solo cuesta cinco dólares y además “te los devolvemos si crees que la visita no los costaba”. En dos (pequeñas) plantas se muestra la historia del movimiento, a través de varias anécdotas, y se exhiben objetos como la máquina Olivetti en que escribía Ginsberg, una camiseta blanca de Kerouac, fotos de álbumes privados de los autores y primeras ediciones de las obras.

Kerouac, Ginsberg, Burroughs... y Ferlinghetti. Añadan los mosqueteros beat que quieran a la lista pero en todas ellas figura, como el D’Artagnan del grupo, Lawrence Ferlinghetti, el viejo poeta, editor, pintor y librero que galvanizó al movimiento. En los tres pisos de su mítico establecimiento City Lights hay colgados carteles que dicen, por ejemplo, “donde las calles del mundo se encuentran con las avenidas de la mente” o mesas individuales con su silla en las que es posible sentarse a leer cualquiera de los libros a la venta sin pagarlos (“siéntate y lee”, instiga otro cartel). Ferlinghetti es poco conocido en España a pesar de ser el poeta vivo más vendido en Estados Unidos. Este hombre inteligente y divertido, que ha conseguido hacer negocio vendiendo y editando poesía, personaliza como nadie ese movimiento beat al que el Pompidou de París acaba de consagrar una exposición. Ferlinghetti –que explica cosas como que “compartí una novia con Richard Brautigan” o que define a Pablo Neruda como “una gran tortuga”– recibe a este periodista en su piso de San Francisco.

“He estado varias veces en Barcelona –comienza diciendo–. La primera de ellas, en 1948. Me alojé en el hostal Ambos Mundos, en la plaza Reial. Luego, ya en los años sesenta. Traté también a un director de cine, Bigas Luna, que estaba tramando una película junto a Charles Bukowski, de quien se hizo amigo, basada en unos cuentos que yo le había publicado en City Lights, pero finalmente no se llevó a cabo”. Visitó la Sagrada Família: “Gaudí me pareció un arquitecto horrible, aunque todo el mundo piensa que aquello es hermoso”. También trató a su agente literaria, Carmen Balcells: “Fui a su oficina, ella vendía no sólo mis libros sino todo el catálogo de City Lights. La recuerdo tras la mesa de su despacho, grande y amenazante. Se me quedó mirando de arriba a abajo, por encima de sus gafas, y me dijo: ‘¿Así que este señor es el gran Ferlinghetti?’, como diciendo ‘¡vaya tipo me han traído!’. Yo le respondí: ‘Vaya, así que es usted la gran Carmen’, ja, ja”.

En 1953 fundó la librería, con el único objetivo de financiar una revista homónima que hacían él y sus amigos. “El nombre era por la película de Chaplin, le pedimos permiso para usarlo y nos autorizó. Pensamos que, si vendíamos algunos libros en el sótano, tendríamos dinero para la revista. Decidimos centrarnos en libros de bolsillo y revistas políticas, y tuvimos un éxito enorme desde el principio. Durante muchos años, el dinero de la librería nos sirvió para financiar la editorial, fundada dos años después. No queríamos ganar dinero, todo lo reinvertíamos. Hoy, cada vez es más difícil tener una librería, con Amazon comiéndose el negocio. Nosotros nos hemos quedado casi solos como librería independiente que pone la cultura por encima de todo. Mire Nueva York, el panorama de sus librerías es terrible. Nosotros creemos en esos amantes de los libros que nunca los comprarán ni los leerán por internet. ¡Somos millones!”.

Antes de fundar la librería City Lights, fue marine durante la Segunda Guerra Mundial y dirigió uno de los grupos que desembarcaron en Normandía. Al poco, seis semanas después de que estallara la bomba atómica, se fue a Nagasaki: “Aquello me convirtió en un pacifista inmediatamente, era la obra de un monstruo, y ese monstruo era Estados Unidos”.

Aunque no le gusta el término beatnik –“nos bautizó así un columnista de cotilleos, para relacionarnos con el Sputnik soviético”– se resigna al extendido uso de esa denominación. De su amigo Allen Ginsberg, recuerda que “la primera vez que lo vi fue cuando vino a la librería. Era 1955, se presentó y me trajo su manuscrito de Aullido, y primero montamos un recital, el 13 de octubre, en Six Gallery, para oírlo en voz alta, con unas pocas sillas. Me tocó profundamente, nunca había escuchado nada semejante, me di cuenta enseguida de que aquello marcaba un nuevo tiempo, era como haber asistido a la invención de la televisión. A la mañana siguiente, le escribí un telegrama: ‘Te saludo en el comienzo de una gran carrera’”.

Sin embargo, publicar Aullido le llevó al banquillo de los acusados. “La policía entró a la librería y nos acusaron de vender material lascivo y pornográfico por ese libro. En el juicio nos defendió la Unión Americana de Defensa de las Libertades Civiles, no teníamos ni un duro para abogados, siempre les estaré agradecido. Al final ganamos, en un juicio en que poetas, profesores y lingüistas declaraban como testigos, y demostramos ante el juez que una palabra no podía ser considerada obscena por ella misma y que lo que prevalecía era el valor literario y el significado social. Era una época en que tenían problemas judiciales desde El amante de lady Chaterley de D.H. Lawrence hasta los libros de Jean Genet. Nuestra sentencia abrió las puertas, sentó jurisprudencia a favor de la libertad de expresión”. Ginsberg, “mientras se celebraba el juicio, estaba en Marruecos... o a bordo de un barco”.

Para él, “los beats fueron la prehistoria de los hippies, sacaron a la luz todos sus temas, desde el ecologismo al pacifismo. Creo que el mundo sigue necesitando ese mensaje aunque ya no existen esas carreteras abiertas que inspiraron no solo a Kerouac sino también a Whitman o Jack London”.

Con Kerouac “hablábamos en francés, él tenía acento canadiense y le molestaba que en París se rieran de él por eso. Se instaló en mi cabaña unos días para escribir Big Sur. Una mañana, en la playa, frente a las olas, me preguntó: ‘Lawrence, ¿qué dice el mar?’ y a mí me dio por responderle: ‘Les poissons de la mer parlent breton’ y luego vi que incluyó ese verso en el libro. Bebía mucho. Un día, fue a ver a Gallimard en París, pero este no le recibió. Decepcionado, a la salida fue bebiendo por todos los bares del camino, y me llamaron a mí a la librería Shakespeare & Company, donde estaba, gritándome: ‘Monsieur Galimard est furieux!’ porque no le habían advertido de quién le estaba esperando, pero ya no le pudieron localizar. Sus periplos etílicos le impedían llegar a las citas: Henry Miller le admiraba y quedaron en casa del poeta Ephraim Donner. Pasaban las horas y Keoruac no llegaba, de vez en cuando llamaba desde algún bar diciendo: ‘Llego en dos horas’... pero no lo hacía. Miller se fue muy enfadado, y jamás se vieron”.

Después de En la carretera, Kerouac obtuvo “la fama instantánea, desde el momento en que The New York Times publicó una reseña muy elogiosa. Fue de la noche a la mañana, él vivía con su madre, a quien cuidaba. No volvió a salir a la carretera, al ser tan conocido ya no podía. La fama es un desastre para un artista creativo porque todo el mundo te pide que hagas lo mismo, que interpretes tu rol y te llenan la agenda de un montón de cosas inútiles”. Dice que Kerouac “no estaba de acuerdo con las ideas políticas de los otros beat, él era más bien derechista, incluso reaccionario, se discutía con Ginsberg y Corso por eso”. Entre los poetas de izquierda, había algunos que tenían armas, como Gary Snyder, “que llevaba pistola, lo que a mí me chocaba mucho, sentía que si iban armados no se diferenciaban mucho de los radicales de derecha”.

El descubridor e impulsor de tantos grandes nombres marca sus distancias en lo poético. “Ginsberg fundó, en 1974, la Jack Kerouac School, donde defendían la poesía espontánea, todo un movimiento. Decían –y peor: enseñaban– que el primer pensamiento es el mejor, eso viene del budismo, has de limpiar tu mente de todo, y la primera idea que brota es la correcta, no debes corregirla, pulirla, limpiarla, simplemente darla a conocer. ¡Jamás he escrito poesía de ese modo! Millares de estudiantes se lo creyeron y se han cometido grandísimas gansadas. Una mente privilegiada y excepcional como la de Ginsberg puede producir espontáneamente piezas interesantes. Sin embargo, ¿qué pasa con la mayoría de la gente que no es capaz de eso? Yo mismo no habría producido nada interesante de ese modo”.

¿Por qué no hay mujeres beat? “Bueno, sí hay algunas, como Diane di Prima. Sucede que Ginsberg era el que cooptaba a los nuevos. Era gay, y promovía a sus amigos. Muchos poetas fueron publicados por la única razón de que les apadrinaba un genio como Ginsberg; si no, jamás lo hubieran conseguido. Muchos eran novios suyos”.

Ferlinghetti sigue trabajando. “El 8 de julio, inauguro una exposición de pintura, y he enviado una novela-memoria a mi editor en Nueva York”, comenta con ilusión, antes de despedirse. En el exterior, a unos cuantos metros de su librería –cada día repleta de gente hasta medianoche– uno piensa, algo aturdido por el intenso sol y las empinadas calles de San Francisco, que, al menos, mientras haya un beatnik vivo, habrá esperanza en el mundo.